VI. El PRESTAMO Y LA USURAY prestadle de haber lo que sea guisado (118) Cuando don Ramón Menéndez Pidal, al comentar sobre los elementos ficticios del Cantar , se refirió al préstamo de Rachel y Vidas, hizo una afirmación que le parecería tan incuestionable, que no la respaldó con documento alguno. El Cid, dijo, «necesita un préstamo y no tiene garantía que ofrecer a los prestamistas obligados, que eran los judíos» {1}. C. Smith, que en otros asuntos difiere del sentir del maestro, le sigue en éste al pie de la letra: «The Cid had no Money and Money-lenders were inevitable Jews» {2}. La creencia en la identificación de judío y prestamista era compartida más recientemente por J.M. Solá-Sole: «el hecho de que los dos prestamistas fueran judíos se nos antoja sin demasiada importancia. ¿Es que había otros prestamistas en la España medieval que no lo fueran? » , y añadía más adelante: «como ya es sabido, la usura en la Edad Media era privativa de los hebreos, ya que la postura oficial de la postura oficial de la Iglesia ante el dinero y el interés era contundente: el dinero no podía producir dinero» {3}.
La verdad, como ya he señalado más arriba de acuerdo con los
historiadores, es que las actividades de los judíos de Castilla , León, y
Galicia en los siglos XI y XII nos son desconocidas. Este hecho que consterna al
historiador científico, brinda campo abierto al comentarista
imaginativo. La tentación a fantasear en este campo abierto
del judaísmo cuenta entre sus seducidos a C. Sánchez Albornoz, quien, al
esbozarnos una estampa del León de hace mil años, no tuvo reparos en asignarle a
un judío el papel del acreedor, y no porque contara con datos sobre la ocupación
de los hebreos por aquella época, sino, como él mismo confiesa, «por la
tradición de gentes dedicadas al negocio del crédito que pesa sobre los hebreos
y porque consta que había judíos en León y aún que habitaban en número
considerable y gozaban de cierta consideración e influencia»
{4}.
Historiadores y críticos, por igual, siguen bajo el peso de esa
tradición. Sánchez Albornoz, que se distingue precisamente por la
abundancia en sus aparatos documentativos, no sabía respaldar su
aserto. La invención de aquel judío acreedor en León seguía
años más tarde gravitando sobre su conciencia con tanto desasosiego, que se vio
precisado a hacer nuevas observaciones: «Antaño, en 1925, imaginé
una escena en un infanzón del señor de Luna para cobrarse
del préstamo o renovo que le había otorgado otrora y que no le había
reintegrado. Si non e vero
Ningún
documento acredita la realidad del suceso por mí relatado»
{5}.
Nunca un gran historiador es más grande que cuando se muestra humilde
reconocedor de la verdad documental; el reconocimiento de Sánchez Albornoz es
garantía de autenticidad. Ojalá los comentaristas literarios
hubieran consignado que ningún documento acreditaba sus fantasías sobre el
judaísmo de Rachel y Vidas, que no era más que un rótulo deseable según los
gustos de cada época. Pero el comentarista literario, como
posromántico, no se retraía de la falsificación, al asumir, a la inversa del
historiador, que Si e ben trovato, e vero .
Nada debe establecerse como verdadero, si no es documentable.
Entre los documentos antiguos que han llegado a mi alcance, sólo he
hallado una referencia explícita a un par de hebreos relacionados con el
comercio, en Galicia, en 1044. Sobre ellos comentaba el mismo
Sánchez Albornoz: «aparecen algunos judíos viviendo en casa de un magnate y
comerciando en su nombre
Que eran sus servidores, parece evidente.
¿No habrían llegado a ser sus siervos? ¿Habrían a veces judíos descendido
ese último escalón social y entrado en servidumbre? » {6}.
Igual que me parecía sarcástico caracterizar la aljama como
castiello y la casa de los judíos como palaçio , me lo parece creer
acreedores a los judíos sobre la base de estos dos pobres empleados de un
comercio.
