Al morir Joaquín Monegro encontróse entre sus papeles una especie
de Memoria de la sombría pasión que le hubo devorado en vida.
Entremézclanse en este relato fragmentos tomados de esa confesión --así la
rotuló--, y que vienen a ser al modo de comentario que se hacía Joaquín a
sí mismo de su propia dolencia. Esos fragmentos van entrecomillados. La
Confesión iba dirigida a su hija:
PRÓLOGO A ESTA SEGUNDA EDICIÓN
Al corregir las pruebas de esta segunda edición de mi Abel Sánchez: Una
historia de pasión -acaso estaría mejor: historia de una pasión- y
corregirlas aquí, en el destierro fronterizo, a la vista pero fuera de mi
dolorosa España, he sentido revivir en mí todas las congojas patrióticas
de que quise librarme al escribir esta historia congojosa. Historia que no
había querido volver a leer.
La primera edición de esta novela no tuvo en un principio, dentro de
España, buen suceso. Perjudicóle, sin duda, una lóbrega y tétrica portada
alegórica que me empeñé en dibujar y colorear yo mismo; pero perjudicóle
acaso más la tétrica lobreguez del relato mismo. El público no gusta que
se llegue con el escalpelo a hediondas simas del alma humana y que se haga
saltar pus.
Sin embargo, esta novela, traducida al italiano, al alemán y al
holandés, obtuvo muy buen suceso en los países en que se piensa y siente
en estas lenguas. Y empezó a tenerlo en los de nuestra lengua española.
Sobre todo después que el joven crítico José A. Balseiro en el tomo II de
El vigía le dedicó un agudo ensayo. De tal modo que se ha hecho precisa
esta segunda edición.
Un joven norteamericano que prepara una tesis de doctorado sobre mi
obra literaria me escribía hace poco preguntándome si saqué esta historia
del Caín de lord Byron, y tuve que contestarle que yo no he sacado mis
ficciones novelescas -o nivolescas- de libros, sino de la vida social que
siento y sufro -y gozo- en tomo mío y de mi propia vida. Todos los
personajes que crea un autor, si los crea con vida; todas las criaturas de
un poeta, aun las más contradictorias entre sí -y contradictorias en sí
misma~, son hijas naturales y legítimas de su autor -¡feliz si autor de
sus siglos!-, son partes de él.
Al final de su vida atormentada, cuando se iba a morir, decía mi pobre
Joaquín Monegro: «¿:Por qué nací en tierra de odios? En tierra en que el
precepto parece ser: "Odia a tu prójimo como a ti mismo." Porque he vivido
odiándome; porque aquí todos vivimos odiándonos. Pero... traed al niño.» y
al volver a oírle a mi Joaquín esas palabras, por segunda vez y al cabo de
los años -¡Y qué años!- que separan estas dos ediciones, he sentido todo
el horror de la calentura de la lepra nacional española, y me he dicho:
«Pero... traed al niño.» Porque aquí, en esta mi nativa tierra vasca
-francesa o española es igual- a la que he vuelto de largo asiento después
de treinta y cuatro años que salí de ella, estoy reviviendo mi niñez. No
hace tres meses escribía aquí:
Si pudiera recogerme del camino
y hacerme uno de
entre tantos como he sido;
si pudiera al cabo darte, Señor mío,
el
que en mí pusiste cuando yo era niño...!
Pero ¡qué trágica mi experiencia de la vida española! Salvador de
Madariaga, comparando ingleses, franceses y españoles, dice que en el
reparto de los vicios capitales de que todos padecemos, al inglés le tocó
más hipocresía que a los otros dos, al francés más avaricia y al español
más envidia. Y esta terrible envidia, phthonos de los griegos, pueblo
democrático y más bien demagógico, como el español, ha sido el fermento de
la vida social española. Lo supo acaso mejor que nadie Quevedo; lo supo
fray Luis de León. Acaso la soberbia de Felipe II no fue más que envidia.
«La envidia nació en Cataluña», me decía una vez Cambó en la plaza Mayor
de Salamanca. ¿:Por qué no en España? Toda esa apestosa enemiga de los
neutros, de los hombres de sus casas, contra los políticos, ¿:qué es sino
envidia? ¿:De dónde nació la vieja Inquisición, hoy rediviva?
Y al fin la envidia que yo traté de mostrar en el alma de mi Joaquín
Monegro es una envidia trágica, una envidia que se defiende, una envidia
que podría llamarse angélica; pero, ¿:y esa otra envidia hipócrita,
solapada, abyecta, que está devorando a lo más indefenso del alma de
nuestro pueblo?, ¿:esa envidia colectiva?, ¿:la envidia del auditorio que va
al teatro a aplaudir las burlas a lo que es más exquisito o más
profundo?
En estos años que separan las dos ediciones de esta mi historia de una
pasión trágica -la más trágica acaso-, he sentido enconarse la lepra
nacional y en estos cerca de cinco años que he tenido que vivir fuera de
mi España he sentido cómo la vieja envidia tradicional -y tradicionalista-
española, la castiza, la que agrió las gracias de Quevedo y las de Larra,
ha llegado a constituir una especie de partidillo político, aunque, como
todo lo vergonzante e hipócrita, desmedrado; he visto a la envidia
constituir juntas defensivas, la he visto revolverse contra toda natural
superioridad. y ahora, al releer, por primera vez, mi Abel Sánchez para
corregir las pruebas de esta su segunda -y espero que no última- edición,
he sentido la grandeza de la pasión de mi Joaquín Monegro y cuán superior
es, moralmente, a todos los Abeles. No es Caín lo malo; lo malo son los
cainitas. y los abelitas.
Mas como no quiero hurgar en viejas tristezas, en tristezas de viejo
régimen -no más tristes que las del llamado nuevo- termino este prólogo
escrito en el destierro, pero a la vista de mi España, diciendo con mi
pobre Joaquín Monegro: «¡Pero... traed al niño!»
MIGUEL DE UNAMUNO.
En Hendaya. el 14 de julio de
1928.
I
No recordaban Abel Sánchez y Joaquín Monegro desde cuándo se conocían.
Eran conocidos desde antes de la niñez, desde su primera infancia, pues
sus dos sendas nodrizas se juntaban y los juntaban cuando aún ellos no
sabían hablar. Aprendió cada uno de ellos a conocerse conociendo al otro.
Y así vivieron y se hicieron juntos amigos desde nacimiento, casi más bien
hermanos de crianza. En sus paseos, en sus juegos, en sus otras amistades
comunes, parecía dominar e iniciarlo todo Joaquín, el más voluntarioso;
pero era Abel quien, pareciendo ceder, hacía la suya siempre. Yes que le
importaba más no obedecer que mandar. Casi nunca reñían. «¡Por mí como tú
quieras...!», le decía Abel a Joaquín, y este se exasperaba a las veces
porque con aquel «¡como tú quieras... !» esquivaba las disputas.
-¡Nunca me dices que no! -exclamaba Joaquín.
-¿: Y para qué? -respondía el otro. -
-Bueno, este no quiere que vayamos al Pinar -dijo una vez aquel, cuando
varios compañeros se disponían a un paseo.
-¿:Yo? ¡pues no he de quererlo...! -exclamó Abel-. Sí, hombre, sí; como
tú quieras. ¡Vamos allá!
-¡No, como yo quiera, no! ¡Ya te he dicho otras veces que no! ¡Como yo
quiera no! ¡Tú no quieres ir!
-Que sí, hombre...
-Pues entonces no lo quiero yo...
-Ni yo tampoco...
-Eso no vale -gritó ya Joaquín-. ¡O con él o conmigo!
Y todos se fueron con Abel, dejándole a Joaquín solo. Al comentar este
en sus Confesiones tal suceso de la infancia, escribía: «Ya desde entonces
era él simpático, no sabía por qué, y antipático yo, sin que se me
alcanzara mejor la causa de ello, y me dejaban solo. Desde niño me
aislaron mis amigos.»
Durante los estudios del bachillerato, que siguieron juntos, Joaquín
era el empollón, el que iba a la caza de los premios, el primero en las
aulas y el primero Abel fuera de ellas, en el patio del Instituto, en la
calle, en el campo, en los novillos, entre los compañeros. Abel era el que
hacía reír con sus gracias y, sobre todo, obtenía triunfos de aplauso por
las caricaturas que de los catedráticos hacía. «Joaquín es mucho más
aplicado, pero Abel es más listo... si se pusiera a estudiar...» Y este
juicio común de los compañeros, sabido por Joaquín, no hacía sino
envenenarle el corazón. Llegó a sentir la tentación de descuidar el
estudio y tratar de vencer al otro en el otro campo, pero diciéndose:
«¡bah!, qué saben ellos...», siguió fiel a su propio natural. Además, por
más que procuraba aventajar al otro en ingenio y donosura no lo conseguía.
Sus chistes no eran reídos y pasaba por ser fundamentalmente serio. «Tú
eres fúnebre -solía decirle Federico Cuadrado-, tus chistes son chistes de
duelo.»
Concluyeron ambos el bachillerato. Abel se dedicó a ser artista
siguiendo el estudio de la pintura y Joaquín se matriculó en la Facultad
de Medicina. Veíanse con frecuencia y hablaba cada uno al otro de los
progresos que en sus respectivos estudios hacían, empeñándose Joaquín en
probarle a Abel que la Medicina era también un arte, y hasta una arte
bella, en que cabía inspiración poética. Otras veces, en cambio, daba en
menospreciar las bellas artes, enervadoras del espíritu, exaltando la
ciencia, que es la que eleva, fortifica y ensancha el espíritu con la
verdad.
-Pero es que la Medicina tampoco es ciencia -le decía Abel-. No es sino
una arte, una práctica derivada de ciencias.
-Es que yo no he de dedicarme al oficio de curar enfermos -replicaba
Joaquín.
-Oficio muy honrado y muy útil... -añadía el otro.
-Sí, pero no para mí. Será todo lo honrado y todo lo útil que quieras,
pero detesto esa honradez y esa utilidad. Para otros el hacer dinero
tomando el pulso, mirando la lengua y recetando cualquier cosa. Yo aspiro
a más.
-¿:A más?
-Sí, yo aspiro a abrir nuevos caminos. Pienso dedicarme a la
investigación científica. La gloria médica es de los que descubrieron el
secreto de alguna enfermedad y no de los que aplicaron el descubrimiento
con mayor o menor fortuna.
-Me gusta verte así, tan idealista.
-Pues qué, ¿:crees que sólo vosotros, los artistas, los pintores, soñáis
con la gloria?
-Hombre, nadie te ha dicho que yo sueñe con tal cosa...
-¿:Que no?, ¿:pues por qué, sino, te has dedicado a pintar?
-Porque si se acierta es oficio que promete...
-¿:Que promete?
-Vamos, sí, que da dinero.
-A otro perro con ese hueso, Abel. Te conozco desde que nacimos casi. A
mí no me la das. Te conozco.
-¿:Y he pretendido nunca engañarte?
-No, pero tú engañas sin pretenderlo. Con ese aire de no importarte
nada, de tomar la vida en juego, de dársete un comino de todo, eres un
terrible ambicioso... -¿:Ambicioso yo?
-Sí, ambicioso de gloria, de fama, de renombre... Lo fuiste siempre, de
nacimiento. Sólo que solapadamente.
-Pero ven acá, Joaquín, y dime: ¿:te disputé nunca tus premios?, ¿:no
fuiste tú siempre el primero en clase?, ¿:el chico que promete?
-Sí, pero el gallito, el niño mimado de los compañeros, tú...
-¿:Y qué iba yo a hacerle... ?
-¿:Me querrás hacer creer que no buscabas esa especie de
popularidad...?
-Haberla buscado tú...
-¿:Yo?, ¿:yo? ¡Desprecio a la masa!
-Bueno, bueno, déjame de esas tonterías y cúrate de ellas. Mejor será
que me hables otra vez de tu novia.
-¿:Novia?
-Bueno, de esa tu primita que quieres que lo sea.
Porque Joaquín estaba queriendo forzar el corazón de su prima Helena y
había puesto en su empeño amoroso todo el ahínco de su ánimo reconcentrado
y suspicaz. Y sus desahogos, los inevitables y saludables desahogos de
enamorado en lucha, eran con su amigo Abel.
¡Y lo que Helena le hacía sufrir!
-Cada vez la entiendo menos -solía decirle a Abel-. Esa muchacha es
para mí una esfinge...
-Ya sabes lo que decía Oscar Wilde, o quien fuese: que toda mujer es
una esfinge sin secreto;
-Pues Helena parece tenerlo. Debe de querer a otro, aunque este no lo
sepa: Estoy seguro de que quiere a otro.
-¿: Y por qué?
-De otro modo no me explico su actitud conmigo...
-Es decir, que porque no quiere quererte a ti... quererte para novio,
que como primo sí te querrá.
-¡No te burles!
-Bueno, pues porque no quiere quererte para novio, o más claro, para
marido, ¿:tiene que estar enamorada de otro? ¡Bonita lógica!
-¡Yo me entiendo!
-Sí, y también yo te entiendo.
-¿:Tú?
-¿:No pretendes ser quien mejor me conoce? ¿:Qué mucho, pues, que yo
pretenda conocerte? Nos conocimos a un tiempo.
-Te digo que esa mujer me trae loco y me hará perder la paciencia. Está
jugando conmigo. Si me hubiera dicho desde un principio que no, bien
estaba, pero tenerme así, diciendo que lo verá, que lo pensará... ¡Esas
cosas no se piensan... coqueta.
-Es que te está estudiando.
-¿:Estudiándome a mí? ¿:Ella? ¿:Qué tengo yo que estudiar? ¿:Qué puede ella
estudiar?
-¡Joaquín, Joaquín, te estás rebajando y la estás rebajando...! ¿:O
crees que no más verte y oírte y saber que la quieres y ya debía
rendírsete?
-Sí, siempre he sido antipático...
-Vamos, hombre, no te pongas así...
-¡Es que esa mujer está jugando conmigo! Es que no es noble jugar así
con un hombre, como yo, franco, leal, abierto... ¡Pero si vieras qué
hermosa está! ¡Y cuánto más fría y más desdeñosa se pone más hermosa! ¡Hay
veces que no sé si la quiero o la aborrezco más...! ¿:Quieres que te
presente a ella... ?
-Hombre, si tú...
-Bueno, os presentaré.
-Y si ella quiere...
-¿:Qué?
-Le haré un retrato.
-¡Hombre, sí!
Mas aquella noche durmió Joaquín mal rumiando lo del retrato, pensando
en que Abel Sánchez, el simpático sin proponérselo, el mimado del favor
ajeno, iba a retratarle a Helena.
¿:Qué saldría de allí? ¿:Encontraría también Helena, como sus compañeros
de ellos, más simpático a Abel? Pensó negarse a la presentación, mas como
ya se la había prometido...
@§ II
-¿:Qué tal te pareció mi prima? -le preguntaba Joaquín a Abel al día
siguiente de habérsela presentado y propuesto a ella, a Helena, lo del
retrato, que acogió alborozada de satisfacción.
-Hombre, ¿:quieres la verdad?
-La verdad siempre, Abel; si nos dijéramos siempre la verdad, toda la
verdad, esto sería el paraíso.
-Sí, y si se la dijera cada cual a sí mismo...
-¡Bueno, pues la verdad!
-La verdad es que tu prima y futura novia, acaso esposa, Helena, me
parece una pava real... es decir, un pavo real hembra... Ya me
entiendes...
-Sí, te entiendo.
-Como no sé expresarme bien más que con el pincel...
-Y vas a pintar la pava real, o el pavo real hembra, haciendo la rueda
acaso, con su cola llena de ojos, su cabecita...
-¡Para modelo, excelente! ¡Excelente, chico! ¡Qué ojos! ¡Qué boca! Esa
boca carnosa ya la vez fruncida..., esos ojos que no miran... ¡Qué cuello!
¡Y sobre todo qué color de tez! Si no te incomodas...
-¿:Incomodarme yo?
-Te diré que tiene un color como de india brava, o mejor, de fiera
indómita. Hay algo, en el mejor sentido, de pantera en ella. Y todo ello
fríamente.
-¡Y tan fríamente!
-Nada, chico, que espero hacerte un retrato estupendo.
-¿:A mí? ¿:Será a ella?
-No, el retrato será para ti, aunque de ella.
-¡No, eso no, el retrato será para ella!
-Bien, para los dos. Quién sabe... Acaso con él os una.
-Vamos, sí, que de retratista pasas a...
-A lo que quieras, Joaquín, a celestino, con tal de que dejes de sufrir
así. Me duele verte de esa manera.
Empezaron las sesiones de pintura, reuniéndose los tres. Helena se
posaba en su asiento solemne y fría, henchida de desdén, como una diosa
llevada por el destino. «¿:Puedo hablar?», preguntó el primer día, y Abel
le contestó: «Sí, puede usted hablar y moverse; para mí es mejor que hable
y se mueva, porque así vive la fisonomía... Esto no es fotografía, y
además no la quiero hecha estatua...» Y ella hablaba, hablaba, pero
moviéndose poco y estudiando la postura. ¿:Qué hablaba? Ellos no lo sabían.
Porque uno y otro no hacían sino devorarla con los ojos; la veían, no la
oían hablar.
Y ella hablaba, hablaba, por creer de buena educación no estarse
callada, y hablaba zahiriendo a Joaquín cuanto podía.
-¿:Qué tal vas de clientela, primito? -le preguntaba.
-¿:Tanto te importa eso?
-¡Pues no ha de importarme, hombre, pues no ha de importarme...!
Figurate...
-No, no me figuro.
-lnteresándote tú tanto como por mí te interesas, no cumplo con menos
que con interesarme yo por ti. Y, además, quién sabe...
-¿:Quién sabe, qué
-Bueno, dejen eso -interrumpió Abel-; no hacen sino regañar.
-Es lo natural -decía Helena- entre parientes... Y además, dicen que
así se empieza.
-¿:Se empieza, qué? -preguntó Joaquín.
-Eso tú lo sabrás, primo, que tú has empezado.
-¡Lo que vaya hacer es acabar!
-Hay varios modos de acabar, primo.
-Y varios de empezar.
-Sin duda. ¿:Qué, me descompongo con este floreteo, Abel?
-No, no, todo lo contrario. Este floreteo, como le llama, le da más
expresión a la mirada y al gesto. Pero...
A los dos días tuteábanse ya Abel y Helena; lo había querido así
Joaquín, que al tercer día faltó a una sesión.
-A ver, a ver cómo va eso -dijo Helena levantándose para ir a ver el
retrato.
-¿:Qué te parece?
