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Cartas de mi sobrino
22 de marzo
Querido tío y venerado maestro: Hace
cuatro días que llegué con toda felicidad a este lugar de mi nacimiento,
donde he hallado bien de salud a mi padre, al señor vicario y a los amigos
y parientes. El contento de verlos y de hablar con ellos, después de
tantos años de ausencia, me ha embargado el ánimo y me ha robado el
tiempo, de suerte que hasta ahora no he podido escribir a usted.
Usted me lo perdonará.
Como salí de aquí tan niño y he vuelto
hecho un hombre, es singular la impresión que me causan todos estos
objetos que guardaba en la memoria. Todo me parece más chico, mucho más
chico; pero también más bonito que el recuerdo que tenía. La casa de mi
padre, que en mi imaginación era inmensa, es sin duda una gran casa de un
rico labrador; pero más pequeña que el Seminario. Lo que ahora comprendo y
estimo mejor es el campo de por aquí. Las huertas, sobre todo, son
deliciosas. ¡Qué sendas tan lindas hay entre ellas! A un lado, y tal vez a
ambos, corre el agua cristalina con grato murmullo. Las orillas de las
acequias están cubiertas de hierbas olorosas y de flores de mil clases. En
un instante puede uno coger un gran ramo de violetas. Dan sombra a estas
sendas pomposos y gigantescos nogales, higueras y otros árboles, y forman
los vallados la zarzamora, el rosal, el granado y la madreselva.
Es portentosa la multitud de pajarillos
que alegran estos campos y alamedas.
Yo estoy encantado con las huertas, y
todas las tardes me paseo por ellas un par de horas.
Mi padre quiere llevarme a ver sus
olivares, sus viñas, sus cortijos; pero nada de esto hemos visto aún. No
he salido del lugar y de las amenas huertas que le circundan.
Es verdad que no me dejan parar con tanta
visita.
Hasta cinco mujeres han venido a verme,
que todas han sido mis amas y me han abrazado y besado.
Todos me llaman Luisito o el niño de don
Pedro, aunque tengo ya veintidós años cumplidos. Todos preguntan a mi
padre por el niño cuando no estoy presente.
Se me figura que son inútiles los libros
que he traído para leer, pues ni un instante me dejan solo.
La dignidad de cacique, que yo creía cosa
de broma, es cosa harto seria. Mi padre es el cacique del lugar.
Apenas hay aquí, quien acierte a
comprender lo que llaman mi manía de hacerme clérigo, y esta buena gente
me dice, con un candor selvático, que debo ahorcar los hábitos, que el ser
clérigo está bien para los pobretones; pero que yo, soy un rico heredero,
debo casarme y consolar la vejez de mi padre, dándole media docena de
hermosos y robustos nietos.
Para adularme y adular a mi padre, dicen
hombres y mujeres que soy un real mozo, muy salado, que tengo mucho ángel,
que mis ojos son muy pícaros y otras sandeces que me afligen, disgustan y
avergüenzan, a pesar de que no soy tímido y conozco las miserias y locuras
de esta vida, para no escandalizarme ni asustarme de nada.
El único defecto que hallan en mí es el
de que estoy muy delgadito a fuerza de estudiar. Para que engorde se
proponen no dejarme estudiar ni leer un papel mientras aquí permanezca, y
además hacerme comer cuantos primores de cocina y de repostería se
confeccionan en el lugar. Está visto: quieren cebarme. No hay familia
conocida que no me haya enviado algún obsequio. Ya me envían una torta de
bizcocho, ya un cuajado, ya una pirámide de piñonate, ya un tarro de
almíbar.
Los obsequios que me hacen no son sólo
estos presentes enviados a casa, sino que también me han convidado a comer
tres o cuatro personas de las más importantes del lugar.
Mañana como en casa de la famosa Pepita
Jiménez, de quien, usted habrá oído hablar, sin duda alguna. Nadie ignora
aquí que mi padre la pretende.
Mi padre, a pesar de sus cincuenta y
cinco años, está tan bien, que puede poner envidia a los más gallardos
mozos del lugar. Tiene además el atractivo poderoso, irresistible para
algunas mujeres, de sus pasadas conquistas, de su celebridad, de haber
sido una especie de don Juan Tenorio.
No conozco aún a Pepita Jiménez. Todos
dicen que es muy linda. Yo sospecho que será una beldad lugareña y algo
rústica. Por lo que de ella se cuenta, no acierto a decidir si es buena o
mala moralmente; pero sí que es de gran despejo natural. Pepita tendrá
veinte años; es viuda; sólo tres años estuvo casada. Era hija de doña
Francisca Gálvez, viuda como usted sabe, de un capitán retirado
Que le dejó a su muerte
Sólo su honrosa espada por
herencia,
según dice el poeta. Hasta la edad de diez y seis años vivió Pepita con
su madre en la mayor estrechez, casi en la miseria.
Tenía un tío llamado don Gumersindo,
poseedor de un mezquinísimo mayorazgo, de aquellos que en tiempos antiguos
una vanidad absurda fundaba. Cualquier persona regular hubiera vivido con
las rentas de este mayorazgo en continuos apuros, llena tal vez de trampas
y sin acertar a darse el lustre y decoro propios de su clase; pero don
Gumersindo era un ser extraordinario: el genio de la economía. No se podía
decir que crease riqueza; pero tenía una extraordinaria facultad de
absorción con respecto a la de los otros, y en punto a consumirla, será
difícil hallar sobre la tierra persona alguna en cuyo mantenimiento,
conservación y bienestar hayan tenido menos que afanarse la madre
naturaleza y la industria humana. No se sabe cómo vivió; pero el caso es
que vivió hasta la edad de ochenta años, ahorrando sus rentas íntegras y
haciendo crecer su capital por medio de préstamos muy sobre seguro. Nadie
por aquí le critica de usurero, antes bien le califican de caritativo,
porque siendo moderado en todo, hasta en la usura lo era, y no solía
llevar más de un diez por ciento al año, mientras que en toda esta comarca
llevan un veinte y hasta un treinta por ciento y aún parece poco.
Con este arreglo, con esta industria y
con el ánimo consagrado siempre a aumentar y a no disminuir sus bienes,
sin permitirse el lujo de casarse, ni de tener hijos, ni de fumar
siquiera, llegó don Gumersindo a la edad que he dicho, siendo poseedor de
un capital importante sin duda en cualquier punto y aquí considerado
enorme, merced a la pobreza de estos lugareños y a la natural exageración
andaluza.
Don Gumersindo, muy aseado y cuidadoso de
su persona, era un viejo que no inspiraba repugnancia.
Las prendas de su sencillo vestuario
estaban algo raídas, pero sin una mancha y saltando de limpias, aunque de
tiempo inmemorial se le conocía la misma capa, el mismo chaquetón y los
mismos pantalones y chaleco. A veces se interrogaban en balde las gentes
unas a otras a ver si alguien le había visto estrenar una prenda.
Con todos estos defectos, que aquí y en
Aras partes muchos consideran virtudes, aunque virtudes exageradas, don
Gumersindo tenía excelentes cualidades: era afable, servicial, compasivo,
y se desvivía por complacer y ser útil a todo el mundo, aunque le costase
trabajo, desvelos y fatiga, con tal de que no le costase un real. Alegre y
amigo de chanzas y de burlas, se hallaba en todas las reuniones y fiestas,
cuando no eran a escote, y las regocijaba con la amenidad de su trato y
con su discreta aunque poco ática conversación. Nunca había tenido
inclinación alguna amorosa a una mujer determinada; pero inocentemente,
sin malicia, gustaba de todas, y era el viejo más amigo de requebrar a las
muchachas y que más las hiciese reír que había en diez leguas a la
redonda.
Ya he dicho que era tío de la Pepita.
Cuando frisaba en los ochenta años, iba ella a cumplir los diez y seis. Él
era poderoso; ella pobre y desvalida.
La madre de ella era una mujer vulgar, de
cortas luces y de instintos groseros. Adoraba a su hija, pero
continuamente y con honda amargura se lamentaba de los sacrificios que por
ella hacía, de las privaciones que sufría y de la desconsolada vejez y
triste muerte que iba a tener en medio de tanta pobreza. Tenía, además, un
hijo mayor que Pepita, que había sido gran calavera en el lugar, jugador y
pendenciero, a quien después de muchos disgustos había logrado colocar en
la Habana en un empleíllo de mala muerte, viéndose así libre de él y con
el charco de por medio. Sin embargo, a los pocos años de estar en la
Habana el muchacho, su mala conducta hizo que le dejaran cesante, y
asaetaba a cartas a su madre pidiéndole dinero. La madre, que apenas tenía
para sí y para Pepita, se desesperaba, rabiaba, maldecía de sí y de su
destino con paciencia poco evangélica, y cifraba toda su esperanza en una
buena colocación para su hija que la sacase de apuros.
En tan angustiosa situación empezó don
Gumersindo a frecuentar la casa de Pepita y de su madre y a requebrar a
Pepita con más ahínco y persistencia que solía requebrar a otras. Era, con
todo, tan inverosímil y tan desatinado el suponer que un hombre que había
pasado ochenta años sin querer casarse pensase en tal locura cuando ya
tenía un pie en el sepulcro, que ni la madre de Pepita, ni Pepita mucho
menos, sospecharon jamás los en verdad atrevidos pensamientos de don
Gumersindo. Así es que un día ambas se quedaron atónitas y pasmadas
cuando, después de varios requiebros, entre burlas y veras, don Gumersindo
soltó con la mayor formalidad y a boca de jarro la siguiente categórica
pregunta:
-Muchacha, ¿:quieres casarte conmigo?
Pepita, aunque la pregunta venía después
de mucha broma y pudiera tomarse por broma y, aunque inexperta de las
cosas del mundo, por cierto instinto adivinatorio que hay en las mujeres,
y sobre todo en las mozas, por cándidas que sean, conoció que aquello iba
por lo serio, se puso colorada como una guinda y no contestó nada. La
madre contestó por ella:
-Niña, no seas malcriada; contesta a tu
tío lo que debes contestar: tío, con mucho gusto; cuando usted quiera.
Estetío, con mucho gusto; cuando
usted quiera, entonces, y varias veces después dicen que salió casi
mecánicamente de entre los trémulos labios de Pepita, cediendo a las
amonestaciones, a los discursos, a las quejas y hasta al mandato imperioso
de su madre.
Veo que me extiendo demasiado en hablar a
usted de esta Pepita Jiménez y de su historia; pero me interesa, y supongo
que debe interesarle, pues si es cierto lo que aquí aseguran, va a ser
cuñada de usted y madrastra mía. Procuraré, sin embargo, no detenerme en
pormenores, y referir, en resumen, cosas que acaso usted ya sepa, aunque
hace tiempo que falta de aquí.
Pepita Jiménez se casó con don
Gumersindo. La envidia se desencadenó contra ella en los días que
precedieron a la boda y algunos meses después.
En efecto, el valor moral de este
matrimonio es harto discutible; mas para la muchacha, si se atiende a los
ruegos de su madre, a sus quejas, hasta a su mandato; si se atiende a que
ella creía por este medio proporcionar a su madre una vejez descansada y
libertar a su hermano de la deshonra y de la infamia, siendo su ángel
tutelar y su providencia, fuerza es confesar que merece atenuación la
censura. Por otra parte, ¿:cómo penetrar en lo íntimo del corazón, en el
secreto escondido de la mente juvenil de una doncella, criada tal vez con
recogimiento exquisito e ignorante de todo, y saber qué idea podía ella
formarse del matrimonio? Tal vez entendió que casarse con aquel viejo era
consagrar su vida a cuidarle, a ser su enfermera, a dulcificar los últimos
años de su vida, a no dejarle en soledad y abandono, cercado sólo de
achaques y asistido por manos mercenarias, y a iluminar y dorar, por
último, sus postrimerías con el rayo esplendente y suave de su hermosura y
de su juventud, como ángel que toma forma humana. Si algo de esto o todo
esto pensó la muchacha, y en su inocencia no penetró en otros misterios,
salva queda la bondad de lo que hizo.
Como quiera que sea, dejando a un lado
estas investigaciones psicológicas que no tengo derecho a hacer, pues no
conozco a Pepita Jiménez, es lo cierto que ella vivió en santa paz con el
viejo durante tres años; que el viejo parecía más feliz que nunca; que
ella le cuidaba y regalaba con un esmero admirable, y que en su última y
penosa enfermedad le atendió y veló con infatigable y tierno afecto, hasta
que el viejo murió en sus brazos, dejándola heredera de una gran
fortuna.
Aunque hace más de dos años que perdió a
su madre, y más de año y medio que enviudó, Pepita lleva aún luto de
viuda. Su compostura, su vivir retirado y su melancolía son tales, que
cualquiera pensaría que llora la muerte del marido como si hubiera sido un
hermoso mancebo. Tal vez alguien presume o sospecha que la soberbia de
Pepita y el conocimiento cierto que tiene hoy de los poco poéticos medios
con que se ha hecho rica, traen su conciencia alterada y más que
escrupulosa; y que, avergonzada a sus propios ojos y a los de los hombres,
busca en la austeridad y en el retiro el consuelo y reparo a la herida de
su corazón.
Aquí, como en todas partes, la gente es
muy aficionada al dinero. Y digo mal como en todas partes; en las
ciudades populosas, en los grandes centros de civilización, hay otras
distinciones que se ambicionan tanto o más que el dinero, porque abren
camino y dan crédito y consideración en el mundo; pero en los pueblos
pequeños, donde ni la gloria literaria o científica ni tal vez la
distinción en los modales, ni la elegancia ni la discreción y amenidad en
el trato, suelen estimarse ni comprenderse, no hay otros grados que
marquen la jerarquía social sino el tener más o menos dinero o cosa que lo
valga. Pepita, pues, con dinero y siendo además hermosa, y haciendo, como
dicen todos, buen uso de su riqueza, se ve en el día considerada y
respetada extraordinariamente. De este pueblo y de todos los de las
cercanías han acudido a pretenderla los más brillantes partidos, los mozos
mejor acomodados. Pero, a lo que parece, ella los desdeña a todos con
extremada dulzura, procurando no hacerse ningún enemigo, y se supone que
tiene llena el alma de la más ardiente devoción, y que su constante
pensamiento es consagrar su vida a ejercicios de caridad y de piedad
religiosa.
Mi padre no está más adelantado ni ha
salido mejor librado, según dicen, que los demás pretendientes; pero
Pepita, para cumplir el refrán de que no quita lo cortés a lo valiente, se
esmera en mostrarle la amistad más franca, afectuosa y desinteresada. Se
deshace con él en obsequios y atenciones; y, siempre que mi padre trata de
hablarle de amor, le pone a raya echándole un sermón dulcísimo, trayéndole
a la memoria sus pasadas culpas, y tratando de desengañarle del mundo y de
sus pompas vanas.
Confieso a usted que empiezo a tener
curiosidad de conocer a esta mujer; tanto oigo hablar de ella. No creo que
mi curiosidad carezca de fundamento, tenga nada de vano ni de pecaminoso;
yo mismo siento lo que dice Pepita; yo mismo deseo que mi padre, en su
edad provecta, venga a mejor vida, olvide y no renueve las agitaciones y
pasiones de su mocedad, y llegue a una vejez tranquila, dichosa y honrada.
Sólo difiero del sentir de Pepita en una cosa: en creer que mi padre,
mejor que quedándose soltero, conseguiría esto casándose con una mujer
digna, buena y que le quisiese. Por esto mismo deseo conocer a Pepita y
ver si ella puede ser esta mujer, pesándome ya algo -y tal vez entre en
esto cierto orgullo de familia- que si es malo quisiera desechar, los
desdenes, aunque melifuos, de la mencionada joven viuda.
Si tuviera yo otra condición, preferiría
que mi padre se quedase soltero. Hijo único entonces, heredaría todas sus
riquezas, y, como si dijéramos, nada menos que el cacicato de este lugar;
pero usted sabe bien lo firme de mi resolución.
Aunque indigno y humilde, me siento
llamado al sacerdocio, y los bienes de la tierra hacen poca mella en mi
ánimo. Si hay algo en mí del ardor de la juventud y de la vehemencia de
las pasiones propias de dicha edad, todo habrá de emplearse en dar pábulo
a una caridad activa y fecunda. Hasta los muchos libros que usted me ha
dado a leer, y mi conocimiento de la historia de las antiguas
civilizaciones de los pueblos del Asia, unen en mí la curiosidad
científica al deseo de propagar la fe, y me convidan y excitan a irme de
misionero al remoto Oriente. Yo creo que, no bien salga de este lugar,
donde usted mismo me envía a pasar algún tiempo con mi padre, y no bien me
vea elevado a la dignidad del sacerdocio, y aunque ignorante y pecador
como soy, me sienta revestido por don sobrenatural y gratuito, merced a la
soberana bondad del Altísimo, de la facultad de perdonar los pecados y de
la misión de enseñar a las gentes, y reciba el perpetuo y milagroso favor
de traer a mis manos impuras al mismo Dios humanado, dejaré a España y me
iré a tierras distantes a predicar el Evangelio.
No me mueve vanidad alguna; no quiero
creerme superior a ningún otro hombre. El poder de mi fe, la constancia de
que me siento capaz, todo, después del favor y de la gracia de Dios, se lo
debo a la atinada educación, a la santa enseñanza y al buen ejemplo de
usted, mi querido tío.
Casi no me atrevo a confesarme a mí mismo
una cosa; pero contra mi voluntad, esta cosa, este pensamiento, esta
cavilación acude a mi mente con frecuencia, y ya que acude a mi mente,
quiero, debo confesársela a usted; no me es lícito ocultarle ni mis más
recónditos e involuntarios pensamientos. Usted me ha enseñado a analizar
lo que el alma siente, a buscar su origen bueno o malo, a escudriñar los
más hondos senos del corazón, a hacer, en suma, un escrupuloso examen de
conciencia.
He pensado muchas veces sobre dos métodos
opuestos de educación: el de aquéllos que procuran conservar la inocencia,
confundiendo la inocencia con la ignorancia y creyendo que el mal no
conocido se evita mejor que el conocido, y el de aquéllos que,
valerosamente y no bien llegado el discípulo a la edad de la razón, y
salva la delicadeza del pudor, le muestran el mal en toda su fealdad
horrible y en toda su espantosa desnudez, a fin de que le aborrezca y le
evite. Yo entiendo que el mal debe conocerse para estimar mejor la
infinita bondad divina, término ideal e inasequible de todo bien nacido
deseo. Yo agradezco a usted que me haya hecho conocer, como dice la
Escritura, con la miel y la manteca de su enseñanza, todo lo malo y todo
lo bueno, a fin de reprobar lo uno y aspirar a lo otro, con discreto
ahínco y con pleno conocimiento de causa. Me alegro de no ser cándido y de
ir derecho a la virtud, y en cuanto cabe en lo humano, a la perfección,
sabedor de todas las tribulaciones, de todas las asperezas que hay en la
peregrinación que debemos hacer por este valle de lágrimas y no ignorando
tampoco lo llano, lo fácil, lo dulce, lo sembrado de flores que está, en
apariencia, el camino que conduce a la perdición y a la muerte eterna.