La hipótesis sobre la importancia de los judíos en materias económicas
durante los siglos XI y XII se apoyan, más que en documentos, en la falta de
ellos. Los que dudamos de tal importancia, lo hacemos en
desafío al reto de Sánchez Albornoz: « Y termino preguntando a los autores que
han discutido mis supuestos, ¿quiénes sino los judíos pudieron realizar el
comercio de paños y preseas orientales y prestar con usura en tierras leonesas
hace mil años» ? {7}. Es decir, que la responsabilidad
de probar lo contrario de la hipótesis quedaba transferida a los que de ella
dudaran. A los judíos habíamos de creerlos culpables, hasta
poder probar su inocencia.
Aunque no sepamos expresamente quiénes eran Rachel y Vidas, contamos hoy
ocn abundante información sobre quiénes practicaban el préstamo, usurario o no, en
el Norte de la Península Ibérica como en otras partes de Europa — en la época del
Cantar de mio Cid. Al lector de Sánchez Albornoz le
resultará, como a mí, irónico, que la documentada noticia sobre el préstamo o
renovo en la península, se la debamos a él, que con abundante
documentación nos dice que lo practicaban los monasterios.
«En un país donde abundaban los pequeños propietarios y eran frecuentes
los años de hambre y de malas cosechas hubo de desarrollarse el préstamo usu[r]ario
llamado a la sazón renovo. Está documentado éste en
toda la extensión del reino legionense no en Castilla — y muy especialmente en
Galicia y en el Norte de Portugal. Consta que lo practicaron
incluso los monasterios de Sobrado, Guimaráes y Celanova, que, en las cercanías
de éste, la llamada Casa de Pinna se dedicó a tales negocios usurarios y que más
de una vez intentó reducir a servidumbre a quienes no podían devolver los
préstamos o renovos recibidos. Es probable que también
cerca del monasterio de Guimaráes hubiese otra casa dedicada a la
usura. La practicó asmimismo con mucha frecuencia Cresconio,
prepósito del cenobio de Celanova y hombre de presa que reunió una fortuna
territorial enorme, en gran parte mediante las cesiones que hubieran de hacerle
los amigos que habían caído en sus garras y recibido en renovo »
{8}. Con monjes como Cresconio, ¿quién necesitaba
judíos? Volveremos sobre lo mismo más adelante.
Sobre el renovo ha hecho sus propias aclaraciones L. García de
Valdeavellano: «debió ser originariamente un término usado, sobre todo, en el
Noroeste de la península, si bien lo hallamos también en Sahagún y en la
Rioja». Al mismo tiempo nos llama la atención sobre el
empleo del término en el Libro de Buen Amor : «eres de cada día logrero
de renuevo» (421) {9}.
La antigua documentación sobre los préstamos usurarios no apoyan la teoría
del judío acreedor de Sánchez Albornoz, sino más bien el razonamiento de su
discípula María del C. Carlé: «Cuando llegaban los años malos, de que hemos
hablado antes, ¿a quién podía recurrir el campesino en busca de un puñado de
cibaria, o de una oveja que le permitiría sobrevivir hasta la siguiente cosecha,
sino a los monasterios o magnates? » {10}. De esas
prácticas del renovo sobrevino la concentración de tierras en pocas manos, como
sugiere la misma historiadora en su artículo sobre los grandes propietarios, uno
de ellos, dicho sea de paso, era la Razel de quien ya hemos hablado;
también nos llama la atención hacia una frase muy repetida en los documentos y
que debió hacerse formularia entre las pobres víctimas de la usura: et non
habui unde dare de renovo .
El fenómeno del monasterio como institución del préstamo usurario, no era,
ni mucho menos, privativa del Noroeste de la Peníndula Ibérica.
Entre los historiadores de la economía europea es hoy clásica la obra de
R. Génestal, Rôle des monastères
comme établissements de crédit, etudié en Normandie du XIe à lafin du XIIIe siéle (Paris, ( 1901))
{11}. Otros historiadores, como S. Grayzel,
sostienen que en la Edad Media, hasta bien entrado el siglo XI, las iglesias y
abadías habían sido los centros principales del préstamo de dinero {12}.
G. Duby señala la época a partir de la segunda mitad del siglo XI como la del
incremento del préstamo de dinero, que tenía como centro las instituciones
eclesiásticas. La creciente expansión de la moneda, en esa
época, motivó a los ricos a contribuir a las iglesias y monasterios con moneda
en lugar de tierras; los peregrinos, cuenta él, acostumbraban a depositar, día y
noche, sus monedas en los cepillos de las iglesias patronales
{13}.