-Yo no entiendo, y además no soy quien mejor puede saber si se me
parece o no.
-¿:Qué? ¿:No tienes espejo? ¿:No te has mirado a él?
-Sí, pero...
-¿:Pero qué...?
-Qué sé yo...
-¿:No te encuentras bastante guapa en este espejo?
-No seas adulón.
-Bien, se lo preguntaremos a Joaquín.
-No me hables de él, por favor. ¡Qué pelma! -
-Pues de él he de hablarte.
~Entonces me marcho...
-No, y oye. Está muy mal lo que estás haciendo con ese chico.
-¡Ah! ¿:Pero ahora vienes a abogar por él? ¿:Es esto del retrato un
achaque?
-Mira, Helena, no está bien que estés así, jugando con tu primo. Él es
algo, vamos, algo...
-¡Sí, insoportable!
-No, él es reconcentrado, altivo por dentro, terco, lleno de sí mismo,
pero es bueno, honrado a carta cabal, inteligente, le espera un brillante
porvenir en su carrera, te quiere con delirio...
-¿:Y si a pesar de todo eso no le quiero yo?
-Pues debes entonces desengañarle.
-¡Y poco que le he desengañado! Estoy harta de decirle que me parece un
buen chico, pero que por eso, porque me parece un buen chico, un excelente
primo -y no quiero hacer un chiste-, por eso no le quiero para novio con
lo que luego viene.
-Pues él dice...
-Si él te ha dicho otra cosa, no te ha dicho la verdad, Abel. ¿:Es que
voy a despedirle y prohibirle que me hable siendo como es mi primo?
¡Primo! jQué gracia!
-No te burles así.
-Si es que no puedo...
-Y él sospecha más, y es que se empeña en creer que puesto que no
quieres quererle a él, estás en secreto enamorada de otro...
-¿:Eso te ha dicho?
-Sí, eso me ha dicho.
Helena se mordió los labios, se ruborizó y calló un momento.
-Sí, eso me ha dicho -repitió Abel, descansando la diestra sobre el
tiento que apoyaba en el lienzo, y mi- rando fijamente a Helena, como
queriendo adivinar el sentido de algún rasgo de su cara.
-Pues si se empeña...
-¿:Qué...?
-Que acabará por conseguir que me enamore de algún otro...
Aquella tarde no pintó ya más Abel. Y salieron novios.
@§ III
El éxito del retrato de Helena por Abel fue clamoroso. Siempre había
alguien contemplándolo frente al escaparate en que fue expuesto. «Ya
tenemos un gran pintor más», decían. Y ella, Helena, procuraba pasar junto
al lugar en que su retrato se exponía para oír los comentarios y paseábase
por las calles de la ciudad como un inmortal retrato viviente, como una
obra de arte haciendo la rueda. ¿:No había acaso nacido para eso?
Joaquín apenas dormía.
-Está peor que nunca -le dijo a Abel-. Ahora es cuando juega conmigo.
¡Me va a matar!
-¡Naturalmente! Se siente ya belleza profesional... .
-¡Sí, la has inmortalizado! ¡Otra Joconda!
-Pero tú, como médico, puedes alargarle la vida...
-O acortársela.
-No te pongas así, trágico.
-¿:Y qué voy a hacer, Abel, qué voy a hacer....?
-Tener paciencia...
-Además, me ha dicho cosas de donde he sacado que le has contado lo de
que la creo enamorada de otro...
-Fue por hacer tu causa...
-Por hacer mi causa... Abel, Abel, tú estás de acuerdo con ella...,
vosotros me engañáis...
-¿:Engañarte? ¿:En qué? ¿:Te ha prometido algo?
-¿:Y a ti?
-¿:Es tu novia acaso?
-¿:Y es ya la tuya?
Calló se Abel, mudándosele la color.
-¿:Lo ves? -exclamó Joaquín, balbuciente y tembloroso-. ¿:Lo ves?
-¿:El qué?
-¿:Y lo negarás ahora? ¿:Tendrás cara para negármelo?
-Pues bien, Joaquín, somos amigos de antes de conocernos, casi
hermanos...
-Y al hermano, puñalada trapera, ¿:no es eso?
-No te sulfures así; ten paciencia...
-¿:Paciencia? ¿:Y qué es mi vida sino continua paciencia, continuo
padecer?.. Tú el simpático, tú el festejado, tú el vencedor, tú el
artista... Y yo...
Lágrimas que le reventaron en los ojos cortáronle la palabra.
-¿:Y qué iba a hacer, Joaquín, qué querías que hiciese....?
-¡No haberla solicitado, pues que la quería yo...!
-Pero si ha sido ella, Joaquín, si ha sido ella...
-Claro, a ti, al artista, al afortunado, al favorito de la fortuna, a
ti son ellas las que te solicitan. Ya la tienes pues...
-Me tiene ella, te digo.
-Sí, ya te tiene la pava real, la belleza profesional, la Joconda...
Serás su pintor... La pintarás en todas posturas y en todas formas, a
todas las luces, vestida y sin vestir....
-¡Joaquín!
-Y así la inmortalizarás. Vivirá tanto como tus cuadros vivan. Es
decir; ¡vivirá, no! Porque Helena no vive; durará. Durará como el mármol,
de que es. Porque es de piedra, fría y dura, fría y dura como tú. ¡Montón
de carne... !
-No te sulfures, te he dicho.
-¡Pues no he de sulfurarme, hombre, pues no he de sulfurarme! ¡Esto es
una infamia, una canallada!
Sintióse abatido y calló, como si le faltaran palabras para la
violencia de su pasión.
-Pero ven acá, hombre -le dijo Abel con su voz más dulce, que era la
más terrible- y reflexiona. ¿:Iba yo a hacer que te quisiese si ella no
quiere quererte? Para novio no le eres...
-Sí, no soy simpático a nadie; nací condenado.
-Te juro, Joaquín...
-¡No jures!
-Te juro que si en mí solo consistiese, Helena sería tu novia, y mañana
tu mujer. Si pudiese cedértela...
-Me la venderías por un plato de lentejas, ¿:no es eso?
-¡No, vendértela, no! Te la cedería gratis y gozaría en veros felices,
pero...
-Sí, que ella no me quiere y te quiere a ti, ¿:no es eso?
-¡Eso es!
-Que me rechaza a mí, que la buscaba, y te busca a ti, que la
rechazabas.
-¡Eso! Aunque no lo creas; soy un seducido.
-¡Qué manera de darte postín! ¡Me das asco!
-¿:Postín?
-Sí, ser así, seducido, es más que ser seductor. ¡Pobre víctima! Se
pelean por ti las mujeres...
-No me saques de quicio, Joaquín...
-¿:A ti? ¿:Sacarte a ti de quicio? Te digo que esto es una canallada, una
infamia, un crimen... ¡Hemos acabado para siempre!
Y luego, cambiando de tono, con lágrimas insondables en la voz:
-Ten compasión de mí, Abel, ten compasión. Ve que todos me miran de
reojo, ve que todos son obstáculos para mí... Tu eres joven, afortunado,
mimado; te sobran las mujeres... Dejame a Helena, mira que no sabré
dirigirme a otra... Déjame a Helena...
-Pero si ya te la dejo...
-Haz que me oiga; haz que me conozca; haz que sepa que muero por ella,
que sin ella no viviré...
-No la conoces...
-¡Sí, os conozco! Pero, por Dios, júrame que no has de casarte con
ella...
-¿:Y quién ha hablado de casamiento?
-¿:Ah, entonces es por darme celos nada más? Si ella no es más que una
coqueta... peor que una coqueta, una...
-¡Cállate! -rugió Abel y fue tal el rugido, que Joaquín se quedó
callado, mirándole.
-Es imposible, Joaquín; ¡contigo no se puede! ¡Eres imposible!
Y Abel marchóse.
«Pasé una noche horrible -dejó escrito en su Confesión Joaquín-
volviéndome a un lado y otro de la cama, mordiendo a ratos la almohada,
levantándome a beber agua del jarro del lavabo. Tuve fiebre. A ratos me
amodorraba en sueños acerbos. Pensaba matarles y urdía mentalmente, como
si se tratase de un drama o de una novela que iba componiendo, los
detalles de mi sangrienta venganza, y tramaba diálogos con ellos.
Parecíame que Helena había querido afrentarme y nada más, que había
enamorado a Abel por menosprecio a mí, pero que no podía, montón de carne
al espejo, querer a nadie. Y la deseaba más que nunca y con más furia que
nunca. En alguna de las interminables modorras de aquella noche me soñé
poseyéndola y junto al cuerpo frío e inerte de Abel. Fue una tempestad de
malos deseos, de cóleras, de apetitos sucios, de rabia. Con el día y el
cansancio de tanto sufrir volvióme la reflexión, comprendí que no tenía
derecho alguno a Helena, pero empecé a odiar a Abel con toda mi alma y a
proponerme a la vez ocultar ese odio, abonarlo, criarlo, cuidarlo en lo
recóndito de las entrañas de mi alma. ¿:Odio? Aún no quería darle su
nombre, ni quería reconocer que nací, predestinado, con su masa y con su
semilla. Aquella noche nací al infierno de mi vida.»
@§ IV
-Helena -le decía Abel-, ¡eso de Joaquín me quita el sueño...,
-¿:El qué?
-Cuando le diga que vamos a casamos no sé lo que va a ser. Y eso que
parece ya tranquilo y como si se resignase a nuestras relaciones...
-¡Sí, bonito es él para resignarse!
-La verdad es que esto no estuvo del todo bien.
-¿:Qué? ¿:También tú? ¿:Es que vamos a ser las mujeres como bestias, que
se dan y prestan y alquilan y venden?
-No, pero...
-¿:Pero qué?
-Que fue él quien me presentó a ti, para que te hiciera el retrato, y
me aproveché...
-¡Y bien aprovechado! ¿:Estaba yo acaso comprometida con él? ¡Y aunque
lo hubiese estado! Cada cual va a lo suyo.
-Sí, pero...
-¿:Qué? ¿:Te pesa? Pues por mí... Aunque si aún me dejases ahora, ahora
que estoy comprometida y todas saben que eres mi novio oficial y que me
vas a pedir un día de estos, no por eso buscaría a Joaquín, ¡no! ¡Menos
que nunca! Me sobrarían pretendientes, así, como los dedos de las manos -y
levantaba sus dos largas manos, de abusados dedos, aquellas manos que con
tanto amor pintara Abel, y sacudía los dedos, como si revolotearan.
Abel le cogió las dos manos en las recias suyas, se las llevó a la boca
y las besó alargadamente. y luego en la boca...
-¡Estáte quieto, Abel!
-Tienes razón, Helena, no vamos a turbar nuestra felicidad pensando en
lo que sienta y sufra por ella el pobre Joaquín...
-¿:Pobre? ¡No es más que un envidioso!
-Pero hay envidias, Helena...
-¡Que se fastidie!
-Y después de una pausa llena de un negro silencio:
-Por supuesto, le convidaremos a la boda...
-¡Helena!
-¿:Y qué mal hay en ello? Es mi primo, tu primer amigo, a él debemos el
habernos conocido. Y si no le convidas tú, le convidaré yo. ¿:Que no va?
¡Mejor! ¿:Qué va? ¡Mejor que mejor!
@§ V
Al anunciar Abel a Joaquín su casamiento, este dijo: -Así tenía que
ser. Tal para cual.
-Pero bien comprendes...
-Sí, lo comprendo, no me creas un demente o un fu-rioso; lo comprendo,
está bien, que seáis felices... Yo no lo podré ser ya...
-Pero, Joaquín, por Dios, por lo que más quieras...
-Basta y no hablemos más de ello. Haz feliz a Helena y que ella te haga
feliz... Os he perdonado ya...
-¿:De veras?
-Sí, de veras. Quiero perdonaros. Me buscaré mi vida.
-Entonces me atrevo a convidarte a la boda, en mi nombre...
-Y en el de ella, ¿:eh?
-Sí, en el de ella también.
-Lo comprendo. Iré a realzar vuestra dicha. Iré.
Como regalo de boda mandó Joaquín a Abel un par de magníficas pistolas
damasquinadas, como para un artista.
-Son para que te pegues un tiro cuando te canses de mí -le dijo Helena
a su futuro marido.
-¡Qué cosas tienes, mujer!
-Quién sabe sus intenciones... Se pasa la vida tramán-dolas...
«En los días que siguieron a aquel en que me dijo que se casaban
-escribió en su Confesión Joaquín- sentí como si el alma toda se me
helase. Y el hielo me apretaba el cora-zón. Eran como llamas de hielo. Me
costaba respirar. El odio a Helena, y sobre todo, a Abel, porque era odio,
odio frío cuyas raíces me llenaban el ánimo, se me había empe-dernido. No
era una mala planta, era un témpano que se me había clavado en el alma;
era, más bien, mi alma toda con-gelada en aquel odio. Y un hielo tan
cristalino, que lo veía todo a su través con una claridad perfecta. Me
daba acabada cuenta de que razón, lo que se llama razón, eran ellos los
que la tenían; que yo no podía alegar derecho alguno sobre ella; que no se
debe ni se puede forzar el afecto de una mu-jer; que, pues se querían,
debían unirse. Pero sentía también confusamente que fui yo quien les llevó
no sólo a cono-cerse, sino a quererse, que fue por desprecio a mí por lo
que se entendieron, que en la resolución de Helena entraba por mucho el
hacerme rabiar y sufrir, el darme dentera, el rebajarme a Abel, y en la de
este el soberano egoísmo que nunca le dejó sentir el sufrimiento ajeno.
Ingenuamente, sencillamente no se daba cuenta de que existieran otros. Los
demás éramos para él, a lo sumo, modelos para sus cuadros. No sabía ni
odiar; tan lleno de sí vivía.
»Fui a la boda con el alma escarchada de odio, el corazón garapiñado en
hielo agrio pero sobrecogido de un mortal terror, temiendo que al oír el
sí de ellos, el hielo se me res-quebrajara y hendido el corazón quedase
allí muerto o imbé-cil. Fui a ella como quien va a la muerte. Y lo que me
ocu-rrió fue más mortal que la muerte misma; fue peor, mucho peor que
morirse. Ojalá me hubiese entonces muerto allí.
»Ella estaba hermosísima. Cuando me saludó sentí que una espada de
hielo, de hielo dentro del hielo de mi cora-zón, junto a la cual aún era
tibio el mío, me lo atravesaba; era la sonrisa insolente de su compasión.
¡Gracias!, me dijo, y entendí: ¡Pobre Joaquín! Él, Abel, él ni sé si me
vio. "Comprendo tu sacrificio" -me dijo, por no ca-llarse-. "No, no hay
tal -le repliqué-; te dije que ven-dría y vengo; ya ves que soy razonable;
no podía faltar a mi amigo de siempre, a mi hermano."Debió de parecerle
interesante mi actitud, aunque poco pictórica. Yo era allí el convidado de
piedra.
»Al acercarse el momento fatal yo contaba los segundos. "¡Dentro de
poco -me decía- ha terminado para mí todo!" Creo que se me paró el
corazón. Oí claros y distintos los dos sis, el de él y el de ella. Ella me
miró al pronun-ciarlo. Y quedé más frío que antes, sin un sobresalto, sin
una palpitación, como si nada que me tocase hubiese oído. Y ello me llenó
de infernal terror a mí mismo. Me sentí peor que un monstruo, me sentí
como si no existiera, como si no fuese nada más que un pedazo de hielo, y
esto para siempre. Llegué a palparme la carne, a pellizcármela, a to-marme
el pulso. "¿:Pero estoy vivo? ¿:Y soy yo?" -me dije.
»No quiero recordar todo lo que sucedió aquel día. Se despidieron de mí
y fuéronse a su viaje de luna de miel. Yo me hundí en mis libros, en mi
estudio, en mi clientela, que empezaba ya a tenerla. El despejo mental que
me dio aquel golpe de lo ya irreparable, el descubrimiento de mí mismo de
que no hay alma, moviéronme a buscar en el estudio, no ya consuelo
-consuelo, ni lo necesitaba ni lo quería-, sino apoyo para una ambición
inmensa. Tenía que aplastar con la fama de mi nombre la fama, ya
inci-piente, de Abel; mis descubrimientos científicos, obra de arte, de
verdadera poesía, tenían que hacer sombra a sus cuadros. Tenía que llegar
a comprender un día Helena que era yo, el médico, el antipático, quien
habría de darle aureola de gloria, y no él, no el pintor. Me hundí en el
es-tudio. ¡Hasta llegué a creer que los olvidaría! ¡Quise ha-cer de la
ciencia un narcótico y a la vez un estimulante!»
@§ VI
Al poco de haber vuelto los novios de su viaje de luna de miel, cayó
Abel enfermo de alguna gravedad y llama-ron a Joaquín a que le viese y le
asistiese.
-Estoy muy intranquila, Joaquín -le dijo Helena-; anoche no ha hecho
sino delirar, y en el delirio no hacía sino llamarte.
Examinó Joaquín con todo cuidado y minucia a su amigo, y luego, mirando
ojos a ojos a su prima, le dijo:
-La cosa es grave, pero creo que le salvaré. Yo soy quien no tiene
salvación ya.
-Sí, sálvamelo -exclamó ella-. Y ya sabes...
-¡Sí, lo sé todo! -y se salió.
Helena se fue al lecho de su marido, le puso una mano sobre la frente,
que le ardía, y se puso a temblar. «¡Joa-quín, Joaquín -deliraba Abel-,
perdónanos, perdó-name!»
-¡Calla -le dijo casi al oído Helena-, calla!; ha ve-nido a verte y
dice que te curará, que te sanará... Dice que te calles...
-¿:Que me curará...? -añadió maquinalmente el en-fermo.
Joaquín llegó a su casa también febril, pero con una es-pecie de fiebre
de hielo. «¡Y si se muriera...!», pensaba. Echóse vestido sobre la cama y
se puso a imaginar esce-nas de lo que acaecería si Abel se muriese: el
luto de He-lena, sus entrevistas con la viuda, el remordimiento de esta,
el descubrimiento por parte de ella de quién era él, Joaquín, y de cómo,
con qué violencia necesitaba el des-quite y la necesitaba a ella, y cómo
caía al fin ella en sus brazos y reconocía que lo otro, la traición, no
había sido sino una pesadilla, un mal sueño de coqueta; que siempre le
había querido a él, a Joaquín y no a otro. «¡Pero no se morirá!», se dijo
luego. «¡No dejaré yo que se muera, no debo dejarlo, está comprometido mi
honor, y luego... ne-cesito que viva!»
