--I-- EL HOMBRE DE CARNE Y HUESO
Homo sum: nihil humani a me alienum
puto, dijo el cómico latino. Y yo diría más bien, nullum hominem
a me alienum puto; soy hombre, a ningún otro hombre estimo extraño.
Porque el adjetivo humanusme es tan sospechoso como su sustantivo
abstracto humanitas,la humanidad. Ni lo humano ni la humanidad,
ni el adjetivo simple, ni el sustantivado, sino el sustantivo concreto: el
hombre. El hombre de carne y hueso, el que nace, sufre y muere -sobre todo
muere-, el que come y bebe y juega y duerme y piensa y quiere, el hombre
que se ve y a quien se oye, el hermano, el verdadero hermano.
Porque hay otra cosa, que llaman también hombre, y es el sujeto de no
pocas divagaciones más o menos científicas. Y es el bípedo implume de la
leyenda, el ~a-ov zoAtrucóv de Aristóteles, el contratante
social de Rousseau, el homo oeconomicus de los manchesterianos,
el homo sapiens de Linneo o, si se quiere, el mamífero vertical.
Un hombre que no es de aquí o de allí ni de esta época o de la otra, que
no tiene ni sexo ni patria, una idea, en fin. Es decir, un no hombre.
El nuestro es otro, el de carne y hueso; yo, tú, lector mío; aquel otro
de más allá, cuantos pensamos sobre la Tierra.
Y este hombre concreto, de carne y hueso, es el sujeto y el supremo
objeto a la vez de toda filosofía, quiéranlo o no ciertos sedicentes
filósofos.
En las más de las historias de la filosofía que conozco se nos presenta
a los sistemas como originándose los unos de los otros, y sus autores, los
filósofos, apenas aparecen sino como meros pretextos. La íntima biografía
de los filósofos, de los hombres que filosofaron, ocupa un lugar
secundario. Y es ella, sin embargo, esa íntima biografía la que más cosas
nos explica.
Cúmplenos decir, ante todo, que la filosofía se acuesta más a la poesía
que no a la ciencia. Cuantos sistemas filosóficos se han fraguado como
suprema concinación de los resultados finales de las ciencias
particulares, en un período cualquiera, han tenido mucha menos
consistencia y menos vida que aquellos otros que representaban el anhelo
integral del espíritu de su autor.
Y es que las ciencias, importándonos tanto y siendo indispensables para
nuestra vida y nuestro pensamiento, nos son, en cierto sentido, más
extrañas que la filosofía. Cumplen un fin más objetivo, es decir, más
fuera de nosoros. Son, en el fondo, cosa de economía. Un nuevo
descubrimiento científico, de los que llamamos teóricos, es como un
descubrimiento mecánico; el de la máquina de vapor, el teléfono, el
fonógrafo, el aeroplano, una cosa que sirve para algo. Así, el teléfono
puede servirnos para comunicarnos a distancia con la mujer amada. ¿:Pero
esta para qué nos sirve? Toma uno el tranvía eléctrico para ir a oír una
ópera; y se pregunta: ¿:cuál es, en este caso, más útil, el tranvía o la
ópera?
La filosofía responde a la necesidad de formarnos una concepción
unitaria y total del mundo y de la vida, y como consecuencia de esa
concepción, un sentimiento que engendre una actitud íntima y hasta una
acción. Pero resulta que ese sentimiento, en vez de ser consecuencia de
aquella concepción, es causa de ella. Nuestra filosofía, esto es, nuestro
modo de comprender o de no comprender el mundo y la vida, brota de nuestro
sentimiento respecto a la vida misma. Y esta, como todo lo afectivo, tiene
raíces subconscientes, inconscientes tal vez.
No suelen ser nuestras ideas las que nos hacen optimistas o pesimistas,
sino que es nuestro optimismo o nuestro pesimismo, de origen filosófico o
patológico quizá, tanto el uno como el otro, el que hace nuestras
ideas.
El hombre, dicen, es un animal racional. No sé por qué no se haya dicho
que es un animal afectivo o sentimental. Y acaso lo que de los demás
animales le diferencia sea más el sentimiento que no la razón. Más veces
he visto razonar a un gato que no reír o llorar. Acaso llore o ría por
dentro, pero por dentro acaso también el cangrejo resuelva ecuaciones de
segundo grado.
Y así, lo que en un filósofo nos debe más importar es el hombre.
Tomad a Kant, al hombre Manuel Kant, que nació y vivió en Koenigsberg,
a forales del siglo xviII y hasta pisar los umbrales del XIX.Hay en la
filosofía de este hombre Kant, hombre de corazón y de cabeza, es decir,
hombre, un significativo salto, como habría dicho Kierkegaard, otro hombre
-¡y tan hombre!-, el salto de la Crítica de la razón pura a la
Crítica de la razón práctica. Reconsruye en esta, digan lo que
quieran los que no ven al hombre, lo que en aquella abatió, después de
haber examinado y pulverizado con su análisis las tradicionales pruebas de
la existencia de Dios, del Dios aristotélico, que es el Dios que
corresponde al ~oov zoAlrlKóv; del Dios abstracto, del primer motor
inmóvil, vuelve a reconstruir a Dios, pero al Dios de la conciencia, al
autor del orden moral, al Dios luterano, en fin. Ese salto de Kant está ya
en germen en la noción luterana de la fe.
El un Dios, el Dios racional, es la proyección al infinito de fuera del
hombre por definición, es decir, del hombre abstracto, el hombre no
hombre, y el otro Dios, el Dios sentimental o volitivo, es la proyección
al infinito de dentro del hombre por vida, del hombre concreto, de carne y
hueso.
Kant reconstruyó con el corazón lo que con la cabeza había abatido. Y
es que sabemos, por testimonio de los que le conocieron y por testimonio
propio, en sus cartas y manifestaciones privadas, que el hombre Kant, el
solterón un sí es no es egoísta, que profesó filosofía en Koenigsberg a
fines del siglo de la Enciclopedia y de la diosa Razón, era un hombre muy
preocupado del problema. Quiero decir del único verdadero problema vital,
del que más a las entrañas nos llega, del problema de nuestro desino
individual y personal, de la inmortalidad del alma. El hombre Kant no se
resignaba a morir del todo. Y porque no se resignaba a morir del todo, dio
el salto aquel, el salto inmortal de una a otra crítica.
Quien lea con atención y sin anteojeras la Crítica de la razón
práctica, verá que, en rigor, se deduce en ella la existencia de Dios
de la inmortalidad del alma, y no esta de aquella. El imperativo
categórico nos lleva a un postulado moral que exige a su vez, en el orden
teológico, o más bien escatológico, la inmortalidad del alma, y para
sustentar esta inmortalidad aparece Dios. Todo lo demás es escamoteo de
profesional de la filosofía.
El hombre Kant sintió la moral como base de la escatología, pero el
profesor de la filosofía invirtió los términos. Ya dijo no sé dónde otro
profesor, el profesor y hombre Guillermo James, que Dios para la
generalidad de los hombres es el productor de inmortalidad. Sí, para la
generalidad de los hombres, incluyendo al hombre Kant, al hombre James y
al hombre que traza estas líneas, que esás, lector, leyendo.
Un día, hablando con un campesino, le propuse la hipótesis de que
hubiese, en efecto, un Dios que rige cielo y tierra, Conciencia del
Universo, pero que no por eso sea el alma de cada hombre inmortal en el
sentido tradicional y concreto. Y me respondió: «Entonces, ¿:para qué
Dios?» Y así se respondían en el recóndito foro de su conciencia el hombre
Kant y el hombre James. Sólo que al actuar como profesores tenían que
justificar racionalmente esa actitud tan poco racional. Lo que no quiere
decir, claro está, que sea absurda.
Hegel hizo célebre su aforismo de que todo lo racional es real y todo
lo real racional; pero somos muchos los que, no convencidos por Hegel,
seguimos creyendo que lo real, lo realmente real, es irracional; que la
razón consruye sobre las irracionalidades. Hegel, gran definidor,
pretendió reconstruir el universo con definiciones, como aquel sargento de
artillería decía que se construyeran los cañones: tomando un agujero y
recubriéndolo de hierro.
Otro hombre, el hombre José Butler, obispo anglicano, qué vivió a
principios del siglo xvni, y de quien dice el cardenal católico Newman que
es el hombre más grande de la Iglesia anglicana, al foral del capítulo
primero de su gran obra sobre la analogía de la religión (The Analogy
of Religion), capítulo que trata de la vida futura, escribió esas
pequeñas palabras: «Esta credibilidad en una vida fuura, sobre lo que
tanto aquí se ha insistido, por poco que satisfaga nuestra curiosidad,
parece responder a los propósitos todos de la religión tanto como
respondería una prueba demostrativa. En realidad, una prueba, aun
demostrativa, de una vida futura, no sería una prueba de religión. Porque
el que hayamos de vivir después de la muerte es cosa que se compadece tan
bien con el ateísmo, y que puede ser por este tan tomada en cuenta como el
que ahora estamos vivos, y nada puede ser, por lo tanto, más absurdo que
argÜir del ateísmo que no puede haber estado futuro.»
El hombre Butler, cuyas obras acaso conociera el hombre Kant, quería
salvar la fe en la inmortalidad del alma, y para ello la hizo
independiente de la fe en Dios. El capíulo primero de su Antología
trata, como os digo, de la vida futura, y el segundo del gobierno de
Dios por premios y castigos. Y es que, en el fondo, el buen obispo
anglicano deduce la existencia de Dios de la inmortalidad del alma. Y como
el buen obispo anglicano partió de aquí, no tuvo que dar el salto que a
fines de su mismo siglo tuvo que dar el buen filósofo luterano. Era un
hombre el obispo Butler,y era otro hombre el profesor Kant.
Y ser un hombre es ser algo concreto, unitario y susantivo es ser cosa,
res. Y ya sabemos lo que otro hombre, al hombre Benito Spinoza,
aquel judío portugués que nació y vivió en Holanda a mediados del siglo
XVII, escribió de toda cosa. La proposición 6.a de la parte III
de su Éticadice: unaquaeque res, quatenus in se est, in suo
esse perseverare conatur, es decir, cada cosa, en cuanto es en sí, se
esfuerza por perseverar en su ser. Cada cosa es cuanto es en sí, es decir,
en cuanto sustancia, ya que, según él, sustancia es id quod in se est
et per se concipitur; lo que es por sí y por sí se concibe. Y en la
siguiente proposición, la 7.a, de la misma parte añade:
conatus, quo unaquaeque res in suo esse perseverare conatur nihil est
praeter ipsius rei actualem essentiam; esto es, el esfuerzo con que
cada cosa trata de perseverar en su ser no es sino la esencia actual de la
cosa misma. Quiere decirse que tu esencia, lector, la mía, la del hombre
Spinoza, la del hombre Butler,la del hombre Kant y la de cada hombre que
sea hombre, no es sino el conato, el esfuerzo que pone en seguir siendo
hombre, en no morir. Y la otra proposición que sigue a estas dos, la
8.a, dice:conatus, quo unaquaeque res in suo esse
perseverare conatur, nullum tempus finitum, sed indefinitum involvit,
o sea: el esfuerzo con que cada cosa se esfuerza por perseverar en su
ser, no implica tiempo finito, sino indefinido. Es decir, que tú, yo y
Spinoza queremos no morirnos nunca y que este nuestro anhelo de nunca
morirnos es nuestra esencia actual. Y, sin embargo, este pobre judío
portugués, desterrado en las tinieblas holandesas, no pudo llegar a creer
nunca en su propia inmortalidad personal, y toda su filosofía no fue sino
una consolación que fraguó para esta su falta de fe. Como a otros les
duele una mano o un pie o el corazón o la cabeza, a Spinoza le dolía Dios.
¡Pobre hombre! ¡Y pobres hombres los demás!
Y el hombre, esta cosa, ¿:es una cosa? Por absurda que parezca la
pregunta, hay quienes se la han propuesto. Anduvo no ha mucho por el mundo
una cierta doctrina que llamábamos positivismo, que hizo muy bien y mucho
mal. Y entre otros males que hizo, fue el de traernos un género tal de
análisis que los hechos se pulverizaban con él, reduciéndose a polvo de
hechos. Los más de los que el positivismo llamaba hechos, no eran sino
fragmentos de hechos. En psicología su acción fue deletérea. Hasta hubo
escolásticos metidos a literatos -no digo filósofos metidos a poetas,
porque poeta y filósofo son hermanos gemelos, si es que no la misma cosa-
que llevaron el análisis psicológico positivista a la novela y al drama,
donde hay que poner en pie hombres concretos, de carne y hueso, y en
fuerza de estados de conciencia las conciencias desaparecieron. Les
sucedió lo que dicen sucede con frecuencia al examinar y ensayar ciertos
complicados compuestos químicos orgánicos, vivos, y es que los reactivos
destruyen el cuerpo mismo que se trata de examinar, y lo que obtenemos son
no más que productos de su composición.
Partiendo del hecho evidente de que por nuestra conciencia desfilan
estados contradictorios entre sí, llegaron a no ver claro la conciencia,
el yo. Preguntarle a uno por su yo, es como preguntarle por su cuerpo. Y
cuenta que al hablar del yo, hablo del yo concreto y personal; no del yo
de Fichte, sino de Fichte mismo, del hombre Fichte.
Y lo que determina a un hombre, lo que le hace un hombre, uno y no
otro, el que es y no el que no es, es un principio de unidad y un
principio de continuidad. Un principio de unidad primero, en el espacio,
merced al cuerpo, y luego en la acción y en el propósito. Cuando andamos,
no va un pie hacia adelante, el otro hacia atrás: ni cuando miramos mira
un ojo al Norte y el otro al Sur, como estemos sanos. En cada momento de
nuestra vida tenemos un propósito, y a él conspira la sinergia de nuestras
acciones. Aunque al momento siguiente cambiemos de propósito. Y es en
cierto sentido un hombre tanto más hombre, cuanto más unitaria sea su
acción. Hay quien en su vida toda no persigue sino un solo propósito, sea
el que fuere.
Y un principio de continuidad en el tiempo. Sin entrar a discutir
-discusión ociosa- si soy o no el que era hace veinte años, es
indiscutible, me parece, el hecho de que el que soy hoy proviene, por
serie continua de estados de conciencia, del que era en mi cuerpo hace
veinte años. La memoria es la base de la personalidad individual, así como
la tradición lo es de la personalidad coleciva de un pueblo. Se vive en el
recuerdo y por el recuerdo, y nuestra vida espiritual no es, en el fono,
sino el esfuerzo de nuestro recuerdo por perseverar, por hacerse
esperanza, el esfuerzo de nuestro pasado por hacerse porvenir.
Todo esto es de una perogrullería chillante, bien lo sé: pero es que,
rodando por el mundo, se encuentra uno con hombres que parece no se
sienten a sí mismos. Uno de mis mejores amigos, con quien he paseado a
diario durante muchos años enteros, cada vez que yo le hablaba de este
sentimiento de la propia personalidad, me decía: «Pues yo no me siento a
mí mismo, no se qué es eso.»
En cierta ocasión, este amigo a que aludo me dijo: «Quisiera ser
fulano» (aquí un nombre), y le dije: Eso es lo que yo no acabo nunca de
comprender, que uno quiera ser otro cualquiera. Querer ser otro, es querer
dejar de ser uno el que es. Me explico que uno desee tener lo que otro
tiene, sus riquezas o sus conocimientos; pero ser otro, es cosa que no me
la explico.
Más de una vez se ha dicho que todo hombre desgraciado prefiere ser el
que es, aun con sus desgracias, a ser otro sin ellas. Y es que los hombres
desgraciados, cuando conservan la sanidad en su desgracia, es decir,
cuando se esfuerzan por perseverar en su ser, prefieren la desgracia a la
no existencia. De mí sé decir, que cuando era un mozo, y aun de niño, no
lograron conmoverme las patéticas pinturas que del infierno se me hacían,
pues ya desde entonces nada se me aparecía tan horrible como la nada
misma. Era una furiosa hambre de ser, un apetito de divinidad como nuestro
ascético dijo.
Irle a uno con la embajada de que se haga otro, es irle con la embajada
de que deje de ser él. Cada cual defiende su personalidad, y sólo acepta
un cambio en su modo de pensar o de sentir en cuanto este cambio pueda
entrar en la unidad de su espíritu y engarzar en la continuidad de él; en
cuanto ese cambio pueda armonizarse e integrarse con todo el resto de su
modo de ser, pensar y sentir, y pueda a la vez enlazarse a sus recuerdos.
Ni a un hombre, ni a un pueblo -que es, en cierto sentido, un hombre
también- se le puede exigir un cambio que rompa la unidad y la continuidad
de su persona. Se le puede cambiar mucho, hasta por completo casi; pero
dentro de continuidad.
Cierto es que se da en ciertos individuos eso que se llama un cambio de
personalidad; pero eso es un caso paológico, y como tal lo estudian los
alienistas. En esos cambios de personalidad, la memoria, base de la
conciencia, se arruina por completo, y sólo le queda al pobre paciente,
como substrato de continuidad individual -ya que no personal-, el
organismo físico. Tal enfermedad equivale a la muerte para el sujeto que
la padece; para quienes no equivale a su muerte es para los que hayan de
heredarle, si tiene bienes de fortuna. Y esa enfermedad no es más que una
revolución, una verdadera revolución.
Una enfermedad es, en cierto respecto, una disociación orgánica; es un
órgano o un elemento cualquiera del cuerpo vivo que se rebela, rompe la
sinergia vital y conspira a un fin distinto del que conspiran los demás
elemenos con él coordinados. Su fin puede ser, considerado en sí, es
decir, en abstracto, más elevado, más noble, más... todo lo que se quiera,
pero es otro. Podrá ser mejor volar y respirar en el aire que nadar y
respirar en el agua; pero si las aletas de un pez dieran en querer
convertirse en alas, el pez, como pez, perecería. Y no sirve decir que
acabaría por hacerse ave; si es que no había en ello un proceso de
continuidad. No lo sé bien, pero acaso se pueda dar que un pez engendre un
ave, u otro pez que está más cerca del ave que él; pero un pez, este pez,
no puede él mismo, y durante su vida, hacerse ave.
Todo lo que en mí conspire a romper la unidad y la continuidad de mi
vida, conspira a destruirme, y, por lo tanto, a destruirse. Todo individuo
que en un pueblo conspira a romper la unidad y la continuidad espirituales
de ese pueblo, tiende a destruirlo y a destruirse como parte de ese
pueblo. ¿:Que tal otro pueblo es mejor? Perfectamente, aunque no entendamos
bien qué es eso de mejor o peor. ¿:Que es más rico? Concedido. ¿:Que es más
culto? Concedido también. ¿:Que vive más feliz? Esto ya..., pero, en fin,
¡pase! ¿:Que vence, eso que llaman vencer, mientras nosotros somos
vencidos? Enhorabuena. Todo esto está bien, pero es otro. Y basta. Porque
para mí, el hacerme otro, rompiendo la unidad y la continuidad de mi vida,
es dejar de ser el que soy, es decir, es sencillamente dejar de ser. Y
esto no: ¡todo antes que esto!
¿:Que otro llenaría tan bien o mejor que yo el papel que lleno? ¿:Que
otro cumpliría mi función social? Sí, pero no yo.
«¡Yo, yo, yo, siempre yo! -dirá algún lector-; y ¿:quién eres tú?»
Podría aquí contestarle con Obermann, con el enorme hombre Obermann: «para
el universo nada, para mí todo»; pero no, prefiero recordarle una doctrina
del hombre Kant, y es la de que debemos considerar a nuestros prójimos, a
los demás hombres, no como medios, sino como fines. Pues no se trata de mí
tan sólo: se trata de todos y de cada uno. Los juicios singulares tienen
valor de universales, dicen los lógicos. Lo singular no es particular, es
universal.
El hombre es un fin, no un medio. La civilización toda se endereza al
hombre, a cada hombre, a cada yo. ¿:O qué es ese ídolo, llámese Humanidad o
como se llamare, a que se han de sacrificar todos y cada uno de los
hombres? Porque yo me sacrifico por mis prójimos, por mis compariotas, por
mis hijos, y estos a su vez por los suyos, y los suyos por los de ellos, y
así en serie inacabable de generaciones. ¿:Y quién recibe el fruto de ese
sacrificio?
Los mismos que nos hablan de ese sacrificio fantástico, de esa
dedicación sin objeto, suelen también hablarnos del derecho a la vida. ¿:Y
qué es el derecho a la vida? Me dicen que he venido a realizar no sé qué
fin social; pero yo siento que yo, lo mismo que cada uno de mis hermanos,
he venido a realizarme, a vivir.
Sí, sí, lo veo; una enorme actividad social, una poderosa civilización,
mucha ciencia, mucho arte, mucha industria, mucha moral, y luego, cuando
hayamos llenado el mundo de maravillas industriales, de grandes fábricas,
de caminos, de museos, de bibliotecas, caeremos agotados al pie de todo
esto, y quedará ¿:para quién? ¿:Se hizo el hombre para la ciencia o se hizo
la ciencia para el hombre?
«¡Ea! -exclamará de nuevo el mismo lector-, volvemos a aquello del
catecismo. P ¿:Para quién hizo Dios el mundo? R. Para el hombre.» Pues
bien, sí, así debe responder el hombre que sea hombre. La hormiga, si se
diese cuenta de esto, y fuera persona, consciente de sí misma contestaría
que para la hormiga, y contestaría bien. El mundo se hace para la
conciencia, para cada conciencia.
Una alma humana vale por todo el universo, ha dicho no sé quién, pero
ha dicho egregiamente. Un alma humana, ¿:eh? No una vida. La vida esta no.
Y sucede que a medida que se cree menos en el alma, es decir, en su
inmortalidad consciente, personal y concreta, se exagerará más el valor de
la pobre vida pasajera. De aquí arrancan todas las afeminadas sensiblerías
contra la guerra. Sí, uno no debe querer morir, pero la otra muerte. «El
que quiera salvar su vida, la perderá», dice el Evangelio; pero no dice el
que quiera salvar su alma, el alma inmortal. O que creemos y queremos que
lo sea.
Y todos los definidores del objetivismo no se fijan, o mejor dicho, no
quieren fijarse, que al afirmar un hombre su yo, su conciencia personal,
afirma al hombre, al hombre concreto y real, afirma el verdadero humanismo
-fue no es el de las cosas del hombre, sino el del hombre-, y al afirmar
al hombre, afirma la conciencia. Porque la única conciencia de que tenemos
conciencia es la del hombre.
El mundo es para la conciencia. O, mejor dicho, este para, esta noción
de finalidad, y mejor que noción sentimiento, este sentimiento teológico
no nace sino donde hay conciencia. Conciencia y finalidad son la misma
cosa en el fondo.
Si el Sol tuviese conciencia, pensaría vivir para alumbrar a los
mundos, sin duda; pero pensaría también, y sobre todo, que los mundos
existen para que él los alumbre y se goce en alumbrarlos y así viva. Y
pensaría bien.
Y toda esa trágica batalla del hombre por salvarse, ese inmortal anhelo
de inmortalidad que le hizo al hombre Kant dar aquel salto inmortal de que
os decía, todo eso no es más que una batalla por la conciencia. Si la
conciencia no es, como ha dicho algún pensador inhumano, nada más que un
relámpago entre dos eternidades de tinieblas, entonces no hay nada más
execrable que la existencia.
Alguien podrá ver un fondo de contradicción en todo cuanto voy
diciendo, anhelando unas veces la vida inacabable, y diciendo otras que
esa vida no tiene el valor que se le da. ¿:Contradicción? ¡Ya lo creo! ¡La
de mi corazón, que dice que sí, mi cabeza, que dice no! Contradicción,
naturalmente. ¿:Quién no recuerda aquellas palabras del Evangelio: «¡Señor,
creo; ayuda a mi incredulidad!»? ¡Contradicción!, ¡naturalmente! Como que
sólo vivimos de contradicciones, y por ellas; como que la vida es
tragedia, y la tragedia es perpetua lucha, sin victoria ni esperanza de
ella; es contradicción.
Se trata, como veis, de un valor afectivo, y contra los valores
afectivos no valen razones. Porque las razones no son nada más que
razones, es decir, ni siquiera son verdades. Hay definidores de esos
pedantes por naturaleza y por gracia, que me hacen el efecto de aquel
señor que va a consolar a un padre que acaba de perder un hijo, muerto de
repente en la flor de sus años, y le dice: «¡Paciencia, amigo, que todos
tenemos que morirnos!» ¿:Os chocaría que este padre se irritase contra
semejante impertinencia? Porque es una impertinencia. Hasta un axioma
puede llegar a ser en ciertos casos una impertinencia.
Cuántas veces no cabe decir aquello de
para pensar cual tú, sólo es preciso
no tener nada
más que inteligencia.
Hay personas, en efecto, que parecen no pensar más que con el cerebro,
o con cualquier otro órgano que sea el específico para pensar; mientras
otros piensan con todo el cuerpo y toda el alma, con la sangre, con el
tuétano de los huesos, con el corazón, con los pulmones, con el vientre,
con la vida. Y las gentes que no piensan más que con el cerebro, dan en
definidores; se hacen profesionales del pensamiento. ¿:Y sabéis lo que es
un profesional? ¿:Sabéis lo que es un producto de la diferenciación del
trabajo?
Aquí tenéis un profesional del boxeo. Ha aprendido a dar puñetazos con
tal economía, que reconcentra sus fuerzas en el puñetazo, y apenas pone en
juego sino los músculos precisos para obtener el fin inmediato y
concentrado de su acción: derribar al adversario. Un boleo dado por un no
profesional, podrá no tener tanta eficacia objetiva inmediata, pero
vitaliza mucho más al que lo da, haciéndole poner en juego casi todo su
cuerpo. El uno es un puñetazo de boxeador, el otro de hombre. Y sabido es
que los hércules de circo, que los atletas de feria, no suelen ser sanos.
Derriban a los adversarios, levantan enormes pesas, pero se mueren, o de
tisis o de dispepsia.
Si un filósofo no es un hombre, es todo menos un filósofo; es, sobre
todo, un pedante, es decir, un remedo de hombre. El cultivo de una ciencia
cualquiera, de la química, de la física, de la geometría, de la filología,
puede ser, y aun esto muy restringidamente y dentro de muy estrechos
límites, obra de especialización diferenciada; pero la filosofía, como la
poesía, o es obra de integración, de concinación, o no es sino
filosofería, erudición seudofilosófica.
Todo conocimiento tiene una finalidad. Lo de saber para saber, no es,
dígase lo que se quiera, sino una tétrica petición de principio. Se
aprende algo, o para un fin prácico inmediato, o para completar nuestros
demás conocimientos. Hasta la doctrina que nos aparezca más teórica, es
decir, de menor aplicación inmediata a las necesidades no intelectuales de
la vida, responde a una necesidad -que también lo es- intelectual, a una
razón de economía en el pensar, a un principio de unidad y continuidad de
la conciencia. Pero así como un conocimiento científico tiene su finalidad
en los demás conocimientos, la filosofía extrínseca se refiere a nuestro
destino todo, a nuestra actitud frente a la vida y al universo. Y el más
trágico problema de la filosofía es el de conciliar las necesidades
intelectuales con las necesidades afectivas y con las voliivas. Como que
ahí fracasa toda filosofía que pretende deshacer la eterna y trágica
contradicción, base de nuesra existencia. ¿:Pero afrontan todos esta
contradicción?
Poco puede esperarse, verbigracia, de un gobernante que alguna vez, aun
cuando sea por modo oscuro, no se ha preocupado del principio primero y
del fin último de las cosas todas, y sobre todo de los hombres, de su
primer por qué y de su último para qué.
Y esta suprema preocupación no puede ser puramente racional, tiene que
ser afectiva. No basta pensar, hay que sentir nuestro destino. Y el que,
pretendiendo dirigir a sus semejantes, dice y proclama que le tienen sin
cuidado las cosas de tejas arriba, no merece dirigirlos. Sin que esto
quiera decir, ¡claro está!, que haya de pedírsele solución alguna
determinada. ¡Solución! ¿:La hay acaso?
Por lo que a mí hace, jamás me entregaré de buen grado, y otorgándole
mi confianza, a conductor alguno de pueblos que no esté penetrado de que,
al conducir un pueblo, conduce hombres, hombres de carne y hueso, hombres
que nacen, sufren, y aunque no quieran morir, mueren; hombres que son
fines en sí mismos, no sólo medios; hombres que han de ser lo que son y no
otros; hombres, en fin, que buscan eso que llamamos la felicidad. Es
inhumano, por ejemplo, sacrificar una generación de hombres a la
generación que le sigue, cuando no se tiene sentimiento del destino de los
sacrificados. No de su memoria, no de sus nombres, sino de ellos
mismos.
Todo eso de que uno vive en sus hijos, o en sus obras, o en el
universo, son vagas elucubraciones con que sólo se satisfacen los que
padecen de estupidez afectiva, que pueden ser, por lo demás, personas de
una cierta eminencia cerebral. Porque puede uno tener un gran talento, lo
que llamamos un gran talento, y ser un estúpido del sentimiento y hasta un
imbécil moral. Se han dado casos.
Estos estúpidos afectivos con talento suelen decir que no sirve querer
zahondar en lo inconocible ni dar coces contra el aguijón. Es como si se
le dijera a uno a quien le han tenido que amputar una pierna, que de nada
le sirve pensar en ello. Y a todos nos falta algo; sólo que unos lo
sienten y otros no. O hacen como que no lo sienten, y enonces son unos
hipócritas.
Un pedante que vio a Solón llorar la muerte de un hijo, le dijo: «¿:Para
qué lloras así, si eso de nada sirve?» Y el sabio le respondió: «Por eso
precisamente, porque no sirve.» Claro está que el llorar sirve de algo,
aunque no sea más que de desahogo; pero bien se ve el profundo sentido de
la respuesta de Solón al impertinente. Y estoy convencido de que
resolveríamos muchas cosas si saliendo todos a la calle, y poniendo a luz
nuestras penas, que acaso resultasen una sola pena común, nos pusiéramos
en común a llorarlas y a dar gritos al cielo y a llamar a Dios. Aunque no
nos oyese, que sí nos oiría. Lo más santo de un templo es que es el lugar
a que se va a llorar en común. Un Miserere, cantado en común por una
muchedumbre, azotada del destino, vale tanto como una filosofía. No basta
curar la peste, hay que saber llorarla. ¡Sí, hay que saber llorar! Y acaso
esta es la sabiduría suprema. ¿:Para qué? Pregunádselo a Solón.
Hay algo que, a falta de otro nombre, llamaremos el sentimiento trágico
de la vida, que lleva tras sí toda una concepción de la vida misma y del
universo, toda una filosofía más o menos formulada, más o menos
consciente. Y ese sentimiento pueden tenerlo, y lo tienen, no sólo hombres
individuales, sino pueblos enteros. Y ese sentimiento, más que brotar de
ideas, las determina, aun cuando luego, claro está, estas ideas reaccionan
sobre él, corroborándolo. Unas veces puede provenir de una enfermedad
adventicia, de una dispepsia, verbigracia, pero otras veces es
constitucional. Y no sirve hablar, como veremos, de hombres sanos e
insanos. Aparte de no haber una noción normativa de la salud, nadie ha
probado que el hombre tenga que ser naturalmente alegre. Es más: el
hombre, por ser hombre, por tener conciencia, es ya, respecto al burro o a
un cangrejo, un animal enfermo. La conciencia es una enfermedad.
Ha habido entre los hombres de carne y hueso ejemplares típicos de esos
que tienen el sentimiento trágico de la vida. Ahora recuerdo a Marco
Aurelio, San Agustín, Pascal, Rousseau, René, Obermann,
Thomson,Leopardi,Vigny, Lenau, Kleist, Amiel, Quental, Kierkegaard:
hombres cargados de sabiduría más bien que de ciencia.
Habrá quien crea que uno cualquiera de estos hombres adoptó su
actitud-como si actitudes
así cupiese adoptar, como quien adopta una postura-, para llamar la
atención o tal vez para congraciarse con los poderosos, con sus jefes
acaso, porque no hay nada más menguado que el hombre cuando se pone a
suponer intenciones ajenas; pero honni soit qui mal y pense. Y
esto por no estampar ahora y aquí otro proverbio, este español, mucho más
enérgico, pero que acaso raye en grosería.
Y hay, creo, también pueblos que tienen el sentimiento trágico de la
vida.
Es lo que hemos de ver ahora, empezando por eso de la salud y la
enfermedad.
@§
-- II --
-- II -- EL PUNTO DE PARTIDA
Acaso las reflexiones que vengo haciendo puedan parecer a alguien
de un cierto carácter morboso. ¿:Morboso? ¿:Pero qué es eso de la
enfermedad? ¿:Qué es la salud?
Y acaso la enfermedad misma sea la condición esencial de lo que
llamamos progreso, y el progreso mismo una enfermedad.
¿:Quién no conoce la mítica tragedia del Paraíso? Vivían en él nuestros
primeros padres en estado de perfecta salud y de perfecta inocencia, y
Yavé les permitía comer del árbol de la vida, y había creado todo para
ellos; pero les prohibió probar del fruto del árbol de la ciencia del bien
y del mal. Pero ellos, tentados por la serpiente, modelo de prudencia para
el Cristo, probaron de la fruta del árbol de la ciencia del bien y del
mal, y quedaron sujetos a las enfermedades todas y a la que es corona y
acabamiento de ellas, la muerte, y al trabajo y al progreso. Porque el
progreso arranca, según esta leyenda, del pecado original. Y así fue cómo
la curiosidad de la mujer, de Eva, de la más presa a las necesidades
orgánicas y de conservación, fue la que trajo la caída y con la caída la
redención, la que nos puso en el camino de Dios, de llegar a Él y ser en
Él.
¿:Queréis una versión de nuestro origen? Sea. Según ella, no es en rigor
el hombre, sino una especie de gorila, orangután, chimpancé o cosa así,
hidrocéfalo o algo parecido. Un mono antropoide tuvo una vez un hijo
enfermo, desde el punto de vista estrictamente animal o zoológico,
enfermo, verdaderamente enfermo, y esa enfermedad resultó, además de una
flaqueza, una ventaja para la lucha por la persistencia. Acabó por ponerse
derecho el único mamífero vertical: el hombre. La posición erecta le
libertó las manos de tener que apoyarse en ellas para andar, y pudo
oponerse el pulgar a los otros cuatro dedos, y escoger objetos y
fabricarse utensilios, y son las manos, como es sabido, grandes
fraguadoras de inteligencia. Y esa misma posición le puso pulmones,
tráquea, laringe y boca en aptitud de poder articular lenguaje, y la
palabra es inteligencia. Y esa posición también, haciendo que la cabeza
pese verticalmente sobre el tronco, permitió un mayor peso y desarrollo de
aquella, en que el pensamiento se asienta. Pero necesitando para esto unos
huesos de la pelvis más resistentes y recios que en las especies cuyo
tronco y cabeza descansan sobre las cuatro extremidades, la mujer, la
autora de la caída, según el Génesis, tuvo que dar salida en el parto a
una criatura de mayor cabeza por entre unos huesos más duros. Y Yavé la
condenó, por haber pecado, a parir con dolor sus hijos.
El gorila, el chimpancé, el orangután y sus congéneres deben de
considerar como un pobre animal enfermo al hombre, que hasta almacena sus
muertos. ¿:Para qué?
Y esa enfermedad primera y las enfermedades todas que le siguen, ¿:no
son acaso el capital elemento del progreso? La artritis, pongamos por
caso, inficiona la sangre, introduce en ella cenizas, escurrajas de una
imperfecta combustión orgánica; pero esta impureza misma, ¿:no hace por
ventura más excitante a esa sangre? ¿:No provocará acaso esa sangre impura,
y precisamente por serlo, a una más aguda celebración? El agua
químicamente pura es impotable. Y la sangre fisiológicamente pura, ¿:no es
acaso también inapta para el cerebro del mamífero vertical que tiene que
vivir del pensamiento?
La historia de la Medicina, por otra parte, nos enseña que no consiste
tanto el progreso en expulsar de nosotros los gérmenes de las
enfermedades, o más bien las enfermedades mismas, cuanto en acomodarlas a
nuestro organismo, enriqueciéndolo tal vez, en macerarlas en nuestra
sangre. ¿:Qué otra cosa significan la vacunación y los sueros todos, qué
otra cosa la inmunización por el transcurso del tiempo?
Si eso de la salud no fuera una categoría abstracta, algo que en rigor
no se da, podríamos decir que un hombre perfectamente sano no sería ya un
hombre, sino un animal irracional. Irracional por falta de enfermedad
alguna que encendiera su razón. Y es una verdadera enfermedad, y trágica,
la que nos da el apetito de conocer por gusto del conocimiento mismo, por
el deleite de probar de la fruta del árbol de la ciencia del bien y del
mal.
17áva--s áv0pamol zóv s1 CS£Va1 óp--yovaal (pv6--1 «todos los hombres
se empeñan por naturaleza en conocer». Así empieza Aristóteles su
Metafísica, y desde entonces se ha repetido miles de veces que la
curiosidad o deseo de saber, lo que, según el Génesis, llevó a nuestra
primer madre al pecado, es el origen de la ciencia.
Mas es menester distinguir aquí entre el deseo o apeito de conocer,
aparentemente y a primera vista, por amor al conocimiento mismo, entre el
ansia de probar del fruto del árbol de la ciencia, y la necesidad de
conocer para vivir. Esto último, que nos da el conocimiento directo e
inmediato, y que en cierto sentido, si no pareciese paradójico, podría
llamarse conocimiento inconsciente, es común al hombre con los animales,
mientras lo que nos distingue de estos es el conocimiento reflexivo, el
conocer del conocer mismo.
Mucho han disputado y mucho seguirán todavía dispuando los hombres, ya
que a sus disputas fue entregado el mundo, sobre el origen del
conocimiento; mas dejando ahora para más adelante lo que de ello sea en
las hondas entrañas de la existencia, es lo averiguado y cierto que en el
orden aparencial de las cosas, en la vida de los seres dotados de algún
conocer o percibir, más o menos brumoso, o que por sus actos parecen estar
dotados de él, el conocimiento se nos muestra ligado a la necesidad de
vivir y de procurarse sustento para lograrlo. Es una secuela de aquella
esencia misma del ser, que, según Spinoza, consiste en el conato por
perseverar indefinidamente en su ser mismo. Con términos en que la
concreción raya acaso en grosería, cabe decir que el cerebro, en cuanto a
su función, depende del estómago. En los seres que figuran en lo más abajo
de la escala de los vivientes, los actos que presentan caracteres de
voluntariedad, los que parecen ligados a una conciencia más o menos clara,
son acos que se enderezan a procurarse subsistencia el ser que los
ejecuta.
Tal es el origen que podemos llamar histórico del conocimiento, sea
cual fuere su origen en otro respecto. Los seres que parecen dotados de
percepción, perciben para poder vivir, y sólo en cuanto para vivir lo
necesitan, perciben. Pero tal vez, atesorados estos conocimientos que
empezaron siendo útiles y dejaron de serlo, han llegado a constituir un
caudal que sobrepuja con mucho al necesario para la vida.
Hay, pues, primero la necesidad de conocer para vivir, y de ella se
desarrolla ese otro que podríamos llamar conocimiento de lujo o de exceso,
que puede a su vez llegar a constituir una nueva necesidad. La curiosidad,
el llamado deseo innato de conocer, sólo se despierta, y obra luego que
está satisfecha la necesidad de conocer para vivir; y aunque alguna vez no
sucediese así en las condiciones actuales de nuestro linaje, sino que la
curiosidad se sobreponga a la necesidad y la ciencia al hombre, el hecho
primordial es que la curiosidad brotó de la necesidad de conocer para
vivir, y este es el peso muerto y la grosera materia que en su seno la
ciencia lleva; y es que aspirando a ser un conocer por conocer, un conocer
la verdad por la verdad misma, las necesidades de la vida fuerzan y
tuercen a la ciencia a que se ponga al servicio de ellas, y los hombres,
mientras creen que buscan la verdad por ella misma, buscan de hecho la
vida en la verdad. Las variaciones de la ciencia dependen de las
variaciones de las necesidades humanas, y los hombres de ciencia suelen
trabajar, queriéndolo o sin quererlo, a sabiendas o no, al servicio de los
poderosos o al del pueblo que les pide confirmación de sus anhelos.
¿:Pero es esto realmente un peso muerto y una grosera materia de la
ciencia, o no es más bien la íntima fuente de su redención? El hecho es
que es ello así, y torpeza grande pretender rebelarse contra la condición
misma de la vida.
El conocimiento está al servicio de la necesidad de vivir, y
primariamente al servicio del instinto de conservación personal. Y esta
necesidad y este instinto han creado en el hombre los órganos del
conocimiento, dándoles el alcance que tienen. El hombre ve, oye, toca,
gusta y huele lo que necesita ver, oír, tocar, gustar y oler para
conservar su vida; la merma o la pérdida de uno cualquiera de esos
sentidos aumenta los riesgos de que su vida está rodeada, y si no los
aumenta tanto en el estado de sociedad en que vivimos, es porque los unos
ven, oyen, tocan, gustan o huelen por los otros. Un ciego solo, sin
lazarillo, no podría vivir mucho tiempo. La necesidad es otro sentido, el
verdadero sentido común.
El hombre, pues, en su estado de individuo aislado, no ve, ni oye, ni
toca, ni gusta, ni huele más que lo que necesita para vivir y conservarse.
Si no percibe colores ni por debajo del rojo ni por encima del violeta, es
acaso porque le bastan los otros para poder conservarse. Y los sentidos
mismos son aparatos de simplificación, que eliminan de la realidad
objetiva todo aquello que no nos es necesario conocer para poder usar de
los objetos a fin de conservar la vida. En la completa oscuridad, el
animal que no perece, acaba por volverse ciego. Los parásitos, que en las
entrañas de otros animales viven de los jugos nutritivos por estos otros
preparados ya, como no necesitan ni ver ni oír, ni ven ni oyen, sino que
convertidos en una especie de saco, permanecen adheridos al ser de quien
viven. Para estos parásitos no deben de existir ni el mundo visual ni el
mundo sonoro. Basta que vean y oigan aquellos que en sus entrañas los
mantienen.
Está, pues, el conocimiento primariamente al servicio del instinto de
conservación, que es más bien, como con Spinoza dijimos, su esencia misma.
Y así cabe decir que es el instinto de conservación el que nos hace la
realidad y la verdad del mundo perceptible, pues del campo insondable e
ilimitado de lo posible es ese instinto el que nos saca y separa lo para
nosotros existente. Existe, en efecto, para nosotros todo lo que, de una o
de otra manera, necesitamos conocer para existir nosotros; la existencia
objeiva es, en nuestro conocer, una dependencia de nuestra propia
existencia personal. Y nadie puede negar que no pueden existir y acaso
existan aspectos de la realidad desconocidos, hoy al menos, de nosotros, y
acaso inconocibles, porque en nada nos son necesarios para conservar
nuestra propia existencia actual.
Pero el hombre ni vive solo ni es individuo aislado, sino que es
miembro de sociedad, encerrando no poca verdad aquel dicho de que el
individuo, como el átomo, es una abstracción. Sí, el átomo fuera del
universo es tan abstracción como el universo aparte de los átomos. Y si el
individuo se mantiene es por el instinto de perpetuación de aquel. Y de
este instinto, mejor dicho, de la sociedad, brota la razón.
La razón, lo que llamamos tal, el conocimiento reflejo y reflexivo, el
que distingue al hombre, es un producto social.
Debe su origen acaso al lenguaje. Pensamos articulada, o sea
reflexivamente, gracias al lenguaje articulado, y este lenguaje brotó de
la necesidad de transmitir nuestro pensamiento a nuestros prójimos. Pensar
es hablar consigo mismo, y hablamos cada uno consigo mismo gracias a haber
tenido que hablar los unos con los otros, y en la vida ordinaria acontece
con frecuencia que llega uno a encontrar una idea que buscaba, llega a
darla forma, es decir, a obtenerla, sacándola de la nebulosa de
percepciones oscuras a que representa, gracias a los esfuerzos que hace
para presentarla a los demás. El pensamiento es lenguaje interior, y el
lenguaje interior brota del exterior. De donde resulta que la razón es
social y común. Hecho preñado de consecuencias, como hemos de ver.
Y si hay una realidad que es en cuanto conocida obra del instinto de
conservación personal y de los sentidos al servicio de este, ¿:no habrá de
haber otra realidad, no menos real que aquella, obra, en cuanto conocida,
del insinto de perpetuación, el de la especie, y al servicio de él? El
instinto de conservación, el hambre, es el fundamento del individuo
humano; el instinto de perpetuación, amor en su forma más rudimentaria y
fisiológica, es el fundamento de la sociedad humana. Y así como el hombre
conoce lo que necesita conocer para que se conserve, así la sociedad o el
hombre, en cuanto ser social conoce lo que necesita conocer para
perpetuarse en sociedad.
Hay un mundo, el mundo sensible, que es hijo del hambre, y otro mundo,
el ideal, que es hijo del amor. Y así como hay sentidos al servicio del
conocimiento del mundo sensible los hay también, hoy en su mayor parte
dormidos, porque apenas si la conciencia social alborea, al servicio del
conocimiento del mundo ideal. ¿:Y por qué hemos de negar la realidad
objetiva a las creaciones del amor, del instinto de perpetuación, ya que
se lo concedemos a las del hambre o instinto de conservación? Porque si se
dice que estas otras creaciones no lo son más que de nuestra fantasía, sin
valor objetivo, ¿:no puede decirse igualmente de aquellas que no son sino
creaciones de nuestros sentidos? ¿:Quién nos dice que no haya un mundo
invisible e intangible, percibido por el sentido íntimo, que vive al
servicio del instinto de perpeuación?
La sociedad humana, como tal sociedad, tiene sentidos de que el
individuo, a no ser por ella, carecería, lo mismo que este individuo, el
hombre, que es a su vez una especie de sociedad, tiene sentidos de que
carecen las células que le componen. Las células ciegas del oído, en su
oscura conciencia, deben de ignorar la existencia del mundo visible, y si
de él les hablasen, lo estimarían acaso creación arbitraria de las células
sordas de la vista, las cuales, a su vez, habrán de estimar ilusión el
mundo sonoro que aquellas crean.
Mentábamos antes a los parásitos que, viviendo en las entrañas de los
animales superiores, de los jugos nutritivos que estos preparan, no
necesitan ver ni oír, y no existe, por lo tanto, para ellos mundo visible
ni sonoro. Y si tuviesen cierta conciencia y se hicieran cargo de que
aquel a cuyas expensas viven cree en otro mundo, juzgaríanlo acaso
desvaríos de la imaginación. Y así hay parásitos sociales, como hace muy
bien notar Mr. Balfour {N-1} ,que
recibiendo de la sociedad en que viven los móviles de su conducta moral,
niegan que la creencia en Dios y en otra vida sean necesarias para
fundamentar una buena conducta y una vida soportables, porque la sociedad
les ha preparado ya los jugos espirituales de que viven. Un individuo
suelto puede soportar la vida y vivirla buena, y hasta heroica, sin creer
en manera alguna ni en la inmoralidad del alma ni en Dios, pero es que
vive vida de parásito espiritual. Lo que llamamos sentimiento del honor
es, aun en los no cristianos, un producto cristiano. Y aun digo más, y es,
que si se da en un hombre la fe en Dios unida a una vida de pureza y
elevación moral, no es tanto que el creer en Dios le haga bueno, cuanto
que el ser bueno, gracias a Dios, le hace creer en Él. La bondad es la
mejor fuente de clarividencia espiritual.
No se me oculta tampoco que podrá decírseme que todo esto de que el
hombre crea el mundo sensible, y el amor el ideal, todo lo de las células
ciegas del oído y las sordas de la vista, lo de los parásitos
espirituales, etc., son metáforas. Así es, y no pretendo otra cosa sino
discurrir por metáforas. Y es que ese sentido social, hijo del amor, padre
del lenguaje y de la razón y del mundo ideal que de él surge, no es en el
fondo otra cosa que lo que llamamos fantasía e imaginación. De la fantasía
brota la razón. Y si se toma a aquella como una facultad que fragua
caprichosamente imágenes, preguntaré qué es el capricho, y en todo caso
también los sentidos y la razón yerran.
Y hemos de ver que es esa facultad íntima social, la imaginación que lo
personaliza todo, la que, puesta al servicio del instinto de perpetuación,
nos revela la inmortalidad del alma y a Dios, siendo así Dios un producto
social.
Pero esto para más adelante.
Y ahora bien; ¿:para qué se filosofa?, es decir, ¿:para qué se investigan
los primeros principios y los fines últimos de las cosas? ¿:Para qué se
busca la verdad desinteresada? Porque aquello de que todos los hombres
tienden por naturaleza a conocer, está bien; pero ¿:para qué?
Buscan los filósofos un punto de partida teórico o ideal a su trabajo
humano, el de filosofar; pero suelen descuidar buscarle el punto de
partida práctico y real, el propósito. ¿:Cuál es el propósito al hacer
filosofía, al pensarla y exponerla luego a los semejantes? ¿:Qué busca en
ello y con ello el filósofo? ¿:La verdad por la verdad misma? ¿:La verdad
para sujetar a ella nuestra conducta y determinar conforme a ella nuestra
actitud espiritual para con la vida y el universo?
La filosofía es un producto humano de cada filósofo, y cada filósofo es
un hombre de carne y hueso que se dirige a otros hombres de carne y hueso
como él. Y haga lo que quiera, filosofa, no con la razón sólo, sino con la
volunad, con el sentimiento, con la carne y con los huesos, con el alma
toda y con todo el cuerpo. Filosofa el hombre.
Y no quiero emplear aquí el yo, diciendo que al filosofar filosofo yo y
no el hombre, para que no se confunda este yo concreto, circunscrito, de
carne y hueso, que sufre del mal de muelas y no encuentra soportable la
vida si la muerte es la aniquilación de la conciencia personal, para que
no se le confunda con ese otro yo de matute, el Yo con letra mayúscula, el
Yo teórico que introdujo en la filosofía Fichte, ni aun con el único,
también teórico, de Max Stirner. Es mejor decir nosotros. Pero nosotros
los circunscritos en espacios.
¡Saber por saber! ¡La verdad por la verdad! Eso es inhumano. Y si
decimos que la filosofía teórica se endereza a la práctica, la verdad al
bien, la ciencia a la moral, diré: y el bien ¿:para qué? ¿:Es acaso un fin
en sí? Bueno no es sino lo que contribuye a la conservación, perpetuación
y enriquecimiento de la conciencia. El bien se endereza al hombre, al
mantenimiento y perfección de la sociedad humana, que se compone de
hombres. Y esto; ¿:para qué? «Obra de modo que tu acción pueda servir de
norma a todos los hombres», nos dice Kant. Bien ¿:y para qué? Hay que
buscar un para qué.
En el punto de partida, en el verdadero punto de parida, el práctico,
no el teórico, de toda filosofía, hay un para qué. El filósofo filosofa
para algo más que para filosofar.Primum vivere, deinde philosophari,
dice el antiguo adagio latino, y como el filósofo, antes que filósofo
es hombre, necesita vivir para poder filosofar, y de hecho filosofa para
vivir. Y suele filosofar, o para resignarse a la vida, o para buscarle
alguna finalidad, o para divertirse y olvidar penas, o por deporte y
juego. Buen ejemplo de este último, aquel terrible ironista ateniense que
fue Sócrates, y de quien nos cuenta Jenofonte, en sus
Memorias,que de tal modo le expuso a Teodota la cortesana las
artes de que debía valerse para atraer a su casa amantes, que le pidió
ella al filósofo que fuese su compañero de caza, avvOilpazds, su
alcahuete, en una palabra. Y es que, de hecho, en arfe de alcahuetería,
aunque sea espiritual, suele no pocas veces convertirse la filosofía. Y
otras en opio para adormecer pesares.
Tomo al azar un libro de metafísica, el que encuentro más a mano.
Time and Espace. A metaphysical essay, de Shayworth H. Hodgson;
lo abro, y en el párrafo quinto del primer capítulo de su parte primera
leo: «La metafísica no es, propiamente hablando, una ciencia, sino una
filosofía; esto es, una ciencia cuyo fin está en sí misma, en la
gratificación y educación de los espíritus que la culivan, no en propósito
alguno externo, tal como el de fundar un arte conducente al bienestar de
la vida.» Examinemos esto. Y veremos primero que la metafísica no es,
hablando con propiedad properly speaking-, una ciencia, «esto
es», that is, que es una ciencia cuyo fin etcéera. Y esta
ciencia, que no es propiamente una ciencia, tiene su fin en sí, en la
gratificación y educación de los espíritus que la cultivan. ¿:En qué, pues,
quedamos? ¿:Tiene su fin en sí, o es su fin gratificar y educar los
espíritus que la cultivan? ¡O lo uno o lo otro! Luego añade Hodgson que el
fin de la metafísica no es propósito alguno externo, como el de fundar un
arte conducente al bienestar de la vida. Pero es que la gratificación del
espíritu de aquel que cultiva la filosofía, ¿:no es parte del bienestar de
su vida? Fíjese el lector en ese pasaje del meafísico inglés, y dígame si
no es un tejido de contradicciones.
Lo cual es inevitable, cuando se trate de fijar humanamenteeso
de una ciencia, de un conocer, cuyo fin esté en sí mismo; eso de un
conocer por el conocer mismo de un alcanzar la verdad por la misma verdad.
La ciencia no existe sino en la conciencia personal, y gracias a ella; la
asronomía, las matemáticas, no tienen otra realidad que la que como
conocimiento tienen en las mentes de los que las aprenden y cultivan. Y si
un día ha de acabarse toda conciencia personal sobre la tierra; si un día
ha de volver a la nada, es decir, a la absoluta inconsciencia de que
broara el espíritu humano, y no ha de haber espíritu que se aproveche de
toda nuestra ciencia acumulada, ¿:para qué esta? Porque no se debe perder
de vista que el problema de la inmortalidad personal del alma implica el
porvenir de la especie humana toda.
Esa serie de contradicciones en que el inglés cae, al querer
explicarnos lo de una ciencia cuyo fin está en sí misma, es fácilmente
comprensible tratándose de un inglés que ante todo es hombre. Tal vez un
especialista alemán, un filósofo que haya hecho de la filosofía su
especialidad, y en esta haya enterrado, matándola antes, su humanidad,
explicara mejor eso de la ciencia, cuyo fin está en sí misma, y lo del
conocer por conocer.
Tomad al hombre Spinoza, aquel judío portugués deserrado en Holanda;
leed su Ética, como lo que es, como un desesperado poema
elegiaco, y decidme si no se oye allí, por debajo de las escuetas y al
parecer serenas proposiciones expuestas more geometrico, el eco
lúgubre de los salmos proféticos. Aquella no es la filosofía de la
resignación, sino la de la desesperación. Y cuando escribía lo de que el
hombre libre en todo piensa menos en la muerte, y es su sabiduría
meditación no de la muerte, sino de la vida humana -homo librr de
nulla re minusquam de morte cogitat et euis sapientiam non mortis, sed
vitae meditatio est (Ethice, pars. IV prop. LXVII); cuando escribía,
sentíase, como nos sentimos todos, esclavo, y pensaba en la muerte, y para
libertarse, aunque en vano, de este pensamiento, lo escribía. Ni al
escribir la proposición XLII de la parte V de que «la felicidad no es
premio de la virtud, sino la virtud misma», sentía, de seguro, lo que
escribía. Pues para eso suelen filosofar los hombres, para convencerse a
sí mismos, sin lograrlo. Y este querer convencerse, es decir, este querer
violentar la propia naturaleza humana, suele ser el verdadero punto de
partida íntimo de no pocas filosofías.
¿:De dónde vengo yo y de dónde viene el mundo en que vivo y del cual
vivo? ¿:Adónde voy y adónde va cuanto me rodea? ¿:Qué significa esto? Tales
son las preguntas del hombre, así que se liberta de la embrutecedora
necesidad de tener que sustentarse materialmente. Y si miramos bien,
veremos que debajo de esas preguntas no hay tanto el deseo de conocer
unpor qué como el de conocer el para qué; no de la
causa, sino de la finalidad. Conocida es la definición que de la filosofía
daba Cicerón llamándola «ciencia de lo divino y de lo humano y de las
causas en que ellos se contienen», retum divinarum et humanarum,
causarumque quibus hae res continentur; pero en realidad, esas causas
son para nosotros, fines. Y la Causa Suprema, Dios, ¿:qué es sino el
Supremo Fin? Sólo nos interesa el por qué en vista del para
qué; sólo queremos saber de dónde venimos para mejor poder averiguar
adónde vamos.
Esta definición ciceroniana, que es estoica, se halla también en aquel
formidable intelectualista que fue Clemente de Alejandría, por la Iglesia
católica canonizado, el cual la expone en el capítulo V del primero de sus
Stromata. Pero este mismo filósofo cristiano -¿:cristiano?- en el
capítulo XXII de su cuarto stroma nos dice que debe bastarle al
gnóstico, es decir, al intelectual, el conocimiento, la gnosis, y añade:
«y me atrevería a decir que no por querer salvarse escogerá el
conocimiento el que lo siga por la divina ciencia misma: el conocer
tiende, mediante el ejercicio, al siempre conocer; pero el conocer
siempre, hecho esencia del conocimiento por continua mezcla y hecho
contemplación eterna queda sustancia viva; y si alguien por su posición
propusiese al intelectual qué prefería, o el conocimiento de Dios o la
salvación eterna, y se pudieran dar estas cosas separadas, siendo como
son, más bien una sola, sin vacilar escogería el conocimiento de Dios».
¡Que Él, que Dios mismo, a quien anhelamos gozar y poseer eternamente, nos
libre de este gnosticismo o intelectualismo clementino!
¿:Por qué quiero saber de dónde vengo y adónde voy, de dónde viene y
adónde va lo que me rodea, y qué significa todo esto? Porque no quiero
morirme del todo, y quiero saber si he de morirme o no definitivamente. Y
si no muero, ¿:qué será de mí?; y si muero, ya nada tiene senido. Y hay
tres soluciones: a) o sé que me muero del todo y entonces la
desesperación irremediable, o b) sé que no muero del todo, y
entonces la resignación, o c) no puedo saber ni una cosa ni otra cosa, y
entonces la resignación en la desesperación o esta en aquella, una
resignación desesperada, o una desesperación resignada, y la lucha.
«Lo mejor es -dirá algún lector- dejarse de lo que no se puede
conocer.» ¿:Es ello posible? En su hermosísimo poema El sabio antiguo
(The ancient sage), decía Tennyson: «No puedes probar lo inefable
(The Nameless), ¡oh hijo mío, ni puedes probar el mundo en que te
mueves; no puedes probar que eres cuerpo sólo, ni puedes probar que eres
sólo espíritu, ni que eres ambos en uno; no puedes probar que eres
inmortal, ni tampoco que eres mortal; sí, hijo mío, no puedes probar que
yo, que contigo hablo, no eres tú que hablas contigo mismo, porque nada
digno de probarse puede ser probado ni des-probado, por lo cual sé
prudente, agárrate siempre a la parte más soleada de la duda y trepa a la
Fe allende las formas de la Fe!» Sí, acaso, como dice el sabio, nada digno
de probarse puede ser probado ni des-probado.
for nothing worthy proving can be proven,
nor yet disproven;
¿:Pero podemos contener a ese instinto que lleva al hombre a querer
conocer y sobre todo a querer conocer aquello que a vivir, y a vivir
siempre, conduzca? A vivir siempre, no a conocer siempre como el gnóstico
alejandrino. Porque vivir es una cosa y conocer otra, y como veremos,
acaso hay entre ellas una tal oposición que podamos decir que todo lo
vital es antirracional, no ya sólo irracional, y todo lo racional,
antivital. Y esta es la base del sentimiento trágico de la vida.
Lo malo del discurso del método de Descartes no es la duda previa
metódica; no que empezara queriendo dudar de todo, lo cual no es más que
un mero artificio; es que quiso empezar prescindiendo de sí mismo, del
Descartes, del hombre real, de carne y hueso, del que no quiere morirse,
para ser un mero pensador, esto es, una abstracción. Pero el hombre real
volvió y se le metió en la filosofía.
«Le bon sens est la chose du monde la mieux partagée.» Así
comienza elDiscurso del Método, y ese buen sentido le salvó. Y
sigue hablando de sí mismo, del hombre Descartes, diciéndonos, entre otras
cosas, que estimaba mucho la elocuencia y estaba enamorado de la poesía;
que se complacía sobre todo en las matemáticas, a causa de la certeza y
evidencia de sus razones, y que veneraba nuestra teología, y pretendía,
tanto como cualquier otro, ganar en el cielo, et prétendais autant
qu'aucun autre á gagner le ciel. Y esta pretensión, por lo demás creo
que muy laudable, y sobre todo muy natural, fue la que le impidió sacar
todas las consecuencias de la duda metódica. El hombre Descartes
pretendía, tanto como otro cualquiera, ganar el cielo; «pero habiendo
sabido, como cosa muy segura, que no está su camino menos abierto a los
más ignorantes que a los más doctos, y que las verdades reveladas que a él
llevan están por encima de nuestra inteligencia, no me hubiera atrevido a
someterlas a la flaqueza de mi razonamiento y pensé que para emprender el
examinarlos y lograrlo era menester tener alguna extraordinaria asistencia
del cielo y ser más que hombre». Y aquí está el hombre. Aquí está el
hombre que no se sentía, a Dios gracias, en condición que le obligase a
hacer de la ciencia un oficio -métier-para alivio de su fortuna,
y que no se hacía una profesión de despreciar, en cínico, la gloria. Y
luego nos cuenta cómo tuvo que detenerse en Alemania, y encerrado en una
estufa, poele,empezó a filosofar su método. En Alemania, ¡pero
encerrado en una estufa! Y así es, un discurso de estufa, y de estufa
alemana, aunque el filósofo en ella encerrado haya sido un francés que se
proponía ganar el cielo.
Y llega al cogito ergo sum, que ya san Agustín preludiara;
pero el ego implícito en este entimema ego cogito, ergo ego
sum,es un ego, un yo irreal, o sea ideal, y su sum, su
existencia, algo irreal también, «pienso luego soy», no puedo querer decir
sino «pienso, luego soy pensante»; ese ser del soy que se deriva de pienso
no es más que un conocer; ese ser es conocimiento, mas no vida. Y lo
primitivo no es que pienso, sino que vivo, porque también viven los que no
piensan. Aunque ese vivir no sea un vivir verdadero. ¡Qué de
contradicciones, Dios mío, cuando queremos casar la vida y la razón!
La verdad es sum, ergo cogito: soy, luego pienso, aunque no
todo lo que es piense. La conciencia de pensar, ¿:no será ante todo
conciencia de ser? ¿:Será posible acaso un pensamiento puro, sin conciencia
de sí, sin personalidad? ¿:Cabe acaso conocimiento puro, sin sentimiento,
sin esta especie de materialidad que el sentimiento le presta? ¿:No se
siente acaso el pensamiento y se siente uño a sí mismo a la vez que se
conoce y se quiere? ¿:No puede decir el hombre de la estufa: «siento, luego
soy»; o «quiero, luego soy»? Y sentirse, ¿:no es acaso sentirse
imperecedero? Quererse, ¿:no es quererse eterno, es decir, no querer
morirse? Lo que el triste judío de Amsterdam llamaba la esencia de la
cosa, el conato que pone en perseverar indefinidamente en su ser, el amor
propio, el ansia de inmortalidad, ¿:no será acaso la condición primera y
fundamental de todo conocimiento reflexivo o humano? ¿:Y no será, por lo
tanto, la verdadera base, el verdadero punto de partida de toda filosofía,
aunque los filósofos, pervertidos por el intelectualismo, no lo
reconozcan?
Y fue además elcogito el que introdujo una distinción que,
aunque fecunda en verdades, lo ha sido también en confusiones, y es la
distinción entre objeto, cogito, y sujeto, sum. Apenas hay
distinción que no sirva también para confundir. Pero a esto
volveremos.
Quedémonos ahora en esta vehemente sospecha de que el ansia de no
morir, el hambre de la inmortalidad personal, el conato con que tendemos a
persistir indefinidamente en nuestro ser propio y que es, según el trágico
judío, nuestra misma esencia, eso es la base afectiva de todo conocer y el
íntimo punto de partida personal de toda filosofía humana, fraguada por un
hombre y para hombres. Y veremos cómo la solución a ese íntimo problema
afecivo, solución que puede ser la renuncia desesperada de solucionarlo,
es la que tiñe todo el resto de la filosofía. Hasta debajo del llamado
problema del conocimiento no hay sino el afecto ese humano, como debajo de
la inquisición del por qué de la causa no hay sino la rebusca del
para qué, de la finalidad. Todo lo demás es o engañarse o querer
engañar a los demás. Y querer engañar a los demás para engañarse a sí
mismo.
Y ese punto de partida personal y afectivo de toda filosofía y de toda
religión es el sentimiento trágico de la vida. Vamos a verlo.
-- III -- EL HAMBRE DE INMORTALIDAD
Parémonos en esto del inmortal anhelo de inmortalidad, aunque los
gnósticos o intelectuales puedan decir que es retórica lo que sigue y no
filosofía. También el divino Platón, al disertar en su Fedón
sobre la inmortalidad del alma, dijo que conviene hacer sobre ella
leyendas, uv0o, oy--i v.
Recordemos ante todo una vez más, y no será la última, aquello de
Spinoza de que cada ser se esfuerza por perseverar en él, y que este
esfuerzo es su esencia misma actual, e implica tiempo indefinido, y que el
ánimo, en fin, ya en sus ideas distintas y claras, ya en las confusas,
tiende a perseverar en su ser con duración indefinida y es sabedor de este
su empeño (Ethice,part. HI, props. VI-1X).
Imposible nos es, en efecto, concebirnos como no exisentes, sin que
haya esfuerzo alguno que baste a que la conciencia se dé cuenta de la
absoluta inconsciencia, de su propio anonadamiento. Intenta, lector,
imaginarte en plena vela cuál sea el estado de tu alma en el profundo
sueño; trata de llenar tu conciencia con la representación de la
inconsciencia, y lo verás. Causa congojosísimo vérigo el empeñarse en
comprenderlo. No podemos concebirnos como no existiendo.
El universo visible, el que es hijo del instinto de conservación, me
viene estrecho, esme como una jaula que me resulta chica, y contra cuyos
barrotes da en sus revuelos mi alma; fáltame en él aire que respirar. Más,
más y cada vez más; quiero ser yo, y sin dejar de serlo, ser además los
otros, adentrarme a la totalidad de las cosas visibles e invisibles,
extenderme a lo ilimitado del espacio y prolongarme a lo inacabable del
tiempo. De no serlo todo y por siempre, es como si no fuera, y por lo
menos ser todo yo, y serlo para siempre jamás. Y ser yo, es ser todos los
demás. ¡O todo o nada!
¡O todo o nada! ¡Y qué otro sentido puede tener el «ser o no ser»!
To be or no to be shakesperiano, el de aquel mismo poeta que hizo
decir a Marcio en su Coriolano (V, 4) que sólo necesitaba la
eternidad para ser dios; he wants nothing of a god but eternity?
¡Eternidad!, ¡eternidad! Este es el anhelo: la sed de eternidad es lo
que se llama amor entre los hombres; y quien a otro ama es que quiere
eternizarse en él. Lo que no es eterno tampoco es real.
Gritos de las entrañas del alma ha arrancado a los poeas de los tiempos
todos esta tremenda visión del fluir de las olas de la vida, desde el
«sueño de una sombra» óxtas óvap de Píndaro, hasta el «la vida es sueño»,
de Calderón y el «estamos hechos de la madera de los sueños», de
Shakespeare, sentencia esta última aún más trágica que la del castellano,
pues mientras en aquella sólo se declara sueño a nuestra vida, mas no a
nosotros los soñadores de ella, el inglés nos hace también a nosotros
sueño, sueño que sueña.
La vanidad del mundo y el cómo pasa, y el amor son las dos notas
radicales y entrañadas de la verdadera poesía. Y son dos notas que no
pueden sonar la una sin que la otra a la vez resuene. El sentimiento de la
vanidad del mundo pasajero nos mete el amor, único en que se vence lo vano
y transitorio, único que rellena y eterniza la vida. Al parecer al menos,
que en realidad... Y el amor, sobre todo cuando la lucha contra el destino
súmenos en el senimiento de la vanidad de este mundo de apariencias, y nos
abre la vislumbre de otro en que, vencido el destino, sea ley la
libertad.
¡Todo pasa! Tal es el estribillo de los que han bebido de la fuente de
la vida, boca al chorro, de los que han gusado del fruto del árbol de la
ciencia del bien y del mal.
¡Ser, ser siempre, ser sin término, sed de ser, sed de ser más!,
¡hambre de Dios!, ¡sed de amor eternizante y eterno!, ¡ser siempre!, ¡ser
Dios!
«¡Seréis como dioses!», cuenta el Génesis (111, 5) que dijo la
serpiente a la primera pareja de enamorados. «Si en esta vida tan sólo
hemos de esperar en Cristo, somos los más lastimosos de los hombres»,
escribía el Apóstol (1 Cor., XV, 19), y toda religión arranca
históricamente del culto a los muertos, es decir, a la inmortalidad.
Escribía el trágico judío portugués de Amsterdam que el hombre libre en
nada piensa menos que en la muerte; pero ese hombre libre es un hombre
muerto libre del resorte de la vida, falto de amor, esclavo de su
libertad. Ese pensamiento de que me tengo que morir y el enigma de lo que
habrá después, es el latir mismo de mi conciencia. Contemplando el sereno
campo verde o contemplando unos ojos claros, a que se asome un alma
hermana de la mía, se me hinche la conciencia, siento la diástole del alma
y me empapo de vida ambiente, y creo en mi porvenir; pero al punto la voz
del misterio me susurra ¡dejarás de ser!, me roza con el ala el Ángel de
la muerte, y la sísole del alma me inunda las entrañas espirituales en
sangre de divinidad.
Como Pascal, no comprendo al que asegura no dársele un ardite de este
asunto, y ese abandono en cosa «en que se trata de ellos mismos, de su
eternidad, de su todo, me irrita mas que me enternece, me asombra y me
espanta», y el que así siente «es para mí», como para Pascal,cuyas son las
palabras señaladas, «un monstruo».
Mil veces y en mil tonos se ha dicho cómo es el culto a los muertos
antepasados lo que enceta, por lo común, las religiones primitivas, y cabe
en rigor decir que lo que más al hombre destaca de los demás animales es
lo de que guarde, de una manera o de otra, sus muertos sin entregarlos al
descuido de su madre la tierra todoparidora; es un animal guardamuertos.
¿:Y de qué los guarda así? ¿:De qué los ampara el pobre? La pobre conciencia
huye de su propia aniquilación, y así que un espíritu animal
desplacentándose del mundo, se ve frente a este y como distinto de él se
conoce, ha de querer tener otra vida que no la del mundo mismo. Y así la
tierra correría riesgo de converirse en un vasto cementerio, antes que los
muertos mismos se remueran.
Cuando no se hacían para los vivos más que chozas de tierra o cabañas
de paja que la intemperie ha destruido, elevábanse túmulos para los
muertos, y antes se empleó la piedra para las sepulturas que no para las
habitaciones. Han vencido a los siglos por su fortaleza las casas de los
muertos, no las de los vivos; no las moradas de paso, sino las de
queda.
Este culto, no a la muerte, sino a la inmortalidad, inicia y conserva
las religiones. En el delirio de la destrucción, Robespierre hace declarar
a la Convención la existencia del Ser Supremo y «el principio consolador
de la inmoralidad del alma», y es que el Incorruptible se aterraba ante la
idea de tener que corromperse un día.
¿:Enfermedad? Tal vez, pero quien no se cuida de la enfermedad, descuida
la salud, y el hombre es un animal esencial y sustancialmente enfermo.