Otra cosa que me considero obligado a
agradecer a usted es la indulgencia, la tolerancia, aunque no complaciente
y relajada, sino severa y grave, que ha sabido usted inspirarme para con
las faltas y pecados del prójimo.
Digo todo esto porque quiero hablar a
usted de un asunto tan delicado, tan vidrioso, que apenas hallo términos
con que expresarle. En resolución, yo me pregunto a veces: este propósito
mío, ¿:tendrá por fundamento, en parte al menos, el carácter de mis
relaciones con mi padre? En el fondo de mi corazón, ¿:he sabido perdonarle
su conducta con mi pobre madre, víctima de sus liviandades?
Lo examino detenidamente y no hallo un
átomo de rencor en mi pecho. Muy al contrario: la gratitud lo llena todo.
Mi padre me ha criado con amor; ha procurado honrar en mí la memoria de mi
madre, y se diría que al criarme, al cuidarme, al mimarme, al esmerarse
conmigo cuando pequeño, trataba de aplacar su irritada sombra, si la
sombra, si el espíritu de ella, que era un ángel de bondad y de
mansedumbre, hubiera sido capaz de ira. Repito, pues, que estoy lleno de
gratitud hacia mi padre; él me ha reconocido, y además, a la edad de diez
años me envió con usted, a quien debo cuanto soy.
Si hay en mi corazón algún germen de
virtud; si hay en mi mente algún principio de ciencia; si hay en mi
voluntad algún honrado y buen propósito, a usted lo debo.
El cariño de mi padre hacia mí es
extraordinario, es grande; la estimación en que me tiene, inmensamente
superior a mis merecimientos. Acaso influya en esto la vanidad. En el amor
paterno hay algo de egoísta; es como una prolongación del egoísmo. Todo mi
valer, si yo le tuviese, mi padre le consideraría como creación suya, como
si yo fuera emanación de su personalidad, así en el cuerpo como en el
espíritu. Pero de todos modos, creo que él me quiere y que hay en este
cariño algo de independiente y de superior a todo ese disculpable egoísmo
de que he hablado.
Siento un gran consuelo, una gran
tranquilidad en mi conciencia, y doy por ello las más fervientes gracias a
Dios, cuando advierto y noto que la fuerza de la sangre, el vínculo de la
naturaleza, ese misterioso lazo que nos une, me lleva, sin ninguna
consideración del deber, a amar a mi padre y a reverenciarle. Sería
horrible, no amarle así, y esforzarse por amarle para cumplir con un
mandamiento divino. Sin embargo, y aquí vuelve mi escrúpulo, mi propósito
de ser clérigo o fraile, de no aceptar, o de aceptar sólo una pequeña
parte de los cuantiosos bienes que han de tocarme por herencia, y de los
cuales puedo disfrutar ya en vida de mi padre, ¿:proviene sólo de mi
menosprecio de las cosas del mundo, de una verdadera vocación a la vida
religiosa, o proviene también de orgullo, de rencor escondido, de queja,
de algo que hay en mí que no perdona lo que mi madre perdonó con
generosidad sublime? Esta duda me asalta y me atormenta a veces; pero casi
siempre la resuelvo en mi favor, y creo que no soy orgulloso con mi padre;
creo que yo aceptaría todo cuanto tiene si lo necesitara, y me complazco
en ser tan agradecido con él por lo poco como por lo mucho.
Adiós, tío; en adelante escribiré a usted
a menudo y tan por extenso como me tiene encargado, si bien no tanto como
hoy, para no pecar de prolijo.
28 de marzo
Me voy cansando de mi residencia en este
lugar, y cada día siento más deseo de volverme con usted y de recibir las
órdenes; pero mi padre quiere acompañarme, quiere estar presente en esa
gran solemnidad y exige de mí que permanezca aquí con él dos meses por lo
menos. Está tan afable, tan cariñoso conmigo, que sería imposible no darle
gusto en todo. Permaneceré, pues, aquí el tiempo que él quiera. Para
complacerle me violento y procuro aparentar que me gustan las diversiones
de aquí, las giras campestres y hasta la caza, a todo lo cual le acompaño.
Procuro mostrarme más alegre y bullicioso de lo que naturalmente soy. Como
en el pueblo, medio de burla, medio en son de elogio, me llaman el santo,
yo por modestia trato de disimular estas apariencias de santidad o de
suavizarlas y humanarlas con la virtud de la eutropelia, ostentando una
alegría serena y decente, la cual nunca estuvo reñida ni con la santidad
ni con los santos. Confieso, con todo, que las bromas y fiestas de aquí,
que los chistes groseros y el regocijo estruendoso, me cansan. No quisiera
incurrir en murmuración ni ser maldiciente, aunque sea con todo sigilo y
de mí para usted; pero a menudo me doy a pensar que tal vez sería más
difícil empresa el moralizar y evangelizar un poco a estas gentes, y más
lógica y meritoria que el irse a la India, a la Persia o la China,
dejándose atrás a tanto compatriota, si no perdido, algo pervertido.
¡Quién sabe! Dicen algunos que las ideas modernas, que el materialismo y
la incredulidad tienen la culpa de todo; pero si la tienen, pero si obran
tan malos efectos, ha de ser de un modo extraño, mágico, diabólico, y no
por medios naturales, pues es lo cierto que nadie lee aquí libro alguno ni
bueno ni malo, por donde no atino a comprender cómo puedan pervertirse con
las malas doctrinas que privan ahora. ¿:Estarán en el aire las malas
doctrinas, a modo de miasmas de una epidemia? Acaso (y siento tener este
mal pensamiento, que a usted sólo declaro), acaso tenga la culpa el mismo
clero. ¿:Está en España a la altura de su misión? ¿:Va a enseñar y a
moralizar en los pueblos? ¿:En todos sus individuos es capaz de esto? ¿:Hay
verdadera vocación en los que se consagran a la vida religiosa y a la cura
de almas, o es sólo un modo de vivir como otro cualquiera, con la
diferencia de que hoy no se dedican a él sino los más menesterosos, los
más sin esperanzas y sin medios, por lo mismo que esta carrera
ofrece menos porvenir que cualquiera otra? Sea como sea, la escasez
de sacerdotes instruidos y virtuosos excita más en mí el deseo de ser
sacerdote. No quisiera yo que el amor propio me engañase; reconozco todos
mis defectos; pero siento en mí una verdadera vocación, y muchos de ellos
podrán enmendarse con el auxilio divino.
Hace tres días tuvimos el convite, del
que hablé a usted, en casa de Pepita Jiménez. Como esta mujer vive tan
retirada, no la conocí hasta el día del convite; me pareció, en efecto,
tan bonita como dice la fama, y advertí que tiene con mi padre una
afabilidad tan grande, que le da alguna esperanza, al menos miradas las
cosas someramente, de que al cabo ceda y acepte su mano.
Como es posible que sea mi madrastra, la
he mirado con detención y me parece una mujer singular, cuyas condiciones
morales no atino a determinar con certidumbre. Hay en ella un sosiego, una
paz exterior, que puede provenir de frialdad de espíritu, y de corazón, de
estar muy sobre sí y de calcularlo todo, sintiendo poco o nada, y pudiera
provenir también de otras prendas que hubiera en su alma; de la
tranquilidad de su conciencia, de la pureza de sus aspiraciones y del
pensamiento de cumplir en esta vida con los deberes que la sociedad
impone, fijando la mente, como término, en esperanzas más altas. Ello es
lo cierto que, o bien porque en esta mujer todo es cálculo, sin elevarse
su mente a superiores esferas, o bien porque enlaza la prosa del vivir y
la poesía de sus ensueños en una perfecta armonía, no hay en ella nada que
desentone del cuadro general en que está colocada, y, sin embargo, posee
una distinción natural, que la levanta y separa de cuanto la rodea. No
afecta vestir traje aldeano, ni se viste tampoco según la moda de las
ciudades; mezcla ambos estilos en su vestir, de modo que parece una
señora, pero una señora de lugar. Disimula mucho, a lo que yo presumo, el
cuidado que tiene de su persona; no se advierten en ella ni cosméticos ni
afeites; pero la blancura de sus manos, las uñas tan bien cuidadas y
acicaladas, y todo el aseo y pulcritud con que está vestida, denotan que
cuida de estas cosas más de lo que se pudiera creerse en una persona que
vive en un pueblo y que además dicen que desdeña las vanidades del mundo y
sólo piensa en las cosas del cielo.
Tiene la casa limpísima y todo en un
orden perfecto. Los muebles no son artísticos ni elegantes; pero tampoco
se advierte en ellos nada pretencioso y de mal gusto. Para poetizar su
estancia, tanto en el patio como en las salas y galerías, hay multitud de
flores y plantas. No tiene, en verdad, ninguna planta rara ni ninguna flor
exótica; pero sus plantas y sus flores, de lo más común que hay por aquí,
están cuidadas con extraordinario mimo.
Varios canarios en jaulas doradas animan
con sus trinos toda la casa. Se conoce que el dueño de ella necesita seres
vivos en quien poner algún cariño; y, a más de algunas criadas, que se
diría que ha elegido con empeño, pues no puede ser mera casualidad el que
sean todas bonitas, tiene, como las viejas solteronas, varios animales que
le hacen compañía: un loro, una perrita de lanas muy lavada y dos o tres
gatos, tan mansos y sociables, que se le ponen a uno encima.
En un extremo de la sala principal hay
algo como oratorio, donde resplandece un niño Jesús de talla, blanco y
rubio, con ojos azules y bastante guapo. Su vestido es de raso blanco, con
manto azul lleno de estrellitas de oro, y todo él está cubierto de dijes y
de joyas. El altarito en que está el niño Jesús se ve adornado de flores,
y alrededor macetas de brusco y laureola, y en el altar mismo, que tiene
gradas o escaloncitos, mucha cera ardiendo.
Al ver todo esto no sé qué pensar; pero
más a menudo me inclino a creer que la viuda se ama a sí misma sobre todo,
y que para recreo y para efusión de este amor tiene los gatos, los
canarios, las flores y al propio niño Jesús, que en el fondo de su alma
tal vez no esté muy por encima de los canarios y de los gatos.
No se puede negar que la Pepita Jiménez
es discreta: ninguna broma tonta, ninguna pregunta impertinente sobre mi
vocación y sobre las órdenes que voy a recibir dentro de poco han salido
de sus labios. Habló conmigo de las cosas del lugar, de la labranza, de la
última cosecha de vino y de aceite y del modo de mejorar la elaboración
del vino; todo ello con modestia y naturalidad, sin mostrar deseo de pasar
por muy entendida.
Mi padre estuvo finísimo; parecía
remozado, y sus extremos cuidadosos hacia la dama de sus pensamientos eran
recibidos, si no con amor, con gratitud.
Asistieron al convite el médico, el
escribano y el señor Vicario, grande amigo de la casa y padre espiritual
de Pepita.
El señor Vicario debe de tener un alto
concepto de ella, porque varias veces me habló aparte de su caridad, de
las muchas limosnas que hacía, de lo compasiva y buena que era para todo
el mundo, en suma, me dijo que era una santa.
Oído el señor Vicario y fiándome en su
juicio, yo no puedo menos de desear que mi padre se case con la Pepita.
Como mi padre no es a propósito para hacer vida penitente, éste sería el
único modo de que cambiase su vida, tan agitada y tempestuosa hasta aquí,
y de que viniese a parar a un término, si no ejemplar, ordenado y
pacífico.
Cuando nos retiramos de casa de Pepita
Jiménez y volvimos a la nuestra, mi padre me habló resueltamente de su
proyecto; me dijo que él había sido un gran calavera, que había llevado
una vida muy mala y que no veía medio de enmendarse, a pesar de sus años,
si aquella mujer, que era su salvación, no le quería y se casaba con él.
Dando ya por supuesto que iba a quererle y a casarse, mi padre me habló de
intereses; me dijo que era muy rico y que me dejaría mejorado, aunque
tuviese varios hijos más. Yo le respondí que para los planes y fines de mi
vida necesitaba harto poco dinero, y que mi mayor contento sería verle
dichoso con mujer e hijos, olvidado de sus antiguos devaneos. Me habló
luego mi padre de sus esperanzas amorosas, con un candor y con una
vivacidad tales, que se diría que yo era el padre y el viejo, y él un
chico de mi edad o más joven. Para ponderarme el mérito de la novia y la
dificultad del triunfo, me refirió las condiciones y excelencias de los
quince o veinte novios que Pepita había tenido, y que todos habían llevado
calabazas. En cuanto a él, según me explicó, hasta cierto punto las había
también llevado; pero se lisonjeaba de que no fuesen definitivas, porque
Pepita le distinguía tanto y le mostraba tan grande afecto, que, si
aquello no era amor, pudiera fácilmente convertirse en amor con el largo
trato y con la persistente adoración que él le consagraba. Además, la
causa del desvío de Pepita tenía para mi padre un no sé qué de fantástico
y de sofístico que al cabo debía desvanecerse. Pepita no quería retirarse
a un convento ni se inclinaba a la vida penitente; a pesar de su
recogimiento y de su devoción religiosa, harto se dejaba ver que se
complacía en agradar. El aseo y el esmero de su persona poco tenían de
cenobíticos. La culpa de los desvíos de Pepita, decía mi padre, es sin
duda su orgullo, orgullo en gran parte fundado; ella es naturalmente
elegante, distinguida; es un ser superior or la voluntad y por la
inteligencia, por más que con modestia lo disimule; ¿:cómo, pues, ha de
entregar su corazón a los palurdos que la han pretendido hasta ahora? Ella
imagina que su alma está llena de un místico amor de Dios, y que sólo con
Dios se satisface, porque no ha salido a su paso todavía un mortal
bastante discreto y agradable que le haga olvidar hasta a su niño Jesús.
Aunque sea inmodestia, añadía mi padre, yo me lisonjeo aún de ser ese
mortal dichoso.
Tales son, querido tío, las
preocupaciones y ocupaciones de mi padre en este pueblo, y las cosas tan
extrañas para mí y tan ajenas a mis propósitos y pensamientos de que me
habla con frecuencia, y sobre las cuales quiere que dé mi voto.
No parece sino que la excesiva
indulgencia de usted para conmigo ha hecho cundir aquí mi fama de hombre
de consejo: paso por un pozo de ciencia; todos me refieren sus cuitas y me
piden que les muestre el camino que deben seguir. Hasta el bueno del señor
Vicario, aun exponiéndose a revelar algo como secretos de confesión, ha
venido ya a consultarme sobre vanos casos de conciencia que se le han
presentado en el confesionario.
Mucho me ha llamado la atención uno de
estos casos, que me ha sido referido por el Vicario, como todos, con
profundo misterio y sin decirme el nombre de la persona interesada.
Cuenta el señor Vicario que una hija suya
de confesión tiene grandes escrúpulos porque se siente llevada, con
irresistible impulso, hacia la vida solitaria y contemplativa; pero teme,
a veces, que este fervor de devoción no venga acompañado de una verdadera
humildad, sino que en parte le promueva y excite el mismo demonio del
orgullo.
Amar a Dios sobre todas las cosas,
buscarle en el centro del alma donde está, purificarse de todas las
pasiones y afecciones terrenales para unirse a Él, son ciertamente anhelos
piadosos y determinaciones buenas; pero el escrúpulo está en saber, en
calcular si nacerán o no de un amor propio exagerado. ¿:Nacerán acaso,
parece que piensa la penitente, de que yo, aunque indigna y pecadora,
presumo que vale más mi alma que las almas de mis semejantes; que la
hermosura interior de mi mente y de mi voluntad se turbaría y se empañaría
con el afecto de los seres humanos que conozco y que creo que no me
merecen? ¿:Amo a Dios, no sobre todas las cosas, de un modo infinito, sino
sobre lo poco conocido que desdeño, que desestimo, que no puede llenar mi
corazón? Si mi devoción tiene este fundamento, hay en ella dos grandes
faltas: la primera, que no está cimentada en un puro amor de Dios, lleno
de humildad y de caridad, sino en el orgullo; y la segunda, que esa
devoción no es firme y valedera, sino que está en el aire, porque ¿:quién
asegura que no pueda el alma olvidarse del amor a su Creador, cuando no le
ama de un modo infinito, sino porque no hay criatura a quien juzgue digna
de que el amor en ella se emplee?
Sobre este caso de conciencia, harto
alambicado y sutil para que así preocupe a una lugareña, ha venido a
consultarme el padre Vicario. Yo he querido excusarme de decir nada,
fundándome en mi inexperiencia y pocos años; pero el señor Vicario se ha
obstinado de tal suerte, que no he podido menos de discurrir sobre el
caso. He dicho, y mucho me alegraría de que usted aprobase mi parecer, que
lo que importa a esta hija de confesión atribulada es mirar con mayor
benevolencia a los hombres que la rodean, y en vez de analizar y
desentrañar sus faltas con el escalpelo de la crítica, tratar de cubrirlas
con el manto de la caridad, haciendo resaltar todas las buenas cualidades
de ellos y ponderándolas mucho, a fin de amarlos y estimarlos; que debe
esforzarse por ver en cada ser humano un objeto digno de amor, un
verdadero prójimo, un igual suyo, un alma en cuyo fondo hay un tesoro de
excelentes prendas y virtudes, un ser hecho, en suma, a imagen y semejanza
de Dios. Realzado así cuanto nos rodea, amando y estimando a las criaturas
por lo que son y por más de lo que son, procurando no tenerse por superior
a ellas en nada, antes bien profundizando con valor en el fondo de nuestra
conciencia para descubrir todas nuestras faltas y pecados, y adquiriendo
la santa humildad y el menosprecio de uno mismo, el corazón se sentirá
lleno de afectos humanos, y no despreciará, sino valuará en mucho el
mérito de las cosas y de las personas; de modo que, si sobre este
fundamento descuella luego y se levanta el amor divino con invencible
pujanza, no hay ya miedo de que pueda nacer este amor de una exagerada
estimación propia, del orgullo o de un desdén injusto del prójimo, sino
que nacerá de la pura y santa consideración de la hermosura y de la bondad
infinitas.
Si, como sospecho, es Pepita Jiménez la
que ha consultado al señor Vicario sobre estas dudas y tribulaciones, me
parece que mi padre no puede lisonjearse todavía de ser muy querido; pero
si el Vicario acierta a darla mi consejo, y ella le acepta y pone en
práctica, o vendrá a hacerse una María de Ágreda o cosa por el estilo, o
lo que es más probable, dejará a un lado misticismos y desvíos, y se
conformará y contentará con aceptar la mano y el corazón de mi padre, que
en nada es inferior a ella.