Y al decir este: «¡necesito que viva!», temblábale toda el alma, como
tiembla el follaje de una encina a la sacu-dida del huracán.
«Fueron unos días atroces aquellos de la enfermedad de Abel -escribía
en su Confesión el otro-, unos días de tor-tura increíble. Estaba en mi
mano dejarle morir, aún más, hacerle morir sin que nadie lo sospechase,
sin que de ello quedase rastro alguno. He conocido en mi práctica
profe-sional casos de extrañas muertes misteriosas que he po-dido ver
luego iluminadas al trágico fulgor de sucesos posteriores, una nueva boda
de la viuda y otros así. Luché entonces como no he luchado nunca conmigo
mismo, con ese hediondo dragón que me ha envenenado y entenebre-cido la
vida. Estaba allí comprometido mi honor de mé-dico, mi honor de hombre, y
estaba comprometida mi sa-lud mental, mi razón. Comprendí que me agitaba
bajo las garras de la locura; vi el espectro de la demencia haciendo
sombra en mi corazón. Y vencí. Salvé a Abel de la muerte. Nunca he estado
más feliz, más acertado. El exceso de mi infelicidad me hizo estar
felicísimo de acierto.»
-Ya está fuera de todo cuidado tu... marido -le dijo un día Joaquín a
Helena.
-Gracias, Joaquín, gracias -y le cogió la mano, que él se la dejó entre
las suyas-; no sabes cuánto te debe-mos...
-Ni vosotros sabéis cuánto os debo...
-Por Dios, no seas así... ahora que tanto te debemos, no volvamos a
eso...
-No, si no vuelvo a nada. Os debo mucho. Esta enfer-medad de Abel me ha
enseñado mucho, pero mucho...
-¿:Ah, le tomas como a un caso?
-¡No, Helena, no; el caso soy yo!
-Pues no te entiendo.
-Ni yo del todo. Y te digo que estos días luchando por salvar a tu
marido...
-¡Di a Abel!
-Bien, sea; luchando por salvarle he estudiado con su enfermedad la mía
y vuestra felicidad y he decidido... ¡casarme!
-¿:Ah, pero tienes novia?
-No, no la tengo aún, pero la buscaré. Necesito un hogar. Buscaré
mujer. ¿:O crees tú, Helena, que no encon-traré una mujer que me
quiera?
-¡Pues no la has de encontrar, hombre, pues no la has de
encontrar...!
-Una mujer que me quiera, digo.
-¡Sí, te he entendido, una mujer que te quiera, sí!
-Porque como partido...
-Sí, sin duda eres un buen partido... joven, no pobre, con una buena
carrera, empezando a tener fama, bueno...
-Bueno... sí, y antipático, ¿:no es eso?
-¡No, hombre, no; tú no eres antipático!
-¡Ay, Helena, Helena!, ¿:dónde encontraré una mujer? ...
-¿:Que te quiera?
-No, sino que no me engañe, que me diga la verdad, que no se burle de
mí, Helena, ¡que no se burle de mí...! Que se case conmigo por
desesperación, porque yo la mantenga, pero que me lo diga...
-Bien has dicho que estás enfermo, Joaquín. ¡Cásate!
-¿:Y crees, Helena, que hay alguien, hombre o mujer, que pueda
quererme?
-No hay nadie que no pueda encontrar quien le quiera.
-¿:Y querré yo a mi mujer? ¿:Podré quererla?, ¿:dime?
-Hombre, pues no faltaba más...
-Porque mira, Helena, no es lo peor no ser querido, no poder ser
querido; lo peor es no poder querer.
-Eso dice don Mateo, el párroco, del demonio, que no puede querer.
-Y el demonio anda por la tierra, Helena.
-Cállate y no me digas esas cosas.
-Es peor que me las diga a mí mismo.
-¡Pues cállate!
@§ VII
Dedicóse Joaquín, para salvarse, requiriendo amparo a su pasión, a
buscar mujer, los brazos maternales de una esposa en que defenderse de
aquel odio que sentía, un re-gazo en que esconder la cabeza, como un niño
que siente terror al coco, para no ver los ojos infernales del dragón de
hielo.
¡Aquella pobre Antonia!
Antonia había nacido para madre; era todo ternura, todo compasión.
Adivinó en Joaquín, con divino instinto, un enfermo, un inválido del alma,
un poseso, y sin saber de qué, enamoróse de su desgracia. Sentía un
misterioso atractivo en las palabras frías y cortantes de aquel médico que
no creía en la virtud ajena.
Antonia era la hija única de una viuda a que asistía Joaquín.
-¿:Cree usted que saldrá de esta? -le preguntaba a él.
-Lo veo difícil, muy difícil. Está la pobre muy traba-jada, muy
acabada; ha debido de sufrir mucho... Su cora-zón está muy débil...
-¡Sálvemela usted, don Joaquín, sálvemela usted, por Dios! ¡Si pudiera
daría mi vida por la suya!
-No, eso no se puede. Y, además, ¿:quién sabe? La vida de usted,
Antonia, ha de hacer más falta que la suya...
-¿:La mía? ¿:Para qué? ¿:Para quién?
-¡Quién sabe...!
Llegó la muerte de la pobre viuda.
-No ha podido ser, Antonia -dijo Joaquín-. ¡La ciencia es
impotente!
-¡Sí, Dios lo ha querido!
-¿:Dios?
-Ah -y los ojos bañados en lágrimas de Antonia cla-varon su mirada en
los de Joaquín, enjutos y acerados-. ¿:Pero usted no cree en Dios?
-¿:Yo ...? ¡No lo sé...!
A la pobre huérfana la compunción de piedad que en-tonces sintió por el
médico aquel le hizo olvidar por un momento la muerte de su madre.
-Y si yo no creyera en Él, ¿:qué haría ahora?
-La vida todo lo puede, Antonia.
-¡Puede más la muerte! Y ahora... tan sola... sin na-die...
-Eso sí, la soledad es terrible. Pero usted tiene el re-cuerdo de su
santa madre, el vivir para encomendarla a Dios... ¡Hay otra soledad mucho
más terrible!
-¿:Cuál?
-La de aquel a quien todos menosprecian, de quien todos se burlan... La
del que no encuentra quien le diga la verdad...
-¿:Y qué verdad quiere usted que se le diga?
-¿:Me la dirá usted, ahora, aquí, sobre el cuerpo aún tibio de su madre?
¿:Jura usted decírmela?
-Sí, se la diré.
-Bien, yo soy un antipático, ¿:no es así?
-¡No, no es así!
-La verdad, Antonia...
-¡No, no es así!
-Pues ¿:qué soy...?
-¿:Usted? Usted es un desgraciado, un hombre que sufre...
Derritiósele a Joaquín el hielo y asomáronsele unas lagrimas a los
ojos. Y volvió a temblar hasta las raíces del alma.
Poco después Joaquín y la huérfana formalizaban sus relaciones,
dispuestos a casarse luego que pasase el año de luto de ella.
«Pobre mi mujercita -escribía, años después, Joaquin en su Confesión-
empeñada en quererme y en curarme, en vencer la repugnancia que sin duda
yo debía de inspirarle. Nunca me lo dijo, nunca me lo dio a entender, pero
¿:podía no inspirarle yo repugnancia, sobre todo cuando descubrí la lepra
de mi alma, la gangrena de mis odio? Se casó conmigo como se habría casado
con un leproso, no me cabe duda de ello, por divina piedad, por espíritu
de abnegación y de sacrificio cristianos, para salvar mi alma y así salvar
la suya, por heroísmo de santidad. ¡fue una santa! ¡Pero no me curó de
Helena; no me curo de Abel! Su santidad fue para mí un remordimiento
más.
»Su mansedumbre me irritaba. Había veces en que ¡Dios me perdone!, la
habría querido mala, colérica, despreciativa.»
@§ VIII
En tanto la gloria artística de Abel seguía creciendo y confirmándose.
Era ya uno de los pintores de más nom-bradía de la nación toda, y su
renombre empezaba a tras-pasar las fronteras. Y esa fama creciente era
como una granizada desoladora en el alma de Joaquín. «Sí, es un pintor muy
científico; domina la técnica; sabe mucho, mu-cho; es habilísimo» -decía
de su amigo, con palabras que silbaban. Era un modo de fingir exaltarle
deprimiéndole:
Porque él, Joaquín, presumía ser un artista, un verdadero poeta en su
profesión, un clínico genial, creador, intuitivo, y seguía soñando con
dejar su clientela para dedicarse a la ciencia pura, a la patología
teórica, a la investigación. ¡Pero ganaba tanto...!
«No era, sin embargo, la ganancia -dice en su Confe-sión póstuma- lo
que más me impedía dedicarme a la investigación científica. Tirábame a
esta por un lado el deseo de adquirir fama y renombre, de hacerme una gran
reputación científica y asombrar con ella la artística de Abel, de
castigar así a Helena, de vengarme de ellos, de ellos y de todos los
demás, y aquí encadenaba los más locos de mis ensueños, mas por otra
parte, esa misma pa-sión fangosa, el exceso de mi despecho y mi odio me
qui-taban serenidad de espíritu. No, no tenía el ánimo para el estudio,
que lo requiere limpio y tranquilo. La clientela me distraía.
»La clientela me distraía, pero a veces temblaba pensando que el estado
de distracción en que mi pasión me tenía preso me impidiera prestar el
debido cuidado a dolencias de mis pobres enfermos.
»Ocurrióme un caso que me sacudió las entrañas. Asistía a una pobre
señora, enferma de algún riesgo, pero caso desesperado, a la que él había
hecho un retrato, retrato magnífico, uno de sus mejores retratos, de los
que han quedado como definitivos de entre los que ha pintado, y aquel
retrato era lo primero que se me venía a los ojos y al odio así que
entraba en la casa de la enferma. Estaba viva en el retrato, más viva que
en el lecho de carne y hueso sufrientes. Y el retrato parecía decirme
"¡Mira, él me ha dado vida para siempre!, a ver si tú me alargas esta otra
de aquí abajo." Y junto a la pobre enferma, auscultándola, tomándole el
pulso, no veía sino la otra, a la retratada. Estuve torpe, torpísimo, y la
pobre enferma se me murió; la dejé morir más bien, por mi torpeza, por mi
criminal distracción. Sentí horror de mismo, de mi miseria.
»A los pocos días de muerta la señora aquella, tuve que ir a su casa, a
ver allí otro enfermo, y entré dispuesto a mirar el retrato. Pero era
inútil, porque era él, el retrato que me miraba aunque yo no le mirase y
me atraía la mirada. Al despedirme me acompañó hasta la puerta viudo. Nos
detuvimos al pie del retrato, y yo, como empujado por una fuerza
irresistible y fatal, exclamé:
»-¡Magnífico retrato! ¡Es de lo mejor que ha hecho Abel!
»-Sí -me contestó el viudo-, es el mayor consuelo que me queda. Me paso
largas horas contemplándola. Parece como que me habla.
»-¡ Sí, sí -añadí- este Abel es un artista estupendo! »Y al salir me
decía: "¡Yo la dejé morir y él la resu-cita!"»
Sufría Joaquín mucho cada vez que se le moría alguno de sus enfermos,
sobre todo los niños, pero la muerte de otros le tenía sin grave cuidado.
«¿:Para qué querrá vi-vir...? -decíase de algunos-. Hasta le haría un favor
de-jándole morir...»
Sus facultades de observador psicólogo habíansele aguzado con su pasión
de ánimo y adivinaba al punto las más ocultas lacerías morales.
Percatábase en seguida, bajo el embuste de las convenciones, de qué
maridos pre-veían sin pena, cuando no deseaban, la muerte de sus mu-jeres
y qué mujeres ansiaban verse libres de sus maridos, acaso para tomar otros
de antemano escogidos ya. Cuando al año de la muerte de su cliente
Álvarez, la viuda se casó con Menéndez, amigo íntimo del difunto, Joaquín
se dijo: «Sí que fue rara aquella muerte... Ahora me la explico... ¡La
humanidad es lo más cochino que hay, y la tal señora, dama caritativa, una
de las señoras de lo más honrado...!»
-Doctor -le decía una vez uno de sus enfermos-, máteme usted, por Dios,
máteme usted sin decirme nada, que ya no puedo más... Déme algo que me
haga dormir para siempre...
«¿:Y por qué no había de hacer lo que este hombre quiere -se decía
Joaquín- si no vive más que para su-frir? ¡Me da pena! ¡Cochino
mundo!»
Y eran sus enfermos para él no pocas veces espejos. Un día le llegó una
pobre mujer de la vecindad, gas-tada por los años y los trabajos, cuyo
marido, en los vein-ticinco años de matrimonio se había enredado con una
pobre aventurera. Iba a contarle sus cuitas la mujer desdeñada.
-¡Ay, don Joaquín! -le decía-, usted, que dicen que sabe tanto, a ver
si me da un remedio para que le cure a mi pobre marido del bebedizo que le
ha dado esa pelona.
-¿:Pero qué bebedizo, mujer de Dios?
-Se va a ir a vivir con ella, dejándome a mí, al cabo de veinticinco
años...
-Más extraño es que la hubiese dejado de recién casa-dos, cuando usted
era joven y acaso...
-¡Ah, no, señor, no! Es que le ha dado un bebedizo trastornándole el
seso, porque si no, no podría ser... No podría ser...
-Bebedizo... bebedizo... -murmuró Joaquín.
-Sí, don Joaquín, sí, un bebedizo... Y usted, que sabe tanto, deme un
remedio para él.
-¡Ay, buena mujer!, ya los antiguos trabajaron en balde para encontrar
un agua que los rejuveneciese...
Y cuando la pobre mujer se fue desolada, Joaquín se decía: «Pero ¿:no se
mirará al espejo esta desdichada? ¿:No verá el estrago de los años de rudo
trabajo? Estas gentes del pueblo todo lo atribuyen a bebedizos o a
envi-dias... ¿:Que no encuentran trabajo...? Envidias... ¿:Que les sale algo
mal? Envidias. El que todos sus fracasos los atribuye a ajenas envidias es
un envidioso. ¿:Y no lo sere-mos todos? ¿:No me habrán dado un
bebedizo?»
Durante unos días apenas pensó más que en el bebe-dizo. Y acabó
diciéndose: «¡Es el pecado original!»
@§ IX
Casóse Joaquín con Antonia buscando en ella un am-paro, y la pobre
adivinó desde luego su menester, el ofi-cio que hacía en el corazón de su
marido y cómo le era un escudo y un posible consuelo. Tomaba por marido a
un en-fermo, acaso a un inválido incurable, del alma; su misión era la de
una enfermera. Y le aceptó llena de compasión, llena de amor a la
desgracia de quien así unía su vida a la de ella.
Sentía Antonia que entre ella y su Joaquín había como un muro
invisible, una cristalina y transparente muralla de hielo. Aquel hombre no
podía ser de su mujer, porque no era de sí mismo, dueño de sí, sino a la
vez un enaje-nado y un poseído. En los más íntimos trasportes de trato
conyugal, una invisible sombra fatídica se interponía en-tre ellos. Los
besos de su marido parecíanle besos roba-dos, cuando no de rabia.
Joaquín evitaba hablar de su prima Helena delante de su mujer, y esta,
que se percató de ello al punto, no ha-cía sino sacarla a colación a cada
paso en sus conversa-ciones.
Esto en un principio, que más adelante evitó mentarla.
Llamáronle un día a Joaquín a casa de Abel, como a médico, y se enteró
de que Helena llevaba ya en sus en-trañas fruto de su marido, mientras que
su mujer, Antonia, no ofrecía aún muestra alguna de ello. Y al pobre
asaltó una tentación vergonzosa, de que se sentía abochornado, y era la de
un diablo que le decía: «¿:Ves? ¡Hasta es más hombre que tú! Él, el que con
su arte resucita e inmortaliza a los que tú dejas morir por tu torpeza, él
tendrá pronto un hijo, traerá un nuevo viviente, obra suya de carne y
sangre y hueso al mundo, mientras tú... Tú acaso no seas capaz de ello...
¡Es más hombre que tú!»
Entró mustio y sombrío en el puerto de su hogar.
-Vienes de casa de Abel, ¿:no? -le preguntó mujer.
-Sí. ¿:En qué lo has conocido?
-En tu cara. Esa casa es tu tormento. No debías ir a ella...
-¿:Y qué voy a hacer?
-¡Excusarte! Lo primero es tu salud y tu tranquilidad...
-Aprensiones tuyas...
-No, Joaquín, no quieras ocultármelo... -y no puedo continuar, porque
las lágrimas le ahogaron la voz.
Sentóse la pobre Antonia. Los sollozos se le arrancaban de cuajo.
-Pero ¿:qué te pasa, mujer, qué es eso...?
-Dime tú lo que a ti te pasa, Joaquín, confíamelo todo, confiésate
conmigo...
-No tengo nada de que acusarme...
-Vamos, ¿:me dirás la verdad, Joaquín, la verdad? El hombre vaciló un
momento, pareciendo luchar un enemigo invisible, con el diablo de su
guarda, y con arrancada de una resolución súbita, desesperada, gritó
casi:
-¡Sí, te diré la verdad, toda la verdad!
-Tú quieres a Helena; tú estás enamorado todavía de Helena.
-¡No, no lo estoy! ¡no lo estoy! ¡lo estuve; pero no lo estoy ya,
no!
-¿:Pues entonces?...
-¿:Entonces, qué?
-¿:A qué esa tortura en que vives? Porque esa casa, la casa de Helena,
es la fuente de tu malhumor, esa casa es la que no te deja vivir en paz,
es Helena...
-¡Helena no! ¡Es Abel!
-¿:Tienes celos de Abel?
-Sí, tengo celos de Abel; le odio, le odio, le odio -y cerraba la boca
y los puños al decirlo, pronunciándolo en-tre dientes.
-Tienes celos de Abel... Luego quieres a Helena.
-No, no quiero a Helena. Si fuese de otro no tendría celos de ese otro.
No, no quiero a Helena, la desprecio, desprecio a la pava real esa, a la
belleza profesional, a la modelo del pintor de moda, a la querida de
Abel...
-¡Por Dios, Joaquín, por Dios...!
-Sí, a su querida... legítima. ¿:O es que crees que la bendición de un
cura cambia un arrimo en matrimonio?
-Mira, Joaquín, que estamos casados como ellos...
-¡Como ellos, no, Antonia, como ellos, no! Ellos se casaron por
rebajarme, por humillarme, por denigrarme; ellos se casaron para burlarse
de mí; ellos se casaron con-tra mí.
Y el pobre hombre rompió en unos sollozos que le aho-gaban el pecho,
cortándole el respiro. Se creía morir.