Son muchos los historiadores que han visto en la práctica del renovo una
de las razones del enriquecimiento de los monasterios en sus grandes
latifundios. Al abundar la moneda en el siglo XII, el préstamo
de tierras y otros inmuebles cedería el paso al préstamo de dinero.
A partir de entonces el inmueble fincas y palacios — comenzaría asimismo a
ceder como materia y signo de poder y prestigio social ante el dinero constante
y sonante. Ya me he referido a la alegoría del poeta de
Burgos, encarnación del genio de su siglo, en la demolición de la hacienda del
Cid y el trueque de la arena de sus escombros por unos marcos de plata y oro; si
a eso añadimos la venta del Castillo de Alcocer por otro puñado de marcos, no
nos extraviaremos demasiado si al comienzo mismo del Cantar vemos
simbolizado el cambio de bases económicas que experimentaba la
época.
Otro historiador, H. Werveke, puntualiza con mayor perspectiva los
juicios de Grayzel y Duby; para aquél, las instituciones religiosas habían
contado siempre con recursos pecuniarios, pero se habían abstenido del préstamo
usurario de dinero por las prohibiciones tajantes de la Iglesia.
¿Qué pasó en el siglo XII? «Le crédit chancea de
charactere. Il devint productif. Les
établissements religieux nhésitèrent pas à participer au mouvement.
Ils recoururent au subterfuge du
mort-gage» {14}. El empeño, como veremos más adelante,
revestiría ciertos títulos que justificarían la ganancia de ciertos intereses,
por razones extrínsecas.
En la nueva revolución económica, pues, seguía quedando el juego entre
monjes y magnates. Antes del siglo XII, en la Península, es
un magnate el que aparece en un documento recogido por M. Del C. Carlé,
conectado con un préstamo de dinero: 600 sueldos {15}.
El préstamo requería un estado de riqueza que iba necesariamente unido en
aquella época a las clases dominantes; las ganancias que reportaba el interés
nos haría presuponer, de no saberlo, que las mismas clases tratarían de
monopolizarlo. Gracias a la expansión monetaria, a las viejas
clases poderosas de nobles y monjes se sumaría en el siglo XII la de los
mercaderes, los grandes mercaderes que pululaban por Europa, los nuevos ricos
del entonces. Los monopolios del préstamo y cambio en Burgos
duraron mucho tiempo en manos de contadas familias; según N. González, en el
siglo XV, los burgaleses, con el fin de ver rotos esos monopolios, solicitaron
«el poder de dedicarse libremente cualquier ciudadano al cambio de moneda y
préstamo». La solicitud les fue otorgada por el Rey Juan
II, cuando Burgos «contaba ya, esparcidas por sus calles, trece mesas de
cambio donde se verificaban las operaciones de los peregrinos y demás mercaderes
de la ciudad y aún de toda Castilla» {16}.
La existencia de los monopolios de préstamo de dinero, documentada por
toda la extensión de Europa, en desafío a las fulminantes condenas de la
Iglesia, confirman que tales condenas no surtieron el pretendido
efecto. En el siglo XII, en Burgos y en Santiago de
Compostela, eran muchos los cambistas y mercaderes dedicados a la importación y
exportación, los cuales, «a menudo de origen extranjero»,
formaron «grupos relativamente poderosos, a los que el soberano consulta en
materia económica y de los que recibe préstamos» , según nos informa Gautier
Dalché {17}.
Las condenas de la Iglesia abarcaron varios siglos, desde el año 846, con
el Concilio de Roma, hasta el año 1313, con el de Rouen.
Entre los grandes y dolorosos obstáculos que encontraría la legislación
eclesiástica para lograr su cumplimiento, se destacaba precisamente el que la
usura era práctica muy corriente de los mismos clérigos. Los
papas no trataron de ocultar el hecho, cuando Alejandro III, en el Concilio de
Tours, en 1163, expresamente condenaba a aquellos clérigos que, en gran número
pluses--, se dedicaban a prestar con usura
{18}.