4 de abril
La monotonía de mi vida en este lugar
empieza a fastidiarme bastante, y no porque la vida mía en otras partes
haya sido más activa físicamente; antes al contrario, aquí me paseo mucho
a pie y a caballo, voy al campo, y por complacer a mi padre concurro a
casinos y reuniones; en fin, vivo como fuera de mi centro y de mi modo de
ser; pero mi vida intelectual es nula; no leo un libro ni apenas me dejan
un momento para pensar y meditar sosegadamente; y como el encanto de mi
vida estribaba en estos pensamientos y meditaciones, me parece monótona la
que hago ahora. Gracias a la paciencia que usted me ha recomendado para
todas las ocasiones, puedo sufrirla.
Otra causa de que mi espíritu no esté
completamente tranquilo es el anhelo, que cada día siento más vivo, de
tomar el estado a que resueltamente me inclino desde hace años. Me parece
que en estos momentos, cuando se halla tan cercana la realización del
constante sueño de mi vida, es como una profanación distraer la mente
hacia otros objetos. Tanto me atormenta esta idea y tanto cavilo sobre
ella, que mi admiración por la belleza de las cosas creadas por el cielo,
tan lleno de estrellas en estas serenas noches de primavera y en esta
región de Andalucía, por estos alegres campos, cubiertos ahora de verdes
sembrados, y por estas frescas y amenas huertas con tan lindas y sombrías
alamedas, con tantos mansos arroyos y acequias, con tanto lugar apartado y
esquivo, con tanto pájaro que le da música, y con tantas flores y hierbas
olorosas, esta admiración y entusiasmo mío, repito, que en otro tiempo me
parecían avenirse por completo con el sentimiento religioso que llenaba mi
alma, excitándole y sublimándole en vez de debilitarle, hoy casi me parece
pecaminosa distracción e imperdonable olvido de lo eterno por lo temporal,
de lo increado y suprasensible por lo sensible y creado. Aunque con poco
aprovechamiento en la virtud, aunque nunca libre mi espíritu de los
fantasmas de la imaginación, aunque no exento en mí el hombre interior de
las impresiones exteriores y del fatigoso método discursivo, aunque
incapaz de reconcentrarme por un esfuerzo de amor en el centro mismo de la
simple inteligencia, en el ápice de la mente, para ver allí la verdad y la
bondad, desnudas de imágenes y de formas, aseguro a usted que tengo miedo
del modo de orar imaginario, propio de un hombre corporal y tan poco
aprovechado como yo soy. La misma meditación racional me infunde recelo.
No quisiera yo hacer discursos para conocer a Dios, ni traer razones de
amor para amarle. Quisiera alzarme de un vuelo a la contemplación esencial
e íntima. ¿:Quién me diese alas, como de paloma, para volar al seno del que
ama mi alma? Pero, ¿:cuáles son, dónde están mis méritos? ¿:Dónde las
mortificaciones, la larga oración y el ayuno? ¿:Qué he hecho yo, Dios mío,
para que Tú me favorezcas?
Harto sé que los impíos del día presente
acusan, con falta completa de fundamento, a nuestra santa religión de
mover las almas a aborrecer todas las cosas del mundo, a despreciar o a
desdeñar la naturaleza, tal vez a temerla casi, como si hubiera en ella
algo de diabólico, encerrando todo su amor y todo su afecto en el que
llaman monstruoso egoísmo del amor divino, porque creen que el alma se ama
a sí propia amando a Dios. Harto sé que no es así, que no es ésta la
verdadera doctrina, que el amor divino es la caridad y que amar a Dios es
amarlo todo, porque todo está en Dios, y Dios está en todo por inefable y
alta manera. Harto sé que no peco amando las cosas por el amor de Dios, lo
cual es amarlas por ellas con rectitud; porque, qué son ellas más que la
manifestación, la obra del amor de Dios? Y, sin embargo, no sé qué extraño
temor, qué singular escrúpulo, qué apenas perceptible e indeterminado
remordimiento me atormenta ahora, cuando tengo, como antes, como en otros
días de mi juventud, como en la misma niñez, alguna efusión de ternura,
algún rapto de entusiasmo, al penetrar en una enramada frondosa, al oír el
canto del ruiseñor en el silencio de la noche, al escuchar el pío de las
golondrinas, al sentir el arrullo enamorado de la tórtola, al ver las
flores o al mirar las estrellas. Se me figura a veces que hay en todo esto
algo de delectación sensual, algo que me hace olvidar, por un momento al
menos, más altas aspiraciones. No quiero yo que en mí el espíritu peque
contra la carne; pero no quiero tampoco que la hermosura de la materia,
que sus deleites, aun los más delicados, sutiles y aéreos, aun los que más
bien por el espíritu que por el cuerpo se perciben, como el silbo delgado
del aire fresco cargado de aromas campesinos, como el canto de las aves,
como el majestuoso y reposado silencio de las horas nocturnas, en estos
jardines y huertas, me distraigan de la contemplación de la superior
hermosura, y entibien ni por un momento, mi amor hacia quien ha creado
esta armoniosa fábrica del mundo.
No se me oculta que todas estas cosas
materiales son como las letras de un libro, son como los signos y
caracteres donde el alma, atenta a su lectura, puede penetrar un hondo
sentido y leer y descubrir la hermosura de Dios, que, si bien
imperfectamente, está en ellas como trasunto o más bien como cifra, porque
no la pintan, sino que la representan. En esta distinción me fundo, a
veces, para dar fuerza a mis escrúpulos y mortificarme. Porque yo me digo:
si amo la hermosura de las cosas terrenales tales como ellas son, y si la
amo con exceso, es idolatría; debo amarla como signo, como representación
de una hermosura oculta y divina, que vale mil veces más, que es
incomparablemente superior en todo.
Hace pocos días cumplí veintidós años.
Tal ha sido hasta ahora mi fervor religioso, que no he sentido más amor
que el inmaculado amor de Dios mismo y de su santa religión, que quisiera
difundir y ver triunfante en todas las regiones de la tierra. Confieso que
algún sentimiento profano se ha mezclado con esta pureza de afecto. Usted
lo sabe, se lo he dicho mil veces; y usted, mirándome con su acostumbrada
indulgencia, me ha contestado que el hombre no es un ángel, y que sólo
pretender tanta perfección es orgullo; que debo moderar esos sentimientos
y no empeñarme en ahogarlos del todo. El amor a la ciencia, el amor a la
propia gloria, adquirida por la ciencia misma, hasta el formar uno de sí
propio no desventajoso concepto; todo ello, sentido con moderación, velado
y mitigado por la humildad cristiana y encaminado a buen fin, tiene, sin
duda, algo de egoísta; pero puede servir de estímulo y apoyo a las más
firmes y nobles resoluciones. No es pues, el escrúpulo que me asalta hoy
el de mi orgullo, el de tener sobrada confianza en mí mismo, el de ansiar
gloria mundana, o el de ser sobrado curioso de ciencia; no es nada de
esto; nada que tenga relación con el egoísmo, sino en cierto modo lo
contrario. Siento una dejadez, un quebranto, un abandono de la voluntad,
una facilidad tan grande para las lágrimas, lloro tan fácilmente de
ternura al ver una florecilla bonita o al contemplar el rayo misterioso,
tenue y ligerísimo de una remota estrella, que casi tengo miedo.
Dígame usted qué piensa de estas cosas;
si hay algo de enfermizo en esta disposición de mi ánimo.
8 de abril
Siguen las diversiones campestres, en que
tengo que intervenir muy a pesar mío.
He acompañado a mi padre a ver casi todas
sus fincas, y mi padre y sus amigos se pasman de que yo no sea
completamente ignorante en las cosas del campo. No parece sino que para
ellos el estudio de la teología, a que me he dedicado, es contrario del
todo al conocimiento de las cosas naturales. ¡Cuánto han admirado mi
erudición al verme distinguir en las viñas, donde apenas empiezan a brotar
los pámpanos, la cepa Pedro-Jiménez de la baladí y de la Don- Bueno
¡Cuánto han admirado también que en los verdes sembrados sepa yo
distinguir la cebada del trigo y el anís de las habas; que conozca muchos
árboles frutales y de sombra, y que, aun de las hierbas que nacen
espontáneamente en el campo, acierte yo con varios nombres y refiera
bastantes condiciones y virtudes!
Pepita Jiménez, que ha sabido por mi
padre lo mucho que me gustan las huertas de por aquí, nos ha convidado a
ver una que posee a corta distancia del lugar, y a comer las fresas
tempranas que en ella se crían. Este antojo de Pepita de obsequiar tanto a
mi padre, quien la pretende y a quien desdeña, me parece a menudo que
tiene su poco de coquetería, digna de reprobación; pero cuando veo a
Pepita después, y la hallo tan natural, tan franca y tan sencilla, se me
pasa el mal pensamiento e imagino que todo lo hace candorosamente y que no
la lleva otro fin que el de conservar la buena amistad que con mi familia
la liga.
Sea como sea, anteayer tarde fuimos a la
huerta de Pepita. Es hermoso sitio, de lo más ameno y pintoresco que puede
imaginarse. El riachuelo que riega casi todas estas huertas, sangrado por
mil acequias, pasa al lado de la que visitamos; se forma allí una presa, y
cuando se suelta el agua sobrante del riego, cae en un hondo barranco
poblado en ambas márgenes de álamos blancos y negros, mimbrones, adelfas
floridas y otros árboles frondosos. La cascada, de agua limpia y
transparente, se derrama en el fondo, formando espuma, y luego sigue su
curso tortuoso por un cauce que la naturaleza misma ha abierto, esmaltando
sus orillas e mil hierbas y flores, y cubriéndolas ahora con multitud de
violetas. Las laderas que hay a un extremo de la huerta están llenas de
nogales, higueras, avellanos y otros árboles de fruta. Y en la parte llana
hay cuadros de hortaliza, de fresas, de tomates, patatas, judías y
pimientos, y su poco de jardín, con grande abundancia de flores, de las
que por aquí más comúnmente se crían. Los rosales, sobre todo, abundan, y
los hay de mil diferentes especies. La casilla del hortelano es más bonita
y limpia de lo que en esta tierra se suele ver, y al lado de la casilla
hay otro pequeño edificio reservado para el dueño de la finca, y donde nos
agasajó Pepita con una espléndida merienda, a la cual dio pretexto el
comer las fresas, que era el principal objeto que allí nos llevaba. La
cantidad de fresas fue asombrosa para lo temprano de la estación, y nos
fueron servidas con leche de algunas cabras que Pepita también posee.
Asistimos a esta gira el médico, el
escribano, mi tía doña Casilda, mi padre y yo; sin faltar el indispensable
señor Vicario, padre espiritual, y más que padre espiritual, admirador y
encomiador perpetuo de Pepita.
Por un refinamiento algo sibarítico, no
fue el hortelano, ni su mujer, ni el chiquillo del hortelano, ni ningún
otro campesino quien nos sirvió la merienda sino dos lindas muchachas,
criadas y como confidentas de Pepita, vestidas a lo rústico, si bien con
suma pulcritud y elegancia. Llevaban trajes de percal de vistosos colores,
cortos y ceñidos al cuerpo, pañuelos de seda cubriendo las espaldas, y
descubierta la cabeza, donde lucían abundantes y lustrosos cabellos
negros, trenzados y atados luego formando un moño en figura de martillo, y
por delante rizos sujetos con sendas horquillas, por acá llamados
caracoles. Sobre el moño o castaña ostentaban cada una de estas
doncellas un ramo de frescas rosas.
Salvo la superior riqueza de la tela y su
color negro, no era más cortesano el traje de Pepita. Su vestido de merino
tenía la misma forma que el de las criadas, y, sin ser muy corto, no
arrastraba ni recogía suciamente el polvo del camino. Un modesto pañolito
de seda negra cubría también, al uso del lugar, su espalda y su pecho, y
en la cabeza no ostentaba tocado ni flor, ni joya, ni más adorno que el de
sus propios cabellos rubios. En la única cosa que note por parte de Pepita
cierto esmero, en que se apartaba de los usos aldeanos, era en llevar
guantes. Se conoce que cuida mucho sus manos y que tal vez pone alguna
vanidad en tenerlas muy blancas y bonitas, con unas uñas lustrosas y
sonrosadas, pero si tiene esta vanidad, es disculpable en la flaqueza
humana, y al fin, si yo no estoy trascordado, creo que Santa Teresa tuvo
la misma vanidad cuando era joven, lo cual no le impidió ser una santa tan
grande.
En efecto, yo me explico, aunque no
disculpo, esta pícara vanidad. ¡Es tan distinguido, tan aristocrático,
tener una linda mano! Hasta se me figura, a veces, que tiene algo de
simbólico. La mano es el instrumento de nuestras obras, el signo de
nuestra nobleza, el medio por donde la inteligencia reviste de forma sus
pensamientos artísticos, y da ser a las creaciones de la voluntad, y
ejerce el imperio que Dios concedió al hombre sobre todas las criaturas.
Una mano ruda, nerviosa, fuerte, tal vez callosa, de un trabajador, de un
obrero, demuestra noblemente ese imperio; pero en lo que tiene de más
violento y mecánico. En cambio, las manos de esta Pepita, que parecen casi
diáfanas como el alabastro, si bien con leves tintas rosadas, donde cree
uno ver circular la sangre pura y sutil, que da a sus venas un ligero viso
azul; estas manos, digo, de dedos afilados y de sin par corrección de
dibujo, parecen el símbolo del imperio mágico, del dominio misterioso que
tiene y ejerce el espíritu humano, sin fuerza material, sobre todas las
cosas visibles que han sido inmediatamente creadas por Dios y que por
medio del hombre Dios completa y mejora. Imposible parece que quien tiene
manos como Pepita tenga pensamiento impuro, ni idea grosera, ni proyecto
ruin que esté en discordancia con las limpias manos que deben
ejecutarle.
No hay que decir que mi padre se mostró
tan embelesado como siempre de Pepita, y ella tan fina y cariñosa con él,
si bien con un cariño más filial de lo que mi padre quisiera. Es lo cierto
que mi padre, a pesar de la reputación que tiene de ser por lo común poco
respetuoso y bastante profano con las mujeres, trata a ésta con un respeto
y unos miramientos tales, que ni Amadís los usó mayores con la señora
Oriana en el periodo más humilde de sus pretensiones y galanteos; ni una
palabra que disuene, ni un requiebro brusco e inoportuno, ni un chiste
algo amoroso de estos que con tanta frecuencia suelen permitirse los
andaluces. Apenas si se atreve a decir a Pepita « buenos ojos tienes »; y
en verdad que si lo dijese no mentiría, porque los tiene grandes, verdes
como los de Circe, hermosos y rasgados, y lo que más mérito y valor les da
es que no parece sino que ella no lo sabe, pues no se descubre en ella la
menor intención de agradar a nadie ni de atraer a nadie con lo dulce de
sus miradas. Se diría que cree que los ojos sirven para ver y nada más que
para ver. Lo contrario de lo que yo, según he oído decir, presumo que
creen la mayor parte de las mujeres jóvenes y bonitas, que hacen de los
ojos un arma de combate y como un aparato eléctrico o fulmíneo para rendir
corazones y cautivarlos. No son así, por cierto, los ojos de Pepita, donde
hay una serenidad y una paz como del cielo. Ni por eso se puede decir que
miren con fría indiferencia. Sus ojos están llenos de caridad y de
dulzura. Se posan con afecto en un rayo de luz, en una flor, hasta en
cualquier objeto inanimado; pero con más afecto aún, con muestras de
sentir más blando, humano y benigno, se posan en el prójimo, sin que el
prójimo, por joven, gallardo y presumido que sea, se atreva a suponer nada
más que caridad y amor al prójimo, y, cuando más, predilección amistosa,
en aquella serena y tranquila mirada.
Yo me paro a pensar si todo esto será
estudiado; si esta Pepita será una gran comedianta; pero sería tan
perfecto el fingimiento y tan oculta la comedia, que me parece imposible.
La misma naturaleza, pues, es la que guía y sirve de norma a esta mirada y
a estos ojos. Pepita, sin duda, amó a su madre primero, y luego las
circunstancias la llevaron a amar a don Gumersindo por deber, como al
compañero de su vida; y luego, sin duda, se extinguió en ella toda pasión
que pudiera inspirar ningún objeto terreno, y amó a Dios, y amó las cosas
todas por amor de Dios, y se encontró quizás en una situación de espíritu
apacible y hasta envidiable, en la cual, si tal vez hubiese algo que
censurar, sería un egoísmo del que ella misma no se da cuenta. Es muy
cómodo amar de este modo suave, sin atormentarse con el amor; no tener
pasión que combatir; hacer del amor y del afecto a los demás un aditamento
y como un complemento del amor propio.
A veces me pregunto a mí mismo si al
censurar en mi interior esta condición de Pepita, no soy yo quien me
censuro. ¿:Qué sé yo lo que pasa en el alma de esa mujer, para censurarla?
¿:Acaso, al creer que veo su alma, no es la mía la que veo? Yo no he tenido
ni tengo pasión alguna que vencer; todas mis inclinaciones bien dirigidas,
todos mis instintos buenos y malos, merced a la sabia enseñanza de usted,
van sin obstáculos ni tropiezos encaminados al mismo propósito;
cumpliéndolo se satisfarían no sólo mis nobles y desinteresados deseos,
sino también mis deseos egoístas, mi amor a la gloria, mi afán de saber,
mi curiosidad de ver tierras distantes, mi anhelo de ganar nombre y fama.
Todo esto se cifra en llegar al término de la carrera que he emprendido.
Por este lado se me antoja a veces que soy más censurable que Pepita, aun
suponiéndola merecedora de censura.
Yo he recibido ya las órdenes menores; he
desechado de mi alma las vanidades del mundo; estoy tonsurado; me he
consagrado al altar, y, sin embargo, un porvenir de ambición se presenta a
mis ojos y veo con gusto que puedo alcanzarle y me complazco en dar por
ciertas y valederas las condiciones que tengo para ello, por más que a
veces llame a la modestia en mi auxilio, a fin de no confiar demasiado. En
cambio esta mujer ¿:a qué aspira ni qué quiere? Yo la censuro de que se
cuida las manos; de que mira tal vez con complacencia su belleza; casi la
censuro de su pulcritud, del esmero que pone en vestirse, de yo no sé qué
coquetería que hay en la misma modestia y sencillez con que se viste.
¡Pues qué! ¿:La virtud ha de ser desaliñada? ¿:Ha de ser sucia la santidad?
Un alma pura y limpia, ¿:no puede complacerse en que el cuerpo también lo
sea? Es extraña esta malevolencia con que miro el primor y el aseo de
Pepita. ¿:Será tal vez porque va a ser mi madrastra? ¡Pero si no quiere ser
mi madrastra! ¡Si no quiere a mi padre! Verdad es que las mujeres son
raras; quién sabe si en el fondo de su alma no se siente inclinada ya a
querer a mi padre y a casarse con él, si bien, atendiendo a aquello de que
lo que mucho vale mucho cuesta, se propone, páseme usted la palabra,
molerle antes con sus desdenes, tenerle sujeto a su servidumbre, poner a
prueba la constancia de su afecto y acabar por darle el plácido sí. ¡Allá
veremos!