¿:Enfermedad? Tal
vez lo sea como la vida misma a que va presa, y la única salud posible
la muerte; pero esa enfermedad es el manantial de toda salud poderosa. De
lo hondo de esa congoja, del abismo del sentimiento de nuestra mortalidad,
se sale a luz de otro cielo, como de lo hondo del infierno salió el Dante
a volver a ver las estrellas (Inf., XXXIV, 139).
e quindi uscimmo a riveder le stelle.
Aunque al pronto nos sea congojosa esta meditación de nuestra
mortalidad, nos es al cabo corroboradora. Recógete, lector, en ti mismo, y
figúrate un lento deshacerte de ti mismo, en que la luz se te apague, se
te enmudezcan las cosas y no te den sonido, envolviéndote en silencio, se
te derritan de entre las manos los objetos asideros, se te escurra de bajo
los pies el piso, se te desvanezcan como en desmayo los recuerdos, se te
vaya disipando todo en nada y disipándote también tú, y ni aun la
conciencia de la nada te quede siquiera como fantástico agarradero de una
sombra.
He oído contar de un pobre segador muerto en cama de hospital, que al
ir el cura a ungirle en extremaunción las manos, se resistía a abrir la
diestra con que apuñaba unas sucias monedas, sin percatarse de que muy
pronto no sería ya suya su mano ni él de sí mismo. Y así cerramos y
apuñamos, no ya la mano, sino el corazón, queriendo apuñar en él al
mundo.
Confesábame un amigo, que previendo en pleno vigor de salud física la
cercanía de una muerte violenta, pensaba en concentrar la vida, viviéndola
en los pocos días que de ella calculaba le quedarían para escribir un
libro. ¡Vanidad de vanidades!
Si al morírseme el cuerpo que me sustenta, y al que llamo mío para
distinguirme de mí mismo, que soy yo, vuelve mi conciencia a la absoluta
inconsciencia de que brotara, y como a la mía les acaece a las de mis
hermanos todos en la humanidad, entonces no es nuestro trabajado linaje
humano más que una fatídica procesión de fantasmas, que van de la nada a
la nada, y el humanitarismo lo más inhumano que se conoce.
Y el remedio no es el de la copla que dice:
Cada vez que considero
que me tengo que morir,
tiendo la capa en el suelo
y no me harto de dormir.
¡No! El remedio es considerarlo cara a cara, fija la mirada en la
morada de la Esfinge, que es así como se deshace el maleficio de su
alojamiento.
Si del todo morimos todos, ¿:para qué todo? ¿:Para qué? Es el ¿:para qué?
de la Esfinge, es el ¿:para qué? que nos corroe el meollo del alma, es el
padre de la congoja, la que nos da el amor de esperanza.
Hay, entre los poéticos quejidos del pobre Cowper, unas líneas escritas
bajo el peso del delirio y en las cuales, creyéndose blanco de la divina
venganza, exclama que el infierno podrá procurar un abrigo a sus
miserias.
Hell might afford my miseries a shelter
Este es el sentimiento puritano, la preocupación del pecado y de la
predestinación; pero leed estas otras mucho más terribles palabras de
Sénancour, expresivas de la desesperación católica, no ya de la
protestante, cuando hace decir a su Obermann (carta XC): «L'homme
est périssable. íl se peut; mais, périssons en résistant, et, si le neant
nous est resérvé, ne faisons pas que ce soit une justice.» Y he de
confesar, en efecto, por dolorosa que la confesión sea, que nunca, en los
días de la fe ingenua de mi mocedad, me hicieron temblar las
descripciones, por truculenas que fuesen, de las torturas del infierno, y
sentí siempre ser la nada mucho más aterradora que él. El que sufre vive,
y el que vive sufriendo ama y espera, aunque a la puerta de su mansión le
pongan el «¡Dejad toda esperanza!», y es mejor vivir en dolor que no dejar
de ser en paz. En el fondo, era que no podía creer en esa atrocidad de un
infierno, de una eternidad de pena, ni veía más verdadero infierno que la
nada y su perspectiva. Y sigo creyendo que si creyésemos todos en nuestra
salvación de la nada seríamos todos mejores.
¿:Qué es arregosto de vivir, la joie de vivre, de que ahora nos
hablan? El hambre de Dios, la sed de eternidad, de sobrevivir, nos ahogará
siempre ese pobre goce de la vida que pasa y no queda. Es el desenfrenado
amor a la vida, el amor que la quiere inacabable, lo que más suele empujar
al ansia de la muerte. «Anonadado yo, si es que del todo me muero -nos
decimos-, se me acabó el mundo, acabóse, ¿:y por qué no ha de acabarse
cuanto antes para que no vengan nuevas conciencias a padecer el
pesadumbroso engaño de una existencia pasajera y aparencial? Si deshecha
la ilusión de vivir, el vivir por el vivir mismo o para otros que han de
morirse también no nos llena el alma, ¿:para qué vivir? La muerte es
nuestro remedio.» Y así es como se endecha al reposo inacabable por miedo
a él, y se le llama liberadora a la muerte.
Ya el poeta del dolor, del aniquilamiento, aquel Leopardi que, perdido
el último engaño, el de creerse eterno
Peri l'inganno estremo
ch'etemo io mi
credei,
le hablaba a su corazón de l'infinita vanitá del tutto, vio la
estrecha hermandad que hay entre el amor y la muerte y cómo cuando «nace
en el corazón profundo un amoroso afecto, lánguido y cansado juntamente
con él en el pecho, un deseo de morir se siente». A la mayor parte de los
que se dan a sí mismos la muerte, es el amor el que les mueve el brazo, es
el ansia suprema de vida, de más vida, de prolongar y perpetuar la vida lo
que a la muerte les lleva, una vez persuadidos de la vanidad de su
ansia.
Trágico es el problema y de siempre, y cuanto más queramos de él huir,
más vamos a dar en él. Fue el sereno -¿:sereno?- Platón, hace ya
veinticuatro siglos, el que, en su diálogo sobre la inmortalidad del alma,
dejó escapar de la suya, hablando de lo dudoso de nuestro ensueño de ser
inmortales, y del riesgo de que no sea vano aquel profundo dicho:
¡hermoso es el riesgo! Ka,ós yáp ó xívóvvoS hermosa es la suerte
que podemos correr de que no se nos muera el alma nunca, germen esta
sentencia del argumento famoso de la apuesta de Pascal.
Frente a este riesgo, y para suprimirlo, me dan raciocinios en prueba
de lo absurda que es la creencia en la inmortalidad del alma; pero esos
raciocinios no me hacen mella, pues son razones y nada más que razones, y
no es de ellas de lo que se apacienta el corazón. No quiero morirme, no,
no quiero ni quiero quererlo; quiero vivir siempre, siempre, siempre, y
vivir yo este pobre yo que me soy y me siento ser ahora y aquí, y por esto
me tortura el problema de la duración de mi alma, de la mía propia.
Yo soy el centro de mi universo, el centro del universo, y en mis
angustias supremas grito con Michelet: «¡Mi yo, que me arrebatan mi yo!»
¿:De qué le sirve al hombre ganar el mundo todo si pierde su alma? (Mat.
XVI, 26). ¿:Egoísmo decís? Nada hay más universal que lo individual, pues
lo que es de cada uno lo es de todos. Cada hombre vale más que la
humanidad entera, ni sirve sacrificar cada uno a todos, sino en cuanto
todos se sacrifiquen a cada uno. Eso que llamáis egoísmo, es el principio
de la gravedad psíquica, el postulado necesario. «¡Ama a tu prójimo como a
ti mismo!», se nos dijo presuponiendo que cada cual se ame a sí mismo; y
no se nos dijo, ¡ámate! Y, sin embargo, no sabemos amarnos.
Quitad la propia persistencia, y meditad lo que os dicen. ¡Sacrifícate
por tus hijos! Y te sacrificarás por ellos, porque son tuyos, parte
prolongación de ti, y ellos a su vez se sacrificarán por los suyos, y
estos por los de ellos, y así irá, sin término, un sacrificio estéril del
que nadie se aprovecha. Vine al mundo a hacer mi yo, y ¿:qué será de
nuestros yos todos? ¡Vive para la Verdad, el Bien, la Belleza! Ya veremos
la suprema vanidad, y la suprema insinceridad de esta posición
hipócrita.
«¡Eso eres tú!» -me dicen con las Upanisadas-.Y yo
les digo: sí, yo soy eso, cuando eso es yo y todo es mío y mía la
totalidad de las cosas. Y como mía la quiero y amo al prójimo porque vive
en mí y como parte de mi conciencia, porque es como yo, es mío.
¡Oh, quién pudiera prolongar este dulce momento y dormirse en él y en
él eternizarse! ¡Ahora y aquí, a esta luz discreta y difusa, en este
remanso de quietud, cuando está aplacada la tormenta del corazón y no me
llegan los ecos del mundo! Duerme el deseo insaciable y ni aun sueña; el
hábito, el santo hábito reina en mi eternidad; han muerto con los
recuerdos los desengaños, y con las esperanzas los temores.
Y vienen queriendo engañarnos con un engaño de engaños, y nos hablan de
que nada se pierde, de que todo se transforma, muda y cambia, que ni se
aniquila el menor cachito de materia ni se desvanece del todo el menor
golpecito de fuerza, ¡y hay quien pretende darnos consuelo con esto!
¡Pobre consuelo! Ni de mi materia ni de mi fuerza me inquieto, pues no son
mías mientras no sea yo mismo mío, esto es, eterno. No, no es anegarse en
el gran Todo, en la Materia o en la Fuerza infinitas y eternas o en Dios
lo que anhelo; no es ser poseído por Dios, sino poseerle, hacerme yo Dios
sin dejar de ser el yo que ahora os digo esto. No nos sirven engañifas de
monismo; queremos bulto y no sombra de inmortalidad.
¿:Materialismo? ¿:Materialismo decís? Sin duda; pero es que nuestro
espíritu es también alguna especie de maeria o no es nada. Tiemblo ante la
idea de tener que desgarrarme de mi carne; tiemblo más aún ante la idea de
tener que desgarrarme de todo lo sensible y material, de toda sustancia.
Si, acaso esto merece el nombre de materialismo, y si a Dios me agarro con
mis potencias y mis sentidos todos, es para que Él me lleve en sus brazos
allende la muerte, mirándome con su cielo a los ojos cuando se me vayan
estos a apagar para siempre. ¿:Que me engaño? ¡No me habléis de engaño y
dejadme vivir!
Llaman también a esto orgullo; «hediondo orgullo» le llamó Leopardi, y
nos preguntan que quiénes somos, viles gusanos de la tierra, para
pretender inmortalidad; ¿:en gracia a qué? ¿:Para qué? ¿:Con qué derecho? ¿:En
gracia a qué?, preguntáis, ¿:y en gracia a qué vivimos? ¿:Para qué?, ¿:y para
qué somos? ¿:Con qué derecho? ¿:Y con qué derecho somos? Tan gratuito es
existir, como seguir exisiendo siempre. No hablemos de gracia, ni de
derecho, ni del para qué de nuestro anhelo que es un fin en sí, porque
perderemos la razón en un remolino de absurdos. No reclamo derecho ni
merecimiento alguno; es sólo una necesidad, lo que necesito para
vivir.
¿:Y quién eres tú?, me preguntas, y con Obermann te contesto: ¡para el
universo nada, para mí todo! ¿:Orgullo? ¿:Orgullo querer ser inmortal?
¡Pobres hombres! Trágico hado, sin duda, el tener que cimentar en la
movediza y deleznable piedra del deseo de inmortalidad la afirmación de
esta; pero torpeza grande condenar el anhelo por creer probado, sin
probarlo que no sea conseguidero. ¿:Que sueño...? Dejadme soñar; si ese
sueño es mi vida, no me despertéis de él. Creo en el inmortal origen de
este anhelo de inmortalidad que es la sustancia misma de mi alma. ¿:Pero de
veras creo en ello...? ¿:Y para qué quieres ser inmortal?, me preguntas,
¿:para qué? No entiendo la pregunta francamente, porque es preguntar la
razón de la razón, el fin del fin, el principio del principio.
Pero de estas cosas no se puede hablar.
Cuenta el libro de los Hechos de los Apóstoles que a donde quiera que
fuese Pablo se concitaban contra él los celosos judíos para perseguirle.
Apedreáronle en Iconio y en Listra, ciudades de Licaonia, a pesar de las
maravillas que en la última obró; le azotaron en Filipos de Macedonia y le
persiguieron sus hermanos de raza en Tesalónica y en Berea. Pero llegó a
Atenas, a la noble ciudad de los intelectuales, sobre la que velaba el
alma excelsa de Plaón, el de la hermosura del riesgo de ser inmortal, y
allí disputó Pablo con epicúreos y estoicos, que decían de él, o bien:
¿:qué quiere decir este charlatán (óZepuo~óyos)?, o bien: ¡parece que es
predicador de nuevos dioses! (Hechos, XVII, 18), y «tomándole le llevaron
al Areópago, diciendo: podremos saber qué sea esta nueva doctrina que
dices, porque traes a nuestros oídos cosas peregrinas, y queremos saber
qué quiere decir eso» (versículos 19-20), añadiendo el libro esta
maravillosa caracerización de aquellos atenienses de la decadencia, de
aquellos lamineros y golosos de curiosidades, pues «enonces los atenienses
todos y sus huéspedes extranjeros no se ocupaban de otra cosa sino en
decir o en oír algo de más nuevo» (v. 21). ¡Rasgo maravilloso, que nos
pinta a qué habían venido a parar los que aprendieron en la Odisea que los
dioses traman y cumplen la destrucción de los mortales para que los
venideros tengan algo que contar!
Ya está, pues, Pablo ante los refinados atenienses, ante los graeculos,
los hombres cultos y tolerantes que admien toda doctrina, toda la estudian
y a nadie apedrean ni azotan ni encarcelan por profesar estas o las otras;
ya está donde se respeta la libertad de conciencia y se oye y se escucha
todo parecer. Y alza la voz allí, en medio del Areópago, y les habla como
cumplía a los cultos ciudadanos de Atenas, y todos, ansiosos de la última
novedad, le oyen, mas cuando llega a hablarles de la resurrección de los
muertos, se les acaba la paciencia y la tolerancia, y unos se burlan de él
y otros le dicen: «¡ya oiremos otra vez de esto!», con propósito de no
oírle. Y una cosa parecida le ocurrió en Cesarea con el pretor romano
Félix, hombre también tolerante y culto, que le alivió de la pesadumbre de
su prisión, y quiso oírle y le oyó disertar de la justicia y de la
continencia; mas al llegar al juicio venidero, le dijo espantado (éu(poOos
y--vouévos): «¡Ahora vete, te volveré a llamar cuando cuadre!» (Hechos,
XXIV, 22-25). Y cuando hablaba ante el rey Agripa, al oírle Festo, el
gobernador, decir de resurrección de mueros, exclamó: «Estás loco, Pablo;
las muchas letras te han vuelto loco» (Hechos, XXVI, 24).
Sea lo que fuere de la verdad del discurso de Pablo en el Areópago, y
aun cuando no lo hubiere habido, es lo cierto que en este relato admirable
se ve hasta dónde llega la tolerancia ática y dónde acaba la paciencia de
los intelectuales. Os oyen todos en calma, y sonrientes, y a las veces os
animan diciéndoos: ¡es curioso!, o bien, ¡tiene ingenio!, o ¡es
sugestivo!, o ¡qué hermosura!, o ¡lástima que no sea verdad tanta
belleza!, o ¡eso hace pensar!; pero así que les habláis de resurrección y
de vida allende la muerte, se les acaba la paciencia y os atajan la
palabra diciéndoos: ¡dejadlo, otro día hablarás de esto!; y es de esto,
mis pobres atenienses, mis intolerables intelectuales, es de esto de lo
que voy a hablaros aquí.
Y aun si esa creencia fuese absurda, ¿:por qué se tolera menos el que se
les exponga que otras muchas más absurdas aún? ¿:Por qué esa evidente
hostilidad a tal creencia? ¿:Es miedo? ¿:Es acaso pesar de no poder
compartirla?
Y vuelven los sensatos, los que no están a dejarse engañar, y nos
machacan los oídos con el sonsonete de que no sirve entregarse a la locura
y dar coces contra el aguijón, pues lo que no puede ser es imposible. Lo
viril, dicen, es resignarse a la suerte, y pues no somos inmortales, no
queramos serlo; sojuzguémonos a la razón sin acongojarnos por lo
irremediable, entenebreciendo y entristeciendo la vida. Esa obsesión,
añaden, es una enfermedad. Enfermedad, locura, razón... ¡el estribillo de
siempre! Pues bien: ¡no! No me someto a la razón y me rebelo contra ella,
y tiro a crear en fuerza de fe a mi Dios inmortalizador y a torcer con mi
voluntad el curso de los astros, porque si tuviéramos fe como un gramo de
mostaza, diríamos a ese monte: pásate de ahí, y se pasaría, y nada nos
sería imposible (Mat. XVII, 20).
Ahí tenéis a ese ladrón de energías, como él llamaba torpemente al
Cristo, que quiso casar al nihilismo con la lucha por la existencia, y os
habla de valor. Su corazón le pedía el todo eterno, mientras su cabeza le
enseñaba la nada, y desesperado y loco para defenderse de sí mismo,
maldijo de lo que más amaba. Al no poder ser Cristo, blasfemó del Cristo.
Henchido de sí mismo, se quiso inacabable y soñó con la vuelta eterna,
mezquino remedio de la inmortalidad, y lleno de lástima hacia sí, abominó
de toda lástima. ¡Y hay quien dice que es la suya filosofía de hombre
fuerte! No; no lo es. Mi salud y mi fortaleza me empujan a perpetuarme.
¡Esa es doctrina de endebles que aspiran a ser fuertes; pero no de fuertes
que lo son! Sólo los débiles se resignan a la muerte final, y sustituyen
con otro el anhelo de inmortalidad personal. En los fueres, el ansia de
perpetuidad sobrepuja a la duda de lograrla y su rebose de vida se vierte
al más allá de la muerte.
Ante este terrible misterio de la inmortalidad, cara a cara de la
Esfinge, el hombre adopta distintas actitudes y busca por varios modos
consolarse de haber nacido. Y ya se le ocurre tomarla a juego, y se dice
con Renán, que este universo es un espectáculo que Dios se da a sí mismo,
y que debemos servir las intenciones del gran Corega, contribuyendo a
hacer el espectáculo lo más brillante y lo más variado posible. Y han
hecho del arte una religión y un remedio para el mal metafísico, y han
inventado la monserga del arte por el arte.
Y no les basta. El que os diga que escribe, pinta, esculpe o canta para
propio recreo, si da al público lo que hace, miente; miente si firma su
escrito, pintura, estatua o canto. Quiere, cuando menos, dejar una sombra
de su espíritu, algo que le sobreviva. Si la Imitación de Cristo
es anónima, es porque su autor, buscando la eternidad del alma, no se
inquietaba de la del nombre. Literato que os diga que desprecia la gloria,
miente como un bellaco. De Dante, el que escribió aquellos treinta y tres
vigorosísimos versos (Purg. XI, 85-117), sobre la vanidad de la gloria
mundana, dice Boccaccio que gustó de los honores y las pompas más acaso de
lo que correspondía a su ínclita virtud. El deseo más ardiente de sus
condenados es el de que se les recuerde aquí, en la tierra, y se hable de
ellos, y es esto lo que más ilumina las tinieblas del infierno. Y él mismo
expuso el concepto de la Monarquía, no sólo para utilidad de los demás,
sino para lograr palma de gloria (lib. I, cap. 1). ¿:Qué más? Hasta de
aquel santo varón, el más desprendido, al parecer, de vanidad terrena, del
Pobrecito de Asís cuenta los Tres Socios que dijo: adhuc adorabor per
totum mundum! ¡Veréis cómo soy aún adorado por todo el mundo! (11
Celano, 1, 1). Y hasta de Dios mismo dicen los teólogos que creó el mundo
para manifestación de su gloria.
Cuando las dudas invaden y nublan la fe en la inmortalidad del alma,
cobra brío y doloroso empuje el ansia de perpetuar el nombre y la fama. Y
de aquí esa tremenda lucha por singularizarse, por sobrevivir de algún
modo en la memoria de los otros y los venideros, esa lucha mil veces más
terrible que la lucha por la vida, y que da tono, color y carácter a esta
nuestra sociedad, en que la fe medieval en el alma inmortal se desvanece.
Cada cual quiere afirmarse siquiera en apariencia.
Una vez satisfecha el hambre, y esta se satisface pronto, surge la
vanidad, la necesidad -que lo es- de imponerse y sobrevivir en otros. El
hombre suele entregar la vida por la bolsa, pero entrega la bolsa por la
vanidad. Engríese, a falta de algo mejor, hasta de sus flaquezas y
miserias, y es como el niño, que con tal de hacerse notar se pavonea con
el dedo vendado. ¿:Y la vanidad qué es sino ansia de sobrevivirse?
Acontécele al vanidoso lo que al avaro, que toma los medios por los
fines, y olvidadizo de estos, se apega a aquellos en los que se queda. Al
parecer algo, conducente a serlo, acaba por formar nuestro objetivo.
Necesitamos que los demás nos crean superiores a ellos para creernos
nosotros tales, y basar en ello nuestra fe en la propia persistencia, por
lo menos en la de la fama. Agradecemos más el que se nos encomie el
talento con que defendemos una causa, que no el que se reconozca la verdad
o bondad de ella. Una furiosa manía de originalidad sopla por el mundo
moderno de los espíritus, y cada cual la pone en una cosa. Preferimos
desbarrar con ingenio a acertar con ramplonería. Ya dijo Rousseau en su
Emilio: «Aunque estuvieran los filósofos en disposición de descubrir la
verdad, ¿:quién de entre ellos se interesaría en ella? Sabe cada uno que su
sistema no está mejor fundado que los otros, pero le sostiene porque es
suyo. No hay uno solo que en llegando a conocer lo verdadero y lo falso,
no prefiera la mentira que ha hallado a la verdad descubierta por otro.
¿:Dónde está el filósofo que no engañase de buen grado, por su gloria, al
género humano? ¿:Dónde el que en el secreto de su corazón se proponga otro
objeto que disinguirse? Con tal de elevarse por encima del vulgo, con tal
de borrar el brillo de sus concurrentes, ¿:qué más pide? Lo esencial es
pensar de otro modo que los demás. Entre los creyentes es ateo; entre los
ateos sería creyente.» ¡Cuánta verdad hay en el fondo de estas tristes
confesiones de aquel hombre de sinceridad dolorosa!
Nuestra lucha a brazo partido por la sobrevivencia del nombre se retrae
al pasado, así como aspira a conquistar el porvenir; peleamos con los
muertos, que son los que nos hacen sombra a los vivos. Sentimos celos de
los genios que fueron, y cuyos nombres, como hitos de la historia, salvan
las edades. El cielo de la fama no es muy grande, y cuantos más en él
entren, menos toca a cada uno de ellos. Los grandes hombres del pasado nos
roban lugar en él; lo que ellos ocupan en la memoria de las genes nos lo
quitarán a los que aspiramos a ocuparla. Y así nos revolvemos contra
ellos, y de aquí la agrura con que cuantos buscan en las letras nombradía
juzgan a los que ya la alcanzaron y de ella gozan. Si la literatura se
enriquece mucho, llegará el día del cernimiento y cada cual teme quedarse
entre las mallas del cedazo. El joven irreverente para con los maestros,
al atacarlos, es que se defiende: el iconoclasta o rompeimágenes es un
estilita que se erige a sí mismo en imagen, en icono. «Toda
comparación es odiosa», dice un dicho decidero, y es que, en efecto,
queremos ser únicos. No le digáis a Fernández que es uno de los jóvenes
españoles de más talento, pues mientras finge agradecéroslo, moléstale el
elogio; si le decís que es el español de más talento... ¡vaya!... pero aún
no le basta; una de las eminencias mundiales es ya más de agradecer, pero
sólo le satisface que le crean el primero en todas partes y de los siglos
todos. Cuanto más solo, más cerca de la inmortalidad aparencial, la del
nombre, pues los nombres se menguan los unos a los otros.
¿:Qué significa esa irritación cuando creemos que no roban una frase, o
un pensamiento, o una imagen que creíamos nuestra; cuando nos plagian?
¿:Robar? ¿:Es que acaso es nuestra, una vez que al público se la dimos? Sólo
por nuestra la queremos, y más encariñados vivimos de la moneda falsa que
conserva nuestro cuño, que no de la pieza de oro puro de donde se ha
borrado nuestra efigie y nuestra leyenda. Sucede muy comúnmente que cuando
no se pronuncia ya el nombre de un escritor es cuando más influye en su
pueblo desparramado y enfusado su espíritu en los espíritus de los que le
leyeron, mientras que se le citaba cuando sus dichos y pensamienos, por
chocar con los corrientes, necesitaban garantía de nombre. Lo suyo es ya
de todos y él en todos vive. Pero en sí mismo vive triste y lacio y se
cree en derrota. No oye ya los aplausos ni tampoco el latir silencioso de
los corazones de los que le siguen leyendo. Preguntad a cualquier artista
sincero qué prefiere, que se hunda su obra y sobreviva su memoria, o que
hundida esta persista aquella, y veréis, si es de veras sincero, lo que os
dice. Cuando el hombre no trabaja para vivir, e irlo pasando, trabaja para
sobrevivir. Obrar por la obra misma es juego y no trabajo. ¿:Y el juego? Ya
hablaremos de él.
Tremenda pasión esa de que nuestra memoria sobreviva por encima del
olvido de los demás si es posible. De ella arranca la envidia a la que se
debe, según el relato bíblico, el crimen que abrió la historia humana: el
asesinato de Abel por su hermano Caín. No fue lucha por pan, fue lucha por
sobrevivir a Dios, en la memoria divina. La envidia es mil veces más
terrible que el hambre, porque es hambre espiritual. Resuelto el que
llamamos problema de la vida, el del pan, convertiríase la tierra en un
infierno, por surgir con más fuerza la lucha por la sobrevivencia.
Al nombre se sacrifica no ya la vida, la dicha. La vida desde luego.
«¡Muera yo; viva mi fama!», exclama en Las Mocedades del Cid
Rodrigo Arias, al caer herido de muerte por don Diego de Ordóñez de
Lara. Débese uno a su nombre. «¡Ánimo, Jerónimo, que se te recordará largo
tiempo; la muerte es amarga, pero la fama eterna!», exclamó Jerónimo
Olgiati, discípulo de Cola Montano y matador, conchabado con Lampugnani y
Visconti, de Galeazzo Sforza, tirano de Milán. Hay quien anhela hasta el
patbulo para cobrar fama, aunque sea infame: avidus malae famae,
que dijo Tácito.
Y este erostratismo, ¿:qué es en el fondo, sino ansia de inmortalidad,
ya que no de sustancia y bulto, al menos de nombre y sombra?
Y hay en ellos sus grados. El que desprecia el aplauso de la
muchedumbre de hoy, es que busca sobrevivir en renovadas minorías durante
generaciones. «La posteridad es una superposición de minorías», decía
Gounod. Quiere prolongarse en tiempo más que en espacio. Los ídolos de las
muchedumbres son pronto derribados por ellas mismas, y su estatua se
deshace al pie del pedestal sin que la mire nadie, mientras que quienes
ganan el corazón de los escogidos recibirán más largo tiempo fervoroso
culto en una capilla siquiera recogida y pequeña, pero que salvará
las avenidas del olvido. Sacrifica el artista la extensión de su fama a
su duración; ansía más durar por siempre en un rinconcito, a no brillar un
segundo en el universo todo; quiere más ser átomo eterno y consciente de
sí mismo que momentánea conciencia del universo todo; sacrifica la
infinidad a la eternidad.
Y vuelven a molernos los oídos con el estribillo aquel de ¡orgullo!,
¡hediondo orgullo! ¿:Orgullo querer dejar nombre imborrable? ¿:Orgullo? Es
como cuando se habla de sed de placeres, interpretando así la sed de
riquezas. No, no es tanto ansia de procurarse placeres cuanto el terror a
la pobreza lo que nos arrastra a los pobres hombres a buscar el dinero,
como no era el deseo de gloria, sino el terror al infierno lo que
arrastraba a los hombres en la Edad Media al claustro con su acedía. Ni
esto es orgullo, sino terror a la nada. Tendemos a serlo todo, por ver en
ello el único remedio para no reducirnos a nada. Queremos salvar nuestra
memoria, siquiera nuestra memoria. ¿:Cuánto durará? A lo sumo lo que durase
el linaje humano. ¿:Y si salváramos nuestra memoria en Dios?
Todo esto que confieso son, bien lo sé, miserias; pero del fondo de
estas miserias surge vida nueva, y sólo apurando las heces del dolor
espiritual puede llegarse a gusar la miel del poso de la copa de la vida.
La congoja nos lleva al consuelo.
Esa sed de vida eterna apáganla muchos, los sencillos sobre todo, en la
fuente de la fe religiosa; pero no a todos es dado beber de ella. La
institución cuyo fin primordial es proteger esa fe en la inmortalidad
personal del alma es el catolicismo; pero el catolicismo ha querido
racionalizar esa fe haciendo de la religión teología, queriendo dar por
base a la creencia vital una filosofía y una filosofía del siglo XIII.
Vamos a verlo y ver sus consecuencias.
-- IV -- LA ESENCIA DEL CATOLICISMO
Vengamos ahora a la solución cristiana católica, pauliniana o
atanasiana, de nuestro íntimo problema vital: el hambre de
inmortalidad.
Brotó el cristianismo de la confluencia de dos grandes corrientes
espirituales, la una judaica y la otra helénica, ya de antes influidas
mutuamente, y Roma acabó por darle sello práctico y permanencia
social.
Hase afirmado del cristianismo primitivo, acaso con precipitación, que
fue anescatológico, que en él no aparece claramente la fe en otra vida
después de la muerte, sino en un próximo fin del mundo y establecimiento
del reino de Dios, en el llamado quiliasmo. ¿:Y es que no eran en
el fondo una misma cosa? La fe en la inmortalidad del alma, cuya condición
tal vez no se precisaba mucho, cabe decir que es una especie de
subentendido, de supuesto tácito, en el Evangelio todo, y es la
situación del espíritu de muchos de los que hoy le leen, situación opuesta
a la de los cristianos de entre quienes brotó el Evangelio, lo que les
impide verlo. Sin duda, que todo aquello de la segunda venida de Cristo,
con gran poder, rodeado de majestad y entre nubes, para juzgar a muertos y
a vivos, abrir a los unos el reino de los cielos y echar a los otros a la
gehena, donde será el lloro y el crujir de dientes, cabe entenderlo
quiliásticamente, y aún se hace decir al Cristo en el Evangelio (Marcos
IX, 1), que había con él algunos que no gustarían de la muerte sin haber
visto el reino de Dios; esto es, que vendría durante su generación; y el
mismo capítulo, versículo 10, se hace decir a Jacobo, a Pedro y a Juan,
que con Jesús subieron al monte de la transfiguración y le oyeron hablar
de que resucitaría de entre los muertos aquello de: «y guardaron el dicho
consigo, razonando unos con otros sobre qué sería eso de resucitar de
entre los muertos».Y en todo caso, el Evangelio se compuso cuando esa
creencia, base y razón de ser del cristianismo, se estaba formando. Véase
en Mateo XXII, 29-32; en Marcos XII, 24-27; en Lucas XVI, 23-31; XX,
34-37; en Juan V, 24-29; VI, 40, 54, 58; VIII, 51; XI, 25, 26; XIV, 2, 19.
Y sobre todo, aquello de Mateo XXVII, 52, de que al resucitar el Cristo
«muchos cuerpos santos que dormían resucitaron».
Y no era esta una resurrección natural, no. La fe cristiana nació de la
fe de que Jesús no permaneció muerto, sino que Dios le resucitó y que esta
resurrección era un hecho; pero eso no suponía una mera inmortalidad del
alma, al modo filosófico. (Véase
Harnack,Dogmengeschichte.Prologómena, 5.4.) Para los primeros
Padres de la Iglesia mismos, la inmortalidad del alma no era algo natural;
bastaba para su demostración, como dice Nemesio, la enseñanza de las
Divinas Escrituras, y era, según Lactancio, un don -y como tal gratuito-
de Dios. Pero sobre esto más adelante.
Brotó, decíamos, el cristianismo de una confluencia de los dos grandes
procesos espirituales, judaico y helénico, cada uno de los cuales había
llegado por su parte, si no a la definición precisa, al preciso anhelo de
otra vida. No fue entre los judíos ni general ni clara la fe en otra vida;
pero a ella les llevó la fe en un Dios personal y vivo, cuya formación es
toda su historia espiritual.
Yavé, el dios judaico, empezó siendo un dios entre otros muchos, el
dios del pueblo de Israel, revelado entre el fragor de la tormenta en el
monte Sinaí. Pero era tan celoso, que exigía se le rindiese culto a él
solo, y fue por el monocultismo como los judíos llegaron al monoteísmo.
Era adorado como fuerza viva, no como entidad metafísica, y era el dios de
las batallas. Pero este dios, de origen social y guerrero, sobre cuya
génesis hemos de volver, se hizo más íntimo y personal en los profetas, y
al hacerse más íntimo y personal, más individual y más universal, por lo
tanto. Es Yavé, que ama a Israel no por ser hijo suyo, sino que le toma
por hijo porque le ama (Oseas XI, 1). Y la fe en el Dios personal, en el
Padre de los hombres, lleva consigo la fe en la eternización del hombre
individual, ya que en el fariseísmo alborea, aun antes de Cristo.
La cultura helénica, por su parte, acabó descubriendo la muerte, y
descubrir la muerte es descubrir el hambre de inmortalidad. No aparece
este anhelo en los poemas homéricos que no son algo inicial, sino final:
no el arranque, sino el término de una civilización. Ellos marcan el paso
de la vieja religión de la Naturaleza, la de Zeus, a la religión más
espiritual de Apolo, la de la redención. Mas en el fondo persistía siempre
la religión popular e íntima de los misterios eleusinos, el culto de las
almas y de los antepasados. «En cuanto cabe hablar de una teología
délfica, hay que tomar en cuenta, entre los más importantes elementos de
ella, la fe en la continuación de la vida de las almas después de la
muerte en sus formas populares y en el culto a las almas de los difuntos»,
escribe Rhode. {N-2} Había
lo titánico y lo dionisiaco, y el hombre debía, según la doctrina órfica,
libertarse de los lazos del cuerpo en que estaba el alma como prisionera
en una cárcel. (Véase Rhode, Psyche, «Die Orphiker», 4.) La
noción nietzschiana de la vuelta eterna es una idea órfica. Pero la idea
de la inmortalidad del alma no fue un principio filosófico. El intento de
Empédocles de hermanar un sistema hilozoístico con el espiritualismo,
probó que una ciencia natural filosófica no puede llevar por sí a
corroborar el axioma de la perpetuidad del alma individual; sólo podía
servir de apoyo a una especulación teológica. Los primeros filósofos
griegos afirmaron la inmortalidad por conradicción, saliéndose de la
filosofía natural y entrando en la teología, asentando un dogma dionisiaco
y órfico, no apolíneo. Pero «una inmortalidad del alma humana como tal, en
virtud de su propia naturaleza y condición como imperecedera fuerza divina
en el cuerpo mortal, no ha sido jamás objeto de la fe popular helénica»
(Rhode,obra citada).
Recordad el Fedón platónico y las elucubraciones
neoplatónicas. Allí se ve ya el ansia de inmortalidad personal, ansia que,
no satisfecha del todo por la razón, produjo el pesimismo helénico. Porque
como hace muy bien notar Pfleiderer (Religionsphilosophie auf
geschichtlicher Grundlage, 3, Berlín, 1896), «ningún pueblo vino a la
tierra tan sereno y soleado como el griego en los días juveniles de su
existencia histórica..., pero ningún pueblo cambió tan por completo su
noción del valor de la vida. La grecidad que acaba en las especulaciones
religiosas del neopitagorismo y el neoplatonismo, consideraba a este
mundo, que tan alegre y luminoso se le apareció en un tiempo, cual morada
de tinieblas y de errores, y la existencia terrena como un período de
prueba que nunca se pasaba demasiado deprisa». El nirvana es una noción
helénica.
Así, cada uno por su lado, judíos y griegos, llegaron al verdadero
descubrimiento de la muerte, que es el que hace entrar a los pueblos, como
a los hombres, en la pubertad espiritual, la del sentimiento trágico de la
vida, que es cuando engendra la humanidad al Dios vivo. El descubrimiento
de la muerte es el que nos revela a Dios, y la muerte del hombre perfecto,
de Cristo, fue la suprema revelación de la muerte, la del hombre que no
debía morir y murió.
Tal descubrimiento, el de la inmortalidad, preparado por los procesos
religiosos, judaico y helénico, fue lo específicamente cristiano. Y lo
llevó a cabo sobre todo Pablo de Tarso, aquel judío fariseo helenizado.
Pablo no había conocido personalmente a Jesús, y por eso le descubrió como
Cristo. «Se puede decir que es, en general, la teología del Apóstol la
primera teología cristiana. Era para él una necesidad; sustituirle, en
cierto modo, la falta de conocimiento personal de Jesús», dice Weizsácker
(Das apostolische zeitalter der christlichen Kirche, Freiburg i.
B., 1892). No conoció a Jesús, pero le sintió renacer en sí, y pudo decir
aquello de «no vivo en mí mismo, sino en Cristo». Y predicó la cruz, que
era escándalo para los judíos y necedad para los griegos (1, Cor.,1, 23),
y el dogma central para el Apóstol convertido fue el de la resurrección de
Cristo; lo importante para él era que el Cristo se hubiese hecho hombre y
hubiese muerto y resucitado, y no lo que hizo en vida; no su obra moral y
pedagógica, sino su obra religiosa y eternizadora. Y fue quien escribió
aquellas inmortales palabras: «Si se predica que Cristo resucitó a los
muertos, ¿:cómo dicen algunos entre vosotros que no hay resurrección de
mueros? Porque si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó,
y si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación y vuestra fe es
vana... Entonces los que dur
mieron en Cristo se pierden. Si en esta vida sólo esperamos en Cristo,
somos los más miserables de los hombres» (1, Cor., XV, 12-19).
Y puede, a partir de esto, afirmarse que quien no cesa en esa
resurrección carnal de Cristo, podrá ser filocristo, pero no
específicamente cristiano. Cierto que un Justino mártir pudo decir que
«son cristianos cuantos viven conforme a la razón, aunque sean tenidos por
ateos, como entre los griegos Sócrates y Heráclito y otros tales»; pero
este mártir, ¿:es mártir, es decir, testigo del cristianismo? No.
Y en torno al dogma, de experiencia íntima pauliniana, de la
resurrección e inmortalidad del Cristo, garantía de la resurrección e
inmortalidad de cada creyente, se formó la cristología toda. El Dios
hombre, el Verbo encarnado, fue para que el hombre, a su modo, se hiciese
un Dios, esto es, inmortal. Y el Dios cristiano, el Padre de Cristo, un
Dios necesariamente antropomórfico, es el que, como dice el Catecismo de
la doctrina cristiana que en la escuela nos hicieron aprender de memoria,
ha creado el mundo para el hombre, para cada hombre. Y el fin de la
redención fue, a pesar de las apariencias por desviación ética del dogma
propiamente religioso, salvarnos de la muerte más bien que del pecado, o
de este en cuanto implica muerte. Y Cristo murió, o más bien resucitó, por
mí, por cada uno de nosotros. Y establecióse una cierta solidaridad entre
Dios y su criatura. Decía Malebranche que el primer hombre cayó para
que Cristo nos redimiera, más bien que nos redimió porque
aquel había caído.
Después de Pablo rodaron los años y las generaciones cristianas,
trabajando en torno de aquel dogma central y sus consecuencias para
asegurar la fe en la inmortalidad del alma individual, y vino el Niceno, y
en él aquel formidable Atanasio, cuyo nombre es ya un emblema, encarnación
de la fe popular. Era Atanasio un hombre de pocas letras, pero de mucha
fe, y sobre todo, de la fe popular, henchido de hambre de inmortalidad. Y
opúsose al arrianismo, que como el protestantismo unitario y soziano
amenazaba, aun sin saberlo ni quererlo, la base de esa fe. Para los
arrianos, Cristo era ante todo un maestro, un maestro de moral, el hombre
perfectísimo, y garantía, por lo tanto, de que podemos los demás llegar a
la suma perfección; pero Atanasio sentía que no puede el Cristo hacernos
dioses si él antes no se ha hecho Dios; si su divinidad hubiera sido por
participación no podría habérnosla participado. «No, pues -decía-, siendo
hombre se hizo después Dios, sino que siendo Dios se hizo después hombre
para que mejor nos deificara (B--ozoi46rl) (Orat. 1, 30). No era el Logos
de los filósofos, el Logos cosmológico el que Atanasio conocía y adoraba {N-3} .
Y así hizo se separasen naturaleza y revelación. El Cristo atanasiano y
niceno, que es el Cristo católico, no es el cosmológico ni siquiera en
rigor el ético, es el eternizador, el deificador, el religioso. Dice
Harnack de este Cristo, del Cristo de la cristología nicena o católica,
que es en el fondo docético, esto es, aparencial, porque el proceso de la
divinización del hombre en Cristo se hizo en interés escatológico; pero
¿:cuál es el Cristo real? ¿:Acaso ese llamado Cristo histórico de la
exégesis racionalista que se nos diluye en un mito o en un átomo
social?
Este mismo Harnack, un racionalista protestante, nos dice que el
arrianismo o unitarismo habría sido la muerte del cristianismo,
reduciéndolo a cosmología y a moral, y que sólo sirvió de puente para
llevar a los doctos al catolicismo, es decir, de la razón a la fe.
Parécele a este mismo docto historiador de los dogmas, indicación de
perverso estado de cosas, el que el hombre Atanasio, que salvó al
cristianismo como religión de la comunión viva con Dios, hubiese borrado a
Jesús de Nazaret, al histórico, al que no conocieron personalmente ni
Pablo ni Atanasio, ni ha conocido Harnack mismo. Entre los protesantes,
este Jesús histórico sufre bajo el escalpelo de la crítica mientras vive
el Cristo católico, el verdaderamente histórico, el que vive en los siglos
garantizando la fe en la inmortalidad y la salvación personales.
Y Atanasio tuvo el valor supremo de la fe, el de afirmar cosas
contradictorias entre sí; «la perfecta contradicción que hay en el
óuovózos trajo tras de sí todo un ejército de contradicciones, y más
cuanto más avanzó el pensamiento», dice Harnack. Sí, así fue, y así tuvo
que ser. «La dogmática se despidió para siempre del pensamiento claro y de
los conceptos sostenibles, y se acosumbró a lo contrarracional», añade. Es
que se acostó a la vida, que es contrarracional y opuesta al pensamiento
claro. Las determinaciones de valor, no sólo no son nunca racionalizables,
son antirracionales.
En Nicea vencieron, pues, como más adelante en el Vaticano, los idiotas
-tomada esta palabra en su recto sentido primitivo y etimológico-, los
ingenuos, los obispos cerriles y voluntariosos, representantes del genuino
espíritu humano, del popular, del que no quiere morirse, diga lo que
quiera la razón; y busca garantía, lo más maerial posible a su deseo.
Quid ad aeternitatem? He aquí la pregunta capital. Y acaba el
Credo con aquello de resurrectionem mortuorum et vitam venturi
saeculi, la resurrección de los muertos y la vida venidera. En el
cementerio, hoy amortizado, de Mallona, en mi pueblo natal, Bilbao, hay
grabada una cuarteta que dice:
Aunque estamos en polvo convertidos,
en ti, Señor,
nuestra esperanza fía,
que tornaremos a vivir vestidos
con la
carne y la piel que nos cubría,
o como el Catecismo dice: con los mismos cuerpos y almas que tuvieron.
Apunto tal, que es doctrina católica orodoxa la que la dicha de los
bienaventurados no es del todo perfecta hasta que recobran sus cuerpos.
Quéjanse en el cielo, y «aquel quejido les nace -dice nuestro fray Pedro
Malón de Chaide, de la Orden de San Agustín, español y vasco {N-4} -
de que no están enterrados en el cielo, pues sólo está allá el alma, y
aunque no pueden tener pena porque ven a Dios, en quien inefablemente se
gozan, con todo eso parece que no están del todo contentos. Estarlo han
cuando se vistieren de sus propios cuerpos».
Y a este dogma central de la resurrección en Cristo y por Cristo,
corresponde un sacramento central también, el eje de la piedad popular
católica, y es el sacramento de la Eucaristía. En él se administra el
cuerpo de Cristo, que es pan de inmortalidad.
Es el sacramento genuinamente realista, dinglich,que se diría
en alemán, y que no es gran violencia traducir material, el sacramento más
genuinamente ex opere operato, sustituido entre los protestantes
con el sacramento idealista de la palabra. Trátase, en el fondo, y lo digo
con todo el posible respeto, pero sin querer sacrificar la expresividad de
la frase, de comerse y beberse a Dios, el Eternizador, de alimentarse de
Él. ¿:Qué mucho, pues, que nos diga santa Teresa que cuando estando en la
Encarnación el segundo año que tenía el priorato, octava de san Martín,
comulgando, partió la Forma el padre fray Juan de la Cruz para otra
hermana, pensó que no era falta de forma, sino que le quería mortificar,
«porque yo le había dicho que gustaba mucho cuando eran grandes las
formas, no porque no entendía no importaba para dejar de estar entero el
Señor, aunque fuese muy pequeño el pedacito»? Aquí la razón va por un
lado, el sentimiento por otro. ¿:Y qué importan para este sentimiento las
mil y una dificultades que surgen de reflexionar racionalmente en el
misterio de ese sacramento? ¿:Qué es un cuerpo divino? El cuerpo, en cuanto
cuerpo de Cristo, ¿:era divino? ¿:Qué es un cuerpo inmortal e
inmortalizador? ¿:Qué es una susancia separada de los accidentes? ¿:Qué es
la sustancia del cuerpo? Hoy hemos afinado mucho en esto de la maerialidad
y sustancialidad; pero hasta Padres de la Iglesia hay para los cuales la
inmaterialidad de Dios mismo no era una cosa tan definida y clara como
para nosotros. Y este sacramento de la Eucaristía es el inmortalizador por
excelencia y el eje, por lo tanto, de la piedad popular caólica. Y si cabe
decirlo, el más específicamente religioso.
Porque lo específico religioso católico es la inmortalización y no la
justificación al modo protestante. Esto es más bien ético. Y es en Kant,
en quien el protestantismo, mal que pese a los ortodoxos de él, sacó sus
penúltimas consecuencias: la religión depende de la moral, y no esta de
aquella como en el catolicismo.
No ha sido la preocupación del pecado nunca tan angustiosa entre los
católicos, o por lo menos, con tanta aparencialidad de angustia. El
sacramento de la confesión ayuda a ello. Y tal vez es que persiste aquí
más que entre ellos el fondo de la concepción primitiva judaica y pagana
del pecado como de algo material e infeccioso y hereditario, que se cura
con el bautismo y la absolución. En Adán pecó toda su descendencia, casi
materialmente, y se transmitió su pecado como una enfermedad material se
transmite. Tenía, pues, razón Renán, cuya educación era católica, al
resolverse contra el protestante Amiel, que le acusó de no dar la debida
importancia al pecado. Y, en cambio, el protestantismo, absorto en eso de
la justificación, tomada en un sentido más ético que otra cosa, aunque con
apariencias religiosas, acaba por neutralizar y casi borrar lo
escatológico, abandona la simbólica nicena, cae en la anarquía
confesional, en puro individualismo religioso y en vaga religiosidad
estética, ética o cultural. La que podríamos llamar allendidad,
Einseitigkeit, se borra poco a poco detrás de la aquendidad,
Dieseitigkeit. Y esto, a pesar del mismo Kant, que quiso salvarla,
pero arruinándola. La vocación terrenal y la confianza pasiva en Dios dan
su ramplonería religiosa al luteranismo, que estuvo a punto de naufragar
en la edad de la Ilustración, de la AufklÜrung,y que apenas si el
pietismo, imbuyéndole alguna savia religiosa católica, logró galvanizar un
poco. Y así resulta muy exacto lo que Oliveira Martins decía en su
espléndida História da civilizaçćo iberica, libro 4.°,
capítulo III; y es que «el catolicismo dio héroes y el protestantismo
sociedades sensatas, felices, ricas, libres, en lo que respecta a las
instituciones y a la economía externa, pero incapaces de ninguna acción
grandiosa, porque la religión comenzaba por despedazar en el corazón del
hombre aquello que le hace susceptible de las audacias y de los nobles
sacrificios». Coged una Dogmática cualquiera de las producidas por la
última disolución protestante, la del nietzschiano Kaftan, por ejemplo, y
ved a lo que allí queda reducida la escatología. Y su maesro mismo,
Albrecht Ritschl, nos dice: «El problema de la necesidad de la
justificación o remisión de los pecados sólo puede derivarse del concepto
de la vida eterna como directa relación de fin de aquella acción divina.
Pero si se ha de aplicar ese concepto no más que al estado de la vida de
ultratumba, queda su contenido fuera de toda experiencia, y no puede
fundar conocimiento alguno que tenga carácter científico. No son, por lo
tanto, más claras las esperanzas y los anhelos de la más fuerte certeza
subjetiva, y no contienen en sí garantía alguna de la integridad de lo que
se espera y anhela. Claridad e integridad de la representación ideal son,
sin embargo, las condiciones para la comprensión, esto es, para el
conocimiento de la conexión necesaria de la cosa en sí y con sus datos
presupuestos. Así es que la confesión evangélica de que la jusificación
por la fe fundamental lleva consigo la certeza de la vida eterna es
inaplicable teológicamente, mientras no se muestre en la experiencia
presente posible esa relación de fin» (Rechtfertigundand
Versóhnung,111, capíulo VII, 52). Todo es muy racional, pero...
En la primera edición de los Loci communes, de Melanchton, la
de 1521, la primera obra teológica luterana, omite su autor las
especulaciones trinitaria y cristológica, la base dogmática de la
escatología, y el doctor Hermann, profesor en Marburgo, el autor del libro
sobre el comercio del cristiano con Dios (Der Verkehr des Christem mit
Gott), libro cuyo primer capítulo trata de la+oposición
enre la mística y la religión cristiana, y que es, en sentir de Harnack,
el más perfecto manual luterano, nos dice en otra parte {N-5} refiriéndose
a esta especulación cristológica -o atanasiana-, que «el conocimiento
efectivo de Dios y de Cristo en que vive la fe es algo enteramente
distinto. No debe hallar lugar en la doctrina cristiana nada que no pueda
ayudar al hombre a reconocer sus pecados, lograr la gracia de Dios y
servirle en verdad. Hasta entonces (es decir, hasta Lutero) había pasado
en la Iglesia como docrina sacramucho que no puede en absoluto
contribuir a dar a un hombre un corazón libre y una conciencia tranquila».
Por mi parte, no concibo la libertad de un corazón ni la tranquilidad de
una conciencia que no estén seguras de su perdurabilidad después de la
muerte. «El deseo de la salvación del alma -prosigue Hermann- debía llevar
finalmente a los hombres a conocer y comprender la efectiva doctrina de la
salvación.» Y a este eminente docor en luteranismo, en su libro sobre el
comercio del crisiano con Dios, todo se le vuelve hablarnos de confianza
en Dios, de paz en la conciencia y de una seguridad en la salvación, que
no es precisamente y en rigor la certeza de la vida perdurable, sino más
bien de la remisión de los pecados.
Y en un teólogo protestante, en Ernesto Troeltsch, he leído que lo más
alto que el protestantismo ha producido en el orden conceptual es en el
arte de la música, donde le ha dado Bach su más poderosa expresión
artística. ¡En eso se disuelve el protestantismo, en música celestial! Y
podemos decir, en cambio, que la más alta expresión arística católica, por
lo menos española, es en el arte más material, tangible y permanente -pues
a los sonidos se los lleva el aire- de la escultura y la pintura, en el
Cristo de Velázquez, ¡en ese Cristo que está siempre muriéndose
sin acabar nunca de morirse, para darnos vida!
¡Y no es que el catolicismo abandone lo ético, no! No hay religión
moderna que pueda soslayarlo. Pero esta nuestra es en su fondo, y en gran
parte, aunque sus doctores protesten contra esto, un compromiso entre la
escatología y la moral, aquella puesta al servicio de esta. ¿:Qué otra cosa
es sino ese horror de las penas eternas del infierno que tan mal se
compadece con la apocatástasis pauliniana? Atengámonos a aquello que
laTheología deutsch, el manual mítico que Lutero leía, hace decir
a Dios y es: «Si he de recompensar tu maldad tengo que hacerlo con bien,
pues ni soy ni tengo otra cosa.» Y el Cristo dijo: «Padre, perdónalos,
pues no saben lo que se hacen», y no hay hombre que sepa lo que se hace.
Pero ha sido menester convertir a la religión, a beneficio del orden
social, en policía, y de ahí el infierno. El cristianismo oriental o
griego es predominantemente escatológico, predominantemente ético el
protestantismo, y el catolicismo un compromiso entre ambas cosas, aunque
con predominancia de lo primero. La más genuina moral caólica, la ascética
monástica, es moral de escatología enderezada a la salvación del alma
individual más que al mantenimiento de la sociedad. Y en el culto a la
virginidad, ¡no habrá acaso una cierta oscura idea de que el perpetuarse
en otros estorba la propia perpetuación? La moral ascética es una moral
negativa. Y, en rigor, lo importante es no morirse, péquese o no. Ni hay
que tomar muy a la letra, sino como una efusión lírica y más bien reórica,
aquello de nuestro célebre soneto:
No me mueve, mi Dios, para quererte,
el cielo que me
tienes prometido,
y lo que sigue.
El verdadero pecado, acaso el pecado contra el Espíritu Santo, que no
tiene remisión, es el pecado de herejía, el de pensar por cuenta propia.
Ya se ha oído aquí, en nuesra España, que ser liberal, esto es, hereje, es
peor que ser asesino, ladrón o adúltero. El pecado más grave es no
obedecer a la Iglesia, cuya infalibilidad nos defiende de la razón.
¿:Y por qué ha de escandalizar la infalibilidad de un hombre, del Papa?
¿:Qué más da que sea infalible un libro: la Biblia, una sociedad de
hombres: la Iglesia, o un hombre solo? ¿:Cambia por eso la dificultad
racional de esencia? Y pues no siendo más racional la infalibilidad de un
libro o la de una sociedad que la de un hombre solo, había que asentar
este supremo escándalo para el racionalismo.
Es lo vital que se afirma, y para afirmarse crea, sirviéndose de lo
racional, su enemigo, toda una construcción dogmática, y la Iglesia la
defiende contra racionalismo, contra protestantismo y contra modernismo.
Defiende la vida. Salió al paso Galileo, e hizo bien, porque su
descubrimiento, en un principio, y hasta acomodarlo a la economía de los
conocimientos humanos, tendía a quebranar la creencia antropocéntrica de
que el universo ha sido creado para el hombre; se opuso a Darwin, e hizo
bien, porque el darwinismo tiende a quebrantar nuestra creencia de que es
el hombre un animal de excepción, creado expreso para ser eternizado. Y,
por último, Pío IX, el primer pontífice declarado infalible, declaróse
irreconciliable con la llamada civilización moderna. E hizo bien.
Loisy, el ex abate católico, dijo: «Digo sencillamente que la Iglesia y
la teología no han favorecido el movimiento científico, sino que lo han
estorbado más bien en cuanto de ellas dependía, en ciertas ocasiones
decisivas; digo, sobre todo, que la enseñanza católica no se ha asociado
ni acomodado a ese movimiento. La teología se ha comportado y se comporta
todavía como si poseyese en sí misma una ciencia de la naturaleza y una
ciencia de la historia con la filosofía general de estas cosas que resulan
de su conocimiento científico. Diríase que el dominio de la teología y el
de la ciencia, distintos en principio y hasta por definición del concilio
del Vaticano, no deben serlo en la práctica. Todo pasa poco más o menos
como si la teología no tuviese nada que aprender de la ciencia moderna,
natural o histórica, y que estuviese en disposición y en derecho de
ejercer por sí misma una inspección directa y absoluta sobre todo el
trabajo del espíritu humano» (Autour d'un petit livre, pags.
211-212).
Y así tiene que ser y así es en su lucha con el modernismo de que fue
Loisy doctor y caudillo.
La lucha reciente contra el modernismo kantiano y fideísta es una lucha
por la vida. ¿:Puede acaso la vida, la vida que busca seguridad de la
supervivencia, tolerar que un Loisy, sacerdote católico, afirme que la
resurrección del Salvador no es un hecho de orden histórico, demosrable y
demostrado por el solo testimonio de la historia? Leed, por otra parte, en
la excelente obra de E. Le Roy, Dogme et Critique,su exposición
del dogma central, el de la resurrección de Jesús, y decidme si queda algo
sólido en que apoyar nuestra esperanza. ¿:No ven que más que de la vida
inmortal de Cristo, reducida acaso a una vida en la conciencia colectiva
cristiana, se trata de una garanía de nuestra resurrección personal, en
alma y también en cuerpo? Esa nueva apologética psicológica apela al
milagro moral, y nosotros, como los judíos, queremos señales, algo que se
pueda agarrar con todas las potencias del alma y con todos los sentidos
del cuerpo. Y con las manos y los pies y la boca si es posible.
Pero ¡ay! que no lo conseguimos; la razón ataca, y la fe, que no se
siente sin ella segura, tiene que pactar con ella. Y de aquí vienen las
trágicas contradicciones y las desgarraduras de conciencia. Necesitamos
seguridad, cereza, señales, y se va a los motiva credibilitatis,
a los moivos de credibilidad, para fundar el rationale
obsequium,y aunque la fe precede a la razón, fidespraecedit
rationem, según san Agustín, este mismo doctor y obispo quería ir por
la fe a la inteligencia, per fidem ad intellectum, y creer para
entender credo ut intelligam. Cuán lejos de aquella soberbia
expresión de Tertuliano: et sepultus resurrexit, certum est quia
imposible est! «y sepultado resucitó: es cierto porque es imposible»,
y su excelso: credo quia absurdum!, escándalo de racionalistas.
¡Cuán lejos de il faut s'abétir, de -Pascal, y de
aquel «la razón humana ama el absurdo», de nuestro Donoso Cortés, que
debió aprenderlo del gran José de Maistre!
Y buscóse como primera piedra de cimiento la autoridad de la tradición
y la revelación de la palabra de Dios, y se llegó hasta aquello del
consentimiento unánime. Quod apud multos unum invenitur non est
erratum, sed tradium, dijo Tertuliano, y Lamennais añadió, siglos más
tarde, que «la certeza, principio de la vida y de la inteligencia... es,
si se me permite la expresión, un producto social {N-6} ».
Pero aquí como en tantas otras cosas, dio la fórmula suprema aquel
gran católico del catolicismo popular y vital, el conde José de Maistre,
cuando escribió: «no creo que sea posible mostrar una sola opinión
universalmente útil que no sea verdadera {N-7} ».Esta
es la fija católica; deducir la verdad de un principio de su bondad o
utilidad suprema. ¿:Y qué más útil, más soberanamente útil, que no
morírsenos nunca el alma? «Como todo sea incierto, o hay que creer a todos
o a ninguno», decía Lacancio; pero aquel formidable místico y asceta que
fue el beato Enrique Suso, el dominicano, pidióle a la eterna Sabiduría
una sola palabra de qué era el amor; y al con'testarle: «Todas las
criaturas invocan lo que soy», replicó Suso, el servidor: «Ay, Señor, eso
no basta para un alma anhelante.» La fe no se siente segura ni con el
consentimiento de los demás, ni con la tradición, ni bajo la autoridad.
Busca el apoyo de su enemiga la razón.
Y así se fraguó la teología escolástica, y saliendo de ella su criada,
la ancilla theologiae, la filosofía escolástica también, y esta
criada salió respondona. La escolástica, magnífica catedral con todos los
problemas de mecánica arquitectónica resueltos por los siglos, pero
catedral de adobe, llevó poco a poco a eso que llaman teología natural, y
no es sino cristianismo despotencializado. Buscóse apoyar hasta donde
fuese posible racionalmente los dogmas; mostrar por lo menos que si bien
sobrerracionales, no eran contrarracionales, y se les ha puesto un
basamento filosófico de filosofía aristotéliconeo-platónica-estoica del
siglo xui; que tal es el tomismo, recomendado por León XIII. Y ya no se
trata de hacer aceptar el dogma, sino su interpretación filosófica
medieval y tomista. No basta creer que al tomar la hostia consagrada se
toma el cuerpo y sangre de Nuestro Señor Jesucristo; hay que pasar por
todo eso de la transustanciación, y la sustancia separada de los
accidentes, rompiendo con toda la concepción racional moderna de la
sustancialidad.
Pero para eso está la fe implícita, la fe del carbonero, la de los que,
como santa Teresa (Vida, cap. XXV, 2), no quieren aprovecharse de
teologías. «Eso no me lo pregunéis a mí que soy ignorante; doctores tiene
la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder», como se nos hizo aprender
en el Catecismo. Que para eso, entre otras cosas, se instituyó el
sacerdocio, para que la Iglesia docente fuese la depositaria, depósito más
que río, reservoir instead of river como dijo Brooks, de los
secretos teológicos. «La labor del Niceno -dice Harnack
(Dogmengeschichte,II, I, cap.VII, 3)- fue un triunfo del
sacerdocio sobre la fe del pueblo cristiano. Ya la doctrina del Logos se
había hecho ininteligible para los no teólogos. Con la erección de la
fórmula nicenocapadocia como confesión fundamental de la Iglesia, se hizo
completamente imposible a los legos católicos el adquirir un conocimiento
íntimo de la fe crisiana según la norma de la doctrina eclesiástica. Y
arraigóse cada vez más la idea de que el cristianismo era la revelación de
lo ininteligible.» Y así es en verdad.
Y ¿:por qué fue esto? Porque la fe, esto es, la vida, no se sentía ya
segura de sí misma. No le bastaba ni el tradicionalismo ni el positivismo
teológico de Duns Escoto; quería racionalizarse. Y buscó a poner su
fundamento, no ya conra la razón, que es donde está, sino sobre la razón,
es decir, en la razón misma. La posición nominalista o positivista o
voluntarista de Escoto, la de que la ley y la verdad dependen, más bien
que de la esencia, de la libre e inescudriñable voluntad de Dios,
acentuando la irracionalidad suprema de la religión, ponía a esta en
peligro entre los más de los creyentes dotados de razón adulta y no
carboneros. De aquí el triunfo del racionalismo teológico tomista. Y ya no
basta creer en la existencia de Dios, sino que cae anaema sobre quien, aun
creyendo en ella, no cree que esa su existencia sea por razones
demostrables o que hasta hoy nadie con ellas la ha demostrado
irrefutablemente. Aunque aquí acaso quepa decir lo de Pohle: «si la
salvación eterna dependiera de los axiomas matemáticos, habría que contar
con que la más odiosa sofistería humana habríase vuelto ya contra su
validez universal con la misma fuerza con que ahora contra Dios, el alma y
Cristo {N-8} ».
Y es que el catolicismo oscila entre la mística, que es experiencia
íntima del Dios vivo en Cristo, experiencia intransmisible, y cuyo peligro
es, por otra parte, absorber en Dios la propia personalidad, lo cual no
salva nuestro anhelo vital, y entre el racionalismo a que combate (véase
Weizsácker, obra citada), oscila entre ciencia religionizada y religión
cientificada. El entusiasmo apocalíptico fue cambiado poco a poco en
misticismo neoplatónico, a que la teología hizo arredrar. Temíanse los
excesos de la fantasía, que suplanta a la fe creando extravagancias
gnósticas. Pero hubo que afirmar un cierto pacto con el gnosticismo y con
el racionalismo otro; ni la fantasía ni la razón se dejaban vencer del
todo. Y así se hizo la dogmáica católica un sistema de contradicciones,
mejor o peor concordadas. La Trinidad fue un cierto pacto entre el
monoteísmo y el politeísmo y pactaron la humanidad y la divinidad en
Cristo, la naturaleza y la gracia, esta y el libre albedrío, este con la
presciencia divina, etc. Y es que acaso, como dice Hermann (loco citato),
«en cuanto se desarrolla un pensamiento religioso en sus consecuencias
lógicas, entra en conflicto con otros que pertenecen igualmente a la vida
de la religión». Que es lo que le da al caolicismo su profunda dialéctica
vital. Pero ¿:a qué costa?
A costa, preciso es decirlo, de oprimir las necesidades mentales de los
creyentes en uso de razón adulta. Exígeseles que crean o todo o nada, que
acepten la entera totalidad de la dogmática o que se pierda todo mérito si
se rechaza la mínima parte de ella. Y así resulta lo que el gran
predicador unitario Channing decía {N-9} ,
y es que tenemos en Francia y España multitudes que han pasado de rechazar
el papismo al absoluto ateísmo, porque «el hecho es que las doctrinas
falsas y absurdas, cuando son expuestas, tienen natural tendencia a
engendrar escepticismo en los que sin reflexión las reciben, y no hay
quienes estén más pronto a creer demasiado (believing too much)».
Aquí está, en efecto, el terrible peligro, en creer demasiado.
¡Aunque no!, el terrible peligro está en otra parte, y es en querer creer
con la razón y no con la vida.
La solución católica de nuestro problema, de nuestro único problema
vital, del problema de la inmortalidad y salvación eterna del alma
individual, satisface a la volunad, y, por lo tanto, a la vida; pero al
querer racionalizarla con la teología dogmática, no satisface a la razón.
Y esta tiene sus exigencias, tan imperiosas como las de la vida. No sirve
querer forzarse a reconocer sobrerracional lo que claramente se nos
aparece contrarracional, ni sirve querer hacerse carbonero el que no lo
es. La infalibilidad, noción de origen helénico, es en el fondo una
categoría racionalista.
Veamos ahora, pues, la solución, o mejor, disolución, racionalista o
científica de nuestro problema.
@§
-- V --
-- V -- LA DISOLUCIÓN RACIONAL
El gran maestro del fenomenalismo racionalista, David Hume,
empieza su ensayo Sobre la inmortalidad del alma con estas
definitivas palabras: «Parece difícil probar con la mera luz de la razón
la inmortalidad del alma. Los argumentos en favor de ella se derivan
comúnmente de tópicos metafísicos, morales o físicos. Pero es en realidad
el Evangelio, y sólo el Evangelio, el que ha traído a la luz la vida y la
inmortalidad.» Lo que equivale a negar la racionalidad de la creencia de
que sea inmortal el alma de cada uno de nosotros.
Kant, que partió de Hume para su crítica, trató de establecer la
racionalidad de ese anhelo y de la creencia que este importa, y tal es el
verdadero origen, el origen íntimo de su crítica y de la razón práctica y
de su imperativo caegórico y de su Dios. Mas a pesar de todo ello, queda
en pie la afirmación escéptica de Hume, y no hay manera alguna de probar
racionalmente la inmortalidad del alma. Hay, en cambio, modos de probar
racionalmente su moralidad.
Sería, no ya excusado, sino hasta ridículo, el que nos extendiésemos
aquí en exponer hasta qué punto la conciencia individual humana depende de
la organización del cuerpo, cómo va naciendo, poco a poco, según el
cerebro recibe las impresiones de fuera, cómo se inerrumpe temporalmente,
durante el sueño, los desmayos y otros accidentes, y cómo todo nos lleva a
conjeturar racionalmente que la muerte trae consigo la pérdida de la
conciencia. Y así como antes de nacer no fuimos ni tenemos recuerdo alguno
personal de entonces, así después de morir no seremos. Esto es lo
racional.
Lo que llamamos alma no es nada más que un término para designar la
conciencia individual en su integridad y su persistencia; y que ella
cambia, y que lo mismo que se integra se desintegra, es cosa evidente.
Para Aristóteles era la forma sustancial del cuerpo, la entelequia, pero
no una sustancia. Y más de un moderno la ha llamado un epifenómeno,
término absurdo. Basta llamarlo fenómeno.
El racionalismo, y por este entiendo la doctrina que no se atiene sino
a la razón, a la verdad objetiva, es forzosamente materialista: y no se
escandalicen los idealistas.
Es menester ponerlo todo en claro, y la verdad es que eso que llamamos
materialismo no quiere decir para nosotros otra cosa que la doctrina que
niega la inmortalidad del alma individual, la persistencia de la
conciencia personal después de la muerte.
En otro sentido, cabe decir que como no sabemos más lo que sea la
materia que el espíritu, y como eso de la maeria no es para nosotros más
que una idea, el materialismo es idealismo. De hecho y para nuestro
problema -el más vital, el único de veras vital-, lo mismo da decir que
todo es materia como que es todo idea, o todo fuerza, o lo que se quiera.
Todo sistema monístico se nos aparece siempre materialista. Sólo salvan la
inmortalidad del alma los sistemas dualistas, los que enseñan que la
conciencia humana es algo sustancialmente distinto y diferente de las
demás manifestaciones fenoménicas. Y la razón es naturalmente monista.
Porque es obra de la razón comprender y explicar el universo, y para
comprenderlo y explicarlo, para nada hace falta el alma como susancia
imperecedera. Para explicarnos y comprender la vida anímica, para la
psicología, no es menester la hipóesis del alma. La que en un tiempo
llamaban psicología racional, por oposición a la llamada empírica, no es
psicología, sino metafísica, y muy turbia, y no racional, sino
profundamente irracional o más bien contrarracional.
La doctrina pretendida racional de la sustancialidad del alma y de su
espiritualidad, con todo el aparato que la acompaña, no nació sino de que
los hombres sentían la necesidad de apoyar en razón su incontrastable
anhelo de inmortalidad y la creencia a este subsiguiente. Todas las
sofisterías que tienden a probar que el alma es sustancia simple e
incorruptible, proceden de ese origen. Es más aún, el concepto mismo de
sustancia, tal como lo dejó asentado y definido la escolástica, ese
concepto que no resiste la crítica, es un concepto teológico enderezado a
apoyar la fe en la inmortalidad del alma.
W. James, en la tercera de las conferencias que dedicó al pragmatismo
en el Lowel Institute de Boston, en diciembre de 1906 y enero de 1907 {N-10} ,
y que es lo más débil de toda la obra del insigne pensador norteamericano
-algo excesivamente débil-, dice así: «El escolasticismo ha tomado la
noción de sustancia del sentido común haciéndola técnica y articulada.
Pocas cosas parecerían tener menos consecuencias pragmáticas para nosotros
que las sustancias, privados como estamos de todo contacto con ellas. Pero
hay un caso en que el escolasticismo ha probado la importancia de la
sustancia idea tratándola pragmáticamente. Me refiero a ciertas disputas
concernientes al ministerio de la Eucaristía. La sustancia aparecería aquí
con un gran valor pragmático. Desde que los accidentes de la hostia no
cambian en la consagración y se ha convertido ella, sin embargo, en el
cuerpo de Cristo, el cambio no puede ser más que de la sustancia. La
sustancia del pan tiene que haberse retirado, sustituyéndola
milagrosamente la divina sustancia sin alterarse las propiedades sensibles
inmediatas. Pero aun cuando estas no se alteran, ha tenido lugar una
tremenda diferencia; no menos sino el que nosotros, los que recibimos el
sacramento, nos alimentamos ahora de la sustancia misma de la divinidad.
La noción de sustancia irrumpe, pues, en la vida con terrible efecto si
admitís que las sustancias pueden separarse de sus accidentes y cambiar
estos últimos. Y es esta la única aplicación pragmática de la idea de
susancia de que tenga yo conocimiento, y es obvio que sólo puede ser
tratada en serio por los que creen en la presencia real por
fundamentos independientes.»