A la luz de más recientes investigaciones, es evidentemente un gran error
en la creencia formulada por Menéndez Pidal a primeros de siglo, de que los
judíos eran, en la época del Cantar , «los prestamistas
obligados». Algunos comentaristas miocidianos han tratado
de suplir la falta de documentación mediante un proceso
argumentativo. Han dicho: la Iglesia prohibía a la usura a
los cristianos, luego éstos no la practicaban. En esa misma
línea podían tratar de convencernos de que los cristianos no fornicaban,
mayormente cuando, siendo el comercio unas veces permitido otras no, la
fornicación, como dice Graciano, estaba prohibida siempre y a todo el mundo
{19}.
En verdad el proceso argumentativo que impera entre los historiadores de
la legislación es el inverso; de la intensa campaña de la prohibición de la
Iglesia, se infiere que la práctica del empeño por los cristiano estaba tan
extendida y tan arraigada entre ellos, que, como hoy bien
sabemos, resultó imposible de extirpar.
En lo que respecta a la Península Ibérica y a los siglos X y XI valga la
opinión de García de Valdeavellano: «A juzgar por la frecuencia con que en los
documentos hispánicos de los siglos X y XI encontramos la práctica del préstamo
usurario no parece que las condenaciones eclesiásticas de la usura, ni los
preceptos civiles de la legislación imperial caronlingia, fueran muy tenidos en
cuenta en el reino astur-leonés. Y es que la Iglesia a pesar
de sus prohibiciones del préstamo a rédito, si bien lograría probablemente
limitar la extensión de su uso, no pudo, en cambio, extirparlo radicalmente de
las costumbres {20}. La inducción lógica y moderada del
historiador de las instituciones medievales españolas cae dentro de la línea
seguida por otros eminentes historiadores de la economía, europeos y americanos,
como Henry Pirenne, Gino Luzzatto y Robert López,
para quienes las condenas eclesiásticas de la usura tuvo un impacto de muy
reducido efecto en el desarrollo del comercio medieval en Europa.
Dice H. Pirenne: «The legislation against usury does no seem to have
prevented it in practice very much more than the Volstead Act in America
prevented the consumption of Alcohol» {21}. Hay
quien cree que la legislación condenatoria de la Iglesia surtió efecto sólo
in artículo mortis , cuando el sujeto, con el fin de obtener sepultura
eclesiástica prohibida a los usureros en el Concilio Lateranense II--, se veía
en la obligación de restituir las ganancias de la usura a sus clientes o a la
Iglesia misma {22}. Grayzer explica, por su parte, que
lo que la iglesia provocó con sus duras prohibiciones fue que los cristianos
siguieran, sí, prestando, pero más en secreto, valiéndose de una gama de
subterfugios, entre los que estaba el ampararse tras la cara de empleados
judíos; de esa forma, los cristianos eran los que ganaban dinero, y los judíos,
los que se granjeaban el odio de las gentes {23}.
En fin, en el siglo XII, Pedro Cantor, ferviente predicador contra la
usura, denunciaba no a los judíos, sino a los detestables usureros que estaban
amparados por príncipes y prelados que rendidos ande el halago de las bolsas de
dinero, elevaban a sus hijos hasta los puestos más elevados de la Iglesia y el
Estado {24}.
Volviendo a nuestro episodio, creer que Rachel y vidas eran judíos por
razón de su profesión de prestamistas, es hoy insostenible.
La información documental a nuestro alcance sobre el negocio prestatario
en la época del Cantar de mio Cid, tiende a excluir a los hebreos de tal
ocupación, tanto en España como en todo el ámbito europeo.
Con relación a las aljamas leonesas, por ejemplo, nos atestigua Rodríguez
Fernández que entre los judíos «la profesión de prestamista es comúnmente
coyuntural, y existen núcleos de hebreos en que esta manifestación no aparece
documentada ni una sola vez» {25}. En la época de Algonso VI, en
general, nos informa Suárez Fernández, quien hoy por hoy tiene la última
palabra: «Los documentos no contienen todavía referencias a la usura [de los
judíos]» {26}. Este historiador se acerca más a
nuestro tema, cuando dice: «Ninguna mención de usura se encuentra: los
fantásticos judíos burgaleses del Cantar de mio Cid no emplean nunca la
expresión «logro» que designa los intereses usurarios»
{27}. Y más adelante nos avisaba: «Incluso allí donde
la documentación [sobre los judíos] menciona logros no estamos seguros de que se
trate de una verdadera usura» {28}. Efectivamente; la cautela del
historiador debe servir de freno a la fácil credulidad de que adolecen los
comentaristas del Cantar y otros historiadores españoles.