-Antonia... Antonia... -suspiró con un hilito de voz apagada.
-¡Pobre hijo mío! -exclamó ella abrazándole.
Y le tomó en su regazo como a un niño enfermo, acari-ciándole. Y le
decía:
-Cálmate, mi Joaquín, cálmate... Estoy aquí yo, tu mujer, toda tuya y
sólo tuya. Y ahora que sé del todo tu se-creto, soy más tuya que antes y
te quiero más que nunca... Olvídalos... desprécialos... Habría sido peor
que una mujer así te hubiese querido...
-Sí, pero él, Antonia, él...
-¡Olvídale!
-No puedo olvidarle... me persigue... su fama, su glo-ria me sigue a
todas partes...
-Trabaja tú y tendrás fama y gloria, porque no vales menos que él. Deja
la clientela, que no la necesitamos, vámonos de aquí a Renada, a la casa
que fue de mis pa-dres, y allí dedícate a lo que más te guste, a la
ciencia, a hacer descubrimientos de esos y que se hable de ti... Yo te
ayudaré en lo que pueda... Yo haré que no te distraigan... y serás más que
él...
-No puedo, Antonia, no puedo; sus éxitos me quitan el sueño y no me
dejarían trabajar en paz... la visión de sus cuadros maravillosos se
pondría entre mis ojos y el microscopio y no me dejaría ver lo que otros
no han visto aún por él... No puedo... no puedo...
Y bajando la voz como un niño, casi balbuciendo como atontado por la
caída en la sima de su abyección, sollozó diciendo:
-Y van a tener un hijo, Antonia...
-También nosotros le tendremos -le suspiró ella al oído, envolviéndolo
en un beso-, no me lo negará la Santísima Virgen, a quien se lo pido todos
los días... Y el agua bendita de Lourdes...
-¿:También tú crees en bebedizos, Antonia?
-¡Creo en Dios!
-«Creo en Dios» -se repitió Joaquín el verse solo; solo con el otro-;
«¿:y qué es creer en Dios? ¿:Dónde está Dios? ¡Tendré que buscarle!»
@§ X
«Cuando Abel tuvo su hijo -escribía en su Confe-sión Joaquín- sentí que
el odio se me enconaba. Me había invitado a asistir a Helena al parto,
pero me ex-cusé con que yo no asistía a partos, lo que era cierto, y con
que no sabría conservar toda la sangre fría, mi san-gre arrecida más bien,
ante mi prima si se viera en peli-gro. Pero mi diablo me insinuó la feroz
tentación de ir a asistirla y de ahogar a hurtadillas al niño. Vencí a la
as-querosa idea.
»Aquel nuevo triunfo de Abel, del hombre, no ya del artista -el niño
era una hermosura, una obra maestra de salud y de vigor, "un angelito",
decían-, me apretó aún más a mi Antonia, de quien esperaba el mío. Quería,
ne-cesitaba que la pobre víctima de mi ciego odio -pues la víctima era mi
mujer más que yo- fuese madre de hijos míos, de carne de mi carne, de
entrañas de mis en-trañas torturadas por el demonio. Sería la madre de mis
hijos y por ello superior a las madres de los hijos de otros. Ella, la
pobre, me había preferido a mí, al antipá-tico, al despreciado, al
afrentado; ella había tomado lo que otra desechó con desdén y burla. ¡Y
hasta me ha-blaba bien de ellos!
»El hijo de Abel, Abelín, pues le pusieron el mismo nombre de su padre
y como para que continuara su linaje y la gloria de él, el hijo de Abel,
que habría de ser an-dando el tiempo, instrumento de mi desquite, era una
ma-ravilla de niño. Y yo necesitaba tener uno así, más her-moso aún que
él.»
@§ XI
-¿:Y qué preparas ahora? -le preguntó a Abel Joa-quín un día en que,
habiendo ido a ver al niño, se encon-traron en el cuarto de estudio de
aquél.
-Pues ahora voy a pintar un cuadro de Historia, o me-jor, del Antiguo
Testamento, y me estoy documentando...
-¿:Cómo? ¿:Buscando modelos de aquella época?
-No, leyendo la Biblia y comentarios a ella.
-Bien digo yo que tú eres un pintor científico...
-Y tú un médico artista, ¿:no es eso?
-¡Peor que un pintor científico... literato! ¡Cuida de no hacer con el
pincel literatura!
-Gracias por el consejo.
-¿:Y cuál va a ser el asunto de tu cuadro?
-La muerte de Abel por Caín, el primer fratricidio.
Joaquín palideció aún más, y mirando fijamente a su primer amigo, le
preguntó a media voz:
-¿:Y cómo se te ha ocurrido eso?
-Muy sencillo -contestó Abel sin haberse percatado del ánimo de su
amigo-; es la sugestión del nombre. Como me llamo Abel... Dos estudios de
desnudo...
-Sí, desnudo del cuerpo...
-Y aun del alma...
-¿:Pero piensas pintar sus almas?
-¡Claro está! El alma de Caín, de la envidia, y el alma de Abel...
-¿:El alma de qué?
-En eso estoy ahora. No acierto a dar con la expre-sión, con el alma de
Abel. Porque quiero pintarle antes de morir, derribado en tierra y herido
de muerte por su her-mano. Aquí tengo el Génesis y el Caín de lord Byron;
¿:lo conoces?
-No, no conozco el Caín de lord Byron. ¿:Y qué has sacado de la
Biblia?
-Poca cosa... Verás -y tomando un libro, leyó: «y conoció Adán a su
mujer Eva, la cual concibió y parió a Caín y dijo: He adquirido varón por
Jehová. Y después parió a su hermano Abel y fue Abel pastor de ovejas, y
Caín fue labrador de la tierra. Y aconteció, andando el tiempo, que Caín
trajo del fruto de la tierra una ofrenda a Jehová y Abel trajo de los
primogénitos de sus ovejas y de su grosura. Y miró Jehová con agrado a
Abel y a su ofrenda, mas no miró propicio a Caín y a la ofrenda
suya...»
-Y eso, ¿:por qué?... -interrumpió Joaquín-. ¿:Por qué miró Dios con
agrado la ofrenda de Abel y con des-dén la de Caín?
-No lo explica aquí...
-¿:Y no te lo has preguntado tú antes de ponerte a pin-tar tu
cuadro?
-Aún no... Acaso porque Dios veía ya en Caín el fu-turo matador de su
hermano... al envidioso...
-Entonces es que le había hecho envidioso, es que le había dado un
bebedizo. Sigue leyendo.
-«Y ensañóse Caín en gran manera y decayó su sem-blante. Y entonces
Jehová dijo a Caín: ¿:Por qué te has en-sañado?, ¿:y por qué se ha demudado
tu rostro? Si bien hi-cieres, ¿:no serás ensalzado?, y si no hicieres bien
el pecado está a tu puerta. Ahí está que te desea, pero tú le
dominarás...»
-Y le venció el pecado -interrumpió Joaquín-, porque Dios le había
dejado de su mano. ¡Sigue!
-«Y habló Caín a su hermano Abel, y aconteció que estando ellos en el
campo, Caín se levantó contra su her-mano Abel y le mató. Y Jehová dijo a
Caín...»
-¡Basta! No leas más. No me interesa lo que Jehová dijo a Caín luego
que la cosa no tenía ya remedio.
Apoyó Joaquín los codos en la mesa, la cara entre las palmas de la
mano, y clavando una mirada helada y pun-zante en la mirada de Abel, sin
saber de qué alarmado, le dijo:
-¿:No has oído nunca una especie de broma que gas-tan con los niños que
aprenden de memoria la Historia Sagrada cuando les preguntan: «¿:Quién mató
a Caín?»
-¡No!
-Pues sí, les preguntan eso y los niños, confundién-dose, suelen decir:
«Su hermano Abel.»
-No sabía eso.
-Pues ahora lo sabes. Y dime tú, que vas a pintar esa escena bíblica...
¡y tan bíblica!, ¿:no se te ha ocurrido pen-sar que si Caín no mata a Abel
habría sido este el que ha-bría acabado matando a su hermano?
-¿:Y cómo se te puede ocurrir eso?
-Las ovejas de Abel eran adeptas a Dios, y Abel, el pastor, hallaba
gracia a los ojos del Señor, pero los frutos de la tierra de Caín, del
labrador, no gustaban a Dios ni tenía para Él gracia Caín. El agraciado,
el favorito de Dios era Abel... el desgraciado, Caín...
-¿:Y qué culpa tenía Abel de eso?
-¡Ah!, pero ¿:tú crees que los afortunados, los agra-ciados, los
favoritos, no tienen culpa de ello? La tienen de no ocultar y ocultar como
una vergüenza, que lo es, todo favor gratuito, todo privilegio no ganado
por propios méritos, de no ocultar esa gracia en vez de hacer ostenta-ción
de ella. Porque no me cabe duda de que Abel restre-garía a los hocicos de
Caín su gracia, le azuzaría con el humo de sus ovejas sacrificadas a Dios.
Los que se creen justos suelen ser unos arrogantes que van a deprimir a
los otros con la ostentación de su justicia. Ya dijo quien lo di-jera que
no hay canalla mayor que las personas honra-das...
-¿:Y tú sabes -le preguntó Abel sobrecogido por la gravedad de la
conversación- que Abel se jactara de su gracia?
-No me cabe duda, ni de que no tuvo respeto a su hermano mayor, ni
pidió al Señor gracia también para él. Y sé más, y es que los abelitas han
inventado el infierno para los cainitas porque si no su gloria les
resultaría insí-pida. Su goce está en ver, libres de padecimiento, padecer
a los otros...
-¡Ay, Joaquín, Joaquín, qué malo estás!
-Sí, nadie es médico de sí mismo. Y ahora dame ese Caín de lord Byron,
que quiero leerlo.
-¡Tómalo!
-Y dime, ¿:no te inspira tu mujer algo para ese cua-dro?, ¿:no te da
alguna idea?
-¿:Mi mujer? En esta tragedia no hubo mujer.
-En toda tragedia la hay, Abel.
-Sería acaso Eva...
-Acaso... La que les dio la misma leche; el bebe-dizo...
@§ XII
Leyó Joaquín el Caín de lord Byron. Y en su Confesión escribía más
tarde:
«Fue terrible el efecto que la lectura de aquel libro me hizo. Sentí la
necesidad de desahogarme y tomé unas no-tas que aún conservo y las tengo
ahora aquí, presentes. Pero ¿:fue sólo por desahogarme? No; fue con el
propó-sito de aprovecharlas algún día pensando que podrían servirme de
materiales para una obra genial. La vanidad nos consume. Hacemos
espectáculo de nuestras más ínti-mas y asquerosas dolencias. Me figuro que
habrá quien desee tener un tumor pestífero como no le ha tenido antes
ninguno para hombrearse con él. ¿:Esta misma Confesión no es algo más que
un desahogo?
»He pensado alguna vez romperla para librarme de ella. Pero ¿:me
libraría? ¡No! Vale más darse un espec-táculo que consumirse. Y al fin y
al cabo no es más que espectáculo la vida.
»La lectura del Caín de lord Byron me entró hasta lo más íntimo. ¡Con
qué razón culpaba Caín a sus padres de que hubieran cogido de los frutos
del árbol de la ciencia en vez de coger de los del árbol de la vida! A mí,
por lo menos, la ciencia no ha hecho más que exacerbarme la herida.
»¡Ojalá nunca hubiera vivido! -digo con aquel Caín-. ¿:Por qué me
hicieron? ¿:Por qué he de vivir? Y lo que no me explico es cómo Caín no se
decidió por el suicidio. Habría sido el más noble comienzo de la historia
humana. Pero ¿:por qué no se suicidaron Adán y Eva después de la caída y
antes de haber dado hijos? ¡Ah, es qu entonces Jehová habría hecho otros
iguales y otro Caín y otro Abel! ¿:No se repetirá esta misma tragedia en
otros mundos, allá por las estrellas? Acaso la tragedia tiene otras
representaciones, sin que baste el estreno de la tierra. Pero ¿:fue
estreno?
»Cuando leí cómo Luzbel le declaraba a Caín cómo era este, Caín,
inmortal, es cuando empecé con terror a pensar si yo también seré inmortal
y si será inmortal en mí mi odio. "¿:Tendré alma -me dije entonces-, será
este mi odio alma?", y llegué a pensar que no podría ser de otro modo, que
no puede ser función de un cuerpo un odio así. Lo que no había encontrado
con el escalpelo en otros lo encontré en mí. Un organismo corruptible no
podía odiar como yo odiaba. Luzbel aspiraba a ser Dios, yo, desde muy
niño, ¿:no aspiré a anular a los demás? ¿:Y cómo podía ser yo tan
desgraciado si no me hizo tal el creador de la desgracia?
»Nada le costaba a Abel criar sus ovejas, como nada le costaba, a él,
al otro, hacer sus cuadros; pero ¿:a mí?, a mí me costaba mucho
diagnosticar las dolencias de mis enfernos.
»Quejábase Caín de que Adah, su propia querida Adah su mujer y hermana,
no comprendiera el espíritu que a él le abrumaba. Pero sí, sí, mi Adah, mi
pobre Adah comprendía mi espíritu. Es que era cristiana. Mas tampoco yo
encontré algo que conmigo simpatizara.
»Hasta que leí y releí el Caín byroniano, yo, que tanto hombres había
visto agonizar y morir, no pensé en la muerte, no la descubrí. Y entonces
pensé si al morir me moriría con mi odio, si se moriría conmigo o si me
so-breviviría; pensé si el odio sobrevive a los odiadores, si es algo
sustancial y que se transmite, si es el alma, la esencia misma del alma. Y
empecé a creer en el infierno y que la muerte es un ser, es el Demonio, es
el Odio he-cho persona, es el Dios del alma. Todo lo que mi ciencia no me
enseñó me enseñaba el terrible poema de aquel gran odiador que fue lord
Byron.
»Mi Adah también me echaba dulcemente en cara cuando yo no trabajaba,
cuando no podía trabajar. Y Luz-bel estaba entre mi Adah y yo. "¡No vayas
con ese Espí-ritu!" -me gritaba mi Adah-. ¡Pobre Antonia! Y me pe-día
también que le salvara de aquel Espíritu. Mi pobre Adah no llegó a
odiarlos como los odiaba yo. ¿:Pero lle-gué yo a querer de veras a mi
Antonia? Ah, si hubiera sido capaz de quererla me habría salvado. Era para
mí otro instrumento de venganza. Queríala para madre de un hijo o de una
hija que me vengaran. Aunque pensé, necio de mí, que una vez padre se me
curaría aquello. ¿:Mas acaso no me casé sino para hacer odiosos como yo,
para transmitir mi odio, para inmortalizarlo?
»Se me quedó grabada en el alma como con fuego aquella escena de Caín y
Luzbel en el abismo del espacio. Vi mi ciencia a través de mi pecado y la
miseria de dar vida para propagar la muerte. Y vi que aquel odio inmor-tal
era mi alma. Ese odio pensé que debió de haber prece-dido a mi nacimiento
y que sobreviviría a mi muerte. Y me sobrecogí de espanto al pensar en
vivir siempre para aborrecer siempre. Era el Infierno. ¡Y yo que tanto me
había reído de la creencia en él! ¡Era el Infierno!
»Cuando leí cómo Adah habló a Caín de su hijo, de Enoc, pensé en el
hijo, o en la hija que habría de tener; pensé en ti, hija mía; mi
redención y mi consuelo; pensé en que tú vendrías a salvarme un día. Y al
leer lo que aquel Caín decía a su hijo dormido e inocente, que no sa-bía
que estaba desnudo, pensé si no había sido en mí un crimen engendrarte,
¡pobre hija mía! ¿:Me perdonarás ha-berte hecho? Y al leer lo que Adah
decía a su Caín, re-cordé mis años de paraíso, cuando aún no iba a cazar
pre-mios, cuando no soñaba en superar a todos los demás. No, hija mía, no;
no ofrecí mis estudios a Dios con cora-zón puro, no busqué la verdad y el
saber, sino que busqué los premios y la fama y ser más que él.
»Él, Abel, amaba su arte y lo cultivaba con pureza de intención y no
trató de imponérseme. No, no fue él quien me la quitó, ¡no! ¡Y yo llegué a
pensar en derribar el altar de Abel, loco de mí! Y es que no había pensado
más que en mí.
»El relato de la muerte de Abel, tal y como aquel terri-ble poeta del
demonio nos lo expone, me cegó. Al leerlo sentí que se me iban las cosas y
hasta creo que sufrí un mareo. Y desde aquel día, gracias al impío Byron,
em-pecé a creer.»
@§ XIII
Le dio Antonia a Joaquín una hija. «Una hija -se dijo- ¡y él un hijo!»
Mas pronto se repuso de esta nueva treta de su demonio. Y empezó a querer
a su hija con toda la fuerza de su pasión y por ella a la madre. «Será mi
ven-gadora», se dijo primero, sin saber de qué habría de ven-garle, y
luego: «Será mi purificadora.»
«Empecé a escribir esto -dejó escrito en su Confe-sión- más tarde para
mi hija, para que ella, después de yo muerto, pudiese conocer a su pobre
padre y compade-cerle y quererle. Mirándola dormir en la cuna, soñando su
inocencia, pensaba que para criarla y educarla pura tenía yo que
purificarme de mi pasión, limpiarme de la lepra de mi alma. Y decidí
hacerle que amase a todos y sobre todo a ellos. Y allí, sobre la inocencia
de su sueño, juré liber-tarme de mi infernal cadena. Tenía que ser yo el
mayor heraldo de la gloria de Abel.»
Y sucedió que habiendo Abel Sánchez acabado su cua-dro, lo llevó a una
Exposición, donde obtuvo un aplauso general y fue admirado como estupenda
obra maestra, y se le dio la medalla de honor.
Joaquín iba a la sala de la Exposición a contemplar el cuadro y a mirar
en él, como si mirase en un espejo, al Caín de la pintura y a espiar en
los ojos de las gentes si le miraban a él después de haber mirado al
otro.
«Torturábame la sospecha -escribió en su Confe-sión- de que Abel
hubiese pensado en mí al pintar su Caín, de que hubiese descubierto todas
las insondables negruras de la conversación que con él mantuve en su casa
cuando me anunció su propósito de pintarlo y cuando me leyó los pasajes
del Génesis, y yo me olvidé tanto de él y pensé tanto en mí mismo, que
puse al des-nudo mi alma enferma. ¡Pero no! No había en el Caín de Abel el
menor parecido conmigo, no pensó en mí al pin-tarlo, es decir, no me
despreció, no lo pintó desdeñán-dome, ni Helena debió de decirle nada de
mí. Les bastaba con saborear el futuro triunfo, el que esperaban. ¡Ni
si-quiera pensaban en mí!