Ello es que la fiesta en la huerta fue
apaciblemente divertida: se habló de flores, de frutos, de injertos, de
plantaciones y de otras mil cosas relativas a la labranza, luciendo Pepita
sus conocimientos agrónomos en competencia con mi padre, conmigo y con el
señor Vicario, que se queda con la boca abierta cada vez que habla Pepita,
y jura que en los setenta y pico de años que tiene de edad, y en sus
largas peregrinaciones, que le han hecho recorrer casi toda la Andalucía,
no ha conocido mujer más discreta ni más atinada en cuanto piensa y
dice.
Cuando volvemos a casa de cualquiera de
estas expediciones, vuelvo a insistir con mi padre en mi ida con usted a
fin de que llegue el suspirado momento de que yo me vea elevado al
sacerdocio; pero mi padre está tan contento de tenerme a su lado y se
siente tan a gusto en el lugar, cuidando de sus fincas, ejerciendo mero y
mixto imperio como cacique, y adorando a Pepita y consultándoselo todo
como a su ninfa Egeria, que halla siempre y hallará aún, tal vez durante
algunos meses, fundado pretexto para retenerme aquí. Ya tiene que
clarificar el vino de yo no sé cuántas pipas de la candiotera; ya tiene
que trasegar otro; ya es menester binar los majuelos; ya es preciso arar
los olivares y cavar los pies a los olivos; en suma, me retiene aquí
contra mi gusto; aunque no debiera yo decir « contra mi gusto », porque lo
tengo muy grande en vivir con un padre que es para mí tan bueno.
Lo malo es que con esta vida temo
materializarme demasiado; me parece sentir alguna sequedad de espíritu
durante la oración; mi fervor religioso disminuye; la vida vulgar va
penetrando y se va infiltrando en mi naturaleza. Cuando rezo padezco
distracciones; no pongo en lo que digo a mis solas, cuando el alma debe
elevarse a Dios, aquella atención profunda que antes ponía. En cambio, la
ternura de mi corazón, que no se fija en objeto condigno, que no se emplea
y consume en lo que debiera, brota y como que rebosa en ocasiones por
objetos y circunstancias que tienen mucho de pueriles, que me parecen
ridículos, y de los cuales me avergüenzo. Si me despierto en el silencio
de la alta noche y oigo que algún campesino enamorado canta, al son de su
guitarra mal rasgueada, una copla de fandango o de rondeñas, ni muy
discreta ni muy poética, ni muy delicada, suelo enternecerme como si oyera
la más celestial melodía. Una compasión loca, insana, me aqueja a veces.
El otro día cogieron los hijos del aperador de mi padre un nido de
gorriones, y al ver yo los pajarillos sin plumas aún y violentamente
separados de la madre cariñosa, sentí suma angustia, y, lo confieso, se me
saltaron las lágrimas. Pocos días antes trajo del campo un rústico una
ternerita que se había perniquebrado; iba a llevarla al matadero y venía a
decir a mi padre qué quería de ella para su mesa; mi padre pidió unas
cuantas libras de carne, la cabeza y las patas; yo me conmoví al ver la
ternerita, y estuve a punto, aunque la vergüenza me lo impidió, de
comprársela al hombre, a ver si yo la curaba y conservaba viva. En fin,
querido tío, menester es tener la gran confianza que tengo yo con usted
para contarle estas muestras de sentimiento extraviado y vago, y hacerle
ver con ellas que necesito volver a mi antigua vida, a mis estudios, a mis
altas especulaciones, y acabar por ser sacerdote para dar al fuego que
devora mi alma el alimento sano y bueno que debe tener.
14 de abril
Sigo haciendo la misma vida de siempre y
detenido aquí a ruegos de mi padre.
El mayor placer de que disfruto, después
del de vivir con él, es el trato y conversación del señor Vicario, con
quien suelo dar a solas largos paseos. Imposible parece que un hombre de
su edad, que debe de tener cerca de los ochenta años, sea tan fuerte, ágil
y andador. Antes me canso yo que él, y no queda vericueto ni lugar
agreste, ni cima de cerro escarpado en estas cercanías, a donde no
lleguemos.
El señor Vicario me va reconciliando
mucho con el clero español, a quien algunas veces he tildado yo, hablando
con usted, de poco ilustrado. ¡Cuánto más vale, me digo a menudo, este
hombre, lleno de candor y de buen deseo, tan afectuoso e inocente, que
cualquiera que haya leído muchos libros y en cuya alma no arda con tal
viveza como en la suya el fuego de la caridad unido a la fe más sincera y
más pura! No crea usted que es vulgar el entendimiento del señor Vicario;
es un espíritu inculto, pero despejado y claro. A veces imagino que pueda
provenir la buena opinión que de él tengo, de la atención con que me
escucha; pero, si no es así, me parece que todo lo entiende con notable
perspicacia y que sabe unir al amor entrañable de nuestra santa religión
el aprecio de todas las cosas buenas que la civilización moderna nos ha
traído. Me encantan, sobre todo, la sencillez, la sobriedad en
hiperbólicas manifestaciones de sentimentalismo, la naturalidad, en suma,
con que el señor Vicario ejerce las más penosas obras de caridad. No hay
desgracia que no remedie, ni infortunio que no consuele, ni humillación
que no procure restaurar, ni pobreza a que no acuda solícito con un
socorro.
Para todo esto, fuerza es confesarlo,
tiene un poderoso auxiliar en Pepita Jiménez, cuya devoción y natural
compasivo siempre está él poniendo por las nubes.
El carácter de esta especie de culto que
el Vicario rinde a Pepita va sellado, casi se confunde con el ejercicio de
mil buenas obras; con las limosnas, el rezo, el culto público y el cuidado
de los menesterosos. Pepita no da sólo para los pobres, sino también para
novenas, sermones y otras fiestas de iglesia. Si los altares de la
parroquia brillan a veces adornados de bellísimas flores, estas flores se
deben a la munificencia de Pepita, que las ha hecho traer de sus huertas.
Si en lugar del antiguo manto, viejo y raído que tenía la Virgen de los
Dolores, luce hoy un flamante y magnífico manto de terciopelo negro
bordado de plata, Pepita es quien lo ha costeado.
Éstos y otros tales beneficios, el
Vicario está siempre decantándolos y ensalzándolos. Así es que, cuando no
hablo yo de mis miras, de mi vocación, de mis estudios, lo cual embelesa
en extremo al señor Vicario, y le trae suspenso de mis labios; cuando es
él quien habla y yo quien escucho, la conversación, después de mil vueltas
y rodeos, viene a parar siempre en hablar de Pepita Jiménez. Y al cabo,
¿:de quién me ha de hablar el señor Vicario? Su trato con el médico, con el
boticario, con los ricos labradores de aquí, apenas da motivo para tres
palabras de conversación. Como el señor Vicario posee la rarísima cualidad
en un lugareño de no ser amigo de contar vidas ajenas ni lances
escandalosos, de nadie tiene que hablar sino de la mencionada mujer, a
quien visita con frecuencia, y con quien, según se desprende de lo que
dice, tiene los más íntimos coloquios.
No sé qué libros habrá leído Pepita
Jiménez, ni que instrucción tendrá; pero de lo que cuenta el señor Vicario
se colige que está dotada de un espíritu inquieto e investigador, donde se
ofrecen infinitas cuestiones y problemas que anhela dilucidar y resolver,
presentándolos para ello al señor Vicario, a quien deja agradablemente
confuso. Este hombre, educado a la rústica, clérigo de misa y olla como
vulgarmente suele decirse, tiene el entendimiento abierto a toda luz de
verdad, aunque carece de iniciativa, y, por lo visto, los problemas y
cuestiones que Pepita le presenta le abren nuevos horizontes y nuevos
caminos, aunque nebulosos y mal determinados, que él no presumía siquiera,
que no acierta a trazar con exactitud, pero cuya vaguedad, novedad y
misterio le encantan.
No desconoce el padre Vicario que esto
tiene mucho de peligroso, y que él y Pepita se exponen a dar, sin saberlo,
en alguna herejía; pero se tranquiliza porque, distando mucho de ser un
gran teólogo, sabe su catecismo al dedillo, tiene confianza en Dios, que
le iluminará, y espera no extraviarse, y da por cierto que Pepita seguirá
sus consejos y no se extraviará nunca.
Así imaginan ambos mil poesías, aunque
informes, bellas, sobre todos los misterios de nuestra religión y
artículos de nuestra fe. Inmensa es la devoción que tienen a María
Santísima, Señora nuestra, y yo me quedo absorto de ver cómo saben enlazar
la idea o el concepto popular de la Virgen con algunos de los más
remontados pensamientos teológicos.
Por lo que relata el padre Vicario,
entreveo que en el alma de Pepita Jiménez, en medio de la serenidad y
calma que aparenta, hay clavado un agudo dardo de dolor; hay un amor de
pureza contrariado por su vida pasada. Pepita amó a don Gumersindo como a
su compañero, como a su bienhechor, como al hombre a quien todo se lo
debía; pero la atormenta, la avergüenza el recuerdo de que don Gumersindo
fue su marido.
En su devoción a la Virgen se descubre un
sentimiento de humillación dolorosa, un torcedor, una melancolía que
influye en su mente el recuerdo de su matrimonio indigno y estéril.
Hasta en su adoración al niño Dios,
representado en la preciosa imagen de talla que tiene en su casa,
interviene el amor maternal sin objeto, el amor maternal que busca ese
objeto en un ser no nacido de pecado y de impureza.
El padre Vicario dice que Pepita adora al
niño Jesús como a su Dios, pero que le ama con las entrañas maternales con
que amaría a un hijo, si le tuviese, y si en su concepción no hubiera
habido cosa de que tuviera ella que avergonzarse. El padre Vicario nota
que Pepita sueña con la madre ideal y con el hijo ideal, inmaculados
ambos, al rezar a la Virgen Santísima, y al cuidar a su lindo niño Jesús
de talla.
Aseguro a usted que no sé qué pensar de
todas estas extrañezas. ¡Conozco tan poco lo que son las mujeres! Lo que
de Pepita me cuenta el padre Vicario me sorprende; y si bien más a menudo
entiendo que Pepita es buena, y no mala, a veces me infunde cierto terror
por mi padre. Con los cincuenta y cinco años que tiene, creo que está
enamorado, y Pepita, aunque buena por reflexión, puede sin premeditarlo ni
calcularlo, ser un instrumento del espíritu del mal; puede tener una
coquetería irreflexiva e instintiva, más invencible, eficaz y funesta aún
que la que procede de premeditación, cálculo y discurso.
¿:Quién sabe, me digo yo a veces, si a
pesar de las buenas obras de Pepita, de sus rezos, de su vida devota y
recogida, de sus limosnas y de sus donativos para las iglesias, en todo lo
cual se puede fundar el afecto que el padre Vicario la profesa, no hay
también un hechizo mundano, no hay algo de magia diabólica en este
prestigio de que se rodea y con el cual emboba a este cándido padre
Vicario, y le lleva y le trae y le hace que no piense ni hable sino de
ella a todo momento?
El mismo imperio que ejerce Pepita sobre
un hombre tan descreído como mi padre, sobre una naturaleza tan varonil y
poco sentimental, tiene en verdad mucho de raro.
No explican tampoco las buenas obras de
Pepita el respeto y afecto que infunde, por lo general, en estos rústicos.
Los niños pequeñuelos acuden a verla las pocas veces que sale a la calle y
quieren besarla la mano; las mozuelas le sonríen y la saludan con amor,
los hombres todos se quitan el sombrero a su paso y se inclinan con la más
espontánea reverencia y con la más sencilla y natural simpatía.
Pepita Jiménez, a quien muchos han visto
nacer; a quien vieron todos en la miseria, viviendo con su madre; a quien
han visto después casada con el decrépito y avaro don Gumersindo, hace
olvidar todo esto, y aparece como un ser peregrino, venido de alguna
tierra lejana, de alguna esfera superior, pura y radiante, y obliga y
mueve al acatamiento afectuoso, a algo como admiración amantísima a todos
sus compatricios.
Veo que distraídamente voy cayendo en el
mismo defecto que en el padre Vicario censuro, y que no hablo a usted sino
de Pepita Jiménez. Pero esto es natural. Aquí no se habla de otra cosa. Se
diría que todo el lugar está lleno del espíritu, del pensamiento, de la
imagen de esta singular mujer, que yo no acierto aún a determinar si es un
ángel o una refinada coqueta llena de astucia instintiva, aunque
los términos parezcan contradictorios. Porque lo que es con plena
conciencia estoy convencido de que esta mujer no es coqueta ni suena en
ganarse voluntades para satisfacer su vanagloria.
Hay sinceridad y candor en Pepita
Jiménez. No hay más que verla para creerlo así. Su andar airoso y
reposado, su esbelta estatura, lo terso y despejado de su frente, la suave
y pura luz de sus miradas, todo se concierta en un ritmo adecuado, todo se
une en perfecta armonía, donde no se descubre nota que disuene.
¡Cuánto me pesa de haber venido por aquí
y de permanecer aquí tan largo tiempo! Había pasado la vida en su casa de
usted y en el Seminario; no había visto ni tratado más que a mis
compañeros y maestros; nada conocía del mundo sino por especulación y
teoría; y de pronto, aunque sea en un lugar, me veo lanzado en medio del
mundo, y distraído de mis estudios, meditaciones y oraciones, por mil
objetos profanos.
20 de abril
Las últimas cartas de usted, queridísimo
tío, han sido de grata consolación para mi alma. Benévolo como siempre, me
amonesta usted y me ilumina con advertencias útiles y discretas.
Es verdad: mi vehemencia es digna de
vituperio. Quiero alcanzar el fin sin poner los medios; quiero llegar al
término de la jornada sin andar antes paso a paso el áspero camino.
Me quejo de sequedad de espíritu en la
oración, de distraído, de disipar mi ternura en objetos pueriles, ansío
volar al trato íntimo con Dios, a la contemplación esencial, y desdeño la
oración imaginaria y la meditación racional y discursiva. ¿:Cómo sin
obtener la pureza, cómo sin ver la luz he de lograr el goce del amor?
Hay mucha soberbia en mí, y yo he de
procurar humillarme a mis propios ojos, a fin de que el espíritu del mal
no me humille, permitiéndolo Dios, en castigo de mi presunción y de mi
orgullo.
No creo, a pesar de todo, como usted me
advierte, que es tan fácil para mí una fea y no pensada caída. No confío
en mí; confío en la misericordia de Dios y en su gracia, y espero que no
sea.
Con todo, razón tiene usted que le sobra
en aconsejarme que no me ligue mucho en amistad con Pepita Jiménez; pero
yo disto bastante de estar ligado con ella.
No ignoro que los varones religiosos y
los santos, que deben servirnos de ejemplo y dechado, cuando tuvieron gran
familiaridad y amor con mujeres fue en la ancianidad, o estando ya muy
probados y quebrantados por la penitencia, o existiendo una notable
desproporción de edad entre ellos y las piadosas amigas que elegían; como
se cuenta de san Jerónimo y santa Paulina, y de san Juan de la Cruz y
santa Teresa. Y aun así, y aun siendo el amor de todo punto espiritual, sé
que puede pecar por demasía. Porque Dios no más debe ocupar nuestra alma,
como su dueño y esposo, y cualquiera otro ser que en ella more ha de ser
sólo a título de amigo o siervo o hechura del esposo, y en quien el esposo
se complace.
No crea usted, pues, que yo me jacte de
invencible y desdeñe los peligros y los desafíe y los busque. En ellos
perece quien los ama. Y cuando el rey profeta, con ser tan conforme al
corazón del Señor y tan su valido, y cuando Salomón, a pesar de su
sobrenatural e infusa sabiduría, fueron, conturbados y pecaron, porque
Dios quitó su faz de ellos, ¿:qué no debo temer yo, mísero pecador, tan
joven, tan inexperto de las astucias del demonio, y tan poco firme y
adiestrado en las peleas de la virtud?
Lleno de un provechoso temor de Dios, y
con la debida desconfianza de mi flaqueza, no olvidaré los consejos y
prudentes amonestaciones de usted, rezando con fervor mis oraciones y
meditando en las cosas divinas para aborrecer las mundanas en lo que
tienen de aborrecibles; pero aseguro a usted que hasta ahora, por más que
ahondo en mi conciencia y registro con suspicacia sus más escondidos
senos, nada descubro que me haga temer lo que usted teme.
Si de mis cartas anteriores resultan
encomios para el alma de Pepita Jiménez, culpa es de mi padre y del señor
Vicario, y no mía; porque al principio, lejos de ser favorable a esta
mujer, estaba yo prevenido contra ella con prevención injusta.
En cuanto a la belleza y donaire corporal
de Pepita, crea usted que lo he considerado todo con entera limpieza de
pensamiento. Y aunque me sea costoso el decirlo, y aunque a usted le duela
un poco, le confesaré que si alguna leve mancha ha venido a empañar el
sereno y pulido espejo de mi alma, en que Pepita se reflejaba, ha sido la
ruda sospecha de usted, que casi me ha llevado por un instante a que yo
mismo sospeche.
Pero no. ¿:Qué he pensado yo, qué he
mirado, qué he celebrado en Pepita, por donde nadie pueda colegir que
propendo a sentir por ella algo que no sea amistad y aquella inocente y
limpia admiración que inspira una obra de arte, y más si la obra es del
Artífice soberano, y nada menos que su templo?
Por otra parte, querido tío, yo tengo que
vivir en el mundo, tengo que tratar a las gentes, tengo que verlas, y no
he de arrancarme los ojos. Usted me ha dicho mil veces que me quiere en la
vida activa, predicando la ley divina, difundiéndola por el mundo, y no
entregado a la vida contemplativa en la soledad y el aislamiento. Ahora
bien; si esto es así como lo es, ¿:de qué suerte me había yo de gobernar
para no reparar en Pepita Jiménez? A no ponerme en ridículo cerrando en su
presencia los ojos, fuerza es que yo vea y note la hermosura de los suyos;
lo blanco, sonrosado y limpio de su tez; la igualdad y el nacarado esmalte
de los dientes, que descubre a menudo cuando sonríe; la fresca púrpura de
sus labios; la serenidad y tersura de su frente, y otros mil atractivos
que Dios ha puesto en ella. Claro está que para el que lleva en su alma el
germen de los pensamientos livianos, la levadura del vicio, cada una de
las impresiones que Pepita produce, puede ser como el golpe del eslabón
que hiere el pedernal y que hace brotar la chispa que todo lo incendia y
devora; pero yendo prevenido contra este peligro, y reparándome y
cubriéndome bien con el escudo de la prudencia cristiana, no encuentro que
tenga yo nada que recelar. Además que, si bien es temerario buscar el
peligro, es cobardía no saber arrostrarle y huir de él cuando se
presenta.