Recientemente ha aparecido un estudio sobre los judíos en Galicia, en el
que la fantasía termina por sofocar la documentación; dice su autor: «Llama
la atención que en los fueros, cartas y privilegios dados en los siglos XI y
XII a las ciudades y villas citadas, salvo excepciones, no suele mencionarse a
los judíos, al menos en los textos. ¿Quiere esto decir que
no existían allí hebreos o que tenían tan poca importancia que no merecían que
se ocuparan de ellos los fueros?
«Al contrario: no solamente existían nutridas colonias judías en todas
aquellas ciudades y villas, sino que sus componentes tenían una influencia
decisiva en el Gobierno y Administración municipales»
{29}.
Es posible que el descarnado exceso de este historiador mueva a la
reflexión a los comentaristas del Cantar . En contraste con este método,
más propio del siglo XIX que de nuestros días, se alzaba el llamamiento de
Suárez Fernández, en consenso con otros historiadores europeos.
Poliakov nos avisaba de que «En los textos medievales, judaeus,
judaei y sus derivados pueden significar otra cosa que hebreo o hebreos, en
el sentido estricto de la palabra, tanto literal como figurativamente»
{30}.
Para no dejarnos arrastrar de los impulsos emocionales que la
magnificación del judío provocó en eras pasadas, será bueno considerar lo que
los historiadores judíos o filojudíos tienen que decirnos al
propósito. Isidor Loeb, hace bastante tiempo, dijo que los
cristianos eran los que traficaban con esclavos y prestaban dinero.
Para él, el judío prestamista prácticamente no existía, sólo, que cargó
con la acusación de las prácticas y métodos de los cristianos
{31}.
Al principio de este capítulo hice referencia a un documento antiguo de
Galicia, del año 1044, en el que aparecían dos judíos viviendo en la casa de un
magnate y , por usar la explicación de Sánchez Albornoz, comerciando en su
nombre. El fenómeno es común a otras fechas y otras regiones
europeas, y de él se hacen eco los historiadores de la economía.
El mercader judío al servicio del magnate cristiano data, por lo menos,
del siglo VII, cuando Dagobert, rey de los francos (629-639), se refería a ellos
como «sus mercaderes» {32}. Más tarde, príncipes,
prelados y papas patrocinarían a los usureros judíos; se valdrían de ellos como
recaudadores de impuestos y de intereses. A Santo Tomás le
fue presentado el caso de un príncipe cristiano que había logrado grandes
riquezas valiéndose que usureros judíos {33}. Con tales
precedentes se comprende que el término judio , que inocentemente había
usado en el siglo XII San Bernardo para motejar a los
prestamistas cristianos, terminara por hacerse sinónimo de usurero.
En el siglo XII no lo era {34}.
Tampoco es de extrañar que los judíos, que habían entrado en el mercado y
negocio del préstamo bajo el amparo de los magnates, se fueran estableciendo en
las ciudades, fueran creando importantes conexiones sociales, desarrollan una
proverbial pericia y ganarán una extensa clientela, de manera que, a partir del
siglo XIV, dominaran sin rival sobre el préstamo usurario y el
empeño. Hemos de estar sobre aviso al historiar; debido a las
graves condenas eclesiásticas, los documentos cristianos serían minuciosamente
examinados con el fin de evitar la implicación de los cristianos en la usura; nos
lo advierte Poliakov. {35} En estudios de carácter
psicoanalítico se profundiza en algunas consideraciones que no debemos desechar
como triviales; oímos decir que «la función principal del judío en la
Revolución Comercial era la de sobrellevar la culpabilidad cristiana por la
participación en actividades que todavía no se consideraban dignas de
cristianos. Los cristianos atacaban en los judíos aquellas
cosas que, creyéndolas inadmisibles para sí, las proyectaban en éstos»
{36}.