Ahora bien; dejando de lado la cuestión de si en buena teología, y no
digo en buena razón, porque todo esto cae fuera de ella, se puede
confundir la sustancia del cuerpo -del cuerpo, no del alma- de Cristo con
la sustancia misma de la divinidad, es decir, con Dios mismo, parece
imposible que un tan ardiente anhelador de la inmortalidad del alma, un
hombre como W James, cuya filosofía toda no tiende sino a establecer
racionalmente esa creencia, no hubiera echado de ver que la aplicación
pragmaica del concepto de sustancia a la doctrina de la transusanciación
eucarística no es sino una consecuencia de su aplicación anterior a la
doctrina de la inmortalidad del alma. Como en el anterior capítulo expuse,
el sacramento de la Eucaristía no es sino el reflejo de la creencia en la
inmortalidad; es, para el creyente, la prueba experimental mística de que
es inmortal el alma y gozará eternamente de Dios. Y el concepto de
sustancia nació, ante todo y sobre todo, del concepto de la sustancialidad
del alma, y se afirmó este para apoyar la fe en su persistencia después de
separada del cuerpo. Tal es su primera aplicación pragmática y con ella su
origen. Y luego hemos trasladado ese concepto a las cosas de fuera. Por
sentirme susancia, es decir, permanente en medio de mis cambios, es por lo
que atribuyo sustancialmente a la gente que fuera de mí, en medio de sus
cambios, permanece. Del mismo modo que el concepto de fuerza, en cuanto
distinto del movimiento, nace de mi sensación de esfuerzo personal al
poner en movimiento algo.
Léase con cuidado, en la primera parte de la Summa
Theologicade santo Tomás de Aquino, los seis artículos primeros de la
cuestión LXXV, en que trata de si el alma humana es cuerpo, de si es algo
subsistente, de si lo es también el alma de los brutos, de si el hombre es
alma, de si esta se compone de materia y forma, y de si es incorruptible,
y dígase luego si todo aquello no está sutilmente enderezado a soportar la
creencia de que esa susancialidad incorruptible le permite recibir de Dios
la inmortalidad, pues claro es que como la creó al infundirla en el
cuerpo, según santo Tomás, podía al separarla de él aniquilarla. Y como se
ha hecho cien veces la crítica de esas pruebas no es cosa de repetirla
aquí.
¿:Qué razón desprevenida puede concluir el que nuestra alma sea una
sustancia del hecho de que la conciencia de nuestra identidad -y esto
dentro de muy estrechos y variables límites- persista a través de los
cambios de nuesro cuerpo? Tanto valdría hablar del alma sustancial de un
barco que sale de un puerto, pierde hoy una tabla que es sustituida por
otra de igual forma y tamaño, luego pierde otra pieza y así una a una
todas, y vuelve el mismo barco, con igual forma, iguales condiciones
marineras, y todos lo reconocen por el mismo. ¿:Qué razón desprevenida
puede concluir la simplicidad del alma del hecho de que tengamos que
juzgar y unificar pensamientos? Ni el pensamiento es uno, sino varios, ni
el alma es para la razón nada más que la sucesión de estados de conciencia
coordinados entre sí.
Es lo corriente que en los libros de psicología espiriualista, al
tratarse de la existencia del alma como sustancia simple y separable del
cuerpo, se emplee una fórmula por este estilo: Hay en mí un principio que
piensa, quiere y siente... Lo cual implica una petición de principio.
Porque no es una verdad inmediata, ni mucho menos, el que haya en mí tal
principio; la verdad inmediata es que pienso, quiero y siento yo. Y yo, el
yo que piensa, quiere y siente, es inmediatamente mi cuerpo vivo con los
estados de conciencia que soporta. Es mi cuerpo vivo el que piensa, quiere
y siente. ¿:Cómo? Como sea.
Y pasan luego a querer fijar la sustancialidad del alma, hipostasiando
los estados de conciencia, y empiezan porque esa sustancia tiene que ser
simple, es decir, por oponer, al modo de dualismo cartesiano, el
pensamiento a la extensión. Y como ha sido nuestro Balmes uno de los
espiritualistas que han dado fuerza más concisa y clara al argumento de la
simplicidad del alma, voy a tomarlo de él tal y como lo expone en el
capítulo 1 de la Psicología de su Curso de Filosofa Elemental.
«El alma humana es simple», dice. Y añade: «Es simple lo que carece
de pares, y el alma no las tiene. Supóngase que hay entre ellas las
partes, A, B, C; pregunto: ¿:Dónde reside el pensamiento? Si sólo en A,
están de más B y C; y, por consiguiente, el sujeto simple A será el alma.
Si el pensamiento reside en A, B y C, resulta el pensamiento dividido en
partes, lo que es absurdo. ¿:Qué serán una percepción, una comparación, un
juicio, un raciocinio, distribuidos en tres sujetos?» Más evidente
petición de principio no cabe. Empieza por darse como evidente que el
todo, como todo, no puede juzgar. Prosigue Balmes: «La unidad de
conciencia se opone a la división del alma; cuando pensamos, hay un sujeto
que sabe todo lo que piensa, y esto es imposible atribuyéndole partes. Del
pensamiento que está en la A, nada sabrán B ni C, y recíprocamente; luego
no habrá una conciencia de todo el pensamiento; cada parte tendrá
su conciencia especial, y dentro de nosotros habrá tantos seres pensantes
cuantas sean las partes.» Sigue la petición de principio; supónese, porque
sí, sin prueba alguna, que un todo como todo no puede percibir
unitariamente. Y luego, Balmes pasa a preguntar si esas partes A, B, C,
son simples o compuestas y repite el argumento hasta venir a parar a que
el sujeto pensante tiene que ser una parte que no sea todo, esto es,
simple. El argumento se basa, como se ve, en la unidad de apercepcion y de
juicio. Y luego trata de refutar el supuesto de apelar a una comunicación
de las partes entre sí.
Balmes, y con él los espiritualistas a priori que tratan de
racionalizar la fe en la inmortalidad del alma, dejan de lado la única
explicación racional: la de que la apercepción y el juicio son una
resultante, la de que son las percepciones o las ideas mismas componentes
las que se concuerdan. Empiezan por suponer algo fuera y distinto de los
estados de conciencia que no es el cuerpo vivo que los soporta, algo que
no soy yo, sino que está en mí.
El alma es simple, dicen otros, porque se vuelve sobre sí toda entera.
No, el estado de conciencia A, en que pienso en mi anterior estado de
conciencia B, no es este mismo. O si pienso en mi alma, pienso en una idea
distinta del acto en que pienso en ella. Pensar que se piensa, nada más,
no es pensar.
El alma es el principio de la vida. Sí; también se ha ideado la
categoría de fuerza o de energía como principio del movimiento. Pero esos
son conceptos, no fenómenos, no realidades externas. El principio del
movimiento, ¿:se mueve? Y sólo tiene realidad externa lo que se mueve. ¿:El
principio de la vida vive? Con razón escribía Hume: «Jamás me encuentro
con esta idea de mí mismo, sólo me observo deseando u obrando o sintiendo
algo.» La idea de algo individual, de este tintero que tengo delante, de
ese caballo que está a la puerta de casa, de ellos dos y no de otros
cualesquiera individuos de su clase, es el hecho, el fenómeno mismo. La
idea de mí mismo soy yo. Todos los esfuerzos para sustantivar la
conciencia, haciéndola independiente de la extensión -recuérdese que
Descares oponía el pensamiento a la extensión-, no son sino sofísticas
argucias para asentar la racionalidad de la fe en que el alma es inmortal.
Se quiere dar valor de realidad objetiva a lo que no la tiene, a aquello
cuya realidad no está sino en el pensamiento. Y la inmortalidad que
apetecemos es una inmortalidad fenoménica, es una continuación de esta
vida.
La unidad de la conciencia no es para la psicología científica -la
única racional- sino una unidad fenoménica. Nadie puede decir que sea una
unidad sustancial. Es más aún, nadie puede decir que sea una sustancia.
Porque la noción de sustancia es una categoría no fenoménica. Es el número
y entra, en rigor, en lo inconocible. Es decir, según se le aplique. Pero
en su aplicación trascendente es algo en realidad inconocible y en rigor
irracional. Es el concepto mismo de sustancia lo que una razón
desprevenida reduce a un uso que está muy lejos de aquella su aplicación
pragmática a que James se refería.
Y no salva esta aplicación el tomarla idealísticamente, según el
principio berkeleyano de que ser es percibido, esse est percipi.
Decir que todo es idea o decir que todo es espíritu, es lo mismo que
decir que todo es materia o que todo es fuerza, pues si siendo todo bien o
todo espíritu, este diamante es idea o espíritu, lo mismo que mi
conciencia; no se ve por qué no ha de persistir eternamente el diamante,
si mi conciencia, por ser idea o espíritu, persiste siempre.
Jorge Berkeley, obispo anglicano de Cloyne y hermano en espíritu del
también obispo anglicano José Butler,quería salvar como este la fe en la
inmortalidad del alma. Desde las primeras palabras del Prefacio de su
Tratado referente a los principios del conocimiento humano (A Treatise
concerning the Principles of human Knowledge), nos dice que este
tratado parece útil, especialmente para los tocados de escepticismo o que
necesitan una demostración de la existencia e inmaterialidad de Dios y de
la inmortalidad natural del alma. En el capítulo CXL establece que tenemos
una idea o más bien noción del espíritu, conociendo otros espíritus por
medio de los nuestros, de lo cual afirma redondamente, en el párrafo
siguiente, que se sigue la natural inmortalidad del alma. Y aquí entra en
una serie de confusiones basadas en la ambigÜedad que al término noción
da. Y es después de haber establecido casi como per saltum la
inmortalidad del alma porque esta no es pasiva, como los cuerpos, cuando
pasa en el capítulo CXLVII a decirnos que la existencia de Dios es más
evidente que la del hombre. ¡Y decir que hay quien, a pesar de esto, duda
de ella!
Complicábase la cuestión porque se hacía de la conciencia una propiedad
del alma, que era algo más que ella, es decir, una forma sustancial del
cuerpo, originadora de las funciones orgánicas todas de este. El alma
no
sólo piensa, siente y quiere, sino mueve al cuerpo y origina sus
funciones vitales; en el alma humana se unen las funciones vegetativas,
animal y racional. Tal es la docrina. Pero el alma separada del cuerpo no
puede tener ya funciones vegetativas y animales.
Para la razón, en fin, un conjunto de verdaderas confusiones.
A partir del Renacimiento y la restitución del pensamiento puramente
racional y emancipado de toda teología, la doctrina de la inmortalidad del
alma se estableció con Alejandro Afrodisiense, Pedro Pomponazzi y otros. Y
en rigor, poco o nada puede agregarse a cuanto Pomponazzi dejó escrito en
su Tractatus de inmortalitate animae. Esa es la razón y es inútil
darle vueltas.
No han faltado, sin embargo, quienes hayan tratado de apoyar
empíricamente la fe en la inmortalidad del alma, y ahí está la obra de
Frederic W. H. Myers sobre la personalidad humana y su sobrevivencia a la
muerte corporal: Human personality and its survival of bodily death.
Nadie se ha acercado con más ansia que yo a los dos gruesos volúmenes
de esta obra, en que el que fue alma de la Sociedad de Investigaciones
Psíquicas -Society for Psychical Research- ha resumido el
formidable material de daos, sobre todo género de corazonadas, apariciones
de muertos, fenómenos de sueño, telepatía, hipnotismo, auomatismo
sensorial, éxtasis y todo lo que constituye el arsenal espiritista. Entré
en su lectura, no sólo sin la prevención de antemano que a tales
investigaciones guardan los hombres de ciencia, sino hasta prevenido
favorablemente, como quien va a buscar confirmación a sus más íntimos
anhelos; pero por esto la decepción fue mayor. A pesar del aparato de
crítica, todo eso en nada se diferencia de las milagrerías medievales. Hay
en el fondo un error de método, de lógica.
Y si la creencia en la inmortalidad del alma no ha podido hallar
comprobación empírica racional, tampoco le satisface el panteísmo. Decir
que todo es Dios, y que al morir volvemos a Dios, mejor dicho seguimos en
Él, nada vale a nuestro anhelo; pues si es así, antes de nacer, en Dios
estábamos, y si volvemos al morir adonde antes de nacer estábamos, el alma
humana, la conciencia individual, es perecedera. Y como sabemos muy bien
que Dios, el Dios personal y consciente del monoteísmo crisiano, no es
sino el productor, y sobre todo el garantizador de nuestra inmortalidad,
de aquí que se dice, y se dice muy bien, que el panteísmo no es sino un
ateísmo disfrazado. Y yo creo que sin disfrazar. Y tenían razón los que
llamaron ateo a Spinoza, cuyo panteísmo es el más lógico, el más racional.
Ni salva el anhelo de inmortalidad, sino que lo disuelve y hunde, el
agnosticismo o doctrina de lo inconocible, que cuando ha querido dejar a
salvo los sentimientos religiosos ha procedido siempre con la más refinada
hipocresía. Toda la primera parte, y sobre todo su capítulo V, el titulado
«Reconciliación» -entre la razón y la fe, o la religión y la ciencia se
entiende- de los Primeros principios deSpencer es un modelo, a la
vez que de superficialidad filosófica y de insinceridad religiosa, del más
refinado canto británico. Lo inconocible, si es algo más que lo
meramente desconocido hasta hoy, no es sino un concepto puramente
negativo, un concepto de límite. Y sobre eso no se edifica sentimiento
alguno.
La ciencia de la religión, por otra parte, de la religión como fenómeno
psíquico individual y social sin entrar en la validez objetiva
trascendente de las afirmaciones religiosas, es una ciencia que, al
explicar el origen de la fe en que el alma es algo que puede vivir
separado del cuerpo, ha destruido la racionalidad de esta creencia. Por
más que el hombre religioso repita con Schleiermacher: «la cien-
cia no puede enseñarte nada, aprenda ella de ti», por denro le queda
otra.
Por cualquier lado que la cosa se mire, siempre resulta que la razón se
pone enfrente de nuestro anhelo de inmoralidad personal, y nos le
contradice. Y es que en rigor la razón es enemiga de la vida.
Es una cosa terrible la inteligencia. Tiende a la muerte como a la
estabilidad la memoria. Lo vivo, lo que es absolutamente inestable, lo
absolutamente individual, es, en rigor, ininteligible. La lógica tira a
reducirlo todo a entidades y a género, a que no tenga cada representación
más que un solo y mismo contenido en cualquier lugar, tiempo o relación en
que se nos ocurra. Y no hay nada que sea lo mismo en los momentos
sucesivos de su ser. Mi idea de Dios es distinta cada vez que la concibo.
La identidad, que es la muerte, es la aspiración del intelecto. La mente
busca lo muerto, pues lo vivo se le escapa; quiere cuajar en témpanos la
corriente fugitiva, quiere fijarla. Para analizar un cuerpo, hay que
menguarlo o desruirlo. Para comprender algo hay que matarlo, enrigidecerlo
en la mente. La ciencia es un cementerio de ideas muertas, aunque de ellas
salga vida. También los gusanos se alimentan de cadáveres. Mis propios
pensamientos, tumultuosos y agitados en los senos de mi mente, desgajados
de su raíz cordial, vertidos a este papel y fijados en él en formas
inalterables, son ya cadáveres de pensamienos. ¿:Cómo, pues, va a abrirse
la razón a la revelación de la vida? Es un trágico combate, es el fondo de
la tragedia, el combate de la vida con la razón. ¿:Y la verdad? ¿:Se vive o
se comprende?
No hay sino leer el terrible Parménidesde Platón, y llegar a
su conclusión trágica de que «el uno existe y no existe, y él y todo lo
otro existen y no existen, aparecen y no aparecen en relación a sí mismos,
y unos a otros».
Todo lo vital es irracional, y todo lo racional es antivital, porque la
razón es esencialmente escéptica.
Lo racional, en efecto, no es sino lo relacional; la razón se limita a
relacionar elementos irracionales. Las matemáticas son la única ciencia
perfecta en cuanto suman, restan, multiplican y dividen números, pero no
cosas reales y de bulto; en cuanto es la más formal de las ciencias.
¿:Quién es capaz de extraer la raíz cúbica de este fresno?
Y, sin embargo, necesitamos de la lógica, de este poder terrible, para
transmitir pensamientos y percepciones y hasta para pensar y percibir,
porque pensamos con palabras, percibimos con formas. Pensar es hablar uno
consigo mismo, y el habla es social, y sociales son el pensamiento y la
lógica. Pero ¿:no tienen acaso un contenido, una materia individual,
intransmisible e intraductible? ¿:Y no está aquí su fuerza?
Lo que hay es que el hombre, prisionero de la lógica, sin la cual no
piensa, ha querido siempre ponerla al servicio de sus anhelos, y sobre
todo del fundamental anhelo. Se quiso tener siempre a la lógica, y más en
la Edad Media, al servicio de la teología y de la jurisprudencia, que
partían ambas de lo establecido por la autoridad. La lógica no se propuso
hasta muy tarde el problema del conocimiento, el de la validez de ella
misma, el examen de los fundamentos metalogicos.
«La teología occidental -escribe Stanley- es esencialmente lógica en su
forma y se basa en la filosofía. El teólogo latino sucedió al abogado
romano; el teólogo oriental al sofista griego {N-11} ».
Y todas las elucubraciones pretendidas racionales o lógicas en apoyo de
nuestra hambre de inmortalidad, no son sino abogacía y sofistería.
Lo propio y característico de la abogacía, en efecto, es poner la
lógica al servicio de una tesis que hay que defender, mientras el método,
rigurosamente científico, parte de los hechos, de los datos que la
realidad nos ofrece para llegar o no llegar a la conclusión. Lo imporante
es plantear bien el problema, y de aquí que el progreso consiste, no pocas
veces, en deshacer lo hecho. La abogacía supone siempre una petición de
principios, y sus argumentos todos son ad probandum. Y la
teología supuesta racional no es sino abogacía.
La teología parte del dogma, y dogma, Sóypa en su sentido primitivo y
más directo, significa decreto, algo como el latín placitum, lo
que ha parecido que debe ser ley a la autoridad legislativa. De este
concepto jurídico parte la teología. Para el teólogo, como para el
abogado, el dogma, la ley es algo dado, un punto de partida que no se
discute sino en cuanto a su aplicación y a su más reco sentido. Y de aquí
que el espíritu teológico o abogadesco sea en su principio dogmático,
mientras el espíritu estrictamente científico, puramente racional, es
escéptico, 6x--zaixós esto es, investigativo. Y añado en su principio,
porque el otro sentido del término escepticismo, el que tiene hoy más
corrientemente, el de un sistema de duda, de recelo y de incertidumbre, ha
nacido del empleo teológico o abogadesco de la razón, del abuso del
dogmaismo. El querer aplicar la ley de autoridad, el placitum,el
dogma, a distintas y a las veces contrapuestas necesidades prácticas, es
lo que ha engendrado el escepticismo de duda. Es la abogacía, o lo que es
igual, la teología, la que enseña a desconfiar de la razón, y no la
verdadera ciencia, la ciencia investigativa, escéptica en el sentido
primitivo y directo de este término, que no camina a una solución ya
prevista ni procede sino a enseñar una hipóesis.
Tomad la Summa Theologica, de santo Tomás, el clásico
monumento de la teología -esto es, de la abogacía- católica, y abridla por
dondequiera. Lo primero la tesis: utrum... si tal cosa es así o
de otro modo; en seguida las objeciones: sed contra est... o respondeo
dicendum... Pura abogacía. Y en el fondo de una gran parte, acaso de
la mayoría de sus argumentos hallaréis una falacia lógica que puede
expresarse more scholastico con este silogismo: Yo no comprendo
este hecho sino dándole esta explicación; es así que tengo que
comprenderlo, luego esta tiene que ser su explicación. O me quedo sin
comprenderlo. La verdadera ciencia enseña, ante todo, a dudar y a ignorar;
la abogacía ni duda ni cree que ignora. Necesita de una solución.
A este estado de ánimo en que se supone, más o menos a conciencia, que
tenemos que conocer una solución, acompaña aquello de las funestas
consecuencias. Coged cualquier libro apologético, es decir, de teología
abogadesca, y veréis con qué frecuencia os econtrareis con epígrafes que
dicen: «Funestas consecuencias de esta docrina.» Y las consecuencias
funestas de una doctrina, probarán, a lo sumo, que esta doctrina es
funesta, pero no que es falsa, porque falta probar que lo verdadero sea lo
que más conviene. La identificación de la verdad y el bien no es más que
un piadoso deseo. A. Vinet, en sus Études sur Blaise Pascal,
dice: «De las dos necesidades que trabajan sin cesar a la naturaleza
humana, la de la felicidad no es sólo la más universalmente sentida y más
constantemente experimentada, sino que es también la más imperiosa. Y esta
necesidad no es sólo sensitiva; es inelectual. No sólo para el alma,
sino también para el espíritu {N-12} ,es
una necesidad la dicha. La dicha forma parte de la verdad.» Esta
proposición última: le bonheur fait partie de la vérité, es una
proposición profundamente abogadesca, pero no científica ni de razón pura.
Mejor sería decir que la verdad forma parte de la dicha en un sentido
tertulianesco, de credo quia absurdum, que en rigor quiere decir:
credo quia consolans, creo porque es cosa que me consuela.
No, para la razón, la verdad es lo que se puede demosrar que es, que
existe, consuélenos o no. Y la razón no es ciertamente una facultad
consoladora. Aquel terrible poeta latino, Lucrecio, bajo cuya aparente
serenidad y ataraxia epicúrea tanta desesperación se cela, decía que la
piedad consiste en poder contemplarlo todo con el alma serena, pacata
posse mente omnia tueri. Y fue este Lucrecio el mismo que escribió
que la religión puede inducirnos a tantos males: tantum religio potuit
suadere malorum. Y es que la religión, y sobre todo la cristiana más
tarde, fue, como dice el Apóstol, un escándalo para los judíos y una
locura para los intelectuales. Tácito llamó a la religión cristiana, a la
de la inmortalidad del alma, perniciosa superstición, exitialis
superstitio, afirmando que envolvía un odio al género humano,
odium generis humani.
Hablando de la época de estos hombres, de la época más genuinamente
racionalista, escribía Flaubert a madame Roger de Genettes estas preñadas
palabras: «Tiene usted razón; hay que hablar con respeto de Lucrecio; no
le veo comparable sino a Byron, y Byron no tiene ni su gravedad ni la
sinceridad de su tristeza. La melancolía antigua me parece más profunda
que la de los modernos, que sobrentienden todos más o menos la
inmortalidad de más allá del agujero negro. Pero para los
antiguos este agujero negro era el infinito mismo; sus ensueños se dibujan
y pasan sobre un fondo de ébano inmutable. No existiendo ya los dioses, y
no existiendo todavía Cristo, hubo, desde Cicerón a Marco Aurelio, un
momento único en que el hombre estuvo solo. En ninguna parte encuenro esta
grandeza; pero lo que hace a Lucrecio intolerable es su física, que da
como positiva. Si es débil, es por no haber dudado bastante, ha querido
explicar, ¡concluir {N-13} !».
Sí, Lucrecio quiso concluir, solucionar y, lo que es peor, quiso hallar
en la razón consuelo. Porque hay también una abogacía antiteológica y
unodium antitheologicum.
Muchos, muchísimos hombres de ciencia, la mayoría de los que se llaman
a sí mismos racionalistas, lo padecen. El racionalista se conduce
racionalmente, esto es, está en su papel mientras se limita a negar que la
razón satisfaga a nuestra hambre vital de inmortalidad; pero, pronto
poseído de la rabia de no poder creer, cae en la irritación del
odiumantitheologicum, y dice con los fariseos: «Esos vulgares que
no saben la ley, son malditos.» Hay mucho de verdad en aquellas palabras
de Soloviev: «Presiento la proximidad de tiempos en que los cristianos se
reúnan de nuevo en las catacumbas porque se persiga la fe, acaso de una
manera menos brutal que en la época de Nerón, pero con un rigor no menos
refinado, por la menira, la burla y todas las hipocresías.»
El odio antiteológico, la rabia cientificista -no digo científica-
contra la fe en otra vida, es evidente. Tomad no a los
más serenos investigadores científicos, los que saben dudar, sino
a los fanáticos del racionalismo, y ved con qué grosera brutalidad hablan
de la fe. A Vogt le parecía probable que los apóstoles ofreciesen en la
estrucura del cráneo marcados caracteres simianos; de las groserías de
Haeckel, este supremo incomprensivo, no hay que hablar; tampoco de las de
BÜchner; Virchov mismo no se ve libre de ellas. Y otros lo hacen más
sutilmente. Hay gentes que parece como si no se limitasen a creer que haya
otra vida, o mejor dicho, a creer que no la hay, sino que les molesta y
duele que otros crean en ella, o hasta que quieran que la haya. Y esta
posición es despreciable así como es digna de respeto la de aquel que,
empeñándose en creer que la hay, porque la necesita, no logra creerlo.
Pero de este nobilísimo, y el más profundo, y el más humano, y el más
fecundo estado de ánimo, el de la desesperación, hablaremos más
adelante.
Y los racionalistas que no caen en la rabia antiteológica se empeñan en
convencer al hombre que hay motivos para vivir y hay consuelo de haber
nacido, aunque haya de llegar un tiempo, al cabo de más o menos, decenas,
centenas o millones de siglos, en que toda conciencia humana haya
desaparecido. Y estos motivos de vivir y obrar, esto que algunos llaman
humanismo, son la maravilla de la oquedad afectiva y emocional del
racionalismo y de su estupenda hipocresía, empeñada en sacrificar la
sinceridad a la veracidad, y en no confesar que la razón es una potencia
desconsoladora y disolvente.
¿:He de volver a repetir lo que ya he dicho sobre todo eso de fraguar
cultura, de progresar, de realizar el bien, la verdad y la belleza, de
traer la justicia a la tierra, de hacer mejor la vida para los que nos
sucedan, de servir a no sé qué destino, sin preocuparnos del fin último de
cada uno de nosotros? ¿:He de volver a hablaros de la suprema vaciedad de
la cultura, de la ciencia, del arte, del bien, de la verdad, de la
belleza, de la justicia... de todas estas hermosas concepciones, si al fin
y al cabo dentro de cuatro días o dentro de cuatro millones de siglos -que
para el caso es igual-, no ha de existir conciencia humana que reciba la
cultura, la ciencia, el arte, el bien, la verdad, la belleza, la justicia,
y todo lo demás así?
Muchas y muy variadas son las invenciones racionalisas -más o menos
racionales- con que desde los tiempos de epicúreos y estoicos se ha
tratado de buscar en la verdad racional consuelo y de convencer a los
hombres, aunque los que de ello trataron no estuviesen en sí mismos
convencidos de que hay motivos de obrar y alicienes de vivir, aun estando
la conciencia humana destinada a desaparecer un día.
La posición epicúrea, cuya forma extrema y más grosera es la de
«comamos y bebamos, que mañana moriremos», o elcarpe diem
horaciano, que podría traducirse por «vive al día», no es, en el
fondo, distinta de la posición estoica con su «cumple con lo que la
conciencia moral te dicte, y que sea después lo que fuere». Ambas
posiciones tienen una base común, y lo mismo es el placer por el placer
mismo que el deber por el mismo deber.
El más lógico y consecuente de los ateos, quiero decir de los que
niegan la persistencia en tiempo futuro indefinido de la conciencia
individual, y el más piadoso a la vez de ellos, Spinoza, dedicó la quinta
y última parte de su Ética a dilucidar la vía que conduce a la
libertad y a fijar el concepto de la felicidad. ¡El concepto! ¡El concepto
y no el sentimiento! Para Spinoza, que era un terrible inelectualista, la
felicidad, la beatitudo,es un concepto, y el amor a Dios un amor
intelectual. Después de establecer en la proposición 21 de esta parte
quinta que «la mente no puede imaginarse nada niacordarse de las cosas
pasadas, sino mientras dura el cuerpo» -lo que equivale a negar la
inmortalidad del alma, pues un alma que separada del cuerpo en que vivió
no se acuerda ya de su pasado, ni es inmortal ni es alma- procede a
decirnos en la proposición 23 que la «mente humana no puede desruirse en
absoluto con el cuerpo, sino que queda algo de ella, que es eterno», y
esta eternidad de la mente es cierto modo de pensar. Mas no os dejéis
engañar; no hay tal eternidad de la mente individual. Todo es sub
aeternitatis specie, es decir, un puro engaño. Nada más triste, nada
más desolador, nada más antivital que esta felicidad, esa beatitudo
spinoziana, que consiste en el amor intelectual a Dios, el cual no es
sino el amor mismo de Dios, el amor con que Dios se ama a sí mismo
(prop.36). Nuestra felicidad, es decir, nuestra libertad, consiste en el
constante y eterno amor de Dios a los hombres. Así dice el escolio de esta
proposición 36. Y todo para concluir en la proposición final de toda la
Ética,en su coronamiento, con aquello de que la felicidad no es
el premio de la virtud, sino la virtud misma. ¡Lo de todos! O dicho en
plata: que de Dios salimos y a Dios volvemos; lo que, traducido al
lenguaje vital, sentimental, concreto, quiere decir que mi - conciencia
personal brotó de la nada, de mi inconsciencia, y a la nada volverá.
Y esa voz tristísima y desoladora de Spinoza es la voz misma de la
razón. Y la libertad de que nos habla es una libertad terrible. Y contra
Spinoza y su doctrina de la felicidad no cabe sino un argumento
incontestable: el argumento ad hominem. ¿:Fue feliz él, Baruc
Spinoza, mienras para acallar su íntima infelicidad disertaba sobre la
felicidad misma? ¿:Fue él libre?
En el escolio a la proposición 41 de esta misma última y más trágica
parte de esa formidable tragedia de su Ética, nos habla el pobre
judío desesperado de Amsterdam,de la persuasión común del vulgo sobre la
vida eterna. Oigámosle: «Parece que creen que la piedad y la religión y
todo lo que se refiere a la fortaleza de ánimo, son cargas que hay que
deponer después de la muerte, y esperan recibir el precio de la
servidumbre, no de la piedad y la religión. Y no sólo por esta esperanza,
sino también, y más principalmente, por el miedo de ser castigados con
terribles suplicios después de la muerte, se mueven a vivir conforme a la
prescripción de la ley divina en cuanto les lleva su debilidad y su ánimo
impotente; y si no fuese por esta esperanza y este miedo, y creyeran, por
el contrario, que las almas mueren con los cuerpos, ni les quedara el
vivir más tiempo sino miserables bajo el peso de la piedad
volverían a su índole, prefiriendo acomodarlo todo a su gusto y
entregarse a la foruna más que a sí mismos. Lo cual no parece menos
absurdo que si uno, por no creer poder alimentar a su cuerpo con buenos
alimentos para siempre prefiriese saurarse de venenos mortíferos, o porque
ve que el alma no es eterna e inmortal, prefiera ser sin alma (amens)
y vivir sin razón; todo lo cual es tan absurdo que apenas merece ser
refutado (quae adeo absurda sunt, ut vix recenseri mereantur).
»
Cuando se dice de algo que no merece siquiera refutación, tenedlo por
seguro, o es una insigne necedad, y en este caso ni eso hay que decir de
ella, o es algo formidable, es la clave misma del problema. Y así es en
este caso. Porque sí, pobre judío portugués desterrado de Holanda, sí, que
quien se convenza, sin rastro de duda, sin el más leve resquicio de
incertidumbre salvadora, de que su alma no es inmortal, prefiera ser sin
alma, amens, o irracional, o idiota, prefiera no haber nacido, no
tiene nada, absolutamente nada de absurdo. Él, pobre judío intelecualista
definidor del amor intelectual y de la felicidad, ¿:fue feliz? Porque este
y no otro es el problema. «¿:De qué te sirve saber definir la compunción,
si no la sienes?», dice Kempis. Y, ¿:de qué te sirve meterte a definir la
felicidad si no logra uno con ello ser feliz? Aquí encaja aquel terrible
cuento de Diderot sobre el eunuco que, para mejor poder escoger esclavas
con destino al harén del sultán, su dueño, quiso recibir lecciones de
estética de un marsellés. A la primera lección, fisiológica, brutal y
carnalmente fisiológica, exclamó el eunuco compungido: «¡Está visto que yo
nunca sabré estética!» Y así es; ni los eunucos sabrán nunca estética
aplicada a la selección de mujeres hermosas, ni los puros racionalistas
sabrán ética nunca, ni llegarán a definir la felicidad, que es una cosa
que se vive y se siente, y no una cosa que se razona y se define.
Y ahí tenemos otro racionalista, este no ya resignado y triste, como
Spinoza, sino rebelde, y fingiéndose hipócriamente alegre, cuando era no
menos desesperado que el otro; ahí tenéis a Nietzsche, que inventó
matemáticamente (!!!) aquel remedio de la inmortalidad del alma
que se llama la vuelta eterna, y que es la más formidable tragicomedia o
comitragedia. Siendo el número de átomos o primeros elementos
irreductibles finitos, en el universo eterno tiene que volver alguna vez a
darse una combinación como la actual, y por lo tanto, tiene que repetirse
un número eterno de veces lo que ahora pasa. Claro está, y así como
volveré a vivir la vida que estoy viviendo, la he vivido ya infinitas
veces, porque hay una eternidad hacia el pasado, a parte ante,
como la habrá en el porvenir, a partepost.Pero se da el
triste caso de que yo no me acuerdo de ninguna de mis existencias
anteriores, ni es posible que me acuerde de ellas, pues dos cosas absoluta
y totalmente idénticas no son sino una sola. En vez de suponer que vivimos
en un universo finito, de un número finito de primeros elementos
componentes irreductibles, suponer que vivamos en un universo infinito,
sin límite en el espacio -la cual infinitud concreta no es menos
inconcebible que la eternidad concreta, en el tiempo-, y entonces
resultará que este nuestro sistema, el de la Vía Láctea, se repite
infinitas veces en el infinito del espacio, y que estoy yo viviendo
infinitas vidas, todas exactamente idénticas. Una broma, como veis, pero
no menos cómica, es decir, no menos trágica que la de Nietzsche, la del
león que se ríe. ¿:Y de qué se ríe el león? Yo creo que de rabia, porque no
acaba de consolarle eso de que ha sido ya el mismo león antes y que
volverá a serlo.
Pero es que tanto Spinoza como Nietzsche eran, sí, racionalistas, cada
uno de ellos a su modo; pero no eran eunucos espirituales; tenían corazón,
sentimiento y, sobre todo, hambre, un hambre loca de eternidad, de
inmortalidad. El eunuco corporal no siente la necesidad de reproducirse
carnalmente, en cuerpo, y el eunuco espiritual tampoco siente el hambre de
perpetuarse.
Cierto es que hay quienes aseguran que con la razón les basta, y nos
aconsejan desistamos de querer penetrar en lo impenetrable. Mas de estos
que dicen no necesitar de fe alguna en vida personal eterna para encontrar
alicientes de vida y móviles de acción, no sé qué pensar. También un ciego
de nacimiento puede asegurarnos que no siente gran deseo de gozar del
mundo de la visión, ni mucha angustia por no haberlo gozado, y hay que
creerlo, pues de lo totalmente desconocido no cabe anhelo por aquello de
nihil volitum quin praecognitum; no cabe querer sino lo de antes
conocido; pero el que alguna vez en su vida o en sus mocedades o
temporalmente ha llegado a abrigar la fe en la inmortalidad del alma, no
puede persuadirme a creer que se aquiete sin ella. Y en este respecto
apenas cabe entre nosotros la ceguera de nacimiento, como no sea por una
extraña aberración. Que aberración y no otra cosa es el hombre mera y
exclusivamente racional.
Más sinceros, mucho más sinceros son los que dicen: «De eso no se debe
hablar, que es perder el tiempo y enervar la voluntad; cumplamos aquí
nuestro deber, y sea luego lo que fuere»; pero esta sinceridad oculta una
más profunda insinceridad. ¿:Es que acaso con decir: «De eso no se debe
hablar», se consigue que uno no piense en ello? ¿:Que se enerva la
voluntad?... ¿:Y qué? ¿:Que nos incapacita para una acción humana? ¿:Y qué?
Es muy cómodo decirle al que tiene una enfermedad mortal, que le condena a
corta vida y lo sabe, que no piense en ello.
Méglio operando obliare, senza indagarlo,
questo enorme mistero de l'universo!
«Mejor obrando olvidar, sin indagarlo, este enorme misterio del
universo», escribió Carducci en su Idilio maremmano,el mismo
Carducci que al final de su obra Sobre el Monte Mario nos habló
de que la Tierra, madre del alma fugitiva, ha de llevar en torno al Sol
gloria y dolor
hasta que bajo el Ecuador rendida,
a las llamadas del
calor que huye,
la ajada prole una mujer tan sólo
tenga y un
hombre,
que erguidos entre trozos de montañas,
en muertos bosques,
lívidos, con ojos
vítreos te vean sobre inmenso cielo,
¡oh, sol,
ponerte {N-14} !.
¿:Pero es posible trabajar en algo serio y duradero, olvidando el enorme
misterio del universo y sin inquirirlo? ¿:Es posible contemplarlo todo con
alma serena, según la piedad lucreciana, pensando que un día no se ha de
reflejar eso todo en conciencia humana alguna?
«¿:Sois felices?», pregunta Caín en el poema byroniano a Lucifer,
príncipe de los intelectuales, y este le responde: «Somos poderosos»; y
Caín replica: «¿:Sois felices?», y entonces el gran Intelectual le dice:
«No; ¿:lo eres tú?» Y más adelante este mismo Luzbel dice a Adah, hermana y
mujer de Caín: «Escoge entre el Amor y la Ciencia, pues no hay otra
elección.» Y en este mismo estupendo poema, al decir Caín que el árbol de
la ciencia del bien y del mal era un árbol mentiroso, porque «no sabemos
nada, y su prometida ciencia fue al precio de la muerte», Luzbel le
replica: «Puede ser que la muerte conduzca al más alto conocimiento. Es
decir, a la nada.»
En todos estos pasajes donde he traducido ciencia, dice lord Byron
Knowledge, conocimiento; el francés science y el alemán
Wissenschaftal que muchos enfrentan la wisdom-sagesse
francesa y Weischeit alemana- la sabiduría. «La ciencia
llega, pero la sabiduría se retarda, y trae un pecho cargado, lleno de
triste experiencia, avanzando hacia la quietud de su descanso.»
Knowledge comes, but wisdom lingers, and he bears a
ladem, breast. Full of sad experience, moving toward the stillness of his
rest,
dice otro lord, Tennyson, en su Locksley Hall. ¿:Y qué es esta
sabiduría, que hay que ir a buscarla principalmente en los poetas, dejando
la ciencia? Está bien que se diga, con Mattew Arnold -en suprólogo a los
poemas de Wordsworth-, que la poesía es la realidad, y la filosofía
la ilusión; la razón es siempre la razón, y la realidad la realidad, lo
que se puede probar que existe fuera de nosoros, consuélenos o
desespérenos.
No sé por qué tanta gente se escandalizó o hizo que se escandalizaba
cuando Brunetiére volvió a proclamar la bancarrota de la ciencia. Porque
la ciencia, en cuanto susitutiva de la religión, y la razón en cuanto
sustitutiva de la fe, han fracasado siempre. La ciencia podrá satisfacer,
y de hecho satisface en una medida creciente, nuestras crecientes
necesidades lógicas o mentales, nuestro anhelo de saber y conocer la
verdad, pero la ciencia no satisface nuestras necesidades afectivas y
volitivas, nuestra hambre de inmortalidad, y lejos de satisfacerla,
contradícela. La verdad racional y la vida están en contraposición. ¿:Y hay
acaso otra verdad que la verdad racional?
Debe quedar, pues, sentado que la razón, la razón humana, dentro de sus
límites no sólo no prueba racionalmente que el alma sea inmortal y que la
conciencia humana haya de ser en la serie de los tiempos venideros
indestructible, sino que prueba más bien, dentro de sus límites, repito,
que la conciencia individual no puede persistir después de la muerte del
organismo corporal de que depende. Y esos límites, dentro de los cuales
digo que la razón humana prueba esto, son los límites de la racionalidad,
de lo que conocemos comprobadamente. Fuera de ellos está lo irracional,
que es lo mismo que se llame sobrerracional que infrarracional o
contrarracional; fuera de ellos está el absurdo de Tertuliano, el
imposible delcerum est, quia impossibile est. Y este absurdo no
puede apoyarse sino en la más absoluta incertidumbre.
La disolución racional termina en disolver la razón misma, en el más
absoluto escepticismo, en el fenomenalismo de Hume o en el
contingencialismo absoluto de Stuart Mill, este el más consecuente y
lógico de los posiivistas. El triunfo supremo de la razón, facultad
analítica, esto es, destructiva y disolvente, es poner en duda su propia
validez. Cuando hay una úlcera en el estómago acaba este por digerirse a
sí mismo. Y la razón acaba por desruir la validez inmediata y absoluta del
concepto de verdad y del concepto de necesidad. Ambos conceptos son
relativos; ni hay verdad ni hay necesidad absoluta. Llamamos verdadero a
un concepto que concuerda con el sistema general de nuestros conceptos
todos; verdadera a una percepción que no contradice al sistema de nuestras
percepciones; verdad es coherencia. Y en cuanto al sisema todo, al
conjunto, como no hay fuera de él nada para nosotros conocido, no cabe
decir que sea o no verdadero. El universo es imaginable que sea en sí,
fuera de nosoros, muy de otro modo que como a nosotros se nos aparece,
aunque esta sea una suposición que carezca de todo sentido racional. Y en
cuanto a la necesidad, ¿:la hay absoluta? Necesario no es sino lo que es y
en cuanto es, pues en otro sentido más trascendental, ¿:qué necesidad
absoluta, lógica, independiente del hecho de que el universo existe, hay
de que haya universo ni cosa alguna?
El absoluto relativismo, que no es ni más ni menos que el escepticismo,
en el sentido más moderno de esta denominación, es el triunfo supremo de
la razón raciocinante.
Ni el sentimiento logra hacer del consuelo verdad, ni la razón logra
hacer de la verdad consuelo; pero esta segunda, la razón, procediendo
sobre la verdad misma, sobre el concepto mismo de realidad, logra hundirse
en un profundo escepticismo. Y en este abismo encuéntrase el escepticismo
racional con la desesperación sentimental, y de este encuentro es de donde
sale una base -¡terriblebase!- de consuelo. Vamos a verlo.
-- VI -- EN EL FONDO DEL ABISMO
Paree unicae spei totius orbis. (TERTULLIANUS,
Adversus Marcionem, 5.)
Ni, pues, el anhelo vital de inmortalidad humana halla confirmación
racional, ni tampoco la razón nos da aliciente y consuelo de vida y
verdadera finalidad a esta. Mas he aquí que en el fondo del abismo se
encuentran la desesperación sentimental y volitiva y el escepticismo
racional frente a frente, y se abrazan como hermanos. Y va a ser de este
abrazo, un abrazo trágico, es decir, entrañadamente amoroso, de donde va a
brotar manantial de vida, de una vida seria y terrible. El escepticismo,
la incertidumbre, última posición a que llega la razón ejerciendo su
análisis sobre sí misma, sobre su propia validez, es el fundamento sobre
que la desesperación del sentimiento vital ha de fundar su esperanza.
Tuvimos que abandonar, desengañados, la posición de los que quieren
hacer verdad racional y lógica del consuelo, pretendiendo probar su
racionalidad, o por lo menos su no irracionalidad, y tuvimos también que
abandonar la posición de los que querían hacer de la verdad racional
consuelo y motivo de vida. Ni una ni otra de ambas posiciones nos
satisfacía. La una riñe con nuestra razón, la otra con nuestro
sentimiento. La paz entre estas dos potencias se hace imposible, y hay que
vivir de su guerra. Y hacer de esta, de la guerra misma, condición de
nuestra vida espiritual.
Ni cabe aquí tampoco ese expediente repugnante y grosero que han
inventado los políticos, más o menos parlamentarios, y a que llaman una
fórmula de concordia, de que no resulten ni vencedores ni vencidos. No hay
aquí lugar para el pasteleo. Tal vez una razón degenerada y cobarde
llegase a proponer tal fórmula de arreglo, porque en rigor la razón vive
de fórmulas; pero la vida, que es informulable; la vida, que vive y quiere
vivir siempre, no acepta fórmulas. Su única fórmula es: o todo o nada. El
sentimiento no transige con términos medios.
Initium sapientiae timor Domini, se dijo queriendo acaso decir
timor mortis,o tal vez timor vitae, que es lo mismo.
Siempre resulta que el principio de la sabiduría es el temor.
Y ese escepticismo salvador de que ahora voy a hablaros, ¿:puede decirse
que sea la duda? Es la duda, sí, pero es mucho más que la duda. La duda es
con frecuencia una cosa muy fría, muy poco vitalizadora, y, sobre todo,
una cosa algo artificiosa, especialmente desde que Descartes la rebajó al
papel de método. El conflicto enre la razón y la vida es algo más que una
duda. Porque la duda con facilidad se reduce a ser un elemento cómico.
La duda metódica de Descartes es una duda cómica, una duda puramente
teórica, provisional, es decir, la duda de uno que hace como que duda sin
dudar. Y porque era una duda de estufa, el hombre que concluyó que existía
de que pensaba, no aprobaba «esos humores turbulentos (brouillons)
e inquietos que, no siendo llamados ni por su nacimiento ni por su
fortuna al manejo de los negocios públicos, no dejan de hacer siempre en
idea alguna nueva reforma», y se dolía de que pudiera haber algo de esto
en su escrito. No; él, Descartes, no se propuso sino «reformar sus propios
pensamientos y edificar sobre un cimiento suyo propio». Y se propuso no
recibir por verdadero nada que no conociese evidentemente ser tal, y
destruir todos los prejuicios e ideas recibidas para consruirse de nuevo
su morada intelectual. Pero «como no basta, antes de comenzar a
reconstruir la casa en que se mora, abatirla y hacer provisión de
materiales y arquitecos, o ejercitarse uno mismo en la arquitectura...
sino que es menester haberse provisto de otra en que pueda uno alojarse
cómodamente mientras trabaja», se formó una moral provisional -une
morale de provision-, cuya primera ley era obedecer a las costumbres
de su país, y retener constantemente la religión en que Dios le hizo la
gracia de que se hubiese instruido desde su infancia, gobernándose en todo
según las opiniones más moderadas. Vemos, sí, una religión provisional, y
hasta un Dios provisional. Y escogía las opiniones más moderadas, por ser
«las más cómodas para la práctica». Pero más vale no seguir.
Esta duda cartesiana, metódica o teórica, esta duda filosófica de
estufa, no es la duda, no es el escepticismo, no es la incertidumbre de
que aquí os hablo, ¡no! Esta otra duda es una duda de pasión, es el eterno
conflicto entre la razón y el sentimiento, la ciencia y la vida, la lógica
y la biótica. Porque la ciencia destruye el concepto de personalidad,
reduciéndolo a un complejo en continuo flujo de momento, es decir,
destruye la base misma sentimental de la vida del espíritu, que, sin
rendirse, se resuelve contra la razón.
Y esta duda no puede valerse de moral alguna de provisión, sino que
tiene que fundar su moral, como vere
mos, sobre el conflicto mismo, una moral de batalla, y tiene que fundar
sobre sí misma la religión. Y habita una casa que está destruyendo de
continuo y a la que de continuo hay que restablecer. De continuo la
voluntad, quiero decir, la voluntad de no morirse nunca, la irresignación
a la muerte, fragua la morada de la vida, y de continuo la razón la está
abatiendo con vendavales y chaparrones.
Aún hay más, y es que en el problema concreto vital que nos interesa,
la razón no toma posición alguna. En rigor, hace algo peor aún que negar
la inmortalidad del alma, lo cual sería una solución, y es que desconoce
el problema como el deseo vital nos lo presenta. En el senido racional y
lógico del término problema, no hay tal problema. Esto de la inmortalidad
del alma, de la persisencia de la conciencia individual, no es racional,
cae fuera de la razón. Es como problema, y aparte de la solución que se le
dé, irracional. Racionalmente carece de sentido hasta el plantearlo. Tan
inconcebible es la inmoralidad del alma, como es, en rigor, su mortalidad
absoluta. Para explicarnos el mundo y la existencia -y tal es la obra de
la razón-, no es menester supongamos ni que es mortal ni inmortal nuestra
alma. Es, pues, una irracionalidad el solo planteamiento del supuesto
problema.
Oigamos al hermano Kierkegaard, que nos dice: «Donde precisamente se
muestra el riesgo de la abstracción, es respecto al problema de la
existencia cuya dificultad resuelve soslayándola, jactándose luego de
haberlo explicado todo. Explica la inmortalidad en general, y lo hace
egregiamente, identificándola con la eternidad; con la eternidad, que es
esencialmente el medio del pensamiento. Pero que cada hombre singularmente
existente sea inmortal, que es precisamente la dificultad, de esto no se
preocupa la abstracción, no le interesa; pero la dificulad de la
existencia es el interés de lo existente: al que existe le interesa
infinitamente existir. El pensamiento abstracto no le sirve a mi
inmortalidad sino para matarme en cuanto individuo singularmente
existente, y así hacerme inmortal, poco más o menos a la manera de aquel
doctor de Holberg, que con su medicina quitaba la vida al paciente, pero
le quitaba también la fiebre. Cuando se considera un pensador abstracto
que no quiere poner en claro y confesar la relación que hay entre su
pensamiento abstracto y el hecho de que él sea existente, nos produce, por
excelente y distinguido que sea, una impresión cómica, porque corre el
riesgo de dejar de ser hombre. Mientras un hombre efectivo, compuesto de
infinidad y de finitud, tiene su efectividad precisamente en mantener
juntas esas dos y se interesa infinitamente en existir, un semejante
pensador abstracto es un ser doble, un ser fanástico que vive en el puro
ser de la abstracción, y a las veces la triste figura de un profesor que
deja a un lado aquella esencia abstracta como deja el bastón. Cuando se
lee la vida de un pensador así -cuyos escritos pueden ser excelentes-,
tiembla uno ante la idea de lo que es ser hombre. Y cuando se lee en sus
escritos que el pensar y el ser son una misma cosa, se piensa, pensando en
su vida, que ese ser que es idéntico al pensar, no es precisamente ser
hombre» (Afsluttende uvidenskabelig Efterskrift, capítulo 3).
¡Qué intensa pasión, es decir, qué verdad encierra esta amarga
invectiva contra Hegel, prototipo del racionalista, que nos quita la
fiebre quitándonos la vida, y nos promete, en vez de una inmortalidad
concreta, una inmortalidad abstracta, y no concreta, el hambre de ella que
nos consume!
Podrá decirse, sí, que muerto el perro se acabó la rabia, y que después
que me muera no me atormentará ya esta hambre de no morir, y que el miedo
a la muerte, o mejor dicho, a la nada, es un miedo irracional, pero... Sí,
pero... E pur si muove! Y seguirá moviéndose. ¡Como que es la
fuente de todo movimiento!
Mas no creo esté del todo en lo cierto el hermano Kierkegaard, porque
el mismo pensador abstracto, o pensador de abstracciones, piensa para
existir, para no dejar de existir, o tal vez piensa para olvidar que
tendrá que dejar de existir. Tal es el fondo de la pasión del pensamiento
abstracto. Y acaso Hegel se interesaba tan infinitamente como Kierkegaard
en su propia, concreta y singular exisencia, aunque para mantener el
decoro profesional del filósofo del Estado lo ocultase. Exigencias del
cargo.
La fe en la inmortalidad es irracional. Y, sin embargo, fe, vida y
razón se necesitan mutuamente. Ese anhelo vial no es propiamente problema,
no puede tomar estado lógico, no puede formularse en proposiciones
racionalmente discutibles, pero se nos plantea, como se nos planea el
hambre. Tampoco un lobo que se echa sobre su presa para devorarla, o sobre
la loba para fecundarla, puede plantearse racionalmente y como problema
lógico su empuje. Razón y fe son dos enemigos que no pueden sostenerse el
uno sin el otro. Lo irracional pide ser racionalizado, y la razón sólo
puede operar sobre lo irracional. Tienen que apoyarse uno en otro y
asociarse. Pero asociarse en lucha, ya que la lucha es un modo de
asociación.
En el mundo de los vivientes, la lucha por la vida, the struggle
for life,establece una asociación, y estrechísima, no ya entre los
que se unen para combatir a otro, sino enre los que se combaten
mutuamente. ¿:Y hay, acaso, asociación más íntima que la que se traba entre
el animal que se come a otro y este que es por él comido, entre el
devorador y el devorado? Y si esto se ve claro en la lucha de los
individuos entre sí, más claro se ve en la de los pueblos. La guerra ha
sido siempre el más completo factor de progreso, más aún que el comercio.
Por la guerra es como aprenden a conocerse y, como consecuencia de ello, a
quererse vencedores y vencidos.
Al cristianismo, a la locura de la cruz, a la fe irracional en que el
Cristo había resucitado para resucitarnos, le salvó la cultura helénica
racionalista, y a esta el cristianismo. Sin este, sin el cristianismo,
habría sido imposible el Renacimiento; sin el Evangelio, sin san Pablo,
los pueblos que habían atravesado la Edad Media no habrían comprendido ni
a Platón ni a Aristóteles. Una tradición puramente religiosa. Suele
discutirse si la Reforma nació como dije, del Renacimiento, o en protesta
a este, y cabe decir que las dos cosas, porque el hijo nace siempre en
protesta contra el padre. Dícese también que fueron los clásicos griegos
redivivos 1os que volvieron a hombres como Erasmo, a san Pablo y al
cristianismo primitivo, el más irracional; pero cabe retrucar diciendo que
fue san Pablo, que fue la irracionalidad cristiana que sustentaba su
teología católica, lo que les volvió a los clásicos. «El cristianismo es
lo que ha llegado a ser -se dice- sólo por su alianza con la AntigÜedad,
mientras entre los copos y etíopes no es sino bufonada. El Islam se
desenvolvió bajo el influjo de la cultura persa y griega, y bajo el de los
turcos se ha convertido en destructora incultura {N-15} ».
Salimos de la Edad Media y de su fe tan ardiente como en el fondo
desesperada y no sin íntimas y hondas incertidumbres, y entramos en la
edad del racionalismo, no tampoco sin sus incertidumbres. La fe en la
razón está expuesta a la misma insostenibilidad racional que toda otra fe.
Y cabe decir con RobertoBrowning,que «todo lo que hemos ganado con nuestra
incredulidad es una vida de duda diversificada por la fe, en vez de una fe
diversificada por la duda».
All we have gained then by our unbelief
Is a life of doubt diversified by faith,
For
once of faith diversified by doubt.
(BISHOP BLOUGRAM's
APOLOGY.)
Y es que, como digo, si la fe, la vida, no se puede sosener sino sobre
razón que la haga transmisible -y ante todo transmisible de mí a mí mismo,
es decir, refleja y consciente-, la razón a su vez no puede sostenerse
sino sobre fe, sobre vida, siquiera fe en la razón, fe en que esta sirve
para algo más que para conocer, sirve para vivir. Y, sin embargo, ni la fe
es transmisible o racional, ni la razón es vital.
La voluntad y la inteligencia se necesitan, y a aquel viejo aforismo de
nihil volitum quin praecognitum, no se quiere nada que no se haya
conocido antes, no es tan paradójico como a primera vista parece
retrucarlo diciendo nihil cognitum quin praevolitum, no se conoce
nada que no se haya antes querido. «El conocimiento mismo del espíritu
como tal -escribe Vinet en su estudio sobre el libro de Cousin acerca de
los Pensamientos de Pascal-,necesita del corazón. Sin el deseo de
ver, no se ve; es una gran materialización de la vida y del pensamiento,
no se cree en las cosas del espíritu.» Ya veremos que creer es, en primera
instancia, querer creer.
La voluntad y la inteligencia buscan cosas opuestas: aquella, absorber
al mundo en nosotros, apropiárnoslo; y esta, que seamos absorbidos en el
mundo. ¿:Opuestas?
¿:No son más bien una misma cosa? No, no lo son, aunque lo parezca. La
inteligencia es monista o panteísta, la voluntad es monoteísta o egotista.
La inteligencia no necesita algo de ella en que ejercerse; se funde con
las ideas mismas, mientras que la voluntad necesita materia. Conocer algo,
es hacerme aquello que conozco, pero para servirme de ello, para
dominarlo, ha de permanecer disinto a mí.
Filosofía y religión son enemigas entre sí, y por ser enemigas se
necesitan una a otra. Ni hay religión sin alguna base filosófica ni
filosofía sin raíces religiosas; cada una vive de su contraria. La
historia de la filosofía es, en rigor, una historia de la religión. Y los
ataques que a la religión se dirigen desde un punto de vista presunto
científico o filosófico, no son sino ataques desde otro adverso punto de
vista religioso. «La colisión que ocurre entre la ciencia natural y la
religión cristiana no lo es, en realidad, sino entre el instinto de la
religión natural, fundido en la observación natural científica, y el valor
de la concepción cristiana del universo, que asegura al espíritu su
preeminencia en el mundo natural todo», dice Ritschl (Rechtferigungand
Versoehnung, III, capítulo 4.°, §
28). Ahora, que ese
instinto es el instinto mismo de racionalidad. Y el idealismo crítico de
Kant es de origen religioso, y para salvar a la religión es para lo que
franqueó Kant los límies de la razón después de haberla en cierto modo
disuelto en escepticismo. El sistema de antítesis, contradicciones y
antinomias sobre que construyó Hegel su idealismo absoluto, tiene su raíz
y germen en Kant mismo, y esa raíz es una raíz irracional.
Ya veremos más adelante, al tratar de la fe, cómo esta no es en su
esencia sino cosa de voluntad, no de razón, como creer es querer creer, y
creer en Dios ante todo y sobre todo es querer que le haya. Y así, creer
en la inmoralidad del alma es querer que el alma sea inmortal, pero
quererlo con tanta fuerza que esta querencia, atropellando a la razón,
pasa sobre ella. Mas no sin represalia.
El instinto de conocer y el de vivir, o más bien de sobrevivir, entran
en lucha. El doctor E. Mach, en su obra sobre El análisis de las
sensaciones y la relación de lo fisico a lo psíquico (Die Analyse der
Empfindungen and das Verhtitniss des Physischen zum Psychischen), nos
dice en una nota (1. L., §
12), que también el investigador, el sabio,
der Forscher, lucha en la batalla por la existencia, que también
los caminos de la ciencia llevan a la boca, y que no es todavía sino un
ideal en nuestras actuales condiciones sociales el puro instinto de
conocer, der reine Erkenntnisstrieb. Yasí será siempre,
primum vivere, deinde philosophari, o mejor acaso primum
supervivereo superesse.
Toda posición de acuerdo y de armonía persistente enre la razón y la
vida, entre la filosofía y la religión, se hace imposible. Y la trágica
historia del pensamiento humano no es sino de una lucha entre la razón y
la vida, aquella empeñada en racionalizar a esta haciéndola que se resigne
a lo inevitable, a la mortalidad; y esta, la vida, empeñada en vitalizar a
la razón obligándola a que sirva de apoyo a sus anhelos vitales. Y esta es
la historia de la filosofía, inseparable de la historia de la
religión.
El sentimiento del mundo, de la realidad objetiva, es necesariamente
subjetivo, humano, antropomórfico. Y siempre se levantará frente al
racionalismo el vitalismo, siempre la voluntad se erguirá frente a la
razón. De donde el ritmo de la historia de la filosofía y la sucesión de
períodos en que se impone la vida produciendo formas espiritualistas, y
otros en que la razón se impone produciendo formas materializadas, aunque
a una y otra clase de formas de creer se las disfrace con otros
nombres.
Ni la razón ni la vida se dan por vencidas nunca. Mas sobre esto
volveremos en el próximo capítulo.
La consecuencia vital del racionalismo sería el suicidio. Lo dice muy
bien Kierkegaard: «El suicidio es la consecuencia de la existencia {N-16} del
pensamiento puro... No elogiamos el suicidio, pero sí la pasión. El
pensador, por el contrario, es un curioso animal, que es muy inteligente a
ciertos ratos del día; pero que por lo demás, nada tiene en común con el
hombre» (Afsluttende uvidenskabelig Ebterskrigt, cap. 3, §
1).
Como el pensador no deja, a pesar de todo, de ser hombre, pone la razón
al servicio de la vida, sépalo o no. La vida engaña a la razón; y esta a
aquella. La filosofía escolástico-aristotélica al servicio de la vida,
fraguó un sisema teológico-evolucionista de metafísica, al parecer
racional, que sirviese de apoyo a nuestro anhelo vital. Esa filosofía,
base del sobrenaturalismo ortodoxo cristiano, sea católico o sea
protestante, no era, en el fondo, sino una astucia de la vida para obligar
a la razón a que la apoyase. Pero tanto la apoyó esta que acabó por
pulverizarla.
He leído que el ex carmelita Jacinto Loyson decía poder presentarse a
Dios tranquilo, pues estaba en paz con su conciencia y con su razón. ¿:Con
qué conciencia? ¿:Con la religiosa? Entonces no lo comprendo. Y es que no
cabe servir a dos señores, y menos cuando estos dos señores, aunque firmen
treguas y armisticios y componendas, son enemigos por ser opuestos sus
intereses.
No faltará a todo esto quien diga que la vida debe someterse a la
razón, a lo que contestaremos que nadie debe lo que no puede, y la vida no
puede someterse a la razón. «Debe, luego puede», replicará algún kantiano.
Y le conrarreplicaremos: «No puede, luego no debe.» Y no lo puede porque
el fin de la vida es vivir y no lo es comprender.
Ni ha faltado quien haya hablado del deber religioso de resignarse a la
mortalidad. Es ya el colmo de la aberración y de la insinceridad. Y a esto
de la sinceridad vendrá alguien oponiéndonos la veracidad. Sea, mas ambas
cosas pueden muy bien conciliarse. La veracidad, el respeto a lo que creo
ser lo racional, lo que lógicamente llamamos verdad, me mueve a afirmar
también que no me resigno a esa otra afirmación y que protesto contra su
validez. Lo que siento es una verdad, tan verdad por lo menos como lo que
veo, toco, oigo y se me demuestra -yo creo que más verdad aún-, y la
sinceridad me obliga a no ocultar mis sentimientos.
Y la vida que se defiende, busca el flaco de la razón y lo demuestra en
el escepticismo, y se agarra de él y trata de salvarse asida a tal
agarradero. Necesita de la debilidad de su adversaria.
Nada es seguro; todo está en el aire. Y exclama, henchido de pasión,
Lamennais (Essai sur l'indifférence en matiére de religion, III
partie,chap.67): «Qué, ¿:iremos a hundirnos, perdida toda esperanza y a
ojos ciegas, en las mudas honduras de un escepticismo universal?
¿:Dudaremos si pensamos, si sentimos, si somos? No nos lo deja la
naturaleza; oblíganos a creer hasta cuando nuestra razón no está
convencida. La certeza absoluta y la duda absoluta nos están igualmente
vedadas. Flotamos en un medio vago entre dos extremos, como entre el ser y
la nada, porque el escepticismo completo sería la extinción de la
inteligencia y la muerte total del hombre. Pero no le es dado anonadarse;
hay en él algo que resiste invenciblemente la destrucción, yo no sé qué fe
vital, indomable hasta para su voluntad misma. Quiéralo o no, es menester
que crea, porque tiene que obrar, porque tiene que conservarse. Su razón,
si no escuchase más que a ella, enseñándole a dudar de todo y de sí misma,
la reduciría a un estado de inacción absoluta; perecería aun antes de
haberse podido probar a sí mismo que existe.»
No es, en rigor, que la razón nos lleve al escepticismo absoluto, ¡no!
La razón no me lleva ni puede llevarme a dudar de que exista; adonde la
razón me lleva es al escepicismo vital; mejor aún, a la negación vital; no
ya a dudar, sino a negar que mi conciencia sobreviva a mi muerte. El
escepticismo vital viene del choque entre la razón y el deseo. Y de este
choque, de este abrazo entre la desesperación y el escepticismo, nace la
santa, la dulce, la salvadora incertidumbre, nuestro supremo consuelo.
La certeza absoluta completa, de que la muerte es un completo y
definitivo e irrevocable anonadamiento de la conciencia personal, una
certeza de ello como estamos ciertos de que los tres ángulos de un
triángulo valen dos rectos, o la certeza absoluta, completa, de que
nuestra conciencia personal se prolonga más allá de la muerte en estas o
las otras condiciones haciendo sobre todo entrar en ello la extraña y
adventicia añadidura del premio o del castigo eternos, ambas certezas nos
harían igualmente imposible la vida. En un escondrijo, el más recóndito
del espíritu, sin saberlo acaso el mismo que cree estar convencido de que
con la muerte acaba para siempre su conciencia personal, su memoria, en
aquel escondrijo le queda una sombra, una vaga sombra de sombra de
inceridumbre, y mientras él se dice: «ea, ¡a vivir esta vida pasajera, que
no hay otra!», el silencio de aquel escondrijo le dice: «¡quién sabe!...».
Cree acaso no oírlo, pero lo oye. Y en un repliegue también del alma del
creyente que guarde más fe en la vida futura, hay una voz tapada, voz de
incertidumbre, que le cuchichea al oído espiritual: «¡quién sabe!...». Son
estas voces acaso como el zumbar de un mosquito cuando el vendaval brama
entre los árboles del bosque; no nos damos cuenta de ese zumbido y, sin
embargo, junto con el fragor de la tormenta, nos llega al oírlo. ¿:Cómo
podríamos vivir, si no, sin esa incertidumbre?
El «¿:y si hay?» y el «¿:y si no hay?» son las bases de nuestra vida
íntima. Acaso haya racionalista que nunca haya vacilado en su convicción
de la mortalidad del alma, y vitalista que no haya vacilado en su fe en la
inmortalidad; pero eso sólo querrá decir, a lo sumo, que así como hay
monstruos, hay también estúpidos afectivos o de senimiento, por mucha
inteligencia que tengan, y estúpidos intelectuales por mucha que su virtud
sea. Mas en lo normal no puedo creer a los que me aseguren que nunca, ni
en un parpadeo el más fugaz, ni en las horas de mayor soledad y
tribulación se les ha aflorado a la conciencia ese rumor de la
incertidumbre. No comprendo a los hombres que me dicen que nunca les
atormentó la perspectiva del allende la muerte, ni el anonadamiento propio
les inquieta; y por mi parte no quiero poner paz entre mi corazón y mi
cabeza, entre mi fe y mi razón; quiero más bien que se peleen entre
sí.
En el capítulo IX del Evangelio, según Marcos, se nos cuenta cómo llevó
uno a Jesús a ver a su hijo preso de un espíritu mudo, que dondequiera le
cogiese le despedazaba, haciéndole echar espumarajos, crujir los dientes e
irse secando, por lo cual quería presentárselo para que lo curara. Y el
Maestro, impaciente de aquellos hombres que no querían sino milagros y
señales, exclamó: «¡Oh, generación infiel! ¿:Hasta cuándo estaré con
vosotros? ¿:Hasta cuándo os tengo de sufrir? ¡Traédmele!» (v. 19), y se lo
trajeron; le vio el Maestro revolcarse por tierra, preguntó a su padre
cuánto tiempo hacía de aquello, contestóle este que desde que era su hijo
niño, y Jesús le dijo: «Si puedes creer, al que cree todo es posible» (v.
23). Y entonces el padre del epiléptico o endemoniado contestó con estas
preñadas y eternas palabras: «¡Creo, Señor, ayuda mi incredulidad!»
17tazsvco, icvpte, ao4SEi z~ áziaTía Mov (v. 24).
¡Creo, Señor: socorre a mi incredulidad! Esto podrá parecer una
contradicción, pues si cree, si confía, ¿:cómo es que pide al Señor que
venga en socorro de su falta de confianza? Y, sin embargo, esa
contradicción es lo que da todo su más hondo valor humano a ese grito de
las entrañas del padre del endemoniado. Su fe es una fe a base de
incertidumbre. Porque creer, es decir, porque quiere creer, porque
necesita que su hijo se cure, pide al Señor que venga en ayuda de su
incredulidad, de su duda de que tal curación puede hacerse. Tal es la fe
humana; tal fue la heroica fe que Sancho Panza tuvo en su amo el caballero
Don Quijote de la Mancha, según creo haberlo mostrado en mi Vida de
Don Quijote y Sancho, una fe a base de incertidumbre, de duda. Y es
que Sancho Panza era hombre, hombre entero y verdadero y no era estúpido,
pues sólo siéndolo hubiese creído, sin sombra de duda, en las locuras de
su amo. Que a su vez tampoco creía en ellas de ese modo, pues tampoco,
aunque loco, era estúpido. Era, en el fondo, un desesperado, como en esa
mi susomenada obra creo haber mostrado. Y por ser un heroico desesperado,
el héroe de la desesperación íntima y resignada, por eso es el eterno
dechado de todo hombre cuya alma es un campo de batalla entre la razón y
el deseo inmortal. Nuestro señor Don Quijote es el ejemplar del vitalista
cuya fe se basa en incertidumbre, y Sancho lo es del racionalismo que duda
de su razón.
Atormentado Augusto Hermann Francke por torturadoras dudas, decidió
invocar a Dios, a un Dios en que no creía ya, o en quien más bien creía no
creer, para que tuviese piedad de él, del pobre pietista Francke, si es
que existía {N-17} .
Y un estado análogo de ánimo es el que me inspiró aquel soneto titulado
«La oración del ateo», que en mi Rosario de sonetos líricos
figura y termina así:
Sufro yo a tu costa,
Dios no existente, pues si tú
existieras
existiría yo también de veras.
Sí, si existiera el Dios garantizador de nuestra inmortalidad personal,
entonces existiríamos nosotros de veras. ¡Y si no, no!
Aquel terrible secreto, aquella voluntad oculta de Dios que se traduce
en la predestinación, aquella idea que dictó a Lutero su servum
arbitrium y da su trágico senido al calvinismo, aquella duda en la
propia salvación, no es en el fondo sino la incertidumbre, que aliada a la
desesperación forma base de la fe. La fe -dicen algunos- es no pensar en
ello; entregarse confiadamente a los brazos de Dios, los secretos de cuya
providencia son inescudriñables. Sí, pero también la infidelidad es no
pensar en ello. Esa fe absurda, esa fe sin sombra de inceridumbre, esa fe
de estúpidos carboneros, se une a la incredulidad absurda, a la
incredulidad sin sombra de inceridumbre, a la incredulidad de los
intelectuales atacados de estupidez afectiva, para no pensar en ello.
¿:Y qué sino la incertidumbre, la duda, la voz de la razón era el
abismo, el gouffre terrible ante que temblaba Pascal? Y ello fue lo que le
llevó a formular su terrible sentencia: il faut s'abétir, ¡hay
que entontecerse!
Todo el jansenismo, adaptación católica del calvinismo, lleva este
mismo sello. Aquel Port Royal que se debía a un vasco, el abate de
Saint-Cyram, vasco como íñigo de Loyola,y como el que estas líneas traza,
lleva siempre en su fondo un sedimento de desesperación religiosa, de
suicidio de la razón. También íñigo la mató en la obediencia.
Por desesperación se afirma, por desesperación se niega, y por ella se
abstiene uno de afirmar y de negar. Observad a los más de nuestros ateos,
y veréis lo que son por rabia, por rabia de no poder creer que haya Dios.
Son enemigos personales de Dios. Han sustantivado y personalizado la Nada,
y su no Dios es un Antidiós.
Y nada hemos de decir de aquella frase abyecta e innoble de «si no
hubiera Dios habría que inventarlo». Esta es la expresión del inmundo
escepticismo de los conservadores, de los que estiman que la religión es
un resorte de gobierno, y cuyo interés es que haya en la otra vida
infierno para los que aquí se oponen a sus intereses mundanos. Esa
repugnante frase de saduceo es digna del incrédulo adulador de poderosos a
quien se atribuye.