»Y esta idea de que ni siquiera pensasen en mí, de que no me odiaran,
torturábame aún más que lo otro. Ser odiado por él con un odio como el que
yo le tenía, era algo y podía haber sido mi salvación.»
Y fue más allá, o entró más dentro de sí Joaquín, y fue que lanzó la
idea de dar un banquete a Abel para celebrar su triunfo y que él, su amigo
de siempre, su amigo de an-tes de conocerse, le ofrecería el banquete.
Joaquín gozaba de cierta fama de orador. En la Acade-mia de Medicina y
Ciencias era el que dominaba a los de-más con su palabra cortante y fría,
precisa y sarcástica de ordinario. Sus discursos solían ser chorros de
agua fría sobre los entusiasmos de los principiantes, acres leccio-nes de
escepticismo pesimista. Su tesis ordinaria, que nada se sabía de cierto en
Medicina, que todo era hipóte-sis y un continuo tejer y destejer, que lo
más seguro era la desconfianza. Por esto, al saberse que era él, Joaquín,
quien ofrecería el banquete, echáronse los más a esperar alborozados un
discurso de doble filo, una disección des-piadada, bajo apariencias de
elogio, de la pintura cientí-fica y documentada, o bien un encomio
sarcástico de ella. Y un regocijo malévolo corría por los corazones de
todos los que habían oído alguna vez hablar a Joaquín del arte de Abel.
Apercibiéronle a este del peligro.
-Os equivocáis -les dijo Abel-. Conozco a Joaquín y no le creo capaz de
eso. Sé algo de lo que le pasa, pero tiene un profundo sentido artístico y
dirá cosas que valga la pena de oírlas. Y ahora quiero hacerle un
retrato.
-¿:Un retrato?
-Sí, vosotros no le conocéis como yo. Es un alma de fuego
tormentosa.
-Hombre más frío...
-Por fuera. Y en todo caso dicen que el frío quema. Es una figura que
ni aposta...
Y este juicio de Abel llegó a oídos del juzgado, de Joa-quín, y le
sumió más en sus cavilaciones. «¿:Qué pensará en realidad de mí?, se decía.
¿:Será cierto que me tiene así, por un alma de fuego, tormentosa? ¿:Será
cierto que me reconoce víctima del capricho de la suerte?»
Llegó en esto a algo de que tuvo que avergonzarse hondamente, y fue
que, recibida en su casa una criada que había servido en la de Abel, la
requirió de ambiguas familiaridades mas sin comprometerse, no más que para
inquirir de ella lo que en la otra casa hubiera oído decir de él.
-Pero, vamos, dime, ¿:es que no les oíste nunca nada de mí?
-Nada, señorito, nada.
-¿:Pero no hablaban alguna vez de mí?
-Como hablar, sí, creo que sí, pero no decían nada.
-¿:Nada, nunca nada?
-Yo no les oía hablar. En la mesa, mientras yo les ser-vía, hablaban
poco y cosas de esas que se hablan en la mesa. De los cuadros de él...
-Lo comprendo. ¿:Pero nada, nunca nada de mí?
-No me acuerdo.
Y al separarse la criada sintió Joaquín entrañada aver-sión a sí mismo.
«Me estoy idiotizando -se dijo-. ¡Qué pensará de mí esta muchacha!» Y
tanto le acongojó esto que hizo que con un pretexto cualquiera se le
despachase a aquella criada. «¿:Y si ahora va -se dijo luego- y vuelve a
servir a Abel y le cuenta esto?» Por lo que es-tuvo a punto de pedir a su
mujer que volviera a llamarla. Mas no se atrevió. E iba siempre temblando
de encon-trarla por la calle.
@§ XIV
Llegó el día del banquete. Joaquín no durmió la noche de la
víspera.
-Voy a la batalla, Antonia -le dijo a su mujer al salir de casa.
-Que Dios te ilumine y te guíe, Joaquín.
-Quiero ver a la niña, a la pobre Joaquinita...
-Sí, ven, mírala... está dormida...
-¡Pobrecilla! ¡No sabe lo que es el demonio! Pero yo te juro, Antonia,
que sabré arrancármelo. Me lo arran-caré, lo estrangularé y lo echaré a
los pies de Abel. Le da-ría un beso si no fuese que temo
despertarla...
-¡No, no! ¡Bésala!
Inclinóse el padre y besó a la niña dormida, que sonrió al sentirse
besada en sueños.
-Ves, Joaquín, también ella te bendice.
-¡Adiós, mujer! -y le dio un beso largo, muy largo. Ella se fue a rezar
ante la imagen de la Virgen.
Corría una maliciosa expectación por debajo de las conversaciones
mantenidas durante el banquete. Joaquín, sentado a la derecha de Abel, e
intensamente pálido, ape-nas comía ni hablaba. Abel mismo empezó a temer
algo.
A los postres se oyeron siseos, empezó a cuajar el si-lencio, y alguien
dijo: «¡Que hable!» Levantóse Joaquín. Su voz empezó temblona y sorda,
pero pronto se aclaró y vibraba con un acento nuevo. No se oía más que su
voz, que llenaba el silencio. El asombro era general. Jamás se había
pronunciado un elogio más férvido, más encen-dido, más lleno de admiración
y cariño a la obra y a su autor. Sintieron muchos asomárseles las lágrimas
cuando Joaquín evocó aquellos días de su común infancia con Abel, cuando
ni uno ni otro soñaban lo que habrían de ser.
«Nadie le ha conocido más adentro que yo -decía-: creo conocerte mejor
que me conozco a mí mismo, más puramente, porque de nosotros mismos no
vemos en nuestras entrañas sino el fango de que hemos sido hechos. Es en
otros donde vemos lo mejor de nosotros y lo ama-mos, y eso es la
admiración. Él ha hecho en su arte lo que yo habría querido hacer en el
mío, y por eso es uno de mis modelos; su gloria es un acicate para mi
trabajo y es un consuelo de la gloria que no he podido adquirir. Él es
nuestro, de todos, él es mío sobre todo, y yo, gozando su obra, la hago
tan mía como él la hizo suya creándola. Y me consuelo de verme sujeto a mi
medianía...»
Su voz lloraba a las veces. El público estaba subyu-gado, vislumbrando
oscuramente la lucha gigantesca de aquel alma con su demonio.
«Y ved la figura de Caín -decía Joaquín dejando go-tear las ardientes
palabras-, del trágico Caín, del labra-dor errante, del primero que fundó
ciudades, del padre de la industria, de la envidia y de la vida civil,
¡vedla! Ved con qué cariño, con qué compasión, con qué amor al
des-graciado está pintada. ¡Pobre Caín! Nuestro Abel Sán-chez admira a
Caín como Milton admiraba a Satán, está enamorado de su Caín como Milton
lo estuvo de su Sa-tán, porque admirar es amar y amar es compadecer.
Nuestro Abel ha sentido toda la miseria, toda la desgracia inmerecida del
que mató al primer Abel, del que trajo, según la leyenda bíblica, la
muerte al mundo. Nuestro Abel nos hace comprender la culpa de Caín, porque
hubo culpa, y compadecerle y amarle... ¡Este cuadro es un acto de
amor!»
Cuando acabó Joaquín de hablar medió un silencio es-peso, hasta que
estalló una salva de aplausos. Levantóse entonces Abel y, pálido,
convulso, tartamudeante, con lá-grimas en los ojos, le dijo a su
amigo:
-Joaquín, lo que acabas de decir vale más, mucho más que mi cuadro, más
que todos los cuadros que he pintado, más que todos los que pintaré...
Eso, eso es una obra de arte y de corazón. Yo no sabía lo que he hecho
hasta que te he oído. ¡Tú y no yo has hecho mi cuadro, tú!
Y abrazáronse llorando los dos amigos de siempre en-tre los clamorosos
aplausos y vivas de la concurrencia puesta en pie. Y al abrazarse le dijo
a Joaquín su demo-nio: «¡Si pudieras ahora ahogarle en tus brazos...!»
-¡Estupendo!... -decían-. ¡Qué orador! ¡Qué dis-curso! ¿:Quién podía
haber esperado esto? ¡Lástima que no haya traído taquígrafos!
-Esto es prodigioso -decía uno-. No espero volver a oír cosa igual.
-A mí -añadía otro- me corrían escalofríos al oírlo.
-¡Pero mírale, mírale qué pálido está!
Y así era. Joaquín, sintiéndose, después de su victoria, vencido,
sentía hundirse en una sima de tristeza. No, su demonio no estaba muerto.
Aquel discurso fue un éxito como no lo había tenido, como no volvería a
tenerlo, y le hizo concebir la idea de dedicarse a la oratoria para
ad-quirir en ella gloria con que oscurecer la de su amigo en la
pintura.
-¿:Has visto cómo lloraba Abel! -decía uno al salir. -Es que este
discurso de Joaquín vale por todos los cuadros del otro. El discurso ha
hecho el cuadro. Habrá que llamarle el cuadro del discurso. Quita el
discurso y ¿:qué queda del cuadro? ¡Nada! A pesar del primer premio.
Cuando Joaquín llegó a su casa, Antonia salió a abrirle la puerta y
abrazarle:
-Ya lo sé, ya me lo han dicho. ¡Así, así! Vales más que él, mucho más
que él; que sepa que si su cuadro vale será por tu discurso.
-Es verdad, Antonia, es verdad, pero...
-¿:Pero qué? Todavía...
-Todavía, sí. No quiero decirte las cosas que el demo-nio, mi demonio,
me decía mientras nos abrazábamos... -¡No, no me las digas, cállate!
-Pues tápame la boca.
Y ella le tapó la boca con un beso largo, cálido, hú-medo, mientras se
le nublaban de lágrimas los ojos.
-A ver si así me sacas el demonio, Antonia, a ver si me lo sorbes.
-Sí, para quedarme con él, ¿:no es eso? -y procuraba reírse la
pobre.
-Sí, sórbemelo, que a ti no puede hacerte daño, que en ti se morirá, se
ahogará en tu sangre como en agua bendita...
Y cuando Abel se encontró en su casa, a solas con su Helena, esta le
dijo:
-Ya han venido a contarme lo del discurso de Joa-quín. ¡Ha tenido que
tragar tu triunfo... ha tenido que tra-garte... !
-No hables así, mujer, que no le has oído.
-Como si le hubiese oído.
-Le salía del corazón. Me ha conmovido. Te digo que ni yo sé lo que he
pintado hasta que no le he oído a él ex-plicárnoslo.
-No te fíes... no te fíes de él... Cuando tanto te ha elo-giado, por
algo será...
-¿:Y no puede haber dicho lo que sentía?
-Tú sabes que está muerto de envidida de ti.
-Cállate.
-Muerto, sí, muertecito de envidia de ti...
-¡Cállate, cállate, mujer; cállate!
-No, no son celos porque él ya no me quiere, si es que me quiso... es
envidia... envidia...
-¡Cállate! ¡Cállate! -rugió Abel.
-Bueno, me callo, pero tú verás...
-Ya he visto y he oído y me basta. ¡Cállate, digo!
@§ XV
¡Pero no, no! Aquel acto heroico no le curó al pobre Joaquín.
«Empecé a sentir remordimiento -escribió en su Con-fesión- de haber
dicho lo que dije, de no haber dejado estallar mi mala pasión para así
librarme de ella, de no haber acabado con él artísticamente, denunciando
los en-gaños y falsos efectismos de su arte, sus imitaciones, su técnica
fría y calculada, su falta de emoción; de no haber matado su gloria. Y así
me habría librado de lo otro, di-ciendo la verdad, reduciendo su prestigio
a su verdadera tasa. Acaso Caín, el bíblico, el que mató al otro Abel,
em-pezó a querer a este luego que lo vio muerto. Y entonces fue cuando
empecé a creer; de los efectos de aquel dis-curso provino mi
conversión.»
Lo que Joaquín llamaba así en su Confésión fue que Antonia, su mujer,
que le vio no curado, que le temió acaso incurable, fue induciéndole a que
buscase armas en la religión de sus padres, en la de ella, en la que había
de ser de su hija, en la oración.
-Tú lo que debes hacer es ir a confesarte...
-Pero, mujer, si hace años que no voy a la iglesia...
-Por lo mismo.
-Pero si no creo en esas cosas...
-Eso creerás tú, pero a mí me ha explicado el padre cómo vosotros, los
hombres de ciencia, creéis no creer, pero creéis. Yo sé que las cosas que
te enseñó tu madre, las que yo enseñaré a nuestra hija...
-¡Bueno, bueno, déjame!
-No, no te dejaré. Vete a confesarte, te lo ruego. -¿:Y qué dirán los
que conocen mis ideas?
-¡Ah!, ¿:es eso? ¿:Son respetos humanos?
Mas la cosa empezó a hacer mella en el corazón de Joaquín, y se
preguntó si realmente no creía y aun sin creer quiso probar si la Iglesia
podría curarle. Y empezó a frecuentar el templo, algo demasiado a las
claras, como en son de desafío a los que conocían sus ideas irreligio-sas,
y acabó yendo a un confesor. Y una vez en el confe-sonario se le desató el
alma.
-Le odio, padre, le odio con toda mi alma, y a no creer como creo, a no
querer creer como quiero creer, le mataría...
-Pero eso, hijo mío, eso no es odio; eso es más bien envidia.
-Todo odio es envidia, padre, todo odio es envidia.
-Pero debe cambiarlo en noble emulación, en deseo de hacer en su
profesión y sirviendo a Dios, lo mejor que pueda...
-No puedo, no puedo, no puedo trabajar. Su gloria no me deja.
-Hay que hacer un esfuerzo..., para eso el hombre es libre.
-No creo en el libre albedrío, padre. Soy médico.
-Pero...
-¿:Qué hice yo para que Dios me hiciese así, ren-coroso, envidioso,
malo? ¿:Qué mala sangre me legó mi padre?
-Hijo mío..., hijo mío...
-No, no creo en la libertad humana, y el que no cree en la libertad no
es libre. ¡No, no lo soy! ¡Ser libre es creer serlo!
-Es usted malo porque desconfía de Dios. -¿:El desconfiar de Dios es
maldad, padre?
-No quiero decir eso, sino que la mala pasión de us-ted proviene de que
desconfía de Dios...
-¿:El desconfiar de Dios es maldad? Vuelvo a pregun-társelo.
-Sí, es maldad.
-Luego desconfío de Dios porque me hizo malo, como a Caín le hizo malo.
Dios me hizo desconfiado... -Le hizo libre.
-Sí, libre de ser malo.
-¡Y de ser bueno!
-¿:Por qué nací, padre?
-Pregunte más bien que para qué nació...
@§ XVI
Abel había pintado una Virgen con el niño en brazos que no era sino un
retrato de Helena, su mujer, con el hijo, Abelito. El cuadro tuvo éxito,
fue reproducido, y ante una espléndida fotografía de él rezaba Joaquín a
la Virgen Santísima, diciéndole: «¡Protégeme! ¡Sálvame!»
Pero mientras así rezaba, susurrándose en voz baja y como para oírse,
quería acallar otra voz más honda, que brotándole de las entrañas le
decía: «¡Así se muera! ¡Así te la deje libre!»
-¿:Conque te has hecho ahora reaccionario? -le dijo un día Abel a
Joaquín.
-¿:Yo?
-Sí, me han dicho que te has dado a la Iglesia y que oyes misa diaria,
y como nunca has creído ni en Dios ni en el diablo, y no es cosa de
convertirse así, sin más ni me-nos, ¡pues te has hecho reaccionario!
-¿:Y a ti qué?
-No, si no te pido cuentas; pero... ¿:crees de veras?
-Necesito creer.
-Eso es otra cosa. ¿:Pero crees?
-Ya te he dicho que necesito creer, y no me pregun-tes más.
-Pues a mí con el arte me basta; el arte es mi religión.
-Pues has pintado Vírgenes...
-Sí, a Helena.
-Que no lo es, precisamente.
-Para mí como si lo fuese. Es la madre de mi hijo...
-¿:Nada más?
-Y toda madre es virgen en cuanto es madre.
-¡Ya estás haciendo teología!
-No sé, pero aborrezco el reaccionarismo y la gazmo-ñería. Todo eso me
parece que no nace sino de la envidia, y me extraña en ti, que te creo muy
capaz de distinguirte del vulgo, de los mediocres, me extraña que te
pongas ese uniforme.
-¡A ver, a ver, Abel, explícate!
-Es muy claro. Los espíritus vulgares, ramplones, no consiguen
distinguirse, y como no pueden sufrir que otros se distingan, les quieren
imponer el uniforme del dogma, que es un traje de munición, para que no se
dis-tingan. El origen de toda ortodoxia, lo mismo en religión que en arte,
es la envidia, no te quepa duda. Si a todos se nos deja vestirnos como se
nos antoje, a uno se le ocurre un atavío que llame la atención y pone de
realce su natu-ral elegancia, y si es hombre hace que las mujeres le
ad-miren, y se enamoren de él mientras otro, naturalmente ramplón y
vulgar, no logra sino ponerse en ridículo bus-cando vestirse a su modo, y
por eso los vulgares, los ram-plones, que son los envidiosos, han ideado
una especie de uniforme, un modo de vestirse como muñecos, que pueda ser
moda, porque la moda es otra ortodoxia. Desengá-ñate, Joaquín: eso que
llaman ideas peligrosas, atrevidas, impías, no son sino las que no se les
ocurren a los pobres de ingenio rutinario, a los que no tienen ni pizca de
sen-tido propio ni originalidad y sí sólo sentido común y vul-garidad. Lo
que más odian es la imaginación y porque no la tienen.
-Y aunque así sea -exclamó Joaquín-, es que esos que llaman los
vulgares, los ramplones, los mediocres, ¿:no tienen derecho a
defenderse?
-Otra vez defendiste en mi casa, ¿:te acuerdas?, a Caín, al envidioso, y
luego, en aquel inolvidable discurso que me moriré repitiéndotelo, en
aquel discurso al que debo lo más de mi reputación, nos enseñaste, me
ense-ñaste a mí al menos, el alma de Caín. Pero Caín no era ningún vulgar,
ningún ramplón, ningún mediocre...
-Pero fue el padre de los envidiosos.
-Sí, pero de otra envidia, no de la de esa gente... La envidia de Caín
era algo grande; la del fanático inquisi-dor es lo más pequeño que hay. Y
me choca verte entre ellos...