En mis esbozos del Burgos urbano y mercantil traté de mostrar una ciudad
frecuentada por mercaderes extranjeros, con un rico comercio de importación y
exportación. Por muy desarrollado que creamos su comercio, no
podía compararse, de igual a igual, con las ciudades europeas de mayor
pujanza. ¿Qué papel fue del judío en éstas? En Siena, por
ejemplo, cuna del mercado del dinero, donde nunca se había prohibido a los
judíos prestar con interés, los documentos, incluso los de fines del siglo XIII,
mencionan entre los prestamistas solamente a los cristianos
{37}. En Toscana, donde existían colonias de judíos en
los siglos XI y XII, su papel en cuestiones de préstamos permaneció inconspicuo
{38}. Aún más, en ciudades como Florencia y Brescia los
prestamistas cristianos prohibieron durante muchos años la entrada
a los judíos con el fin de mantener el monopolio de la usura.
Este era tan apetecible a los magnates de Milán, que el millonario
Tomasso Grassi animó a San Bernardino de Siena-- «poco versado en las cosas de
este mundo» ---a predicar contra la usura, con el fin de que sus rivales se
sintieran intimidados y le dejaran a él campo abierto {39}. En Roma no
contamos con documento alguno que pruebe que los judíos estaban envueltos en
transacciones de préstamos a peregrinos, prelados o ciudadanos, con anterioridad
a 1360, aunque no pueda negarse que algunos más acomodados lo hicieran
{40}.
Puede ser que los románticos y posrománticos que han fantaseado hasta
creer que la Edad Media era una sociedad homogénea geocéntrica y sumisa, hasta
creer que el París de entonces era tan bello como el evocado por Víctor Hugo, o
que los labriegos se deleitaban contándose entre sí las lindas leyendas de los
Hermanos Grimm, o que los juglares itinerantes de Castilla supieron colaborar
hasta producir todo un Cantar de mio Cid o los preciosos romances, se
escandalicen al contemplar, en el escenario socio-económico, una hipocresía y
confusión que se acerca más, sin su belleza, a los cuadros de El
Bosco. Como en la nuestra, reinaban en la Edad Media la
ambigüedades y contradicciones. El apetito insaciable de
dinero y su influencia corruptora provocaron, en el siglo XII, la reacción de
los que se abrazarían con cálido incluso heterodoxo — fervor a la
pobreza. Los Valdenses prepararon el camino al
Poverello de Asís {41}.
La Iglesia misma, como se refleja de los estudios de Coulton, no era tan
monolítica, tan uniforme y virtuosa como nos gustaría creer.
Las normas de los moralistas eran formulación de ideas deseables, no
realidades conseguidas. Bajo la sólida doctrina, como bajo la
armonía del románico, anidaba la debilidad y anarquía interior {42};
sucesivamente, la doctrina idealista de los teólogos y el estilizado y
celestial gótico, a la vez que trataban de librar al hombre de la materia,
cumplían la función de anunciar a distancia las ciudades emporio del gran
comercio.
El espíritu comercial del siglo XII terminaría por arrastrar en su
corriente a los judíos. No podemos entrar aquí a analizar las
causas por las que los hebreos fueron perdiendo el apego a sus vides y a sus
tierras, para dedicarse muy de lleno a ciertas profesiones burguesas y al
comercio. El fenómeno que Vallecillo Avila predica de los
judíos peninsulares era, en realidad, común a los de otras partes de Europa:
«A lo largo del siglo XII la figura del judío comerciante se impone sobre la
del judío agricultor» {43}. Al mismo tiempo que el
judío avanzaba en sus tareas comerciales, el cristiano se sentía más y más
oprimido por la legislación de una Iglesia que tradicionalmente había mirado con
desdén la riqueza. El comerciante cristiano de conciencia se
quejaba del dilema que se le presentaba: ir al infierno por practicar la usura
o caer en la miseria si desobedecía las leyes canónigas
{44}.