No, no es ese el hondo sentido vital. No se trata de una policía
trascendente, no de asegurar el orden -¡vaya un orden!- en la tierra con
amenazas de castigos y halagos de premios eternos después de la muerte.
Todo esto es muy bajo, es decir, no más que política, o si se quiere
ética. Se trata de vivir.
Y la más fuerte base de la incertidumbre, lo que más hace vacilar
nuestro deseo vital, lo que más eficacia da a la obra disolvente de la
razón, es el ponernos a considerar lo que podría ser una vida del alma
después de la muerte. Porque aun venciendo, por un poderoso esfuerzo de
fe, a la razón que nos dice y enseña que el alma no es sino una función
del cuerpo organizado, queda luego el imaginar nos que pueda ser una vida
inmortal y eterna del alma. En esta imaginación las contradicciones y los
absurdos se multiplican y se llega, acaso, a la conclusión de Kierkegaard,
y es que si es terrible la mortalidad del alma, no menos terrible es su
inmortalidad.
Pero vencida la primera dificultad, la única verdadera, vencido el
obstáculo de la razón, ganada la fe, por dolorosa y envuelta en
incertidumbre que esta sea, de que ha de persistir nuestra conciencia
personal después de la muerte, ¿:qué dificultad, qué obstáculo hay en que
nos imaginemos esa persistencia a medida de nuestros deseos? Sí, podemos
imaginárnosla como un eterno rejuvenecimiento, como un eterno
acrecentarnos e ir hacia Dios, hacia la Conciencia Universal, sin
alcanzarle nunca, podemos imaginárnosla... ¿:Quién pone trabas a la
imaginación, una vez ha roto la cadena de lo racional?
Ya sé que me pongo pesado, molesto, tal vez tedioso; pero todo es
menester. Y he de repetir una vez más que no se trata ni de policía
trascendente, ni de hacer de Dios una gran juez o guardia civil; es decir,
no se trata de cielo y de infierno para apuntalar nuestra pobre moral
mundana, ni se trata de nada egoísta y personal. No soy yo, es el linaje
humano todo el que entra en juego; es la finalidad última de nuestra
cultura toda. Yo soy uno, pero todos son yos.
¿:Recordáis el fin de aquel Cántico del gallo salvaje, que en
prosa escribiera el desesperado Leopardi, el vícima de la razón, que no
logró llegar a creer? «Tiempo llegará -dice- en que este Universo y la
Naturaleza misma se habrán extinguido. Y al modo de grandísimos reinos e
imperios humanos y sus maravillosas acciones que fueron en otra edad
famosísimas, no queda hoy ni señal ni fama alguna, así igualmente del
mundo entero y de las infinitas vicisitudes y calamidades de las cosas
creadas no quedará ni un solo vestigio, sino un silencio desnudo y una
quietud profundísima llenarán el espacio inmenso. Así este arcano
admirable y espantoso de la exisencia universal, antes de haberse
declarado o dado a entender, se extinguirá y perderáse.» A lo cual llaman
ahora, como un término científico y muy racionalista, la entropía.
Muy bonito, ¿:no? Spencer inventó aquello del homogéneo primitivo, del
cual no se sabe cómo pudo brotar heterogeneidad alguna. Pues bien; esto de
la entropía es una especie de homogéneo último, de estado de
perfecto equilibrio. Para una alma ansiosa de vida, lo más parecido a la
nada que puede darse.
He traído aquí al lector que ha tenido la paciencia de leerme al través
de una serie de dolorosas reflexiones, y procurando siempre dar a la razón
su parte y dar también su parte al sentimiento. No he querido callar lo
que callan otros; he querido poner al desnudo, no ya mi alma, sino el alma
humana, sea ella lo que fuere y esté o no destinada a desaparecer. Y hemos
llegado al fondo del abismo, al irreconciliable conflicto entre la razón y
el sentimiento vital. Y llegado aquí os he dicho que hay que aceptar el
conflicto como tal y vivir de él. Ahora me queda el exponeros cómo, a mi
sentir y hasta a mi pensar, esa desesperación puede ser base de una vida
vigorosa, de una acción eficaz, de una ética, de una estética, de una
religión y hasta de una lógica. Pero en lo que va a seguir habrá tanto de
fantasía como de raciocinio; es decir, mucho más.
No quiero engañar a nadie ni dar por filosofía lo que acaso no sea sino
poesía o fantasmagoría, mitología en todo caso. El divino Platón, después
que en su diálogo Fedón discutió la inmortalidad del alma una
inmortalidad ideal, es decir, mentirosa- lanzóse a exponer los mios sobre
la otra vida, diciendo que se debe también mitologizar. Vamos, pues, a
mitologizar.
El que busque razones, lo que estrictamente llamamos tales, argumentos
científicos, consideraciones técnicamente lógicas, puede renunciar a
seguirme. En lo que de estas reflexiones sobre el sentimiento trágico
resta, voy a pescar la atención del lector a anzuelo desnudo, sin cebo; el
que quiera picar que pique, mas yo a nadie engaño. Sólo al final pienso
recogerlo todo y sostener que esta desesperación religiosa que os decía, y
que no es sino el sentimiento mismo trágico de la vida, es, más o menos
velada, el fondo mismo de la conciencia de los individuos y de los pueblos
cultos de hoy en día, es decir, de aquellos individuos y de aquellos
pueblos que no padecen ni de estupidez intelectual ni de estupidez
sentimental.
Y es ese sentimiento la fuente de las hazañas heroicas. Si en lo que va
a seguir os encontráis con apotegmas arbitrarios, con transiciones
bruscas, con soluciones de continuidad, con verdaderos saltos mortales del
pensamiento, no os llaméis a engaño. Vamos a entrar si es que queréis
acompañarme en un campo de contradicciones entre el sentimiento y el
raciocinio, y teniendo que servirnos del uno y del otro.
Lo que va a seguir no me ha salido de la razón, sino de la vida, aunque
para transmitíroslo tengo en cierto modo que racionalizarlo. Lo más de
ello no puede reducirse a teoría o sistema lógico, pero como Walt Whitman,
el enorme poeta yanqui, os encargo que no se funde escuela o teoría sobre
mí.
I charge that there be no theory or school founded
out of me.
(MYSELF AND MINE.)
Ni son las fantasías que han de seguir mías, ¡no! Son también de otros
hombres, no precisamente de otros pensadores, que me han precedido en este
valle de lágrimas y han sacado fuera su vida y la han expresado. Su vida,
digo, y no su pensamiento sino en cuanto era pensamiento de vida;
pensamiento a base irracional.
¿:Quiere esto decir que cuanto vamos a ver, los esfuerzos de lo
irracional por expresarse, carece de toda racionalidad, - de todo valor
objetivo? No; lo absoluto, lo irrevocablemente irracional e inexpresable,
es intransmitible. Pero lo contrarracional, no. Acaso no hay modo de
racionalizar lo irracional; pero lo hay de racionalizar lo contrarracional
y es tratando de exponerlo. Como sólo es inteligible, de veras
inteligible, lo racional; como lo absurdo está condenado, careciendo como
carece de sentido, a ser intransmiible, veréis que cuando algo que parece
irracional o absurdo logra uno expresarlo y que se lo entiendan, se
resuelve en algo racional siempre, aunque sea en la negación de lo que se
afirma.
Los más locos ensueños de la fantasía tienen algún fondo de razón, y
quién sabe si todo cuanto puede imaginarse un hombre no ha sucedido,
sucede o sucederá alguna vez en uno o en otro mundo. Las combinaciones
posibles son acaso infinitas. Sólo falta saber si todo lo imaginable es
posible.
Se podrá también decir, y con justicia, que mucho de lo que voy a
exponer es repetición de ideas, cien veces expuestas antes y otras cien
refutadas; pero cuando una idea vuelve a repetirse, es que, en rigor, no
fue de veras refutada. No pretendo la novedad de las más de estas
fantasías, como no pretendo tampoco, ¡claro está!, el que no hayan
resonado antes que la mía voces dando al viento las mismas quejas. Pero el
que pueda volver la misma eterna queja, saliendo de otra boca, sólo quiere
decir que el dolor persiste.
Y conviene repetir una vez más las mismas eternas lamentaciones, las
que eran ya viejas en tiempo de Job y del Eclesiastés, y aunque sea
repetirlas con las mismas palabras, para que vean los progresistas que eso
es algo que nunca muere. El que, haciéndose propio el vanidad de vanidades
de Eclesiastés, o las quejas de Job, las repite aun al pie de la letra,
cumple una obra de advertencia. Hay que estar repitiendo de continuo el
memento mori.
¿:Para qué? -diréis-. Aunque sólo sea para que se irriten algunos y vean
que eso no ha muerto, que eso, mientras haya hombres, no puede morir; para
que se convenzan de que subsisten hoy, en el siglo XX, todos los siglos
pasados y todos ellos vivos. Cuando hasta un supuesto error vuelve, es,
creédmelo, que no ha dejado de ser verdad en parte, como cuando uno
reaparece es que no murió del todo.
Sí, ya sé que otros han sentido antes que yo lo que yo siento y
expreso; que otros muchos lo sienten hoy, aunque se lo callan. ¿:Por qué no
lo callo también? Pues porque lo callan los más de los que lo sienten;
pero aun callándolo, obedecen en silencio a esa voz de las entrañas. Y no
lo callo porque es para muchos lo que no debe decirse, lo infando
-infandum-, ycreo que es menester decir una y otra vez lo que no
debe decirse. ¿:Que a nada conduce? Aunque sólo condujese a irritar a los
progresisas, a los que creen que la verdad es consuelo, conduciría a no
poco. A irritarles y a que digan: ¡lástima de hombre!, ¡si emplease mejor
su inteligencia!... A lo que alguien acaso añada que no sé lo que digo, y
yo le responderé que acaso tenga razón -¡y tener razón es tan poco!-, pero
siento lo que digo y sé lo que siento, y me basta. Y es mejor que le falte
a uno razón que no que le sobre.
Y el que me siga leyendo verá también cómo de este abismo de
desesperación puede surgir esperanza, y cómo puede ser fuente de acción y
de labor humana, hondamente humana, y de solidaridad y hasta de progreso,
esta posición crítica. El lector que siga leyéndome verá su jusificación
pragmática. Y verá cómo para obrar, y obrar eficaz y moralmente, no hace
falta ninguna de las dos opuestas certezas, ni la de la fe ni la de la
razón, ni menos aún -esto en ningún caso- esquivar el problema de la
inmortalidad del alma o deformarlo idealísticamente, es decir,
hipócritamente. El lector verá cómo esa incertidumbre, y el dolor de ella
y la lucha infructuosa por salir de la misma, puede ser y es base de
acción y cimiento de moral.
Y con esto de ser base de acción y cimiento de moral el sentimiento de
la incertidumbre y la lucha íntima entre la razón y la fe y el apasionado
anhelo de vida eterna, quedaría, según un pragmatista, justificado tal
sentimiento. Mas debe constatar que no le busco esta consecuencia práctica
para justificarlo, sino porque la encuentro por experiencia íntima. Ni
quiero ni debo buscar justificación a ese estado de lucha interior y de
incertidumbre y de anhelo; es un hecho, y basta. Y si alguien
encontrándose en él, en el fondo del abismo, no encuentra allí mismo
móviles e incentivos de acción y de vida, y por ende se suicida corporal o
espiritualmente -o bien matándose o bien renunciando a toda labor de
solidaridad humana-, no seré yo quien se lo censure. Y aparte de que las
malas consecuencias de una doctrina, es decir, lo que llamamos malas, sólo
prueban, repito, que la doctrina es para nuestros deseos mala, pero no que
sea falsa, las consecuencias dependen, más aún que la doctrina, de quien
las saca. Un mismo principio sirve a uno para obrar y a otro para
absenerse de obrar; a este para obrar en tal sentido y a aquel para obrar
en sentido contrario. Y es que nuestras doctrinas no suelen ser sino la
justificación a posteriori de nuestra conducta, o el modo como tratamos de
explicárnosla para nosotros mismos.
El hombre, en efecto, no se aviene a ignorar los móviles de su conducta
propia, y así como uno a quien habiéndosele hipnotizado y sugerido tal o
cual acto, inventa luego razones que lo justifiquen y hagan lógico a sus
propios ojos y a los de los demás, ignorando, en realidad, la verdadera
causa de su acto, así todo otro hombre, que es un hipnotizado también,
pues que la vida es sueño, busca razones de su conducta. Y si las piezas
del ajedrez tuviesen conciencia es fácil que se atribuyeran albedrío en
sus movimientos, es decir, la racionalidad finalista de ellos. Y así
resulta, que toda teoría filosófica sirve para explicar y justificar una
ética, una doctrina de conducta que surge en realidad del íntimo
sentimiento moral del autor de ella. Pero de la verdadera razón o causa de
este sentimiento, acaso no tiene clara conciencia el mismo que lo
abriga.
Consiguientemente a esto creo poder suponer que si mi razón, que es en
cierto modo parte de la razón de mis hermanos en humanidad, en tiempo y en
espacio, me enseña ese absoluto escepticismo por lo que al anhelo de vida
inacabable se refiere, mi sentimiento de la vida, que es la esencia de la
vida misma, mi vitalidad, mi apetito desenfrenado de vivir y mi
repugnancia a morirme, esta mi irresignación a la muerte, es lo que me
sugiere las doctrinas con que trato de contrarrestar la obra de la razón.
¿:Esas doctrinas tienen un valor objetivo? -me preguntará alguien-; y yo
responderé que no entiendo qué es eso del valor objetivo de una doctrina.
Yo no diré que sean las doctrinas más o menos poéticas o infilosóficas que
voy a exponer las que me hacen vivir; pero me atrevo a decir que es mi
anhelo de vivir y de vivir por siempre el que me inspira esas doctrinas. Y
si con ellas logro corroborar y sostener en otro ese mismo anhelo, acaso
desfalleciente, habré hecho obra humana, y sobre todo, habré vivido. En
una palabra, que con razón, sin razón o contra ella, no me da la gana de
morirme. Y cuando al fin me muera, si es del todo, no me habré muerto yo,
esto es, no me habré dejado morir, sino que me habrá matado el desino
humano. Como no llegue a perder la cabeza, o mejor aún que la cabeza, el
corazón, yo no dimito de la vida; se me destituirá de ella.
Y nada tampoco se adelanta con sacar a relucir las ambiguas palabras de
pesimismo y optimismo, que con frecuencia nos dicen lo contrario que quien
las emplea quiso decirnos. Poner a una doctrina el mote de pesimista, no
es condenar su validez, ni los llamados optimistas son más eficaces en la
acción. Creo, por el contrario, que muchos de los más grandes héroes,
acaso los mayores, han sido desesperados, y que por desesperación acabaron
sus hazañas. Y que aparte esto y aceptando, ambiguas y todo como son, esas
denominaciones de optimismo y pesimismo, cabe un cierto pesimismo
trascendente engendrador de un optimismo temporal y terrenal; es cosa que
me propongo desarrollar en lo sucesivo de este tratado.
Muy otra es, bien sé, la posición de nuestros progresisas, los de la
corriente central del pensamiento europeo contemporáneo; pero no
puedo hacerme a la idea de que estos sujetos no cierran voluntariamente
los ojos al gran problema y viven, en el fondo de una mentira, tratando de
ahogar el sentimiento trágico de la vida.
Y hechas estas consideraciones, que son a modo de resumen práctico de
la crítica desarrollada en los seis primeros capítulos de este tratado,
una manera de dejar asentada la posición práctica a que la tal crítica
puede llevar al que no quiere renunciar a la vida y no quiere tampoco
renunciar a la razón, y tiene que vivir y obrar entre esas dos muelas
contrarias que nos trituran el alma, ya sabe el lector que en adelante me
siga, que voy a llevarle a un campo de fantasías no desprovistas de razón,
pues sin ella nada subsiste, pero fundadas en sentimiento. Y en cuanto a
su verdad, la verdad verdadera, lo que es independientemente de nosotros,
fuera de nuestra lógica y nuestra cardiaca, de eso, ¿:quién sabe?
@§
-- VII --
-- VII -- AMOR, DOLOR, COMPASIÓN Y PERSONALIDAD
Caín. ....................................
Let me, or happy or unhappy, learn. To anticipate my inmortality.
Lucifer. Thou didst before I came upon thee.< >
Caín. ................................ How?
Lucifer. By suffenng.
(LORD BYRON: Caín, act. II, scene 1.)
Es el amor, lectores y hermanos míos, lo más trágico que en el mundo y
en la vida hay; es el amor hijo del engaño y padre del desengaño; es el
amor el consuelo en el desconsuelo, es la única medicina contra la muerte,
siendo como es de ella hermana.
Fratelli, a un tempo stesso, Amore e Morte
Ingeneró la sorte,
como cantó Leopardi.
El amor busca con furia a través del amado algo que está allende este,
y como no lo halla, se desespera. Siempre que hablamos de amor tenemos
presente a la memoria el amor sexual, el amor entre hombre y mujer para
perpetuar el linaje humano sobre la tierra. Y esto es lo que hace que no
se consiga reducir el amor, ni a lo puramente intelectivo, ni a lo
puramente volitivo, dejando lo sentimental o, si se quiere, sensitivo de
él. Porque el amor no es en el fondo ni idea ni volición: es más bien
deseo, sentimiento; es algo carnal hasta en el espíritu. Gracias al amor
sentimos todo lo que de carne tiene el espíritu.
El amor sexual es el tipo generador de todo otro amor. En el amor y por
él buscamos perpetuarnos, y sólo nos perpetuamos sobre la tierra a
condición de morir, de enregar a otro nuestra vida. Los más humildes
animalitos, los vivientes ínfimos se multiplican dividiéndose, pariéndose,
dejando de ser el uno que antes eran.
Pero agotada al fin la vitalidad de ser que así se multiplica
dividiéndose de la especie, tiene de vez en cuando que renovar el
manantial de la vida mediante uniones de dos individuos decadentes,
mediante lo que se llama conjugación en los protozoarios. Únense para
volver con más brío a dividirse. Y todo acto de engendramiento es un dejar
de ser, total o parcialmente, lo que se era, un partirse, una muerte
parcial. Vivir es darse, perpetuarse, y perpeuarse y darse es morir. Acaso
el supremo deleite del engendrar no es sino un anticipado gustar la
muerte, el desgarramiento de la propia esencia vital. Nos unimos a otro,
pero es para partirnos; ese más íntimo abrazo no es sino un más íntimo
desgarramiento. En su fondo, el deleite amoroso sexual, el espasmo
genésico, es una sensación de resurrección, de resucitar en otro, porque
sólo en otros podemos resucitar para perpetuarnos.
Hay sin duda, algo de trágicamente destructivo en el fondo del amor,
tal como en su forma primitiva animal se nos presenta, en el invencible
instinto que empuja a un macho y una hembra a confundir sus entrañas en un
apreón de furia. Lo mismo que les confunde los cuerpos, les separa, en
cierto respecto, las almas; al abrazarse se odian tanto como se aman, y
sobre todo luchan, luchan por un tercero aún sin vida. El amor es una
lucha, y especies animales hay en que al unirse el macho a la hembra la
malrata, y otras en que la hembra devora al macho luego que este la hubo
fecundado.
Hase dicho del amor que es un egoísmo mutuo. Y de hecho cada uno de los
amantes busca poseer al otro, y buscando mediante él, sin entonces
pensarlo ni proponérselo, su propia perpetuación, que es el fin, ¿:qué es
sino avaricia? Y es posible que haya quien para mejor perpeuarse guarde su
virginidad. Y para perpetuar algo más humano que la carne.
Porque lo que perpetúan los amantes sobre la tierra es la carne de
dolor, es el dolor, es la muerte. El amor es hermano, hijo y a la vez
padre de la muerte, que es su hermana, su madre y su hija. Y así es que
hay en la hondura del amor una hondura de eterno desesperarse, de la cual
brotan la esperanza y el consuelo. Porque de este amor carnal y primiivo
de que vengo hablando, de este amor de todo el cuerpo con sus sentidos,
que es el origen animal de la sociedad humana, de este enamoramiento surge
el amor espiritual y doloroso.
Esta otra forma del amor, este amor espiritual, nace del dolor, nace de
la muerte del amor carnal; nace también del compasivo sentimiento de
protección que los padres experimentan ante los hijos desvalidos. Los
amantes no llegan a amarse con dejación de sí mismos, con verdadera fusión
de sus almas, y no ya de sus cuerpos, sino luego que el mazo poderoso del
dolor ha triturado sus corazones remejiéndolos en un mismo almirez de
pena. El amor sensual confundía sus cuerpos, pero separaba sus almas,
manteníalas extrañas una a otra; mas de ese amor tuvieron un fruto de
carne, un hijo. Y este hijo engendrado en muerte, enfermó acaso y se
murió. Y sucedió que sobre el fruto de su fusión carnal y separación o
mutuo extrañamiento espiritual, separados y fríos de dolor sus cuerpos,
pero confundidas en dolor sus almas, se dieron los amanes, los padres, un
abrazo de desesperación y nació entonces de la muerte del hijo de la
carne, el verdadero amor espiritual. O bien, roto el lazo de la carne que
les unía, respiraron con suspiro de liberación. Porque los hombres sólo se
aman con amor espiritual cuando han sufrido junos un mismo dolor, cuando
araron durante algún tiempo la tierra pedregosa uncidos al mismo yugo de
un dolor común. Entonces se conocieron y se sintieron, y se consintieron
en su común miseria, se compadecieron y se amaron. Porque amar es
compadecer, y si a los cuerpos les une el goce, úneles a las almas la
pena.
Todo lo cual se siente más clara y más frecuentemente aún cuando brota,
arraiga y crece uno de esos amores trágicos que tienen que luchar contra
las diamantinas leyes del Destino, uno de esos amores que nacen a
destiempo o desazón, antes o después del momento o fuera de la norma en
que el mundo, que es costumbre, los hubiera recibido. Cuantas más murallas
pongan el Destino y el mundo y su ley entre los amantes, con tanta más
fuerza se sienten empujados el uno al otro, y la dicha de quererse se les
amarga, y se les acrecienta el dolor de no poder quererse a las claras y
libremente, y se compadecen desde las raíces del corazón el uno del otro,
y esta común compasión, que es su común miseria y su fidelidad común, da
fuego y pábulo a su vez a su amor. Y sufren su gozo gozando su
sufrimiento. Y ponen su amor fuera del mundo, y la fuerza de ese pobre
amor sufriente bajo el yugo del Destino les hace intuir otro mundo en que
no hay más ley que la libertad del amor, otro mundo en que no hay barreras
porque no hay carne. Porque nada nos penetra más de la esperanza y la fe
en otro mundo que la imposibilidad de que un amor nuestro fructifique de
veras en este mundo de carne y de apariencias.
Y el amor maternal, ¿:qué es, sino compasión al débil, al desvalido, al
pobre niño inerme que necesita de la leche y del regazo de la madre? Y en
la mujer todo amor es maternal.
Amar en espíritu es compadecer, y quien más compadece más ama. Los
hombres encendidos en ardiente caridad hacia sus prójimos, es porque
llegaron al fondo de su propia miseria, de su propia aparencialidad, de
sus naderías, y volviendo luego sus ojos así abiertos, hacia sus
semejantes, los vieron también miserables aparenciales, anonadables, y los
compadecieron y los amaron.
El hombre ansía ser amado, o, lo que es igual, ansía ser compadecido.
El hombre quiere que se sientan y se compartan sus penas y sus dolores.
Hay algo más que una arimaña para obtener limosna en eso de los mendigos
que a la vera del camino muestran al viandante su llaga o su gangrenoso
muñón. La limosna, más bien que socorro para sobrellevar los trabajos de
la vida, es compasión. No agradece el pordiosero la limosna al que se la
da volviéndole la cara por no verle y para quitárselo de al lado, sino que
agradece mejor que se le compadezca no socorriéndole a no que
socorriéndole no se le compadezca, aunque por otra parte prefiera esto.
Ved, si no, con qué complacencia cuenta sus cuitas al que se conmueve
oyéndoselas. Quiere ser compadecido, amado.
El amor de la mujer, sobre todo, decía que es siempre en su fondo
compasivo, es maternal. La mujer se rinde al amante porque le siente
sufrir con el deseo. Isabel compadeció a Lorenzo, Julieta a Romeo,
Francisca a Pablo. La mujer parece decir: «¡Ven, pobrecito, y no sufras
tanto por mi causa!» Y por eso es su amor más amoroso y más puro que el
del hombre y más valiente y más largo.
La compasión es, pues, la esencia del amor espiritual humano, del amor
que tiene conciencia de serlo, del amor que no es puramente animal, del
amor, en fin, de una persona racional. El amor compadece y compadece más
cuanto más ama.
Invirtiendo el nihil volitum quin praecognitum, os dije que
nihil cognitum quin praevolitum, que no se conoce nada que de un
modo o de otro no se haya antes querido, y hasta cabe añadir que no se
puede conocer bien nada que no se ame, que no se compadezca.
Creciendo el amor, esta ansia ardorosa de más allá y más adentro, va
extendiéndose a todo cuanto ve, lo que va compadeciendo todo. Según te
adentras en ti mismo y en ti mismo ahondas, vas descubriendo tu propia
inanidad, que no eres todo lo que eres, que no eres lo que quisieras ser,
que no eres, en fin, más que nonada. Y al tocar tu propia nadería, al no
sentir tu fondo permanente, al no llegar ni a tu propia infinitud ni menos
a tu propia eternidad, te compadeces y te enciendes en doloroso amor a ti
mismo, matando lo que se llama amor propio, y no es sino una especie de
delectación sensual de ti mismo, algo como un gozarse a sí misma la carne
de tu alma.
El amor espiritual a sí mismo, la compasión que uno cobra para consigo,
podrá acaso llamarse egotismo; pero es lo más opuesto que hay al egoísmo
vulgar. Porque de este amor o compasión a ti mismo, de esta intensa
desesperación, porque así como antes de nacer no fuiste, así tampoco
después de morir serás, pasas a compadecer, esto es, a amar a todos tus
semejantes y hermanos en aparencialidad, miserables sombras que desfilan
de su nada a su nada, chispas de conciencia que brillan un momento en las
infinitas y eternas tinieblas. Y de los demás hombres, tus semejantes,
pasando por los que más semejantes te son, por tus convivientes, vas a
compadecer a todos los que viven y hasta a lo que acaso no vive pero
existe. Aquella lejana estrella que brilla allí arriba durante la noche se
apagará algún día y se hará polvo, y dejará de brillar y de existir. Y
como ella, el cielo todo estrellado. ¡Pobre cielo!
Y si doloroso es tener que dejar de ser un día, más doloroso sería
acaso seguir siendo siempre uno mismo, y no más que uno mismo, sin poder
ser a la vez otro, sin poder ser a la vez todo lo demás, sin poder serlo
todo.
Si miras al universo lo más cerca y lo más dentro que puedes mirarlo,
que es en ti mismo; si sientes y no ya sólo contemplas las cosas todas en
tu conciencia, donde todas ellas han dejado su dolorosa huella, llegarás
al hondón del tedio de la existencia, al pozo de vanidad de vanidades. Y
así es como llegarás a compadecerlo todo, al amor universal.
Para amarlo todo, para compadecerlo todo, humano y extrahumano,
viviente y no viviente, es menester que lo sientas todo dentro de ti
mismo, que lo personalices todo. Porque el amor personaliza todo cuanto
ama, todo cuanto compadece. Sólo compadecemos, es decir, amamos, lo que
nos es semejante y en cuanto nos lo es y tanto más cuanto más se nos
asemeja, y así crece nuestra compasión, y con ella nuestro amor a las
cosas a medida que descubrimos las semejanzas que con nosotros tienen. O
más bien es el amor mismo, que de suyo tiende a crecer, el que nos revela
las semejanzas esas. Si llego a compadecer y amar a la pobre estrella que
desaparecerá del cielo un día, es porque el amor, la compasión, me hace
sentir en ella una conciencia, más o menos oscura, que la hace sufrir por
no ser más que estrella y por tener que dejarlo de ser un día. Pues toda
conciencia lo es de muerte y de dolor.
Conciencia,conscientia, es conocimiento participado, es
consentimiento, y con-sentir es com-padecer.
El amor personaliza cuanto ama. Sólo cabe enamorarse de una idea
personalizándola. Y cuando el amor es tan grande y tan vivo y tan fuerte y
desbordante que lo ama todo, entonces lo personaliza todo y descubre que
el total Todo, que el Universo es Persona también, que tiene una
Conciencia, Conciencia que a su vez sufre, compadece y ama, es decir, es
conciencia. Y a esta Conciencia del Universo, que el amor descubre
personalizando cuanto ama, es a lo que llamamos Dios. Y así el alma
compadece a Dios y se siente por Él compadecida, le ama y se siente por Él
amada, abrigando su miseria en el seno de la miseria eterna e infinita,
que es al eternizarse e infinitarse la felicidad suprema misma.
Dios es, pues, la personalización del Todo, es la Conciencia eterna e
infinita del Universo, Conciencia presa de la materia y luchando por
libertarse de ella. Personalizamos al Todo para salvarnos de la nada, y el
único miserio verdaderamente misterioso es el misterio del dolor.
El dolor es el camino de la conciencia y es por él como los seres vivos
llegan a tener conciencia de sí. Porque tener conciencia de sí mismo,
tener personalidad, es saberse y sentirse distinto de los demás seres, y a
sentir esta distinción sólo se llega por el choque, por el dolor más o
menos grande, por la sensación del propio límite. La conciencia de sí
mismo no es sino la conciencia de la propia limitación. Me siento yo mismo
al sentirme que no soy los demás; saber y sentir hasta dónde soy, es saber
dónde acabo de ser, y desde dónde no soy.
¿:Y cómo saber que se existe no sufriendo poco o mucho? ¿:Cómo volver
sobre sí, lograr conciencia refleja, no siendo por el dolor? Cuando se
goza olvídase uno de sí mismo, de que existe, pasa a otro, a lo ajeno, se
enajena.
Y sólo se ensimisma, se vuelve a sí mismo, a ser él en el dolor.
Nessun maggior dolore
che ricordarsi del
tempofelice
nella miseria,
hace decir el Dante a Francesca de Rimini (Inferno, V
121-123); pero si no hay dolor más grande que el de acordarse del
tiempo feliz en la desgracia, no hay placer, en cambio, en acordarse de la
desgracia en el tiempo de prosperidad.
«El más acerbo dolor entre los hombres es el de aspirar mucho y no
poder nada» (tcoA.Ut (ppov--ovza prl8Evós xparéetv) como según Heródoto
(lib.IX, cap. 16), según dijo un persa a un tebano en un banquete. Y así
es. Podemos abarcarlo todo o casi todo con el conocimiento y el deseo,
nada o casi nada con la voluntad. Y no es la felicidad contemplación,
¡no!, si esa contemplación significa impotencia. Y de este choque entre
nuestro conocer y nuestro poder surge la compasión.
Compadecemos a lo semejante a nosotros, y tanto más lo compadecemos
cuanto más y mejor sentimos su semejanza con nosotros. Y si esta semejanza
podemos decir que provoca nuestra compasión, cabe sostener también que
nuestro repuesto de compasión, pronto a derramarse sobre todo, es lo que
nos hace descubrir la semejanza de las cosas con nosotros, el lazo común
que nos une con ellas en el dolor.
Nuestra propia lucha por cobrar, conservar y acrecenar la propia
conciencia, nos hace descubrir en los forcejeos y movimientos y
revoluciones de las cosas todas una lucha por cobrar, conservar o
acrecentar conciencia, a la que todo tiende. Bajo los actos de mis más
próximos semejantes, los demás hombres, siento -o consiento más bien- un
estado de conciencia como es el mío bajo mis propios actos. Al oírle un
grito de dolor a mi hermano, mi propio dolor se despierta y grita en el
fondo de mi conciencia. Y de la misma manera siento el dolor de los
animales y el de un árbol al que le arrancan una rama, sobre todo cuando
tengo viva la fantasía, que es la facultad de intuimiento, de visión
interior.
Descendiendo desde nosotros mismos, desde la propia conciencia humana,
que es lo único que sentimos por dentro y en que el sentirse se identifica
con el ser, suponemos que tienen alguna conciencia, más o menos oscura
todos los vivientes y las rocas mismas, que también viven. Y la evolución
de los eres orgánicos no es sino una lucha por la plenitud de conciencia a
través del dolor, una constante aspiración a ser otros
sin dejar de ser lo que son, a romper sus límites limitándose.
Y este proceso de personalización o de sujetivación de todo lo externo,
fenoménico u objetivo, constituye el proceso mismo vital de la filosofía
en la lucha de la vida contra la razón y de esta contra aquella. Ya lo
indicamos en nuestro anterior capítulo, y aquí lo hemos de confirmar
desarrollándolo más.
Juan Bautista Vico, con su profunda penetración estéica en el alma de
la AntigÜedad, vio que la filosofía espontánea del hombre era hacerse
regla del universo guiado por instinto d'animazione. El lenguaje,
necesariamente antropomórfico, mitopeico, engendra el pensamiento. «La
sabiduría poética, que fue la primera sabiduría de la gentilidad -nos dice
en su Scienza Nuova-, debió de comenzar por una metafísica no
razonada y absracta, cual es la de los hoy adoctrinados, sino sentida e
imaginada, cual debió ser la de los primeros hombres... Esta fue su propia
poesía, que les era una facultad connaural, porque estaban naturalmente
provistos de tales sentidos y tales fantasías, nacida de ignorancia de las
causas, que fue para ellos madre de maravillas en todo, pues ignorantes de
todo, admiraban fuertemente. Tal poesía comenzó divina en ellos, porque al
mismo tiempo que imaginaban las causas de las cosas, que sentían y
admiraban sin ser dioses... De tal manera, los primeros hombres de las
naciones gentiles, como niños del naciente género humano, creaban de sus
ideas las cosas... De esta naturaleza de cosas humanas quedó la eterna
propiedad explicada con noble expresión por Tácito al decir no vanamente
que los hombres aterrados fingunt simul creduntque. »
Y luego Vico pasa a mostrarnos la era de la razón, no ya de la
fantasía, esta edad nuestra en que nuestra mente está demasiado retirada
de los sentidos, hasta en el vulgo, «con tantas abstracciones como están
llenas las lenguas», y nos está «naturalmente negado poder formar la vasta
imagen de una tal dama a que se llama Naturaleza simpaética, pues mientras
con la boca se la llama así, no hay nada de eso en la mente, porque la
mente está en lo falso, en la nada». «Ahora -añade Vico- nos está
naturalmente negado poder entrar en la vasta imaginación de aquellos
primeros hombres.» Mas ¿:es cierto? ¿:No seguimos viviendo de las creaciones
de su fantasía, encarnadas para siempre en el lenguaje, con el que
pensamos, o más bien el que en nosotros piensa?
En vano Comte declaró que el pensamiento humano salió ya de la edad
teológica y está saliendo de la metafísica para entrar en la positiva; las
tres edades coexisten y se apoyan, aun oponiéndose, unas en otras. El
flamante positivismo no es sino metafísico cuando deja de negar para
afirmar algo, cuando se hace realmente positivo, y la metafísica es
siempre, en su fondo, teología, y la teología nace de la fantasía puesta
al servicio de la vida, que se quiere inmortal.
El sentimiento del mundo, sobre el que se funda la comprensión de él,
es necesariamente antropomórfico y mitopeico. Cuando alboreó con Tales de
Mileto el racionalismo, dejó este filósofo al Océano y Tetis, dioses y
padres de dioses, para poner al agua como principio de las cosas, pero
esta agua era un dios disfrazado. Debajo de la naturaleza, gvóts, y del
mundo xóuuos, palpitaban creaciones míticas, antropomórficas. La lengua
misma lo llevaba consigo. Sócrates distinguía en los fenómenos, según
Jenofonte nos cuenta (Memorabilia,i. I. 6-9), aquellos al alcance
del estudio humano y aquellos otros que se han reservado los dioses, y
execraba de que Anaxágoras quisiera explicarlo todo racionalmente.
Hipócraes, su coetáneo, estimaba ser divinas las enfermedades todas, y
Platón creía que el Sol y las estrellas son dioses animados, con sus almas
(Phileb. c, 16. Leyes X), y sólo permitía la investigación
astronómica hasta que no se blasfemara contra esos dioses. Y Aristóteles
en su Física,nos dice que llueve Zeus, no para que el trigo
crezca, sino por necesidad, é~áváyxrls. Intentaron mecanizar o
racionalizar a Dios, pero Dios se les rebelaba.
Y el concepto de Dios, siempre redivivo, pues brota del eterno
sentimiento de Dios en el hombre, ¿:qué es sino la eterna protesta de la
vida contra la razón, el nunca vencido instinto de personalización? ¿:Y qué
es la noción misma de sustancia, sino objetivación de lo más subjetivo,
que es la voluntad o la conciencia? Porque la conciencia, aun antes de
conocerse como razón, se siente, se toca, se es más bien como voluntad, y
como voluntad de no morir. De aquí ese ritmo de que hablábamos en la
historia del pensamiento. El positivismo nos trajo una época de
racionalismo, es decir, de materialismo, mecanismo y moralismo; y he aquí
que el vitalismo, el espiritualismo vuelve. ¿:Qué han sido los esfuerzos
del pragmatismo sino esfuerzos por restaurar la fe en la finalidad humana
del Universo? ¿:Qué son los esfuerzos de un Bergson, verbigracia, sobre
todo en su obra sobre la evolución creadora, sino forcejeos por restaurar
al Dios personal y la conciencia eterna? Y es que la vida no se rinde.
Y de nada sirve querer suprimir ese proceso mitopeico o antropomórfico
y racionalizar nuestro pensamiento, como si se pensara sólo para pensar y
conocer, y no para vivir. La lengua misma, con la que pensamos, nos lo
impide. La lengua, sustancia del pensamiento, es un sistema de metáforas a
base mítica y antropomórfica. Y para hacer una filosofía puramente
racional habría que hacerla por fórmulas algebraicas o crear una lengua
-una lengua inhumana, es decir, inapta para las necesidades de la vida-
para ella, como lo intentó el doctor Ricardo Avenarius, profesor de
filosofía en Zurich, en su Crítica de la experiencia pura (Kritik der
reinen Erfahrung), para eviar los preconceptos. Y este vigoroso
esfuerzo de Avenarius, el caudillo de los empiriocriticistas, termina en
rigor en puro escepticismo. Él mismo nos lo dice al final del prólogo de
la susomentada obra: «Ha tiempo que desapareció la infantil confianza de
que nos sea dado hallar la verdad; mientras avanzamos, nos damos cuenta de
sus dificultades, y con ello del límite de nuestras fuerzas. ¿:Y el fin?...
¡Con tal de que lleguemos a ver claro en nosotros mismos!»
¡Ver claro!... ¡ver claro! Sólo vería claro un puro pensador, que en
vez de lenguaje usara álgebra, y que pudiese libertarse de su propia
humanidad, es decir, un ser insustancial meramente objetivo, un no ser, en
fin. Mal que pese a la razón, hay que pensar con la vida, y mal que pese a
la vida, hay que racionalizar el pensamiento.
Esa animación, esa personificación va entrañada en nuestro mismo
conocer. «¿:Quién llueve?», «¿:quién truena?», pregunta el viejo
Estrepsiades a Sócrates en Las nubes, de Aristófanes, y el
filósofo le contesta: «No Zeus, sino las nubes.» Y Estrepsiades: «pero
¿:quién sino Zeus las obliga a marchar?», a lo que Sócrates: «Nada de eso,
sino el Torbellino etéreo.» «¿:El Torbellino? -agrega Esrepsiades-, no lo
sabía... No es, pues, Zeus,sino el Torbellino el que en vez de él rige
ahora.» Y sigue el pobre viejo personificando y animando al Torbellino,
que reina ahora como un rey no sin conciencia de su realeza. Y todos, al
pasar de un Zeuscualquiera a un cualquier torbellino, de Dios a la
materia, verbigracia, hacemos lo mismo. Y es porque la filosofía no
trabaja sobre la realidad objetiva que tenemos delante de los sentidos,
sino sobre el complejo de ideas, imágenes, nociones, percepciones, etc.,
incorporadas en el lenguaje y que nuestros antepasados nos transmitieron
con él. Lo que llamamos el mundo, el mundo objetivo, es una tradición
social. Nos lo dan hecho.
El hombre no se resigna a estar, como conciencia, solo en el Universo,
ni a ser un fenómeno objetivo más. Quiere salvar su subjetividad vital o
pasional haciendo vivo, personal, animado al Universo todo. Y por eso y
para eso han descubierto a Dios y la sustancia, Dios y sustancia que
vuelven siempre en su pensamiento de uno o de otro modo disfrazados. Por
ser conscientes nos sentimos existir, que es muy otra cosa que sabernos
existentes, y queremos sentir la existencia de todo lo demás, que cada una
de las demás cosas individuales sea también un yo.
El más consecuente, aunque más incongruente y vacilante idealismo, el
de Berkeley, que negaba la existencia de la materia, de algo inerte y
extenso y pasivo que sea la causa de nuestras sensaciones y el sustrato de
los fenómenos externos, no es en el fondo más que un absoluto
espiritualismo o dinamismo, la suposición de que toda sensación nos viene,
como la causa, de otro espíritu, esto es, de otra conciencia. Y se da su
doctrina en cierto modo la mano con las de Schopenhauer y Hartmann. La
docrina de la Voluntad del primero de estos dos y la de lo Inconsciente
del otro, están ya en potencia en la doctrina berkeleyana, de que ser es
ser percibido. A lo que hay que añadir: y hacer que otro perciba al que
es. Y así el viejo adagio de que operar¡sequituresse, el obrar se
sigue al ser, hay que modificarlo diciendo que ser es obrar y sólo existe
lo que obra, lo activo, y en cuanto obra.
Y por lo que a Schopenhauer hace no es menester esforzarse en mostrar
cómo la voluntad que pone como esencia de las cosas, procede de la
conciencia. Y basta leer su libro sobre la voluntad en la naturaleza, para
ver cómo atribuía un cierto espíritu y hasta una cierta personalidad a las
plantas mismas. Y esa su doctrina le llevó lógicamente al pesimismo,
porque lo más propio y más íntimo de la voluntad es sufrir. La voluntad es
una fuerza que se siente, esto es, que sufre. Y que goza, añadirá alguien.
Pero es que no cabe poder gozar sin poder sufrir, y la facultad de goce es
la misma que la del dolor. El que no sufre tampoco goza, como no siente
calor el que no siente frío.
Y es muy lógico también que Schopenhauer, el que de la doctrina
voluntarista o de personalización de todo, sacó el pesimismo, sacara de
ambas que el fundamento de la moral es la compasión. Sólo que su falta de
sentido social e histórico, el no sentir a la humanidad como una persona
también, aunque colectiva, su egoísmo, en fin, le impidió sentir a Dios,
le impidió individualizar y personificar la Voluntad total y colectiva: la
Voluntad del Universo.
Compréndese, por otra parte, su aversión a las doctrinas evolucionistas
o transformistas puramente empíricas, y tal como alcanzó a ver expuestas
por Lamarck y Darwin, cuya teoría, juzgándola sólo por un extenso extracto
del Times, calificó de «ramplón empirismo»
(platterEmpirismus), en una de sus cartas a Adán Luis von Doss(de
1 marzo 1860). Para un voluntario como Schopenhauer, en efecto, en teoría
tan sana y cautelosamente empírica y racional como la de Darwin, quedaba
fuera de cuenta el íntimo resorte, el motivo esencial de la evolución.
Porque ¿:cuál es, en efecto, la fuerza oculta, el úlimo agente del
perpetuarse los organismos y pugnar por persistir y propagarse? La
selección, la adaptación, la herencia, no son sino condiciones externas. A
esa fuerza ínima esencial, se le ha llamado voluntad por suponer nosotros
que sea en los demás seres lo que en nosotros mismos sentimos como
sentimiento de voluntad, el impulso a serlo todo, a ser también los demás
sin dejar de ser lo que somos. Y esa fuerza cabe decir que es lo divino en
nosotros, que es Dios mismo, que en nosotros obra porque en nosotros
sufre.
Y esa fuerza, esa aspiración a la conciencia, la simpatía nos la hace
descubrir en todo. Mueve y agita a los más menudos seres vivientes, mueve
y agita acaso a las células mismas de nuestro propio organismo corporal,
que es una federación más o menos unitaria de vivientes; mueve a los
glóbulos mismos de nuestra sangre. De vidas se compone nuestra vida, de
aspiraciones, acaso en el limbo de la subconciencia, nuestra aspiración
vital. No es un sueño más absurdo que tantos sueños que pasan por teorías
valederas el de creer que nuestras células, nuestros glóbulos, tengan algo
así como una conciencia o base de ella rudimentaria, celular, globular. O
que puedan llegar a tenerla. Y ya puestos en la vía de las fantasías,
podemos
fantasear el que estas células se comunicaran entre sí, y expresara
alguna de ellas su creencia de que formaban parte de un organismo superior
dotado de conciencia colectiva personal. Fantasía que se ha producido más
de una vez en la historia del sentimiento humano al suponer alguien,
filósofo o poeta, que somos los hombres a modo de glóbulos de la sangre de
un Ser Supremo que tiene su conciencia colectiva personal, la conciencia
del Universo.
Tal vez la inmensa Vía Láctea que contemplamos durante las noches
claras en el cielo, ese enorme anillo de que nuestro sistema planetario no
es sino una molécula, es a su vez una célula del Universo, Cuerpo de Dios.
Las células todas de nuestro cuerpo conspiran y concurren con su actividad
a mantener y encender nuestra conciencia, nuestra alma; y si las
conciencias o las almas de todas ellas entrasen enteramente en la nuestra,
en la componente, si tuviese yo conciencia de todo lo que en mi organismo
corporal pasa, sentiría pasar por mí al Universo, y se borraría tal vez el
doloroso sentimiento de mis límites. Y si todas las conciencias de todos
los seres concurren por entero a la conciencia universal, esta, es decir,
Dios, es todo.
En nosotros nacen y mueren a cada instante oscuras conciencias, almas
elementales, y este nacer y morir de ellas constituye nuestra vida. Y
cuando mueren bruscamente, en choque, hacen nuestro dolor. Así en el seno
de Dios nacen y mueren -¿:mueren?- conciencias, constiuyendo sus
nacimientos y sus muertes su vida.
Si hay una Conciencia Universal y Suprema, yo soy una idea de ella, y
¿:puede en ella apagarse del todo idea alguna? Después que yo haya muerto,
Dios seguirá recordándome, y el ser yo por Dios recordado, el ser mi
conciencia mantenida por la Conciencia Suprema ¿:no es acaso ser?
Y si alguien dijese que Dios ha hecho el Universo, se le puede retrucar
que también nuestra alma ha hecho nuestro cuerpo tanto más que ha sido por
él hecha. Si es que hay alma.
Cuando la compasión, el amor, nos revela al Universo todo luchando por
cobrar, conservar y acrecentar su conciencia, por concientizarse más y más
cada vez, siniendo el dolor de las discordancias que dentro de él se
producen, la compasión nos revela la semejanza del Universo todo con
nosotros, que es humano, y que nos hace descubrir en él a nuestro Padre,
de cuya carne somos carne; el amor nos hace personalizar al todo de que
formamos parte.
En el fondo lo mismo da decir que Dios está produciendo eternamente las
cosas, como que las cosas están produciendo eternamente a Dios. Y la
creencia en un Dios personal y espiritual se basa en la creencia en nuesra
propia personalidad y espiritualidad. Porque nos sentimos conciencia,
sentimos a Dios conciencia, es decir, persona, y porque anhelamos que
nuestra conciencia pueda vivir y ser independiente del cuerpo, creemos que
la persona divina vive y es independientemente del Universo, que es su
estado de conciencia ad extra.
Claro es que vendrán los lógicos, y nos pondrán todas las evidentes
dificultades racionales que de esto nacen; pero ya dijimos que, aunque
bajo formas racionales, el contenido de todo esto no es, en rigor,
racional. Toda concepción racional de Dios es en sí misma contradictoria.
La fe en Dios nace del amor a Dios, creemos que existe por querer que
exista, y nace acaso también del amor de Dios a nosotros. La razón no nos
prueba que Dios exista, pero tampoco que no pueda existir.
Pero más adelante, más sobre esto de que la fe en Dios sea la
personalización del Universo.
Y recordando lo que en otra parte de esta obra dijimos, podemos decir
que las cosas materiales en cuanto conocidas, brotan al conocimiento desde
el hambre, y del hambre brota el Universo sensible o material en que las
conglobamos, y las cosas ideales brotan del amor, y del amor brota Dios en
quien esas cosas ideales conglobamos, como en Conciencia del Universo. Es
la conciencia social, hija del amor, del instinto de perpetuación, la que
nos lleva a socializarlo todo, a ver en todo sociedad, y nos muestra, por
último, cuán de veras es una Sociedad infinita la Naturaleza toda. Y por
lo que a mí hace he senido que la Naturaleza es sociedad, cientos de
veces, al pasearme en un bosque y tener el sentimiento de solidaridad con
las encinas que de alguna oscura manera se daban sentido de mi
presencia.
La fantasía que es el sentido social, anima lo inanimado, lo
antropomorfiza todo; todo lo humaniza, y aun lo humana. Y la labor del
hombre es sobrenaturalizar a la Naturaleza, esto es: divinizarla
humanizándola, hacerla humana, ayudarla a que se concientice, en fin. La
razón, por su parte, mecaniza o materializa.
Y así como se dan unidos y fecundándose mutuamente el individuo -que
es, en cierto modo, sociedady la sociedad -que es también un individuo-,
inseparables el uno del otro, y sin que nos quepa decir dónde empieza el
uno para acabar el otro, siendo más bien aspectos de una misma esencia,
así se dan en uno el espíritu, el elemento social que al relacionarnos con
los demás, nos hace conscientes, y la materia o elemento individual e
individuante, y se dan en uno fecundándose mutuamente la razón, la
inteligencia y la fantasía, y en uno se dan el Universo y Dios.
¿:Es esto todo verdad? ¿:Y qué es verdad? -preguntaré a mi vez como
preguntó Pilato. Pero no para volver a lavarme las manos sin esperar
respuesta.
¿:Está la verdad en la razón, o sobre la razón, o bajo la razón, o fuera
de ella, de un modo cualquiera? ¿:Es sólo verdadero lo racional? ¿:No habrá
realidad inasequible, por su naturaleza misma, a la razón, y acaso, por su
misma naturaleza, opuesta a ella? ¿:Y cómo conocer esa realidad si es que
sólo por la razón conocemos?
Nuestro deseo de vivir, nuestra necesidad de vida quisiera que fuese
verdadero lo que nos hace conservarnos y perpetuarnos, lo que mantiene al
hombre y a la sociedad; que fuese verdadera agua el líquido que bebido
apaga la sed y porque la apaga, y pan verdadero lo que nos quita el hambre
porque nos la quita.
Los sentidos están al servicio del instinto de conservación, y cuanto
nos satisfaga a esta necesidad de conservarnos, aun sin pasar por los
sentidos, es a modo de una penetración íntima de la realidad en nosotros.
¿:Es acaso menos real el proceso de asimilación del alimento que el proceso
de conocimiento de la cosa alimenticia? Se dirá que comerse un pan no es
lo mismo que verlo, tocarlo o gustarlo; que de un modo entra en nuestro
cuerpo, mas no por eso en nuestra conciencia. ¿:Es verdad esto? ¿:El pan que
he hecho carne y sangre mía no entra más en mi conciencia de aquel otro al
que viendo y tocando digo: «Esto es mío»? Y a ese pan así convertido en mi
carne y sangre y hecho mío, ¿:he de negarle la realidad objetiva cuando
sólo lo toco?
Hay quien vive del aire sin conocerlo. Y así vivimos de Dios y en Dios
acaso, en Dios espíritu y conciencia de la sociedad y del Universo todo,
en cuanto este también es sociedad.
Dios no es sentido sino en cuanto es vivido, y no sólo de pan vive el
hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Él (Mat. IV, 4. Deut.
VIII, 3).
Y esta personalización del todo, del Universo, a que nos lleva el amor,
la compasión, es la de una persona que abarca y encierra en sí a las demás
personas que la componen.
Es el único modo de dar al Universo finalidad dándole conciencia.
Porque donde no hay conciencia no hay tampoco finalidad que supone un
propósito. Y la fe en Dios no estriba como veremos, sino en la necesidad
vital de dar finalidad a la existencia, de hacer que responda a un
propósito. No para comprender el por qué, sino para senir y
sustentar el para qué último, necesitamos a Dios, para dar
sentido al Universo.
Y tampoco debe extrañar que se diga que esa conciencia del universo
esté compuesta e integrada por las conciencias de los seres que el
Universo forman, por la conciencia personal distinta de las que la
componen. Sólo así se comprende lo de que en Dios seamos, nos movamos y
vivamos. Aquel gran visionario que fue Manuel Swedenborg, vio o entrevió
esto cuando en su libro sobre el cielo y el infierno (De Coelo et
Inferno, 52) nos dice que: «Una entera sociedad angélica aparece a
las veces en forma de un solo ángel, como el Señor me ha permiido ver.
Cuando el Señor mismo aparece en medio de los ángeles, no lo hace
acompañado de una multitud, sino como un solo ser en forma angélica. De
aquí que en la Palabra se le llama al Señor un ángel, y que así es llamada
una sociedad entera: Miguel, Gabriel y Rafael no son sino sociedades
angélicas así llamadas por las funciones que llenan.»
¿:No es que acaso vivimos y amamos, esto es, sufrimos y compadecemos en
esa Gran Persona envolvente a todos, las personas todas que sufrimos y
compadecemos y los seres todos que luchan por personalizarse, por adquirir
conciencia de su dolor y de su limitación? ¿:Y no somos acaso ideas de esa
Gran Conciencia total que al pensarnos existentes nos da la existencia?
¿:No es nuestro existir ser por Dios percibidos y sentidos? Y más adelante
nos dice este mismo visionario, a su manera imaginativa, que cada ángel,
cada sociedad de ángeles y el cielo todo contemplado de consuno, se
presentan en forma humana, y que por virtud de esta su humana forma, lo
rige el Señor como a un solo hombre.
«Dios no piensa, crea; no existe, es eterno», escribió Kierkegaard
(Afsluttende uvidenskabelig Efterskrift); pero es acaso más
exacto decir con Mazzini, el místico de la ciudad italiana, que «Dios es
grande porque piensa obrando» (Ai giovani d'Italia), porque en Él
pensar es crear y hacer existir a aquello que piensa existente con sólo
pensarlo, y es lo imposible lo impensable por Dios. ¿:No se dice en la
Escritura que Dios crea con su palabra, es decir, con su pensamiento, y
que por este, por su Verbo, se hizo cuanto existe? ¿:Y olvida Dios lo que
una vez hubo pensado? ¿:No subsisten acaso en la Suprema Conciencia los
pensamientos todos que por ella pasan una vez? En Él, que es eterno, ¿:no
se eterniza toda exisencia?
Es tal nuestro anhelo de salvar a la conciencia, de dar finalidad
personal y humana al Universo y a la existencia, que hasta en un supremo,
dolorosísimo y desgarrador sacrificio llegaríamos a oír que se nos dijese
que si nuesra conciencia se desvanece es para ir a enriquecer la
Conciencia infinita y eterna, que nuestras almas sirven de alimento al
Alma Universal. Enriquezco, si, a Dios, porque antes de yo existir no me
pensaba como existente porque soy uno más, uno más aunque sea entre
infinitos, que como habiendo vivido y sufrido y amado realmente, quedo en
su seno. Es el furioso anhelo de dar invalidad al Universo, de hacerle
consciente y personal, lo que nos ha llevado a creer en Dios, a querer que
haya Dios, a crear a Dios, en una palabra. ¡A crearle, sí! Lo que no debe
escandalizar se diga ni al más piadoso teísta. Porque creer en Dios es en
cierto modo crearlo; aunque Él nos cree anes. Es Él quien en nosotros se
crea de continuo a sí mismo.
Hemos creado a Dios para salvar al Universo de la nada, pues lo que no
es conciencia y conciencia eterna, consciente de su eternidad y
eternamente consciente, no es nada más que apariencia. Lo único de veras
real es lo que siente, sufre, compadece, ama y anhela, es la conciencia;
lo único sustancial es la conciencia. Y necesitamos a Dios para salvar la
conciencia; no para pensar la existencia, sino para vivirla; no para saber
por qué y cómo es, sino para sentir para qué es. El amor es un
contrasentido si no hay Dios.
Veamos ahora eso de Dios, lo del Dios lógico o Razón Suprema, y lo del
Dios biótico o cordial, esto es, el Amor Supremo.
@§
-- VIII --
-- VIII -- DE DIOS A DIOS
No creo que sea violentar la verdad decir que el sentimiento religioso
es sentimiento de divinidad y que sólo con violencia del corriente
lenguaje humano puede hablarse de religión atea. Aunque es claro que todo
dependerá del concepto que de Dios nos formemos. Concepto que depende a su
vez del de divinidad.
Convienenos, en efecto, comenzar por el sentimiento de divinidad, antes
de mayusculizar el concepto de esta cualidad, y articulándola, convertirla
en la Divinidad, esto es, en Dios. Porque el hombre ha ido a Dios por lo
divino más bien que ha deducido lo divino de Dios.
Ya antes, en el curso de estas algo errabundas y a la par insistentes
reflexiones sobre el sentimiento trágico de la vida, recordé el timor
fecit deos de Estacio para corregirlo y limitarlo. Ni es cosa de
trazar una vez más el proceso histórico por que los pueblos han llegado al
sentimiento y al concepto de un Dios personal como el del cristianismo. Y
digo los pueblos y no los individuos aislados, porque si hay sentimiento y
concepto colectivo, social, es el de Dios, aunque el individuo lo
individualice luego. La filosofía puede tener, y de hecho tiene, un origen
individual; la teología es necesariamente colectiva.
La doctrina de Schleirmacher que pone el origen, o más bien la esencia
del sentimiento religioso, en el inmediato y sencillo sentimiento de
dependencia, parece ser la explicación más profunda y exacta. El hombre
primitivo, viviendo en sociedad, se siente depender de misteriosas
potencias que invisiblemente le rodean, se siente en comunión social, no
sólo con sus semejantes, los demás hombres, sino con la Naturaleza toda
animada e inanimada, lo que no quiere decir otra cosa sino que lo
personaliza todo. No sólo tiene él conciencia del mundo, sino que se
imagina que el mundo tiene también conciencia como él. Lo mismo que un
niño habla a su perro o a su muñeco, cual si le entendiesen, cree el
salvaje que lo oye su fetiche o que la nube tormentosa se acuerda de él y
le persigue. Y es que el espíritu del hombre natural, primiivo, no se ha
desplacentado todavía de la Naturaleza, ni ha marcado el lindero entre el
sueño y la vigilia, entre la realidad y la imaginación.
No fue, pues, lo divino, algo objetivo, sino la subjetividad de la
conciencia proyectada hacia fuera, la personalización del mundo. El
concepto de divinidad surgió del sentimiento de ella, y el sentimiento de
divinidad no es sino el mismo oscuro y naciente sentimiento de
personalidad vertido a lo de fuera. Ni cabe en rigor decir fuera y dentro,
objetivo y subjetivo, cuando tal distinción no era sentida, y siendo como
es, de esa distinción de donde el sentimiento y el concepto de divinidad
proceden. Cuanto más clara la conciencia de la distinción entre lo
objetivo y lo subjetivo, tanto más oscuro el sentimiento de divinidad en
nosotros.
Hase dicho, y al parecer con entera razón, que el paganismo helénico
es, más bien que politeísta, panteísta. La creencia en muchos dioses
tomando el concepto de Dios como hoy le tomamos, no sé que haya existido
en cabeza humana. Y si por panteísmo se entiende la doctrina no de que
todo y cada cosa es Dios -proposición para mí indispensable-, sino de que
todo es divino, sin gran violencia cabe decir que el paganismo era
politeísta. Los dioses, no sólo se mezclaban entre los hombres, sino que
se mezclaban con ellos; engendraban los dioses en mujeres mortales, y los
hombres mortales engendraban en las diosas a semidioses. Y si hay
semidioses, esto es, semihombres, es tan sólo porque lo divino y lo humano
eran caras de una misma realidad. La divinización de todo no era sino su
humanización. Y decir que el Sol era un dios equivalía a decir que era un
hombre, una conciencia humana más o menos agrandada y sublimada. Y esto
vale desde el fetichismo hasta el paganismo helénico.
En lo que propiamente se distinguían los dioses de los hombres era en
que aquellos eran inmortales. Un dios venía a ser un hombre inmortal, y
divinizar a un hombre, considerarle como a un Dios, era estimar que, en
rigor, al morirse no había muerto. De ciertos héroes se creía que fueron
vivos al reino de los muertos. Y este es un punto importantísimo para
estimar el valor de lo divino.
En aquellas repúblicas de dioses había siempre algún dios máximo, algún
verdadero monarca. La monarquía divina fue la que, por el monocultismo,
llevó a los pueblos al monoteísmo. Monarquía y monoteísmo son, pues, cosas
gemelas. Zeus, Júpiter, iba en camino de converirse en dios único, como en
dios único, primero del pueblo de Israel, después de la humanidad y, por
último, del Universo todo, se convirtió Yavé, que empezó siendo uno de
entre tantos dioses.
Como la monarquía, tuvo el monoteísmo un origen guerrero. «Es en la
marcha y en tiempo de guerra -dice Robertson Smith, The Prophets of
Israel, lect. I- cuando un pueblo nómada siente la instante necesidad
de una autoridad central, y así ocurrió que en los primeros comienzos de
la organización nacional en torno al santuario del arca, Israel se creyó
la hueste de Jehová. El nombre mismo de Israel es marcial y significa
Dios pelea, y Jehová es en el Viejo Testamento Iahwé Zebahát,
el Jehová de los ejércitos de Israel. Era en el campo de batalla
donde se sentía más claramente la presencia de Jehová; pero en las
naciones primitivas, el caudillo de tiempo de guerra es también juez
natural en tiempo de paz.»
Dios, el Dios único, surgió, pues, del sentimiento de divinidad en el
hombre como Dios guerrero monárquico y social. Se reveló al pueblo, no a
cada individuo. Fue el Dios de un pueblo y exigía celoso se le rindiese
culto a él solo, y de este monocultismo se pasó al monoteísmo, en gran
parte por la acción individual, más filosófica acaso que teológica, de los
profetas. Fue, en efecto, la actividad individual de los profetas lo que
individualizó la divinidad. Sobre todo al hacerla ética.
Y de este Dios surgido así en la conciencia humana a partir del
sentimiento de divinidad, apoderóse luego la razón, esto es, la filosofía,
y tendió a definirlo, a convertirlo en idea. Porque definir algo es
idealizarlo, para lo cual hay que prescindir de su elemento
inconmensurable o irracional, de su fondo vital. Y el Dios sentido, la
divinidad sentida como persona y conciencia única fuera de nosotros,
aunque envolviéndonos y sosteniéndonos, se convirtió en la idea de
Dios.
El Dios lógico, racional, el ens summum, el primum movens,
el Ser Supremo de la filosofía teológica, aquel a que se llega por
los tres famosos caminos de negación, eminencia y causalidad, viae
negationis, eminentiae, causalitatis no es más que una idea de Dios,
algo muerto. Las tradicionales y tantas veces debatidas pruebas de su
existencia no son, en el fondo, sino un intento vano de determinar su
esencia; porque como hacía muy bien notar Vinet, la existencia se saca de
la esencia; y decir que Dios existe, sin decir qué es Dios y cómo es,
equivale a no decir nada.
Y este Dios, por eminencia y negación o remoción de cualidades finitas,
acaba por ser un Dios impensable, una pura idea, un Dios de quien, a causa
de su excelencia misma ideal podemos decir que no es nada, como ya definió
Escoto Eriugena: Deus propter excellentiam non inmerito nihil vocatur
O con frase del falso Dionisio Areopagita, en su epístola 5: «La
divina tiniebla es la luz inaccesible en la que se dice habita Dios.» El
Dios antropomórfico y sentido, al ir purificándose de atributos humanos, y
como tales finitos y relativos y temporales, se evapora en el Dios del
deísmo o del panteísmo.
Las supuestas pruebas clásicas de la existencia de Dios refiriéndose
todas a este Dios-Idea, a este Dios lógico, al Dios por remoción, y de
aquí que en rigor no prueben nada, es decir, no prueban más que la
existencia de esa idea de Dios.
Era yo un mozo que empezaba a inquietarme de estos eternos problemas,
cuando en cierto libro, de cuyo autor no quiero acordarme, leí esto: «Dios
es una gran equis sobre la barrera última de los conocimientos humanos; a
medida que la ciencia avanza, la barrera se retira.» Y escribí al margen:
«De la barrera acá, todo se explica sin Él; de la barrera allá, ni con Él
ni sin Él; Dios, por lo tanto, sobra.» Y respecto al Dios-Idea, al de las
pruebas, sigo en la misma sentencia. Atribúyese a Laplace la frase de que
no había necesitado de la hipótesis de Dios para construir su sistema del
origen del Universo, y así es muy cierto. La idea de Dios en nada nos
ayuda para comprender mejor la existencia, la esencia y la finalidad del
Universo.
No es más concebible el que haya un Ser Supremo infinito, absoluto y
eterno, cuya esencia desconocemos, que haya creado el Universo, que el que
la base material del Universo mismo, su materia, sea eterna e infinita y
absoluta. En nada comprendemos mejor la existencia del mundo con decirnos
que lo creó Dios. Es una petición de principio o una solución meramente
verbal para encubrir nuestra ignorancia. En rigor deducimos la existencia
del Creador del hecho de que lo creado existe, y no se justifica
racionalmente la existencia de Aquel; de un hecho no se saca una necesidad
o es necesario todo.
Y si del modo de ser del Universo pasamos a lo que se llama orden y que
se supone necesita un ordenador, cabe decir que orden es lo que hay y no
concebimos otro. La prueba esa del orden del Universo implica un paso del
orden ideal al real, un proyectar nuestra mente fuera, un suponer que la
explicación racional de una cosa produce la cosa misma. El arte humano,
aleccionado por la Naturaleza, tiene un hacer consciente con que comprende
el modo de hacer, y luego trasladamos este hacer artístico y consciente a
una conciencia de un artista, que no se sabe de qué naturaleza aprendió su
arte.
La comparación ya clásica con el reloj y el relojero, es inaplicable a
un Ser absoluto, infinito y eterno. Es, además, otro modo de no explicar
nada. Porque decir que el mundo es como es y no de otro modo porque Dios
así lo hizo, mientras no sepamos por qué razón lo hizo así, es no decir
nada. Y si sabemos la razón de haberlo así hecho Dios, este sobra, y la
razón basta. Si todo fuera matemáticas, si no hubiese elemento irracional,
no se habría acudido a esa explicación de un Sumo Ordenador, que no es
sino la razón de lo irracional y otra tapadera de nuestra ignorancia. Y no
hablemos de aquella ridícula ocurrencia de que, echando al azar caracteres
de imprenta, no puede salir compuesto el Quijote. Saldría
compuesta cualquier otra cosa que llegaría a ser un Quijote para
los que a ella tuviesen que atenerse y en ella se formasen y formaran
parte de ella.
Esa ya clásica supuesta prueba redúcese, en el fondo, a hipostatizar o
sustantivar la explicación o razón de un fenómeno, a decir que la Mecánica
hace el movimiento, la Biología la vida, la Filología el lenguaje, la
Química los cuerpos sin más que mayusculizar la ciencia y convertirla en
una potencia distinta de los fenómenos de que la exraemos y distinta de
nuestra mente que la extrae. Pero a ese Dios así obtenido, y que no es
sino la razón hipostatizada y proyectada al infinito, no hay manera de
sentirlo como algo vivo y real y ni aun de concebirlo sino como una mera
idea que con nosotros morirá.
Pregúntase, por otra parte, si una cosa cualquiera imaginada pero no
existente, no existe porque Dios no lo quiere, o no lo quiere Dios porque
no existe y respecto a lo imposible si es que no puede ser porque Dios así
lo quiere, o no lo quiere Dios porque ello en sí y por su absurdo mismo no
puede ser. Dios tiene que someterse a la ley lógica de contradicción, y no
puede hacer, según los teólogos que dos más dos hagan más o menos que
cuatro. La ley de la necesidad está sobre Él o es Él mismo. Y en el orden
moral se pregunta si la mentira, o el homicidio, o el adulterio, son malos
porque así lo estableció o si lo estableció así porque ello es malo. Si lo
primero, Dios o es un Dios caprichoso y absurdo que establece una ley
pudiendo haber establecido otra, u obedece a una naturaleza y esencia
intrínseca de las cosas mismas independiente de Él, es decir, de su
voluntad soberana; y si es así, si obedece a una razón de ser de las
cosas, esta razón, si la conociésemos, nos bastaría sin necesidad alguna
de más Dios, y no conociéndola ni Dios tampoco nos aclara nada. Esa razón
estaría sobre Dios. Ni vale decir que esa razón es Dios mismo, razón
suprema de las cosas. Una razón así, necesaria, no es algo personal. La
personalidad la da la voluntad. Y es este problema de las relaciones entre
la razón necesariamente necesaria, de Dios y su voluntad, necesariamente
libre, lo que hará siempre del Dios lógico o aristotélico un Dios
contradictorio.
Los teólogos escolásticos no han sabido nunca desenredarse de las
dificultades en que se veían metidos al traar de conciliar la libertad
humana con la presencia divina y el conocimiento que Dios tiene de lo
futuro contingente y libre; y es porque, en rigor, el Dios racional es
compleamente inaplicable a lo contingente, pues que la noción de
contingencia no es, en el fondo, sino la noción de irracionalidad. El dios
racional es forzosamente necesario en su ser y en su obrar, no puede hacer
en cada caso sino lo mejor, y no cabe que haya varias cosas igualmente
mejores, pues entre infinitas posibilidades sólo hay una que sea la más
acomodada a su fin, como entre las infinitas líneas que pueden trazarse de
un punto a otro sólo hay una recta. Y el Dios racional, el Dios de la
razón, no puede menos sino seguir en cada caso la línea recta, la más
conducente al fin que se propone, fin necesario como es necesaria la única
recta dirección que a él conduce. Y así la divinidad de Dios es sustituida
por su necesidad. Y en la necesidad de Dios perece su voluntad libre, es
decir, su personalidad consciente. El Dios que anhelamos, el Dios que ha
de salvar nuestra alma de la nada, el Dios inmortalizador, tiene que ser
un Dios arbitrario.
Y es que Dios no puede ser Dios porque piensa, sino porque obra, porque
crea; no es un Dios contemplativo, sino activo. Un Dios Razón, un Dios
teórico o contemplativo, como es el Dios este del racionalismo teológico,
es un Dios que se diluye en su propia contemplación. A este Dios
corresponde, como veremos, la visión beatífica como expresión suprema de
la felicidad eterna. Un Dios quietista, en fin, como es quietista por su
esencia misma la razón.
Queda la otra famosa prueba, la del consentimiento, supuestamente
unánime, de los pueblos todos en creer en un Dios. Pero esta prueba no es
en rigor racional ni a favor del Dios racional que explica el Universo,
sino del Dios cordial que nos hace vivir. Sólo podríamos llamarla racional
en el caso de que creyésemos que la razón es el consentimiento, más o
menos unánime, de los pueblos, el sufragio universal, en el caso de que
hiciésemos razón a la vox populi que se dice vox Dei.