No lo dude usted; yo veo en Pepita
Jiménez una hermosa criatura de Dios, y por Dios la amo como a hermana. Si
alguna predilección siento por ella, es por las alabanzas que de ella oigo
a mi padre, al señor Vicario y a casi todos los de este lugar.
Por amor a mi padre desearía yo que
Pepita desistiese de sus ideas y planes de vida retirada, y se casase con
él; pero, prescindiendo de esto, y si yo viese que mi padre sólo tenía un
capricho, y no una verdadera pasión, me alegraría de que Pepita
permaneciese firme en su casta viudez, y cuando yo estuviese muy lejos de
aquí, allá en la India o en el Japón, o en algunas misiones más
peligrosas, tendría un consuelo en escribirle algo sobre mis
peregrinaciones y trabajos.
Cuando, ya viejo, volviese yo por este
lugar, también gozaría mucho en intimar con ella, que estaría ya vieja, y
en tener con ella coloquios espirituales y pláticas por el estilo de las
que tiene ahora el padre Vicario. Hoy, sin embargo, como soy mozo, me
acerco poco a Pepita; apenas la hablo. Prefiero pasar por encogido, por
tonto, por mal criado y arisco, a dar la menor ocasión, no ya a la
realidad de sentir por ella lo que no debo, pero ni a la sospecha ni a la
maledicencia.
En cuanto a Pepita, ni remotamente
convengo en lo que usted deja entrever como vago recelo. ¿:Qué plan ha de
formar respecto a un hombre que va a ser clérigo dentro de dos o tres
meses? Ella, que ha desairado a tantos, ¿:por qué había de prendarse de mí?
Harto me conozco y sé que no puedo, por fortuna, inspirar pasiones. Dicen
que no soy feo, pero soy desmañado, torpe, corto de genio, poco ameno;
tengo trazas de lo que soy: de un estudiante humilde. ¿:Qué valgo yo al
lado de los gallardos mozos, aunque algo rústicos, que han pretendido a
Pepita; ágiles jinetes, discretos y regocijados en la conversación,
cazadores como Nembrot, diestros en todos los ejercicios de cuerpo,
cantadores finos y celebrados en todas las ferias de Andalucía, y
bailarines apuestos, elegantes y primorosos? Si Pepita ha desairado todo
esto, ¿:cómo ha de fijarse ahora en mí y ha de concebir el diabólico deseo
y más diabólico proyecto de turbar la paz de mi alma, de hacerme abandonar
mi vocación, tal vez de perderme? No, no es posible. Yo creo buena a
Pepita, y a mí, lo digo sin mentida modestia, me creo insignificante. Ya
se entiende que me creo insignificante para enamorarla, no para ser su
amigo; no para que ella me estime y llegue a tener un día cierta
predilección por mí, cuando yo acierte a hacerme digno de esta
predilección con una santa y laboriosa vida.
Perdóneme usted si me defiendo con
sobrado calor de ciertas reticencias de la carta de usted, que suenan a
acusaciones y a fatídicos pronósticos.
Yo no me quejo de esas reticencias; usted
me da avisos prudentes, gran parte de los cuales acepto y pienso seguir.
Si va usted más allá de lo justo en el recelar, consiste, sin duda, en el
interés que por mí se toma, y que yo de todo corazón le agradezco.
4 de mayo
Extraño es que en tantos días ya no haya
tenido tiempo para escribir a usted; pero tal es la verdad. Mi padre no me
deja parar y las visitas me asedian.
En las grandes ciudades es fácil no
recibir, aislarse, crearse una soledad, una Tebaida en medio del bullicio;
en un lugar de Andalucía, y sobre todo teniendo la honra de ser hijo del
cacique, es menester vivir en público. No ya sólo hasta al cuarto donde
escribo, sino hasta mi alcoba penetran, sin que nadie se atreva a
oponerse, el señor Vicario, el escribano, mi primo Currito, hijo de doña
Casilda, y otros mil, que me despiertan si estoy dormido y me llevan donde
quieren.
El casino no es aquí mera diversión
nocturna, sino de todas las horas del día. Desde las once de la mañana
está lleno de gente que charla, que lee por cima algún periódico para
saber las noticias, y que juega al tresillo. Personas hay que se pasan
diez o doce horas al día jugando a dicho juego. En fin, hay aquí una
holganza tan encantadora, que más no puede ser. Las diversiones son
muchas, a fin de entretener dicha holganza. Además del tresillo se arma la
timbirimba con frecuencia y se juega al monte. Las damas, el ajedrez y el
dominó no se descuidan. Y, por último, hay una pasión decidida por las
riñas de gallos.
Todo esto, con el visiteo, el ir al campo
a inspeccionar las labores, el ajustar todas las noches las cuentas con el
aperador, el visitar las bodegas y candioteras, y el clarificar, trasegar
y perfeccionar los vinos, y el tratar con gitanos y chalanes para compra,
venta o cambalache de los caballos, mulas y borricos, o con gente de Jerez
que viene a comprar nuestro vino para trocarle en jerezano, ocupa aquí de
diario a los hidalgos, señoritos o como quieran llamarse. En ocasiones
extraordinarias hay otras faenas y diversiones que dan a todo más
animación, como en tiempo de la siega, de la vendimia y de la recolección
de la aceituna; o bien cuando hay feria y toros aquí o en otro pueblo
cercano, o bien cuando hay romería al santuario de alguna milagrosa imagen
de María Santísima, a donde, si acuden no pocos por curiosidad y para
divertirse y feriar a sus amigas cupidos y escapularios, más son los que
acuden por devoción y en cumplimiento de voto o promesa. Hay santuario de
estos que está en la cumbre de una elevadísima sierra, y con todo no
faltan aún mujeres delicadas que suben allí con los pies descalzos,
hiriéndoselos con abrojos, espinas y piedras, por el pendiente y mal
trazado sendero.
La vida de aquí tiene cierto encanto.
Para quien no sueña con la gloria, para quien nada ambiciona, comprendo
que sea muy descansada y dulce vida. Hasta la soledad puede lograrse aquí
haciendo un esfuerzo. Como yo estoy aquí por una temporada, no puedo ni
debo hacerlo; pero, si yo estuviese de asiento, no hallaría dificultad,
sin ofender a nadie, en encerrarme y retraerme durante muchas horas o
durante todo el día, a fin de entregarme a mis estudios y
meditaciones.
Su nueva y más reciente carta de usted me
ha afligido un poco. Veo que insiste usted en sus sospechas y no sé qué
contestar para justificarme, sino lo que ya he contestado.
Dice usted que la gran victoria en cierto
género de batallas consiste en la fuga; que huir es vencer. ¿:Cómo he de
negar yo lo que el Apóstol y tantos santos Padres y Doctores han dicho?
Con todo, de sobra sabe usted que el huir no depende de mi voluntad. Mi
padre no quiere que me vaya; mi padre me retiene a pesar mío; tengo que
obedecerle. Necesito, pues, vencer por otros medios, y no por el de la
fuga.
Para que usted se tranquilice, repetiré
que la lucha apenas está empeñada, que usted ve las cosas más adelantadas
de lo que están.
No hay el menor indicio de que Pepita
Jiménez me quiera. Y aunque me quisiese, sería de otro modo que como
querían las mujeres que usted cita para mi ejemplar escarmiento. Una
señora bien educada y honesta en nuestros días no es tan inflamable y
desaforada como esas matronas de que están llenas las historias
antiguas.
El pasaje que aduce usted de san Juan
Crisóstomo es digno del mayor respeto, pero no es del todo apropiado a las
circunstancias. La gran dama que en Of, Tebas o Dióspolis Magna, se
enamoró del hijo predilecto de Jacob, debió de ser hermosísima; sólo así
se concibe que asegure el Santo ser mayor prodigio el que Josef no ardiera
que el que los tres mancebos que hizo poner Nabucodonosor en el horno
candente no se redujesen a cenizas.
Confieso con ingenuidad que, lo que es en
punto a hermosura, no atino a representarme que supere a Pepita Jiménez la
mujer de aquel príncipe egipcio, mayordomo mayor o cosa por el estilo del
palacio de los faraones; pero ni yo soy como Josef, agraciado con tantos
dones y excelencias, ni Pepita es una mujer sin religión y sin decoro. Y
aunque fuera así, aun suponiendo todos estos horrores, no me explico la
ponderación de san Juan Crisóstomo sino porque vivía en la capital
corrompida, y semi-gentílica aún, del Bajo Imperio; en aquella corte,
cuyos vicios tan crudamente censuró, y donde la propia emperatriz Eudoxia
daba ejemplo de corrupción y de escándalo. Pero hoy, que la moral
evangélica ha penetrado más profundamente en el seno de la sociedad
cristiana, me parece exagerado creer más milagroso el casto desdén del
hijo de Jacob que la incombustibilidad material de los tres mancebos de
Babilonia.
Otro punto toca usted en su carta que me
anima y lisonjea en extremo. Condena usted como debe el sentimentalismo
exagerado y la propensión a enternecerme y a llorar por motivos pueriles,
de que le dije padecía a veces; pero esta afeminada pasión de ánimo, ya
que existe en mí, importando desecharla, celebra usted que no se mezcle
con la oración y la meditación y las contamine. Usted reconoce y aplaude
en mí la energía verdaderamente varonil que debe haber en el afecto y en
la mente que anhelan elevarse a Dios. La inteligencia que pugna por
comprenderle ha de ser briosa; la voluntad que se le somete por completo
es porque triunfa de sí misma, riñendo bravas batallas con todos los
apetitos, y derrotando y poniendo en fuga todas las tentaciones; el mismo
afecto acendrado y ardiente, que, aun en criaturas simples y cuitadas,
puede encumbrarse hasta Dios por un rapto de amor, logrando conocerle por
iluminación sobrenatural, es hijo, a más de la gracia divina, de un
carácter firme y entero. Esa languidez, ese quebranto de la voluntad, esa
ternura enfermiza, nada tienen que hacer con la caridad, con la devoción y
con el amor divino. Aquello es atributo de menos que mujeres; éstas son
pasiones, si pasiones pueden llamarse, de más que hombres, de ángeles. Sí,
tiene usted razón de confiar en mí, y de esperar que no he de perderme
porque una piedad relajada y muelle abra las puertas de mi corazón a los
vicios, transigiendo con ellos. Dios me salvará y yo combatiré por
salvarme con su auxilio; pero, si me pierdo, los enemigos del alma y los
pecados mortales no han de entrar disfrazados ni por capitulación en la
fortaleza de mi conciencia, sino con banderas desplegadas, llevándolo todo
a sangre y fuego y después de acérrimo combate.
En estos últimos días he tenido ocasión
de ejercitar mi paciencia en grande y de mortificar mi amor propio del
modo más cruel.
Mi padre quiso pagar a Pepita el obsequio
de la huerta, y la convidó a visitar su quinta del Pozo de la Solana. La
expedición fue el 22 de abril. No se me olvidará esta fecha.
El Pozo de la Solana dista más de dos
leguas de este lugar, y no hay hasta allí sino camino de herradura.
Tuvimos todos que ir a caballo. Yo, como jamás he aprendido a montar, he
acompañado a mi padre en todas las anteriores excursiones en una mulita de
paso, muy mansa, y que, según la expresión de Dientes, el mulero, es más
noble que el oro y más serena que un coche. En el viaje al Pozo de la
Solana fui en la misma cabalgadura.
Mi padre, el escribano, el boticario y mi
primo Currito iban en buenos caballos. Mi tía doña Casilda, que pesa más
de diez arrobas, en una enorme y poderosa burra con sus jamugas. El señor
Vicario en una mula mansa y serena como la mía.
En cuanto a Pepita Jiménez, que imaginaba
yo que vendría también en burra con jamugas, pues ignoraba que montase, me
sorprendió apareciendo en un caballo tordo muy vivo y fogoso, vestida de
amazona, y manejando el caballo con destreza y primor notables.
Me alegré de ver a Pepita tan gallarda a
caballo, pero desde luego presentí y empezó a mortificarme el desairado
papel que me tocaba hacer al lado de la robusta tía doña Casilda y del
padre Vicario, yendo nosotros a retaguardia, pacíficos y serenos como en
coche, mientras que la lucida cabalgata caracolearía, correría, trotaría y
haría mil evoluciones y escarceos.
Al punto se me antojó que Pepita me
miraba compasiva, al ver la facha lastimosa que sobre la mula debía yo de
tener. Mi primo Currito me miró con sonrisa burlona, y empezó enseguida a
embromarme y atormentarme.
Aplauda usted mi resignación y mi
valerosa paciencia. A todo me sometí de buen talante, y pronto hasta las
bromas de Currito acabaron al notar cuán invulnerable yo era. Pero ¡cuánto
sufrí por dentro! Ellos corrieron, galoparon, se nos adelantaron a la ida
y a la vuelta. El Vicario y yo permanecimos siempre serenos,como
las mulas, sin salir del paso y llevando a doña Casilda en medio.
Ni siquiera tuve el consuelo de hablar
con el padre Vicario, cuya conversación me es tan grata, ni de encerrarme
dentro de mí mismo y fantasear y soñar, ni de admirar a mis solas la
belleza del terreno que recorríamos. Doña Casilda es de una locuacidad
abominable, y tuvimos que oírla. Nos dijo cuanto hay que saber de chismes
del pueblo, y nos habló de todas sus habilidades, y nos explicó el modo de
hacer salchichas, morcillas de sesos, hojaldres y otros mil guisos y
regalos. Nadie la vence en negocios de cocina y de matanza de cerdos,
según ella, sino Antoñona, la nodriza de Pepita Jiménez, y hoy su ama de
llaves y directora de su casa. Yo conozco ya a la tal Antoñona, pues va y
viene a casa con recados, y, en efecto, es muy lista; tan parlanchina como
la tía Casilda, pero cien mil veces más discreta.
El camino hasta el Pozo de la Solana es
delicioso; pero yo iba tan contrariado, que no acerté a gozar de él.
Cuando llegamos a la casería y nos apeamos, se me quitó de encima un gran
peso, como si fuese yo quien hubiese llevado a la mula y no la mula a
mí.
Ya a pie, recorrimos la posesión, que es
magnífica, variada y extensa. Hay allí más de ciento veinte fanegas de
viña vieja y majuelo, todo bajo una linde; otro tanto o más de olivar, y,
por último, un bosque de encinas de las más corpulentas que aún quedan en
pie en toda Andalucía. El agua del Pozo de la Solana forma un arroyo claro
y abundante, donde vienen a beber todos los pajarillos de las cercanías, y
donde se cazan a centenares por medio de espartos con liga o con red, en
cuyo centro se colocan el cimbel y el reclamo. Allí recordé mis
diversiones de la niñez y cuantas veces había ido yo a cazar pajarillos de
la manera expresada.
Siguiendo el curso del arroyo, y sobre
todo en las hondonadas, hay muchos álamos y otros árboles altos, que, con
las matas y hierbas, crean un intrincado laberinto y una sombría espesura.
Mil plantas silvestres y olorosas crecen allí de un modo espontáneo, y por
cierto que es difícil imaginar nada más esquivo, agreste y verdaderamente
solitario, apacible y silencioso que aquellos lugares. Se concibe allí en
el fervor del mediodía, cuando el sol vierte a torrentes la luz desde un
cielo sin nubes, en las calurosas y reposadas siestas, el mismo terror
misterioso de las horas nocturnas. Se concibe allí la vida de los antiguos
patriarcas y de los primitivos héroes y pastores, y las apariciones y
visiones que tenían las ninfas, de deidades y de ángeles, en medio de la
claridad meridiana.
Andando por aquella espesura, hubo un
momento en el cual, no acierto a decir cómo, Pepita y yo nos encontramos
solos; yo al lado de ella. Los demás se habían quedado atrás.
Entonces sentí por todo mi cuerpo un
estremecimiento. Era la primera vez que me veía a solas con aquella mujer
y en sitio tan apartado, y cuando yo pensaba en las apariciones
meridianas, ya siniestras, ya dulces y siempre sobrenaturales, de los
hombres de las edades remotas.
Pepita había dejado en la casería la
larga falda de montar, y caminaba con un vestido corto que no estorbaba la
graciosa ligereza de sus movimientos. Sobre la cabeza llevaba un
sombrerillo andaluz colocado con gracia. En la mano el látigo, que se me
antojó como varita de virtudes, con que pudiera hechizarme aquella
maga.
No temo repetir aquí los elogios de su
belleza. En aquellos sitios agrestes se me apareció más hermosa. La
cautela que recomiendan los ascetas de pensar en ella, afeada por los años
y por las enfermedades; de figurármela muerta, llena de hedor y
podredumbre, y cubierta de gusanos, vino, a pesar mío, a mi imaginación; y
digo a pesar mío, porque no entiendo que tan terrible cautela
fuese indispensable. Ninguna idea mala en lo material, ninguna sugestión
del espíritu maligno turbó entonces mi razón ni logró inficionar mi
voluntad y mis sentidos.
Lo que sí se me ocurrió fue un argumento
para invalidar, al menos en mí, la virtud de esa cautela. La hermosura,
obra de un arte soberano y divino, puede ser caduca y efímera, desaparecer
en el instante; pero su idea es eterna y en la mente del hombre vive vida
inmortal una vez percibida. La belleza de esta mujer, tal como hoy se me
manifiesta, desaparecerá dentro de breves años; ese cuerpo elegante, esas
formas esbeltas, esa noble cabeza, tan gentilmente erguida sobre los
hombros, todo será pasto de gusanos inmundos; pero si la materia ha de
transformarse, la forma, el pensamiento artístico, la hermosura misma,
¿:quién la destruirá? ¿:No está en la mente divina? Percibida y conocida por
mí, ¿:no vivirá en mi alma, vencedora de la vejez y aun de la muerte?
Así meditaba yo, cuando Pepita y yo nos
acercamos. Así serenaba yo mi espíritu y mitigaba los recelos que usted ha
sabido infundirme. Yo deseaba y no deseaba a la vez que llegasen los
otros. Me complacía y me afligía al mismo tiempo de estar solo con aquella
mujer.
La voz argentina de Pepita rompió el
silencio, y, sacándome de mis meditaciones, dijo:
-¡Qué callado y qué triste está usted,
señor don Luis! Me apesadumbra el pensar que tal vez por culpa mía, en
parte al menos, da a usted hoy un mal rato su padre trayéndole a estas
soledades, y sacándole de otras más apartadas, donde no tendrá usted nada
que le distraiga de sus oraciones y piadosas lecturas.
Yo no sé lo que contesté a esto. Hube de
contestar alguna sandez, porque estaba turbado; y ni quería hacer un
cumplimiento a Pepita, diciendo galanterías profanas, ni quería tampoco
contestar de un modo grosero.
Ella prosiguió:
-Usted me ha de perdonar si soy
maliciosa; pero se me figura que, además del disgusto de verse usted
separado hoy de sus ocupaciones favoritas, hay algo más que contribuye
poderosamente a su mal humor.