«Pero este hombre -se decía Joaquín al separarse de Abel- ¿:es que lee
en mí? Aunque no, parece no darse cuenta de lo que me pasa. Habla y piensa
como pinta, sin saber lo que dice y lo que pinta. Es un inconsciente,
aun-que yo me empeñe en ver en él un técnico reflexivo...»
@§ XVII
Enteróse Joaquín de que Abel andaba enredado con una antigua modelo, y
esto le corroboró en su aprensión de que no se había casado con Helena por
amor. «Se Ba-saron -decíase- por humillarme.» Y luego se añadía: «Ni ella,
ni Helena le quiere, ni puede quererle... ella no quiere a nadie, es
incapaz de cariño, no es más que un hermoso estuche de vanidad... Por
vanidad, y por desdén a mí, se casó, y por vanidad o por capricho es capaz
de faltar a su marido... Y hasta con el mismo a quien no quiso para
marido...» Surgíale a la vez de entre pavesas una brasa que creía apagada
al hielo de su odio, y era su antiguo amor a Helena. Seguía, sí, a pesar
de todo, ena-morado de la pava real, de la coqueta, de la modelo de su
marido. Antonia le era muy superior, sin duda, pero la otra era la otra. Y
luego, la venganza... ¡es tan dulce la ven-ganza! ¡Tan tibia para un
corazón helado!
A los pocos días fue a casa de Abel, acechando la hora en que este se
hallara fuera de ella. Encontró a Helena sola con el niño, a aquella
Helena, a cuya imagen divini-zada había en vano pedido protección y
salvación.
-Ya me ha dicho Abel -le dijo su prima- que ahora te ha dado por la
iglesia. ¿:Es que Antonia te ha llevado a ella, o es que vas huyendo de
Antonia?
-¿:Pues?
-Porque los hombres soléis haceros beatos o a rastras de la mujer o
escapando de ella...
-Hay quien escapa de la mujer, y no para ir a la igle-sia
precisamente.
-Sí, ¿:eh?
-Sí, pero tu marido, que te ha venido con el cuento ese, no sabe algo
más, y es que no sólo rezo en la igle-sia...
-¡Es claro! Todo hombre devoto debe hacer sus ora-ciones en casa.
-Y las hago. Y la principal es pedir a la Virgen que me proteja y me
salve.
-Me parece muy bien.
-¿:Y sabes ante qué imagen pido eso? -Si tú no me lo dices...
-Ante la que pintó tu marido...
Helena volvió la cara de pronto, enrojecida, al niño que dormía en un
rincón del gabinete. La brusca violen-cia del ataque la desconcertó. Mas
reponiéndose dijo:
-Eso me parece una impiedad de tu parte y prueba, Joaquín, que tu nueva
devoción no es más que una farsa y algo peor...
-Te juro, Helena...
-El segundo: no jurar su santo nombre en vano.
-Pues te juro, Helena, que mi conversión fue verda-dera, es decir, que
he querido creer, que he querido de-fenderme con la fe de una pasión que
me devora...
-Sí, conozco tu pasión.
-¡No, no la conoces!
-La conozco. No puedes sufrir a Abel.
-Pero ¿:por qué no puedo sufrirle?
-Eso tú lo sabrás. No has podido sufrirle nunca, ni aun antes de que me
lo presentases.
-¡Falso!... ¡Falso!
-¡Verdad! ¡Verdad! -¿:Y por qué no he de poder sufrirle?
-Pues porque adquiere fama, porque tiene renom-bre... ¿:No tienes tú
clientela? ¿:No ganas con ella?
-Pues mira, Helena, voy a decirte la verdad, toda la verdad. ¡No me
basta con eso! Yo querría haberme hecho famoso, haber hallado algo nuevo
en mi ciencia, haber unido mi nombre a algún descubrimiento
científico...
-Pues ponte a ello, que talento no te falta.
-Ponerme a ello... ponerme a ello... Habríame puesto a ello, sí,
Helena, si hubiese podido haber puesto esa glo-ria a tus pies...
-¿:Y por qué no a los de Antonia? -¡No hablemos de ella!
-¡Ah, pero has venido a esto! ¿:Has espiado el que mi Abel -y recalcó el
mi- estuviese fuera para venir a esto?
-Tu Abel... tu Abel...; ¡valiente caso hace de ti tu Abel!
-¿:Qué? ¿:También delator, acusique, soplón?
-Tu Abel tiene otras modelos que tú.
-¿:Y qué? -exclamó Helena, irguiéndose-. ¿:Y qué, si las tiene? ¡Señal de
que sabe ganarlas! ¿:O es que tam-bién de eso le tienes envidia? ¿:Es que no
tienes más re-medio que contentarte con... tu Antonia? ¡Ah!, ¿:y porque él
ha sabido buscarse otras vienes tú aquí hoy a buscarte otra también? ¿:Y
vienes así, con chismes de estos? ¿:No te da vergüenza, Joaquín? Quítate,
quítate de ahí, que me da bascas sólo el verte.
-¡Por Dios, Helena, que me estás matando..., que me estás matando!
-Anda, vete, vete a la iglesia, hipócrita, envidioso; vete a que tu
mujer te cure, que estás muy malo.
-¡Helena, Helena, que tú sola puedes curarme! ¡Por cuanto más quieras,
Helena, mira que pierdes para siem-pre a un hombre!
-Ah, ¿:y quieres que por salvarte a ti pierda a otro, al mío?
-A ese no le pierdes; le tienes ya perdido. Nada le im-porta de ti. Es
incapaz de quererte. Yo, yo soy el que te quiero, con toda mi alma, con un
cariño como no puedes soñar.
Helena se levantó, fue al niño, y despertándolo, co-giólo en brazos, y
volviendo a Joaquín, le dijo: «¡Vete! Es este, el hijo de Abel, quien te
echa de su casa; ¡vete!»
@§ XVIII
Joaquín empeoró. La ira al conocer que se había des-nudado el alma ante
Helena, y el despecho por la manera como esta le rechazó, en que vio claro
que le despreciaba, acabó de enconarle el ánimo. Mas se dominó buscando en
su mujer y en su hija consuelo y remedio. Ensombre-ciósele aún más su vida
de hogar; se le agrió el humor.
Tenía entonces en casa una criada muy devota, que procuraba oír misa
diaria y se pasaba las horas que el ser-vicio le dejaba libre encerrada en
su cuarto haciendo sus devociones. Andaba con los ojos bajos, fijos en el
suelo, y respondía a todo con la mayor mansedumbre y en voz algo gangosa.
Joaquín no podía resistirla y la regañaba con cualquier pretexto. «Tiene
razón el señor», solía de-cirle ella.
-¿:Cómo que tengo razón? -exclamó una vez, ya perdida la paciencia, él,
el amo-. ¡No, ahora no tengo razón!
-Bueno, señor, no se enfade, no la tendrá.
-¿:Y nada más?
-No le entiendo, señor.
-¿:Cómo que no me entiendes, gazmoña, hipócrita? ¿:Por qué no te
defiendes? ¿:Por qué no me replicas? ¿:Por qué no te rebelas?
-¿:Rebelarme yo? Dios y la Santísima Virgen me de-fiendan de ello,
señor.
-Pero ¿:quieres más -intervino Antonia- sino que reconozca sus
faltas?
-No, no las reconoce. ¡Está llena de soberbia!
-¿:De soberbia yo, señor?
-¿:Lo ves? es la hipócrita soberbia de no reconocerla. Es que está
haciendo conmigo, a mi costa, ejercicios de humildad y de paciencia; es
que toma mis accesos de mal humor como cilicios para ejercitarse en la
virtud de la paciencia. ¡Y a mi costa, no! ¡No, no y no! ¡A mi costa, no!
A mí no se me toma de instrumento para hacer méri-tos para el cielo. ¡Eso
es hipocresía!
La criadita lloraba, rezando entre dientes.
-Pero y si es verdad, Joaquín -dijo Antonia- que realmente es
humilde... ¿:Por qué va a rebelarse? Si se hu-biese rebelado te habrías
irritado aún más.
-¡No! Es una canallada tomar las flaquezas del pró-jimo como medio para
ejercitarnos en la virtud. Que me replique, que se insolente, que sea
persona... y no criada...
-Entonces, Joaquín, te irritaría más.
-No, lo que más me irrita son esas pretensiones a ma-yor
perfección.
-Se equivoca usted, señor -dijo la criada, sin levan-tar los ojos del
suelo-; yo no me creo mejor que nadie. -No, ¿:eh? ¡Pues yo sí! Y el que no
se crea mejor que otro, es un mentecato. Tú te creerás la más pecadora de
las mujeres, ¿:es eso? ¡Anda, responde!
-Esas cosas no se preguntan, señor.
-Anda, responde, que también san Luis Gonzaga di-cen que se creía el
más pecador de los hombres; res-ponde: ¿:te crees, sí o no, la más pecadora
de las mujeres?
-Los pecados de las otras no van a mi cuenta, señor.
-Idiota, más que idiota. ¡Vete de ahí!
-Dios le perdone, como yo le perdono, señor.
-¿:De qué? Ven y dímelo, ¿:de qué? ¿:De qué me tiene que perdonar Dios?
Anda, dilo.
-Bueno, señora, lo siento por usted, pero me voy de esta casa.
-Por ahí debiste empezar -concluyó Joaquín. Y luego a solas con su
mujer, le decía:
-¿:Y no irá diciendo esta gatita muerta que estoy loco? ¿:No lo estoy,
acaso, Antonia? Dime, ¿:estoy loco, sí o no? -Por Dios, Joaquín, no te
pongas así...
-Sí, sí creo estar loco... Enciérrame. Esto va a acabar conmigo.
-Acaba tú con ello.
@§ XIX
Concentró entonces todo su ahínco en su hija, en criarla y educarla, en
mantenerla libre de las inmundicias morales del mundo.
-Mira -solía decirle a su mujer-, es una suerte que sea sola, que no
hayamos tenido más.
-¿:No te habría gustado un hijo?
-No, no, es mejor hija, es más fácil aislarla del mundo indecente.
Además, si hubiésemos tenido dos, ha-brían nacido envidias entre
ellos...
-¡Oh, no!
-¡Oh, sí! No se puede repartir el cariño igualmente entre varios: lo
que se le da al uno se le quita al otro. Cada uno pide todo para él y sólo
para él. No, no, no qui-siera verme en el caso de Dios...
-¿:Y cuál es ese caso?
-El de tener tantos hijos. ¿:No dicen que somos todos hijos de Dios?
-No digas esas cosas, Joaquín...
-Unos están sanos para que otros estén enfermos... Hay que ver el
reparto de las enfermedades...
No quería que su hija tratase con nadie. La llevó una maestra
particular a casa, y él mismo, en ratos de ocio, le enseñaba algo.
La pobre Joaquina adivinó en su padre a un paciente mientras recibía de
él una concepción tétrica del mundo y de la vida.
-Te digo -le decía Joaquín a su mujer- que es me-jor, mucho mejor que
tengamos una hija sola, que no ten-gamos que repartir el cariño...
-Dicen que cuanto más se reparte crece más...
-No creas así. ¿:Te acuerdas de aquel pobre Ramírez, el procurador? Su
padre tenía dos hijos y dos hijas y po-cos recursos. En su casa no se
comía sino sota, caballo y rey, cocido, pero no principio; sólo el padre,
Ramírez pa-dre, tomaba principio, del cual daba alguna vez a uno de los
hijos y a una de las hijas, pero nunca a los otros. Cuando repicaban
gordo, en días señalados, había dos principios para todos y otro además
para él, el amo de la casa, que en algo había de distinguirse. Hay que
conser-var la jerarquía. Y a la noche, al recogerse a dormir Ramí-rez
padre daba siempre un beso a uno de sus hijos y a una de las hijas, pero
no a los otros dos.
-¡Qué horror! ¿:Y por qué?
-Qué sé yo... Le parecerían más guapos los preferi-dos...
-Es como lo de Carvajal, que no puede ver a su hija menor...
-Es que le ha llegado la última, seis años después de la anterior y
cuando andaba mal de recursos. Es una nueva carga, e inesperada. Por eso
le llaman la intrusa.
-¡Qué horrores, Dios mío!
-Así es la vida, Antonia, un semillero de horrores. Y bendigamos a Dios
el no tener que repartir nuestro ca-riño.
-¡Cállate!
-¡Cállome!
Y le hizo callar.
@§ XX
El hijo de Abel estudiaba Medicina, y su padre solía dar a Joaquín
noticias de la marcha de sus estudios. Ha-bló Joaquín algunas veces con el
muchacho mismo y le cobró algún afecto; tan insignificante le pareció.
-¿:Y cómo le dedicas a médico y no a pintor? -le preguntó a su
amigo.
-No le dedico yo, se dedica él. No siente vocación al-guna por el
arte...
-Claro, y para estudiar Medicina no hace falta voca-ción...
-No he dicho eso. Tú siempre tan mal pensado. Y no sólo no siente
vocación por la pintura, pero ni curiosidad. Apenas si se detiene a ver lo
que pinto, ni se informa de ello.
-Es mejor así acaso...
-¿:Por qué?
-Porque si se hubiera dedicado a la pintura, o lo hacía mejor que tú, o
peor. Si peor, eso de ser Abel Sánchez, hijo, al que llamarían Abel
Sánchez el Malo o Sánchez el Malo o Abel el Malo, no está bien ni él lo
sufriría...
-¿:Y si fuera mejor que yo?
-Entonces serías tú quien no lo sufriría.
-Piensa el ladrón que todos son de su condición.
-Sí, venme ahora a mí, a mí, con esas pamemas. Un artista no soporta la
gloria de otro, y menos si es su pro-pio hijo o su hermano. Antes la de un
extraño. Eso de que uno de su sangre le supere..., ¡eso no! ¿:Cómo
explicarlo? Haces bien en dedicarle a la Medicina.
-Además, así ganará más.
-Pero ¿:quieres hacerme creer que no ganas mucho con la pintura?
-Bah, algo.
-Y además, gloria.
-¿:Gloria? Para lo que dura...
-Menos dura el dinero.
-Pero es más sólido.
-No seas farsante, Abel, no finjas despreciar la gloria.
-Te aseguro que lo que hoy me preocupa es dejar una fortuna a mi
hijo.
-Le dejarás un nombre.
-Los nombres no se cotizan.
-¡El tuyo sí!
-¡Mi firma, pero es... Sánchez! ¡Y menos mal si no le da por firmar
Abel S. Puig! -que le hagan marqués de Casa Sánchez. Y luego el Abel quita
la malicia al Sán-chez. Abel Sánchez suena bien.
@§ XXI
Huyendo de sí mismo, y para ahogar con la constan-te presencia del
otro, de Abel, en su espíritu, la triste conciencia enferma que se le
presentaba, empezó a fre-cuentar una peña del Casino. Aquella conversación
ligera le serviría como narcótico, o más bien se embriagaría con ella. ¿:No
hay quien se entrega a la bebida para ahogar en ella una pasión
devastadora, para derretir en vino un amor frustrado? Pues él se
entregaría a la conversación casinera, a oírla más que a tomar parte muy
activa en ella, para ahogar también su pasión. Sólo que el remedio fue
peor que la enfermedad.
Iba siempre decidido a contenerse, a reír y bromear, a murmurar como
por juego, a presentarse a modo de de-sinteresado espectador de la vida,
bondadoso como un es-céptico de profesión, atento a lo de que comprender
es perdonar, y sin dejar traslucir el cáncer que le devoraba la voluntad.
Pero el mal le salía por la boca, en las palabras, cuando menos lo
esperaba, y percibían todos en ellas el hedor del mal. Y volvía a casa
irritado contra sí mismo, reprochándose su cobardía y el poco dominio
sobre sí y decidido a no volver más a la peña del Casino. «¡No -se decía-,
no vuelvo, no debo volver; esto me empeora; me agrava; aquel ámbito es
deletéreo; no se respira allí más que malas pasiones retenidas; no, no
vuelvo; lo que yo necesito es soledad, soledad. Santa soledad!»
Y volvía.
Volvía por no poder sufrir la soledad. Pues en la sole-dad, jamás
lograba estar solo, sino que siempre allí, el otro. ¡El otro! Llegó a
sorprenderse en diálogo con él, tra-mando lo que el otro le decía. Y el
otro, en estos diálogos solitaros, en estos monólogos dialogados, le decía
cosas indiferentes o gratas, no le mostraba ningún rencor. «¡Por qué no me
odia, Dios mío! -llegó a decirse-. ¿:Por qué no me odia?»
Y se sorprendió un día a sí mismo a punto de pedir a Dios, en infame
oración diabólica, que infiltrase en el alma de Abel odio a él, a Joaquín.
Y otra vez: «¡Ah, si me envidiase... si me envidiase...!» Y a esta idea,
que como fulgor lívido cruzó por las tinieblas de su espíritu de amargura,
sintió un gozo como de derretimiento, un gozo que le hizo temblar hasta
los tuétanos del alma, escalo-friados. ¡Ser envidiado...! ¡Ser
envidiado...!
«Mas ¿:no es eso -se dijo luego- que me odio, que me envidio a mí mismo?
...» Fuese a la puerta, la cerró con llave, miró a todos lados, y al verse
solo arrodillóse murmurando con lágrimas de las que escaldan en la voz:
«Señor, Señor. ¡Tú me dijiste: ama a tu prójimo como a ti mismo! Y yo no
amo al prójimo, no puedo amarle, por-que no me amo, no sé amarme, no puedo
amarme a mí mismo. ¿:Qué has hecho de mí, Señor?»
Fue luego a coger la Biblia y la abrió por donde dice: «Y Jehová dijo a
Caín: ¿:dónde está Abel tu hermano?» Cerró lentamente el libro, murmurando:
«¿:Y dónde estoy yo?» Oyó entonces ruido fuera y se apresuró a abrir la
puerta. «¡Papá, papaíto!», exclamó su hija al entrar. Aquella voz fresca
pareció volverle a la luz. Besó a la muchacha y rozándole el oído con la
boca le dijo bajo, muy bajito, para que no le oyera nadie: «¡Reza por tu
pa-dre, hija mía!»
-¡Padre! ¡Padre! -gimió la muchacha, echándole los brazos al
cuello.
Ocultó la cabeza en el hombro de la hija y rompió a llorar.
-¿:Qué te pasa, papá, estás enfermo?
-Sí, estoy enfermo. Pero no quieras saber más.
@§ XXII
Y volvió al Casino. Era inútil resistirlo. Cada día se in-ventaba a sí
mismo un pretexto para ir allá. Y el molino de la peña seguía
moliendo.