Así lo creía aquel trágico y ardiente Lamennais, el que dijo que la
vida y la verdad no son sino una sola y misma cosa -¡ojalá!-, y que
declaró a la razón una, universal; perpetua y santa (Essai sur
l'indifférence, IV partie, chap. XIII). Y glosó el «o hay que creer a
todos o a ninguno» -aut omnibuscredendum est aut nemini-, de
Lactancio, y aquello de Heráclito de que toda opinión individual es
falible, y lo de Aristóteles de que la más fuerte prueba es el
consentimiento de los hombres todos, y sobre todo lo de Plinio (en
Paneg. Trajani LXII) de que ni engaña uno a todos ni todos a uno
-nemo omnes, neminem, omnes fefellerunt-. ¡Ojalá! Y así se acaba
en lo de Cicerón (De natura deorum, lib. III, capítulo 11, 5 y 6)
de que hay que creer a nuestros mayores, aun sin que nos den razones,
maioribus autem nostris, efam nulla raione reddita credere.
Sí, supongamos que es universal y constante esa opinión de los antiguos
que nos dice que lo divino penetra a la Naturaleza toda, y que sea un
dogma paternal, zázpios Sóla, como dice Aristóteles
(Metaphysica,lib. VII, cap. VII); eso probaría sólo que hay un
motivo que lleva a los pueblos y los individuos -sean todos o casi todos o
muchos- a creer en un Dios. Pero ¿:no es que hay acaso ilusiones y falacias
que se fundan en la naturaleza misma humana? ¿:No empiezan los pueblos
todos por creer que el Sol gira en torno de ellos? ¿:Y no es natural que
propendamos todos a creer lo que satisface nuestro anhelo? ¿:Diremos con W.
Hermann (véase Christliche systematische Dogmatik, en el tomo
Systematische christliche Religion, de la colección DieKultur
der Gegenwart, editada por P Hinneberg), «que si hay un Dios, no se
ha dejado sin indicársenos de algún modo, y quiere ser hallado por
nosotros»?
Piadoso deseo, sin duda, pero no razón en su estricto sentido, como no
le apliquemos la sentencia agustiniana, que tampoco es razón de «pues que
me buscas, es que me encontraste», creyendo que es Dios quien hace que le
busquemos.
Este famoso argumento del consentimiento supuesto unánime de los
pueblos, que es el que con un seguro insinto más emplearon los antiguos,
no es, en el fondo y trasladado de la colectividad al individuo, sino la
llamada prueba moral la que Kant, en su Crítica de la razón prácica,
empleó, la que se saca de nuestra conciencia -o más bien de nuestro
sentimiento de la divinidad- y que no es una prueba estricta y
específicamente racional, sino vital, y que no puede ser aplicada al Dios
lógico, al ens summum, al Ser simplicísimo y abstractísimo, al
primer motor inmóvil e impasible, al Dios Razón, en fin, que ni sufre ni
anhela, sino al Dios biótico, al ser complejísimo y concretísimo, al Dios
paciente que sufre y anhela en nosotros y con nosotros, al Padre de
Cristo, al que no se puede ir sino por el Hombre, por su Hijo (véase Juan,
XIV, 6), y cuya revelación es histórica, o si se quiere, anecdótica, pero
no filosófica, ni categórica.
El consentimiento unánime -¡supongámosle así!de los pueblos, o sea el
universal anhelo de las almas todas humanas que llegaron a la conciencia
de su humanidad que quiere ser fin y sentido del Universo, ese anhelo, que
no es sino aquella esencia misma del alma, que consiste
en su conato por persistir eternamente y porque no se rompa la
continuidad de la conciencia, nos lleva al Dios humano, antropomórfico,
proyección de nuestra conciencia a la Conciencia del Universo, al Dios que
da finalidad y sentido humanos al Universo y que no es el ens summum,
el primum movens, ni el creador del Universo, no es la
Idea-Dios. Es un Dios vivo, subjetivo -pues que no es sino la subjetividad
objetivada o la personalidad universalizada-, que es más que mera idea, y
antes que razón es voluntad. Dios es Amor, esto es, Voluntad. La razón, el
Verbo, deriva de Él; pero Él, el Padre, es, ante todo, Voluntad.
«No cabe duda alguna -escribe Ritschl (Rechtfertigung and
Versóhnung, 111, cap. V)- que la personalidad espiritual de Dios es
estimada muy imperfectamente en la antigua teología al limitarla a las
funciones de conocer y querer. La concepción religiosa no puede menos de
aplicar a Dios también el atributo del sentimiento espiritual. Pero la
antigua teología ateníase a la impresión de que el sentimiento y el afecto
son notas de una personalidad limitada y creada, y transformaba la
concepción de la felicidad de Dios, verbigracia, en el eterno conocerse a
sí mismo, y la del odio en el habitual propósito de castigar el pecado.»
Sí, aquel Dios lógico, obtenido via negationis, era un Dios que,
en rigor, ni amaba ni odiaba, porque ni gozaba ni sufría, un Dios sin pena
ni gloria, inhumano, y su justicia una justicia racional o matemática,
esto es, una injusticia.
Los atributos del Dios vivo, del Padre de Cristo, hay que deducirlos de
su revelación histórica en el Evangelio y en la conciencia de cada uno de
los creyentes cristianos, y no de razonamientos metafísicos que sólo
llevan al Dios-Nada de Escoto Eriugena, al Dios racional o paneístico, al
Dios ateo, en fin, a la Divinidad despersonalizada.
Y es que al Dios vivo, al Dios humano, no se llega por camino de razón,
sino por camino de amor y de sufrimiento. La razón nos aparta más bien de
Él. No es posible conocerle para luego amarle; hay que empezar por amarle,
por anhelarle, por tener hambre de Él, antes de conocerle. El conocimiento
de Dios procede del amor a Dios, y es un conocimiento que poco o nada
tiene de racional. Porque Dios es indefinible. Querer definir a Dios es
pretender limitarlo en nuestra mente; matarlo. En cuanto tratamos de
definirlo, nos surge la nada.
La idea de Dios de la pretendida teodicea racional, no , es más que una
hipótesis, como, por ejemplo, la idea del éter.
Este, el éter, en efecto, no es sino una entidad supuesta, y que no
tiene valor sino en cuanto explica lo que por ella tratamos de
explicarnos; la luz, o la electricidad o la gravitación universal, y sólo
en cuanto no se pueda explicar estos hechos de otro modo. Y así, la idea
de Dios es una hipótesis también, que sólo tiene valor en cuanto con ella
nos explicamos lo que tratamos con ella de explicarnos: la existencia y
esencia del Universo, y mientras no se expliquen mejor de otro modo. Y
como en realidad no nos explicamos ni mejor ni peor con esa idea que sin
ella, la idea de Dios, suprema petición de principio, marra.
Pero si el éter no es sino una hipótesis para explicar la luz, el aire,
en cambio es una cosa inmediatamente senida; y aunque con él no nos
explicásemos el sonido, tendríamos siempre su sensación directa, sobre
todo la de su falta, en momentos de ahogo, de hambre de aire. Y de la
misma manera, Dios mismo, no ya la idea de Dios, puede llegar a ser una
realidad inmediatamente sentida, y aunque no nos expliquemos con su idea
ni la existencia ni la esencia del Universo, tenemos a las veces el
sentimiento directo de Dios, sobre todo en los momentos de ahogo
espiritual. Y este sentimiento -obsérvese bien, porque en esto estriba
todo lo trágico de él y el sentimiento trágico de toda la vida-, es un
sentimiento de hambre de Dios, de carencia de Dios. Creer en Dios es en
primera instancia, y como veremos, querer que haya Dios, no poder vivir
sin Él.
Mientras peregriné por los campos de la razón a busca de Dios, no pude
encontrarle, porque la idea de Dios no me engañaba, ni pude tomar por Dios
a una idea, y fue entonces, cuando erraba por los páramos del
racionalismo, cuando me dije que no debemos buscar más consuelo que la
verdad, llamando así a la razón, sin que por eso me consolara. Pero al ir
hundiéndome en el escepticismo racional de una parte y en la desesperación
sentimental de otra, se me encendió el hambre de Dios, y el ahogo de
espíritu me hizo sentir, con su falta, su realidad. Y quise que haya Dios,
que exista Dios. Y Dios no existe, sino que más bien sobreexiste, y está
sustentando nuestra existencia existiéndonos.
Dios, que es el Amor, el Padre del Amor, es hijo del amor en nosotros.
Hay hombres ligeros y exteriores, esclavos de la razón que nos
exterioriza, que creen haber dicho algo con decir que lejos de haber hecho
Dios al hombre a su imagen y semejanza, es el hombre el que a su imagen y
semejanza se hace sus dioses o su Dios, sin reparar, los muy livianos, que
si esto segundo es, como realmente es, así, se debe a que no es menos
verdad lo primero. Dios y el hombre se hacen mutuamente, en efecto; Dios
se hace o se revela en el hombre, y el hombre se hace en Dios. Dios se
hizo a sí mismo, Deus ipse se fecit, dijo Lactancio
(Divinarum institutionum, 11, 8), y podemos decir que se está
haciendo, y en el hombre y por el hombre. Y si cada cual de nosotros, en
el empuje de su amor, en su hambre de divinidad, se imagina a Dios a su
medida; y a su medida se hace Dios para él, hay un Dios colectivo, social,
humano, resultante de las imaginaciones todas humanas que le imaginan.
Porque Dios es y se revela en la colectividad. Y es Dios la más rica y más
personal concepción humana.
Nos dijo el Maestro de divinidad que seamos perfecos, como es perfecto
nuestro Padre que está en los cielos (Mat., V, 48),y en el orden
de sentir y el pensar nuestra perfección consiste en ahincarnos porque
nuestra imaginación llegue a la total imaginación de la humanidad de que
formamos, en Dios, parte.
Conocida es la doctrina lógica de la contraposición enre la extensión y
la comprensión de un concepto, y cómo a medida que la una crece, la otra
mengua. El concepto más extenso y a la par menos comprensivo, es el de
ente o cosa que abarca todo lo existente y no tiene más nota que la de
ser, y el concepto más comprensivo y el menos extenso es el del Universo,
que sólo a sí mismo se aplica y comprende todas las notas existentes. Y el
Dios lógico o racional, el Dios obtenido por vía de negación, el ente
sumo, se sume, como realidad, en la nada, pues el ser puro y la pura nada,
según enseñaba Hegel, se indentifican. Y el Dios cordial o sentido, el
Dios de los vivos, es el Universo mismo personalizado, es la conciencia
del Universo.
Un Dios universal y personal, muy otro que el Dios individual del
rígido monoteísmo metafísico.
Debo aquí advertir una vez más cómo opongo la individualidad a la
personalidad, aunque se necesiten la una a la otra. La individualidad es,
si puedo así expresarme, el continente, y la personalidad el contenido, o
podría también decir, en un cierto sentido, que mi personalidad es mi
comprensión, lo que comprendo y encierro en mí -y que es de una cierta
manera todo el Universo-, y mi individualidad es mi extensión; lo uno, lo
infinito mío, y lo otro, mi finito. Cien tinajas de fuerte casco de barro
están vigorosamente individualizadas, pero pueden ser iguales y vacías, a
lo sumo llenas del mismo líquido homogéneo, mientras que dos vejigas de
membrana sutilísima, a través de la cual se verifica activa ósmosis y
exósmosis pueden diferenciarse fuertemente y estar llenas de líquidos muy
complejos. Y así puede uno destacarse fuertemente de otros, en cuanto
individuo, siendo como un crustáceo espiritual, y ser pobrísimo de
contenido diferencial. Y sucede más aún, y es que cuanta más personalidad
tiene uno, cuanto mayor riqueza interior, cuanto más sociedad es en sí
mismo, menos rudamente se divide de los demás. Y de la misma manera, el
rígido Dios del deísmo, del monoteísmo aristotélico, el ens summum,
es un ser en quien la individualidad, o más bien, la simplicidad,
ahoga a la personalidad. La definición le mata, porque definir es poner
fines, es limitar, y no cabe definir lo absolutamente indefinible. Carece
ese Dios de riqueza interior; no es sociedad en sí mismo. Y a esto obvió
la revelación vital con la creencia en la Trinidad que hace de Dios una
sociedad, y hasta una familia en sí, y no ya un puro individuo. El Dios de
la fe es personal; es personal, porque incluye tres personas, puesto que
la personalidad no se siente aislada. Una persona aislada deja de serlo.
¿:A quién, en efecto, amaría? Y si no ama, no es persona. Ni cabe amarse a
sí mismo siendo simple y sin desdoblarse por el amor.
Fue el sentir a Dios como al Padre lo que trajo consigo la fe en la
Trinidad. Porque un Dios Padre no puede ser un Dios soltero, esto es,
solitario. Un padre es siempre padre de familia. Y el sentir a Dios como
padre, ha sido una perenne sugestión a concebirlo, no ya
antropomórficamente, es decir, como a hombre -ánthropos-, sino
andromórficamente, como a varón -anér . A Dios Padre, en efecto,
concíbelo la imaginación popular crisiana como a un varón. Y es porque el
hombre, homo, &vOpamos , no se nos presenta sino como varón,
vir, ávrlp o como mujer, mulier, yvv~. A lo que puede
añadirse el niño, que es neutro. Y de aquí, para completar con la
imaginación la necesidad sentimental de un dios hombre perfecto, esto es,
familia, el culto al Dios Madre, a la Virgen María, y el culto al niño
Jesús.
El culto a la Virgen, en efecto, la mariolatría, que ha ido poco a poco
elevando en dignidad lo divino de la Virgen, hasta casi deificarla, no
responde sino a la necesidad sentimental de que Dios sea hombre perfecto,
de que enre la feminidad en Dios. Desde la expresión de Madre de Dios,
9sóadie os, deípara, ha sido la piedad católica exalando a la
Virgen María hasta declararla corredentora y proclamar dogmática su
concepción sin mancha de pecado original, lo que la pone ya entre la
Humanidad y la Divinidad y más cerca de esta que de aquella. Y alguien ha
manifestado sus sospecha de que, con el tiempo, acaso se llegue a hacer de
ella algo así como una persona divina más.
Y tal vez no por esto la Trinidad se convirtiese en Cuaernidad. Si
zv--vua, espíritu en griego, en vez de ser neuro fuese femenino, ¿:quién
sabe si no se hubiese hecho ya de la Virgen María una encarnación o
humanización del Espíritu Santo? El texto del Evangelio, según Lucas en el
versículo 35 del capítulo I, donde se narra la Anunciación por el ángel
Gabriel que le dice: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti», 7rvsvpa áycov
éz--AEú6Erai ézi 6e; habría bastado para una encendida piedad que sabe
siempre plegar a sus deseos la especulación teológica. Y habríase hecho un
trabajo dogmático paralelo al de la divinización de Jesús, el Hijo, y su
identificación con el Verbo.
De todos modos, el culto a la Virgen, a lo eterno femenino, a la
maternidad divina, acude a completar la personalización de Dios haciéndole
familia.
En uno de mis libros (Vida de Don Quijote y Sancho, segunda
parte, cap. LXVII) he dicho que «Dios era y es en nuestras mentes
masculino. Su modo de juzgar y condenar a los hombres, modo de varón, no
de persona humana por encima de sexo; modo de Padre. Y para compensarlo
hacía falta la Madre, la madre que perdona siempre, la madre que abre
siempre los brazos al hijo cuando huye este de la mano levantada o del
ceño fruncido del irritado padre; la madre en cuyo regazo se busca como
consuelo una oscura remembranza de aquella tibia paz de la inconsciencia
que dentro de él fue el alba que precedió a nuestro nacimiento y un dejo
de aquella dulce leche que embalsamó nuestros sueños de inocencia; la
madre que no conoce más justicia que el perdón ni más ley que el amor.
Nuestra pobre e imperfecta concepción de un Dios con largas barbas y voz
de trueno, de un Dios que impone preceptos y pronuncia sentencias, de un
Dios Amo de casa, Pater familias a la romana, necesiaba
compensarse y completarse; y como en el fondo no podemos concebir al Dios
personal y vivo, no ya por encima de rasgos humanos; mas ni aun por encima
de rasgos varoniles, y menos un Dios neutro o hermafrodita, acudimos a
darle un Dios femenino, y junto al Dios Padre hemos puesto a la Diosa
Madre, a la que perdona siempre, porque como mira con amor ciego, ve
siempre el fondo de la culpa y en ese fondo la justicia única del
perdón... »
A lo que debo ahora añadir que no sólo no podemos concebir al Dios vivo
y entero como solamente varón, sino que no le podemos concebir como
solamente individuo, como proyección de un yo solitario, fuera de
sociedad, de un yo en realidad abstracto. Mi yo vivo es un yo que es en
realidad un nosotros; mi yo vivo, personal, no vive sino en los demás, de
los demás y por los demás yos; procedo de una muchedumbre de abuelos y en
mí lo llevo en extracto, y llevo a la vez en mí en potencia una
muchedumbre de nietos, y Dios, proyección de mi yo al infinito -o más
bien, yo proyección de Dios a lo infinito- es también muchedumbre. Y de
aquí, para salvar la personalidad de Dios, es decir, para salvar al Dios
vivo, la necesidad de fe -esto es, sentimental e imaginativa- de
concebirle y sentirle con una cierta multiplicidad interna.
El sentimiento pagano de divinidad viva obvió a esto con el politeísmo.
Es el conjunto de sus dioses, la república de estos lo que constituye
realmente su Divinidad. El verdadero Dios del paganismo helénico es más
bien que Zeus Padre (Júpiter), la sociedad toda de los dioses y
semidioses. Y de aquí la solemnidad de la invocación de Demóstenes cuando
invocaba a los dioses todos, a todas las diosas: roas 6eoiS _-vxouai zúaa
Kai záuats. Y cuando los razonadores sustantivaron el término dios, B_-ós,
que es propiamente un adjetivo, una cualidad predicada de cada uno de los
dioses, y le añadieron un artículo, forjaron el dios -ó 6sóS
abstracto o muerto del racionalismo filosófico, una cualidad sustantivada
y falta de personalidad por lo tanto. Porque el dios no es más
que lo divino. Y es que de sentir la divinidad en todo no puede pasarse,
sin riesgo para el sentimiento, a sustantivarla y hacer de la Divinidad
Dios. Y el Dios aristotélico, el de las pruebas lógicas, no es más que la
Divinidad, un concepto y no una persona viva a que se pueda sentir y con
la
que pueda por el amor comunicarse el hombre. Ese Dios que no es sino un
adjetivo sustantivado, es un dios constitucional que reina, pero no
gobierna; la Ciencia es su carta constitucional.
Y en el propio paganismo grecolatino, la tendencia al monoteísmo vivo
se ve en concebir y sentir a Zeus como padre, ZSVs irar4p que le llama
Homero, Iu-piter,o sea Iu pater entre los latinos, y padre de
toda una dilatada familia de dioses y diosas que con él constituyen la
Divinidad.
De la conjunción del politeísmo pagano con el monoeísmo judaico, que
había tratado por otros medios de salvar la personalidad de Dios, resultó
el sentimiento del Dios católico, que es sociedad, como era sociedad ese
Dios pagano de que dije, y es uno como el Dios de Israel acabó siéndolo. Y
tal es la Trinidad, cuyo más hondo sentido rara vez ha logrado comprender
el deísmo racionalista, más o menos impregnado de cristianismo, pero
siempre unitario o sociniano.
Y es que sentimos a Dios, más bien que como una conciencia sobrehumana,
como la conciencia misma del linaje humano todo, pasado, presente y
futuro, como la conciencia colectiva de todo el linaje, y aún más como la
conciencia total e infinita que abarca y sostiene las conciencias todas,
infrahumanas, humanas y acaso sobrehumanas. La divinidad que hay en todo,
desde la más baja, es decir, desde la menos consciente forma viva, hasta
la más alta, pasando por nuestra conciencia humana, la sentimos
personalizada, consciente de sí misma en Dios. Y a esa gradación de
conciencias, sintiendo el salto de la nuestra humana a la plenamente
divina, a la universal, responde la creencia en los ángeles con sus
diversas jerarquías, como intermedios entre nuestra conciencia humana y la
de Dios. Gradaciones que una fe coherente consigo misma ha de creer
infinitas, pues sólopor infinito número de grados puede pasarse de lo
finito a lo infinito.
El racionalismo deísta concibe a Dios como Razón del Universo, pero su
lógica le lleva a concebirlo como una razón impersonal, es decir, como una
idea, mientras el vialismo deísta siente e imagina a Dios como Conciencia
y, por lo tanto, como persona o más bien como sociedad de personas. La
conciencia de cada uno de nosotros, en efecto, es una sociedad de
personas; en mí viven varios yos, y hasta los yos de aquellos con quien
vivo.
El Dios del racionalismo deísta, en efecto, el Dios de las pruebas
lógicas de su existencia, el ens realissimum y primer motor
inmóvil, no es más que una Razón suprema, pero en el mismo sentido en que
podemos llamar razón de la caída de los cuerpos a la ley de la gravitación
universal, que es su explicación. Pero dirá alguien que esa que llamamos
ley de la gravitación universal, u otra cualquiera ley o un principio
matemático, es una realidad propia e independiente, es un ángel, es algo
que tiene conciencia de sí y de los demás, ¿:que es persona? No, no es más
que una idea sin realidad fuera de la mente del que la concibe. Y así ese
Dios Razón o tiene conciencia de sí o carece de realidad fuera de la mente
de quien lo concibe. Y si tiene conciencia de sí, es ya una razón
personal, y entonces todo el valor de aquellas pruebas se desvanece,
porque las tales pruebas sólo probaban una razón, pero no una conciencia
suprema. Las matemáticas prueban un orden, una constancia, una razón en la
serie de los fenómenos mecánicos, pero no prueban que esa razón sea
consciente en sí. Es una necesidad lógica, pero la necesidad lógica no
prueba la necesidad teológica o finalista. Y donde no hay finalidad no hay
personalidad tampoco, no hay conciencia.
El Dios, pues, racional, es decir, el Dios que no es sino Razón del
Universo, se destruye a sí mismo en nuestra mente en cuanto tal Dios, y
sólo renace en nosotros cuando en el corazón lo sentimos como persona
viva, como Conciencia, y no ya sólo como Razón impersonal y objetiva del
Universo. Para explicarnos racionalmente la construcción de una máquina
nos basta conocer la ciencia mecánica del que la construyó; pero para
comprender que la tal máquina exista, pues que la Naturaleza no las hace y
sí los hombres, tenemos que suponer un ser consciente constructor. Pero
esta segunda parte del razonamiento no es aplicable a Dios, aunque se diga
que en Él la ciencia mecánica y el mecanismo constructores de la máquina
son una sola y misma cosa. Esta identificación no es
racional-,mente sino una petición de principio. Y así es como
la razón destruye a esa Razón Suprema en cuanto persona.
No es la razón humana, en efecto, razón que a su vez tampoco se
sustenta, sino sobre lo irracional, sobre la' conciencia vital toda, sobre
la voluntad y el sentimiento; no: es esa nuestra razón la que puede
probarnos la existencia de una Razón Suprema, que tendría a su vez que
susentarse sobre lo Supremo Irracional, sobre la Conciencia Universal. Y
la revelación sentimental e imaginativa, por amor, por fe, por obra de
personalización, de esa Conciencia Suprema, es la que nos lleva a creer en
el Dios vivo.
Y este Dios, el Dios vivo, tu Dios, nuestro Dios, está en mí, está en
ti, vive en nosotros, y nosotros vivimos, nos movemos y somos en El. Y
está en nosotros por el hambre que de Él tenemos, por el anhelo,
haciéndose apetecer. Y es el Dios de los humildes, porque Dios escogió lo
necio del mundo para avergonzar a los sabios, y lo flaco para avergonzar a
lo fuerte, según el Apóstol (I Con, I, 27). Y es Dios en cada uno según
cada uno lo siente y según le ama. «Si de dos hombres -dice
Kierkegaardreza el uno al verdadero Dios con insinceridad personal, y el
otro con la pasión toda de la infinitud reza a un ídolo, es el primero el
que en realidad ora a un ídolo, mientras que el segundo ora en verdad a
Dios.» Mejor es decir que es Dios verdadero Aquel a quien se reza y se
anhela de verdad. Y hasta la superstición misma puede ser más reveladora
que la teología. El viejo Padre de luengas barbas y melenas blancas, que
aparece entre nubes llevando la bola del mundo en la mano, es más vivo y
más verdadero que el ens realissimum de la teodicea.
La razón es una fuerza analítica, esto es, disolvente, cuando dejando
de obrar sobre la forma de las intuiciones, ya sean del instinto
individual de conservación, ya del insinto social de perpetuación, obra
sobre el fondo, sobre la materia misma de ellas. La razón ordena las
percepciones sensibles que nos dan el mundo material; pero cuando su
análisis se ejerce sobre la realidad de las percepciones mismas, nos las
disuelve y nos sume en un mundo aparencial, de sombras sin consistencia,
porque la razón fuera de lo formal es nihilista, aniquiladora. Y el mismo
terrible oficio cumple cuando sacándola del suyo propio la llevamos a
escudriñar las intuiciones imaginativas que nos dan el mundo espiritual.
Porque la razón aniquila y la imaginación entera, integra o
totaliza; la razón por sí sola mata y la imaginación es la que la vida. Si
bien es cierto que la imaginación por sí sola, al darnos vida sin límites
nos lleva a confundirnos con todo, y en cuanto individuos, nos mata
también, nos mata por exceso de vida. La razón, la cabeza, nos dice:
¡nada!; la imaginación, el corazón, nos dice: ¡todo!, y entre nada y todo,
fundiéndose el todo y la nada en nosotros, vivimos en Dios, que es todo, y
vive Dios en nosotros, que sin Él somos nada. La razón repite: ¡vanidad de
vanidades, y todo vanidad! Y la imaginación replica: ¡plenitud de
plenitudes, y todo plenitud! Y así vivimos la vanidad de la plenitud, o la
plenitud de la vanidad.
Y tan de las entrañas del hombre arranca esta necesidad vital de vivir
un mundo ilógico, irracional, personal o divino, que cuantos no creen en
Dios o creen no creer en Él, creen en cualquier diosecillo, o siquiera en
un demoniejo, o en un agÜero, o en una herradura que encontraron por acaso
al azar de los caminos, y que guardan sobre su corazón para que les traiga
buena suerte y les defienda de esa misma razón de que se imaginan ser
fieles servidores y devotos.
El Dios de que tenemos hambre es el Dios a que oramos, el Dios del
Pater noster, de la oración dominical; el Dios a quien pedimos,
ante todo y sobre todo, démonos o no de esto cuenta, que nos infunda fe,
fe en Él mismo, que haga que creamos en Él, que se haga Él en nosotros, el
Dios a quien pedimos que sea santificado su nombre y que se haga su
voluntad -su voluntad, no su razón-, así en la tierra como en el cielo;
mas sintiendo que su volunad no puede ser sino la esencia de nuestra
voluntad, el deseo de persistir eternamente.
Y tal es el Dios del amor, sin que sirva el que nos pregunten cómo sea,
sino que cada cual consulte a su corazón y deje a su fantasía que se lo
pinte en las lontananzas del Universo, mirándole por sus millones de ojos,
que son los luceros del cielo de la noche. Ese en que crees, lector, ese
es tu Dios, el que ha vivido contigo en ti, y nació contigo y fue niño
cuando tú eras niño, y fue haciéndose hombre según tú te hacías hombre, y
que se te disipa cuando te disipas, y que es tu principio de continuidad
en la vida espiritual, porque es el principio de la solidaridad entre los
hombres todos y en cada hombre, y de los hombres con el Universo y que es
como tú, persona. Y si crees en Dios, Dios cree en ti, y creyendo en ti te
crea de continuo. Porque tú no eres en el fondo sino la idea que de ti
tiene Dios; pero una idea viva, como de Dios vivo y consciente de sí, como
de Dios Conciencia, y fuera de lo que eres en la sociedad no eres nada.
¿:Definir a Dios? Sí, ese es nuestro anhelo; ese era el anhelo del hombre
Jacob, cuando luchando la noche, toda, hasta el rayar del alba, con
aquella fuerza divina, decía: «¡Dime, te lo ruego, tu nombre!» (Gén.,
XXXII, 29). Y oíd lo que aquel gran predicador cristiano, Federico
Guillermo Robertson,predicaba en la capilla de la Trinidad, de Brighton,
el 10 de junio de 1849, diciendo {N-18} :
«Y esta es nuestra lucha -la lucha-. Que baje un hombre veraz a
las profundidades de su propio ser y nos responda: ¿:cuál es el grito que
le llega de la parte más real de su naturaleza? ¿:Es pidiendo el pan de
cada día? Jacob pidió en su primera comunión con Dios esto; pidió
seguridad, conservación. ¿:Es acaso el que se nos perdonen nuestros
pecados? Jacob tenía un pecado por perdonar; mas en este, el más solemne
momento de su existencia, no pronunció una sílaba respecto a él. ¿:O es
acaso esto: "santificado sea tu nombre"? No, hermanos míos. De nuestra
frágil, aunque humilde humanidad, la petición que surja en las horas más
terrenales de nuestra religión puede ser esta de: ¡Salva mi alma!; pero en
los momentos menos terrenales es esta otra: ¡Dime tu nombre!
»Nos movemos por un mundo misterioso, y la más profunda cuestión es la
de cuál es el ser que nos está cerca siempre, a las veces sentido, jamás
visto -que es lo que nos ha obsesionado desde la niñez con un sueño de
algo soberanamente hermoso y que jamás se nos aclara-, que es lo que a las
veces pasa por el alma como una desolación, como el soplo de las alas del
Ángel de la Muerte, dejándonos aterrados y silenciosos en nuestra soledad
-lo que nos ha tocado en lo más vivo y la carne se ha esremecido de
agonía, y nuestros afectos morales se han contraído de dolor-, que es lo
que nos viene en aspiraciones de nobleza y concepciones de sobrehumana
excelencia. ¿:Hemos de llamarle Ello o Él? (It or He?) ¿:Qué es
Ello? ¿:Quién es Él? Estos presentimientos de inmortalidad y de Dios, ¿:qué
son? ¿:Son meras ansias de mi propio corazón no tomadas por algo vivo fuera
de mí? ¿:Son el sonido de mis propios anhelos que resuenan por el vasto
vacío de la nada? ¿:O he de llamarlas Dios, Padre, Espíritu, Amor? ¿:Un ser
vivo dentro o fuera de mí? Dime tu nombre, tú, ¡terrible misterio del
amor! Tal es la lucha de toda mi vida seria.»
Así Robertson. A lo que he de hacer notar que: ¡dime tu nombre!, no es
en el fondo otra cosa que: ¡salva mi alma! Le pedimos su nombre para que
salve nuestra alma, para que salve el alma humana, para que salve la
finalidad humana del Universo. Y si nos dicen que se llama Él, que es o
ens realissimum o Ser Supremo o cualquier otro nombre metafísico,
no nos conformamos, pues sabemos que todo su nombre metafísico es equis, y
seguimos pidiéndole su nombre. Y sólo hay un nombre que satisfaga a
nuestro anhelo, y este nombre es Salvador, Jesús, Dios es el amor que
salva.
For the loving worm within its clod,
Were diviner than a loveless God
Amid his
worlds, I will dare to say.
«Me atreveré a decir que el gusano que ama en su terrón sería más
divino que un dios sin amor entre sus mundos», dice Roberto Browning
(Christmaseveand Easterday).Lo divino es el amor, la voluntad
personalizadora y eternizadora, la que siente hambre de eternidad y de
infinitud.
Es a nosotros mismos, es nuestra eternidad lo que buscamos en Dios, es
que nos divinice. Fue ese mismo Browningel que dijo (Saul en
Dramatic Lyoies):
Tis the weakness in strenght, that I cry for! my
flesh that I seek
In the Godhead!»
«¡Es la debilidad en la fuerza por lo que clamo; mi carne lo que busco
en la Divinidad!»
Pero este Dios que nos salva, este Dios personal, Conciencia del
universo que envuelve y sostiene nuestras conciencias, este Dios que da
finalidad humana a la creación toda, ¿:existe? ¿:Tenemos prueba de su
existencia?
Lo primero que aquí se nos presenta es el sentido de la noción esta de
existencia. ¿:Qué es existir y cómo son las cosas de que decimos que no
existen?
Existir en la fuerza etimológica de su significado es esar fuera de
nosotros, fuera de nuestra mente: ex-sistere. ¿:Pero es que hay
algo fuera de nuestra mente, fuera de nuestra conciencia que abarca a lo
conocido todo? Sin duda que lo hay. La materia del conocimiento nos viene
de fuera. ¿:Y cómo es esa materia? Imposible saberlo, porque conocer es
informar la materia, y no cabe, por tanto, conocer lo informe como
informe. Valdría tanto como tener ordenado el caos.
Este problema de la existencia de Dios, problema racionalmente
insoluble, no es en el fondo sino el problema de la conciencia de la
ex-sistencia y no de la in-sistenciade la conciencia, el
problema mismo de la existencia sustancial del alma, el problema mismo de
la perpetuidad del alma humana, el problema mismo de la finalidad humana
del Universo. Creer en un Dios vivo y personal, en una conciencia eterna y
universal que nos conoce y nos quiere, es creer que el Universo existe
para el hombre. Para el hombre o para una conciencia en el orden
de la humana, de su misma naturaleza, aunque sublimada, de una conciencia
que nos conozca, y en cuyo seno viva nuestro recuerdo para siempre
Acaso en un supremo y desesperado esfuerzo de resignación llegáramos a
hacer, ya lo he dicho, el sacrificio de nuestra personalidad si supiéramos
que al morir iba a enriquecer una Personalidad, una Conciencia Suprema, si
supiéramos que el Alma Universal se alimenta de nuestras almas y de ellas
necesita. Podríamos tal vez morir en una desesperada resignación o en una
desesperación resignada entregando nuestra alma al alma de la humanidad,
legando nuestra labor, la labor que lleva el sello de nuestra persona, si
esa humanidad hubiera de legar a su vez su alma a otra alma cuando al cabo
se extinga la conciencia sobre esta Tierra de dolor de ansias. ¿:Pero y si
no ocurre así?
Y si el alma de la humanidad es eterna, si es eterna la conciencia
colectiva humana, si hay una Conciencia del Universo y esta es eterna,
¿:por qué nuestra propia conciencia individual, la tuya, lector, la mía, no
ha de serlo?
En todo el vasto Universo, ¿:habría de ser esto de la conciencia que se
conoce, se quiere y se siente, una excepción unida a un organismo que no
puede vivir sino entre tales y cuales grados de calor, un pasajero
fenómeno? No es, no, una mera curiosidad lo de querer saber si están o no
los astros habitados por organismos vivos animados, por conciencias
hermanas de las nuestras, y hay un profundo anhelo en el ensueño de la
transmigración de nuestras almas por los astros que pueblan las vastas
lontananzas del cielo. El sentimiento de lo divino nos hace desear y creer
que todo es animado, que la conciencia, en mayor o menor grado, se
extiende a todo. Queremos no sólo salvarnos, sino salvar al mundo de la
nada. Y para esto Dios. Tal es su finalidad sentida.
¿:Qué sería un Universo sin conciencia alguna que lo reflejase y lo
conociese? ¿:Qué sería la razón objetivada, sin voluntad ni sentimiento?
Para nosotros lo mismo que la nada; mil veces más pavoroso que ella.
Si tal supuesto llega a ser realidad, nuestra vida carece de valor y de
sentido.
No es, pues, necesidad racional, sino angustia vital, lo que nos lleva
a creer en Dios. Y creer en Dios es ante todo y sobre todo, he de
repetirlo, sentir hambre de Dios, hambre de divinidad, sentir su ausencia
y vacío, querer que Dios exista. Y es querer salvar la finalidad humana
del Universo. Porque hasta podría llegar uno a resignarse a ser absorbido
por Dios si en una Conciencia se funda nuestra conciencia, si es la
conciencia el fin del Universo.
«Dijo el malvado en su corazón: no hay Dios.» Y así es en verdad.
Porque un justo puede decirse en su cabeza: ¡Dios no existe! Pero en el
corazón sólo puede decírselo el malvado. No querer que haya Dios o creer
que no le haya, es una cosa; resignarse a que no le haya, es otra, aunque
inhumana y horrible; pero no querer que le haya, excede a toda otra
monstruosidad moral. Aunque de hecho los que reniegan de Dios es por
desesperación de no encontrarlo.
Y ahora viene de nuevo la pregunta racional esfíngica -la Esfinge, en
efecto, es la razón- de: ¿:existe Dios? Esa persona eterna y eternizadora
que da sentido -y no añadiré humano, porque no hay otro- al Universo, ¿:es
algo sustancial fuera de nuestra conciencia, fuera de nuestro anhelo? He
aquí algo insoluble, y vale más que así lo sea. Bástele a la razón el no
poder probar la imposibilidad de su existencia.
Creer en Dios es anhelar que le haya y es además conducirse como si le
hubiera; es vivir de ese anhelo y hacer de él nuestro íntimo resorte de
acción. De este anhelo o hambre de divinidad surge la esperanza; de esta,
la fe, y de la fe y la esperanza, la caridad; de ese anhelo arrancan los
sentimientos de belleza, de finalidad, de bondad. Veámoslo.
-- IX -- FE, ESPERANZA Y CARIDAD
Sanctiusque ne reverentius visum de actis deorum
credere quam scire.
(TÁCITO, Germania, 34.)
A este Dios cordial o vivo se llega, y se vuelve a Él cuando por el
Dios lógico o muerto se le ha dejado, por el camino de la fe y no de
convicción racional o matemáica.
¿:Y qué cosa es fe?
Así pregunta el catecismo de la doctrina cristiana que se nos enseñó en
la escuela, y contesta así: creer lo que no vimos.
A lo que hace ya una docena de años corregí en un ensayo diciendo:
«¡Creer lo que no vimos!, ¡no!, sino crear lo que no vemos.» Y antes os he
dicho que creer en Dios es, en primera instancia al menos, querer que le
haya, anhelar la existencia de Dios.
La virtud teologal de la fe es, según el apóstol Pablo, cuya definición
sirve de base a las tradicionales disquisiciones cristianas sobre ella,
«la sustancia de las cosas que se esperan, la demostración de lo que no se
ve»: É~),ci~ó#Evpv vzóózaóas, )cpayMázow a--yxoS ov f,,e2ró~csvo)v
(Hebreos, XI, T).
La sustancia o más bien el sustento o base de la esperanza, la garantía
de ella. Lo cual conexiona, y más que conexiona subordina, la fe a la
esperanza. Y de hecho no es que esperamos porque creemos, sino más bien
que creemos porque esperamos. Es la esperanza en Dios, esto es, el
ardiente anhelo de que haya un Dios que garantice la eternidad de la
conciencia la que nos lleva a creer en Él.
Pero la fe, que es al fin y al cabo algo compuesto en que entra un
elemento conocido, lógico o racional juntamente con uno afectivo, biótico
o sentimental, y en rigor irracional, se nos presenta en forma de
conocimiento. Y de aquí la insuperable dificultad de separarla de un dogma
cualquiera. La fe pura, libre de dogmas, de que tanto escribí en un
tiempo, es un fantasma. Ni con invenar aquello de la fe en la fe misma se
salía del paso. La fe necesita una materia en que ejercerse.
El creer es una forma de conocer, siquiera no fuese otra cosa que
conocer nuestro anhelo vital y hasta formularlo. Sólo que el término creer
tiene en nuestro lenguaje corriente una doble y hasta contradictoria
significación, queriendo decir por una parte el mayor grado de adhesión de
la mente a un conocimiento como verdadero, de otra parte una débil y
vacilante adhesión. Pues si en un senido creer algo es el mayor
asentimiento que cabe dar, la expresión «creo que sea así, aunque no estoy
de ello seguro», es corriente y vulgar.
Lo cual responde a lo que respecto a la incertidumbre, como base de la
fe, dijimos. La fe más robusta, en cuanto distinta de todo otro
conocimiento que no sea pistico o de fe -fiel como si dijéramos-, se basa
en incertidumbre. Y es porque la fe, la garantía de lo que se espera, es,
más que adhesión racional a un principio teórico, confianza en la persona
que nos asegura algo. La fe supone un elemento personal objetivo. Más bien
que creemos algo, creemos a alguien que nos promete o asegura esto o lo
otro. Se cree a una persona y a Dios en cuanto persona y personalización
del Universo.
Este elemento personal o religioso, en la fe es evidente. La fe, suele
decirse, no es en sí ni un conocimiento teórico o adhesión racional a una
verdad, ni se explica tampoco suficientemente en esencia por la confianza
en Dios. «La fe es la sumisión íntima o la autoridad espiriual de Dios, la
obediencia inmediata. Y en cuanto esta obediencia es el medio de alcanzar
un principio racional es la fe una convicción personal.» Así dice
Seeberg {N-19} .
La fe que definió san Pablo, la 2rí6zis, pistis griega, se traduce
mejor por confianza. La voz pistis, en efecto, procede del verbo zei0o,),
peitho, que si en su voz activa significa persuadir, en la media equivale
a confiar en uno, hacerle caso, fiarse de él, obedecer. Y fiarse,
fidare se, procede del temafid -de donde fides, fe,
y de donde también confianza-. Y el tema griego mB pith- y el latino
fid parecen hermanos. Y en resolución, que la voz misma fe lleva
en su origen implícito el sentido de confianza, de rendimiento a una
voluntad ajena, a una persona. Sólo se confía en las personas. Confíase en
la Providencia, que concebimos como algo personal y consciente, no en el
Hado, que es algo impersonal. Y así se cree en quien nos dice la verdad,
en quien nos da la esperanza; no en la verdad misma directa o
inmediatamente, no en la esperanza misma.
Y este sentido personal o más bien personificante de la fe, se
delata en sus formas más bajas, pues es el que produce la fe en la ciencia
infusa, en la inspiración, en el milagro. Conocido es, en efecto, el caso
de aquel médico parisiense que al ver que en su barrio le quitaba un
curandero la clientela, trasladóse a otro, al más distante, donde por
nadie era conocido, anunciándose como curandero y conduciéndose como tal.
Y al denunciarle por ejercicio ilegal de la medicina, exhibió su título,
viniendo a decir poco más o menos esto: «Soy médico, pero si como tal me
hubiese anunciado, no habría obtenido la clientela que como curandero
tengo; mas ahora, al saber mis clienes que he estudiado medicina y poseo
título de médico, huirán de mí a un curandero que les ofrezca la garantía
de no haber estudiado, de curar por inspiración.» Y es que se desacredita
al médico a quien se le prueba que no posee título ni hizo estudios, y se
desacredita al curandero a quien se le prueba que los hizo y que es médico
titulado. Porque unos creen en la ciencia, en el estudio, y otros creen en
la persona, en la inspiración y hasta en la ignorancia.
«Hay una distinción en la geografía del mundo que se nos presenta
cuando establecemos los diferentes pensamientos y deseos de los hombres
respecto a su religión. Recordemos cómo el mundo todo está en general
dividido en dos hemisferios por lo que a esto hace. Una mitad del mundo,
el gran Oriente oscuro, es místico. Insiste en no ver cosa alguna
demasiado clara. Poned distinta y clara una cualquiera de las grandes
ideas de la vida, e inmediatamente le parece al oriental que no es
verdadera. Tiene un instinto que le dice que los más vastos pensamientos
son demasiado vastos para la humana mente, y que si se presentan en forma
de expresión que la mente humana puede comprender, se violenta su
naturaleza y se pierde su fuerza. Y por otra parte, el Occidente exige
claridad y se impacienta con el misterio. Le gusta una proposición
definida tanto como a su hermano del Oriente le desagrada. Insiste en
saber lo que significan para su vida personal las fuerzas eternas e
infinitas, cómo han de hacerle personalmente más feliz y mejor y casi cómo
han de construir la casa que le abrigue y cocerle la cena en el fogón...
Sin duda hay excepciones; místicos en Boston y San Luis, hombres atenidos
a los hechos en Bombay y Calcuta. Ambas disposiciones de ánimo no pueden
estar separadas una de la otra por un océano o una cordillera. En ciertas
naciones y tierras, como, por ejemplo, entre los judíos y en nuestra
propia Inglaterra, se mezclan mucho. Pero en general, dividen así el
mundo. El Oriente cree en la luz de luna del misterio; el Occidente, en el
mediodía del hecho científico. El Oriente pide al Eterno vagos impulsos;
el Occidente coge el presente con ligera mano y no quiere soltarlo hasta
que le dé motivos razonables, ineligibles. Cada uno de ellos entiende mal
al otro, desconfía de él, y hasta en gran parte le desprecia. Pero ambos
hemisferios juntos, y no uno de ellos por sí forman el mundo todo.» Así
dijo en uno de sus sermones el reverendo Philips Brooks, obispo que fue de
Massachusetts, el gran predicador unitariano (Ver The Misteryof
Iniquity and Other Sermons, sermón XII).
Podríamos más bien decir que en el mundo todo, lo mismo en Oriente que
en Occidente, los racionalistas buscan la definición y creen en el
concepto, y los vitalistas buscan la inspiración y creen en la persona.
Los unos estudian el Universo para arrancarle sus secretos; los otros
rezan a la Conciencia del Universo, tratan de ponerse en relación
inmediata con el Alma del mundo, con Dios, para encontrar garantía o
sustancia a lo que esperan, que es no morirse, y demostración de lo que no
ven.
Y como la persona es una voluntad, y la voluntad se refiere siempre al
porvenir, el que cree, cree en lo que vendrá, esto es, en lo que espera.
No se cree, en rigor lo que es y lo que fue, sino como garantía, como
sustancia de lo que será. Creer el cristiano en la resurrección de Cristo,
es decir, creer a la tradición y al Evangelio -y ambas potencias son
personales- que le dicen que el Cristo resucitó, es creer que resucitará
él un día por la gracia de Cristo. Y hasta la fe científica, pues la hay,
se refiere al porvenir y es acto de confianza. El hombre de ciencia cree
que en tal día venidero se verificará un eclipse de sol, cree que las
leyes que hasta hoy han regido al mundo seguirán rigiéndolo.
Creer, vuelvo a decir, es dar crédito a uno, y se refiere a persona.
Digo que sé que hay un animal llamado caballo, y que tiene estos y
aquellos caracteres, porque lo he visto, y que creo en la existencia del
llamado jirafa u ornitorrinco, y que sea de este o del otro modo, porque
creo a los que aseguran haberlo visto. Y he aquí el elemento de
incertidumbre que la fe lleva consigo, pues una persona puede engañarse o
engañarnos.
Más, por otra parte, este elemento personal de la creencia le da un
carácter afectivo, amoroso y sobre todo, en la fe religiosa, el referirse
a lo que se espera. Apenas hay quien sacrificara la vida por mantener que
los tres ángulos de un triángulo valgan dos rectos, pues tal verdad no
necesita del sacrificio de nuestra vida; mas, en cambio, muchos han
perdido la vida por mantener su fe religiosa, y es que los mártires hacen
la fe más aún que la fe los mártires. Pues la fe no es la mera adhesión
del intelecto a un principio abstracto, no es el reconocimiento de una
verdad teórica en que la voluntad no hace sino movernos a entender; la fe
es cosa de la voluntad, es movimiento del ánimo hacia una verdad práctica,
hacia una persona, hacia algo que nos hace vivir y no tan sólo comprender
la vida {N-20} .
La fe nos hace vivir mostrándonos que la vida, aunque dependa de la
razón, tiene en otra parte su manantial y su fuerza, en algo sobrenatural
y maravilloso. Un espíritu singularmente equilibrado y muy nutrido de
ciencia, el del matemático Cournot, dijo ya que es la tendencia a lo
sobrenatural y lo maravilloso lo que da vida, y que a falta de eso, todas
las especulaciones de la razón, no vienen a parar sino a la aflicción de
espíritu (Traité de d'enchainement des idées fondamentales dans les
sciences et dans l'histoire, §
329). Y es que queremos vivir.
Mas, aunque decimos que la fe es cosa de la voluntad, mejor sería acaso
decir que es la voluntad misma, la voluntad de no morir, o más bien otra
potencia anímica disinta de la inteligencia, de la voluntad y del
sentimiento. Tendríamos, pues, el sentir, el conocer; el querer y el
creer, o sea crear. Porque ni el sentimiento, ni la inteligencia, ni la
voluntad crean, sino que se ejercen sobre la materia dada ya, sobre
materia dada por la fe. La fe es el poder creador del hombre. Pero como
tiene más íntima relación con la voluntad que con cualquiera otra de las
potencias, la presentamos en forma volitiva. Adviértase, sin embargo, cómo
querer creer, es decir, querer crear, no es precisamente creer o crear,
aunque sí es comienzo de ello.
La fe es, pues, si no potencia creativa, flor de la volunad, y su
oficio crear. La fe crea, en cierto modo, su objeto. Y la fe en Dios
consiste en crear a Dios y como es Dios el que nos da la fe en Él, es Dios
el que se está creando a sí mismo de continuo en nosotros. Por lo que dijo
san Agustín: «Te buscaré, Señor, invocándote, y te invocaré creyendo en
Ti. Te invoca, Señor, mi fe, la fe que me dice, que me inspiraste con la
humanidad de tu Hijo, por el misterio de tu predicador» (Confesiones,
lib. I, cap. I). El poder de crear un Dios a nuestra imagen y
semejanza, de personalizar el Universo, no significa otra cosa sino que
llevamos a Dios dentro, como sustancia de lo que esperamos, y que Dios nos
está de continuo creando a su imagen y semejanza.
Y se crea a Dios, es decir, se crea Dios a sí mismo en nosotros por la
compasión, por el amor. Creer en Dios es amarle y tenerle con amor, y se
empieza por amarle aun antes de conocerle, y amándole es como se acaba por
verle y descubrirle en todo.
Los que dicen creer en Dios, y ni le aman ni le temen, no creen en Él,
sino en aquellos que les han enseñado que Dios existe, los cuales, a su
vez con harta frecuencia, tampoco creen en Él. Los que sin pasión de
ánimo, sin congoja, sin incertidumbre, sin duda, sin la desesperación en
el consuelo, creen creer en Dios, no creen sino en la idea de Dios, mas no
en Dios mismo. Y así como se cree en Él por amor, puede también creerse
por temor, y hasta por odio, como creía en Él aquel ladrón Vanni Fucci, a
quien el Dante hace insultarle con torpes gestos desde el Infierno (Inf.,
XXV, I, 3). Que también los demonios creen en Dios y muchos ateos.
¿:No es acaso una manera de creer en Él esa furia con que le niegan y
hasta le insultan los que no quieren que le haya, ya que no logran creer
en Él? Quieren que exista como lo quieren los creyentes; pero siendo
hombres débiles y pasivos o malvados, en quienes la razón puede más que la
voluntad, se sienten arrastrados por aquella, bien a su íntimo pesar, y se
desesperan y niegan por desesperación, y al negar, afirman y creen lo que
niegan, y Dios se revela en ellos, afirmándose por la negación de sí
mismo.
Mas a todo esto se me dirá que enseñar que el tal objeto no lo es sino
para la fe, que carece de realidad objeiva fuera de la fe misma; como por
otra parte, sostener que le hace falta la fe para contener o para consolar
al pueblo, es declarar ilusorio el objetivo de la fe. Y lo cierto es que
creer en Dios es hoy, ante todo y sobre todo, para los creyentes
intelectuales, querer que Dios exista. Querer que exista Dios, y
conducirse y sentir como si existiera. Y por este cambio de querer su
existencia, y obrar conforme a tal deseo, es como creamos a Dios, esto es,
como Dios se crea en nosotros, como se nos manifiesta, se abre y se revela
a nosotros. Porque Dios sale al encuentro de quien le busca con amor y por
amor, y se hurta de quien le inquiere por fría razón, no amoroso. Quiere
Dios que el corazón descanse, pero que no descanse la cabeza, ya que en la
vida física duerme y descansa a veces la cabeza, y vela y trabaja arreo el
corazón. Y así, la ciencia sin amor nos aparta de Dios, y el amor, aun sin
ciencia y acaso mejor sin ella, nos lleva a Dios; y por Dios a la
sabiduría. ¡Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a
Dios!
Y si se me preguntara cómo creo en Dios, es decir, cómo Dios se crea en
mí mismo y se me revela, tendré acaso que hacer sonreír, reír o
escandalizarse tal vez al que se lo diga.
Creo en Dios como creo en mis amigos, por sentir el aliento de su
cariño y su mano invisible e intangible que me trae y me lleva y me
estruja, por tener íntima conciencia de una providencia particular y de
una mente universal que me traba mi propio destino. Y el concepto de la
ley -¡concepto al cabo!- nada me dice ni me enseña.
Una y otra vez durante mi vida heme visto en trance de suspensión sobre
el abismo; una y otra vez heme enconrado sobre encrucijadas en que se me
abría un haz de senderos, tomando uno de los cuales renunciaba a los
demás, pues que los caminos de la vida son irreversibles, y una vez y otra
vez en tales únicos momentos he sentido el empuje de una fuerza consciente
soberana y amorosa. Y ábresele a uno la senda del Señor.
Puede uno sentir que el Universo le llama y le guía como una persona a
otra, oír en su interior su voz sin palabras que le dice: ¡Ve y predica a
los pueblos todos! ¿:Cómo sabéis que un hombre que se os está delante tiene
una conciencia como vosotros, y que también la tiene, más o menos oscura
un animal y no una piedra? Por la manera como el hombre, a modo de hombre,
a vuestra semejanza, se conduce con vosotros, y la manera como la piedra
no se conduce para con vosotros, sino que sufre vuestra conducta. Pues así
es como creo que el Universo tiene una cierta conciencia como yo, por la
manera como se conduce conmigo humanamente, y siento que una personalidad
me envuelve.
Ahí está una masa informe; parece una especie de animal, no se le
distinguen miembros; sólo veo dos ojos, y ojos que me miran con mirada
humana, de semejante, mirada que me pide compasión, y oigo que respira. Y
concluyo que en aquella masa informe hay una conciencia. Y así, y no de
otro modo, mira al creyente el cielo estrellado, con mirada sobrehumana,
divina, que le pide suprema compasión y amor supremo y oye en la noche
serena la respiración de Dios que le toca el cogollo del corazón, y se
revela a él. Es el Universo que vive, ama y pide amor.
De amar estas cosillas de tomo que se nos van como se nos vinieron sin
tenernos apego alguno, pasamos a amar las cosas más permanentes y que no
pueden agarrarse con las manos; de amar los bienes pasamos a amar el Bien;
de las cosas bellas, a la Belleza; de lo verdadero, a la Verdad; de amar
los goces, a amar la Felicidad, y, por úlimo, a amar al Amor. Se sale uno
de sí mismo para adenrarse más en su Yo supremo; la conciencia individual
se nos sale a sumergirse en la Conciencia total de que forma parte, pero
sin disolverse en ella. Y Dios no es sino el Amor que surge del dolor
universal y se hace conciencia.
Aun esto, se dirá, es moverse en un cerco de hierro, y tal Dios no es
objetivo. Y aquí convendría darle a la razón su parte y examinar qué sea
eso de que algo existe, es objetivo.
¿:Qué es, en efecto, existir, y cuándo decimos que una cosa existe?
Existir es ponerse algo de tal modo fuera de nosotros, que precediera a
nuestra percepción de ello y pueda subsistir fuera cuando desaparezcamos.
¿:Y estoy acaso seguro de que algo me precediera o de que algo me ha de
sobrevivir? ¿:Puede mi conciencia saber que hay algo fuera de ella? Cuanto
conozco o puedo conocer está en mi conciencia. No nos enredemos, pues, en
el insoluble problema de otra objetividad de nuestras percepciones, sino
que existe cuanto obra, y existir es obrar.
Y aquí volverá a decirse que no es Dios, sino la idea de Dios, la que
obra en nosotros. Y diremos que Dios por su idea, y más bien muchas veces
por sí mismo. Y volverán a redargÜimos pidiéndonos pruebas de la verdad
objetiva de la existencia de Dios, pues que pedimos señales. Y tendremos
que preguntar por Pilato: ¿:qué es la verdad?
Así preguntó, en efecto, y sin esperar respuesta, volvió a lavarse las
manos para sincerarse de haber dejado condenar a muerte al Cristo. Y así
preguntan muchos ¿:qué es verdad?, sin ánimo alguno de recibir respuesta, y
sólo para volver a lavarse las manos del crimen de haber conribuido a
matar a Dios de la propia conciencia o de las conciencias ajenas.
¿:Qué es verdad? Dos clases hay de verdad, la lógica u objetiva, cuyo
contrario es el error, y la moral o subjetiva a que se opone la mentira. Y
ya en otro ensayo he tratado de demostrar cómo el error es hijo de la
mentira {N-21} .
La verdad moral, camino para llegar a la otra, también moral, nos
enseña a cultivar la ciencia, que es ante todo y sobre todo una escuela de
sinceridad y de humildad. La ciencia nos enseña, en efecto, a someter
nuestra razón a la verdad y a conocer y a juzgar las cosas como ellas son;
es decir, como ellas quieren ser, y no como nosotros queremos que ellas
sean. En una investigación religiosamente científica, son los datos mismos
de la realidad, son las percepciones que del mundo recibimos las que en
nuestra mente llegan a formularse en ley, y no somos nosotros los que en
nosotros hacen matemáticas. Y es la ciencia la más recogida escuela de
resignación y de humildad, pues nos enseña a doblegarnos ante el hecho, al
parecer, más menudo. Y es pórtico de la religión: pero dentro de esta, su
función acaba.
Y es que así como hay verdad lógica a que se opone el error y verdad
moral a que se opone la mentira, hay también verdad estética o
verosimilitud a que se opone el disparate,y verdad religiosa, o de
esperanza, a que se opone la inquietud de la desesperanza absoluta. Pues
ni la verosimilitud estética, la de lo que cabe expresar con sentido, es
la verdad lógica, la de lo que se demuestra con razones, ni la verdad
religiosa, la de la fe, la sustancia de lo que se espera, equivale a la
verdad moral, sino que se le sobrepone. El que afirma su fe a base de
incertidumbre, no miente ni puede mentir.
Y no sólo no se cree con la razón ni aún sobre la razón o por debajo de
ella, sino que se cree contra la razón. La fe religiosa, habrá que decirlo
una vez más, no es ya tan sólo irracional, es contrarracional. «La poesía
es la ilusión antes del conocimiento; la religiosidad, la ilusión después
del conocimiento. La poesía y la religiosidad suprimen al vaudeville
de la mundana sabiduría del vivir. Todo individuo que no vive o
poética o religiosamente es tonto.» Así nos dice Kierkegaard
(Afsluttende uvidenskabelig Efterskrift, cap. 4 secc. 11, A §
2),
el mismo que nos dice también que el cristianismo es una salida
desesperada. Y así es, pero sólo mediante la desesperación de esta salida
podemos llegar a la esperanza, a esa esperanza cuya ilusión vitalizadora
sobrepuja a todo conocimiento racional, diciéndonos que hay siempre algo
irreductible a la razón. Y de esta, de la razón, puede decirse lo que del
Cristo, y es que quien no está con ella, está contra ella. Lo que no es
racional, es contrarracional, Y así es la esperanza.
Por todo este camino llegamos siempre a la esperanza. El misterio del
amor, que lo es de dolor, tiene una forma misteriosa, que es el tiempo.
Atamos el ayer al mañana con eslabones de ansia, y no es el ahora, en
rigor, otra cosa que el esfuerzo del antes por hacerse después; no es el
presente, sino el empeño del pasado por hacerse porvenir. El ahora, es un
punto que no bien pronunciado se disipa, y, sin embargo, en ese punto está
la eternidad toda, sustancia del tiempo.
Cuanto ha sido no puede ser ya sino como fue, y cuanto es no puede ser
sino como es; lo posible queda siempre relegado a lo venidero, único reino
de libertad y en que la imaginación, potencia creadora y libertadora,
carne de la fe, se mueve a sus anchas.
El amor mira y tiende siempre al porvenir, pues que su obra es la obra
de nuestra perpetuación; lo propio del amor, el esperar, y sólo de
esperanzas se mantiene. Y así que el amor ve realizado su anhelo, se
entristece y descubre al punto que no es su fin propio aquello a que
tendía, y que no se lo puso Dios sino como señuelo para moverle a la obra;
que su fin está más allá, y emprende de nuevo tras él su afanosa carrera
de engaños y desengaños por la vida. Y va haciendo recuerdos de sus
esperanzas fallidas, y saca de esos recuerdos nuevas esperanzas. La
cantera de las divisiones de nuestro porvenir está en los soterraños de
nuestra memoria; con recuerdos nos fragua la imaginación esperanzas. Y es
la humanidad como una moza henchida de anhelos, hambrienta de vida y
sedienta de amor, que teje sus días con ensueños, y espera, espera
siempre, espera sin cesar al amador eterno, que por esarle destinado desde
antes de antes, desde mucho más atrás de sus remotos recuerdos, desde
allende la cuna hacia el pasado, ha de vivir con ella y para ella, después
de después, hasta mucho más allá de sus remotas esperanzas, hasta allende
la tumba, hacia el porvenir. Y el deseo más caritativo para con esta pobre
enamorada es, como para con la moza que espera siempre a su amado, que las
dulces esperanzas de la primavera de su vida se le conviertan, en el
invierno de ella, en recuerdos más dulces todavía y recuerdos
engendradores de esperanzas nuevas. ¡Qué jugo de apacible felicidad, de
resignación al destino debe dar en los días de nuestro sol más breve el
recordar esperanzas que no se han realizado aún, y que por no haberse
realizado conservan su pureza!
El amor espera, espera siempre sin cansarse nunca de esperar, y el amor
a Dios, nuestra fe en Dios, es ante todo, esperanza en Él. Porque Dios no
muere, y quien espera en Dios, vivirá siempre. Y es nuestra esperanza
fundamental, la raíz, y tronco de nuestras esperanzas todas, la esperanza
de la vida eterna.
Y si es la fe la sustancia de la esperanza, esta es a su vez la forma
de la fe. La fe antes de darnos esperanza es una fe informe, vaga,
caótica, potencial; no es sino la posibilidad de creer, anhelo de creer.
Mas hay que creer en algo, y se cree en lo que se espera, se cree en la
esperanza. Se recuerda el pasado, se conoce el presente, sólo se cree en
el porvenir. Creer lo que no vimos es creer lo que veremos. La fe es,
pues, lo repito, fe en la esperanza; creemos lo que esperamos.
El amor nos hace creer en Dios, en quien esperamos, y de quien
esperamos la vida futura; el amor nos hace creer en lo que el ensueño de
la esperanza nos crea.
La fe es nuestro anhelo a lo eterno, a Dios, y la esperanza es el
anhelo de Dios, de lo eterno, de nuestra divinidad, que viene al encuentro
de aquella y nos eleva. El hombre aspira a Dios por la fe, y le dice:
«Creo, ¡dame, señor, en qué creer!» Y Dios, su divinidad, le manda la
esperanza en otra vida para que crea en ella. La esperanza es el premio a
la fe. Sólo el que cree espera la verdad, y sólo el que de la verdad
espera, cree. No creemos sino lo que esperamos, ni esperamos lo que
creemos.
Fue la esperanza la que llamó a Dios Padre, y es ella la que sigue
dándole ese nombre preñado de consuelo y de misterio. El padre nos dio la
vida y nos da el pan para mantenerla, y al padre pedimos que nos la
conserve. Y si el Cristo fue el que a corazón más lleno y a boca más pura
llamó Padre a su Padre y nuestro, si el sentimiento cristiano se encumbra
en el sentimiento de la paternidad de Dios, es porque en el Cristo sublimó
el linaje humano su hambre de eternidad.
Se dirá tal vez que este anhelo de la fe, que esta esperanza es, más
que otra cosa, un sentimiento estético. Lo informa también acaso, pero sin
satisfacerle del todo.
En el arte, en efecto, buscamos un remedo de eternización. Si en lo
bello se aquieta un momento el espíritu, y descansa y se alivia, ya que no
se le cura la congoja, es por ser lo bello revelación de lo eterno, de lo
divino de las cosas, y la belleza no es sino la perpetuación de la
momentaneidad. Que así como la verdad es el fin del conocimiento racional,
así la belleza es el fin de la esperanza, acaso irracional en su
fondo.
Nada se pierde, nada pasa del todo, pues que todo se perpetúa de una
manera o de otra, y todo, luego de pasar por el tiempo, vuelve a la
eternidad. Tiene el mundo temporal raíces en la eternidad, y allí está
junto al ayer con el hoy y el mañana. Ante nosotros pasan las escenas como
en un cinematógrafo, pero la cinta permanece una y enera más allá del
tiempo.
Dicen los físicos que no se pierde un solo pedacito de materia ni un
solo golpecito de fuerza, sino que uno y otro se transforman y transmiten
persistiendo. ¿:Y es que se pierde acaso forma alguna, por huidera que sea?
Hay que creer -¡creerlo y esperarlo!- que tampoco, que en alguna parte
quede archivada y perpetuada, que hay un espejo de eternidad en que se
suman, sin perderse unas en otras, las imágenes todas que desfilan por el
tiempo. Toda impresión que me llegue queda en mi cerebro almacenada,
aunque sea tan hondo o con tan poca fuerza que se hunda en lo profundo de
mi subconsciencia; pero desde allí anima mi vida, y si mi espíritu todo,
si el contenido total de mi alma se me hiciera consciente, resurgirían
todas las fugitivas impresiones olvidadas no bien percibidas, y aun las
que se me pasaron inadvertidas. Llevo dentro de mí todo cuanto ante mí
desfiló y conmigo lo perpetúo, y acaso va todo ello en mis gérmenes, y
viven en mis antepasados todos por entero, y vivirán, juntamente conmigo,
en mis descendientes. Y voy yo tal vez, todo yo, con todo este mi
universo, en cada una de mis obras, o por los menos va en ellas lo
esencial de mí, lo que me hace ser yo, mi esencia individual.
Y esta esencia individual de cada cosa, esto que la hace ser ella y no
otra, ¿:cómo se nos revela sino como belleza? ¿:Qué es la belleza de algo
sino es su fondo eterno, lo que une su pasado con su porvenir, lo que de
ello reposa y queda en las entrañas de la eternidad? ¿:O qué es más bien
sino la revelación de su divinidad?
Y esta belleza, que es la raíz de eternidad, se nos revela por el amor,
y es la más grande revelación del amor de Dios y la señal de que hemos de
vencer al tiempo. El amor es quien nos revela lo eterno nuestro y de
nuestros prójimos.
¿:Es lo bello, lo eterno de las cosas, lo que despierta y enciende
nuestro amor a ellas, o es nuestro amor a las cosas lo que nos revela lo
bello, lo eterno de ellas? ¿:No es acaso la belleza una creación del amor,
lo mismo que el mundo sensible lo es del instinto de conservación y el
supersensible del de perpetuación y en el mismo sentido? ¿:No es la
belleza, y la eternidad con ella, una creación del amor? «Nuestro hombre
exterior -escribe el Apósol, 11 Cor., IV, 16- se va desgastando, pero el
interior se renueva de día en día.» El hombre de las apariencias que pasan
se desgasta, y con ellas pasa; pero el hombre de la realidad queda y
crece. «Porque lo que al presente es momentáneo y leve en nuestra
tribulación, nos da un peso de gloria sobremanera alto y eterno» (vers.
17). Nuestro dolor nos da congoja, y la congoja, al estallar de la
plenitud de sí misma, nos parece consuelo. «No mirando nosotros a las
cosas que se ven, sino a las que no se ven; porque las coas que se ven son
temporales, mas las que no se ven son eternas» (vers. 18).
Este dolor da esperanzas, que es lo bello de la vida, la suprema
belleza, o sea, el supremo consuelo. Y como el amor es dolor, es compasión
y no es sino el consuelo temporal que esta se busca. Trágico consuelo. Y
la suprema belleza es la de la tragedia. Acongojados al sentir que todo
pasa, que pasamos nosotros, que pasa lo nuestro, que pasa cuanto nos
rodea, la congoja misma nos revela el consuelo de lo que no pasa, de lo
eterno, de lo hermoso.
Y esta hermosura así revelada, esta perpetuación de la momentaneidad,
sólo se realiza prácticamente, sólo vive por obra de la caridad. La
esperanza en la acción es la caridad, así como la belleza en acción es el
bien.
La raíz de la caridad que eterniza cuanto ama y nos saca la belleza en
ello oculta, dándonos el bien, es el amor a Dios, o si se quiere, la
caridad hacia Dios, la compasión a Dios. El amor, la compasión, lo
personaliza todo, dijimos; al descubrir el sufrimiento en todo y
personalizándolo todo, personaliza también el Universo mismo, que también
sufre, y nos descubre a Dios. Porque Dios se nos revela porque sufre y
porque sufrimos; -porque sufre exige nuestro amor, y porque sufrimos nos
da el suyo y cubre nuestra congoja con la congoja eterna e infinita.
Este fue el escándalo del cristianismo entre judíos y helenos, entre
fariseos y estoicos, y este, que fue su escándalo, el escándalo de la
cruz, sigue siéndolo y lo seguirá aún entre cristianos; el de un Dios que
se hace hombre para padecer y morir y resucitar por haber padecido y
muerto, el de un Dios que sufre y muere. Y esta verdad de que Dios padece,
ante la que se sienten aterrados los hombres, es la revelación de las
entrañas mismas del Universo y de su misterio, la que nos reveló al enviar
a su Hijo a que nos redimiese sufriendo y muriendo. Fue la revelación de
lo divino del dolor, pues sólo es divino lo que sufre.
Y los hombres hicieron dios al Cristo, que padeció, y descubrieron por
él la eterna esencia de un Dios vivo, humano, esto es, que sufre -sólo no
sufre lo muerto, lo inhumano-, que ama, que tiene sed de amor, de
compasión, que es persona. Quien no conozca al Hijo jamás conocerá al
Padre, y al Padre sólo por el Hijo se le conoce; quien no conozca al Hijo
del hombre, que sufre congojas de sangre y desgarramientos del corazón,
que vive con el alma triste hasta la muerte, que sufre dolor que mata y
resucita, no conocerá al Padre ni sabrá del Dios paciente.
El que no sufre, y no sufre porque no vive, es ese lógico y
congeladoens realissimum, es el primum movens, es esa
entidad impasible y por impasible no más que pura idea. La categoría no
sufre, pero tampoco vive ni existe como persona. ¿:Y cómo va a fluir y
vivir el mundo desde una idea impasible? No sería sino idea del mundo
mismo. Pero el mundo sufre, y el sufrimiento es sentir la carne de la
realidad, es sentirse de bulto y de tomo el espíritu, es tocarse a sí
mismo, es la realidad inmediata.
El dolor es la sustancia de la vida y la raíz de la personalidad, pues
sólo sufriendo se es persona. Y es universal, y lo que a los seres todos
nos une es el dolor, la sangre universal o divina que por todos circula.
Eso que llamamos voluntad, ¿:qué es sino dolor?
Y tiene el dolor sus grados, según se adentra; desde aquel dolor que
flota en el mar de las apariencias, hasta la eterna congoja, la fuente del
sentimiento trágico de la vida, que va a posarse en lo hondo de lo eterno,
y allí despierta el consuelo; desde aquel dolor físico que nos hace
retroceder el cuerpo hasta la congoja religiosa, que nos hace acostarnos
en el seno de Dios y recibir allí el riego de sus lágrimas divinas.
La congoja es algo mucho más hondo, más íntimo y más espiritual que el
dolor. Suele uno sentirse acongojado hasta en medio de eso que llamamos
felicidad y por la felicidad misma, a la que no se resigna y ante la cual
tiembla. Los hombres felices que se resignan a su aparente dicha, a una
dicha pasajera, creeríase que son hombres sin sustancia, o, por lo menos,
que no la han descubierto en sí, que no se la han tocado. Tales hombres
suelen ser impotentes para amar y ser amados, y viven, en su fondo, sin
pena ni gloria.