-¿:Qué es ese algo más? -dije yo-, pues
usted lo descubre todo o cree descubrirlo.
-Ese algo más -replicó Pepita- no es
sentimiento propio de quien va a ser sacerdote tan pronto; pero sí lo es
de un joven de veintidós años.
Al oír esto, sentí que la sangre me subía
al rostro y que el rostro me ardía. Imaginé mil extravagancias; me creí
presa de una obsesión. Me juzgué provocado por Pepita, que iba a darme a
entender que conocía que yo gustaba de ella. Entonces mi timidez se trocó
en atrevida soberbia, y la miré de hito en hito. Algo de ridículo hubo de
haber en mi mirada; pero, o Pepita no lo advirtió, o lo disimuló con
benévola prudencia, exclamando del modo más sencillo:
-No se ofenda usted porque yo le descubra
alguna falta. Esta que he notado me parece leve. Usted está lastimado de
las bromas de Currito y de hacer (hablando profanamente) un papel poco
airoso, montado en una mula mansa como el señor Vicario, con sus ochenta
años, y no en un brioso caballo, como debiera un joven de su edad y
circunstancias. La culpa es del señor Deán, que no ha pensado en que usted
aprenda a montar. La equitación no se opone a la vida que usted piensa
seguir, y yo creo que su padre de usted, ya que está usted aquí, debiera
en pocos días enseñarle. Si usted va a Persia o a China, allí no hay
ferrocarriles aún y hará usted una triste figura cabalgando mal. Tal vez
se desacredite el misionero entre aquellos bárbaros, merced a esta
torpeza, y luego sea más difícil de lograr el fruto de las
predicaciones.
Estos y otros razonamientos más adujo
Pepita para que yo aprendiese a montar a caballo y quedé tan convencido de
lo útil que es la equitación para un misionero, que le prometí aprender
enseguida, tomando a mi padre por maestro.
-En la primera nueva expedición que
hagamos -le dije-, he de ir en el caballo más fogoso de mi padre, y no en
la mulita de paso en que voy ahora.
-Mucho me alegraré -replicó Pepita con
una sonrisa de indecible suavidad.
En esto llegaron todos al sitio en que
estábamos, y yo me alegré en mis adentros, no por otra cosa, sino por
temor de no acertar a sostener la conversación, y de salir con doscientas
mil simplicidades por mi poca o ninguna práctica de hablar con
mujeres.
Después del paseo, sobre la fresca hierba
y en el más lindo sitio junto al arroyo, nos sirvieron los criados de mi
padre una rústica y abundante merienda. La conversación fue muy animada, y
Pepita mostró mucho ingenio y discreción. Mi primo Currito volvió a
embromarme sobre mi manera de cabalgar y sobre la mansedumbre de mi mula,
me llamó teólogo, y me dijo que sobre aquella mula parecía que iba yo
repartiendo bendiciones. Esta vez, ya con el firme propósito de hacerme
jinete, contesté a las bromas con desenfado picante. Me callé, con todo,
el compromiso contraído de aprender la equitación. Pepita, aunque en nada
habíamos convenido, pensó sin duda, como yo, que importaba el sigilo para
sorprender luego, cabalgando bien, y nada dijo de nuestra conversación. De
aquí provino, natural y sencillamente, que existiera un secreto entre
ambos lo cual produjo en mi ánimo extraño efecto.
Nada más ocurrió aquel día, que merezca
contarse.
Por la tarde volvimos al lugar como
habíamos venido. Yo, sin embargo, en mi mula mansa ya al lado de la tía
Casilda, no me aburrí ni entristecí a la vuelta como a la ida. Durante
todo el viaje oí a la tía sin cansancio referir sus historias, y por
momentos me distraje en vagas imaginaciones.
Nada de lo que en mi alma pasa debe ser
un misterio para usted. Declaro que la figura de Pepita era como el
centro, o mejor dicho, como el núcleo y el foco de estas imaginaciones
vagas.
Su meridiana aparición en lo más
intrincado, umbrío y silencioso de la verde enramada me trajo a la memoria
todas las apariciones, buenas o malas, de seres portentosos y de condición
superior a la nuestra, que había yo leído en los autores sagrados y los
clásicos profanos. Pepita, pues, se me mostraba en los ojos y en el teatro
interior de mi fantasía, no como iba a caballo delante de nosotros, sino
de un modo ideal y etéreo, en el retiro nemoroso, como a Eneas su madre,
como a Calímaco Palas, como al pastor bohemio Kroco la sílfide que luego
concibió a Libusa, como Diana al hijo de Aristeo, como al Patriarca los
ángeles en el valle de Mambré, como a San Antonio el hipocentauro en la
soledad del yermo.
Encuentro tan natural como el de Pepita
se trocaba en mi mente en algo de prodigio. Por un momento, al notar la
consistencia de esta imaginación, me creí obseso; me figuré, como era
evidente, que en los pocos minutos que había estado a solas con Pepita
junto al arroyo de la Solana, nada había ocurrido que no fuese natural y
vulgar; pero que después, conforme iba yo caminando tranquilo en mi mula,
algún demonio se agitaba invisible en torno mío, sugiriéndome mil
disparates.
Aquella noche dije a mi padre mi deseo de
aprender a montar. No quise ocultarle que Pepita me había excitado a ello.
Mi padre tuvo una alegría extraordinaria. Me abrazó, me besó, me dijo que
ya no era usted solo mi maestro, que él también iba a tener el gusto de
enseñarme algo. Me aseguró, por último, que en dos o tres semanas haría de
mí el mejor caballista de toda Andalucía; capaz de ir a Gibraltar por
contrabando y de volver de allí, burlando al resguardo, con una coracha de
tabaco y con un buen alijo de algodones; apto, en suma, para pasmar a
todos los jinetes que se lucen en las ferias de Sevilla y de Mairena, y
para oprimir los lomos de Babieca, de Bucéfalo, y aun de los propios
caballos del Sol, si por acaso bajaban a la tierra y podía yo asirlos de
la brida.
Ignoro qué pensará usted de este arte de
la equitación que estoy aprendiendo; pero presumo que no lo tendrá por
malo.
¡Si viera usted qué gozoso está mi padre
y cómo se deleita enseñándome! Desde el día siguiente al de la expedición
que he referido, doy dos lecciones diarias. Día hay, durante el cual, la
lección es perpetua, porque nos le pasamos a caballo. La primera semana
fueron las lecciones en el corralón de casa, que está desempedrado y
sirvió de picadero.
Ya salimos al campo, pero procurando que
nadie nos vea. Mi padre no quiere que me muestre en público hasta que
pasme por lo bien plantado, según él dice. Si su vanidad de padre no le
engaña, esto será muy pronto porque tengo una disposición maravillosa para
ser buen jinete.
-¡Bien se ve que eres mi hijo! -exclama
mi padre con júbilo al contemplar mis adelantos.
Es tan bueno mi padre, que espero que
usted le perdonará su lenguaje profano y sus chistes irreverentes. Yo me
aflijo en lo interior de mi alma, pero lo sufro todo.
Con las continuadas y largas lecciones
estoy que da lástima de agujetas. Mi padre me recomienda que escriba a
usted que me abro las carnes a disciplinazos.
Como dentro de poco sostiene que me dará
por enseñado, y no desea jubilarse de maestro, me propone otros estudios
extravagantes y harto impropios de un futuro sacerdote. Unas veces quiere
enseñarme a derribar, para llevarme luego a Sevilla, donde dejaré bizcos a
los ternes y gente del bronce, con la garrocha en la mano, en los llanos
de Tablada. Otras veces se acuerda de sus mocedades y de cuando fue
guardia de Corps y dice que va a buscar sus floretes, guantes y caretas y
a enseñarme la esgrima. Y por último, presumiendo también mi padre de
manejar como nadie una navaja, ha llegado a ofrecerme que me comunicará
esta habilidad.
Ya se hará usted cargo de lo que yo
contesto a tamañas locuras. Mi padre replica que en los buenos tiempos
antiguos, no ya los clérigos, sino hasta los obispos andaban a caballo
acuchillando infieles. Yo observo que eso podía suceder en las edades
bárbaras, pero que ahora no deben los ministros del Altísimo saber
esgrimir más armas que las de la persuasión. -Y cuando la persuasión no
basta -añade mi padre-, ¿:no viene bien corroborar un poco los argumentos a
linternazos? -El misionero completo, según entiende mi padre, debe en
ocasiones apelar a estos medios heroicos; y como mi padre ha leído muchos
romances e histonas, cita ejemplos en apoyo de su opinión. Cita en primer
lugar a Santiago, quien, sin dejar de ser apóstol, más acuchilla a los
moros que les predica y persuade en su caballo blanco; cita a un señor de
la Vera, que fue con una embajada de los Reyes Católicos para Boabdil, y
que en el patio de los Leones se enredó con los moros en disputas
teológicas, y, apurado ya de razones, sacó la espada y arremetió contra
ellos para acabar de convertirlos, y cita por último, al hidalgo vizcaíno
don Íñigo de Loyola, el cual, en una controversia que tuvo con un moro
sobre la pureza de María Santísima, harto ya de las impías y horrorosas
blasfemias con que el moro le contradecía, se fue sobre él espada en mano,
y si el moro no se salva por pies, le infunde el convencimiento en el alma
por estilo tremendo. Sobre el lance de san Ignacio contesto yo a mi padre
que fue antes de que el santo se hiciera sacerdote, y sobre los otros
ejemplos digo que no hay paridad.
En suma, yo me defiendo como puedo de las
bromas de mi padre y me limito a ser buen jinete sin estudiar esas otras
artes, tan impropias de los clérigos, aunque mi padre asegura que no pocos
clérigos españoles las saben y las ejercen a menudo en España, aun en el
día de hoy, a fin de que la fe triunfe y se conserve o restaure la unidad
católica.
Me pesa en el alma de que mi padre sea
así; de que hable con irreverencia y burla de las cosas más serias; pero
no incumbe a un hijo respetuoso el ir más allá de lo que voy en reprimir
sus desahogos un tanto volterianos. Los llamo un tanto volterianos, porque
no acierto a calificarlos bien. En el fondo mi padre es buen católico, y
esto me consuela.
Ayer fue día de la Cruz y estuvo el lugar
muy animado. En cada calle hubo seis o siete cruces de Mayo llenas de
flores, si bien ninguna tan bella como la que puso Pepita en la puerta de
su casa. Era un mar de flores el que engalanaba la cruz.
Por la noche tuvimos fiesta en casa de
Pepita. La cruz, que había estado en la calle, se colocó en una gran sala
baja, donde hay piano, y nos dio Pepita un espectáculo sencillo y poético
que yo había visto cuando niño, aunque no lo recordaba.
De la cabeza de la cruz pendían siete
listones o cintas anchas, dos blancas, dos verdes y tres encarnadas, que
son los colores simbólicos de las virtudes teologales. Ocho niños de cinco
o seis años, representando los Siete Sacramentos, asidos de las siete
cintas que pendían de la cruz, bailaron a modo de una contradanza muy bien
ensayada. El Bautismo era un niño vestido de catecúmeno con su túnica
blanca, el Orden otro niño de sacerdote; la Confirmación, un obispito, la
Extremaunción, un peregrino con bordón y esclavina llena de conchas; el
Matrimonio, un novio y una novia, y un Nazareno con cruz y corona de
espinas la Penitencia.
El baile, más que baile, fue una serie de
reverencias, pasos, evoluciones, y genuflexiones al compás de una música
no mala, de algo como marcha, que el organista tocó en el piano con
bastante destreza.
Los niños, hijos de criados y familiares
de la casa de Pepita, después de hacer su papel, se fueron a dormir muy
regalados y agasajados.
La tertulia continuó hasta las doce, y
hubo refresco; esto es, tacillas de almíbar, y, por último, chocolate con
torta de bizcocho y agua con azucarillos.
El retiro y la soledad de Pepita van
olvidándose desde que volvió la primavera, de lo cual mi padre está muy
contento. De aquí en adelante Pepita recibirá todas las noches, y mi padre
quiere que yo sea de la tertulia
Pepita ha dejado el luto, y está ahora
más galana y vistosa con trajes ligeros y casi de verano, aunque siempre
muy modestos.
Tengo la esperanza de que lo más que mi
padre me retendrá ya por aquí será todo este mes. En junio nos iremos
juntos a esa ciudad, y ya usted verá cómo, libre de Pepita, que no piensa
en mí ni se acordará de mí para malo ni para bueno, tendré el gusto de
abrazar a usted y de lograr la dicha de ser sacerdote.
7 de mayo
Todas las noches, de nueve a doce,
tenemos, como ya indiqué a usted, tertulia en casa de Pepita. Van cuatro o
cinco señoras y otras tantas señoritas del lugar, contando con la tía
Casilda, y van también seis o siete caballeritos, que suelen jugar a
juegos de prendas con las niñas. Como es natural, hay tres o cuatro
noviazgos.
La gente formal de la tertulia es la de
siempre. Se compone, como si dijéramos, de los altos funcionarios; de mi
padre, que es el cacique; del boticario, del médico, del escribano y del
señor Vicario.
Pepita juega al tresillo con mi padre,
con el señor Vicario y con algún otro.
Yo no sé de qué lado ponerme. Si me voy
con la gente joven, estorbo con mi gravedad en sus juegos y
enamoramientos. Si me voy con el estado mayor, tengo que hacer el papel de
mirón en una cosa que no entiendo. Yo no sé más juego de naipes que el
burro ciego, el burro con vista y un poco de tute o brisca cruzada.
Lo mejor sería que yo no fuese a la
tertulia; pero mi padre se empeña en que vaya. Con no ir, según él, me
pondría en ridículo.
Muchos extremos de admiración hace mi
padre al notar mi ignorancia de ciertas cosas. Esto de que yo no sepa
jugar al tresillo, siquiera al tresillo, le tiene maravillado.
-Tu tío te ha criado -me dice debajo de
un fanal, haciéndote tragar teología y más teología y dejándote a obscuras
de lo demás que hay que saber. Por lo mismo que vas a ser clérigo y que no
podrás bailar ni enamorar en las reuniones, necesitas jugar al tresillo.
Si no, ¿:qué vas a hacer, desdichado?
A estos y otros discursos por el estilo
he tenido que rendirme, y mi padre me está enseñando en casa a jugar al
tresillo, para que, no bien lo sepa, lo juegue en la tertulia de Pepita.
También, como ya le dije a usted, ha querido enseñarme la esgrima, y
después a fumar y a tirar la pistola y a la barra; pero en nada de esto he
consentido yo.
-¡Qué diferencia -exclama mi padre-,
entre tu mocedad y la mía!
Y luego añade riéndose:
-En sustancia, todo es lo mismo. Yo
también tenía mis horas canónicas en el cuartel de guardias de Corps; el
cigarro era el incensario, la baraja el libro de coro, y nunca me faltaban
otras devociones y ejercicios más o menos espirituales.
Aunque usted me tenía prevenido acerca de
estas genialidades de mi padre, y de que por ellas había estado yo con
usted doce años, desde los diez a los veintidós, todavía me aturden y
desazonan los dichos de mi padre, sobrado libres a veces. Pero ¿:qué le
hemos de hacer? Aunque no puedo censurárselos, tampoco se los aplaudo ni
se los río.
Lo singular y plausible es que mi padre
es otro hombre cuando está en casa de Pepita. Ni por casualidad se le
escapa una sola frase, un solo chiste de estos que prodiga tanto en otros
lugares. En casa de Pepita es mi padre el propio comedimiento. Cada día
parece, además, más prendado de ella y con mayores esperanzas del
triunfo.
Sigue mi padre contentísimo de mí como
discípulo de equitación. Dentro de cuatro o cinco días asegura que podré
ya montar en Lucero, caballo negro, hijo de un caballo árabe y de una
yegua de la casta de Guadalcázar, saltador, corredor, lleno de fuego y
adiestrado en todo linaje de corvetas.
-Quien eche a Lucero los calzones encima
-dice mi padre-, ya puede apostarse a montar con los propios centauros; y
tú le echarás calzones encima dentro de poco.
Aunque me paso todo el día en el campo a
caballo, en el casino y en la tertulia, robo algunas horas al sueño, ya
voluntariamente, ya porque me desvelo, y medito en mi posición y hago
examen de conciencia. La imagen de Pepita está siempre presente en mi
alma. ¿:Será esto amor?, me pregunto.
Mi compromiso moral, mi promesa de
consagrarme a los altares, aunque no confirmada, es para mí valedera y
perfecta. Si algo que se oponga al cumplimiento de esa promesa ha
penetrado en mi alma, es necesario combatirlo.
Desde luego noto, y no me acuse usted de
soberbia porque le digo lo que noto, que el imperio de mi voluntad, que
usted me ha enseñado a ejercer, es omnímodo sobre todos mis sentidos.
Mientras Moisés en la cumbre del Sinaí conversaba con Dios, la baja plebe
en la llanura adoraba rebelde el becerro. A pesar de mis pocos años, no
teme mi espíritu rebeldías semejantes. Bien pudiera conversar con Dios con
plena seguridad, si el enemigo no viniese a pelear contra mí en el mismo
santuario. La imagen de Pepita se me presenta en el alma. Es un espíritu
quien hace guerra a mi espíritu; es la idea de su hermosura en toda su
inmaterial pureza la que se me ofrece en el camino que guía al abismo
profundo del alma donde Dios asiste, y me impide llegar a él.
No me obceco, con todo. Veo claro,
distingo, no me alucino. Por cima de esta inclinación espiritual que me
arrastra hacia Pepita, está el amor de lo infinito y de lo eterno. Aunque
yo me represente a Pepita como una idea, como una poesía, no deja de ser
la idea, la poesía de algo finito, limitado, concreto, mientras que el
amor de Dios y el concepto de Dios todo lo abarcan. Pero por más esfuerzos
que hago, no acierto a revestir de una forma imaginaria ese concepto
supremo, objeto de un afecto superiorísimo, para que luche con la imagen,
con el recuerdo de la verdad caduca y efímera que de continuo me atosiga.
Fervorosamente pido al cielo que se despierte en mí la fuerza imaginativa
y cree una semejanza, un símbolo de ese concepto que todo lo comprende, a
fin de que absorba y ahogue la imagen, el recuerdo de esta mujer. Es vago,
es obscuro, es indescriptible, es como tiniebla profunda el más alto
concepto, blanco de mi amor; mientras que ella se me representa con
determinados contornos, clara, evidente, luminosa, con la luz velada que
resisten los ojos del espíritu, no luminosa con la otra luz intensísima
que para los ojos del espíritu es como tinieblas.
Toda otra consideración, toda otra forma,
no destruye la imagen de esta mujer. Entre el Crucifijo y yo se interpone,
entre la imagen devotísima de la Virgen y yo se interpone, sobre la página
del libro espiritual que leo viene también a interponerse.