Allí estaba Federico Cuadrado, implacable, que en cuanto oía que uno
elogiaba a otro preguntaba: «¿:Contra quién va ese elogio?»
-Porque a mí -decía con su vocecita fría y cor-tante- no me la dan con
queso; cuando se elogia mucho a uno, se tiene presente a otro al que se
trata de rebajar con ese elogio, a un rival del elogiado. Eso cuando no se
le elogia con mala intención, por ensañarse en él... Nadie elogia con
buena intención.
-Hombre -le replicaba León Gómez, que se gozaba en dar cuerda al cínico
Cuadrado-, ahí tienes a don Leovi-gildo, al cual nadie le ha oído todavía
hablar mal de otro...
-Bueno -intercalaba un diputado provincial-, es que don Leovigildo es
un político y los políticos deben estar a bien con todo el mundo. ¿:Qué
dices, Federico?
-Digo que don Leovigildo se morirá sin haber ha-blado mal ni pensado
bien de nadie... Él no dará acaso ni el más ligero empujoncito para que
otro caiga, ni aunque no se lo vean, porque no sólo teme al código penal,
sino también al infierno; pero si el otro se cae y se rompe la crisma, se
alegrará hasta los tuétanos. Y para gozarse en la rotura de la crisma del
otro, será el primero que irá a condolerse de su desgracia y darle el
pésame.
-Yo no sé cómo se puede vivir sintiendo así -dijo Joaquín.
-¿:Sintiendo cómo? -le arguyó al punto Federico-. ¿:Cómo siente don
Leovigildo, cómo siento yo y cómo sientes tú?
-¡De mí nadie ha hablado! -y esto lo dijo con acre displicencia.
-Pero hablo yo, hijo mío, porque aquí todos nos co-nocemos...
Joaquín se sintió palidecer. Le llegaba como un puñal de hielo hasta
las entrañas de la voluntad aquel ¡hijo mío! que prodigaba Federico, su
demonio de la guarda, cuando echaba la garra sobre alguien.
-No sé por qué le tienes esa tirria a don Leovigildo -añadió Joaquín,
arrepintiéndose de haberlo dicho apenas lo dijera, pues sintió que estaba
atizando la mala lumbre.
-¿:Tirria? ¿:Tirria yo? ¿:Y a don Leovigildo?
-Sí, no sé qué mal te ha hecho...
-En primer lugar, hijo mío, no hace falta que le hayan hecho a uno mal
alguno para tenerle tirria. Cuando se le tiene a uno tirria, es fácil
inventar ese mal, es decir, figu-rarse uno que se lo han hecho... Y yo no
le tengo a don Leovigildo más tirria que a otro cualquiera. Es un hombre y
basta. ¡Y un hombre honrado!
-Como tú eres un misántropo profesional... -em-pezó el diputado
provincial.
-El hombre es el bicho más podrido y más indecente, ya os lo he dicho
cien veces. Y el hombre honrado es el peor de los hombres.
-¡Anda, anda!, ¿:qué dices a eso tú, que hablabas el otro día del
político honrado refiriéndote a don Leovi-gildo? -le dijo León Gómez al
diputado.
-¡Político honrado! -saltó Federico-. ¡Eso sí que no!
-¿:Y por qué? -preguntaron tres a coro.
-¿:Que por qué? Porque lo ha dicho él mismo. Porque tuvo en un discurso
la avilantez de llamarse a sí mismo honrado. No es honrado declararse tal.
Dice el Evangelio que Cristo Nuestro Señor...
-¡No mientes a Cristo, te lo suplico! -le interrumpió Joaquín.
-¿:Qué, te duele también Cristo, hijo mío? Hubo un breve silencio,
oscuro y frío.
-Dijo Cristo Nuestro Señor-recalcó Federico- que no le llamaran bueno,
que bueno era sólo Dios. Y hay co-chinos cristianos que se atreven a
llamarse a sí mismos honrados.
-Es que honrado no es precisamente bueno, intercaló don Vicente, el
magistrado.
-Ahora lo ha dicho usted, don Vicente. ¡Y gracias a Dios que le oigo a
un magistrado alguna sentencia razo-nable y justa!
-De modo -dijo Joaquín- que uno no debe confe-sarse honrado. ¿:Y
pillo?
-No hace falta.
-Lo que quiere el señor Cuadrado -dijo don Vi-cente, el magistrado- es
que los hombres se confiesen bellacos y sigan siéndolo, ¿:no es eso?
-¡Bravo! -exclamó el diputado provincial.
-Le diré a usted, hijo mío -contestó Federico, pen-sando la respuesta-.
Usted debe saber cuál es la exce-lencia del sacramento de la confesión en
nuestra sapientí-sima Madre Iglesia...
-Alguna otra barbaridad -interrumpió el magis-trado.
-Barbaridad, no, sino muy sabia institución. La con-fesión sirve para
pecar más tranquilamente, pues ya sabe uno que le ha de ser perdonado su
pecado. ¿:No es así, Joaquín?
-Hombre, si uno no se arrepiente...
-Sí, hijo mío, sí. Si uno se arrepiente, pero vuelve a pecar y vuelve a
arrepentirse y sabe cuando peca que se arrepentirá y sabe cuando se
arrepiente que volverá a pe-car, y acaba por pecar y arrepentirse a la
vez; ¿:no es así?
-El hombre es un misterio -dijo León Gómez.
-¡Hombre, no digas sandeces! -le replicó Federico.
-¿:Sandez, por qué?
-Toda sentencia filosófica, así, todo axioma, toda proposición general
y solemne, enunciada aforística-mente, es una sandez.
-¿:Y la filosofía, entonces?
-No hay más filosofía que esta, la que hacemos aquí...
-Sí, desollar al prójimo.
-Exacto. Nunca está mejor que desollado.
Al levantarse la tertulia, Federico se acercó a Joaquín a preguntarle
si se iba a su casa, pues gustaría de acompa-ñarle un rato, y al decirle
éste que no, que iba a hacer una visita allí, al lado, aquél le dijo:
-Sí, te comprendo; eso de la visita es un achaque. Lo que tú quieres es
verte solo. Lo comprendo.
-¿:Y por qué lo comprendes?
-Nunca se está mejor que solo. Pero cuando te pese la soledad, acude a
mí. Nadie te distraerá mejor de tus penas.
-¿:Y las tuyas? -le espetó Joaquín. -¡Bah! ¡Quién piensa en eso...!
Y se separaron.
@§ XXIII
Andaba por la ciudad un pobre hombre necesitado, ara-gonés, padre de
cinco hijos y que se ganaba la vida como podía, de escribiente y a lo que
saliera. El pobre acudía con frecuencia a conocidos y amigos, si es que un
hombre así los tiene, pidiéndoles con mil pretextos que le anticipa-ran
dos o tres duros. Y lo que era más triste, mandaba a al-guno de sus hijos,
y alguna vez a su mujer, a las casas de los conocidos con cartitas de
petición. Joaquín le había so-corrido algunas veces, sobre todo cuando le
llamaba a que viese, como médico, a personas de su familia. Y hallaba un
singular alivio en socorrer a aquel pobre hombre. Adi-vinaba en él una
víctima de la maldad humana.
Preguntóle una vez por él a Abel.
-Sí, le conozco -le dijo este-, y hasta le tuve algún tiempo empleado.
Pero es un haragán, un vago. Con el pretexto de que tiene que ahogar sus
penas, no deja de ir ningún día al café, aunque en su casa no se encienda
la cocina. Y no le faltará su cajetilla de cigarros. Tiene que convertir
sus pesares en humo.
-Eso no es decir nada, Abel. Habría que ver el caso por dentro...
-Mira, déjate de garambainas. Y por lo que no paso es por la mentira
esa de pedirme prestado y lo de «se lo devolveré en cuanto pueda...» Que
pida limosna y al avío. Es más claro y más noble. La última vez me pidió
tres duros adelantados y le di tres pesetas, pero dicién-dole: «¡Y sin
devolución!» ¡Es un haragán!
-¡Y qué culpa tiene él!...
-Vamos, sí, ya salió aquello, qué culpa tiene...
-¡Pues claro! ¿:De quién son las culpas?
-Bueno, mira, dejémonos de esas cosas. Y si quieres socorrerle,
socórrele, que yo no me opongo. Y yo mismo estoy seguro de que si me
vuelve a pedir, le daré.
-Eso ya lo sabía yo, porque en el fondo, tú...
-No nos metamos al fondo. Soy pintor y no pinto los fondos de las
personas. Es más, estoy convencido de que todo hombre lleva fuera todo lo
que tiene dentro.
-Vamos, sí, que para ti un hombre no es más que un modelo...
-¿:Te parece poco? Y para ti un enfermo. Porque tú eres el que les andas
mirando y auscultando a los hom-bres por dentro...
-Mediano oficio...
-¿:Por qué?
-Porque acostumbrado uno a mirar a los demás por dentro, da en ponerse
a mirarse a sí mismo, a auscultarse.
-Ve ahí una ventaja. Yo con mirarme al espejo tengo bastante...
-¿:Y te has mirado de veras alguna vez?
-¡Naturalmente! ¿:Pues no sabes que me he hecho un autorretrato?
-Que será una obra maestra...
-Hombre, no está del todo mal... ¿:Y tú, te has regis-trado por dentro
bien?
Al día siguiente de esta conversación Joaquín salió del Casino con
Federico para preguntarle si conocía a aquel pobre hombre que andaba así
pidiendo de manera ver-gonzante: «Y dime la verdad, eh, que estamos solos;
nada de tus ferocidades.»
-Pues mira, ese es un pobre diablo que debía estar en la cárcel, donde
por lo menos comería mejor que come y viviría más tranquilo.
-¿:Pues qué ha hecho?
-No, no ha hecho nada; debió hacer, y por eso digo que debería estar en
la cárcel.
-¿:Y qué es lo que debió haber hecho? -Matar a su hermano.
-¡Ya empiezas!
-Te lo explicaré. Ese pobre hombre es, como sabes, aragonés, y allá en
su tierra aún subsiste la absoluta libertad de estar. Tuvo la desgracia de
nacer el primero a su padre, de ser el mayorazgo, y luego tuvo la
desgracia de enamorarse de una muchacha pobre, guapa y honrada, según
parecía. El padre se opuso con todas sus fuerzas a esas relaciones
amenazándole con desheredarle si llegaba a casarse con ella. Y él, ciego
de amor, comprometió primero grave-mente a la muchacha, pensando convencer
así al padre, y acaso por casarse con ella y por salir de casa. Y siguió
en el pueblo, trabajando como podía en casa de sus suegros, y esperando
convencer y ablandar a su padre. Y este, buen aragonés, tesa que tesa. Y
murió desheredándole al pobre diablo y dejando su hacienda al hijo
segundo; una hacienda regular. Y muertos poco después los suegros del hoy
aquí sablista, acudió este a su hermano pidiéndole amparo y tra-bajo, y su
hermano se los negó, y por no matarle, que es lo que le pedía el coraje,
se ha venido acá a vivir de limosna y del sable. Esta es la historia, como
ves, muy edificante.
-¡Y tan edificante!
-Si le hubiera matado a su hermano, a esa especie de Jacob, mal, muy
mal, y no habiéndole matado, mal, muy mal también...
-Acaso peor.
-No digas eso, Federico.
-Sí, porque no sólo vive miserable y vergonzosa-mente, del sable, sino
que vive odiando a su hermano.
-¿:Y si le hubiese matado?
-Entonces se le habría curado el odio, y hoy, arrepen-tido de su
crimen, querría su memoria. La acción libra del mal sentimiento, y es el
mal sentimiento el que envenena el alma. Creémelo, Joaquín, que lo sé muy
bien.
Miróle Joaquín a la mirada fijamente y le espetó un:
-¿:Y tú?
-¿:Yo? No quieras saber, hijo mío, lo que no te im-porta. Bástete saber
que todo mi cinismo es defensivo. Yo no soy hijo del que todos vosotros
tenéis por mi padre; yo soy hijo adulterino y a nadie odio en este mundo
más que a mi propio padre, al natural, que ha sido el verdugo del otro,
del que por vileza y cobardía me dio su nombre, este indecente nombre que
llevo.
-Pero padre no es el que engendra; es el que cría... -Es que ese, el
que creéis que me ha criado, no me ha criado, sino que me destetó con el
veneno del odio que guarda al otro, al que me hizo y le obligó a casarse
con mi madre.
@§ XXIV
Concluyó la carrera el hijo de Abel, Abelín, y acudió su padre a su
amigo por si quería tomarle de ayudante para que a su lado practicase. Lo
aceptó Joaquín.
«Le admití -escribía más tarde en su Confesión, de-dicada a su hija-
por una extraña mezcla de curiosidad, de aborrecimiento a su padre, de
afecto al muchacho, que me parecía entonces una medianía, y por un deseo
de libertarme así de mi mala pasión a la vez que, por más debajo de mi
alma, mi demonio me decía que con el fra-caso del hijo me vengaría del
encumbramiento del padre. Quería por un lado, con el cariño al hijo,
redimirme del odio al padre, y por otro lado me regodeaba esperando que si
Abel Sánchez triunfó en la pintura, otro Abel Sán-chez de su sangre
marraría en la Medicina. Nunca pude figurarme entonces cuán hondo cariño
cobraría luego al hijo del que me amargaba y entenebrecía la vida del
co-razón.»
Y así fue que Joaquín y el hijo de Abel sintiéronse atra-ídos el uno al
otro. Era Abelín rápido de comprensión y se interesaba por las enseñanzas
de Joaquín, a quien em-pezó llamando maestro. Este su maestro se propuso
hacer de él un buen médico y confiarle el tesoro de su experien-cia
clínica. «Le guiaré -se decía- a descubrir las cosas que esta maldita
inquietud de mi ánimo me ha impedido descubrir a mí.»
-Maestro -le preguntó un día Abelín-, ¿:por qué no recoge usted todas
esas observaciones dispersas, todas esas notas y apuntes que me ha
enseñado y escribe un libro? Se-ría interesantísimo y de mucha enseñanza.
Hay cosas hasta geniales, de una extraordinaria sagacidad científica.
-Pues mira, hijo (que así solía llamarle) -le respon-dió-, yo no puedo,
no puedo... No tengo humor para ello, me faltan ganas, coraje, serenidad,
no sé qué...
-Todo sería ponerse a ello...
-Sí, hijo, todo sería ponerse a ello, pero cuantas veces lo he pensado
no he llegado a decidirme. ¡Ponerme a es-cribir un libro..., y en
España... y sobre Medicina...! No vale la pena. Caería en el vacío...
-No, el de usted no, maestro, se lo respondo.
-Lo que yo debía haber hecho es lo que tú has de ha-cer: dejar esta
insoportable clientela y dedicarte a la in-vestigación pura, a la
verdadera ciencia, a la fisiología, a la histología, a la patología y no a
los enfermos de pago. Tú que tienes alguna fortuna, pues los cuadros de tu
pa-dre han debido dártela, dedícate a eso.
-Acaso tenga usted razón, maestro; pero ello no quita para que usted
deba publicar sus memorias de clínico.
-Mira, si quieres, hagamos una cosa. Yo te doy mis notas todas, te las
amplío de palabra, te digo cuanto me preguntes y publica tú el libro. ¿:Te
parece?
-De perlas, maestro. Yo vengo apuntando desde que le ayudo todo lo que
le oigo y todo lo que a su lado aprendo.
-¡Muy bien, hijo, muy bien! -y le abrazó conmo-vido.
Y luego se decía Joaquín: «¡Este, este será mi obra! Mío y no de su
padre. Acabará venerándome y compren-diendo que yo valgo mucho más que su
padre y que hay en mi práctica de la Medicina mucha más arte que en la
pintura de su padre. Y al cabo se lo quitaré, si, ¡se lo qui-taré! Él me
quitó a Helena, yo les quitaré el hijo. Que será mío, y ¿:quién sabe?...,
acaso concluya renegando de su padre cuando le conozca y sepa lo que me
hizo.»
@§ XXV
-Pero dime -le preguntó un día Joaquín a su discí-pulo-, ¿:cómo se te
ocurrió estudiar Medicina?
-No lo sé...
-Porque lo natural es que hubieses sentido inclina-ción a la pintura.
Los muchachos se sienten llamados a la profesión de sus padres; es el
espíritu de imitación..., el ambiente...
-Nunca me ha interesado la pintura, maestro.
-Lo sé, lo sé por tu padre, hijo.
-Y la de mi padre menos.
-Hombre, hombre, ¿:y cómo así?
-No la siento y no sé si la siente él...
-Eso es más grande. A ver, explícate.
-Estamos solos; nadie nos oye; usted, maestro, es como si fuera mi
segundo padre..., segundo... Bueno. Además usted es el más antiguo amigo
suyo, le he oído decir que de siempre, de toda la vida, de antes de tener
uso de razón, que son como hermanos...
-Sí, sí, así es; Abel y yo somos como hermanos... Si-gue.
-Pues bien, quiero abrirle hoy mi corazón, maestro.
-Ábremelo. Lo que me digas caerá en él como en el vacío, ¡nadie lo
sabrá!
-Pues sí, dudo que mi padre sienta la pintura ni nada. Pinta como una
máquina, es un don natural, ¿:pero sentir?
-Siempre he creído eso.
-Pues fue usted, maestro, quien, según dicen, hizo la mayor fama de mi
padre con aquel famoso discurso de que aún se habla.
-¿:Y qué iba yo a decir?
-Algo así me pasa. Pero mi padre no siente ni la pin-tura ni nada. Es
de corcho, maestro, de corcho.
-No tanto, hijo.
-Sí, de corcho. No vive más que para su gloria. Todo eso de que la
desprecia es farsa, farsa, farsa. No busca más que el aplauso. Y es un
egoísta, un perfecto egoísta. No quiere a nadie.
-Hombre, a nadie...
-¡A nadie, maestro, a nadie! Ni sé cómo se casó con mi madre. Dudo que
fuera por amor.
Joaquín palideció.
-Sé -prosiguió el hijo- que ha tenido enredos y líos con algunas
modelos; pero eso no es más que capri-cho y algo de jactancia. No quiere a
nadie.
-Pero me parece que eres tú quien debieras...
-A mí nunca me ha hecho caso. A mí me ha mante-nido, ha pagado mi
educación y mis estudios, no me ha escatimado ni me escatima su dinero,
pero yo apenas si existo para él. Cuando alguna vez le he preguntado algo,
de historia, de arte, de técnica, de la pintura o de sus via-jes o de otra
cosa, me ha dicho: «Déjame, déjame en paz», y una vez llegó a decirme:
«¡apréndelo, como lo he aprendido yo!; ahí tienes los libros». ¡Qué
diferencia con usted, maestro!