No hay verdadero amor sino en el dolor, y en este mundo hay que escoger
o el amor, que es el dolor, o la dicha. Y el amor no nos lleva a otra
dicha que a las del amor mismo, y su trágico consuelo de esperanza
incierta. Desde el momento en que el amor se hace dichoso, se saisface, ya
no desea y ya no es amor. Los satisfechos, los felices, no aman;
aduérmense en la costumbre, rayana en el anonadamiento. Acostumbrarse es
ya empezar a no ser. El hombre es tanto más hombre, esto es, tanto más
divino, cuanto más capacidad para el sufrimiento, o mejor dicho, para la
congoja, tiene.
Al venir al mundo, dásenos a escoger entre el amor y la dicha, y
queremos -ipobrecillos!- uno y otra: la dicha de amar y el amor de la
dicha. Pero debemos pedir que se nos dé amor y no dicha, que no se nos
deje adormecernos en la costumbre, pues podríamos dormirnos del todo, y,
sin despertar, perder conciencia para no recobrarla. Hay que pedir a Dios
que se sienta uno en sí mismo, en su dolor.
¿:Qué es el Hado, qué la Fatalidad, sino la hermandad del amor y el
dolor, y ese terrible misterio de que, tendiendo el amor a la dicha, así
que la toca se muere, y se muere la verdadera dicha con él? El amor y el
dolor se engendran mutuamente, y el amor es caridad y compasión, y amor
que no es caritativo no es tal amor. Es el amor, en fin, la desesperación
resignada.
Eso que llaman los matemáticos un problema de máximos y mínimos, lo que
también se llama ley de economía, es la fórmula de todo movimiento
existencial, esto es, pasional. En mecánica material y en la social, en
industria y economía política, todo el problema se reduce a lograr el
mayor resultado útil posible con el menor posible esfuerzo, lo más de
ingresos con lo menos de gastos, lo más de placeres con lo menos de
dolores. Y la fórmula, terrible, trágica, de la vida íntima espiritual,
es: o lograr lo más de dicha con lo menos de amor o lo más de amor con lo
menos de dicha. Y hay que escoger entre una y otra cosa. Y estar seguro de
que quien se acerque al infinito del amor, al amor infinito, se acerca al
cero de la dicha, a la suprema congoja. Y en tocando a este cero, se está
fuera de la miseria que mata. «No seas y podrás más que todo lo que es»,
dice el maestro fray Juan de los Angeles en uno de sus Diálogos de la
conquista del reino de Dios (Diál.III, 8).
Y hay algo más congojoso que el sufrir.
Esperaba aquel hombre, al recibir el temido golpe, haber de sufrir tan
reciamente como hasta sucumbir al sufrimiento, y el golpe le vino encima y
apenas si sintió dolor; pero luego, vuelto en sí, al sentirse insensible,
se sobrecogió de espanto, de un trágico espanto, del más espantoso, y
gritó ahogándose en angustia: «¡Es que no existo!» ¿:Qué te aterraría más:
sentir un dolor que te privase de sentido al atravesarte las entrañas con
un hierro candente, o ver que te las atravesaban así, sin sentir dolor
alguno? ¿:No has sentido nunca el espanto, el horrendo espanto, de sentirte
sin lágrimas y sin dolor? el dolor nos dice que existimos, el dolor nos
dice que existen aquellos que amamos; el dolor nos dice que existe y que
sufre Dios; pero es el dolor de la congoja, de la congoja de sobrevivir y
ser eternos. La congoja nos descubre a Dios y nos hace quererle.
Creer en Dios es amarle, y amarle es sentirle sufriente,
compadecerle.
Acaso parezca blasfemia esto de que Dios sufre, pues el sufrimiento
implica limitación. Y, sin embargo, Dios, la conciencia del Universo, está
limitado por la materia bruta en que vive, por lo inconsciente, de que
trata de libertarse y de libertarnos. Y nosotros, a nuestra vez, debemos
de tratar de libertarle de ella. Dios sufre en todos y en cada uno de
nosotros; en todas y en cada una de las conciencias, presa de la materia
pasajera, y todos sufrimos en Él. La congoja religiosa no es sino el
divino sufrimiento, sentir que Dios sufre en mí, y que yo sufro en Él.
El dolor universal es la congoja de todo por ser todo lo demás sin
poder conseguirlo, de ser cada uno el que es, siendo a la vez todo lo que
no es, y siéndolo por siempre. La esencia de no ser no es sólo un empeño
en persistir por siempre, como nos enseñó Spinoza, sino, además el empeño
por universalizarse; es el hambre y sed de eternidad y de infinitud. Todo
ser creado tiende no sólo a conservarse en sí, sino a perpetuarse, y
además a invadir a todos los otros, a ser los otros sin dejar de ser él, a
ensanchar sus linderos al infinito, pero sin romperlos. No quiere romper
sus muros y dejarlos todos en tierra llana, comunal, indefensa,
confundiéndose y perdiendo su individualidad, sino que quiere llevar sus
muros a los extremos de lo creado y abarcarlo todo dentro de ellos. Quiere
el máximo de individualidad con el máximo también de personalidad, aspira
a que el Universo sea él, a Dios.
Y ese vasto yo dentro del cual quiere cada yo meter al Universo, ¿:qué
es sino Dios? Y por aspirar a Él le amo, y esa mi aspiración a Dios es mi
amor a Él, y como yo sufro por ser Él, también Él sufre por ser yo y cada
uno de nosotros.
Bien sé que a pesar de mi advertencia, de que se trata aquí de dar
forma lógica a un sistema de sentimientos alógicos, seguirá más de un
lector escandalizándose de que le hable de un Dios paciente, que sufre, y
de que aplique a Dios mismo en cuanto a Dios, la pasión de Cristo. El Dios
de la teología llamada racional excluye, en efecto, todo sufrimiento. Y el
lector pensará que esto del sufrimiento no puede tener sino un valor
metafórico aplicado a Dios, como le tiene, dicen, cuando el Antiguo
Tesamento nos habla de pasiones humanas del Dios de Israel. Pues no caben
cólera, ira y venganza sin sufrimiento. Y por lo que hace que sufra atado
a la materia, se me diría, con Plotino (Eneada segunda, IX, 7),
que el alma del todo no puede estar atada, por aquello mismo -que son los
cuerpos o la materia- que está por ella atado.
En esto va incluso el problema todo del origen del mal, tanto del mal
de culpa como del mal de pena, pues si Dios no sufre, hace sufrir, y si no
es su vida, pues que Dios vive, un ir haciéndose conciencia total cada vez
más llena, es decir, cada vez más Dios, es un ir llevando las cosas todas
hacia sí, un ir dándose a todo, un hacer que la conciencia del todo que es
Él mismo, hasta llegar a ser Él todo en todos závaa év zúaa según la
expresión de san Pablo, el primer místico cristiano. Mas de esto, en el
próximo ensayo sobre la apocatástasis o unión beatífica.
Por ahora, digamos que una formidable corriente de dolor empuja a unos
seres hacia otros, y les hace amarse y buscarse, y tratar de completarse,
y de ser cada uno él mismo y los otros a la vez. En Dios vive todo, y en
su padecimiento padece todo, y al amar a Dios amamos en Él a las
criaturas, así como al amar a las criaturas y compadecerles, amamos en
ellas y compadecemos a Dios. El alma de cada uno de nosotros no será libre
mientras haya algo esclavo en este mundo de Dios, ni Dios tampoco, que
vive en el alma de cada uno de nosotros, será libre mienras no sea libre
nuestra alma.
Y lo más inmediato es sentir y amar mi propia miseria, mi congoja,
compadecerme de mí mismo, tenerme a mí mismo amor. Y esta compasión,
cuando es viva y superabundante, se vierte de mí a los demás, y del exceso
de mi compasión propia, compadezco a mis prójimos. La miseria propia es
tanta, que la compasión que hacia mí mismo me despierta se me desborda
pronto, revelándome la miseria universal.
Y la caridad, ¿:qué es sino un desbordamiento de compasión? ¿:Qué es sino
dolor reflejado, que sobrepasa y se vierte a compadecer los males ajenos y
ejercer caridad?
Cuando el colmo de nuestro compadecimiento nos trae a la conciencia de
Dios en nosotros, nos llena tan grande congoja por la miseria divina
derramada en todo, que tenemos que verterla fuera, y lo hacemos en forma
de caridad. Y al así verterla, sentimos alivio y la dulzura dolorosa del
bien. Es lo que llamó «dolor sabroso» la mística doctora Teresa de Jesús,
que de amores dolorosos sabía. Es como el que contempla algo hermoso y
siente la necesidad de hacer partícipes de ello a los demás. Porque el
impulso a la producción, en que consiste la caridad, es obra de amor
doloroso.
Sentimos, en efecto, una satisfacción en hacer el bien cuando el bien
nos sobra, cuando estamos henchidos de compasión, y estamos henchidos de
ella cuando Dios, llenándonos el alma, nos da la dolorosa sensación de la
vida universal, del universal anhelo a la divinización eterna. Y es que no
estamos en el mundo puestos nada más junto a los otros, sin raíz común con
ellos, ni nos es su suerte indiferente, sino que nos duele su dolor, nos
acongojamos con su congoja, y sentimos nuestra comunidad de origen y de
dolor aun sin conocerla. Son el dolor, y la compasión que de él nace, los
que nos revelan la hermandad de cuanto de vivo y más o menos consciente
existe. «Hermano lobo», llamaba san Francisco de Asís al pobre lobo que
siente dolorosa hambre de ovejas, y acaso el dolor de tener que
devorarlas, y esa hermandad nos revela la paernidad de dios, que Dios es
Padre y existe. Y como Padre ampara nuestra común miseria.
Es, pues, la caridad el impulso a libertarse y a libertar a todos mis
prójimos del dolor y a libertar a Dios que nos abarca a todos.
Es el dolor algo espiritual y la revelación más inmediata de la
conciencia, que acaso no se nos dio el cuerpo sino para dar ocasión a que
el dolor se manifestase. Quien no hubiese nunca sufrido, poco o mucho, no
tendría conciencia de sí. El primer llanto del hombre al nacer es cuando
entrándole el aire en el pecho y limitándole, parece como que le dice:
¡tienes que respirarme para poder vivir!
El mundo material o sensible, el que nos crean los senidos, hemos de
creer con la fe, enseñe lo que nos enseñare la razón, que no existe sino
para encarnar y sustentar al otro mundo, al mundo espiritual o imaginable,
al que la imaginación nos crea. La conciencia tiende a ser más conciencia
cada vez, a concientizarse, a tener conciencia plena de toda ella misma,
de su contenido todo. En las profundidades de nuestro propio cuerpo, en
los animales, en las plantas, en las rocas, en todo lo vivo, en el
Universo todo, hemos de creer con la fe, enseñe lo que nos enseñare la
razón, que hay un espíritu que lucha por conocerse, por cobrar conciencia
de sí, por serse -pues serse es conocerse-, por ser espíritu puro, y como
sólo puede lograrlo mediante el cuerpo, mediante la materia, la crea y de
ella se sirve a la vez que de ella quede preso. Sólo puede verse uno la
cara retratada en un espejo, pero del espejo en que se ve queda preso para
verse, y se ve en él tal y como el espejo le deforma, y si el espejo se le
rompe, rómpesele su imagen, y si se le empaña, empáñasele.
Hállase el espíritu limitado por la materia en que tiene que vivir y
cobrar conciencia de sí, de la misma manera que está el pensamiento
limitado por la palabra, que es su cuerpo social. Sin materia no hay
espíritu, pero la materia hace sufrir al espíritu limitándolo. Y no es el
dolor, sino el obstáculo que la materia pone al espíritu, es el choque de
la conciencia con lo inconciente.
Es el dolor, en efecto, la barrera que la inconciencia, o sea la
materia, pone a la conciencia, al espíritu; es la resistencia a la
voluntad, el límite que el Universo visible pone a Dios, es el muro con
que toca la conciencia al querer ensancharse a costa de la inconciencia,
es la resistencia que esta última pone a concientizarse.
Aunque lo creamos por autoridad, no sabemos tener corazón, estómago o
pulmones mientras no nos duelen, oprimen o angustian. Es el dolor físico,
o siquiera la molestia, lo que nos revela la existencia de nuestras
propias entrañas. Y así ocurre también con el dolor espiritual, con la
angustia, pues no nos damos cuenta de tener alma hasta que esta nos
duele.
Es la congoja lo que hace que la conciencia vuelva sobre sí. El no
acongojado conoce lo que hace y lo que piensa, pero no conoce de veras que
lo hace y lo piensa. Piensa, pero no piensa, y sus pensamientos son como
si no fuesen suyos. Ni él es tampoco de sí mismo. Y es que sólo por la
congoja, por la pasión de no morir nunca, se adueña de sí mismo un
espíritu humano.
El dolor, que es un deshacimiento, nos hace descubrir nuestras
entrañas, y en el deshacimiento supremo, el de la muerte, llegaremos por
el dolor del anonadamiento a las entrañas de nuestras entrañas temporales,
a Dios, a quien en la congoja espiritual respiramos y aprendemos a
amar.
Es así como hay que creer con la fe, enséñenos lo que nos enseñare la
razón.
El origen del mal no es, como ya de antiguo lo han visto muchos, sino
eso que por otro nombre se llama inercía de la materia, y en el espíritu
pereza. Y por algo se dijo que la pereza es la madre de todos los vicios.
Sin olvidar que la suprema pereza es la de no anhelar locamente la
inmortalidad.
La conciencia, el ansia de más y más, cada vez más, el hambre de
eternidad y sed de infinitud, las ganas de Dios, jamás se satisfacen; cada
conciencia quiere ser ella y ser todas las demás sin dejar de ser ella,
quiere ser Dios. Y la materia, la conciencia, tiende a ser menos, cada vez
menos; a no ser nada, siendo la suya una sed de reposo. El espíritu dice:
¡quiero ser!, y la materia le responde: ¡no lo quiero!
Y en el orden de la vida humana el individuo, movido por el mero
instinto de conservación, creador del mundo material, tendería a la
destrucción, a la nada, si no fuese por la sociedad que, dándole el
instinto de perpetuación, creador del mundo espiritual, le lleva y empuja
al todo, a inmortalizarse. Y todo lo que el hombre hace como mero
individuo, frente a la sociedad, por conservarse aunque sea a costa de
ella, es malo, y es bueno cuanto hace como persona social, por la sociedad
en que él se incluye, por perpetuarse en ella y perpetuarla. Y muchos que
parecen grandes egoístas y que todo lo atropellan por llevar a cabo su
obra, no son sino almas encendidas de caridad y rebosantes de ella, porque
su yo mezquino lo someten y soyugan al yo social que tiene una misión que
cumplir.
El que ata la obra del amor, de la espiritualización de la liberación,
a formas transitorias e individuales, crucifica a Dios en la materia;
crucifica a Dios en la materia todo el que hace servir el ideal a sus
intereses temporales o a su gloria mundana. Y el tal es un deicida.
La obra de la caridad, del amor a Dios, es tratar de libertarle de la
materia bruta, tratar de espiritualizarlo, concientizarlo, o
universalizarlo todo; es soñar en que lleguen a hablar las rocas y obrar
conforme a ese ensueño; que se haga todo lo existente consciente, que
resucite el Verbo.
No hay sino verlo en el símbolo eucarístico. Han apresado al Verbo en
un pedazo de pan material, y lo han apresado en él para que nos lo
comamos, y al comérnoslo nos lo hagamos nuestro, de que nuestro cuerpo en
que el espíritu habita, y que se agite en nuestro corazón y piense en
nuestro cerebro y sea conciencia. Lo han apresado en ese pan para que
enterrándolo en nuestro cuerpo, resucite en nuestro espíritu.
Y es que hay que espiritualizarlo todo. Y esto se consigue dando a
todos y a todo mi espíritu que más se acrecienta cuanto más lo reparto. Y
dar mi espíritu es invadir el de los otros y adueñarme de ellos.
En todo esto hay que creer con la fe, enséñenos lo que nos enseñare la
razón...
Y ahora vamos a ver las consecuencias prácticas de todas estas más o
menos fantásticas doctrinas, a la lógica, a la esética, a la ética sobre
todo, su concreción religiosa. Y acaso entonces podrá hallarlas más
justificadas quienquiera que a pesar de mis advertencias, haya buscado
aquí el desarrollo científico o siquiera filosófico de un sistema
irracional.
No creo excusado remitir al lector una vez más a cuanto dije al final
del sexto capítulo, aquel titulado «En el fondo del abismo»; pero ahora
nos acercamos a la parte práctica o pragmática de todo este tratado. Mas
anes nos falta ver cómo puede concretarse el sentimiento religioso en la
visión esperanzosa de otra vida.
-- X -- RELIGIÓN, MITOLOGÍA DE ULTRATUMBA Y APOCATASTASIS
Kai yap 1acc>;Kai uáltura
ZPÉZE1péAl,ovza z=x-£ía-8
ázo817usiv 8ta6Kozsiv 1--Kai, ,uVO0,,oyeiv Z--Pi z>)s
áZOS17píaszñs ~KSt,icoíav aivá aúMv oíóu--Oa givat,
(PLATÓN,Fedón.)
El sentimiento de divinidad y de Dios, y la fe, la esperanza y la
caridad en él fundadas, fundan a su vez la religión. De la fe en Dios nace
la fe en los hombres, de la esperanza en Él la esperanza en estos, y de la
caridad o piedad hacia Dios -pues como Cicerón, De natura deorum,
libro 1, capítulo XII, dijo, est enim pietasiustitia adversum
deos- la caridad para con los hombres. En Dios se cifra no ya sólo la
Humanidad, sino el Universo todo, y éste espiritualizado e intimado ya que
la fe crisiana dice que Dios acabará siendo todo en todos. Santa Teresa
dijo, y con más áspero y desesperado sentido lo repitió Miguel de Molinos,
que el alma debe hacerse cuenta que no hay sino ella y Dios.
Y a la relación con Dios, a la unión más o menos ínima con Él, es a lo
que llamamos religión.
¿:Qué es la religión? ¿:En qué se diferencia de la religiosidad y qué
relaciones median entre ambas? Cada cual define la religión según la
sienta en sí más aún que según en los demás la observe, ni cabe definirla
sin de un modo o de otro sentirla. Decía Tácito (Hist., V, 4)
hablando de los judíos, que era para estos profano todo lo que para ellos,
para los romanos, era sagrado, y a la contraria entre los judíos lo que
para los romanos impuro: profana illic omnia quae apud nos sacra,
rursum conversa apud illos quae nobis incesta. Y de aquí que llame
él, el romano, a los judíos (V13), gente sometida a la
superstición y conraria a la religión: gens superstitioni obnoxia,
religionibus adversa, y que al fijarse en el cristianismo, que
conocía muy mal y apenas si distinguía del judaísmo, lo reputa una
perniciosa superstición, existialis superstitio, debida a odio al
género humano, odium generis humani (Ab. excessu Aug., XV, 44).
Así Tácito y así muchos con él. Pero ¿:dónde acaba la religión y la
superstición?, o tal vez: ¿:dónde acaba esta para empezar aquella?, ¿:cuál
es el criterio para discernirlas?
A poco nos conduciría recorrer aquí, siquiera someramente, las
principales definiciones que de la religión, según el sentimiento de cada
definidor, han sido dadas. La religión, más que se define se describe, y
más que se describe se siente. Pero si alguna de esas definiciones alcanzó
recientemente boga, ha sido la de Schleiermacher, de que es el sencillo
sentimiento de una relación de dependencia con algo superior a nosotros y
el deseo de enablar relaciones con esa misteriosa potencia. Ni está mal
aquello de W. Hermann (en la obra ya citada), de que el anhelo religioso
del hombre es el deseo de la verdad de su existencia humana. Y para acabar
con testimonios ajenos citaré el del ponderado y clarividente Cournot, al
decir que «las manifestaciones religiosas son la consecuencia necesaria de
la inclinación del hombre a creer en la existencia de un mundo invisible,
sobrenatural y maravilloso, inclinación que ha podido mirarse, ya como
reminiscencia de un estado anterior ya como el presentimiento de un
destino futuro» (Traité de l'enchainement des idées fondamentales dans
les sciences et dans l'hisoire, §
396). Y estamos ya en lo del
destino futuro, la vida eterna, o sea la finalidad humana del Universo, o
bien de Dios. A ella se llega por todos los caminos religiosos, pues que
es la esencia misma de toda religión.
La religión, desde la del salvaje que personaliza en el fetiche al
Universo todo, arranca, en efecto, de la necesidad vital de dar finalidad
humana al Universo, a Dios, para lo cual hay que atribuirle conciencia de
sí y de su fin, por lo tanto. Y cabe decir que no es la religión, sino la
unión con Dios, sintiendo a este como cada cual le sienta. Dios da sentido
y finalidad trascendentes a la vida; pero se la da en relación con cada
uno de nosotros que en Él creemos. Y así Dios es para el hombre tanto como
el hombre es para Dios, ya que se dio al hombre haciéndose hombre,
humanizándose, por amor a él.
Y este religioso anhelo de unirnos con Dios no es ni por ciencia ni por
arte, es por vida. «Quien posee ciencia y arte, tiene religión; quien no
posee ni una ni otra, tenga religión», decía en uno de sus muy frecuentes
accesos de paganismo Goethe. Y, sin embargo, de lo que decía, ¿:él,
Goethe...?
Y desear unirnos con Dios no es perdernos y anegarnos en Él; que
perderse y anegarse es siempre ir a deshacerse en el sueño sin ensueños
del nirvana; es poseerlo, más bien que ser por Él poseídos. Cuando, en
vista de la imposibilidad humana de entrar un rico en el reino de los
cielos, le preguntaban a Jesús sus discípulos quién podrá salvarse,
respondiéndoles el Maestro que para con los hombres era ello imposible,
mas no para con Dios, Pedro le dijo: «He aquí que nosotros lo hemos dejado
todo siguiéndote, ¿:qué, pues, tendremos?» Y Jesús les contestó, no que se
anegarían en el Padre sino que se sentarían en doce tronos para juzgar a
las doce tribus de Israel (Mat.,XIX, 23-28).
Fue un español, y muy español, Miguel de Molinos, el que en su Guía
espiritual que desembaraza al alma y la conduce por el interior camino
para alcanzar la perfecta contemplación y el rico tesoro de la paz
interior, dijo (§
175): «que se ha de despegar y negar de cinco cosas
el que ha de llegar a la ciencia mística: la primera, de las criaturas; la
segunda, de las cosas temporales; la tercera, de los mismos dones del
Espíritu Santo; la cuarta, de sí misma; y la quinta se ha de despegar del
mismo Dios». Y añade que «esta última es la más perfecta, porque el alma
que así se sabe despegar es la que se llega a perder en Dios, y sólo la
que así se llega a perder es la que se acierta a hallar». Muy español
Molinos, sí, y no menos española esta paradójica expresión de quietismo o
más bien nihilismo -ya que él mismo habla de aniquilación en otra parte-,
pero no menos, sino acaso más españoles los jesuitas que le combatieron
volviendo por los fueros del todo contra nada. Porque la religión no es
anhelo de aniquilarse, sino de totalizarse, es anhelo de vida y no de
muerte. La «eterna religión de las entrañas del hombre..., el ensueño
individual del corazón, es el culto de su ser, es la adoración de la
vida», como sentía el atormentado Flaubert (Par les champs et par les
gréves, VII).
Cuando a los comienzos de la llamada Edad Moderna, con el Renacimiento,
resucita el sentimiento religioso pagano, toma este forma concreta en el
ideal caballeresco con sus códigos del amor y del honor. Pero es un
paganismo cristianizado, bautizado. «La mujer, la dama –la
donna-era la divinidad de aquellos rudos pechos. Quien busque en
las memorias de la primera edad ha de hallar éste ideal de la mujer en su
pureza y en su omnipotencia: el Universo es la mujer. Y tal fue en los
comienzos de la Edad Moderna en Alemania, en Francia, en Provenza, en
España, en Italia. Hízose la historia a esta imagen; figurábanse a
troyanos y romanos como caballeros andantes, y así los árabes sarracenos,
turcos, el soldán y Saladino... En esta fraternidad universal se hallan
los ángeles, los santos, los milagros, el paraíso, en extraña mezcolanza
con lo fantástico y lo voluptuoso del mundo oriental, bauizado todo bajo
el nombre de caballería.»Así, Francesco de Sanctis (Storia
della letteratura italiana, 11), quien poco antes nos dice que para
aquellos hombres, «en el mismo paraíso el goce del amante es contemplar a
su dama -Madonna- y sin su dama ni querría ir allá».
¿:Qué era, en efecto, la caballería que luego depuró y crisianizó
Cervantes en Don Quijote, al querer acabar con ella por la risa,
sino una verdadera monstruosa religión híbrida de paganismo y
cristianismo, cuyo Evangelio fue acaso la leyenda de Tristán e Iseo? ¿:Y la
misma religión cristiana de los místicos -estos caballeros andantes a lo
divino-, no culminó acaso en el culto a la mujer divinizada, a la Virgen
Madre? ¿:Qué es la mariolatría de un san Buenaventura, el trovador de
María? Y ello era el amor a la fuente de la vida, a la que nos salva de la
muerte.
Mas avanzado el Renacimiento, de esta religión de la mujer se pasó a la
religión de la ciencia; la concupiscencia terminó en lo que era ya en su
fondo, en curiosidad, en ansia de probar del fruto del árbol del bien y
del mal. Europa corría a aprender a la Universidad de Bolonia. A la
caballería sucedió el platonismo. Queríase descubrir el misterio del mundo
y de la vida. Pero era en el fondo para salvar la vida, que con el culto a
la mujer quiso salvarse. Quería la conciencia humana penetrar en la
Conciencia Universal, pero era, supiéralo o no, para salvarse.
Y es que no sentimos e imaginamos la Conciencia Universal -y este
sentimiento e imaginación con la religiosidad- sino para salvar nuestras
sendas conciencias. ¿:Y cómo?
Tengo que repetir una vez más que el anhelo de la inmortalidad del
alma, de la permanencia, en una u otra forma, de nuestra conciencia
personal en individual, es tan de la esencia de la religión corno el
anhelo de que haya Dios. No se da el uno sin el otro, y es porque en el
fondo los dos son una sola y misma cosa. Mas desde el momento en que
tratamos de concretar y racionalizar aquel primer anhelo, de definírnoslo
a nosotros mismos, surgen más dificultades aún que surgieron al tratar de
racionalizar a Dios.
Para justificar ante nuestra propia pobre razón el inmortal anhelo de
inmortalidad, hase apelado también a lo del consenso humano: Permanere
animos arbitratur consensu nationum omnium, decía, con los antiguos,
Cicerón (Tuscul. Quaest., XVI, 36); pero este mismo compilador de
sus sentimientos confesaba que mientras leía en el Fedónplatónico
los razonamientos en pro de la inmortalidad del alma, asentía a ellos; mas
así que dejaba el libro y empezaba a resolver en su mente el problema,
todo aquel asentimiento se le escapaba, assentio omnis illa illabitur
(cap. XI, 25). Y lo que a Cicerón, nos ocurre a los demás, y le
ocurría a Swedenborg, el más intrépido visionario de otro mundo, al
confesar que quien habla de la vida ultramundana sin doctas cavilaciones
respecto al alma o a su modo de unión con el cuerpo, cree, que después de
muerto, vivirá en goce y en visión espléndidas, como un hombre entre
ángeles; mas en cuanto se pone a pensar en la doctrina de la unión del
alma con el cuerpo, o en hipóesis respecto a aquella, súrgenle dudas de si
es el alma así o asá, y en cuanto esto surge, la idea anterior desaparece
(De coelo et inferno, §
183). Y, sin embargo, «lo que me toca, lo
que me inquieta, lo que me consuela, lo que me lleva a la abnegación y al
sacrificio, es el destino que me aguarda a mí o a mi persona,
sean cuales fueren el origen, la naturaleza, la esencia del lazo
inasequible, sin el cual place a los filósofos decidir que mi persona se
desvanecería», como dice Cournot (Traité.., §
297).
¿:Hemos de aceptar la pura y desnuda fe en una vida eterna sin tratar de
representárnosla? Esto es imposible; no nos es hacedero hacernos a ello. Y
hay, sin embargo, quienes se dicen cristianos y tienen poco menos que
dejada de lado esa representación. Tomad un libro cualquiera del
protestantismo más ilustrado, es decir, del más racionalista, del más
cultural, la Dogmatik, del doctor Julio Kaftan, verbigracia, y de
las 668 páginas de que consta su sexta edición, la de 1909, sólo
una, la última, dedica a este problema. Y en esa página, después de asenar
que Cristo es así como principio y medio, así también fin de la Historia,
y que quienes en Cristo son alcanzarán la vida de plenitud, la eterna vida
de los que son en Cristo, ni una sola palabra siquiera sobre lo que esa
vida puede ser. A lo más cuatro palabras sobre la muerte eterna, esto es,
el infierno, «porque lo exige el carácer moral de la fe y de la esperanza
cristiana». Su carácter moral, ¿:eh?, no su carácter religioso, pues este
no sé que exija tal cosa. Y todo ello de una prudente parsimonia
agnóstica.
Sí, lo prudente, lo racional, y alguien dirá que lo piadoso, es no
querer penetrar en misterios que están a nuestro conocimiento vedados, no
empeñarnos en lograr una representación plástica de la gloria eterna como
la de una Divina Comedia.La verdadera fe, la verdadera piedad
cristiana, se nos dirá, consiste en reposar en la confianza de que Dios,
por la gracia de Cristo, nos hará, de una o de otra manera, vivir en Este,
su Hijo; que, como está en sus todopoderosas manos nuestro destino, nos
abandonemos a ellas seguros de que Él hará de nosotros lo que mejor sea,
para el fin último de la vida, del espíritu y del Universo. Tal es la
lección que ha atravesado muchos siglos, y, sobre todo, lo que va de
Lutero hasta Kant.
Y, sin embargo, los hombres no han dejado de tratar de representarse el
cómo puede ser esa vida eterna, ni dejarán nunca, mientras sean hombres y
no máquinas de pensar, de intentarlo. Hay libros de teología -o de lo que
ello fuere- llenos de disquisiciones sobre la condición en que vivan los
bienaventurados, sobre la manera de goce, sobre las propiedades del cuerpo
glorioso, ya que sin algún cuerpo no se concibe el alma.
Y a esta misma necesidad, verdadera necesidad de formarnos una
representación concreta de lo que pueda esa otra vida ser, responde en
gran parte la indestructible vialidad de doctrinas como las del
espiritismo, la metempsícosis, la transmigración de las almas a través de
los asros, y otras análogas doctrinas que cuantas veces se las declara
vencidas ya y muertas, otras tantas renacen en una u otra forma más o
menos nueva. Y es insigne torpeza querer en absoluto prescindir de ellas y
no buscar un meollo permanente. Jamás se avendrá el hombre al
renunciamiento de concretar en representación esa otra vida.
¿:Pero es acaso pensable una vida eterna y sin fin después de la muerte?
¿:Qué puede ser la vida de un espíritu desencarnado? ¿:Qué puede ser un
espíritu así? ¿:Qué puede ser una conciencia pura, sin organismo corporal?
Descartes dividió el mundo entre el pensamiento y la exensión, dualismo
que le impuso el dogma cristiano de la inmortalidad del alma. ¿:Pero es la
extensión, la materia, la que piensa o se espiritualiza, o es el
pensamiento el que se extiende y materializa? Las másgraves
cuestiones meafísicas surgen prácticamente -y por ello adquieren su
valor dejando de ser ociosas discusiones de curiosidad inútil- al querer
darnos cuenta de la posibilidad de nuesra inmortalidad. Y es que la
metafísica no tiene valor sino en cuanto trate de explicar cómo puede o no
puede realizarse ese nuestro anhelo vital. Y así es que hay y habrá
siempre una metafísica racional y otra vital, en conflicto perenne una con
otra, partiendo la una de la noción de causa, de la sustancia la otra.
Y aun imaginada una inmortalidad personal, ¿:no cabe que la sintamos
como algo tan terrible como su negación? «Calipso no podía consolarse de
la marcha de Ulises; en su dolor, hallábase desolada de ser inmortal», nos
dice el dulce Fenelón, el místico, al comienzo de su Telémaco.¿:No
llegó a ser la condena de los antiguos dioses, como la de los demonios, el
que no les era dado suicidarse?
Cuando Jesús, habiendo llevado a Pedro, Jacobo y Juan a un alto monte,
se transfiguró ante ellos volviéndosele como la nieve de blanco
resplandeciente los vestidos, y se le aparecieron Moisés y Elías que con
él hablaban, le dijo Pedro al Maestro: «Maestro, estaría bien que nos
quedásemos aquí haciendo tres pabellones, para ti uno y otros dos para
Moisés y Elías», porque quería eternizar aquel momento. Y al bajar del
monte les mandó Jesús que a nadie dijesen lo que habían visto sino cuando
el Hijo del Hombre hubiese resucitado de los muertos. Y ellos, reteniendo
este dicho, altercaban sobre qué sería aquello de resucitar de los
muertos, como quienes no lo entendían. Y fue después de esto cuando
encontró Jesús al padre del chico presa de espíritu mudo, el que le dijo:
«Creo, ¡ayuda mi incredulidad!» (Marcos, IX, 24).
Aquellos tres apóstoles no entendían qué sea eso de resucitar a los
muertos. Ni tampoco aquellos saduceos que le preguntaron al Maestro de
quién será mujer en la resurrección la que en esta vida hubiese tenido
varios maridos (Mat., XXII, 23-32), que es cuando él dijo que Dios no es
Dios de muertos, sino de vivos. Y no es, en efecto, pensable otra vida
sino en las formas mismas de esta terrena y pasajera. Ni aclara nada el
misterio todo aquello del grano y el trigo que de él sale con que el
apóstol Pablo se contesta a la pregunta de: «¿:cómo resucitarán los
mueros?, ¿:con qué cuerpo vendrán?» (1 Cor., XV, 35).
¿:Cómo puede vivir y gozar de Dios eternamente un alma humana sin perder
su personalidad individual, es decir, sin perderse? ¿:Qué es gozar de Dios?
¿:Qué es la eternidad por oposición a tiempo? ¿:Cambia el alma o no cambia
en la otra vida? Si no cambia, ¿:cómo vive? Y si cambia, ¿:cómo conserva su
individualidad en tan largo tiempo? Y la otra vida puede excluir el
espacio, pero no puede excluir el tiempo, como hace notar Cournot, ya
ciado.
Si hay vida en el cielo hay cambio, y Swedenborg hacía notar que los
ángeles cambian, porque el deleite de la vida celestial perdería poco a
poco su valor si gozaran siempre de él en plenitud y porque los ángeles,
lo mismo que los hombres, se aman a sí mismos, y el que a sí mismo se ama,
experimenta alteraciones de estado, y añade que a las veces los ángeles se
entristecen, y que él, Swedenborg, habló con algunos de ellos cuando
estaban tristes (De coelo et inferno, §
158, 160), en todo caso,
nos es imposible concebir vida sin cambio, cambio de crecimiento o de
mengua, de tristeza o de alegría, de amor o de odio.
Es que una vida eterna es impensable y más impensable aún una vida
eterna de absoluta felicidad, de visión beatífica.
¿:Y qué es esto de la visión beatífica? Vemos en primer lugar que se
llama visión y no acción, suponiendo algo pasivo. Y esta visión beatífica,
¿:no supone pérdida de la propia conciencia? Un santo en el cielo es, dice
Bossuet, un ser que apenas se siente a sí mismo, tan poseído está de Dios
y tan abismado de su gloria... No puede uno detenerse en él porque se le
encuentra fuera de sí mismo, y sujeto por un amor inmutable a la fuente de
su ser, y de su dicha (Du culte qui est dú á Dieu). Y esto lo
dice Bossuet el antiquietista. Esa visión amorosa de Dios supone una
absorción en Él. Un bienaventurado que goza plenamente de Dios no debe
pensar en sí mismo, no acordarse de sí, ni tener de sí conciencia, sino
que ha de estar en perpetuo éxtasis - K6aa6cs- fuera de sí, en
enajenamiento. Y un preludio de esa visión nos describen los místicos en
el éxtasis.
El que ve a Dios se muere, dice la Escritura (Jueces, XIII, 22); y la
visión eterna de Dios, ¿:no es acaso una eterna muerte, desfallecimiento de
la personalidad? Pero santa Teresa, en el capítulo XX de su Vida, al
descubrirnos el último grado de oración, el arrobamiento, arrebatamiento,
vuelo o éxtasis del alma, nos dice que es esta levantada como por una nube
o águila caudalosa, pero «veisos llevar y no sabéis dónde», y es «con
deleite», y «si no se resiste, no se pierde el sentido, al menos estaba de
manera en mí que podía entender era llevada», es decir, sin pérdida de
conciencia. Y Dios «no parece se conenta con llevar tan de veras el alma a
sí, sino que quiere el cuerpo aun siendo tan mortal y de tierra tan
sucia». «Muchas veces se engolfa el alma, o la engolfa el Señor en sí, por
mejor decir, y teniéndola en sí un poco, quédase con sola la voluntad», no
con sola la inteligencia. No es, pues, como se ve, visión, sino unión
volutiva, y entreanto «el entendimiento y memoria divertidos... como una
persona que ha mucho dormido y soñado y aún no acaba de despertar». Es
«vuelo suave, es vuelo deleitoso, vuelo sin ruido». Y es vuelo deleitoso,
es con conciencia de sí, sabiéndose distinto de Dios con quien se une uno.
Y a este arrobamiento se sube, según la mística doctora española, por la
contemplación de la Humanidad de Cristo, es decir, de algo concreto y
humano; es la visión del Dios vivo, no de la idea de Dios. Y en el
capítulo XXVIII nos dice que «cuando otra cosa no hubiere para deleitar la
vista en el cielo, sino la gran hermosura de los cuerpos glorificados, es
grandísima gloria, en especial ver la Humanidad de Jesucristo Señor
nuestro»... «Esta visión -añade-, aunque es imaginaria nunca la vi con los
ojos corporales, ni ninguna, sino con los ojos del alma.»
Y resulta que en el cielo no se ve sólo a Dios, sino todo en Dios;
mejor dicho, se ve todo Dios, pues que Él lo abarca todo. Y esta idea la
recalca más Jacobo Boehme. La santa, por su parte, nos dice en las
Moradas séptimas, capítulo II, que «pasa esta secreta unión en el
centro muy interior del alma, que debe ser adonde está el mismo Dios». Y
luego que «queda el alma, digo el espíritu de esta alma, hecho una cosa
con Dios...»; y es «como si dos velas de cera se juntasen tan en extremo,
que toda la luz fuese una o que el pábilo y la luz y la cera es todo uno;
mas después bien se puede apartar la una vela de la otra, y quedar en dos
velas o el pábilo de la cera». Pero hay otra más íntima unión, que es
«como si cayendo agua del cielo en un río o fuente, adonde queda hecho
todo agua, que no podrán ya dividir ni apartar cuál es el agua del río o
la que cayó del cielo; o como si un arroyito pequeño entra en la mar, que
no habrá remedio de apartarse; o como si en una pieza estuviesen dos
venanas por donde entrase gran luz, aunque entra dividida, se hace toda
una luz». ¿:Y qué diferencia va de esto a aquel silencio interno y místico
de Miguel de Molinos, cuyo tercer grado y perfectísimo es el silencio del
pensamiento? (Guía,cap. XVII, §
129). ¿:No estamos cerca de
aquello de que es la nada el camino para llegar a aquel esado del ánimo
reforzado? (cap. XX, §
186). ¿:Y qué exraño es que Amiel usara hasta por
dos veces de la palabra española nadaen suDiario íntimo,
sin duda por no encontrar en otra lengua alguna otra más expresiva?
Y, sin embargo, si se lee con cuidado a nuestra mística docora, se verá
que nunca queda fuera el elemento sensitivo, el del deleite, es decir, el
de la propia conciencia. Se deja el alma absorber de Dios para absorberlo,
para cobrar conciencia de su propia divinidad.
Una visión beatífica, una contemplación amorosa en que esté el alma
absorta en Dios y como perdida en Él aparece, o como un aniquilamiento
propio o como un tedio prolongado a nuestro modo natural de sentir. Y de
aquí ese sentimiento que observamos con frecuencia y que se ha expresado
más de una vez en expresiones satíricas no exentas de irreverencia y acaso
de impiedad, de que el cielo de la gloria eterna es una morada de eterno
aburrimiento. Sin que sirva querer desdeñar estos sentimientos así, tan
espontáneos y naturales, o pretender denigrarlos.
Claro está que sienten así los que no aciertan a darse cuenta de que el
supremo placer del hombre es adquirir y acrecentar conciencia. No
precisamente el de conocer, sino el de aprender. En conociendo una cosa,
se tiende a olvidarla, a hacer su conocimiento inconsciente, si cabe decir
así. El placer, el deleite más puro del hombre, va unido al acto de
aprender, de enterarse: de adquirir conocimiento, esto es, a una
diferenciación. Y de aquí el dicho famoso de Lessing, ya citado. Conocido
es el caso de aquel anciano español que acompañaba a Vasco Núñez de
Balboa, cuando al llegar a la cumbre del Darién, dieron vista a los dos
océanos, y es que cayendo de rodillas exclamó: «Gracias, Dios mío, porque
no me has dejado morir sin haber visto tal maravilla.» Pero si este hombre
se hubiese quedado allí, pronto la maravilla habría dejado de serlo, y con
ella, el placer. Su goce fue el del descubrimiento, y acaso el goce de la
visión beatífica sea, no precisamente el de la contemplación de la Verdad
suma, entera y toda, que a esto no resistiría el alma, sino el de un
continuo descubrimiento de ella, el de un incesante aprender mediante un
esfuerzo que mantenga siempre el sentimiento de la propia conciencia
activa.
Una visión beatífica de quietud mental, de conocimiento pleno y no de
aprensión gradual, no es difícil concebir como otra cosa que como un
nirvana, una difusión espiritual, una disipación de la energía en el seno
de Dios, una vuelta a la inconsciencia por falta de choque, de diferencia,
o sea de actividad.
¿:No es acaso que la condición misma que hace pensable nuestra eterna
unión con Dios, destruye nuestro anhelo? ¿:Qué diferencia va de ser
absorbido por Dios a absorberle uno en sí? ¿:Es el arroyito el que se
pierde en el mar o el mar en el arroyito? Lo mismo da.
El fondo sentimental es nuestro anhelo de no perder el sentido de la
continuidad de nuestra conciencia, de no romper el encadenamiento de
nuestros recuerdos, el senimiento de nuestra propia identidad personal
concreta, aunque acaso vayamos poco a poco absorbiéndonos en Él,
enriqueciéndole. ¿:Quién a los ochenta años se acuerda del que a los ocho
fue, aunque sienta el encadenamiento enre ambos? Y podría decirse que el
problema sentimental se reduce a si hay un Dios, una finalidad humana al
Universo. Pero ¿:qué es finalidad? Porque así como siempre cabe preguntar
por un por qué de todo por qué, así cabe preguntar
también siempre por un para qué de todopara qué.
Supuesto que haya un Dios, ¿:para qué Dios? Para sí mismo, se
dirá. Y no faltará quien replique: ¿:y qué más da esta conciencia de la no
conciencia? Mas siempre resultará lo que ya dijo Plotino (Enn., II,
IX, 8), que elpor qué hizo el mundo, es lo mismo que el
por qué hay alma. O mejor aún que el por qué,8lá aa,
elpara qué.
Para el que se coloca fuera de sí mismo en una hipotéica posición
objetiva -lo que vale decir inhumano-, el último para qué es tan
inasequible y en rigor tan absurdo, como el último por qué.¿:Que
más da, en efecto, que no haya finalidad alguna? ¿:Qué contradicción lógica
hay en que el Universo no esté destinado a finalidad alguna, ni humana ni
sobrehumana? ¿:En qué se opone a la razón que todo esto no tenga más objeto
que existir, pasando como existe y pasa? Esto, para el que se coloca fuera
de sí, pero para el que vive y sufre y anhela dentro de sí... para este es
ello cuestión de vida o muerte.
¡Búscate, pues, a ti mismo! Pero al encontrarse, ¿:no es que se
encuentra uno con su propia nada? «Habiéndose hecho el hombre pecador
buscándose a sí mismo, se ha hecho desgraciado al encontrarse», dijo
Bossuet (Traité de la concupiscente, cap. XI). «¡Búscate a ti
mismo!», empieza por «¡conócete a ti mismo!». A lo que replica Carlyle
(Past and present, book III; chap. XI): «El último evangelio de
este mundo es: ¡conócete tu obra y cúmplela! ¡Conócete a ti mismo!...
Largo tiempo ha que este mismo tuyo te ha atormentado; jamás llegarás a
conocerlo, me parece. No creas que es tu tarea la de conocerte, eres un
individuo inconocible, conoce lo que puedes hacer y hazlo como un
Hércules. Esto será lo mejor.» Sí; pero eso que yo haga, ¿:no se perderá
también al cabo? Y si se pierde, ¿:para qué hacerlo? Sí, sí; el llevar a
cabo mi obra -¿:y cuál es mi obra?- sin pensar en mí, sea acaso amar a
Dios. ¿:Y qué es amar a Dios?
Y por otra parte, el amar a Dios en mí, ¿:no es que me amo más que a
Dios, que me amo en Dios a mí mismo? Lo que en rigor anhelamos para
después de la muerte es seguir viviendo esta vida, esta misma vida mortal,
pero sin sus males, sin el tedio y sin la muerte. Es lo que expresó
Séneca, el español, en su Consolación a Marcia (XXVI); es lo que
quería, volver a vivir esta vida: ista moliri. Y es lo que pedía
Job (XIX, 25-27), ver a Dios en carne, no en espíritu. ¿:Y qué otra cosa
significa aquella cómica ocurrencia de la vuelta eterna que brotó
de las trágicas entrañas del pobre Nietzsche, hambriento de inmortalidad
correcta y temporal?
Esa visión beatífica que se nos presenta como primera solución
católica, ¿:cómo puede cumplirse, repito, sin anegar la conciencia de sí?
¿:No será como en el sueño en que soñamos sin saber lo que soñamos? ¿:Quién
apetecería una vida eterna así? Pensar sin saber lo que se piensa, no es
sentirse a sí mismo, no es serse. Y la vida eterna, ¿:no es acaso
conciencia eterna; no sólo ver a Dios, sino ver que se le ve, viéndose uno
a sí mismo a la vez y como distinto de Él? El que duerme, vive, pero no
tiene conciencia de sí; ¿:y apetecerá nadie su sueño así eterno? Cuando
Circe recomienda a Ulises que baje a la morada de los muertos, a consultar
al adivino Tiresias, dícele que este es allí, entre las sombras de los
muertos, el único que tiene sentido, pues los demás se agitan como sombras
(Odisea, X, 487-495). Y es que los otros, aparte de Tiresias,
¿:vencieron a la muerte? ¿:Es vencerla acaso errar así como sombras sin
sentido?
Por otra parte, ¿:no cabe acaso imaginar que sea esta nuestra vida
eterna respecto a la otra como es aquí el sueño para con la vigilia? ¿:No
será ensueño nuestra vida toda, y la muerte un despertar? ¿:Pero despertar
a qué? ¿:Y si todo esto no fuese sino un sueño de Dios, y Dios despertara
un día? ¿:Recordará su ensueño?
Aristóteles, el racionalista, nos habla en su Éticade la
superior felicidad de la vida contemplativa -/líos6ecopilzwós-, y es
corriente en los racionalistas todos poner la dicha en el conocimiento. Y
la concepción de la felicidad eterna, del goce de Dios, como visión
beatífica, como conocimiento y comprensión de Dios, es algo de origen
racionalista, es la clase de felicidad que corresponde al Dios idea del
aristotelismo. Pero es que para la felicidad se requiere, además de la
visión, la delectación, y esta es muy poco racional y sólo conseguidera
sintiéndose uno distinto de Dios.
Nuestro teólogo católico aristotélico, el que trató de racionalizar el
sentimiento católico, santo Tomás de Aquino, dícenos en su
Summa(primae, secundae partis, quaestio IV, art.l.°) que «la
delectación se requiere concomitante». Pero ¿:qué delectación es la del que
descansa? Descansar, requiescere,¿:no es dormir y no tener
siquiera conciencia de que se descansa? «De la misma visión de Dios, se
origina la delectación», añade el teólogo. Pero el alma, ¿:se siente a sí
misma como distinta de Dios? «La delectación que acompaña a la operación
del intelecto no impide esta, sino más bien la conforta», dice luego.
¡Claro está! Si no, ¿:qué dicha es esa? Y para salvar la delectación, el
deleite, el placer que tiene siempre, como el dolor, algo de material, y
que no concebimos sino en un alma encarnada en cuerpo, hubo de imaginar
que el alma bienaventurada esté unida a su cuerpo. Sin alguna especie de
cuerpo, ¿:cómo el deleite? La inmortalidad del alma pura, sin alguna
especie de cuerpo o periespíritu, no es inmortalidad verdadera. Y en el
fondo, el anhelo de prolongar esta vida, esta y no otra, esta de carne y
de dolor, esta de que maldecimos a las veces tan sólo porque se acaba. Los
más de los suicidas no se quitarían la vida si tuviesen la seguridad de no
morirse nunca sobre la tierra. El que se mata, se mata por no esperar a
morirse.
Cuando el Dante llega a contarnos en el canto XXXIII del
Paradisocómo llegó a la visión de Dios, nos dice que como aquel
que ve soñando y después del sueño le queda la pasión impresa, y no otra
cosa, en la mente, así a él, que casi cesa toda su visión y aún le destila
en el corazón lo dulce que nació de ella.
Cotal son io, che quasi tutta cesa
mia
visione, ed ancor mi distilla
nel cuor lo dulce che nacque da
essa,
no de otro modo que la nieve se descuaja al sol
Cosí la neve al
Sol si disigilla.
Esto es, que se le va la visión, lo intelectual, y le queda el deleite;
la passione impressa, lo emotivo, lo irracional, lo corporal, en
fin.
Una felicidad corporal, de deleite, no sólo espiritual, no sólo visión,
es lo que apetecemos. Esa otra felicidad, esa
beatitudracionalista, la de anegarse en la comprensión, sólo
puede... no digo satisfacer ni engañar, porque creo que ni le satisfizo ni
le engañó a un Spinoza. El cual, al fin de su Ética, en las
proposiciones XXXV y XXXVI de la parte quinta, establece que Dios se ama a
sí mismo con infinito amor intelectual; que el amor intelectual de la
mente de Dios es el mismo amor de Dios con que Dios se ama a sí mismo; no
en cuanto es infinito, sino en cuanto puede explicarse por la esencia de
la mente humana considerada en respecto de eternidad, esto es, que el amor
intelectual de la mente hacia Dios es parte del infinito amor con que Dios
a sí mismo se ama. Y después de estas trágicas, de estas desoladoras
proposiciones, la última del libro todo, la que cierra y corona esa
tremenda tragedia de la Ética, nos dice que la felicidad no es
premio de la virtud, sino la virtud misma, y que no nos gozamos en ella
por comprimir los apetitos, sino que por gozar de ella podemos
comprimirlos. ¡Amor intelectual!, ¡amor intelectual! ¿:Qué es eso de amor
intelectual? Algo así como un sabor rojo, o un sonido amargo, o un color
aromático o más bien, algo así como un triángulo enamorado o una elipse
encolerizada, una pura metáfora, pero una metáfora trágica. Y una metáfora
que corresponde trágicamente a aquello de que también el corazón tiene sus
razones. ¡Razones de corazón!, ¡amores de cabeza!, ¡deleite intelectivo!
¡Intelección deleitosa!, ¡tragedia, tragedia y tragedia!
Y, sin embargo, hay algo que se puede llamar amor inelectual y que es
el amor de entender, la vida misma conemplativa de Aristóteles, porque el
comprender es algo activo y amoroso, y la visión beatífica es la visión de
la verdad total. ¿:No hay acaso en el fondo de toda pasión la curiosidad?
¿:No cayeron, según el relato bíblico, nuestros primeros padres por el
ansia de probar el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, y ser
como dioses, conocedores de esa ciencia? La visión de Dios, es decir, del
Universo mismo en su alma, en su íntima esencia, ¿:no apagaría todo nuestro
anhelo? Y esta perspectiva sólo no puede satisfacer a los hombres groseros
que no penetran el que el mayor goce de un hombre es ser más hombre, esto
es, más dios, y que es más dios cuanta más conciencia tiene.
Y ese amor intelectual, que no es sino el llamado amor platónico, es un
medio de dominar y de poseer. No hay, en efecto, más perfecto dominio que
el conocimiento; el que conoce algo, lo posee. El conocimiento une al que
conoce con lo conocido. «Yo te contemplo y te hago mía al contemplarte»;
tal es la fórmula. Y conocer a Dios, ¿:qué ha de ser sino poseerlo? El que
a Dios conoce, es ya Dios él.
Cuenta B. Brunhes (La Dégradation de l'Energie, IV' partee,
chap. XVIII, E. 2) haberle contado M. Sarrau, que lo tenía del padre
Gratry, que este se paseaba por los jardines de Luxemburgo departiendo con
el gran matemático y católico Cauchy, respecto a la dicha que tendrían los
elegidos en conocer, al fin, sin restricción ni velo, las verdades largo
tiempo perseguidas trabajosamente en el mundo. Y aludiendo el padre Gratry
a los esudios de Cauchy sobre la teoría mecánica de la reflexión de la
luz, emitió la idea de que uno de los más grandes goces intelectuales del
ilustre geómetra sería penetrar en el secreto de la luz, a lo que replicó
Cauchy que no le parecía posible saber en esto más que ya sabía, ni
concebía que la inteligencia más perfecta pudiese comprender el misterio
de la reflexión mejor que él lo había expuesto, ya que había dado una
teoría mecánica del fenómeno. «Su piedad -añade Brunhes-, no llegaba hasta
creer que fuese posible hacer otra cosa ni hacerla mejor.»
Hay en este relato dos partes que nos interesan. La primera es la
expresión de lo que sea la contemplación, el amor intelectual o la visión
beatífica para hombres superiores, que hacen del conocimiento su pasión
central, y otra la fe en la explicación mecanicista del mundo.
A esta disposición mecanicista del intelecto va unida la ya célebre
fórmula de «nada se crea, nada se pierde, todo se transforma», con que se
ha querido interpretar el ambiguo principio de la conservación de la
energía, olvidando que para nosotros, para los hombres, prácticamente
energía es la energía utilizable, y que esta se pierde de continuo, se
disipa por la difusión del calor, se degrada, tendiendo a la nivelación y
a lo homogéneo. Lo valedero para nosotros, más aún, lo real para nosotros,
es lo diferencial, que es lo cualitativo; la cantidad pura, sin
diferencia, es como si para nosotros no existiese, pues que no obra. Y el
Universo material, el cuerpo del Universo, parece camina poco a poco, y
sin que sirva la acción retardadora de los organismos vivos y más aún la
acción consciente del hombre, a un estado de perfecta estabilidad, de
homogeneidad (véase Brunhes, obra citada). Que si el espíritu tiende a
concentrarse, la energía material tiende a difundirse.
¿:Y no tiene esto acaso una íntima relación con nuestro problema? ¿:No
habrá una relación entre esta conclusión de la filosofía científica
respecto a un estado final de esta estabilidad y homogeneidad y el ensueño
místico de la apocatástasis? ¿:Esa muerte del cuerpo del Universo no será
el triunfo final de su espíritu de Dios?
Es evidente la relación íntima que media entre la exigencia religiosa
de una vida eterna después de la muerte, y las conclusiones -siempre
provisionales- a que la filosofía científica llega respecto al probable
porvenir del Universo material o sensitivo. Y el hecho es que así como hay
teólogos de Dios y de la inmortalidad del alma, hay también los que
Brunhes (obra citada, cap. XXVI, §
2) llama teólogos del monismo, a los
que estaría mejor llamar ateólogos, gentes que persisten en el espíritu de
afirmación a priori; y que se hacen insoportables -añadeeuando
abrigan la pretensión de desdeñar la teología. Un ejemplar de estos
señores es Haeckel, ¡que ha logrado disipar los enigmas de la
Naturaleza!
Estos ateólogos se han apoderado de la conservación de la energía, del
«nada se crea y nada se pierde, todo se transforma», que es de origen
teológico ya en Descartes, y se han servido de él para dispensarnos de
Dios. «El mundo construido para durar -escribe Brunhes-, que no se gasta,
o más bien repara por sí mismo las grietas que aparecen en él; ¡qué
hermoso tema de ampliaciones oratorias!; pero estas mismas ampliaciones,
después de haber servido en el siglo XVII para probar la sabiduría del
Creador, han servido en nuestros días de argumentos para los que pretenden
pasarse sin él.» Es lo de siempre: la llamada filosofía científica, de
origen y de inspiración teológica o religiosa en su fondo, yendo a dar en
una ateología o irreligión, que no es otra cosa que teología y religión.
Recordemos aquello de Ritschl, ya citado en esos ensayos.
Ahora la última palabra de la ciencia, más bien aún que de la filosofía
científica, parece ser que el mundo material, sensible, camina por la
degradación de la energía, por la predominancia de los fenómenos
irreversibles, a una nivelación última, a una especie de homogéneo final.
Y este nos recuerda aquel hipotético homogéneo primitivo de que tanto usó
y abusó Spencer,y aquella fantástica inestabilidad de lo homogéneo.
Inestabilidad de que necesitaba el agnosticismo ateológico de Spencerpara
explicar el inexplicable paso de lo homogéneo a lo heterogéneo. Porque
¿:cómo puede surgir heterogeneidad alguna, sin acción externa, del perfecto
y absoluto homogéneo? Mas había que descartar todo género de creación, y
para ello el ingeniero desocupado, metido a metafísico, como lo llamó
Papini, inventó la inestabilidad de lo homogéneo, que es más... ¿:cómo lo
diré?, más místico y hasta más mitológico, si se quiere, que la acción
creadora de Dios.
Acertado anduvo aquel positivista italiano, Roberto Ardigó, que,
objetando a Spencer, le decía que lo más nauralera suponer que siempre fue
como hoy, que siempre hubo mundos en formación, en nebulosa, mundos
formados y mundos que se deshacían; que la heterogeneidad es eterna. Otro
modo, como se ve, de no resolver.
¿:Será esta la solución? Mas en tal caso, el Universo sería infinito, y
en realidad no cabe concebir un Universo eterno y limitado como el que
sirvió de base a Nietzsche para lo de la vuelta eterna. Si el Universo ha
de ser eterno, si han de seguirse en él, para cada uno de sus mundos,
períodos de homogeneización, de degradación de energía, y otros de
heterogeneización, es menester que sea infinito; que haya lugar siempre y
en cada mundo para una acción de fuera. Y de hecho, el cuerpo de Dios no
puede ser sino eterno e infinito.
Mas para nuestro mundo parece probada su gradual nivelación, o si
queremos, su muerte. ¿:Y cuál ha de ser la suerte de nuestro espíritu en
este proceso? ¿:Menguará con la degradación de la energía de nuestro mundo
y volverá a la inconsciencia, o crecerá más bien a medida que la energía
utilizable mengua y por los esfuerzos mismos para retardarlo y dominar a
la Naturaleza, que es lo que constituye la vida del espíritu? ¿:Serán la
conciencia y su soporte extenso dos poderes en contraposición tal que el
uno crezca a expensas del otro?
El hecho es que lo mejor de nuestra labor científica, que lo mejor de
nuestra industria, es decir, lo que en ella no conspira a destrucción -que
es mucho-, se endereza a retardar ese fatal proceso de degradación de la
energía. Ya la vida misma orgánica, sostén de la conciencia, es un
esfuerzo por evitar en lo posible ese término fatídico, por irlo
alargando.
De nada sirve querernos engañar con himnos paganos a la Naturaleza, a
aquella a que con más profundo sentido llamó Leopardi, este ateo
cristiano, «madre en el parto, en el querer madrastra», en aquel su
estupendo canto a la retama (La Ginesta). Contra ella se ordenó
en un principio la humana compañía; fue horror contra la limpia Nauraleza
lo que anudó primero a los hombres en cadena social. Es la sociedad
humana, en efecto, madre de la conciencia refleja y del ansia de
inmortalidad, la que inaugura el estado de gracia sobre el de Naturaleza,
y es el hombre el que, humanizando, espiritualizando a la Nauraleza con su
industria, la sobrenaturaliza.
El trágico poeta portugués, Antero de Quental, soñó, en dos estupendos
sonetos a que tituló Redención,que hay un espíritu preso, no ya
en los átomos o en los iones o en los cristales, sino -como a un poeta
correspondeen el mar, en los árboles, en la selva, en la montaña, en el
viento, en las individualidades y formas todas materiales, y que un día,
todas esas almas, en el limbo de la existencia, despertarán en la
conciencia, y cerniéndose como puro pensamiento, verán a las formas, hijas
de la ilusión, caer deshechas como un sueño vano. Es el ensueño grandioso
de la concientización de todo.
¿:No es acaso que empezó el Universo, este nuestro Universo -¿:quién sabe
si hay otros?-, con un cero de espíritu -y cero no es lo mismo que nada- y
un infinito de materia, y marcha a acabar en un infinito de espíritu con
un cero de materia? ¡Ensueños!
¿:No es acaso que todo tiene su alma, y que esa alma pide liberación?
«¡Oh tierras de Alvargonzález / en el corazón de España, / tierras pobres,
tierras tristes, /tan trises que tienen alma!», canta nuestro poeta
Antonio Machado (Campos de Castilla). La tristeza de los campos,
¿:está en ellos o en nosotros que los contemplamos? ¿:No es que sufren? Pero
¿:qué puede ser una alma individual en un mundo de la materia? ¿:Es
individuo una roca o una montaña? ¿:Lo es un árbol?
Y siempre resulta, sin embargo, que luchan el espíritu y la materia. Ya
lo dijo Espronceda al decir que:
Aquí, para vivir en santa calma,
o sobra la materia o
sobra el alma.
¿:Y no hay en la historia del pensamiento, o si queréis, de la
imaginación humana, algo que corresponda a ese proceso de reducción de lo
material, en el sentido de una reducción de todo a conciencia?
Sí, la hay, y es del primer místico cristiano, de san Pablo de Éfeso,
del apóstol de los gentiles, de aquel que por no haber visto con los ojos
carnales de la cara al Cristo carnal y mortal, al ético, le creó en sí
inmortal y religioso, de aquel que fue arrebatado al tercer cielo donde
vio secretos inefables (1I, Cor., XIII). Y este primer místico cristiano
soñó también en un triunfo final del espíritu, de la conciencia, y es lo
que se llama técnicamente en teología la apocatástatis o
reconstitución.
Es en los versículos 26 al 28 del capítulo XV de su primera epístola a
los Corintios donde nos dice que el úlimo enemigo que ha de ser dominado
será la muerte, pues Dios puso todo bajo sus pies; pero cuando diga que
todo le está sometido, es claro que excluyendo al que hizo que todo se le
sometiese, y cuando le haya sometido todo, entonces también Él, el Hijo,
se someterá al que le sometió todo para que Dios sea en todos: ¡va rj d
B--ós 'távza Év zzócv. Es decir, que el fin es que Dios la Conciencia,
acabe siéndolo todo en todo.
Doctrina que se completa con cuanto el mismo apósol expone respecto al
fin de la historia toda del mundo en su Epístola a los efesios.
Preséntanos en ella, como es sabido, a Cristo -que es por quien fueron
hechas las cosas todas del cielo y de la tierra, visibles e invisibles
(Col., I, 16)-, como cabeza del todo (EL, 1, 22), y en él, en esta
cabeza, hemos de resucitar todos para vivir en comunión de santos y
comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la largura, la
profundidad y la altura, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo
conocimiento (EL, 111, 18, 19). Y a este recogernos en Cristo, cabeza de
la Humanidad, y como resumen de ella, es a lo que el Apóstol llama
recaudarse, recapitularse o recogerse todo en Cristo,
ávaw--rpaAaiojua69az. zá iravaa Év Xpíaao). Y esta recapitulación
-ávaic--tpaíaícouis, anacefaleosis-,fin de la historia del mundo
y del linaje humano, noes sino otro aspecto de la apocatástasis. Esta, la
apocatástais, el que llegue a ser Dios todo en todos, redúcese, pues, a la
anacefaleosis, a que todo se recoja en Cristo, en la Humanidad, siendo por
lo tanto la Humanidad el fin de la creación. Y esta apocatástasis, esta
humanación o divinización de todo, ¿:no suprime la materia? ¿:Pero es que
suprimida la materia, que es el principio de la individuación
principium individuationis, según la Escuela-, no vuelve todo a
una conciencia pura, que en pura pureza, ni se conoce así, ni es cosa
alguna concebible y sensible? Y suprimida toda materia, ¿:en qué se apoya
el espíritu?
Las mismas dificultades, las mismas impensabilidades, se nos vienen por
otro camino.
Alguien podría decir por otra parte, que la apocatástasis, el que Dios
llegue a ser todo en todos, supone que no lo era antes. El que los seres
todos lleguen a gozar de Dios, supone que Dios llegue a gozar de los seres
todos, pues la visión beatífica es mutua, y Dios se perfecciona con ser
mejor conocido, y de almas se alimenta y con ellas se enriquece.
Podría en ese camino de locos ensueños imaginarse un Dios inconsciente,
dormitando en la materia, y que va a un Dios consciente de todo,
consciente de su divinidad; que el Universo todo se haga consciente de sí
como todo y de cada una de las conciencias que le integran, que se haga
Dios. Mas, en tal caso, ¿:cómo empezó ese Dios inconsciente? ¿:No es la
materia misma? Dios no sería así el principio, sino el fin del Universo;
pero ¿:puede ser fin lo que no fue principio? ¿:O es que hay fuera del
tiempo, en la eternidad, diferencia entre el principio y el fin? «El alma
de todo no estaría atada por aquello mismo (esto es: la materia) que está
por ella atado», dice Plotino. (Enn., H, IX, 7.) ¿:O no es más
bien la Conciencia del Todo que se esfuerza por hacerse de cada parte, y
en que cada conciencia parcial tenga de ella, de la total conciencia? ¿:No
es un Dios monoteísta o solitario que camina a hacerse panteísta? Y si no
es así, si la materia y el dolor son extraños a Dios, se preguntará uno:
¿:para qué creó Dios el mundo? ¿:Para qué hizo la materia e introdujo el
dolor? ¿:No era mejor que no hubiese hecho nada? ¿:Qué gloria le añade al
crear ángeles u hombres que caigan y a los que tenga que condenar a
tormento eterno? ¿:Hizo acaso el mal para curarlo? ¿:O fue la redención, y
la redención toal y absoluta, de todo y de todos, su designio? Porque no
es esta hipótesis ni más racional ni más piadosa que la otra.
En cuanto tratamos de representarnos la felicidad eterna, preséntasenos
una serie de preguntas sin respuesta alguna satisfactoria, esto es,
racional, sea que partamos de una suposición monoteísta o de una panteísta
o siquiera panenteísta.
Volvamos a la apocatástais pauliniana.
Al hacerse Dios todo en todos, ¿:no es acaso que se completa, que acaba
de ser Dios, conciencia infinita que abarca las conciencias todas? ¿:Y qué
es una conciencia infinita? Suponiendo, como supone, la conciencia,
límite, o siendo más bien la conciencia conciencia de límite, de
distinción, ¿:no excluye por lo mismo la infinitud? ¿:Qué valor tiene la
noción de infinitud aplicada a la conciencia? ¿:Qué es una conciencia toda
ella conciencia, sin nada fuera de ella que no lo sea? ¿:De qué es
conciencia la conciencia en tal caso? ¿:De su contenido? ¿:O no será más
bien que nos acercamos a la apocatástasis o apoteosis final sin llegar
nunca a ella a partir de un caos, de una absoluta inconsciencia, en lo
eterno del pasado?
¿:No será más bien eso de la apocatástasis, de la vuelta de todo a Dios,
un término ideal a que sin cesar nos acercamos sin haber nunca de llegar a
él, y unos a más ligera marcha que otros? ¿:No será la absoluta y perfecta
felicidad eterna una eterna esperanza que de realizarse moriría? ¿:Se puede
ser feliz sin esperanza? Y no cabe esperar ya una vez realizada la
posesión, porque esta mata la esperanza, el ansia. ¿:No será, digo, que
todas las almas crezcan sin cesar, unas en mayor proporción que otras,
pero habiendo todas de pasar alguna vez por un mismo grado cualquiera de
crecimiento y sin llegar nunca al infinito, a Dios, a quien de continuo se
acercan? ¿:No es la eterna felicidad, una eterna esperanza, con su núcleo
eterno de pesar para que la dicha no se suma en la nada?
Siguen las preguntas sin respuesta.
«Será todo en todos», dice el Apóstol. ¿:Pero lo será de distinta manera
en cada uno o de la misma en todos? ¿:No será Dios todo en un condenado?
¿:No está en su alma? ¿:No está en el llamado infierno? ¿:Y cómo está en
él?
De donde surgen nuevos problemas, y son los referenes a la oposición
entre cielo e infierno, entre felicidad e infelicidad eternas.
¿:No es que al cabo se salvan todos, incluso Caín y Judas, y Satanás
mismo, como desarrollando la apocatástais pauliniana quería Orígenes?
Cuando nuestros teólogos católicos quieren justificar racionalmente -o
sea éticamente- el dogma de la eternidad de las penas del infierno, dan
unas razones tan especiosas, ridículas e infantiles que parece mentira
hayan logrado curso. Porque decir que siendo Dios infinito la ofensa a Él
inferida es infinita también, y exige, por lo tanto, un castigo eterno,
es, aparte de lo inconcebible de una ofensa infinita, desconocer que en
moral y no en policía humanas la gravedad de la ofensa se mide, más que
por la dignidad del ofendido, por la intención del ofensor, y que una
intención culpable infinita es un desatino, y nada más. Lo que aquí cabría
aplicar son aquellas palabras del Cristo, dirigiéndose a su Padre:
«¡Padre, perdónales, porque no saben lo que se hacen!», y no hay hombre
que al ofender a Dios o a su projimo sepa lo que se hace. En ética humana,
o si se quiere en policía humana -eso que llaman Derecho penal, y
que es todo menos derecho- una pena eterna es un desatino.
«Dios es justo, y se nos castiga; he aquí cuanto es indispensable
sepamos; lo demás no es para nosotros sino pura curiosidad.» Así,
Lamennais (Essai, parte IV cap. VII), y así otros con él. Y así también
Calvino. ¿:Pero hay quien se contente con eso? ¡Pura curiosidad! ¡Llamar
pura curiosidad a lo que más estruja el corazón!
¿:No será acaso que el malo se aniquila porque deseó aniquilarse o que
no deseó lo bastante eternizarse por ser malo? ¿:No podremos decir que no
es el creer en otra vida lo que le hace a uno bueno, sino por ser bueno
cree en ella? ¿:Y qué es ser bueno y ser malo? Esto es ya del dominio de la
ética, no de la religión. O más bien, ¿:no es de ética el hacer el bien,
aun siendo malo, y de la religión el ser bueno, aun haciendo mal?
¿:No se nos podrá acaso decir, por otra parte, que si el pecador sufre
un castigo eterno es porque sin cesar peca, porque los condenados no cesan
de pecar? Lo cual no resuelve el problema, cuyo absurdo todo proviene de
haber concebido el castigo como vindicta o venganza, no como corrección;
de haberlo concebido a la manera de los pueblos bárbaros. Y así un
infierno policiaco, para meter miedo en este mundo. Siendo lo peor que ya
no amedrenta, por lo cual habrá que cerrarlo.
Mas, por otra parte, en concepción religiosa y dentro del misterio,
¿:por qué no una eternidad de dolor, aunque esto subleve nuestros
sentimientos? ¿:Por qué no un Dios que se alimenta de nuestro dolor? ¿:Es
acaso nuestra dicha el fin del Universo? ¿:O no alimentamos con nuestro
dolor alguna dicha ajena? Volvamos a leer las Euménides del
formidable trágico Esquilo, aquellos coros de las Furias, porque los
dioses nuevos, destruyendo las antiguas leyes, les arrebataban a Orestes
de las manos: aquellas encendidas invectivas contra la redención apolínea.