No creo, sin embargo, que estoy haciendo
de lo que llaman amor en el siglo. Y aunque lo estuviera, yo lucharía y
vencería.
La vista diaria de esa mujer y el oír
cantar sus alabanzas de continuo hasta al padre Vicario, me tienen
preocupado; divierten mi espíritu hacia lo profano, y le alejan de su
debido recogimiento; pero no, yo no amo a Pepita todavía. Me iré y la
olvidaré.
Mientras aquí permanezca, combatiré con
valor. Combatiré con Dios, para vencerle por el amor y el rendimiento. Mis
clamores llegarán a Él como inflamadas saetas, y derribarán el escudo con
que se defiende y oculta a los ojos de mi alma. Yo pelearé, como Israel,
en el silencio de la noche, y Dios me llagará en el muslo y me quebrantará
en ese combate, para que yo sea vencedor siendo vencido.
12 de mayo
Antes de lo que yo pensaba, querido tío,
me decidió mi padre a que montase en Lucero. Ayer, a las seis de la
mañana, cabalgué en esta hermosa fiera como le llama mi padre, y me fui
con mi padre al campo. Mi padre iba caballero en una jaca alazana.
Lo hice tan bien, fui tan seguro y
apuesto en aquel soberbio animal, que mi padre no pudo resistir a la
tentación de lucir a su discípulo; y, después de reposarnos en un cortijo
que tiene a media legua de aquí, y a eso de las once, me hizo volver al
lugar y entrar por lo más concurrido y céntrico, metiendo mucha bulla y
desempedrando las calles. No hay que afirmar que pasamos por la de Pepita,
quien de algún tiempo a esta parte se va haciendo algo ventanera, y estaba
a la reja, en una ventana baja, detrás de la verde celosía.
No bien sintió Pepita el ruido y alzó los
ojos y nos vio, se levantó, dejó la costura que traía entre manos y se
puso a miramos. Lucero, que, según he sabido después tiene ya la costumbre
de hacer piernas cuando pasa por delante de la casa de Pepita, empezó a
retozar y a levantarse un poco de manos. Yo quise calmarle; pero como
extrañase las mías, y también extrañase al jinete, despreciándole tal vez,
se alborotó más y más, empezó a dar resoplidos, a hacer corvetas y aun a
dar algunos botes; pero yo me tuve firme y sereno, mostrándole que era su
amo, castigándole con la espuela, tocándole con el látigo en el pecho y
reteniéndole por la brida. Lucero, que casi se había puesto de pie sobre
los cuartos traseros, se humilló entonces hasta doblar mansamente las
rodillas haciendo una reverencia.
La turba de curiosos, que se había
agrupado alrededor, rompió en estrepitosos aplausos. Mi padre dijo:
-¡Bien por los mozos crudos y de
arrestos!
Y notando después que Currito, que no
tiene otro oficio que el de paseante, se hallaba entre el concurso, se
dirigió a él con estas palabras:
-Mira, arrastrado; mira al
teólogo ahora, y, en vez de burlarte, quédate patitieso de
asombro.
En efecto, Currito estaba con la boca
abierta; inmóvil, verdaderamente asombrado.
Mi triunfo fue grande y solemne, aunque
impropio de mi carácter. La inconveniencia de este triunfo me infundió
vergüenza. El rubor coloró mis mejillas. Debí ponerme encendido como la
grana, y más aún cuando advertí que Pepita me aplaudía y me saludaba
cariñosa, sonriendo y agitando sus lindas manos.
En fin, he ganado la patente de hombre
recio y de jinete de primera calidad.
Mi padre no puede estar más satisfecho y
orondo; asegura que está completando mi educación; que usted le ha enviado
en mí un libro muy sabio, pero en borrador y desencuadernado, y que él
está poniéndome en limpio y encuadernándome.
El tresillo, si es parte de la
encuadernación y de la limpieza, también está ya aprendido.
Dos noches he jugado con Pepita.
La noche que siguió a mi hazaña ecuestre,
Pepita me recibió entusiasmada, e hizo lo que nunca había querido ni se
había atrevido a hacer conmigo: me alargó la mano.
No crea usted que no recordé lo que
recomiendan tantos y tantos moralistas y ascetas; pero allá en mi mente
pensé que exageraban el peligro. Aquello del Espíritu Santo de que el que
echa mano a una mujer se expone como si cogiera un escorpión me pareció
dicho en otro sentido. Sin duda que en los libros devotos, con la más sana
intención, se interpretan harto duramente ciertas frases y sentencias de
la Escritura. ¿:Cómo entender, si no, que la hermosura de la mujer, obra
tan perfecta de Dios, es causa de perdición siempre? ¿:Cómo entender,
también en sentido general y constante, que la mujer es más amarga que la
muerte? ¿:Cómo entender que el que toca a una mujer, en toda ocasión y con
cualquier pensamiento que sea, no saldrá sin mancha?
En fin, respondí rápidamente dentro de mi
alma a estos y otros avisos, y tomé la mano que Pepita cariñosamente me
alargaba, y la estreché en la mía. La suavidad de aquella mano me hizo
comprender mejor su delicadeza y primor, que hasta entonces no conocía
sino por los ojos.
Según los usos del siglo, dada ya la mano
una vez, la debe uno dar siempre, cuando llega y cuando se despide. Espero
que en esta ceremonia, en esta prueba de amistad, en esta manifestación de
afecto, si se procede con pureza y sin el menor átomo de livianidad, no
verá usted nada malo ni peligroso.
Como mi padre tiene que estar muchas
noches con el aperador y con otra gente de campo, y hasta las diez y media
o las once suele no verse libre, yo le sustituyo en la mesa del tresillo
al lado de Pepita. El señor Vicario y el escribano son casi siempre los
otros tercios. Jugamos a décimo de real, de modo que un duro o dos es lo
más que se atraviesa en la partida.
Mediando como media tan poco interés en
el juego, lo interrumpimos continuamente con agradables conversaciones y
hasta con discusiones sobre puntos extraños al mismo juego, en todo lo
cual demuestra siempre Pepita una lucidez de entendimiento, una viveza de
imaginación y una tan extraordinaria gracia en el decir, que no pueden
menos de maravillarme.
No hallo motivo suficiente para variar de
opinión respecto a lo que ya he dicho a usted contestando a sus recelos de
que Pepita puede sentir cierta inclinación hacia mí. Me trata con el
afecto natural que debe tener al hijo de su pretendiente don Pedro de
Vargas, y con la timidez y encogimiento que inspira un hombre en mis
circunstancias, que no es sacerdote aún, pero que pronto va a serlo.
Quiero y debo, no obstante, decir a
usted, ya que le escribo siempre como si estuviese de rodillas delante de
usted a los pies del confesionario, una rápida impresión que he sentido
dos o tres veces; algo que tal vez sea una alucinación o un delirio, pero
que he notado.
Ya he dicho a usted en otras cartas que
los ojos de Pepita, verdes como los de Circe, tienen un mirar tranquilo y
honestísimo. Se diría que ella ignora el poder de sus ojos, y no sabe que
sirven más que para ver. Cuando fija en alguien la vista, es tan clara,
franca y pura la dulce luz de su mirada, que en vez de hacer nacer ninguna
mala idea, parece que crea pensamientos limpios; que deja en reposo grato
a las almas inocentes y castas, y mata y destruye todo incentivo en las
almas que no lo son. Nada de pasión ardiente, nada de fuego hay en los
ojos de Pepita. Como la tibia luz de la luna es el rayo de su mirada.
Pues bien, a pesar de esto, yo he creído
notar dos o tres veces un resplandor instantáneo, un relámpago, una
llamada fugaz devoradora en aquellos ojos que se posaban en mí. ¿:Será
vanidad ridícula sugerida por el mismo demonio?
Me parece que sí; quiero creer y creo que
sí.
Lo rápido, lo fugitivo de la impresión,
me induce a conjeturar que no ha tenido nunca realidad extrínseca; que ha
sido ensueño mío.
La calma del cielo, el frío de la
indiferencia amorosa, si bien templado por la dulzura de la amistad y de
la caridad, es lo que descubro siempre en los ojos de Pepita.
Me atormenta, no obstante, este ensueño,
esta alucinación de la mirada extraña y ardiente.
Mi padre dice que no son los hombres,
sino las mujeres las que toman la iniciativa, y que la toman sin
responsabilidad, y pudiendo negar y volverse atrás cuando quieren. Según
mi padre, la mujer es quien se declara por medio de miradas fugaces, que
ella misma niega más tarde a su propia conciencia, si es menester, y de
las cuales, más que leer, logra el hombre a quien van dirigidas adivinar
el significado. De esta suerte, casi por medio de una conmoción eléctrica,
casi por medio de una sutilísima e inexplicable intuición, se percata el
que es amado de que es amado y luego, cuando se resuelve a hablar, va ya
sobre seguro y con plena confianza de la correspondencia.
¿:Quién sabe si estas teorías de mi padre,
oídas por mí, porque no puedo menos de oírlas, son las que me han
calentado la cabeza y me han hecho imaginar lo que no hay?
De todos modos, me digo a veces, ¿:sería
tan absurdo, tan imposible que lo hubiera? Y si lo hubiera, si yo agradase
a Pepita de otro modo que como amigo, si la mujer a quien mi padre
pretende se prendase de mí, ¿:no sería espantosa mi situación?
Desechemos estos temores fraguados, sin
duda, por la vanidad. No hagamos de Pepita una Fedra y de mí un
Hipólito.
Lo que sí empieza a sorprenderme es el
descuido y plena seguridad de mi padre. Perdone usted, pídale a Dios que
perdone mi orgullo; de vez en cuando me pica y enoja la tal seguridad.
Pues qué, me digo, ¿:soy tan adefesio para que mi padre no tema que, a
pesar de mi supuesta santidad, o por mi misma supuesta santidad, no pueda
yo enamorar, sin querer, a Pepita?
Hay un curioso raciocinio, que yo me
hago, y por donde me explico, sin lastimar mi amor propio, el descuido
paterno en este asunto importante. Mi padre, aunque sin fundamentos, se va
considerando ya como marido de Pepita, y empieza a participar de aquella
ceguedad funesta que Asmodeo u otro demonio más torpe infunde a los
maridos. Las historias profanas y eclesiásticas están llenas de esta
ceguedad que Dios permite, sin duda, para fines providenciales. El ejemplo
más egregio quizás es el del emperador Marco Aurelio, que tuvo mujer tan
liviana y viciosa como Faustina, y, siendo varón tan sabio y tan agudo
filósofo, nunca advirtió lo que de todas las gentes que formaban el
Imperio Romano era sabido; por donde, en las meditaciones o memorias que
sobre sí mismo compuso, da infinitas gracias a los dioses inmortales
porque le habían concedido mujer tan fiel y tan buena, y provoca la risa
de sus contemporáneos y de las futuras generaciones. Desde entonces no se
ve otra cosa todos los días, sino magnates y hombres principales que hacen
sus secretarios y dan todo su valimiento a los que le tienen con su mujer.
De esta suerte me explico que mi padre se descuide, y no recele que, hasta
a pesar mío, pudiera tener un rival en mí.
Sería una falta de respeto, pecaría yo de
presumido e insolente si advirtiese a mi padre del peligro que no ve. No
hay medio de que yo le diga nada. Además, ¿:qué había yo de decirle? Que se
me figura que una o dos veces Pepita me ha mirado de otra manera que como
suele mirar. ¿:No puede ser esto ilusión mía? No; no tengo la menor prueba
de que Pepita desee siquiera coquetear conmigo.
¿:Qué es, pues, lo que entonces podría yo
decir a mi padre? ¿:Había de decirle que yo soy quien está enamorado de
Pepita, que yo codicio el tesoro que ya él tiene por suyo? Esto no es
verdad; y sobre todo, ¿:cómo declarar esto a mi padre, aunque fuera verdad,
por mi desgracia y por mi culpa?
Lo mejor es callarme; combatir en
silencio, si la tentación llega a asaltarme de veras, y tratar de
abandonar cuanto antes este pueblo y de volverme con usted.
19 de mayo
Gracias a Dios y a usted por las nuevas
cartas y nuevos consejos que me envía. Hoy los necesito más que nunca.
Razón tiene la mística doctora santa
Teresa cuando pondera los grandes trabajos de las almas tímidas que se
dejan turbar por la tentación; pero es mil veces más trabajoso el
desengaño para quienes han sido, como yo, confiados y soberbios.
Templos del Espíritu Santo son nuestros
cuerpos; mas si se arrima fuego a sus paredes, aunque no ardan, se
tiznan.
La primera sugestión es la cabeza de la
serpiente. Si no la hollamos con planta valerosa y segura, el ponzoñoso
reptil sube a esconderse en nuestro seno.
El licor de los deleites mundanos, por
inocentes que sean, suele ser dulce al paladar, y luego se trueca en hiel
de dragones y veneno de áspides.
Es cierto; ya no puedo negárselo a usted.
Yo no debí poner los ojos con tanta complacencia en esta mujer
peligrosísima.
No me juzgo perdido; pero me siento
conturbado.
Como el corzo sediento desea y busca el
manantial de las aguas, así mi alma busca a Dios todavía. A Dios se vuelve
para que le dé reposo, y anhela beber en el torrente de sus delicias, cuyo
ímpetu alegra el Paraíso, y cuyas ondas claras ponen más blanco que la
nieve; pero un abismo llama a otro abismo, y mis pies se han clavado en el
cieno que está en el fondo.
Sin embargo, aún me quedan voz y aliento
para clamar con el Salmista: ¡Levántate, gloria mía! Si te pones de mi
lado, ¿:quién prevalecerá contra mí?
Yo digo a mi alma pecadora, llena de
quiméricas imaginaciones y de vagos deseos, que son sus hijos bastardos:
¡Oh, hija miserable de Babilonia, bienaventurado el que te dará tu
galardón, bienaventurado el que deshará contra las piedras a tus
pequeñuelos!.
Las mortificaciones, el ayuno, la
oración, la penitencia serán las armas de que me revista para combatir y
vencer con el auxilio divino.
No era sueño, no era locura: era
realidad. Ella me mira a veces con la ardiente mirada de que ya he hablado
a usted. Sus ojos están dotados de una atracción magnética inexplicable.
Me atrae, me seduce, y se fijan en ella los míos. Mis ojos deben arder
entonces, como los suyos, con una llama funesta; como los de Amón cuando
se fijaban en Tamar; como los del príncipe de Siquén cuando se fijaban en
Dina.
Al mirarnos así, hasta de Dios me olvido.
La imagen de ella se levanta en el fondo de mi espíritu, vencedora de
todo. Su hermosura resplandece sobre toda hermosura; los deleites del
cielo me parecen inferiores a su cariño; una eternidad de penas creo que
no paga la bienaventuranza infinita que vierte sobre mí en un momento con
una de estas miradas que pasan cual relámpago.
Cuando vuelvo a casa, cuando me quedo
solo en mi cuarto, en el silencio de la noche, reconozco todo el horror de
mi situación y formo buenos propósitos, que luego se quebrantan.
Me prometo a mí mismo fingirme enfermo,
buscar cualquier otro pretexto para no ir a la noche siguiente en casa de
Pepita, y sin embargo voy.
Mi padre, confiado hasta lo sumo, sin
sospechar lo que pasa en mi alma, me dice cuando llega la hora:
-Vete a la tertulia. Yo iré más tarde,
luego que despache al aperador.
Yo no atino con la excusa, no hallo el
pretexto, y en vez de contestar: -no puedo ir-, tomo el sombrero y voy a
la tertulia.
Al entrar, Pepita y yo nos damos la mano,
y al dárnosla me hechiza. Todo mi ser se muda. Penetra hasta mi corazón un
fuego devorante, y ya no pienso más que en ella. Tal vez soy yo mismo
quien provoca las miradas si tardan en llegar. La miro con insano ahínco,
por un estímulo irresistible, y a cada instante creo descubrir en ella
nuevas perfecciones. Ya los hoyuelos de sus mejillas cuando sonríe, ya la
blancura sonrosada de la tez, ya la forma recta de la nariz, ya la
pequeñez de la oreja, ya la suavidad de contornos y admirable modelado de
la garganta.
Entro en su casa, a pesar mío, como
evocado por un conjuro; y, no bien entro en su casa, caigo bajo el poder
de su encanto; veo claramente que estoy dominado por una maga cuya
fascinación es ineluctable.
No es ella grata a mis ojos solamente,
sino que sus palabras suenan en mis oídos como la música de las esferas,
revelándome toda la armonía del universo y hasta imagino percibir una
sutilísima fragancia que su limpio cuerpo despide, y que supera al olor de
los mastranzos que crecen a orillas de los arroyos y al aroma silvestre
del tomillo que en los montes se cría.
Excitado de esta suerte, no sé cómo juego
al tresillo, ni hablo, ni discurro con juicio, porque estoy todo en
ella.
Cada vez que se encuentran nuestras
miradas se lanzan en ellas nuestras almas, y en los rayos que se cruzan se
me figura que se unen y compenetran. Allí se descubren mil inefables
misterios de amor, allí se comunican sentimientos que por otro medio no
llegarían a saberse, y se recitan poesías que no caben en lengua humana, y
se cantan canciones que no hay voz que exprese ni acordada cítara que
module.
Desde el día en que vi a Pe ita en el
Pozo de la Solana no he vuelto a verla a solas. Nada le he dicho ni me ha
dicho, y, sin embargo, nos lo hemos dicho todo.
Cuando me sustraigo a la fascinación,
cuando estoy solo por la noche en mi aposento, quiero mirar con frialdad
el estado en que me hallo, y veo abierto a mis pies el precipicio en que
voy a sumirme, y siento que me resbalo y que me hundo.
Me recomienda usted que piense en la
muerte; no en la de esta mujer, sino en la mía. Me recomienda usted que
piense en lo inestable, en lo inseguro de nuestra existencia y en lo que
hay más allá. Pero esta consideración y esta meditación ni me atemorizan
ni me arredran. ¿:Cómo he de temer la muerte cuando deseo morir? El amor y
la muerte son hermanos. Un sentimiento de abnegación se alza de las
profundidades de mi ser, y me llama a sí, y me dice que todo mi ser debe
darse y perderse por el objeto amado. Ansío confundirme en una de sus
miradas; diluir y evaporar toda mi esencia en el rayo de luz que sale de
sus ojos; quedarme muerto mirándola, aunque me condene.
Lo que es aún eficaz en mí contra el
amor, no es el temor, sino el amor mismo. Sobre este amor determinado, que
ya veo con evidencia que Pepita me inspira, se levanta en mi espíritu el
amor divino en consurrección poderosa. Entonces todo se cambia en mí, y
aun me promete la victoria. El objeto de mi amor superior se ofrece a los
ojos de mi mente como el sol que todo lo enciende y alumbra, llenando de
luz los espacios; y el objeto de mi amor más bajo, como átomo de polvo que
vaga en el ambiente y que el sol dora. Toda su beldad, todo su resplandor,
todo su atractivo no es más que el reflejo de ese sol increado, no es más
que la chispa brillante, transitoria, inconsistente de aquella infinita y
perenne hoguera.