El comerciante cristiano no tenía más remedio que acudir a los juristas,
a los teólogos, a los intelectuales de la Iglesia, para que éstos le
proporcionaran la escapatoria {45}. A base de distingos
y sutilezas, de gran trascendencia sicológica, moral y social, se fueron
propagando las raíces del incipiente capitalismo europeo. Al
lado de la Moral de principios absolutos se desarrolló la Casuística , o
arte de la subordinación y armonización de principios, arte de su aplicación
práctica a las situaciones concretas del individuo. La
Casuística llevaba por finalidad esclarecer la conciencia, integrar la
Teología Moral con la vida y el quehacer de cada día. La
Casuística era la Moral puesta al servicio del hombre, pero sin
sacrificarla, ni mucho menos, a favor de éste; era la Moral que dejaba de ser
especulación del teólogo para convertirse en instrumento del pastor de almas, el
que, a partir del Concilio Lateranense IV, en que se hizo obligatoria la
confesión anual, se vio precisado a dar al penitente una solución, hic et
nunc , a su caso particular de conciencia.
A mediados del siglo XII comenzaron a aparecer ciertos criterios de
justificación de la usura. Si la usura podía ser justa, en lo
sucesivo sólo sería necesario saber justificarla en un caso dado.
El primer criterio de justificación fue el de la conversión de los
herejes e infieles. Alejandro III, en 1159, era de la creencia
de que el enemigo de la Iglesia, cuando se viera oprimido por el peso de la
usura, se sentiría inclinado a la conversión y a la unión. Los
cristianos se valían, pues del viejo argumento ideológico de San Ambrosio, que
permitía a los cristianos la usura contra los herejes, pues les había sido
permitida a los judíos en el Deuteronomio (23:20) para con los gentiles
{46}.
Al otro lado de la controversia, tenemos a los judíos quejándose de los
prestamistas cristianos. En la primera mitad del siglo XI el
judío Rabbenu Tam había dicho que, si los hebreos recibían préstamos usurarios,
no había razón para que ellos no pudieran a su vez hacerlos, máxime cuando se
veían forzados a juntar dinero para hacer frente a los impuestos de los reyes
{47}. Un judío de Narbona, en 1246, justificaba que
los judíos se dedicaran a la usura, porque los cristianos nunca habían dejado de
emplearla, pese a las prohibiciones de la Iglesia, y porque los reyes y señores
les pedían préstamos a cada instante, sin los cuales no su hubieran podido
edificar muchos de los castillos {48}.
La polémica debía ser intensa. Los que defienden que
los cristianos no practicaban la usura, prohibida por la Iglesia, no pueden
estar más equivocados. Los usureros eran legión, como bien
sabemos, y procedían de diversas clases sociales; entre ellos los había
artesanos, y no faltaban los clérigos {49}. Los
cristianos no sólo practicaban la usura, sino que imponían unos intereses tan
abusivos, que la población prefería a los prestamistas
judíos. Tenemos el caso de Francia, cuando Geoffroi de Paris
nos informa de las quejas de las gentes tras la expulsión de los judíos en 1306;
los reclamaban, porque éstos eran más moderados en el desempeño de sus negocios
{50}. En Brescia, los extorsionistas cristianos
prestaban al 60 y al 80 por ciento, y en 1431 se planteó la cuestión de invitar
a los judíos. Por irónico que parezca hoy, según estos
documentos hemos de concluir que los judíos vinieron a liberar a la población
del pesado yugo de los usureros cristianos {51}.
Ha sido Pirenne quien ha llegado a la siguiente conclusión: «Cuanto más
avanzado económicamente se encuentra un país, tanto menos judíos puede uno
hallar entre los prestamistas» {52}. En tal escenario
socio-económico adquiere relieve el papel de tantos teólogos, escrituristas y
canonistas que se engarzaron en sutiles polémicas sobre la maldad de la usura,
con el ánimo y el resultado, si no de extirparla, sí, al menos, de contener la
avalancha {53}. De la antigua
prohibición de la usura que no admitía parvedad de materia, se fue
pasando, poco a poco, a regularla, a reglamentarla, a legalizarla en
casos determinados, bajo ciertas condiciones. Uno de
esos casos es el que aquí nos concierne del Cantar de mio Cid: el empeño,
entidad jurídica de características excepcionales, Veamos.
|