¿:No es que la redención arranca de las manos de los dioses a los hombres,
su presa y su juguete, con cuyos dolores juegan y se gozan como los
chiquillos atormentando a un escarabajo, según la sentencia del trágico? Y
recordemos aquello de: «¡Dios mío! ¡Dios mío!, ¿:porqué me has
abandonado?»
Sí, ¿:por qué no una eternidad de dolor? El infierno es una eternización
del alma, aunque sea en pena. ¿:No es la pena esencial a la vida?
Los hombres andan inventando teorías para explicarse eso que llaman el
origen del mal. ¿:Y por qué no el origen del bien? ¿:Por qué suponer que es
el bien lo positivo y originario, y el mal lo negativo y derivado? «Todo
lo que es en cuanto es, es bueno», sentenció san Agustín; pero ¿:por qué?,
¿:qué quiere decir ser bueno? Lo bueno es bueno para algo, conducente a un
fin, y decir que todo es bueno, vale decir que todo va a su fin. Pero
¿:cuál es su fin? Nuestro apetito es eternizarnos, persistir, y llamamos
bueno a cuanto conspira a ese fin, y malo a cuanto tiende a amenguarnos o
destruirnos la conciencia. Suponemos que la conciencia humana es fin y no
medio para otra cosa que no sea conciencia, ya humana, ya sobrehumana.
Todo optimismo metafísico, como el de Leibniz, o pesimismo de igual
orden, como el de Schopenhauer, no tienen otro fundamento. Para Leibniz
este mundo es el mejor, porque conspira a perpetuar la conciencia y con
ella la voluntad, porque la inteligencia acrecienta la voluntad y la
perfecciona, porque el fin del hombre es la contemplación de Dios, y para
Schopenhauer es este mundo el peor de los posibles, porque conspira a
destruir la voluntad, porque la inteligencia, la representación, anula a
la voluntad, su madre. Y así Franklin, que creía en otra vida, aseguraba
que volvería a vivir esta, la vida que vivió, de cabo a rabo, from its
beginning to the end, y Leopardi, que no creía en otra, aseguraba que
nadie aceptaría volver a vivir la vida que vivió. Ambas doctrinas, no ya
éticas, sino religiosas, y el sentimiento del bien moral, en cuanto valor
teológico, de origen religioso también.
Y vuelve uno a preguntarse: ¿:no se salvan, no se eternizan, y no ya en
dolor, sino en dicha, todos, lo mismo los que llamamos buenos que los
llamados malos?
¿:En esto de bueno y de malo no entra la malicia del que juzga? ¿:La
maldad está en la intención del que ejecuta el acto o no está más bien en
la del que lo juzga malo? ¡Pero es lo terrible que el hombre se juzga a sí
mismo, se hace juez de sí propio!
¿:Quiénes se salvan? Ahora otra imaginación -ni más ni menos racional
que cuantas van interrogativamente expuestas-, y es que sólo se salven los
que anhelaron salvarse, que sólo se eternicen los que vivieron aquejados
del terrible hambre de eternidad y de etemización. El que anhela no morir
nunca, y cree no haberse nunca de morir en espíritu, es porque lo merece,
o más bien, sólo anhela la eternidad personal el que la lleva ya dentro.
No deja de anhelar con pasión su propia inmortalidad, y con pasión
avasalladora de toda razón, sino aquel que no la merece y porque no la
merece no la anhela. Y no es injusticia no darle lo que no sabe desear,
porque pedid y se os dará. Acaso se le dé a cada uno lo que deseó. Y acaso
el pecado aquel contra el Espíritu Santo, para el que no hay, según el
Evangelio, remisión, no sea otro que no desear a Dios, no anhelar
eternizarse.
«Según es vuestro espíritu, así es vuestra rebusca; hallaréis lo que
deseéis, y esto es ser cristiano», as is your sort of mind / so is
your sort of search; you'll find / what you desire, and thats to be a
Christian, decía R. Browning (Christmaseve and Easterday,
VII).
El Dante condena en su infierno a los epicúreos, a los que no creyeron
en otra vida a algo más terrible que no tenerla, y es a la conciencia de
que no la tienen, y esto en forma plástica, haciendo que permanezcan
durante la eternidad toda encerrados dentro de sus tumbas, sin luz, sin
aire, sin fuego, sin movimiento, sin vida (Inferno, X;
10-15).
¿:Qué crueldad hay en negar a uno lo que no deseó o no pudo desear?
Virgilio el dulce, en el canto VI de su Eneida (426-429), nos
hace oír las voces y vagidos quejumbrosos de los niños que lloran a la
entrada del infierno.
continuo auditae voces, vagitus et ingens
infantumque animae flentes in limine primo,
desdichados que apenas entraron en la vida ni conocieron sus dulzuras,
y a quienes un negro día les arrebató de los pechos maternos para
sumergirlos en acerbo luto.
quos dulcis vitae exsortes et ab ubere raptos
abstulit atra dies et funere mersit acerbo.
¿:Pero qué vida perdieron, si no la conocían ni la anhelaban? ¿:O es que
en realidad no la anhelaron?
Aquí podrá decirse que la anhelaron otros por ellos, que sus padres les
quisieron eternos, para con ellos recrearse luego en la gloria. Y así
entramos en un nuevo campo de imaginaciones, y es el de la solidaridad y
representatividad de la salvación eterna.
Son muchos, en efecto, los que se imaginan al linaje humano como un
ser, un individuo colectivo y solidario, y en que cada miembro representa
o puede llegar a representar a la colectividad toda y se imaginan la
salvación como algo colectivo también. Como algo colectivo el mérito, como
algo colectivo también la culpa; y la redención. O se salvan todos o no se
salva nadie, según este -nodo de sentir y de imaginar; la
redención es total y es mutua; cada hombre un Cristo de su prójimo.
¿:Y no hay acaso como una vislumbre de esto en la creencia popular
católica de las benditas ánimas del Purgatorio y de los sufragios que por
ellas, por sus muertos, rinden los vivos y los méritos que les aplican? Es
corriente en la piedad popular católica este sentimiento de transmisión de
méritos, ya a vivos, ya a muertos.
No hay tampoco que olvidar el que muchas veces se ha presentado ya en
la historia del pensamiento religioso humano la idea de la inmortalidad
restringida a un número de elegidos, de espíritus representativos de los
demás, y que en cierto modo los incluyen en sí, idea de abolengo pagano
-pues tales eran los héroes y semidioses- que se abroquela a las veces en
aquello de que son muchos los llamados y pocos los elegidos.
En estos días mismos en que me ocupaba en preparar este ensayo, llegó a
mis manos la tercera edición del Dialogue sur la vie et sur la mort,
de Charles Bonnefon, libro en que imaginaciones análogas a las que
vengo exponiendo hallan expresión concentrada y sugestiva. Ni el alma
puede vivir sin el cuerpo, ni este sin aquella, nos dice Bonnefon, y así
no existen en realidad ni la muerte ni el nacimiento, ni hay en rigor, ni
cuerpo, ni alma, ni nacimiento, ni muerte, todo lo cual son abstracciones
o apariencias, sino tan sólo una vida pensante, de que formamos parte, y
que no puede ni nacer ni morir. Lo que le lleva a negar la individualidad
humana, afirmando que nadie puede decir: «yo soy», sino más bien «nosotros
somos», o mejor aún: «es en nosotros». Es la humanidad, la especie, la que
piensa y ama en nosotros. Y como se transmiten los cuerpos se transmiten
las almas. «El pensamiento vivo o la vida presente que somos, volverá a
encontrarse inmediatamente bajo una forma análoga a la que fue nuestro
origen y correspondiente a nuestro ser en el seno de una mujer fecundado.»
Cada uno de nosotros, pues, ha vivido ya y volverá a vivir, aunque lo
ignore. «Si la humanidad se eleva gradualmente por encima de sí misma,
¿:quién nos dice que al momento de morir el úlimo hombre, que contendrá en
sí a todos los demás, no haya llegado a la humanidad superior tal como
existe en cualquier otra parte, en el cielo?... Solidarios todos,
recogeremos todos poco a poco los frutos de nuestros esfuerzos.» Según
este modo de imaginar y de sentir, como nadie nace, nadie muere, sino que
cada alma no ha cesado de luchar y varias veces hase sumergido en medio de
la pelea humana, «desde que el tipo de embrión correspondiente a la misma
conciencia se representaba en la sucesión de los fenómenos humanos». Claro
es que como Bonnefon empieza por negar la individualidad personal, deja
fuera nuestro verdadero anhelo, que es el de salvarla; mas como, por otra
parte, él, Bonnefon, es individuo personal y siente ese anhelo, acude a la
distinción entre llamados y elegidos, y a la noción de espíritus
representati
vos, y concede a un número de hombres esa inmortalidad representativa.
De estos elegidos dice que «serán un poco más necesarios a Dios que
nosotros mismos». Y termina este grandioso ensueño en que «de ascensión en
ascensión no es imposible que lleguemos a la dicha suprema, y que nuestra
vida se funda en la Vida perfecta como la gota de agua en el mar.
Comprenderemos entonces -prosigue diciendo- que todo era necesario, que
cada filosofía o cada religión tuvo su hora de verdad, que a través de
nuestros rodeos y errores y en los momentos más sombríos de nuestra
historia, hemos columbrado el faro y que estábamos todos predestinados a
participar de la Luz Eterna. Y si el Dios que volveremos a encontrar posee
un cuerpo -y no podemos concebir Dios vivo que no le tenga-, seremos una
de sus células conscientes a la vez que las miríadas de razas brotadas en
las miríadas de soles. Si este ensueño se cumpliera, un océano de amor
bairía nuestras playas, y el fin de toda vida sería añadir una gota de
agua a su infinito». ¿:Y qué es este sueño cósmico de Bonnefon sino la
forma plástica de la apocatástasis pauliniana?
Sí, este tal ensueño, de viejo abolengo cristiano, no es otra cosa, en
el fondo, que la anacefaleosis pauliniana, la fusión de los hombres todos
en el Hombre, en la Humanidad toda hecha Persona, que es Cristo, y con los
hombres todos, y la sujeción luego de todo ello a Dios, para que Dios, la
Conciencia, lo sea todo en todos. Lo cual supone una redención colectiva y
una sociedad de ultratumba.
A mediados del siglo xviii dos pietistas de origen protestante, Juan
Jacobo Moser y Federico Cristóbal Oeinger, volvieron a dar fuerza y valor
a la anacefaleosis pauliniana. Moser declaraba que su religión no
consistía en tener por verdaderas ciertas doctrinas y vivir virtuosamente
conforme a ellas, sino en unirse de nuevo con Dios por Cristo; a lo que
corresponde el conocimiento, creciente hasta el fin de la vida, de los
propios pecados y de la misericordia y paciencia de Dios, la alteración
del senido natural todo, la adquisición de la reconciliación fundada en la
muerte de Cristo, el goce de la paz con Dios en el testimonio permanente
del Espíritu Santo, respecto a la remisión de los pecados; el conducirse
según el modelo de Cristo, lo cual sólo brota de la fe, el acercarse a
Dios y tratar con Él, y la disposición de morir en gracia y la esperanza
del juicio que otorga la bienaventuranza en el próximo goce de Dios y en
trato con todos los santos (C. Ritschl, Geschichte der
Pietismus, III,§
43).El trato con todos los santos, es decir,
considera la felicidad eterna, no como la visión de Dios en su infinitud,
sino basándose en la Epístola a los efesios, como la contemplación de Dios
en la armonía de la criatura con Cristo. El trato con todos los santos
era, según él, esencial contenido de la felicidad eterna. Era la
realización del reino de Dios, que resulta así ser el reino del Hombre. Y
al exponer estas doctrinas de los dos pietistas confiesa Ritschl (obra
citada, III, §
46) que ambos testigos adquirieron para el
protestantismo con ellas algo de tanto valor como el método teológico de
Spencer, otro pietista.
Vese, pues, cómo el íntimo anhelo místico cristiano, desde san Pablo,
ha sido dar finalidad humana, o sea divina, al Universo, salvar la
conciencia humana y salvarla haciendo una persona de la humanidad toda. A
ello responde la anacefaleosis, la recapitulación de todo, todo lo de la
tierra y el cielo, lo visible y lo invisible, en Cristo, y la
apocatástais, la vuelta del todo a Dios, a la conciencia, para que Dios
sea todo en todo. ¿:Y ser Dios todo en todo no es acaso el que cobre todo
conciencia y resucite en esta todo lo que pasó, y que se eternice todo
cuanto en el tiempo fue? Y entre ellos todas las conciencias individuales,
las que han sido, las que son y las que serán, y tal como se dieron, se
dan y se darán en sociedad y solidaridad. Mas este resucitar a conciencia
todo lo que alguna vez fue, ¿:no trae necesariamente consigo una fusión de
lo idéntico, una amalgama de lo semejante? Al hacerse el linaje humano
verdadera sociedad en Cristo, comunión de santos, reino de Dios, ¿:no es
que las engañosas y hasta pecaminosas diferencias individuales se borran,
y quede sólo de cada hombre que fue lo esencial de él en la sociedad
perfecta? ¿:No resultaría tal vez, según la suposición de Bonnefon, que
esta conciencia que vivió en el siglo xx en este rincón de esta tierra se
sintiese la misma que tales otras que vivieron en otros siglos y acaso en
otras tierras?
¡Y qué no puede ser una efectiva y real unión, una unión sustancial e
íntima, alma a alma, de todos los que han sido! «Si dos criaturas
cualesquiera se hicieran una, harían más que ha hecho el mundo.»
If any two creatures grew into one
They
would do more than the world has done.
sentenció Browning (The flight of the Duchess), y el Cristo
nos dejó dicho que donde se reúnan dos en su nombre allí está Él.
La gloria es, pues, según muchos, sociedad, más perfecta sociedad que
la de este mundo: es la sociedad humana hecha persona. Y no falta quien
crea que elprogreso humano todo conspira a hacer de nuestra especie un ser
colectivo con verdadera conciencia -¿:no es acaso un organismo humano
individual una especie de federación de células?- y que cuando la haya
adquirido plena, resucitarán en ella cuantos fueron.
La gloria, piensan muchos, es sociedad. Como nadie vive aislado, nadie
puede sobrevivir aislado tampoco. No puede gozar de Dios en el cielo quien
vea que su hermano sufre en el infierno, porque fueron comunes la culpa y
el mérito. Pensamos con los pensamientos de los demás y con sus
sentimientos sentimos. Ver a Dios, cuando Dios sea todo en todos, es verlo
todo en Dios y vivir en Dios con todo.
Este grandioso ensueño de la solidaridad final humana es la
anacefaleosis y la apocatástasis paulinianas. Somos los cristianos, decía
el Apóstol (1 Cor., XII, 27), el cuerpo de Cristo, miembros de él, carne
de su carne y hueso de sus huesos (Efesios, V 30), sarmientos de la
vid.
Pero en esta final solidarización, en esta verdadera y suprema
cristinaciónde las criaturas todas, ¿:qué es de cada conciencia
individual?, ¿:qué es de mí, de este pobre yo frágil, de este yo esclavo
del tiempo y del espacio, de este yo que la razón me dice ser un mero
accidente pasajero, pero por salvar al cual, vivo y sufro y espero y creo?
Salvada la finalidad humana del Universo, si al fin se salva; salvada la
conciencia, ¿:me resignaría a hacer el sacrificio de este mi pobre yo, por
el cual y sólo por el cual conozco esa finalidad y esa conciencia?
Y henos aquí en lo más alto de la tragedia, en su nudo, en la
perspectiva de este supremo sacrificio religioso: el de la propia
conciencia individual en aras de la conciencia humana perfecta, de la
Conciencia Divina.
Pero ¿:hay tal tragedia? Si llegáramos a ver claro esa anacefaleosis; si
llegáramos a comprender y sentir que vamos a enriquecer a Cristo,
¿:vacilaríamos un momento en entregarnos del todo a Él? El arroyico que
entra en el mar y siente en la dulzura de sus aguas el amargor de la sal
oceánica, ¿:retrocedería hacia su fuente?, ¿:querría volver a la nube que
nació de mar?, ¿:no es un gozo sentirse absorbido?
Y, sin embargo...
Sí, a pesar de todo, la tragedia culmina aquí.
Y el alma, mi alma al menos, anhela otra cosa, no absorción, no
quietud, no paz, no apagamiento, sino eterno acercarse sin llegar nunca,
inacabable anhelo, eterna esperanza que eternamente se renueva sin
acabarse del todo nunca. Y con ello un eterno carecer de algo y un dolor
eterno. Un dolor, una pena, gracias a la cual se crece sin cesar en
conciencia y en anhelo. No pongáis a la puerta de la Gloria, como a la del
Infierno puso el Dante, el Lasciate ogni speranza! ¡No matéis el
tiempo! Es nuestra vida una esperanza que se está convirtiendo sin cesar
en recuerdo, que engendra a su vez a la esperanza. ¡Dejadnos vivir! La
eternidad, como un eterno presente, sin recuerdo y sin esperanza, es la
muerte. Así son las ideas, pero así no viven los hombres. Así son las
ideas en el DiosIdea; pero no pueden vivir así los hombres en el Dios
vivo, en el Dios-Hombre.
Un eterno Purgatorio, pues, más que una Gloria; una ascensión eterna.
Si desaparece todo dolor, por puro y espiritualizado que lo supongamos,
toda ansia, ¿:qué hace vivir a los bienaventurados? Si no sufren allí por
Dios, ¿:cómo le aman? Y si aun allí, en la Gloria, viendo a Dios poco a
poco y cada vez de más cerca sin llegar a Él del todo nunca, no les queda
siempre algo por conocer y anhelar, no les queda siempre un poco de
incertidumbre, ¿:cómo no se aduermen?
O en resolución, si allí no queda algo de la tragedia íntima del alma,
¿:qué vida es esa? ¿:Hay acaso goce mayor que acordarse de la miseria -y
acordarse de ella es sentirla- en el tiempo de la felicidad? ¿:No añora la
cárcel quien se libertó de ella? ¿:No echa de menos aquellos sus anhelos de
libertad?
¡Ensueños mitológicos!, se dirá. Ni como otra cosa los hemos
presentado. Pero ¿:es que el ensueño mitológico no contiene su verdad? ¿:Es
que el ensueño y el mito no son acaso revelaciones de una verdad inefable,
de una verdad irracional, de una verdad que no puede probarse?
¡Mitología! Acaso; pero hay que mitologizar respecto a la otra vida
como en tiempos de Platón. Acabamos de ver que cuando tratamos de dar
forma concreta, concebible, es decir, racional, a nuestro anhelo primario,
primordial y fundamental de vida eterna consciente de sí y de su
individualidad personal, los absurdos estéticos, lógicos y éticos se
multiplican y no hay modo de concebir sin conradicciones y despropósitos
la visión beatífica y la apocatástasis.
¡Y sin embargo!
Sin embargo, sí, hay que anhelarla, por absurda que nos parezca; es
más, hay que creer en ella, de una manera o de otra, para vivir. Para
vivir, ¿:eh?, no para comprender el Universo. Hay que creer en ella, y
creer en ella es religioso. El cristianismo, la única religión que
nosotros, los europeos del siglo XX, podemos de veras sentir, es, como
decía Kierkegaard, una salida desesperada (Afsluttende uvidenskabelig
Efferskrift, 11, 1, cap. 1), salida que sólo se logra mediante el
martirio de la fe, que es la crucifixión de la razón, según el mismo
trágico pensador.
No sin razón quedó dicho por quien pudo decirlo aquello de la locura de
la cruz. Locura, sin duda, locura. Y no andaba del todo descaminado el
humorista yanqui -Oliver Wendell Holmes- al hacer decir a uno de los
personajes de sus ingeniosas conversaciones, que se,formaba mejor idea de
los que estaban encerrados en un manicomio por monomanía religiosa que no
de los que, profesando los mismos principios religiosos, andaban sueltos y
sin enloquecer. Pero ¿:es que realmente no viven estos también, gracias a
Dios, enloquecidos? ¿:Es que no hay locuras mansas, que no sólo nos
permiten convivir con nuestros prójimos sin detrimento de la sociedad,
sino que más bien nos ayudan a ello, dándonos como nos dan senido y
finalidad a la vida y a la sociedad misma?
Y después de todo, ¿:qué es la locura y cómo distinguirla de la razón no
poniéndose fuera de una y de otra, lo cual nos es imposible?
Locura tal vez, y locura grande, querer penetrar en el misterio de
ultratumba; locura querer sobreponer nuesras imaginaciones, preñadas de
contradicción íntima, por encima de lo que una sana razón nos dicta. Y una
sana razón nos dice que no se debe fundar nada sin cimientos, y que es
labor, más que ociosa, destructiva, la de llenar con fantasías el hueco de
lo desconocido. Y sin embargo...
Hay que creer en la otra vida, en la vida eterna de más allá de la
tumba, y en una vida individual y personal, en una vida en que cada uno de
nosotros sienta su conciencia y la sienta unirse, sin confundirse con las
demás conciencias todas en la Conciencia Suprema, en Dios; hay que creer
en esa otra vida para poder vivir esta y soportarla y darle sentido y
invalidad. Y hay que creer acaso en esa otra vida para merecerla, para
conseguirla, o tal vez ni la merece ni la consigue el que no la anhela
sobre la razón y, si fuere menester, hasta contra ella.
Y hay, sobre todo, que sentir y conducirse como si nos estuviese
reservada una continuación sin fin de nuestra vida terrenal después de la
muerte; y si es la nada lo que nos está reservado, no hacer que esto sea
una justicia, según la frase de Obennann.
Lo que nos trae como de la mano a examinar el aspecto práctico o ético
de nuestro único problema.
@§
-- XI --
-- XI -- EL PROBLEMA PRÁCTICO
L'homme est périssable. -II se peut; mais
périssons
en résistant, et, si le néant nous est reservé, ne
faisons
pas que ce soit une justice.
(SÉNANCOUR:Obennann, legre XC.)
Varias veces, en el errabundo curso de estos ensayos, he definido, a
pesar de mi horror a las definiciones, mi propia posición frente al
problema que vengo examinando; pero sé que no faltará nunca el lector,
insatisfecho, educado en un dogmatismo cualquiera, que se dirá: «Este
hombre no se decide, vacila; ahora parece afirmar una cosa, y luego la
contraria: está lleno de contradicciones; no le puedo encasillar; ¿:qué
es?» Pues eso, uno que afirma contrarios, un hombre de contradicción y de
pelea, como de sí mismo decía Job: uno que dice una cosa con el corazón y
la contraria con la cabeza, y que hace de esta lucha su vida. Más claro,
ni el agua que sale de la nieve de las cumbres.
Se me dirá que esta es una posición insostenible, que hace falta un
cimiento en que cimentar nuestra acción y nuestras obras, que no cabe
vivir en contradicciones, que la unidad y la claridad son condiciones
esenciales de la vida y del pensamiento, y que se hace preciso unificar
este. Y seguimos siempre en lo mismo. Porque es la conradicción íntima
precisamente lo que unifica mi vida, le da razón práctica de ser.
O más bien es el conflicto mismo, es la misma apasionada incertidumbre
lo que unifica mi acción y me hace vivir y obrar.
Pensamos para vivir, he dicho; pero acaso fuera más acertado decir que
pensamos porque vivimos, y que la forma de nuestro pensamiento responde a
la de nuestra vida. Una vez más tengo que repetir que nuestras doctrinas
éticas y filosóficas, en general, no suelen ser sino la justificación a
posteriori de nuestra conducta, de nuestros actos. Nuestras doctrinas
suelen ser el medio que buscamos para explicar y justificar a los demás y
a nosotros mismos nuestro propio modo de obrar. Y nótese que no sólo a los
demás, sino a nosotros mismos. El hombre, que no sabe en rigor por qué
hace lo que hace y no otra cosa, siente la necesidad de darse cuenta de su
razón de obrar, y la forja. Los que creemos móviles de nuestra conducta no
suelen ser sino pretextos. La misma razón que uno cree que le impulsa a
cuidarse para prologar su vida, es la que en la creencia de otro le lleva
a este a pegarse un tiro.
No puede, sin embargo, negarse que los razonamienos, las ideas, no
influyan en los actos humanos, y aun a las veces los determinen por un
proceso análogo al de la sugestión en un hipnotizado, y es por la
tendencia que toda idea -que no es sino un acto incoado o abortadoiene a
resolverse en acción. Esta noción es la que llevó a Fouillée a lo de las
ideas-fuerzas. Pero son de ordinario fuerzas que acomodamos a otras más
íntimas y mucho menos conscientes.
Mas dejando por ahora todo esto, quiero establecer la incertidumbre, la
duda, el perpetuo combate con el misterio de nuestro final destino, la
desesperación mental y lafalta de sólido y estable fundamento dogmático,
pueden ser base de moral.
El que basa o cree basar su conducta -interna o exerna, de sentimiento
o de acción- en un dogma o principio teórico que estima incontrovertible,
corre riesgo de hacerse un fanático, y, además, el día en que se le
quebrante o afloje ese dogma, su moral se relaja. Si la tierra que cree
firme vacila, él, ante el terremoto, tiembla, porque no todos somos el
estoico ideal a quien le hieren impavido las ruinas del orbe hecho
pedazos. Afortunadamente, le salvará lo que hay debajo de sus ideas. Pues
al que os diga que si no estafa y pone cuernos a su más ínimo amigo, es
porque teme al infierno, podéis asegurar que, si dejase de creer en este,
tampoco lo haría, invenando entonces otra explicación cualquiera. Y esto
en honra del género humano.
Pero al que cree que navega, tal vez sin rumbo en balsa movible y
anegable, no ha de inmutarle el que la balsa se le mueva bajo los pies y
amenace hundirse. Este tal cree obrar, no porque estime su principio de
acción verdadero, sino para hacerlo tal, para probarse su verdad, para
crearse su mundo espiritual.
Mi conducta ha de ser la mejor prueba, la prueba moral de mi anhelo
supremo; y si no acabo de convencerme, dentro de la última o irremediable
incertidumbre, de la verdad de lo que espero, es que mi conducta no es
basante pura. No se basa, pues, la virtud en el dogma, sino este en
aquella, y es el mártir el que hace la fe más que la fe al mártir. No hay
seguridad y descanso -los que se pueden lograr en esta vida, esencialmente
insegura y fatigosa- sino en una conducta apasionadamente buena.
Es la conducta, la práctica, la que sirve de prueba a la doctrina, a la
teoría. «El que quiera hacer la voluntad de Él -Aquel que me envió, dice
Jesús- conocerá si es la doctrina de Dios o si hablo por mí mismo» (Juan,
VII, 17); y es conocido aquello de Pascal de: empieza por tomar agua
bendita y acabarás creyendo. En esta misma línea pensaba Juan Jacobo
Moser, el pietista, que ningún ateo o naturalista tiene derecho a
considerar infundada la religión cristiana mientras no haya hecho la
prueba de cumplir con sus prescripciones y mandamientos (véase Ritschl,
Geschichte der Pietismus, libro VII, 43).
¿:Cuál es nuestra verdad cordial y antirracional? La inmortalidad del
alma humana, la de la persistencia sin término alguno de nuestra
conciencia, la de la finalidad humana del Universo. ¿:Y cuál su prueba
moral? Podemos formularla así: obra de modo que merezcas a tu propio
juicio y a juicio de los demás la eternidad, que te hagas insustituible,
que no merezcas morir. O tal vez así: obra como si hubieses de morirte
mañana, pero para sobrevivir y eternizarte. El fin de la moral es dar
finalidad humana, personal, al Universo; descubrir la que tenga -si es que
la tiene- y descubrirla obrando.
Hace ya más de un siglo, en 1804, el más hondo y más intenso de los
hijos espirituales del patriarca Rousseau, el más trágico de los
sentidores franceses, sin excluir a Pascal,Sénancour, en la carta XC de
las que constituyen aquella inmensa monodia de su
Obermann,escribió las palabras que van como lema a la cabeza de
este capítulo: «El hombre es perecedero. Puede ser, más perezcamos
resistiendo, y si es la nada lo que nos está reservado, no hagamos que sea
esto justicia.» Cambiad esta sentencia de su forma negativa en la positiva
diciendo: «Y si es la nada lo que nos está reservado, hagamos que sea una
injusticia esto», y tendréis la más firme base de acción para quien no
pueda o no quiera ser un dogmático.
Lo irreligioso, lo demoniaco, lo que incapacita para la acción o nos
deja sin defensa ideal contra nuestras malas tendencias, es el pesimismo
aquel que pone Goethe en boca de Mefistófeles cuando le hace decir: «Todo
lo que nace merece hundirse» (denn alles was entsteht ist wert dass es
zugrunde geht). Este es el pesimismo que los hombres llamamos malo, y
no aquel otro que ante el temor de que todo al cabo se aniquile, consiste
en deplorar y en luchar contra ese temor. Mefistófeles afirma que todo lo
que nace merece hundirse, aniquilarse, pero no que se hunda o se aniquile,
y nosotros afirmamos que todo cuanto nace merece elevarse, eternizarse,
aunque nada de ello lo consiga. La posición moral es la contraria.
Sí, merece eternizarse todo, absolutamente todo, hasta lo malo mismo,
pues lo que llamamos malo, al eternizarse perdería su maleza, perdiendo su
temporalidad. Que la esencia del mal está en su temporalidad, en que no se
enderece a fin último y permanente.
Y no estaría acaso de más decir aquí algo de esa distinción, una de las
más profundas que hay, entre lo que suele llamarse pesimismo y el
optimismo, confusión no menor que la que reina al distinguir el
individualismo del socialismo. Apenas cabe ya darse cuenta de qué sea eso
del pesimismo.
Hoy precisamente acabo de leer en The Nation (número de julio
6, 1912) un editorial titulado «Un infierno dramático» (A dramatic
Inferno), referente a una traducción inglesa de obras de Strindberg,
y en él se empieza con estas juiciosas observaciones: «Si hubiera en el
mundo un pesimismo sincero y total, sería por necesidad silencioso. La
desesperación que encuentra voz es un modo social, es el grito de angustia
que un hermano lanza a otro cuando van ambos tropezando por un valle de
sombras que está poblado de camaradas. En su angustia atesigua que hay
algo bueno en la vida, porque presume simpatía... La congoja real, la
desesperación sincera, es muda y ciega; no escribe libros ni siente
impulso alguno a cargar a un universo intolerable con un monumento más
duradero que el bronce.» En este juicio hay, sin duda, un sofisma, porque
el hombre a quien de veras le duele, llora y hasta grita, aunque esté solo
y nadie le oiga, para desahogarse, si bien esto acaso provenga de hábitos
sociales. Pero el león aislado en el desierto, ¿:no ruge si le duele una
muela? Mas aparte esto, no cabe negar el fondo de verdad de esas
reflexiones. El pesimismo que protesta y se defiende, no puede decirse que
sea tal pesimismo. Y desde luego no lo es, en rigor, el que reconoce que
nada debe hundirse aunque se hunda todo, y lo es el que declara que se
debe hundir todo aunque no se hunda nada. El pesimismo, además, adquiere
varios valores. Hay un pesimismo eudemonístico o económico, y es el que
niega la dicha; le hay ético, y es el que niega el triunfo del bien moral;
y le hay religioso, que es el que desespera de la finalidad humana del
Universo, de que el alma individual se salve para la eternidad.
Todos merecen salvarse, pero merece ante todo y sobre todo la
inmortalidad, como en mi anterior capítulo dejé dicho, el que
apasionadamente y hasta contra razón la desea. Un escritor inglés que se
dedica a profeta -lo que no es raro en su tierra-, Wells, en su libro
Anticipations, nos dice que «los hombres activos y capaces, de
toda clase de confesiones religiosas de hoy en día, tienden en la práctica
a no tener para nada en cuenta (to disregard... altogether) la
cuestión de la inmortalidad». Y es por lo que las confesiones religiosas
de esos hombres activos y capaces a que Wells se refiere, no suelen pasar
de ser una mentira, y una mentira sus vidas si quieren basarlas sobre
religión. Mas acaso en el fondo no sea eso que afirma Wellstan verdadero
como él y otros se figuran. Esos hombres activos y capaces viven en el
seno de una sociedad empapada en principios cristianos, bajo unas
instituciones y unos sentimientos sociales que el cristianismo fraguó, y
la fe en la inmortalidad del alma es en sus almas como un río soterraño,
al que ni se ve ni se oye, pero cuyas aguas riegan las raíces de las
acciones y de los propósitos de esos hombres.
Hay que confesar que no hay, en rigor, fundamento más sólido para la
moralidad que el fundamento de la moral católica. El fin del hombre es la
felicidad eterna, que consiste en la visión y goce de Dios por los siglos
de los siglos. Ahora, en lo que marra es en la busca de los medios
conducentes a ese fin; porque hacer depender la consecución de la
felicidad eterna de que se crea o no que el Espíritu Santo procede del
Padre y del Hijo, y no sólo de Aquél, o de que Jesús fue Dios y todo lo de
que la unión hipostática, o hasta siquiera de que haya Dios, resulta, a
poco que se piense en ello, una monstruosidad. Un Dios humano -e1 único
que podemos concebir- no rechazaría nunca al que no pudiese creer en Él
con la cabeza, y no en su cabeza, sino en su corazón, dice el impío que no
hay Dios, es decir, que no quiere que le haya. Si a alguna creencia
pudiera estar ligada la consecución de la felicidad eterna, sería a la
creencia en esa misma felicidad y en que sea posible.
¿:Y qué diremos de aquello otro del emperador de los pedantes, de
aquello de que no hemos venido al mundo a ser felices, sino a cumplir
nuestro deber? (Wir sind nicht auf der Welt, um glÜcklich zu sein,
sondern um unsere Schuldigkeit zu tun.) Si estamos en el mundo
para algo-um etwas-,¿:de dónde puede sacarse ese
para,sino del fondo mismo de nuestra voluntad, que pide felicidad
y no deber como fin último? Y si a ese para se le quiere dar otro
valor, un valor objetivo que diría cualquier pedante saduceo, entonces hay
que reconocer que la realidad objetiva, la que quedaría aunque la
humanidad desapareciese, es tan indiferente a nuestro deber como a nuesra
dicha; se le da tan poco de nuestra moralidad como de nuestra felicidad.
No sé que Júpiter, Urano o Sirio se dejen alterar en su curso porque
cumplamos o no con nuesro deber, más que porque seamos o no felices.
Consideraciones estas que habrán de parecer de una ridícula vulgaridad
y superficialidad de dilettante,a los pedantes esos. (El mundo
intelectual se divide en dos clases: dilettantes de un lado y
pedantes de otro.) ¡Qué le hemos de hacer! El hombre moderno es el que se
resigna a la verdad y a ignorar el conjunto de la cultura, y si no, véase
lo que al respecto dice Windelband en su estudio sobre el sino de
Hblderlin (Praeludien, l). Sí, esos hombres culturales se
resignan, pero quedamos unos cuantos pobrecitos salvajes que no nos
podemos resignar. No nos resignamos a la idea de haber de desaparecer un
día, y la crítica del gran Pedante no nos consuela.
Lo sensato, a lo sumo, es aquello de Galileo Galilei, cuando decía:
«Dirá alguien acaso que es acerbísimo el dolor de la pérdida de la vida,
mas yo diré que es menor que los otros; pues quien se despoja de la vida,
prívase al mismo tiempo de poder quejarse no ya de esa, mas de cualquier
otra pérdida.» Sentencia de un humorismo, no sé si consciente o
inconsciente en Galileo, pero trágico.
Y volviendo atrás, digo que si a alguna creencia pudiera estar ligada
la consecución de la felicidad eterna, sería a la creencia de la
posibilidad de su realización. Mas en rigor, ni aun esto. El hombre
razonable le dice a su cabeza: «No hay otra vida después de esta», pero
sólo el impío lo dice en su corazón. Mas aun a este mismo impío, que no es
acaso sino un desesperado, ¿:va un Dios humano a condenarle por su
desesperación? Harta desgracia tiene con ella.
Pero de todos modos, tomemos el lema calderoniano en su La vida es
sueño:
que estoy soñando y que quiero
obrar bien, pues no se
pierde
el hacer bien aun en sueños.
¿:De veras no se pierde? ¿:Lo sabía Calderón? Y añadía:
Acudamos a lo eterno
que es la fama vividora,
donde ni duermen las dichas
ni las grandezas reposan.
¿:De veras lo sabía Calderón?
Calderón tenía fe, robusta fe católica; pero al que no puede tenerla,
al que no puede creer en lo que don Pedro Calderón de la Barca creía, le
queda siempre lo de Obermann.
Hagamos que la nada, si es que nos está reservada, sea una injusticia;
peleemos contra el destino, y aun sin esperanzas de victoria; peleemos
contra él quijotescamente.
Y no sólo se pelea contra él anhelando lo irracional, sino obrando de
modo que nos hagamos insustituibles, acuñando en los demás nuestra marca y
cifra; obrando sobre nuestros prójimos para dominarlos, dándonos a ellos,
para eternizarnos en lo posible.
Ha de ser nuestro mayor esfuerzo el de hacernos insusituibles, el de
hacer una verdad práctica el hecho teórico -si es que esto de hecho
teórico no envuelve una contradicción in adiecto- de que es cada
uno de nosotros único e irreemplazable, de que no pueda llenar otro el
hueco que dejamos al morirnos.
Cada hombre es, en efecto, único e insustituible; otro yo no puede
darse; cada uno de nosotros -nuestra alma, no nuestra vida- vale por el
Universo todo. Y digo el espíritu y no la vida, porque el valor,
ridículamente excesivo, que conceden a la vida humana los que no creyendo
en realidad en el espíritu, es decir, en su inmortalidad personal, peroran
contra la guerra y contra la pena de muerte, verbigracia, es un valor que
se lo conceden precisamente por no creer de veras en el espíritu, a cuyo
servicio está la vida. Porque sólo sirve la vida en cuanto a su dueño y
señor, el espíritu, sirve, y si el dueño perece con la sierva, ni uno ni
otra valen gran cosa.
Y el obrar de modo que sea nuestra aniquilación una injusticia, que
nuestros hermanos, hijos y los hijos de nuestros hermanos y sus hijos,
reconozcan que no debimos haber muerto, es algo que está al alcance de
todos.
El fondo de la doctrina de la redención cristiana, es que sufrió pasión
y muerte el único hombre, esto es, el Hombre, el Hijo del Hombre, o sea el
Hijo de Dios, que no mereció por su inocencia haberse muerto, y que esta
divina víctima propiciatoria se murió para resucitar y resucitarnos, para
librarnos de la muerte aplicándonos sus méritos y enseñándonos el camino
de la vida. Y el Cristo que se dio todo a sus hermanos en humanidad sin
reservarse nada, es el modelo de acción.
Todos, es decir, cada uno puede y debe proponerse dar de sí todo cuanto
puede dar, más aun de lo que puede dar, excederse, superarse a sí mismo,
hacerse insustituible, darse a los demás para recogerse de ellos. Y cada
cual en su oficio, en su vocación civil. La palabra oficio, officium,
significa obligación, deber, pero en concreto, y esto debe significar
siempre en la práctica. Sin que se deba tratar acaso tanto de buscar
aquella vocación que más crea uno que se le acomoda y cuadra, cuanto de
hacer vocación del menester en que la suerte o la Providencia, no nuestra
voluntad, nos han puesto.
El más grande servicio acaso que Lutero ha rendido a la civilización
cristiana, es el de haber establecido el valor religioso de la propia
profesión civil, quebrantando la noción monástica medieval de la vocación
religiosa, noción envuelta en nieblas pasionales e imaginativas y
engendradoras de terribles tragedias de vida. ¡Si se enrara por los
claustros a inquirir qué sea eso de la vocación de pobres hombres a
quienes el egoísmo de sus padres les encerró de pequeñitos en la celda de
un noviciado, y de repente despiertan a la vida del mundo, si es que
despiertan alguna vez! O los que en un trabajo de propia sugestión se
engañaron. Y Lutero que lo vio de cerca y lo sufrió, pudo entender y
sentía el valor religioso de la profesión civil que a nadie liga por votos
perpetuos.
Cuanto respecto a las vocaciones de los cristianos, nos dice el Apóstol
en el capítulo IV de su Epístola a los efesios, hay que trasladarlo a la
vida civil, ya que hoy entre nosotros el cristiano -sépalo o no y quiéralo
o no- es el ciudadano, y en el caso en que él, el Apóstol, exclamó: «¡soy
ciudadano romano!», exclamaríamos cada uno de nosotros, aun los ateos:
¡soy cristiano! Y ello exige civilizar el cristianismo, esto es,
hacerlo civil deseclesiastizándolo, que fue la labor de Lutero, aunque
luego él, por su parte, hiciese iglesia.
The right man in the right place, dice una sentencia inglesa:
el hombre que conviene en el puesto que le conviene. A lo que cabe
replicar: ¡zapatero a tus zapatos! ¿:Quién sabe el puesto que mejor
conviene a cada uno y para el que está más apto? ¿:Lo sabe él mejor que los
demás? ¿:Lo saben los demás mejor que él? ¿:Quién mide capacidades y
aptitudes? Lo religioso es, sin duda, tratar de hacer que sea nuestra
vocación el puesto en que nos encontramos, y, en último caso, cambiarlo
por otro.
Este de la propia vocación es acaso el más grave y más hondo problema
social, el que está en la base de todos ellos. La llamada por antonomasia
cuestión social, es acaso más que un problema de reparto de riquezas, de
productos del trabajo, un problema de reparto de vocaciones, de modos de
producir. No por la aptitud -casi imposible de averiguar sin ponerla antes
a prueba, y no bien especificada en cada hombre, ya que para la mayoría de
los oficios el hombre no nace, sino que se hace-, no por la aptitud
especial, sino por razones sociales, políticas, riuales, se ha venido
determinando el oficio de cada uno. En unos tiempos y países las castas
religiosas y la herencia: en otros las guildas (gildas) y
gremios; luego, la máquina, la necesidad casi siempre, la libertad
casi nunca. Y llega lo trágico de ello a esos oficios de lenocinio en que
se gana la vida vendiendo el alma, en que el obrero trabaja a conciencia
no ya de la inutilidad, sino de la perversidad social de su trabajo,
fabricando el veneno que ha de ir matándole, el arma acaso con que
asesinarán a sus hijos. Este, y no el del salario, es el problema más
grave.
. En mi vida olvidaré un espectáculo que pude presenciar en la ría de
Bilbao, mi pueblo natal. Martillaba a sus orillas no sé qué cosa, en un
astillero, un obrero, y hacíalo a desgana, como quien no tiene fuerzas o
no va sino a pretextar su salario, cuando de pronto se oye un grito de una
mujer: «¡Socorro!» Y era que un niño cayó a la ría. Y aquel hombre se
transformó en un momento, y con una energía, presteza y sangre fría
admirables, se aligeró la ropa y se echó al agua a salvar al
pequeñuelo.
Lo que da acaso su menor ferocidad al movimiento socialista agrario es
que el gañán del campo, aunque no gane más ni viva mejor que el obrero
industrial o minero, tiene una más clara conciencia del valor social de su
trabajo. No es lo mismo sembrar trigo que sacar diamantes de la
tierra.
Y acaso el mayor progreso consista en una cierta indiferenciación del
trabajo, en la facilidad de dejar uno para tomar otro, no ya acaso más
lucrativo, sino más noble -porque hay trabajos más y menos nobles-. Mas
suele suceder con triste frecuencia, que ni el que ocupa una profesión y
no la abandona suele preocuparse de hacer vocación religiosa de ella, ni
el que la abandona y va en busca de otra lo hace con religiosidad de
propósitos.
Y, ¿:no conocéis, acaso, casos en que uno, fundado en que el organismo
profesional a que pertenece y en que trabaja está mal organizado y no
funciona como debiera, se hurta al cumplimiento estricto de su deber, a
pretexto de otro deber más alto? ¿:No llaman a este cumplimiento
ordenancismo y no hablan de burocracia y de fariseísmo de funcionarios? Y
ello suele ser a las veces como si un militar inteligente y muy estudioso
que se ha dado cuenta de las deficiencias de la organización bélica de su
patria, y se las ha denunciado a sus superiores y tal vez al público
-cumpliendo con ello su deber-, se negara a ejecutar en campaña una
operación que se le ordenase, por estimarla de escasísima probabilidad de
buen éxito, o tal vez de seguro fracaso, mientras no se corrigiesen
aquellas deficiencias. Merecería ser fusilado. Y en cuanto a lo de
fariseísmo...
Y queda siempre un modo de obedecer mandando, un modo de llevar a cabo
la operación que se estima absurda, corrigiendo su absurdidad, aunque sólo
sea con la propia muerte. Cuando en mi función burocrática me he
encontrado alguna vez con alguna disposición legislativa que por su
evidente absurdidad estaba en desuso, he procurado siempre aplicarla. Nada
hay peor que una pistola cargada en un rincón, y de la que no se usa;
llega un niño, se pone a jugar con ella y mata a su padre. Las leyes en
desuso son las más terribles de las leyes, cuando el desuso viene de lo
malo de la ley.
Y esto no son vaguedades, y menos en nuestra tierra. Porque mientras
andan algunos por acá buscando yo no sé qué deberes y responsabilidades
ideales, esto es, ficticios, ellos mismos no ponen su alma toda en aquel
menester inmediato y concreto de que viven, y los demás, la inmensa
mayoría, no cumplen con su oficio sino para eso que se llama vulgarmente
cumplir para cumplir, frase terriblemente inmoral-, para salir
del paso, para hacer que se hace, para dar pretexto y no justicia al
emolumento, sea de dinero o de otra cosa.
Aquí tenéis un zapatero que vive de hacer zapatos, y que los hace con
el esmero preciso para conservar su clientela y no perderla. Ese otro
zapatero vive en un plano espiritual algo más elevado, pues que tiene el
amor propio del oficio, y por pique o pundonor se esfuerza en pasar por el
mejor zapatero de la ciudad o del reino, aunque esto no le dé ni más
clientela ni más ganancia, y sí sólo más renombre y prestigio. Pero hay
otro grado aún mayor de perfeccionamiento moral en el oficio de la
zapatería, y es tender a hacerse para con sus parroquianos el zapatero
único e insustituible, el que de tal modo les haga el calzado, que tengan
que echarle de menos cuando se les muera -«se les muera» , y no
sólo «se muera»-, y piensen ellos, sus parroquianos, que no debía haberse
muerto, y esto sí porque les hizo calzado pensando en ahorrarles toda
molestia y que no fuese el cuidado de los pies lo que les impidiera vagar
a la contemplación de las más altas verdades; les hizo el calzado por amor
a ellos y por amor a Dios en ellos: se lo hizo por religiosidad.
Adrede he escogido este ejemplo, que acaso os parezca pedestre. Y es
porque el sentimiento, no ya ético, sino religioso, de nuestras
respectivas zapaterías, anda muy bajo.
Los obreros se asocian, forman sociedades cooperativas y de
resistencia, pelean muy justa y noblemente por el mejoramiento de su
clase; pero no se ve que esas asociaciones influyan gran cosa en la moral
del oficio. Han llegado a imponer a los patronos el que estos tengan que
recibir al trabajo a aquellos que la sociedad obrera respectiva designe en
cada caso, y no a otros; pero de la selección técnica de los designados,
se cuidan bien poco. Ocasiones hay en que apenas si le cabe al patrono
rechazar al inepto por su ineptitud, pues defienden esta sus compañeros. Y
cuando trabajan, lo hacen a menudo no más que por cumplir, por pretextar
el salario, cuando no lo hacen mal aposta para perjudicar al amo, que se
dan casos de ello.
En aparente justificación de todo lo cual cabe decir que los patronos,
por su parte, cien veces más culpables que sus obreros, maldito si se
cuidan ni de pagar mejor al que mejor trabaja, ni de fomentar la educación
general y técnica del obrero, ni mucho menos de la bondad intrínseca del
producto. La mejora de este producto que debía ser en sí, aparte de
razones de concurrencia industrial y mercantil, en bien de los
consumidores, por caridad, lo capital, no lo es ni para patronos ni para
obreros, y es que ni aquellos ni estos sienten religiosamente su oficio
social. Ni unos ni otros quieren ser insustituibles. Mal que se agrava con
esa desdichada forma de sociedades y empresas indusriales anónimas, donde
con la firma personal, se pierde hasta aquella vanidad de acreditarla que
sustituye al anhelo de eternizarse. Con la individualidad concreta,
cimiento de toda religión, desaparece la religiosidad del oficio.
Y lo que se dice de patronos y obreros, se dice mejor de cuantos a
profesiones liberales se dedican y de los funcionarios públicos. Apenas si
hay servidor del Estado que sienta la religiosidad de su menester oficial
y público. Nada más turbio, nada más confuso entre nosotros que el
sentimiento de los deberes para con el Estado, sentimiento que oblitera
aún más la Iglesia católica, que por lo que al Estado hace, es en rigor de
verdad, anarquista. Enre sus ministros no es raro hallar quienes defiendan
la licitud moral del matute y del contrabando, como si el que matuteando o
contrabandeando desobedece a la autoridad legalmente constituida que lo
prohibe, no pecara contra el cuarto mandamiento de la ley de Dios, que al
mandar honrar padre y madre, manda obedecer a esa autoridad legal en
cuanto ordene que no sea contrario, como no lo es elimponer esos tributos,
a la ley de Dios.
Son muchos los que, considerando el trabajo como un castigo, por
aquello de «comerás el pan con el sudor de tu frente», no estiman el
trabajo del oficio civil sino bajo su aspecto económico político y, a lo
sumo, bajo su aspecto estético. Para estos tales -entre los que se
encuentran principalmente los jesuitas- hay dos negocios: el negocio
inferior y pasajero de ganarnos la vida, de ganar el pan para nosotros y
nuestros hijos de una manera honrada -y sabida es la elasticidad de la
honradez-, y el .gran negocio de nuestra salvación, de ganarnos
la gloria eterna. Aquel trabajo inferior o mundano no es menester llevarlo
sino en cuanto, sin engaño ni grave detrimento de nuestros prójimos, nos
permita vivir decorosamente a la medida de nuestro rango social, pero de
modo que nos vaque el mayor tiempo posible para atender al otro gran
negocio. Y hay quienes elevándose un poco sobre esa concepción, más que
ética, económica, del trabajo de nuestro oficio civil, llegan hasta una
concepción y un sentimiento estético de él, que se cifran en adquirir
lustre y renombre en nuestro oficio, y hasta en hacer de él arte por el
arte mismo, por la belleza. Pero hay que elevarse aún más, a un
sentimiento ético de nuestro oficio civil que deriva y desciende de
nuestro sentimiento religioso, de nuestra hambre de eternización. El
trabajar cada uno en su propio oficio civil, puesta la vista en Dios, por
amor a Dios, lo que vale decir por amor a nuestra eternización, es hacer
de ese trabajo una obra religiosa.
El texto aquel de «comerás el pan con el sudor de tu frente», no quiere
decir que condenase Dios al hombre al trabajo, sino a la penosidad de él.
Al trabajo mismo no pudo condenarle, porque es el trabajo el único
consuelo práctico de haber nacido. Y la prueba de que no le condenó al
trabajo mismo está, para un cristiano, en que al ponerle en el Paraíso,
antes de la caída, cuando se hallaba aún en el estado de inocencia, dice
la Escritura que le puso en él para que lo guardase y lo labrase (Génesis,
11, 15). Y de hecho, ¿:en qué iba a pasar el tiempo en el Paraíso si no lo
trabajaba? ¿:Y es que acaso la visión beatífica misma no es una especie de
trabajo?
Y aun cuando el trabajo fuese nuestro castigo, deberíamos tender a
hacer de él, del castigo mismo, nuestro consuelo y nuestra redención, y de
abrazarnos a alguna cruz, no hay para cada uno otra mejor que la cruz del
trabajo de su propio oficio civil. Que no nos dijo Cristo «toma mi cruz y
sígueme», sino «toma tu cruz y sígueme»: cada uno la suya, que la del
Salvador él solo la lleva. Y no consiste, por lo tano, la imitación de
Cristo en aquel ideal monástico que resplandece en el libro que lleva el
nombre vulgar de Kempis, ideal sólo aplicable a un muy limitado número de
personas, y, por lo tanto, anticristiano, sino que imitar a Dios es tomar
cada uno su cruz, la cruz de su propio oficio civil, como Cristo tomó la
suya, la de su oficio civil también a la par que religioso, y abrazarse a
ella y llevarla puesta la vista en Dios y tendiendo a hacer una verdadera
oración de los actos propios de ese oficio. Haciendo zapatos, y por
hacerlos, se puede ganar la gloria si se esfuerza el zapatero perfecto
como es perfecto nuestro Padre celestial.
Ya Fourier, el soñador socialista, soñaba con hacer el trabajo
atrayente en sus falansterios por la libre elección de las vocaciones y
por otros medios. El único es la liberad. El contento del juego de azar,
que es trabajo, ¿:de qué depende sino de que se somete uno libremente a la
liberad de la Naturaleza, esto es, al azar? Y no nos perdamos en un cotejo
entre el trabajo y el deporte.
Y el sentimiento de hacernos insustituibles, de no merecer la muerte,
de hacer que nuestra aniquilación, si es que nos está reservada, sea una
injusticia, no sólo debe llevarnos a cumplir religiosamente, por amor a
Dios y a nuestra eternidad y eternización, nuestro propio oficio, sino a
cumplirlo apasionadamente, trágicamente, si se quiere. Debe llevarnos a
esforzarnos por sellar a los demás con nuestro sello, por perpetuarnos en
ellos y en sus hijos, dominándolos, por dejar en todo imperecedera nuestra
cifra. La más fecunda moral es la moral de la imposición mutua.
Ante todo cambiar en positivos los mandamientos que en forma negativa
nos legó la Ley Antigua. Y así, donde se nos dijo: ¡no mentirás!, entender
que nos dice: ¡dirás siempre la verdad, oportuna o inoportunamente!,
aunque sea cada uno de nosotros, y no los demás, quien juzgue en cada caso
de esa oportunidad. Y donde se nos dijo: ¡no matarás!, entender: ¡darás
vida y la acrecentarás! Y donde: ¡no hurtarás!, que dice: ¡acrecentarás la
riqueza pública¡ Y donde: ¡no cometerás adulterio!, esto: ¡darás a tu
tierra y al cielo hijos sanos, fuertes y buenos! Y así todo lo demás.
El que no pierda su vida, no la logrará. Entrégate, pues, á los demás,
pero para entregarte a ellos domínalos primero. Pues no cabe dominar sin
ser dominado. Cada uno se alimenta de la carne de aquel a quien devora.
Para dominar al prójimo hay que conocerlo y quererlo. Tratando de
imponerle mis ideas es como recibo las suyas. Amar al prójimo es querer
que sea como yo, que sea otro yo, es decir, es querer yo ser él; es querer
borrar la divisoria enre él y yo, suprimir el mal. Mi esfuerzo por
imponerme a otro, por ser y vivir yo en él y de él, por hacerle mío -que
es lo mismo que hacerme suyo-, es lo que da sentido religioso a la
colectividad, a la solidaridad humana.
El sentimiento de solidaridad parte de mí mismo; como soy sociedad,
necesito adueñarme de la sociedad humana; como soy un producto social,
tengo que socializarme y de mí voy a Dios -que soy yo proyectado al Todo-
y de Dios a cada uno de mis prójimos.
De primera intención protesto contra el inquisidor, y a él prefiero el
comerciante que viene a colocarme sus mercancías; pero si recogido en mí
mismo lo pienso mejor, veré que aquel, el inquisidor, cuando es de buena
intención, me trata como a un hombre, como a un fin en sí, pues si me
molesta es por el caritativo deseo de salvar mi alma, mientras que el otro
no me considera sino como a un cliente, como a un medio, y su indulgencia
y tolerancia no es en el fondo sino la más absoluta indiferencia respecto
a mi destino. Hay mucha más humanidad en el inquisidor.
Como suele haber mucha más humanidad en la guerra que no en la paz. La
no resistencia al mal implica resisencia al bien, y aun fuera de la
defensiva, la ofensiva misma es lo más divino acaso de lo humano. La
guerra es escuela de fraternidad y lazo de amor; es la guerra la que, por
el choque y la agresión mutua, ha puesto en contacto a los pueblos, y les
ha hecho conocerse y quererse. El más puro y más fecundo abrazo de amor
que se den entre sí los hombres, es el que sobre el campo de batalla se
dan el vencedor y el vencido. Y aun el odio depurado que surge de la
guerra es fecundo. La guerra es, en su más esricto sentido, la
santificación del homicidio. Caín se redime como general de ejércitos. Y
si Caín no hubiese maado a su hermano Abel, habría acaso muerto a manos de
este. Dios se reveló sobre todo en la guerra; empezó siendo el dios de los
ejércitos, y uno de los mayores servicios de la cruz es el de defender en
la espada la mano que esgrime esta.
Fue Caín el fratricida, el fundador del Estado, dicen los enemigos de
este. Y hay que aceptarlo y volverlo en gloria del Estado, hijo de la
guerra. La civilización empezó el día que un hombre, sujetando a otro y
obligándole a trabajar para los dos, pudo vagar a la contemplación del
mundo y obligar a su sometido a trabajos de lujo. Fue la esclavitud lo que
permitió a Platón especular sobre la república ideal, y fue la guerra lo
que trajo la esclavitud. No en vano es Atenea la diosa de la guerra y de
la ciencia. Pero ¿:será menester repetir una vez más estas verdades tan
obvias, mil veces desatendidas y que otras mil vuelven a renacer?
El precepto supremo que surge del amor a Dios y la base de toda moral
es este: entrégate por entero; da tu espíritu para salvarlo, para
eternizarlo. Tal es el sacrificio de vida.
Y el entregarse supone, lo he de repetir, imponerse. La verdadera moral
religiosa es en el fondo agresiva, invasora. El individuo en cuanto
individuo, el miserable individuo que vive preso del instinto de
conservación y de los sentidos, no quiere sino conservarse, y todo su hipo
es que no penetren los demás en su esfera, que no le inquieen, que no le
rompan la pereza, a cambio de lo cual, o para dar ejemplo y norma,
renuncia a penetrar él en los otros, a romperles la pereza, a
inquietarles, a apoderarse de ellos. El «no hagas a otro lo que para ti no
quieras», lo traduce él así: yo no me meto con los demás; que no se metan
los demás conmigo. Y se achica y se engurruña y perece en esta avaricia
espiritual y en esta moral repulsiva del individualismo anárquico: cada
uno para sí. Y como cada uno no es él mismo, mal puede ser para sí.
Mas así que el individuo se siente en la sociedad, se siente en Dios, y
el instinto de perpetuación le enciende en amor a Dios y en caridad
dominadora, busca perpeuarse en los demás, perennizar su espíritu,
eternizarlo, desclavar a Dios, y sólo anhela sellar su espíritu en los
demás espíritus y recibir el sello de estos. Es que se sacudió de la
pereza y de la avaricia espirituales.
La pereza, se dice, es la madre de todos los vicios, y la pereza, en
efecto, engendra los dos vicios -la avaricia y la envidia- que son a su
vez fuentes de todos los demás. La pereza es el peso de la materia de suyo
inerte, en nosoros, y esa pereza, mientras nos dice que trata de
conservarnos por el ahorro, en realidad no trata sino de amenguarnos, de
anonadarnos.
Al hombre le sobra materia o le sobra espíritu, o mejor dicho, o siente
hambre de espíritu, esto es, de eternidad o hambre de materia, resignación
a anonadarse. Cuando le sobra espíritu y siente hambre de más de él, lo
vierte y derrama fuera, y al derramarlo, se le acrecienta, con lo de los
demás; y, por el contrario, cuando, avaro de sí mismo, se recoge en sí
pensando mejor conservarse, acaba por perderlo todo, y le ocurre lo que al
que recibió un solo talento: lo enterró para no perderlo, y se quedó sin
él. Porque al que tiene, se le dará; pero al que no tiene sino poco, hasta
eso poco le será quitado.
Sed perfectos como vuestro Padre celestial lo es, se nos dijo, y este
terrible precepto -terrible porque la perfección infinita del Padre nos es
inasequible- debe ser nuestra suprema norma de conducta. El que no aspire
a lo imposible, apenas hará nada hacedero que valga la pena.
Debemos aspirar a lo imposible, a la perfección absoluta e infinita, y
decir al Padre: «¡Padre, no puedo: ayuda a mi impotencia!» Y Él lo hará en
nosotros.
Y ser perfecto es serlo todo, es ser yo y ser todos los demás, es ser
humanidad, es ser universo. Y no hay otro camino para ser todo lo demás
sino darse a todo, y cuando todo sea en todo, todo será en cada uno de
nosoros. La apocatástasis es más que un ensueño místico: es una norma de
acción, es un faro de altas hazañas.
De donde la moral invasora, dominadora, agresiva, inquisidora, si
queréis. Porque la caridad verdadera es invasora, y consiste en meter mi
espíritu en los demás espírius, en darles mi dolor como pábulo y consuelo
a sus dolores, en despertar con mi inquietud sus inquietudes, en aguzar su
hambre de Dios con mi hambre de Él. La caridad no es brezar y adormecer a
nuestros hermanos en la inercia y modorra de la materia, sino despertarles
en la zozobra y el tormento del espíritu.
A las catorce obras de misericordia que se nos enseñó en el Catecismo
de la doctrina cristiana, habría que añadir a las veces una más, y es el
de despertar al dormido. A las veces por lo menos, y desde luego cuando el
dormido duerme al borde de una sima, el despertarle es mucho más
misericordioso que enterrarle después de muerto, pues dejemos que los
muertos entierren a sus muertos. Bien se dijo aquello de «quien bien te
quiera, te hará llorar» y la caridad suele hacer llorar. «El amor que no
mortifica, no merece tan divino nombre», decía el encendido apóstol
portugués fray Thomé de Jesús (Trabalhos de Jesús, parte
primera); el de esta jaculatoria: «¡Oh fuego infinito, oh amor eterno, que
si no tienes donde abraces y te alargues y muchos corazones a que quemes,
lloras!» El que ama al prójimo le quema el corazón, y el corazón, como la
leña fresca, cuando se quema, gime y destila lágrimas.
Y el hacer eso es generosidad, una de las virtudes madres que surgen
cuando se vence a la inercia, a la pereza. Las más de nuestras miserias
vienen de avaricia espiritual.
El remedio al dolor, que es, dijimos, el choque de la conciencia en la
inconciencia, no es hundirse en esta, sino elevarse a aquella y sufrir
más. Lo malo del dolor se cura con más dolor, con más alto dolor. No hay
que darse opio, sino ponerse vinagre y sal en la herida del alma, porque
cuando te duermas y no sientas ya el dolor, es que no eres. Y hay que ser.
No cerréis, pues, los ojos a la esfinge acongojadora, sino miradla cara a
cara, y dejad que os coja y os masque en su boca de cien mil dientes
venenosos y os trague. Veréis qué dulzura cuando os haya tragado, qué
dolor más sabroso.
Y a esto se va prácticamente por la moral de la imposición mutua. Los
hombres deben tratar de imponerse los unos a los otros, de darse
mutuamente sus espíritus, de sellarse mutuamente las almas.
Es cosa que da en qué pensar eso de que hayan llamado a la moral
cristiana moral de esclavos, ¿:quiénes? ¡Los anarquistas! El anarquismo sí
que es moral de esclavos, pues sólo el esclavo canta la libertad
anárquica. ¡Anarquismo, no!, sino panarquismo;no aquello de ni
Dios ni amo, sino todos dioses y amos todos, todos esforzándose por
divinizarse, por inmortalizarse. Y para ello dominando a los demás.
¡Y hay tantos modos de dominar! A las veces, hasta pasivamente, al
parecer al menos, se cumple con esta ley de vida. El acomodarse al ámbito,
el imitar, el ponerse uno en lugar de otro, la simpatía, en fin, además de
ser una manifestación de la unidad de la especie, es un modo de
expansionarse, de ser otro. Ser vencido, o por lo menos aparecer vencido,
es muchas veces vencer; tomar lo de otro es un modo de vivir en él.
Y es que al decir dominar, no quiero decir como el tigre. También
domina el zorro por la astucia, y la liebre huyendo, la víbora por su
veneno, y el mosquito por su pequeñez, y el calamar por su tinta con que
oscurece el ámbito y huye. Y nadie se escandalice de esto, pues el mismo
Padre de todos, que dio fiereza, garras y fauces al tigre, dio astucia al
zorro, patas veloces a la liebre, veneno a la víbora, pequeñez al mosquito
y tinta al calamar. Y no consiste la nobleza o innobleza en las armas de
que se use, pues cada especie, y hasta cada individuo, tiene las suyas,
sino en cómo las use, y, sobre todo, en el fin para que uno las
esgrima.
Y entre las armas de vencer hay también la de la paciencia y la
resignación apasionadas llenas de actividad y de anhelos interiores.
Recordad aquel estupendo soneto del gran luchador, del gran inquietador
puritano Juan Milton, el secuaz de Cromwell y cantor de Satanás, el que al
verse ciego y considerar su luz apagada, e inútil en él aquel talento cuya
ocultación es muerte, oye que la . paciencia le
dice: «Dios no necesita ni de obra de hombre, ni de sus dones; quienes
mejor llevan su blando yugo le sirven mejor; su estado es regio; miles hay
que se lanzan a su señal y corren sin descanso tierras y mares, pero
también le sirven los que no hacen sino estarse y aguardar.»
They also serve who only stand and wait. Sí, también le sirven
los que sólo se están aguardándole, pero es cuando le aguardan
apasionadamente, hambrientamente, llenos de anhelos de inmortalidad en
Él.
Y hay que imponerse, aunque sólo sea por la paciencia. «Mi vaso es
pequeño, pero bebo en mi vaso», decía un poeta egoísta y de un pueblo de
avaros. No, en mi vaso beben todos, quiero que todos beban de él; se lo
doy, y mi vaso crece, según el número de los que en él beben, y todos, al
poner en él sus labios, dejan allí algo de su espíritu. Y bebo también de
los vasos de los demás, mientras ellos beben del mío. Porque cuanto más
soy de mí mismo, y cuanto soy más yo mismo, más soy de los demás; de la
plenitud de mí mismo me vierto a mis hermanos, y al vererme a ellos, ellos
entran en mí.
«Sed perfectos como vuestro Padre», se nos dijo, y nuestro Padre es
perfecto porque es Él, y es cada uno de sus hijos que en Él viven, son y
se mueven. Y el fin de la perfección es que seamos todos una sola cosa
(Juan, XVII, 21), todos un cuerpo en Cristo (Rom., XII, 5), y que al cabo,
sujetas todas las cosas al Hijo, el Hijo mismo se sujete a su vez a quien
le sujetó todo para que Dios sea todo en todos. Y esto es hacer que el
Universo sea conciencia; hacer de la Naturaleza sociedad, y sociedad
humana. Y entonces se le podrá a Dios llamar Padre a boca llena.
Ya sé que los que dicen que la ética es ciencia, dirán que todo esto
que vengo exponiendo no es más que retórica; pero cada cual tiene su
lenguaje y su pasión. Es decir, el que la tiene, y el que no tiene pasión,
de nada le sirve tener ciencia.
Y a la pasión que se expresa por esta retórica, le llaman egotismo los
de la ciencia ética, y el tal egotismo es el único verdadero remedio del
egoísmo, de la avaricia espiritual, del vicio de conservarse y ahorrarse,
y no de tratar perennizarse dándose.
«No seas, y darás más que todo lo que es», decía nuesro fray Juan de
los Ángeles en uno de sus Diálogos de la conquista del reino de Dios
(Diál. 111, 8); pero ¿:que quiere decir eso de no seas? ¿:No querrá
acaso decir paradójicamente, como a menudo en los místicos sucede, lo
contrario de lo que tomado a la letra y a primera lección dice? ¿:No es una
inmensa paradoja, un gran contrasenido trágico, más bien, la moral toda de
la sumisión y del quietismo? La moral monástica, la puramente monástica,
¿:no es absurdo? Y llamo aquí moral monástica a la del cartujo solitario, a
la del eremita, que huye del mundo -llevándose acaso consigo- para vivir
solo y a solas con un Dios solo también y solitario; no a la del dominio
inquisidor, que recorre la Provenza a quemar corazones de albigenses.
«¡Que lo haga todo Dios!», dirá alguien; pero es que si el hombre se
cruza de brazos Dios se echa a dormir.
Esa moral cartujana y la otra moral científica, la que sacan de la
ciencia ética -¡ oh, la ética como ciencia!, ¡la ética racional y
racionalista!, ¡pedantería de pedanterías y todo pedantería!-, eso sí que
puede ser egoísmo y frialdad de corazón.
Hay quien dice aislarse con Dios para mejor salvarse, para mejor
redimirse; pero es que la redención tiene que ser colectiva, pues que la
culpa lo es. «Lo religioso es la determinación de totalidad, y todo lo que
está fuera de esto es engaño de los sentidos, por lo cual el mayor
criminal es, en el fondo, inocente y un hombre bondadoso, un santo.» Así
Merkegaard (Afsluttende, etc., II, 11, cap. IV, setc. II, A).
¿:Y se comprende, por otra parte, que se quiera ganar la otra vida, la
eterna, renunciando a esta, a la temporal? Si algo es la otra vida, ha de
ser continuación de esta, y sólo como continuación, más o menos depurada
de ella, la imagina nuestro anhelo, y si así es, cual sea esta vida del
tiempo será la de la eternidad.
«Este mundo y el otro son como dos mujeres de un solo marido, que si
agradas a la una, mueves a la otra a envidia», dice un pensador árabe
citado por Windelband (Das Heilige, en el vol. 11 de
Praeludien); mas tal pensamiento no ha podido brotar sino de
quien no ha sabido resolver en una lucha fecunda, en una contradicción
prácica, el conflicto trágico entre su espíritu y el mundo. «Venga a nos
el tu reino», nos enseñó el Cristo a pedir a su Padre, y no «vayamos al tu
reino», y según las primitivas creencias cristianas, la vida eterna había
de cumplirse sobre esta misma tierra, y como continuación de la de ella.
Hombres y no ángeles se nos hizo para que buscásemos nuestra dicha a
través de la vida, y el Cristo de la fe cristiana no se angelizó, sino que
se humanó, tomando cuerpo real y efectivo, y no apariencia de él para
redimirnos. Y según esa misma fe, los ángeles, hasta los más encumbrados,
adoran a la Virgen, símbolo supremo de la Humanidad terrena. No es, pues,
el ideal angélico un ideal cristiano, y desde luego no lo es humano, ni
puede serlo. Es, además, un ángel neutro, sin sexo y sin patria.
No nos cabe sentir la otra vida eterna, lo he repetido ya varias veces,
como una vida de contemplación angélica; ha de ser vida de acción. Decía
Goethe que «el hombre debe creer en la inmortalidad; tiene para ello un
derecho conforme a su naturaleza». Y añadía así: «La convicción de nuestra
perduración me brota del concepto de la actividad. Si obro sin tregua
hasta mi fin, la Naturaleza está obligada -so ist die Natur
verpflichtet- a proporcionarme otra forma de existencia, ya que mi
actual espíritu no puede soportar más.» Cambiad lo de Naturaleza por Dios,
y tendréis un pensamiento que no deja de ser crisiano, pues los primeros
padres de la Iglesia no creyeron que la inmortalidad del alma fuera un don
natural -es decir, algo racional-, sino un don divino de gracia. Y lo que
de gracia suele ser, en el fondo, de justicia, ya que la justicia es
divina y gratuita, no natural. Y agregaba Goethe: «No sabría empezar nada
con una felicidad eterna si no me ofreciera nuevas tareas y nuevas
dificultades a que vencer.» Y así es: la ociosidad contemplativa no es
dicha.