Mi alma, abrasada de amor, pugna por
criar alas, y tender el vuelo, y subir a esa hoguera, y consumir allí
cuanto hay en ella de impuro.
Mi vida, desde hace algunos días, es una
lucha constante. No sé cómo el mal que padezco no me sale a la cara.
Apenas me alimento; apenas duermo. Si el sueño cierra mis párpados, suelo
despertar azorado, como si me hallase peleando en una batalla de ángeles
rebeldes y de ángeles buenos. En esta batalla de la luz contra las
tinieblas yo combato por la luz, pero tal vez imagino que me paso al
enemigo, que soy un desertor infame; y oigo la voz del águila de Patmos
que dice: « Y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz », y entonces
me lleno de terror y me juzgo perdido.
No me queda más recurso que huir. Si en
lo que falta para terminar el mes mi padre no me da su venia y no viene
conmigo, me escapo como un ladrón; me fugo sin decir nada.
23 de mayo
Soy un vil gusano, y no un hombre; soy el
oprobio y la abyección de la humanidad; soy un hipócrita.
Me han circundado dolores de muerte, y
torrentes de iniquidad me han conturbado.
Vergüenza tengo de escribir a usted, y no
obstante le escribo. Quiero confesárselo todo.
No logro enmendarme. Lejos de dejar de ir
a casa de Pepita, voy más temprano todas las noches. Se diría que los
demonios me agarran de los pies y me llevan allá sin que yo quiera.
Por dicha, no hallo sola nunca a Pepita.
No quisiera hallarla sola. Casi siempre se me adelanta el excelente padre
Vicario, que atribuye nuestra amistad a la semejanza de gustos piadosos, y
la funda en la devoción, como la amistad inocentísima que él le
profesa.
El progreso de mi mal es rápido. Como
piedra que se desprende de lo alto del templo y va aumentando su velocidad
en la caída, así va mi espíritu ahora.
Cuando Pepita y yo nos damos la mano, no
es ya como al principio. Ambos hacemos un esfuerzo de voluntad, y nos
transmitimos, por nuestras diestras enlazadas, todas las palpitaciones del
corazón. Se diría que, por arte diabólico, obramos una transfusión y
mezcla de lo más sutil de nuestra sangre. Ella debe de sentir circular mi
vida por sus venas, como yo siento en las mías la suya.
Si estoy cerca de ella, la amo; si estoy
lejos, la odio. A su vista, en su presencia, me enamora, me atrae, me
rinde con suavidad, me pone un yugo dulcísimo.
Su recuerdo me mata. Soñando con ella,
sueño que me divide la garganta, como Judit al capitán de los asirios, que
me atraviesa las sienes con un clavo, como Jael a Sisara; pero, a su lado,
me parece la esposa del Cantar de los Cantares, y la llamo con
voz interior, y la bendigo, y la juzgo fuente sellada, huerto cerrado,
flor del valle, lirio de los campos, paloma mía y hermana.
Quiero libertarme de esta mujer y no
puedo. La aborrezco y casi la adoro. Su espíritu se infunde en mí al punto
que la veo, y me posee, y me domina, y me humilla.
Todas las noches salgo de su casa
diciendo: « esta será la última noche que vuelva aquí », y vuelvo a la
noche siguiente.
Cuando habla y estoy a su lado, mi alma
queda como colgada de su boca; cuando sonríe se me antoja que un rayo de
luz inmaterial se me entra en el corazón y le alegra.
A veces, jugando al tresillo, se han
tocado por acaso nuestras rodillas, y he sentido un indescriptible
sacudimiento.
Sáqueme usted de aquí. Escriba usted a mi
padre que me dé licencia para irme. Si es menester, dígaselo todo.
¡Socórrame usted! ¡Sea usted mi amparo!
30 de mayo
Dios me ha dado fuerzas ara resistir y he
resistido.
Hace días que no pongo los pies en casa
de Pepita, que no la veo.
Casi no tengo que pretextar una
enfermedad porque realmente estoy enfermo. Estoy pálido y ojeroso; y mi
padre, lleno de afectuoso cuidado, me pregunta qué padezco y me muestra el
interés más vivo.
El reino de los cielos cede a la
violencia, y yo quiero conquistarle. Con violencia llamo a sus puertas
para que se me abran.
Con ajenjo me alimenta Dios para
probarme, y en balde le pido que aparte de mí ese cáliz de amargura; pero
he pasado y paso en vela muchas noches, entregado a la oración, y ha
venido a endulzar lo amargo del cáliz una inspiración amorosa del espíritu
consolador y soberano.
He visto con los ojos del alma la nueva
patria, y en lo más íntimo de mi corazón ha resonado el cántico nuevo de
la Jerusalén celeste.
Si al cabo logro vencer, será gloriosa la
victoria; pero se la deberé a la Reina de los Ángeles, a quien me
encomiendo. Ella es mi refugio y mi defensa; torre y alcázar de David, de
que penden mil escudos y armaduras de valerosos campeones; cedro del
Líbano, que pone en fuga a las serpientes.
En cambio, a la mujer que me enamora de
un modo mundanal procuro menospreciarla y abatirla en mi pensamiento,
recordando las palabras del Sabio y aplicándoselas.
Eres lazo de cazadores, la digo; tu
corazón es red engañosa, y tus manos redes que atan, quien ama a Dios
huirá de ti, y el pecador será por ti aprisionado.
Meditando sobre el amor, hallo mil
motivos para amar a Dios y no amarla.
Siento en el fondo de mi corazón una
inefable energía que me convence de que yo lo despreciaría todo por el
amor de Dios: la fama, la honra, el poder y el imperio. Me hallo capaz de
imitar a Cristo; y si el enemigo tentador me llevase a la cumbre de la
montaña y me ofreciese todos los reinos de la tierra porque doblase ante
él la rodilla, yo no la doblaría; pero cuando me ofrece a esta mujer,
vacilo aún y no le rechazo. ¿:Vale más esta mujer a mis ojos que todos los
reinos de la tierra; más que la fama, la honra, el poder y el imperio?
¿:La virtud del amor, me pregunto a veces,
es la misma siempre, aunque aplicada a diversos objetos o bien hay dos
linajes y condiciones de amores? Amar a Dios me parece la negación del
egoísmo y del exclusivismo. Amándole, puedo y quiero amarlo todo por Él, y
no me enojo ni tengo celos de que Él lo ame todo. No estoy celoso ni
envidioso de los santos, de los mártires, de los bienaventurados, ni de
los mismos serafines. Mientras mayor me represento el amor de Dios a las
criaturas y los favores y regalos que les hace, menos celoso estoy y más
le amo, y más cercano a mí le juzgo, y más amoroso y fino me parece que
está conmigo. Mi hermandad, mi más que hermandad con todos los seres,
resalta entonces de un modo dulcísimo. Me parece que soy uno con todo, y
que todo está enlazado con lazada de amor por Dios y en Dios.
Muy al contrario, cuando pienso en esta
mujer y en el amor que me inspira. Es un amor de odio que me aparta de
todo menos de mí. La quiero para mí, toda para mí y yo todo para ella.
Hasta la devoción y el sacrificio por ella son egoístas. Morir por ella
sería por desesperación de no lograrla de otra suerte, o por esperanza de
no gozar de su amor por completo, sino muriendo y confundiéndome con ella
en un eterno abrazo.
Con todas estas consideraciones procuro
hacer aborrecible el amor de esta mujer; pongo en este amor mucho de
infernal y de horriblemente ominoso; pero como si tuviese yo dos almas,
dos entendimientos, dos voluntades y dos imaginaciones, pronto surge
dentro de mí la idea contraria; pronto me niego lo que acabo de afirmar, y
procuro conciliar locamente los dos amores. ¿:Por qué no huir de ella y
seguir amándola sin dejar de consagrarme fervorosamente al servicio de
Dios? Así como el amor de Dios no excluye el amor de la patria, el amor de
la humanidad, el amor de la ciencia, el amor de la hermosura en la
naturaleza y en el arte, tampoco debe excluir este amor, si es espiritual
e inmaculado. Yo haré de ella, me digo, un símbolo, una alegoría, una
imagen de todo lo bueno y hermoso. Será para mí como Beatriz para Dante,
figura y representación de mi patria, del saber y de la belleza.
Esto me hace caer en una horrible
imaginación, en un monstruoso pensamiento. Para hacer de Pepita ese
símbolo, esa vaporosa y etérea imagen, esa cifra y resumen de cuanto puedo
amar por bajo de Dios, en Dios y subordinándolo a Dios, me la finjo muerta
como Beatriz estaba muerta cuando Dante la cantaba.
Si la dejo entre los vivos, no acierto a
convertirla en idea pura, y para convertirla en idea pura, la asesino en
mi mente.
Luego la lloro, luego me horrorizo de mi
crimen, y me acerco a ella en espíritu, y con el calor de mi corazón le
vuelvo la vida, y la veo, no vagarosa, diáfana, casi esfumada entre nubes
de color de rosa y flores celestiales, como vio el feroz Gibelino a su
amada en la cima del Purgatorio, sino consistente, sólida, bien delineada
en el ambiente sereno y claro, como las obras más perfectas del cincel
helénico; como Galatea, animada ya por el afecto de Pigmalión, y bajando
llena de vida, respirando amor, lozana de juventud y de hermosura, de su
pedestal de mármol.
Entonces exclamo desde el fondo de mi
conturbado corazón: « Mi virtud desfallece; Dios mío, no me abandones.
Apresúrate a venir en mi auxilio. Muéstrame tu cara y seré salvo ».
Así recobro las fuerzas para resistir a
la tentación. Así renace en mí la esperanza de que volveré al antiguo
reposo no bien me aparte de estos sitios.
El demonio anhela con furia tragarse las
aguas puras del Jordán, que son las personas consagradas a Dios. Contra
ellas se conjura el infierno y desencadena todos sus monstruos. San
Buenaventura lo ha dicho: « No debemos admirarnos de que estas personas
pecaron, sino de que no pecaron. » Yo, con todo, sabré resistir y no
pecar. Dios me protege.
6 de junio
La nodriza de Pepita, hoy su ama
de llaves, es, como dice mi padre, una buena pieza de arrugadillo;
picotera, alegre y hábil como pocas. Se casó con el hijo del maestro
Cencias y ha heredado del padre lo que el hijo no heredó: una portentosa
facilidad para las artes y los oficios. La diferencia está en que el
maestro Cencias componía un husillo de lagar, arreglaba las ruedas de una
carreta o hacía un arado y esta nuera suya hace dulces, arropes y otras
golosinas. El suegro ejercía las artes de utilidad; la nuera las del
deleite, aunque deleite inocente, o lícito al menos.
Antoñona, que así se llama, tiene o se
toma la mayor confianza con todo el señorío. En todas las casas entra y
sale como en la suya. A todos los señoritos y señoritas de la edad de
Pepita, o de cuatro o cinco años más, los tutea, los llama niños y niñas,
y los trata como si los hubiera criado a sus pechos.
A mí me habla de mira, como a los otros.
Viene a verme, entra en mi cuarto, y ya me ha dicho varias veces que soy
un ingrato, y que hago mal en no ir a ver a su señora.
Mi padre, sin advertir nada, me acusa de
extravagante; me llama búho, y se empeña también en que vuelva a la
tertulia. Anoche no pude ya resistirme a sus repetidas instancias, y fui
muy temprano, cuando mi padre iba a hacer las cuentas con el aperador.
¡Ojalá no hubiera ido!
Pepita estaba sola. Al vernos, al
saludarnos, nos pusimos los dos colorados. Nos dimos la mano con timidez,
sin decimos palabra.
Yo no estreché la suya; ella no estrechó
la mía, pero las conservamos unidas un breve rato.
En la mirada que Pepita me dirigió nada
había de amor, sino de amistad, de simpatía, de honda tristeza.
Había adivinado toda mi lucha interior;
presumía que el amor divino había triunfado en mi alma; que mi resolución
de no amarla era firme e invencible.
No se atrevía a quejarse de mí; no tenía
derecho a quejarse de mí; conocía que la razón estaba de mi parte. Un
suspiro, apenas perceptible, que se escapó de sus frescos labios
entreabiertos, manifestó cuánto lo deploraba.
Nuestras manos seguían unidas aún. Ambos
mudos. ¿:Cómo decirle que yo no era para ella ni ella para mí; qué
importaba separamos para siempre?
Sin embargo, aunque no se lo dije con
palabras, se lo dije con los ojos. Mi severa mirada confirmó sus temores;
la persuadió de la irrevocable sentencia.
De pronto se nublaron sus ojos; todo su
rostro hermoso, pálido ya de una palidez traslúcida, se contrajo con una
bellísima expresión de melancolía. Parecía la madre de los dolores. Dos
lágrimas brotaron lentamente de sus ojos y empezaron a deslizarse por sus
mejillas.
No sé lo que pasó en mí. ¿:Ni cómo
describirlo, aunque lo supiera?
Acerqué mis labios a su cara para enjugar
el llanto, y se unieron nuestras bocas en un beso.
Inefable embriaguez, desmayo fecundo en
peligros invadió todo mi ser y el ser de ella. Su cuerpo desfallecía y la
sostuve entre mis brazos.
Quiso el cielo que oyésemos los pasos y
la tos del padre Vicario que llegaba, y nos separamos al punto.
Volviendo en mí, y reconcentrando todas
las fuerzas de mi voluntad, pude entonces llenar con estas palabras, que
pronuncié en voz baja e intensa, aquella terrible escena silenciosa:
-¡El primero y el último!
Yo aludía al beso profano; mas, como si
hubieran sido mis palabras una evocación, se ofreció en mi mente la visión
apocalíptica en toda su terrible majestad. Vi al que es por cierto el
primero y el último, y con la espada de dos filos que salía de su boca me
hería en el alma, llena de maldades, de vicios y de pecados.
Toda aquella noche la pasé en un frenesí,
en un delirio interior, que no sé cómo disimulaba.
Me retiré de casa de Pepita muy
temprano.
En la soledad fue mayor mi amargura.
Al recordarme de aquel beso y de aquellas
palabras de despedida, me comparaba yo con el traidor judas que vendía
besando, y con el sanguinario y alevoso asesino Joab cuando, al besar a
Amasá, le hundió el hierro agudo en las entrañas.
Había incurrido en dos traiciones y en
dos falsías.
Había faltado a Dios y a ella.
Soy un ser abominable.
11 de junio
Aún es tiempo de remediarlo
todo. Pepita sanará de su amor y olvidará la flaqueza que ambos
tuvimos.
Desde aquella noche no he vuelto a su
casa.
Antoñona no aparece por la mía.
A fuerza de súplicas he logrado de mi
padre la promesa formal de que partiremos de aquí el 25, pasado el día de
San Juan, que aquí se celebra con fiestas lucidas, y en cuya víspera hay
una famosa velada.
Lejos de Pepita me voy serenando y
creyendo que tal vez ha sido una prueba este comienzo de amores.
En todas estas noches he rezado, he
velado, me he mortificado mucho.
La persistencia de mis plegarias, la
honda contrición de mi pecho han hallado gracia delante del Señor, quien
ha mostrado su gran misericordia.
El Señor, como dice el Profeta, ha
enviado fuego a lo más robusto de mi espíritu, ha alumbrado mi
inteligencia, ha encendido lo más alto de mi voluntad y me ha
enseñado.
La actividad del amor divino, que está en
la voluntad suprema, ha podido en ocasiones, sin yo merecerlo, llevarme
hasta la oración de quietud afectiva. He desnudado las potencias
inferiores de mi alma de toda imagen, hasta de la imagen de esa mujer; y
he creído, si el orgullo no me alucina, que he conocido y gozado, en paz
con la inteligencia y con el afecto, del bien supremo que está en el
centro y abismo del alma.
Ante este bien todo es miseria; ante esta
hermosura es fealdad todo; ante esta felicidad todo es infortunio; ante
esta altura todo es bajeza. ¿:Quién no olvidará y despreciará por el amor
de Dios todos los demás amores?
Sí, la imagen profana de esa mujer saldrá
definitivamente y para siempre de mi alma. Yo haré un azote durísimo de
mis oraciones y penitencias, y con él la arrojaré de allí, como Cristo
arrojó del templo a los condenados mercaderes.
18 de junio
Ésta será la última carta que yo
escriba a usted.
El veinticinco saldré de aquí sin falta.
Pronto tendré el gusto de dar a usted un abrazo.
Cerca de usted estaré mejor. Usted me
infundirá ánimo y me prestará la energía de que carezco.
Una tempestad de encontradas afecciones
combate ahora mi corazón.
El desorden de mis ideas se conocerá en
el desorden de lo que estoy escribiendo.
Dos veces he vuelto a casa de Pepita. He
estado frío, severo, como debía estar; pero ¡cuánto me ha costado!
Ayer me dijo mi padre que Pepita está
indispuesta y que no recibe.
En seguida me asaltó el pensamiento de
que su amor mal pagado podría ser la causa de la enfermedad.
¿:Por qué la he mirado con las mismas
miradas de fuego con que ella me miraba? ¿:Por qué la he engañado vilmente?
¿:Por qué la he hecho creer que la quería? ¿:Por qué mi boca infame buscó la
suya y se abrasó y la abrasó con las llamas del infierno?
Pero no; mi pecado no ha de traer como
indefectible consecuencia otro pecado.
Lo que ya fue no puede dejar de haber
sido, pero puede y debe remediarse.
El veinticinco, repito, partiré sin
falta.
La desenvuelta Antoñona acaba de entrar a
verme.
Escondí esta carta como si fuera una
maldad escribir a usted.
Yo me levanté de la silla para hablar con
ella de pie y que la visita fuera corta.
En tan corta visita me ha dicho mil
locuras que me afligen profundamente.
Por último, ha exclamado al despedirse,
en su jerga medio gitana:
¡Anda, fullero de amor,
indinote, maldecido seas; malos chuqueles te tagelen
el drupo, que has puesto enferma a la niña y con tus
retrecherías la estás matando!
Dicho esto, la endiablada mujer me
aplicó, de una manera indecorosa y plebeya, por bajo de las espaldas, seis
o siete feroces pellizcos, como si quisiera sacarme a túrdigas el pellejo.
Después se largó echando chispas.
No me quejo; merezco esta broma brutal,
dado que sea broma. Merezco que me atenacen los demonios con tenazas
hechas ascuas.
¡Dios mío haz que Pepita me olvide; haz,
si es menester, que ame a otro y sea con él dichosa!
¿:Puedo pedirte más, Dios mío?
Mi padre no sabe nada, no sospecha nada.
Más vale así.
Adiós. Hasta dentro de pocos días, que
nos veremos y abrazaremos.
¡Qué mudado va usted a encontrarme! ¡Qué
lleno de amargura mi corazón! ¡Cuán perdida la inocencia! ¡Qué herida y
qué lastimada mi alma!