Mas ¿:no tendrá alguna justificación la moral eremítica, cartujana, la
de la Tebaida? ¿:No se podrá, acaso, decir que es menester se conserven
esos tipos de excepción para que sirvan de eterno modelo a los otros? ¿:No
crían los hombres caballos de carreras, inútiles para todo otro menester
utilitario, pero que mantienen la pureza de la sangre y son padres de
excelentes caballos de tiro y de silla? ¿:No hay, acaso, un lujo ético, no
menos justificable que el otro? Pero por otra parte, ¿:no es esto, en el
fondo, estética y no moral, y mucho menos religión? ¿:No es que será
estético y no religioso, ni siquiera ético, el ideal monástico
contemplativo medieval? Y al fin los de entre aquellos solitarios que nos
han contado sus coloquios a solas con Dios, han hecho una obra
eternizadora, se han metido en las almas de los demás. Y ya sólo con eso,
con que el claustro haya podido darnos un Eckart, un Suso, un Taulero, un
Ruisbroquio, un Juan de la Cruz, una Caalina de Siena, una Ángela de
Foligo, una Teresa de Jesús, está justificado el claustro.
Pero nuestras órdenes españolas son, sobre todo, las de Predicadores,
que Domingo de Guzmán instituyó para la obra agresiva de extirpar la
herejía; la Compañía de Jesús, una milicia en medio del mundo, y con ello
está dicho todo; la de las Escuelas Pías, para la obra también invasora de
la enseñanza... Cierto es que se me dirá también que la reforma del
Carmelo, Orden contemplativa que. emprendió Teresa de Jesús, fue obra
española. Sí, española fue, y en ella se buscaba libertad.
- Era el ansia de libertad, de libertad interior, en efecto, lo que en
aquellos revueltos tiempos de la Inquisición llevaba a las almas escogidas
al claustro. Encarcelábanse para ser mejor libres. «¿:No es linda cosa que
una pobre monja de San José pueda llegar a enseñorear toda la tierra y
elementos?», decía en su Vida santa Teresa. Era el ansia
pauliniana de libertad, de sacudirse de la ley externa, que era bien dura,
y, como decía el maestro fray Luis de León, bien cabezuda entonces.
¿:Pero lograron libertad así? Es muy dudoso que la lograran, y hoy es
imposible. Porque la verdadera libertad no es cosa de sacudirse de la ley
externa; la libertad es la conciencia de la ley. Es libre no el que se
sacude de la ley, sino el que se adueña de ella. La libertad hay que
buscarla en medio del mundo que es donde vive la ley, y con la ley la
culpa, su hija. De lo que hay que libertarse es de la culpa, que es
colectiva.
En vez de renunciar al mundo para dominarlo -¿:quién no conoce el
instinto colectivo de dominación de las órdenes religiosas cuyos
individuos renuncian al mundo?- lo que habría que hacer es dominar al
mundo para poder renunciar a él. No buscar la pobreza y la sumisión, sino
buscar la riqueza para emplearla en acrecentar la conciencia humana, y
buscar el poder para servirse de él con el mismo fin.
Es cosa curiosa que frailes y anarquistas se combatan entre sí, cuando
en el fondo profesan la misma moral y tienen un tan íntimo parentesco unos
con otros. Como que el anarquismo viene a ser una especie de monacato
ateo, y más una doctrina religiosa que ética y económica social. Los unos
parten de que el hombre nace malo, en pecado original, y la gracia le hace
luego bueno, si es que le hace tal, y los otros de que nace bueno y la
sociedad le pervierte luego. Y en resolución, lo mismo da una cosa que
otra pues en ambas se opone el individuo a la sociedad, y como si
precediera, y, por lo tanto, hubiese de sobrevivir a ella. Y las dos
morales son morales de claustro.
Y el que la culpa es colectiva no ha de servir para sacudirme de ella
sobre los demás, sino para cargar sobre mí las culpas de los otros, las de
todos: no para difundir mi culpa y anegarla en la culpa total, sino para
hacer la culpa total mía; no para enajenar mi culpa, sino para
ensimismarme y apropiarme, adentrándomela, la de todos. Y cada uno debe
contribuir a curarla, por lo que otros no hacen. El que la sociedad sea
culpable, agrava la culpa de cada uno. «Alguien tiene que hacerlo, pero
¿:por qué he deser yo?; es la frase que repiten los débiles bien
intencionados. Alguien tiene que hacerlo, ¿:por qué no yo?, es el grito de
un serio servidor del hombre que afronta cara a cara un serio peligro.
Entre estas dos sentencias median siglos enteros de evolución moral.» Así
dijoMrs. Annie Besant en su autobiografía. Así dijo la teósofa.
El que la sociedad sea culpable agrava la culpa de cada unoy es más
culpable el que más siente la culpa. Cristo, el inocente, como conocía
mejor que nadie la intensidad de la culpa, era en un cierto sentido el más
culpable. En él llegó a conciencia la divinidad humana y con ella su
culpabilidad. Suele dar que reír a no pocos el leer de grandísimos santos
que por pequeñísimas faltas, por faltas que hacen sonreírse a un hombre de
mundo, se tuvieron por los más grandes pecadores. Pero la intensidad de la
culpa no se mide por el acto externo, sino por la conciencia de ella, y a
uno le causa agudísimo dolor lo que a otro apenas si un ligero cosquilleo.
Y en un santo puede llegar la conciencia moral a tal plenitud y agudeza,
que el más leve pecado le remuerda más que al mayor criminal su crimen. Y
la culpa estriba en tener conciencia de ella, está en el que juzga y en
cuanto juzga. Cuando uno comete un acto pernicioso creyendo de buena fe
hacer una acción virtuosa, no podemos tenerle por moralmente culpable, y
cuando otro cree que es mala una acción indiferente o acaso beneficiosa, y
la lleva a cabo, es culpable. El acto pasa, la intención queda, y lo malo
del mal acto es que malea la intención, que haciendo mal a sabiendas se
predispone uno a seguir haciéndolo, se oscurece la conciencia. Y no es lo
mismo hacer el mal que ser malo. El mal oscurece la conciencia, y no sólo
la conciencia moral, sino la conciencia general, la psíquica. Y es que es
bueno cuanto exalta y ensancha la conciencia, y malo lo que la deprime y
amengua.
Y aquí acaso cabría aquello que ya Sócrates, según Platón, se proponía,
y es si la virtud es ciencia. Lo que equivale a decir si la virtud es
racional.
Los eticistas, los de que la moral es ciencia, los que al leer todas
estas divagaciones dirán: ¡retórica, retórica, reórica!, creerán, me
parece, que la virtud se adquiere por ciencia, por estudio racional, y
hasta que las matemáticas nos ayudan a ser mejores. No lo sé, pero yo
siento que la virtud, como la religiosidad, como el anhelo de no morirse
nunca -y todo ello es la misma cosa en el fondose adquiere más bien por
pasión.
Pero y la pasión ¿:qué es?, se me dirá. No lo sé: o, mejor dicho, lo sé
muy bien, porque la siento, y, sintiéndola; no necesito definirla. Es más
aún: temo que si llego a definirla, dejaré de sentirla y de tenerla. La
pasión es como el dolor, y como el dolor, crea su objeto. Es más fácil al
fuego hallar combustible que al combustible fuego.
Vaciedad y sofistería habrán de parecer esto, bien lo sé. Y se me dirá
también que hay la ciencia de la pasión, y que hay pasión de la ciencia, y
que es en la esfera moral donde la razón y la vida humana se aúnan.
No lo sé, no lo sé, no lo sé... Y acaso esté yo diciendo en el fondo,
aunque más turbiamente, lo mismo que esos, los adversarios que me finjo
para tener a quien combatir, dicen, sólo que más clara, más definida y más
racionalmente. No lo sé, no lo sé... Pero sus cosas me hielan y me suenan
a vaciedad afectiva. Y volviendo a lo mismo, ¿:es la virtud ciencia? ¿:Es la
ciencia virtud? Porque son dos cosas distintas. Puede ser ciencia la
virtud, ciencia de saber conducirse bien, sin que por eso toda otra
ciencia sea virtud. Ciencia es la de Maquiavelo; y no puede decirse que su
virtú sea virtud moral siempre. Sabido es, además, que no son mejores ni
los más inteligentes, ni los más instruidos.
No, no, no; ni la fisiología enseña a digerir, ni la lógica a
discurrir, ni la estética a sentir la belleza o a expresarla, ni la ética
a ser bueno. Y menos mal si no enseña a ser hipócrita; porque la
pedantería, sea de lógica, sea de estéica, no es en el fondo sino
hipocresía.
Acaso la razón enseña ciertas virtudes burguesas, pero no hace ni
héroes ni santos. Porque santo es el que hace el bien no por el bien
mismo, sino por Dios, por la eternización.
Acaso, por otra parte, la cultura, es decir, la Cultura ¡oh la
cultura!-, obra sobre todo de filósofos y de hombres de ciencia, no la han
hecho ni los héroes ni los santos. Porque los santos se han cuidado muy
poco del progreso de la cultura humana; se cuidaron más bien de la
salvación de las almas individuales de aquellos con quienes convivían.
¿:Qué significa, por ejemplo, en la hisoria de la cultura humana nuestro
san Juan de la Cruz, aquel frailecito incandescente, como se le ha llamado
culuralmente -y no sé si cultamente-, junto a Descartes?
Todos esos santos, encendidos de religiosa caridad hacia sus prójimos,
hambrientos de eternizacion propia y ajena, que iban a quemar corazones
ajenos, inquisidores acaso, todos esos santos, ¿:qué han hecho por el
progreso de la ciencia de la ética? ¿:Inventó acaso alguno de ellos el
imperativo categórico, como lo inventó el solterón de Koenigsberg, que si
no fue santo mereció serlo?
Quejábaseme un día el hijo de un gran profesor de ética, de uno a quien
apenas si se le caía de la boca el imperativo ese, que vivía en una
desolada sequedad de espíritu, en un vacío interior. Y hubo de decirle:
-Es que su padre de usted, amigo mío, tenía un río soterraño en el
espíritu, una fresca corriente de antiguas creencias infantiles, de
esperanzas de ultratumba; y cuando creía alimenar su alma con el
imperativo ese o con algo parecido, lo estaba en realidad alimentando con
aquellas aguas de la niñez. Y a usted le ha dado la flor acaso de su
espíritu, sus doctrinas racionales de moral, pero no la raíz, no lo
soerraño, no lo irracional.
¿:Por qué prendió aquí en España el krausismo y no el hegelianismo o el
kantismo, siendo estos sistemas mucho más profundos, racional y
filosóficamente que aquel? Porque el uno nos le trajeron con raíces. El
pensamiento filosófico de un pueblo o de una época es como su flor, o si
se quiere fruto, toma sus jugos de las raíces de la planta, y las raíces,
que están dentro y están debajo de tierra, son el sentimiento religioso.
El pensamiento filosófico de Kant, suprema flor de la evolución mental del
pueblo germánico, tiene sus raíces en el sentimiento religioso de Lutero,
y no es posible que el kantismo, sobre todo en su parte práctica,
prendiese y diese flores y frutos en pueblos que ni habían pasado por la
Reforma ni acaso podían pasar por ella. El kantismo es protestante, y
nosoros, los españoles, somos fundamentalmente católicos. Y si Krause echó
aquí algunas raíces -más que se cree, y no tan pasajeras como se supone-,
es porque Krause tenía raíces pietistas, y el pietismo, como lo demostró
Ritschl en la historia de él (Geschichte der Pietismus), tiene
raíces específicamente católicas y significa en gran parte la invasión, o
más bien la persistencia del misticismo católico en el seno del
racionalismo protestante. Y así se explica que se krausizaran aquí hasta
no pocos pensadores católicos.
Y puesto que los españoles somos católicos, sepámoslo o no lo sepamos,
queriéndolo o sin quererlo, y aunque alguno de nosotros presuma de
racionalista o de ateo, acaso nuestra más honda labor de cultura y lo que
vale más que de cultura, de religiosidad -si es que no son lo mismo-, es
tratar de darnos clara cuenta de ese nuestro catolicismo subconciente,
social o popular. Y esto es lo que he tratado de hacer en esta obra.
Lo que llamo el sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los
pueblos es por lo menos nuestro sentimiento trágico de la vida, el de los
españoles y el pueblo español, tal y como se refleja en mi conciencia, que
es una conciencia española, hecha en España. Y ese sentimiento trágico de
la vida es el sentimiento mismo católico de ella, pues el catolicismo y
mucho más el popular, es trágico. El pueblo aborrece la comedia. El
pueblo, cuando Pilato, el señorito, el distinguido, el esteta,
racionalista si queréis, quiere darle comedia y le presenta al Cristo en
irrisión diciéndole: ¡He aquí el hombre!, se amotina y grita:
¡crucifícale! No quiere comedia, sino tragedia. Y lo que el Dante, el gran
católico, llamó comedia divina, es la más trágica comedia que se haya
escrito.
Y como he querido en estos ensayos mostrar el alma de un español y en
ella el alma española, he escatimado las citas de escritores españoles,
prodigando, acaso en exceso, las de los otros países. Y es que todas las
almas humanas son hermanas.
Y hay una figura, una figura cómicamente trágica, una figura en que se
ve todo lo profundamente trágico de la comedia humana, la figura de
Nuestro Señor Don Quijote, el Cristo español en que se cifra y encierra el
alma inmortal de este mi pueblo. Acaso la pasión y muerte del Caballero de
la Triste Figura es la pasión y muerte del pueblo español. Su muerte y su
resurrección. Y hay una filosofía y hasta una metafísica quijotesca y una
lógica y una ética quijotesca, y una religiosidad -religiosidad caólica
española- quijotesca. En la filosofía, es la lógica, es la ética, es la
religiosidad que he tratado de esbozar y más de sugerir que de desarrollar
en esta obra. Desarrollarlas racionalmente no; la locura quijotesca no
consiente la lógica científica.
Y ahora, antes de concluir, y despedirme de mis lectores, quédame
hablar del papel que le está reservado a Don Quijote en la tragicomedia
europea moderna.
Vamos a verlo en un último ensayo de estos.
CONCLUSIÓN
DON QUIJOTE EN LA TRAGICOMEDIA EUROPEA CONTEMPORÁNEA
¡Voz que clama en el desierto!
(Isaías, XL, 3.)
Fuerza me es ya concluir, por ahora al menos, estos ensayos que
amenazan convertírseme en el cuento de nunca acabar. Han ido saliendo de
mis manos a la imprenta en . una casi improvisación sobre notas recogidas
durante años, sin haber tenido presentes al escribir cada ensayo los que
le precedieron. Y así irán llenos de contradicciones íntimas -al menos
aparentes- como la vida y como yo mismo.
Mi pecado ha sido, si alguno, el haberlos exornado en exceso con citas
ajenas, muchas de las cuales parecerán traídas con cierta violencia. Mas
yo lo explicaré otra vez.
Muy pocos años después de haber andado Nuestro Señor Don Quijote por
España, decíanos Jacobo Boehme (Aurora, cap. XI, §
75), que no escribía
una historia que le hubiesen contado otros, sino que tenía que estar él
mismo en la batalla, y en ella en gran pelea, donde a menudo tenía que ser
vencido como todos los hombres, y más adelante (§
83) añade que aunque
tenga que hacerse espectáculo del mundo y del demonio, le queda la
esperanza en Dios sobre la vida futura, en quien quiere arriesgarla y no
resistir al Espíritu. Amén. Y tampoco yo, como este Quijote del
pensamiento alemán, quiero resistir al Espíritu.
Y por eso lanzo mi voz que clamará en el desierto, y la lanzo desde
esta Universidad de Salamanca, que se llamó a sí misma arrogantemente
omnium scientiarium princeps, y a la que Carlyle llamó fortaleza
de la ignorancia, y un literato francés, hace muy poco, Universidad
fanasma; desde esta España, «tierra de los ensueños que se hacen
realidades, defensora de Europa, hogar del ideal caballeresco», así me
decía en carta no ha mucho Mr. ArcherM. Huntington, poeta; desde esta
España, cabeza de la Contrarreforma en el siglo xvi. ¡Y bien se lo
guardan!
En el cuarto de estos ensayos os hablé de la esencia del catolicismo. Y
a desesenciarlo, esto es, a descatolizar a Europa, han
contribuido el Renacimiento, la Reforma y la Revolución, sustituyendo
aquel ideal de una vida eterna ultraterrena por el ideal del progreso, de
la razón, de la ciencia. O mejor de la Ciencia, con letra mayúscula. Y lo
último, lo que hoy más se lleva, es la cultura.
Y en la segunda mitad del pasado siglo XIX, época infilosófica y
tecnicista, dominada por especialismo miope y por el materialismo
histórico, ese ideal se tradujo en una obra no ya de vulgarización sino de
avulgaramiento cienífico -o más bien seudocientífico- que se desahogaba en
democráticas bibliotecas baratas y sectarias. Quería así popularizarse la
ciencia, como si hubiese de ser esta la que haya de bajar al pueblo y
servir sus pasiones, y no el pueblo el que debe subir a ella y por ella
más arriba aún, a nuevos y más profundos anhelos.
Todo esto llevó a Brunetiére a proclamar la bancarrota de la ciencia, y
esa ciencia o lo que fuere, bancarroteó, en efecto. Y como ella no
satisfacía, no dejaba de buscarse la felicidad; sin encontrarla en la
riqueza, ni en el saber, ni en el poderío, ni en el goce; ni en la
resignación, ni en la buena conciencia moral, ni en la cultura. Y vino el
pesimismo.
El progresismo no satisfacía tampoco. Progresar, ¿:para qué? El hombre
no se conformaba con lo racional, el Kulturkampf no le bastaba;
quería dar finalidad final a la vida, que esta que llamo la invalidad
final es el verdadero óviws óv. Y la famosa maladiedu siécle,que
se anuncia en Rousseau,y acusa más claramente que nadie el
Obermannde Sénancour, no era ni es otra cosa que la pérdida de la
fe en la inmortalidad del alma, en la finalidad humana del Universo.
Su símbolo, su verdadero símbolo, es un ente de ficción, el doctor
Fausto.
Este inmortal doctor Fausto que se nos aparece ya a principios del
siglo XVII, en 1604, por obra del Renacimiento y de la Reforma y por
ministerio de Cristóbal Marlowe, es ya el mismo que volverá a descubrir
Goethe, aunque en ciertos respectos más espontáneo y más fresco. Y junto a
él aparece Mefistófeles, a quien pregunta Fausto aquello de «¿:qué bien
hará mi alma a tu señor?» Y le contesta: «Ensanchar su reino.» «¿:Y es esa
la razón por la que nos tienta así?», vuelve a preguntar el doctor, y el
espíritu maligno responde: «Solamen miseris socios habuisse doloris»,
que es lo que mal traducido en romance, decimos: mal de muchos,
consuelo de tontos. «Donde esamos, allí está el infierno, y donde está el
infierno, allí tenemos que estar siempre», añade Mefistófeles, a lo que
Fausto agrega que cree ser una fábula tal infierno, y le pregunta quién
hizo el mundo. Y este trágico doctor, torurado por nuestra tortura, acaba
encontrando a Helena, que no es otra, aunque Marlowe acaso no lo
sospechase, que la Cultura renaciente. Y hay aquí en este Faustde
Marlowe una escena que vale por toda la segunda parte del Faust
de Goethe. Le dice a Helena Fausto: «Dulce Helena, hazme inmortal con
un beso -y le besa-. Sus labios me chupan el alma; ¡mira cómo huye! ¡Ven,
Helena, ven; devuélveme el alma! Aquí quiero quedarme, porque el cielo
está en estos labios, y todo lo que no es Helena escoria es.»
«¡Devuélveme el alma!» He aquí el grito de Fausto, el doctor, cuando
después de haber besado a Helena va a perderse para siempre. Porque al
Fausto primitivo no hay ingenua Margarita alguna que le salve. Esto de la
salvación fue invención de Goethe. ¿:Y quién no conoce a su Fausto, nuestro
Fausto, que estudió Filosofía, Jurisprudencia, Medicina, hasta Teología, y
sólo vio que no podemos saber nada, y quiso huir al campo libre
-hinausins weite Land!- y topó con Mefistófeles, parte de aquella
fuerza que siempre quiere el mal haciendo siempre el bien, y este le llevó
a los brazos de Margarita, del pueblo sencillo, a la que aquel, el sabio,
perdió; pero merced a la cual, que por él se entregó, se salva, redimido
por el pueblo creyente con fe sencilla? Pero tuvo esa segunda parte,
porque aquel otro Fausto era el Fausto anecdótico y no el categórico de
Goethe, y volvió a entregarse a la Cultura, a Helena, y a engendrar en
ella a Euforión, acabando todo con aquello del eterno femenino entre coros
místicos. ¡Pobre Euforión!
Y esta Helena ¿:es la esposa del rubio Menelao, la que robó Paris,y
causó la guerra de Troya, y de quien los ancianos troyanos decían que no
debía indignar el que se pelease por mujer que por su rostro se parecía
tan terriblemente a las diosas inmortales? Creo más bien que esa Helena de
Fausto era otra, la que acompañaba a Simón Mago, y que este decía ser la
inteligencia divina. Y Fausto puede decirle: ¡devuélveme el alma!
Porque Helena con sus besos nos saca el alma. Y lo que queremos y
necesitamos es alma, y alma de bulto y de sustancia.
Pero vinieron el Renacimiento, la Reforma y la Revolución, trayéndonos
a Helena, o más bien empujados por ella, y ahora nos hablan de Cultura y
de Europa.
¡Europa! Esta noción primitiva e inmediatamente geográfica nos la han
convertido por arte mágico en una caegoría casi metafísica. ¿:Quién sabe
hoy ya, en España por lo menos, lo que es Europa? Yo sólo sé que es un
chi~ bolete (véase mis Tres ensayos). Y cuando me pongo
a escudriñar lo que llaman Europa nuestros europeizantes, paréceme a las
veces que queda fuera de ella mucho de lo periférico -España desde luego,
Inglaterra, Italia, Escandinavia, Rusia...- y que se reduce a lo central,
a Franco-Alemania con sus anejos y dependencias.
Todo esto nos lo han traído, digo, el Renacimiento y la Reforma,
hermanos mellizos que vivieron en aparente guerra intestina. Los
renacientes italianos, socinianos todos ellos; los humanistas, con Erasmo
a la cabeza, tuvieron por,un bárbaro a aquel fraile Lutero, que del
claustro sacó su ímpetu, como de él lo sacaron Bruno y Campanella. Pero
aquel bárbaro era su hermano mellizo; combaiéndolos, combatía a su lado
contra el enemigo común. Todo eso nos han traído el Renacimiento y la
Reforma, y luego la Revolución, su hija, y nos han traído también una
nueva Inquisición: la de la ciencia o la cultura, que usa por armas el
ridículo y el desprecio para los que no se rinden a su ortodoxia.
Al enviar Galileo al Gran Duque de Toscana su escrito sobre la
movilidad de la Tierra, le decía que conviene obedecer y creer a las
determinaciones de los superiores, y que reputaba aquel escrito «como una
poesía o bien un ensueño, y por tal recíbalo Vuestra Alteza». Y otras
veces le llama «quimera» y «capricho matemático». Y así yo en estos
ensayos, por temor también -¿:por qué no confesarlo?- a la Inquisición,
pero a la de hoy, a la científica, presento como poesía, ensueño, quimera
o capricho mísico lo que más de dentro me brota. Y digo con Galileo:
Eppur si muove! Mas ¿:es sólo por ese temor? ¡Ah, no!, que hay
otra más trágica Inquisición, y es la que un hombre moderno, culto,
europeo -como lo soy yo, quiéralo o no-, lleva dentro de sí. Hay un más
terrible ridículo, y es el ridículo de uno ante sí mismo y para consigo.
Es mi razón, que se burla de mi fe y la desprecia.
Y aquí es donde tengo que acogerme a mi señor Don Quijote para aprender
a afrontar el ridículo y vencerlo, y un ridículo que acaso -¿:quién sabe?-
él no conoció.
Sí, sí, ¿:cómo no ha de sonreír mi razón de estas construcciones
seudofilosóficas, pretendidas místicas, diletantescas, en que hay de todo
menos paciente estudio, objetividad y método... científico? ¡Y, sin
embargo... Eppur si muove!
Eppur si muove!, sí. ¡Y me acojo al dilettantismo, a
lo que un pedante llamaría filosofía demimondaine, contra la
pedantería especialista, contra la filosofía de los filósofos
profesionales. Y quién sabe... Los progresos suelen venir del bárbaro, y
nada más estancado que la filosofía de los filósofos y la teología de los
teólogos.
¡Y que nos hablen de Europa! La civilización del Tíbet es paralela a la
nuestra, y ha hecho y hace vivir a hombres que desaparecen como nosotros.
Y queda flotando sobre las civilizaciones todas del Eclesiastés, y aquello
de «así muere el sabio como el necio» (Ec., II, 16).
Corre entre las gentes de nuestro pueblo una respuesta admirable a la
ordinaria pregunta de «¿:qué tal?» o «¿:cómo va?», y es aquella que
responde: «¡se vive!»... Y de hecho es así; se vive, vivimos tanto como
los demás. ¿:Y qué más puede pedirse? ¿:Y quién no recuerda lo de la copla?
«Cada vez que considero / que me tengo que morir, / tiendo la capa en el
suelo / y no me harto de dormir.» Pero no dormir, no, sino soñar; soñar la
vida, ya que la vida es sueño.
Proverbial se ha hecho también en muy poco tiempo entre nosotros, los
españoles, la frase de que la cuestión es pasar el rato, o sea matar el
tiempo. Y de hecho hacemos tiempo para matarlo. Pero hay algo que nos ha
preocupado siempre tanto o más que pasar el rato -fórmula que marca una
posición estética- y es ganar la eternidad; fórmula de la posición
religiosa. Y es que saltamos de lo estético y lo económico a lo religioso,
por encima de lo lógico y lo ético; del arte a la religión.
Un joven novelista nuestro, Ramón Pérez de Ayala, en su reciente novela
La pata de la raposa, nos dice que la idea de la muerte es el
cepo; el espíritu, la raposa, o sea virtud astuta con qué burlar las
celadas de la fatalidad, y añade: «Cogidos en el cepo, hombres débiles y
pueblos débiles yacen por tierra...; los espíritus recios y los pueblos
fuertes reciben en el peligro clarividente estupor, desentrañan de pronto
la desmesurada belleza de la vida y, renunciando para siempre a la
agilidad y locura primeras, salen del cepo con los músculos tensos para la
acción y con las fuerzas del alma centuplicadas en ímpetu, potencia y
eficacia.» Pero veamos: hombre débiles..., pueblos débiles..., espíritus
recios..., pueblos fuertes..., ¿:qué es eso? Yo no lo sé. Lo que creo saber
es que unos individuos y pueblos no han pensado aún de veras en la muerte
y la inmortalidad; no las han sentido, y otros han dejado de penar en
ellas, o más bien han dejado de sentirlas. Y no es, creo, cosa de que se
engrían los hombres y los pueblosque no han pasado por la edad
religiosa.
Lo de la desmesurada belleza de la vida está bien para escrito, y hay,
en efecto, quienes se resignan y la aceptan tal cual es, y hasta quienes
no quieren persuadir que el del cepo no es problema. Pero ya dijo Calderón
(Gustos y disgustos no son más que imaginación, acto 1, sec. 4.a)
que «No es consuelo de desdichas, / es otra desdicha aparte, / querer a
quien las padece / persuadir que no son tales.» Y además «a un corazón no
habla sino otro corazón», según fray Diego de Estela (Vanidad del
mundo, cap. XXI).
No ha mucho hubo quien hizo como que se escandalizaba de que,
respondiendo yo a los que nos reprochaban a los españoles nuestra
incapacidad científica, dijese, después de hacer observar que la luz
eléctrica luce aquí, corre aquí la locomotora tan bien como donde se
inventaron, y nos servimos de los logaritmos como en el país donde fueron
ideados, aquello de: «¡que inventen ellos!». Expresión paradójica a que no
renuncio. Los españoles deberíamos apropiarnos no poco de aquellos sabios
consejos que a los rusos, nuestros semejantes, dirigía el conde José de
Maistre en aquellas sus admirables cartas al conde Rasoumowski, sobre la
educación pública en Rusia, cuando le decía que no por no estar hecha para
la ciencia debe una nación estimarse menos; que los romanos no entendieron
de arte ni tuvieron matemático, lo que no les impidió hacer su papel, y
todo lo que añadía sobre esa muchedumbre de semisabios falsos y
orgullosos, idólatras de los gustos, las modas y las lenguas extranjeras y
siempre prontos a derribar cuanto desprecian, que es todo.
¿:Que no tenemos espíritu científico? ¿:Y qué, si tenemos algún espíritu?
¿:Y se sabe si el que tenemos es o no compatible con ese otro?
Mas al decir, ¡que inventen ellos!, no quise decir que hayamos de
contentarnos con un papel pasivo, no. Ellos a la ciencia de que nos
aprovecharemos; nosotros, a lo nuestro. No basta defenderse, hay que
atacar.
Pero atacar con tino y cautela. La razón ha de ser nuesra arma. Lo es
hasta del loco. Nuestro loco sublime, nuestro modelo, Don Quijote, después
que destrozó de dos cuchilladas aquella a modo de media celada que encajó
con el morrión, «la tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas barras de
hierro por de dentro, de tal manera que él quedó satisfecho de su
fortaleza, y sin querer hacer nueva experiencia della la diputó y tuvo por
celada finísima de encaje». Y con ella en la cabeza se inmortalizó. Es
decir, se puso en ridículo. Pues fue poniéndose en ridículo como alcanzó
su inmortalidad Don Quijote.
¡Y hay tantos modos de ponerse en ridículo...! Cournot (Traité de
l'enchainement des idées fondamentales, etc., §
510) dijo: «No hay
que hablar ni a los príncipes ni a los pueblos de sus probabilidades de
muerte: los príncipes castigan esa temeridad con la desgracia: el público
se venga de ella por el ridículo.» Así es, y por eso dicen que hay que
vivir con el siglo. Corrumpere et corrumpi saeculum vocatur
(Tácito,Germania, 19).
Hay que saber ponerse en ridículo, y no sólo ante los demás, sino ante
nosotros mismos. Y más ahora, en que tanto se charla de la conciencia de
nuestro atraso respecto a los demás pueblos cultos; ahora, en que unos
cuantos atolondrados que no conocen nuestra propia historia -que está por
hacer, deshaciendo antes lo que la calumnia protestante ha tejido en torno
a ella- dicen que no hemos tenido ni ciencia, ni arte, ni filosofía, ni
Renacimiento (este acaso nos sobraba), ni nada.
Carducci, el que habló de los contorcimenti dell'afannosa
grandiositá spagnola, dejó escrito (en Mosche coehiere) que
«hasta España, que jamás tuvo hegemonía de pensamiento, tuvo su
Cervantes». ¿:Pero es que Cervantes se dio aquí solo, aislado, sin raíces,
sin tronco, sin apoyo? Mas se comprende que diga que España non ebbe
mai egemonia di pensiero un racionalista italiano que recuerda que
fue España la que reaccionó contra el Renacimiento de su patria. Y qué,
¿:acaso no fue algo, y algo hegemónico en el orden cultural, la
Contrarreforma que acaudilló España y que comenzó de hecho con el saco de
Roma, providencial castigo contra la ciudad de los paganos Papas del
Renacimiento pagano? Dejemos ahora si fue mala o buena la Contrarreforma,
pero ¿:es que no fueron algo hegemónico Loyola y el Concilio de Trento?
Antes de este dábanse en Italia cristianismo y paganismo, o mejor,
inmortalismo y mortalismo en nefando abrazo y contubernio, hasta en las
almas de algunos Papas, y era verdad en filosofía lo que en teología no lo
era, y todo se arreglaba con la fórmula de salva la fe. Después
ya no, después vino la lucha franca y abierta entre la razón y la fe, la
ciencia y la religión. Y el haber traído esto, gracias sobre todo a la
testarudez española, ¿:no fue hegemónico?
Sin la Contrarreforma, no habría la Reforma seguido el curso de que
siguió; sin aquella, acaso esta, falta del sosén del pietismo, habría
perecido en la ramplona racionalidad de la AufklÜrung,de la
Ilustración. ¿:Sin Carlos I, sin Felipe II, nuestro gran Felipe, habría
sido todo igual?
Labor negativa, dirá alguien. ¿:Qué es eso? ¿:Qué es lo negativo?, ¿:qué
es lo positivo? En el tiempo, la línea que va siempre en la misma
dirección, del pasado al porvenir, ¿:dónde está el cero que marca el límite
entre lo positivo y lo negativo? España, esta tierra que dicen de
caballeros y pícaros -y todos pícaros-, ha sido la gran calumniada de la
historia precisamente por haber acaudillado la Conrarreforma. Y porque su
arrogancia le ha impedido salir a la plaza pública, a la feria de las
vanidades, a justificarse.
Dejemos su lucha de ocho siglos con la morisma, defendiendo a Europa
del mahometanismo, su labor de unificación interna, su descubrimiento de
América y las Indias -que lo hicieron España y Portugal, y no Colón y
Gama-, dejemos eso y más, y no es dejar poco. ¿:No es nada cultural crear
veinte naciones sin reservarse nada y engendrar, como engendró el
conquistador, en pobres indias siervas hombres libres? Fuera de esto, en
el orden del pensamiento, ¿:no es nada nuestra mística? Acaso un día tengan
que volver a ella, a buscar su alma, los pueblos a quienes Helena se la
arrebatara con sus besos.
Pero ya se sabe, la Cultura se compone de ideas y sólo de ideas y el
hombre no es sino un instrumento de ella. El hombre para la idea, y no la
idea para el hombre; el cuerpo para la sombra. El fin del hombre es hacer
ciencia, catalogar el Universo para devolvérselo a Dios en orden, como
escribí hace unos años, en mi novela Amor y pedagogía. El hombre
no es, al parecer, ni siquiera una idea. Y al cabo el género humano
sucumbirá al pie de las bibliotecas -talados bosques enteros para hacer el
papel que en ellas se almacena-, museos, máquinas, fábricas,
laboratorios... para legarlos... ¿:a quién? Porque Dios no los
recibirá.
Aquella hórrida literatura regeneracionista, casi toda ella embuste,
que provocó la pérdida de nuestras últimas colonias americanas, trajo la
pedantería de hablar del trabajo perseverante y callado -eso sí,
voceándolo mucho, voceando el silencio-, de la prudencia, la exactitud, la
moderación, la fortaleza espiritual, la sindéresis, la ecuanimidad, las
virtudes sociales, sobre todo los que más carecemos de ellas. En esa
ridícula literatura caímos casi todos los españoles, unos más y otros
menos, y se dio el caso de aquel archiespañol Joaquín Costa, uno de los
espíritus menos europeos que hemos tenido, sacando lo de europeizarnos y
poniéndose a cidear mientras proclamaba que había que cerrar con
siete llaves el sepulcro del Cid y... conquistar África. Y yo di un ¡muera
Don Qui-jote!, y de esta blasfemia, que quería decir todo lo contrario que
decía -así estábamos entonces-, brotó mi Vida de Don Quijote y Sancho
y mi culto al quijotismo como religión nacional.
Escribí aquel libro para repensar el Quijote contra
cervantistas y eruditos, para hacer obra de vida de lo que era y sigue
siendo para los más letra muerta. ¿:Qué me importa lo que Cervantes quiso o
no quiso poner allí y lo que realmente puso? Lo vivo es lo que yo allí
descubro, pusiéralo o no Cervantes, lo que yo allí pongo y sobrepongo y
sotopongo, y lo que ponemos allí todos. Quise allí rastrear nuestra
filosofía.
Pues abrigo cada vez más la convicción de que nuestra filosofía, la
filosofía española, está líquida y difusa en nuesra literatura, en nuestra
vida, en nuestra acción, en nuestra mística, sobre todo, y no en sistemas
filosóficos. Es concreta. ¿:Y es que acaso no hay en Goethe, verbigracia,
tanta o más filosofía que en Hegel? Las coplas de Jorge Manrique, el
Romancero, el Quijote, La vida es sueño, la Subida
al Monte Carmelo, implican una intuición del mundo y un concepto de
la vida Weltanschaung und Labensansicht. Filosofía esta nuestra
que era difícil de formularse en esa segunda mitad del siglo xix, época
afilosófica, positivista, tecnicista, de pura historia y de ciencias
naturales, época en el fondo materialista y pesimista.
Nuestra lengua misma, como toda lengua culta, lleva implícita una
filosofía.
Una lengua, en efecto, es una filosofía potencial. El platonismo es la
lengua griega que discurre en Platón, desarrollando sus metáforas
seculares; la escolástica es la filosofía del latín muerto de la Edad
Media en lucha con las lenguas vulgares; en Descartes discurre la lengua
francesa, la alemana en Kant y en Hegel, y el inglés en Hume y en Suart
Mill. Y es que el punto de partida lógico de toda especulación filosófica
no es el yo, ni es la representación -vorstellung- o el mundo tal
como se nos presenta inmediatamente a los sentidos, sino que es la
representación mediata o histórica, humanamente elaborada y tal como se
nos da principalmente en el lenguaje por medio del cual conocemos el
mundo; no es la representación psíquica sino la pnumática. Cada uno de
nosoros parte para pensar, sabiéndolo o no y quiéralo o no lo quiera, de
lo que han pensado los demás que le precedieron y le rodean. El
pensamiento es una herencia, Kant pensaba en alemán, y al alemán tradujo a
Hume y a Rousseau, que pensaban en inglés y en francés, respectivamente. Y
Spinoza, ¿:no pensaba en judeo-portugués, bloqueado por el holandés y en
lucha con él?
El pensamiento reposa en prejuicios y los prejuicios van en la lengua.
Con razón adscribía Bacon al lenguaje no pocos errores de los idola
fori. Pero ¿:cabe filosofar en pura álgebra o siquiera en esperanto?
No hay sino leer el libro de Avenarius de crítica de la experiencia pura
-reine Erfahrung-, de esta experiencia prehumana, o sea inhumana,
para ver adónde puede llevar eso. Y Avenarius mismo, que ha tenido que
inventarse un lenguaje, lo ha inventado sobre la tradición latina, con
raíces que lleva en su fuerza metafórica todo un contenido de impura
experiencia, de experiencia social humana. Toda filosofía es, pues, en el
fondo, filología. Y la filología, con su grande y. fecunda ley de las
formaciones analógicas, da su parte al azar, a lo irracional, a lo
absolutamente inconmensurable. La historia no es matemática ni la
filosofía tampoco. ¡Y cuántas ideas filosóficas no se deben en rigor a
algo así como rima, a la necesidad de colocar un consonante! En Kant mismo
abunda no poco de esto, de simetría estéica; de rima.
La representación es, pues, como el lenguaje, como la razón misma -que
no es sino el lenguaje interior-, un producto social y racial, y la raza,
la sangre del espíritu es la lengua, como ya lo dejó dicho, y yo muy
repetido, Oliver Wendell Holmes, el yanqui.
Nuestra filosofía occidental entró en madurez, llegó a conciencia de
sí, en Atenas, con Sócrates, y llegó a esta conciencia mediante el
diálogo, la conversación social. Y es hondamente significativo que la
doctrina de las ideas innaas, del valor objetivo y normativo de las ideas,
de lo que luego, en la Escolástica, se llamó realismo, se formulase en
diálogos. Y esas ideas, que son la realidad, son nombres, como el
nominalismo enseñaba. No que no sean más que nombres, flatus vocis,
sino que son nada menos que nombres. El lenguaje es el que nos da la
realidad, y no como un mero vehículo de ella, sino como su verdadera
carne, de que todo lo otro, la representación muda o inarticulada, no es
sino esqueleto. Y así la lógica opera sobre la estética; el concepto sobre
la expresión, sobre la palabra, y no sobre la percepción bruta.
Y esto basta tratándose del amor. El amor no se descubre a sí mismo
hasta que no habla, hasta que no dice: ¡Yo te amo! Con muy profunda
intuición, Stendhal, en su novela La Chartreuse de Parme, hace
que el conde Mosca, furioso de celos y pensando en el amor que cree une a
la duquesa de Sanseverina con su sobrino Fabricio, se diga: «Hay que
calmarse; si empleo maneras duras, la duquesa es capaz, por simple pique
de vanidad, de seguirle a Belgirate, y allí, durante el viaje, el azar
puede traer una palabra que dará nombre a lo que sienten uno por otro, y
después en un instante, todas las consecuencias.»
Así es, todo lo hecho se hizo por la palabra, y la palabra fue en un
principio.
El pensamiento, la razón, esto es, el lenguaje vivo, es una herencia, y
el solitario de Aben Tofail, el filósofo arábigo guadijeño, tan absurdo
como el yo de Descartes. La verdad concreta y real, no metódica e ideal
es: homo sum, ergo cogito. Sentirse hombre es más inmediato que
pensar. Mas por otra parte, la Historia, el proceso de la culura no halla
su perfección y efectividad plena sino en el individuo; el fin de la
Historia y de la Humanidad somos los sendos hombres, cada hombre, cada
individuo. Homo sum, ergo cogito: cogito ut sim Michaelde Unamuno.
El individuo es el fin del Universo.
Y esto de que el individuo sea el fin del Universo, lo sentimos muy
bien nosotros los españoles. ¿:No dijo Marin A. J. Hume (The Spanish
People) aquello de la individualidad introspectiva del español, y lo
comenté yo en un ensayo publicado en la revistaLa España
Moderna {N-22} ?.
Y es acaso este individualismo mismo introspectivo el que no ha
permitido que brotaran aquí sistemas estrictamente filosóficos, o más bien
metafóricos. Y ello, a pesar de Suárez, cuyas sutilezas formales no
merecen tal nombre.
Nuestra metafísica, si algo, ha sido metantrópica, y los nuestros,
filólogos, o más bien humanistas en el más comprensivo sentido.
Menéndez y Pelayo, de quien con exactitud dijo Benedetto Croce
(Estética,apéndice bibliográfico) que se inclinaba al idealismo
metafísico, pero parecía querer acoger algo de los otros sistemas, hasta
de las teorías empíricas; por lo cual su obra sufría, al parecer de Croce
-que se refería a su Historia de las ideas estéticas en España-,
de cierta incerteza, desde el punto de vista teórico del autor, Menéndez y
Pelayo, en su exaltación de humanista español, que no quería renegar del
Renacimiento, inventó lo del vivismo, la filosofía de Luis Vives, y acaso,
no por otra cosa que por ser, como él, este otro, español renaciente y
ecléctico. Y es que Menéndez y Pelayo, cuya filosofía era, ciertamente,
todo incerteza, educado en Barcelona, en las timideces del escocesismo
traducido al espíritu catalán, en aquella filosofía rastrera del
common sense que no quería comprometerse, y era toda de
compromiso, y que tan bien presentó Balmes, huyó siempre de toda robusta
lucha interior y fraguó con compromisos su conciencia.
Más acertado anduvo, a mi entender, Ángel Ganivet, todo adivinación e
instinto, cuando pregonó como nuesro el senequismo, la filosofía, sin
originalidad de pensamiento, pero grandísima de acento y tono, de aquel
esoico cordobés pagano, a quien por suyo tuvieron no pocos cristianos. Su
acento fue un acento español, latinoafricano, no helénico, y ecos de él se
oyen en aquel -también tan nuestro- Tertuliano, que creyó corporales de
bulto a Dios y al alma, y que fue algo así como un Quijote del pensamiento
cristiano de la segunda centuria.
Mas donde acaso hemos de ir a buscar el héroe de nuestro pensamiento,
no es a ningún filósofo que viviera en carne y hueso, sino a un ente de
ficción y de acción, más real que los filósofos todos; es a Don Quijote.
Porque hay un quijotismo filosófico, sin duda, pero también una filosofía
quijotesca. ¿:Es acaso otra, en el fondo, la de los conquistadores, la de
los contrarreformadores, la de Loyola, y, sobre todo, ya en el orden del
pensamiento absracto, pero sentido, la de nuestros místicos? ¿:Qué era la
mística de san Juan de la Cruz sino una caballería andante del sentimiento
a lo divino?
Y el Don Quijote no puede decirse que fuera en rigor idealismo; no
peleaba por ideas. Era espiritualismo; peleaba por espíritu.
Convertid a Don Quijote a la especulación religiosa, como ya él soñó
una vez en hacerlo cuando encontró aquellas imágenes de relieve y
entalladura que llevaban unos labradores para el retablo de su aldea {N-23} ,
y a la mediación de las verdades eternas, y vedle subir al Monte Carmelo
por medio de la noche oscura del alma, a ver desde allí arriba, desde la
cima, salir el sol que no se pone, y como el águila que acompaña a san
Juan en Patmos, mirarle cara a cara y escudriñar sus manchas, dejando a la
lechuza que acompaña en el Olimpo a Atena -la de los ojosglaucos, esto es,
lechucinos, la que ve en las sombras, pero a la que la luz del mediodía
deslumbra- buscar entre sombras con sus ojosla presa para sus crías.
Y el quijotismo especulativo o meditativo es, como el práctico, locura
hija de la locura de la cruz. Y por eso es despreciado por la razón. La
filosofía, en el fondo, aborrece al cristianismo, y bien lo probó el manso
Marco Aurelio.
La tragedia de Cristo, la tragedia divina, es la de la cruz. Pilato, el
escéptico, el cultural, quiso convertirla por la burla en sainete, e ideó
aquella farsa del rey de cetro de caña y corona de espinas, diciendo: «¡He
aquí el hombre!», pero el pueblo, más humano que él, el pueblo que busca
tragedia grita: «¡Crucifícale, crucifícale!» Y la otra tragedia, la
tragedia humana, intrahumana, es la de Don Quijote con la cara enjabonada
para que se riera de él la servidumbre de los duques, y los duques mismos,
tan siervos como ellos. «¡He aquí el loco!», se dirían. Y la tragedia
cómica, irracional, es la pasión por la burla y el desprecio.
El más alto heroísmo para un individuo, como para un pueblo, es saber
afrontar el ridículo; es, mejor aún, saber ponerse en ridículo y no
acobardarse en él.
Aquel trágico suicida portugués, Anthero de Quental, de cuyos poderosos
sonetos os he ya dicho, dolorido en su patria a raíz del ultimátum inglés
a ella en 1890, escribió {N-24} :
«Dijo un hombre de Estado inglés del siglo pasado, que era también por
cierto un perspicaz observador y un filósofo, Horacio Walpole, que la vida
es una tragedia para los que sienten y una comedia para los que piensan.
Pues bien: si hemos de acabar trágicamente, nosotros, portugueses, que
sentimos, prefiramos con mucho ese destino terrible, pero noble, a
aquel que le está reservado, y tal vez en un futuro no muy remoto, a
Inglaterra que piensa y calcula, el cual destino es el acabar
miserable y cómicamente.» Dejemos lo de que Inglaterra piensa y calcula,
como implicando que no siente, en lo que hay una injusticia que se explica
por la ocasión en que fue eso escrito, y dejemos lo que los portugueses
sienten, implicando que apenas piensan ni calculan, pues siempre nuesros
hermanos atlánticos se distinguieron por cierta pedantería sentimental, y
quedémonos con el fondo de la terrible idea, y es que unos, los que ponen
el pensamiento sobre el sentimiento, yo diría la razón sobre la fe, mueren
cómicamente, y mueren trágicamente los que ponen la fe sobre la razón.
Porque son los burladores los que mueren cómicamente, y Dios se ríe luego
de ellos, y es para los burlados la tragedia, la parte noble.
Y hay que buscar, tras de las huellas de Don Quijote, la burla.
¿:Y volverá a decírsenos que no ha habido filosofía española en el
sentido técnico de esa palabra? Y digo: ¿:cuál es ese sentido?, ¿:qué quiere
decir filosofía? Windelband, historiador de la filosofía, en su ensayo
sobre lo que la filosofía sea (Was ist Philosophie?en el volumen
primero de sus Praeludien), nos dice que «la historia del nombre
de la filosofía es la historia de la significación cultural de la
ciencia»; añadiendo: «Mientras el pensamiento científico se independiza
como impulso del conocer por saber, toma el nombre de filosofía; cuando
después la ciencia unitaria se divide en sus ramas, es la filosofía del
conocimiento general del mundo que abarca a los demás. Tan pronto como el
pensamiento científico se rebaja de nuevo a un medio moral o de la
contemplación religiosa, transfórmase la filosofía en un arte de la vida o
en una formulación de creencias religiosas. Y así que después se liberta
. de nuevo la vida científica, vuelve a encontrar la filosofía
el carácter de independiente conocimiento del mundo, y en cuanto empieza a
renunciar a la solución de este problema, cámbiase en una teoría de la
ciencia misma.» He aquí una breve caracterización de la filosofía desde
Tales hasta Kant pasando por la escolástica medieval en que inentó
fundamentar las creencias religiosas. ¿:Pero es que acaso no hay lugar para
otro oficio de la filosofía, y es que sea la reflexión sobre el
sentimiento mismo trágico de la vida tal como lo hemos estudiado, la
formación de la lucha entre la razón y la fe, entre la ciencia y la
religión, y el mantenimiento reflexivo de ella?
Dice luego Windelband: «Por filosofía en el sentido sistemático, no en
el histórico, no entiendo otra cosa que la ciencia crítica de los valores
de validez universal (allgemeingutigen Werten). » ¿:Pero qué
valores de más universal validez que el de la voluntad humana queriendo
ante todo y sobre todo la inmortalidad personal, individual y concreta del
alma, o sea la finalidad humana del Universo, y el de la razón humana,
negando la racionalidad y hasta la posibilidad de ese anhelo? ¿:Qué valores
de más universal validez que el valor racial o matemático y el valor
volitivo o teológico del Universo en conflicto uno con otro?
Para Windelband, como para los kantianos y neokanianos en general, no
hay sino tres categorías normativas, tres normas universales, y son las de
lo verdadero o falso, lo bello y lo feo, y lo bueno o lo malo moral. La
filosofía se reduce a lógica, estética y ética, según estudia la ciencia,
el arte o la moral. Queda fuera otra categoría, y es la de lo grato y lo
ingrato -o agradable y desagradable-; esto es, lo hedónico. Lo hedónico no
puede, según ellos, pretender validez universal, no puede ser normativo.
«Quien eche sobre la filosofía -escribe Windelbandla carga de decidir en
la cuestión del optimismo y del pensamiento, quien le pida que dé un
juicio acerca de si el mundo es más apropiado a engendrar dolor que placer
o viceversa, el tal, si se conduce más que
dilettantescamente,trabaja en el fantasma de hallar una
determinación absoluta en un terreno en que ningún hombre razonable la ha
buscado.» Hay que ver, sin embargo, si esto es tan claro como parece, en
caso de que sea yo un hombre razonable y no me conduzca nada más que
dilettantescamente,lo cual sería la abominación de la
desolación.
Con muy hondo sentido, Benedetto Croce, en su filosofía del espíritu,
junto a la estética como ciencia de la expresión y a la lógica como
ciencia del concepto puro, dividió la filosofía de la práctica en dos
ramas: economía y ética. Reconoce, en efecto, la existencia de un grado
práctico del espíritu, meramente económico, dirigido a lo singular, sin
preocupación de lo universal. Yago o Napoleón son tipos de perfección, de
genialidad económica, y este grado queda fuera de la moralidad. Y por él
pasa todo hombre, porque ante todo, debe querer ser él mismo, como
individuo, y sin ese grado no se explicaría la moralidad, como sin la
estética la lógica carece de sentido. Y el descubrimiento del valor
normativo del grado económico que busca lo hedónico, tenía que partir de
un italiano, de un discípulo de Maquiavelo, que tan honradamente especuló
sobre la virtú, la eficacia práctica, que no es precisamente la
virtud moral.
Pero ese grado económico no es, en el fondo, sino la incoación del
religioso. Lo religioso es lo económico o hedónico trascendental. La
religión es una economía o una hedonística trascendental. Lo que el hombre
busca en la religión, en la fe religiosa, es salvar su propia
individualidad, eternizarla, lo que no se consigue ni con la ciencia, ni
con el arte, ni con la moral. Ni ciencia, ni arte, ni moral nos exigen a
Dios; lo que nos exige a Dios es la religión. Y con muy genial acierto
hablan nuestros jesuitas del gran negocio de nuestra salvación. Negocio,
sí, negocio, algo de género económico, hedonístico, aunque trascendente. Y
a Dios no le necesitamos ni para que nos enseñe la verdad de las cosas, ni
su belleza, ni nos asegure la moralidad con penas y castigos, sino para
que nos salve, para que no nos deje morir del todo. Y este anhelo singular
es por ser de todos y de cada uno de los hombres normales -los anormales
por barbarie o por supercultura no entran en cuenta-, universal y
normativo.
Es, pues, la religión una economía trascendente, o si se Wiere,
metafísica. El Universo tiene para el hombre, junto a sus valores lógico,
estético y ético, también un valor económico, que hecho así universal y
normativo, es el valor religioso. No se trata sólo para nosotros de
verdad, belleza y bondad; trátase también, y ante todo, de salvación del
individuo, de perpetuación, que aquellas normas no nos procuran. La
economía llamada política nos enseña el modo más adecuado, más económico
de satisfacer nuestras necesidades, sean o no racionales, feas o bellas,
morales o inmorales -un buen negocio económico puede ser una estafa o algo
que a la larga nos lleve a la muerte-, y la suprema necesidad
humana es la de no morir, la de gozar por siempre la plenitud de la
propia limitación individual. Que si la doctrina católica eucarísica
enseña que la sustancia del cuerpo de Jesucristo está toda en la hostia
consagrada y toda en cada parte de esta, eso quiere decir que Dios está
todo en todo el Universo, y que todo en cada uno de los individuos que la
integran. Y este es, en el fondo, un principio no lógico, ni estético, ni
ético, sino económico trascendente o religioso. Y con esa norma puede la
filosofía juzgar del optimismo y del pesimismo. Si el alma humana es
inmortal, el mundo es económica o hedonísticamente bueno; y si no lo es,
es malo. Y el sentido que a las categorías de bueno y de malo dan el
pesimismo y el optimismo, no es sentido ético, sino un sentido económico o
hedonístico. Es bueno lo que satisface nuestro anhelo vital, y malo
aquello que no lo satisface.
Es, pues, la filosofía también ciencia de la tragedia de la vida,
reflexión del sentimiento trágico de ella. Y un ensayo de esta filosofía,
con sus inevitables contradicciones o antinomias íntimas, es lo que he
pretendido en estos ensayos. Y no ha de pasar por alto el lector que he
estado operando sobre mí mismo; que ha sido este un trabajo de autocirugía
y sin más anestésico que el trabajo mismo. El goce de operante
ennoblecíame el dolor de ser operado.
Y en cuanto a mi otra pretensión, es la de que esto sea filosofía
española, tal vez la filosofía española, de que si un italiano
descubre el valor normativo y universal del grado económico, sea un
español el que enuncie que ese grado no es sino el principio del religioso
y que la esencia de nuestra religión, de nuestro catolicismo español, es
precisamente el ser no una ciencia, ni un arte, ni una moral, sino una
economía a lo eterno, o sea a lo divino; que esto sea lo español, digo,
dejo para otro trabajo -este histórico-, el intento siquiera de
justificarlo. Mas por ahora y aun dejando la tradición expresa y externa,
la que se nos muestra en documentos históricos, ¿:es que no soy yo un
español -y un español que apenas si ha salido de España-, un producto, por
lo tanto, de la tradición española, de la tradición viva, de la que se
transmite en sentimientos e ideas que sueñan y no en textos que
duermen?
Aparéceseme la filosofía en el alma de mi pueblo como la expresión de
una tragedia íntima análoga a la tragedia del alma de Don Quijote, como la
expresión de una lucha entre lo que el mundo es, según la razón de la
ciencia nos lo muestra, y lo que queremos que sea, según la fe de nuestra
religión nos lo dice? Y en esta filosofía está el secreto de eso que suele
decirse de que somos en el fondo irreductibles a la Kultura, es decir, que
no nos resignamos a ella. No, Don Quijote, no se resigna ni al mundo ni a
su verdad, ni a la ciencia o lógica, ni al arte o estética, ni a la moral
o ética.
«Es que con todo eso -se me ha dicho más de una vez _ y más que por
uno- no conseguirías en todo caso sino empujar a las gentes al más loco
catolicismo.» Y se me ha acusado de reaccionario y hasta de jesuita. ¡Sea!
¿:Y qué? Sí, ya lo sé, ya sé que es locura querer volver las aguas del río
a su fuente, que es el vulgo el que busca la medicina de sus males en el
pasado; pero también sé que todo el que pelea por un ideal cualquiera,
aunque parezca del pasado, empuja el mundo al porvenir, y que los únicos
reaccionarios son los que se encuentran bien en el presente. Toda supuesta
restauración del pasado es hacer porvenir, y si el pasado ese es un
ensueño, algo mal conocido... mejor que mejor. Como siempre, se marcha al
porvenir, el que anda, a él va, aunque marche de espaldas. ¡Y quién sabe
si no es esto mejor!...
Siéntome con un alma medieval, y se me antoja que es medieval el alma
de mi patria; que ha atravesado esta, a la fuerza, por el Renacimiento, la
Reforma y la Revolución, aprendiendo, sí, de ellas, pero sin dejarse tocar
el alma, conservando la herencia espiritual de aquellos tiempos que llaman
caliginosos. Y el quijotismo no es sino lo más desesperado de la lucha de
la Edad Media contra el Renacimiento, que salió de ella.
Y si los unos me acusaren de servir a una obra de reacción católica,
acaso los otros, los católicos oficiales... Pero estos en España apenas se
fijan en cosa alguna ni se entretienen sino en sus propias disensiones y
querellas. ¡Y además, tienen unas entendederas los pobres!
Pero es que mi obra -iba a decir mi misión- es quebrantar la fe de unos
y de otros y de los terceros, la fe en la negación y la fe en la
abstención, y esto por fe en la fe misma; es combatir a todos los que se
resignan, sea el caolicismo, sea el racionalismo, sea el agnosticismo: es
hacer que vivan todos inquietos y anhelantes.
¿:Será esto eficaz? ¿:Pero es que creía Don Quijote acaso en la eficacia
inmediata aparencial de su obra? Es muy dudoso, y por lo menos no volvió,
por si acaso, a acuchillar segunda vez su celada. Y numerosos pasajes de
su historia delatan que no creía gran cosa conseguir de momento su
propósito de restaurar la caballería andante. ¿:Y qué importaba si así
vivía él y se inmortalizaba? Y debió de adivinar, y adivinó de hecho, otra
más alta eficacia de aquella su obra, cual era la que ejercería en cuanto
con piadoso espíritu leyesen sus hazañas.
Don Quijote se puso en ridículo, ¿:pero conoció acaso el más trágico
ridículo, el ridículo reflejo, el que uno hace ante sí mismo, a sus
propios ojos del alma? Convertid el campo de batalla de Don Quijote a su
propia alma; ponedle luchando en ella por salvar a la Edad Media del
Renacimiento, por no perder su tesoro de la infancia; haced de él un Don
Quijote interior -con su Sancho, un Sancho también interior y también
heroico, al lado- y decidme de la tragedia cómica.
¿:Y qué ha dejado Don Quijote?, diréis. Y yo os diré que se ha dejado a
sí mismo, y que un hombre, un hombre vivo y eterno, vale por todas las
teorías y por todas las filosofías. Otros pueblos nos han dejado sobre
todo instiuciones, libros; nosotros hemos dejado almas. Santa Teresa vale
por cualquier instituto, por cualquier Crítica de la razón
pura.
Es que Don Quijote se convirtió. Sí, para morir el pobre. Pero el otro,
el real, el que se quedó y vive entre nosotros, ese sigue alentándonos con
su aliento, ese no se convirtió, ese sigue animándonos a que nos pongamos
en ridículo, ese no debe morir. Y el otro, el que se convirtió para morir,
pudo haberse convertido porque fue loco y fue su locura, y no su muerte ni
su conservación, lo que lo inmortalizó mereciéndole el perdón del delito
de haber nacido. Felix culpa! Y no se curó tampoco, sino que
cambió de locura. Su muerte fue su última aventura caballeresca; con ella
forzó el cielo, que padece fuerza.
Murió aquel Don Quijote y bajó a los infiernos, y entró en ellos lanza
en ristre, y libertó a los condenados todos, como a los galeotes, y cerró
sus puertas, y quitando de ellas el rótulo que allí viera el Dante puso
uno que decía: ¡viva la esperanza!, y escoltado por los libertados, que de
él se reían, se fue al cielo. Y Dios se rió paternalmente de él y esta
risa divina le llenó de felicidad eterna el alma.
Y el otro Don Quijote se quedó aquí, entre nosotros, luchando a la
desesperada. ¿:Es que su lucha no arranca de desesperación? ¿:Por qué entre
las palabras que el inglés ha tomado a nuestra lengua figura entre
siesta, camarilla, guerrilla y otras, la de desperado,
esto es, desesperado? Este Quijote interior que os decía, consciente
de su propia trágica comicidad, ¿:no es un desesperado?
Undesperado,sí, como Pizarro y como Loyola. Pero «es la
desesperación dueña de los imposibles», nos enseña Salazar y Torres (en
Elegir al enemigo, act. I), y es de la desesperación y sólo de
ella de donde nace la esperanza heroica, la esperanza absurda, la
esperanza loca. Spero quia absurdum, debía decirse, más bien que
credo.
Y Don Quijote, que estaba solo, buscaba más soledad aún, buscaba las
soledades de la Peña Pobre para entregarse allí, a solas, sin testigos, a
mayores disparates en que desahogar el alma. Pero no estaba tan solo, pues
le acompaña Sancho, Sancho el bueno, Sancho el creyente, Sancho el
sencillo. Sí, como dicen algunos, Don Quijote murió en España y queda
Sancho, estamos salvados, porque Sancho se hará, muerto su amo, caballero
andante. Y en todo caso, espera otro caballero loco a quien seguir de
nuevo.
Hay también una tragedia de Sancho. Aquel, el otro, el que anduvo con
el Don Quijote que murió no consta que muriese, aunque hay quien cree que
murió loco de remate, pidiendo la lanza y creyendo que había sido verdad
cuanto su amo abominó por mentira en su lecho de muerte y de conversión.
Pero tampoco consta que murieran ni el bachiller Sansón Carrasco, ni el
cura, ni el barbero, ni los duques y canónigos, y con estos es con los que
tiene que luchar el heroico Sancho.
Solo anduvo Don Quijote, solo con Sancho, solo con su soledad. ¿:No
andaremos también solos sus enamorados, forjándonos una España quijotesca
que sólo en nuesro magín existe?
Y volverá a preguntársenos: ¿:qué ha dejado a la Kulura Don Quijote? Y
diré: ¡el quijotismo, y no es poco! Todo un método, toda una
epistemología, toda una estéica, toda una lógica, toda una ética, toda una
religión sobre todo, es decir, toda una economía a lo eterno y lo divino,
toda una esperanza en lo absurdo racional.
¿:Por qué peleó Don Quijote? Por Dulcinea, por la gloria, por vivir, por
sobrevivir. No por Iseo, que es la carne eterna; no por Beatriz, que es la
teología; no por Margarita, que es el pueblo; no por Helena, que es la
cultura. Peleó por Dulcinea, y la logró, pues que vive.
Y lo más grande de él fue haber sido burlado y vencido, porque siendo
vencido es como vencía: dominaba al mundo dándole que reír de él.
¿:Y hoy? Hoy siente su propia comicidad y la vanidad de su esfuerzo en
cuanto a lo temporal; se ve desde fuera -la cultura le ha enseñado a
objetivarse, esto es, a enajenarse en vez de ensimismarse-, y al verse
desde fuera, se ríe de sí mismo, pero amargamente. El personaje más
trágico acaso fuese un Margutte íntimo, que, como el de Pulci, muera
reventando de risa, pero de risa de sí mimo. E riderá in eterno,
reirá eternamente, dijo de Margutte el ángel Gabriel. ¿:No oís la risa
de Dios?
Don Quijote el mortal, al morir, comprendió su propia comicidad, y
lloró sus pecados, pero el inmortal, comprendiéndola se sobrepone a ella y
la vence sin desecharla.
Y Don Quijote no se rinde, porque no es pesimista, y Pelea. No es
pesimista porque el pesimismo es hijo de la vanidad, es cosa de moda, puro
snobismo,y Don Quijote nies vano ni vanidoso, ni moderno de
ninguna modernidad -menos modernista-, y no entiende qué es eso de
snob mientras no se lo digan en cristiano viejo español. No es
pesimista Don Quijote, porque como no entiende qué sea eso de la joie
de vivre,no entiende de su contrario. Ni entiende de tonterías
futuristas tampoco. A pesar de Clavileño, no ha llegado al aeroplano, que
parece querer alejar del cielo a no pocos atolondrados. Don Quijote no ha
llegado a la edad del tedio de la vida, que suele traducirse en esa tan
característica topofobia de no pocos espíritus modernos, que se pasan la
vida corriendo a todo correr de un lado para otro, y no por amor a aquel
adonde van, sino por odio a aquel otro de donde vienen, huyendo de todos.
Lo que es una de las formas de la desesperación.
Pero Don Quijote oye ya su propia risa, oye la risa divina, y como no
es pesimista, como cree en la vida eterna, tiene que pelear, arremetiendo
contra la ortodoxiainquisitorialcientífica moderna por traer una nueva e
imposible Edad Media, dualística, contradictoria, apasionada. Como un
nuevo Savonarola, Quijote italiano de fines del siglo xv, pelea contra esa
Edad Moderna que abrió Maquiavelo y que acabará cómicamente. Pelea conra
el racionalismo heredado del XVIII. La paz de la conciencia, la
conciliación entre la razón y la fe, gracias a Dios providente, no cabe.
El mundo tiene que ser como Don Quijote quiere y las ventas tienen que ser
castillos, y peleará con él y será, al parecer, vencido, pero vencerá al
ponerse en ridículo. Y se vencerá riéndose de sí mismo y haciéndose
reír.
«La razón habla y el sentido muerde», dijo el Petrarca; pero también la
razón muerde, y muerde en el cogollo del corazón. Y no hay más calor a más
luz. «¡Luz, luz, más luz todavía!», dicen que dijo Goethe moribundo. No,
calor, calor, más calor todavía, que nos morimos de frío y no de
oscuridad. La noche no mata; mata el hielo. Y hay que libertar a la
princesa encantada y destruir el retablo de Maese Pedro.
¿:Y no habrá también pedantería. Dios mío, en esto de creerse uno
burlado y haciendo el Quijote? Los regenerados (Opvakte) desean
que el mundo impío se burle de ellos para estar seguros de ser
regenerados, puesto que son burlados, y gozar la ventaja de poder quejarse
de la impiedad del mundo, dijo Kierkegaard (Afsluttende uvidenskabelig
Efterskrift, II, Afsnit II, cap. IV, sect. II B).
¿:Cómo escapar a una u otra pedantería, o una u otra afectación, si el
hombre natural no es sino un mito, y somos artificiales todos?
¡Romanticismo! Sí, acaso sea esa, en parte, la palabra. Y nos sirve más
y mejor por su impresión misma. Contra eso, contra el romanticismo, se ha
desencadenado recientemente, sobre todo en Francia, la pedantería
racionalista y clasicista. ¿:Que él, que el romanticismo, es otra
pedantería, la pedantería sentimental? Tal vez. En este mundo un hombre
culto, o es dilettanteo es pedante; a escoger, pues. Sí, pedantes
acaso René y Adolfo Obermann y Larra... El caso es buscar consuelo en el
desconsuelo.
Ala filosofía de Bergson, que es una restauración espiritualista, en el
fondo mística, medieval, quijotesca, se la ha llamado filosofía
demi-mondaine. Quitadle el demi; mondaine, mundana.
Mundana, sí, para el mundo y no para los filósofos, como no debe ser la
química para los químicos solos. El mundo quiere ser engañado -mundus
vult decipi-, o con el engaño de antes de la razón, que es la poesía,
con el engaño de después de ella, que es la religión. Y ya dijo Maquiavelo
que quien quisiera engañar, encontrará siempre quien deje que le engañen.
¡Y bienaventurados los que hacen el primo! Un francés, Jules de Gaultier,
dijo que el privilegio de su pueblo, era n'étre pas dupe, no
hacer el primo. ¡Triste privilegio!
La ciencia no le da a Don Quijote lo que este le pide. «¡Que no le pida
eso -dirán-; que se resigne, que acepte la vida y la verdad como son!»
Pero él no la acepta así, y pide señales, a lo que le mueve Sancho, que
está a su lado. Y no es que Don Quijote no comprenda lo que comprende
quien así le habla, el que procura resignarse y aceptar la vida y la
verdad racionales. No; es que sus necesidades efectivas son mayores.
¿:Pedantería? ¡Quién sabe!...
Y en este siglo crítico, Don Quijote, que se ha contaminado de
cristicismo también, tiene que arremeter contra sí mismo, víctima de
intelectualismo y de sentimentalismo, y que cuando quiere ser más
espontáneo, más afectado aparece. Y quiere el pobre racionalizar lo
irracional e irracionalizar lo racional. Y cae en la desesperación ínima
del siglo crítico de que fueron las dos más grandes víctimas Nietzsche y
Tolstoi. Y por desgracia entra en el furor heroico de que hablaba aquel
Quijote del pensamiento que escapó al claustro, Giordano Bruno, y se hace
despertador de las almas que duermen,dormitantium animorum excubitor,
como dijo de sí mismo el ex dominicano, el que escribió: «El amor
heroico es propio de las naturalezas superiores llamadas insanas
-in-sane-,no porque no saben -non sanno-, sino porque
sobresaben -soprasanno. »
Pero Bruno creía en el triunfo de sus doctrinas, o por lo menos al pie
de su estatua, en el Campo dei Fiori, frente al Vaticano, han puesto que
se la ofrece el siglo por él adivinado, il secolo da lui divinato.
Mas nuestro Don Quijote, el redivivo, el interior, el consciente de
su propia comicidad, no cree que triunfen sus doctrinas en este mundo
porque no son de él. Y es mejor que no triunfen. Y si le quisiera hacer a
Don Quijote rey, se retiraría solo, al monte, huyendo de las turbas
regificientes y regicidas, como se retiró solo al monte el Cristo cuando,
después del milagro de los peces y los panes, le quisieron proclamar rey.
Dejó el título de rey para encima de la cruz.
¿:Cuál es, pues, la nueva misión de Don Quijote hoy en este mundo?
Clamar, clamar en el desierto. Pero el desierto oye, aunque no oigan los
hombres, y un día se convertirá en selva sonora, y esa voz solitaria que
va posando en el desierto como semilla, dará un cedro gigantesco que con
sus cien mil leguas cantará un hosanna eterno al Señor de la vida y de la
muerte.
Y vosotros ahora, bachilleres Carrascos del regeneracionismo
europeizante, jóvenes que trabajáis a la europea, con método y crítica...
científicos, haced riqueza, haced patria, haced arte, haced ciencia, haced
ética, haced o más bien traducid sobre todo Kultura, que así mataréis a la
vida y a la muerte. ¡Para lo que ha de durarnos todo!...
Y con esto se acaban ya-¡ ya era hora!-, por ahora al menos, estos
ensayos sobre el sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los
pueblos, o por lo menos en mí -que soy hombre- y en el alma de mi pueblo,
tal como en la mía se refleja.
Espero, lector, que mientras dure nuestra tragedia, en algún entreacto,
volvamos a encontrarnos. Y nos reconoceremos. Y perdona si te he molestado
más de lo debido e inevitable, más de lo que, al tomar la pluma para
disraerte un poco de tus ilusiones, me propuse. ¡Y Dios no te dé paz y sí
gloria!
En Salamanca, año de gracia de 1912.