-Sería que no lo sabía, hijo. Porque mira, los padres quedan a las
veces mal con sus hijos por no confesarse más ignorantes o más torpes que
ellos.
-No era eso. Y hay algo peor.
-¿:Peor? ¡A ver!
-Peor, sí. Jamás me ha reprendido, haya hecho yo lo que hiciera. No
soy, no he sido nunca un calavera, un di-soluto, pero todos los jóvenes
tenemos nuestras caídas, nuestros tropiezos. Pues bien, jamás los ha
inquirido, y si por acaso los sabía nada me ha dicho.
-Eso es respeto a tu personalidad, confianza en ti... Es acaso la
manera más generosa y noble de educar a un hijo, es fiarse...
-No, no es nada de eso, maestro. Es sencillamente in-diferencia.
-No, no, no exageres, no es eso... ¿:Qué te iba a decir que tú no te lo
dijeras? Un padre no puede ser un juez...
-Pero sí un compañero, un consejero, un amigo o un maestro como
usted.
-Pero hay cosas que el pudor impide se traten entre padres e hijos.
-Es natural que usted, su mayor y más antiguo amigo, su casi hermano,
lo defienda, aunque...
-¿:Aunque qué? -¿:Puedo decirlo todo? -¡Sí, dilo todo!
-Pues bien, de usted no le he oído nunca hablar sino muy bien,
demasiado bien, pero...
-¿:Pero qué?
-Que habla demasiado bien de usted. -¿:Qué es eso de demasiado?
-Que antes de conocerle yo a usted, maestro, le creía otro.
-Explícate.
-Para mi padre es usted una especie de pesonaje trá-gico, de ánimo
torturado de hondas pasiones. «¡Si se pu-diera pintar el alma de
Joaquín!», suele decir. Habla de un modo como si mediase entre usted y él
algún se-creto...
-Aprensiones tuyas...
-No, no lo son...
-¿:Y tu madre?
-Mi madre...
@§ XXVI
-Mira, Joaquín -le dijo un día Antonia a su ma-rido-, me parece que el
mejor día nuestra hija se nos va o nos la llevan...
-¿:Joaquina? ¿:Y dónde?
-¡Al convento!
-¡Imposible!
-No, sino muy posible. Tú distraído con tus cosas y ahora con ese hijo
de Abel al que pareces haber prohi-jado... Cualquiera diría que le quieres
más que a tu hija...
-Es que trato de salvarle, de redimirle de los suyos...
-No; de lo que tratas es de vengarte. ¡Qué vengativo eres! ¡Ni olvidas
ni perdonas! Temo que Dios te va a cas-tigar, va a castigarnos...
-Ah, ¿:y es por eso por lo que Joaquina se quiere ir al convento?
-Yo no he dicho eso.
-Pero lo digo yo y es lo mismo. ¿:Se va acaso por ce-los de Abelín? ¿:Es
que teme que le llegue a querer más que a ella? Pues si es por eso...
-Por eso no.
-¿:Entonces?
-¡Qué sé yo!... Dice que tiene vocación, que es adonde Dios la
llama...
-Dios... Dios... ¡Será su confesor! ¿:Quién es?
-El padre Echevarría.
-¡El que me confesaba a mí!
-¡El mismo!
Quedóse Joaquín mustio y cabizbajo, y al día si-guiente, llamando a
solas a su mujer, le dijo:
-Creo haber penetrado en los motivos que empujan a Joaquina al
claustro, o mejor, en los motivos porque le in-duce el padre Echevarría a
que entre en él. ¿:Tú recuerdas cómo busqué refugio y socorro en la Iglesia
contra esta maldita obsesión que me embarga el ánimo todo, contra este
despecho que con los años se hace más viejo, es de-cir, más duro y más
terco, y cómo, después de los mayo-res esfuerzos, no pude lograrlo? No, no
me dio remedio el padre Echevarría, no pudo dármelo. Para este mal no hay
más que un remedio, uno solo.
Callóse un momento como esperando una pregunta de su mujer, y como ella
callara, prosiguió diciéndole:
-Para ese mal no hay más remedio que la muerte. Quién sabe... Acaso
nací con él y con él moriré. Pues bien, ese padrecito que no pudo
remediarme ni redu-cirme, empuja ahora, sin duda, a mi hija, a tu hija, a
nues-tra hija, al convento, para que en él ruegue por mí, para que se
sacrifique salvándome...
-Pero si no es sacrificio..., si dice que es su voca-ción...
-Mentira, Antonia; te digo que eso es mentira. Las más de las que van
monjas, o van a trabajar poco, a pasar una vida pobre, pero descansada, a
sestear místicamente o van huyendo de casa, y nuestra hija huye de casa,
huye de nosotros.
-Será de ti...
-¡Sí, huye de mí! ¡Me ha adivinado!
-Y ahora que le has cobrado ese apego a ese...
-¿:Quieres decirme que huye de él?
-No sino de tu nuevo capricho...
-¿:Capricho?, ¿:capricho?, ¿:capricho dices? Yo seré todo menos
caprichoso, Antonia. Yo tomo todo en serio, todo, ¿:lo entiendes?
-Sí, demasiado en serio -agregó la mujer llorando.
-Vamos, no llores así, Antonia, mi santa, mi ángel bueno, y perdóname
si he dicho algo...
-No es peor lo que dices, sino lo que callas.
-¡Pero, por Dios, Antonia, por Dios, haz que nuestra hija no nos deje;
que si se va al convento, me mata, sí, me mata, porque me mata! Que se
quede, que yo haré lo que ella quiera... que si quiere que le despache a
Abelín, le despacharé,..
-Me acuerdo cuando decías que te alegrabas de que no tuviéramos más que
una hija, porque así no teníamos que repartir el cariño...
-¡Pero si no lo reparto!
-Algo peor entonces...
-Sí, Antonia, esa hija quiere sacrificarse por mí, y no sabe que si va
al convento me deja desesperado. ¡Su con-vento es esta casa!
@§ XXVII
Dos días después encerrábase en el gabinete Joaquín con su mujer y su
hija.
-¡Papá, Dios lo quiere! -exclamó resueltamente y mirándole cara a cara
su hija Joaquina.
-¡Pues no! No es Dios quien lo quiere, sino el padre-cito ese -replicó
él-. ¿:Qué sabes tú, mocosuela, lo que quiere Dios? ¿:Cuándo te has
comunicado con Él?
-Comulgo cada semana, papá.
-Y se te antojan revelaciones de Dios los desvaneci-mientos que te
suben del estómago en ayunas.
-Peores son los del corazón en ayunas.
-¡No, no, eso no puede ser; eso no lo quiere Dios, no puede quererlo,
te digo que no lo puede querer!
-Yo no sé lo que Dios quiere, y tú, padre, sabes lo que no puede
querer, ¿:eh? De cosas del cuerpo sabrás mucho, pero de cosas de Dios, del
alma...
-Del alma, ¿:eh? ¿:Conque tú crees que no sé del alma?
-Acaso lo que mejor te sería no saber.
-¿:Me acusas?
-No; eres tú, papá, quien se acusa a sí mismo.
-¿:Lo ves, Antonia, lo ves, no te lo decía?
-¿:Y qué te decía, mamá?
-Nada, hija mía, nada; aprensiones, cavilaciones de tu padre...
-Pues bueno -exclamó Joaquín como quien se de-cide-, tú vas al convento
para salvarme, ¿:no es eso?
-Acaso no andes lejos de la verdad.
-¿:Y salvarme de qué?
-No lo sé bien.
-¡Lo sabré yo ...! ¿:De qué?, ¿:de quién?
-¿:De quién, padre, de quién? Pues del demonio o de ti mismo.
-¿:Y tú qué sabes?
-Por Dios, Joaquín, por Dios -suplicó la madre con lágrimas en la voz,
llena de miedo ante la mirada y el tono de su marido.
-Déjanos, mujer, déjanos, déjanos, a ella y a mí. ¡Esto no te toca!
-¿:Pues no ha de tocarme? Pero si es mi hija...
-¡La mía! Déjanos, ella es una Monegro, yo soy un Monegro; déjanos. Tú
no entiendes, tú no puedes enten-der estas cosas...
-Padre, si trata así a mi madre delante mío, me voy. No llores,
mamá.
-¿:Pero tú crees, hija mía...?
-Lo que yo creo y sé es que soy tan hija suya como tuya.
-¿:Tanto?
-Acaso más.
-No digáis esas cosas, por Dios -exclamó la madre llorando-, si no me
voy.
-Sería lo mejor -añadió la hija-. A solas nos ve-ríamos mejor las
caras, digo, las almas, nosotros, los Monegro.
La madre besó a la hija y se salió.
-Y bueno -dijo fríamente el padre, así que se vio a solas con su hija-,
¿:para salvarme de qué o de quién te vas al convento?
-Pues bien, padre, no sé de quién, no sé de qué, pero hay que salvarte.
Yo no sé lo que anda por dentro de esta casa, entre tú y mi madre, no sé
lo que anda dentro de ti, pero es algo malo...
-¿:Eso te lo ha dicho el padrecito ese?
-No, no me lo ha dicho el padrecito; no ha tenido que decírmelo; no me
lo ha dicho nadie, sino que lo he respi-rado desde que nací. ¡Aquí, en
esta casa, se vive como en tinieblas espirituales!
-Bah, esas son cosas que has leído en tus libros...
-Como tú has leído otras en los tuyos. ¿:O es que crees que sólo los
libros que hablan de lo que hay dentro del cuerpo, esos libros tuyos con
esas láminas feas, son los que enseñan la verdad?
-Y bien, esas tinieblas espirituales que dices, ¿:qué son?
-Tú lo sabrás mejor que yo, papá; pero no me niegues que aquí pasa
algo, que aquí hay, como si fuese una nie-bla oscura, una tristeza que se
mete por todas partes, que tú no estás contento nunca, que sufres, que es
como si lle-vases a cuestas una culpa grande.,..
-¡Sí, el pecado original! -dijo Joaquín con sorna.
-¡Ese, ese! -exclamó la hija-. ¡Ese, del que no te has sanado!
-¡Pues me bautizaron...!
-No importa.
-Y como remedio para esto vas a meterte monja, ¿:no es eso? Pues lo
primero era averiguar qué es ello, a qué se debe todo esto...
-Dios me libre, papá, de tal cosa. Nada de querer juz-garnos.
-Pero de condenarme, sí, ¿:no es eso?
-¿:Condenarte?
-Sí, condenarme; eso de irte así es condenarme...
-¿:Y si me fuese con un marido? ¿:Si te dejara por un hombre...?
-Según el hombre.
Hubo un breve silencio.
-Pues sí, hija mía -reanudó Joaquín-, yo no estoy bien, yo sufro, sufro
casi toda mi vida; hay mucho de ver-dad en lo que has adivinado; pero con
tu resolución de meterte monja me acabas de matar, exacerbas y enconas mis
males. Ten compasión de tu padre, de tu pobre pa-dre...
-Es por compasión...
-No, es por egoísmo. Tú huyes; me ves sufrir y hu-yes. Es el egoísmo,
es el despego, es el desamor lo que te lleva al claustro. Figúrate que yo
tuviese una enfermedad pegajosa y larga, una lepra; ¿:me dejarías yendo al
con-vento a rogar por Dios que me sanara? Vamos, contesta, ¿:me
dejarías?
-No, no te dejaría, pues soy tu única hija.
-Pues haz cuenta de que soy un leproso. Quédate a curarme.Me pondré
bajo tu cuidado, haré lo que me mandes.
-Si es así...
Levantóse el padre, y mirando a su hija a través de la-grimas,
abrazóla, y teniéndola así, en sus brazos, con voz de susurro, le dijo al
oído:
-¿:Quieres curarme, hija mía?
-Sí, papá.
-Pues cásate con Abelín.
-¿:Eh? -exclamó Joaquina separándose de su padre y mirándole cara a
cara.
-¿:Qué? ¿:Qué te sorprende? -balbuceó el padre, sor-prendido a la
vez.
-¿:Casarme? ¿:Yo? ¿:Con Abelín? ¿:Con el hijo de tu enemigo?
-¿:Quién te ha dicho eso?
-Tu silencio de años.
-Pues por eso, por ser el hijo del que llamas mi ene-migo.
-Yo no sé lo que hay entre vosotros, no quiero sa-berlo, pero al verte
últimamente cómo te aficionabas a su hijo me dio miedo... temí..., no sé
lo que temí. Ese tu ca-riño a Abelín me parecía monstruoso, algo
infernal...
-¡Pues no, hija, no! Buscaba en él redención. Y créeme, si logras
traerle a mi casa, si le haces mi hijo, será como si sale al fin el sol en
mi alma...
-Pero ¿:pretendes tú, tú, mi padre, que yo le solicite, le busque?
-No digas eso.
-¿:Pues entonces?
-Y si él...
-¿:Ah, pero no lo teníais ya tramado entre los dos, y sin contar
conmigo?
-No, no, lo tenía pensado yo, yo, tu padre, tu pobre padre, yo...
-Me das pena, padre.
-También yo me doy pena. Y ahora todo corre de mi cuenta. ¿:No pensabas
sacrificarte por mí?
-Pues bien, sí, me sacrificaré por ti. ¡Dispón de mí! Fue el padre a
besarla, y ella, desasiéndosele, exclamó:
-¡No, ahora no! Cuando lo merezcas. ¿:O es que quieres que también yo te
haga callar con besos?
-¿:Dónde has aprendido eso, hija?
-Las paredes oyen, papá.
-¡Y acusan!
@§ XXVIII
-¡Quién fuera usted, don Joaquín! -decíale un día a este aquel pobre
desheredado aragonés, el padre de los cinco hijos, luego que le hubo
sacado algún dinero.
-¡Querer ser yo! ¡No lo comprendo!
-Pues sí, lo daría todo por poder ser usted, don Joa-quín.
-¿:Y qué es ese todo que daría usted?
-Todo lo que puedo dar, todo lo que tengo.
-¿:Y qué es ello?
-¡La vida!
-¡La vida por ser yo! -y a sí mismo se añadió Joa-quín: «¡Pues yo la
daría para poder ser otro!»
-Sí, la vida por ser usted.
-He aquí una cosa que no comprendo bien, amigo mío; no comprendo que
nadie se disponga a dar la vida por poder ser otro, ni siquiera comprendo
que nadie quiera ser otro. Ser otro es dejar de ser uno, de ser el que se
es.
-Sin duda.
-Y eso es dejar de existir.
-Sin duda.
-Pero no para ser otro...
-Sin duda.
-Entonces...
-Quiero decir, don Joaquín, que de buena gana deja-ría de ser, o dicho
más claro, me pegaría un tiro o me echaría al río si supiera que los míos,
los que me atan a esta vida perra, los que no me dejan suicidarme, habrían
de encontrar un padre en usted. ¿:No comprende usted ahora?
-Sí que lo comprendo. De modo que...
-Que maldito el apego que tengo a la vida, y que de buena gana me
separaría de mí mismo y mataría para siempre mis recuerdos si no fuese por
los míos. Aunque también me retiene otra cosa.
-¿:Qué?
-El temor de que mis recuerdos, de que mi historia me acompañen más
allá de la muerte. ¡Quién fuera usted, don Joaquín!
-¿:Y si a mí me retuvieran en la vida, amigo mío, mo-tivos como los de
usted?
-¡Bah!, usted es rico.
-Rico..., rico...
-Y un rico nunca tiene motivo de queja. A usted no le falta nada.
Mujer, hija, una buena clientela, reputación..., ¿:qué más quiere usted? A
usted no le desheredó su padre; a usted no le echó de su casa su hermano a
pedir... ¡A us-ted no le han obligado a hacerse un mendigo! ¡Quién fuera
usted, don Joaquín!
Y al quedarse, luego, este solo se decía: «¡Quién fuera yo! ¡Ese hombre
me envidia!, ¡me envidia! Y yo ¿:quién quiero ser?»
@§ XXIX
Pocos días después Abelín y Joaquina estaban en rela-ciones de
noviazgo. Y en su Confesión, dedicada a su hija, escribía algo después
Joaquín:
«No es posible, hija mía, que te explique cómo llevé a Abel, tu marido
de hoy, a que te solicitase por novia pi-diéndote relaciones. Tuve que
darle a entender que tú es-tabas enamorada de él o que por lo menos te
gustaría que de ti se enamorase sin descubrir lo más mínimo de aque-lla
nuestra conversación a solas, luego que tu madre me hizo saber cómo
querías entrar por mi causa en un con-vento. Veía en ello mi salvación.
Sólo uniendo tu suerte a la suerte del hijo único de quien me ha
envenenado la fuente de la vida, sólo mezclando así nuestras sangres
es-peraba poder salvarme.
»Pensaba que acaso un día tus hijos, mis nietos, los hijos de su hijo,
sus nietos, al heredar nuestras sangres, se encontraran con la guerra
dentro, con el odio en sí mismos. Pero ¿:no es acaso el odio a sí mismo, a
la pro-pia sangre, el único remedio contra el odio a los demás? La
Escritura dice que en el seno de Rebeca se peleaban ya Esaú y Jacob.
¡Quién sabe si un día no concebirás tú dos mellizos, el uno con mi sangre
y el otro con la suya, y se pelearán y se odiarán ya desde tu seno y antes
de salir al aire y a la conciencia! Porque esta es la tragedia humana, y
todo hombre es, como Job, hijo de contra-dicción.
»Y he temblado al pensar que acaso os junté, no para unir, sino para
separar aún más vuestras sangres, para per-petuar un odio. ¡Perdóname!
Deliro.
»Pero no son sólo nuestras sangres, la de él y la mía; es también la de
ella, la de Helena. ¡La sangre de He-lena! Esto es lo que más me turba;
esa sangre que le flo-rece en las mejillas, en la frente, en los labios,
que le hace marco a la mirada, esa sangre que me cegó desde su carne.
»Y queda otra, la sangre de Antonia, de la pobre Anto-nia, de tu santa
madre. Esta sangre es agua de bautismo. Esta sangre es de redentora. Sólo
la sangre de tu madre, Joaquina, puede salvar a tus hijos, a nuestros
nietos. Esa es la sangre sin mancha que puede redimirlos.
»Y que no vea nunca ella, Antonia, esta Confesión; que no la vea. Que
se vaya de este mundo, si me sobrevive, sin haber más que vislumbrado
nuestro misterio de ini-quidad.»
Los novios comprendiéronse muy pronto y se cobraron cariño. En íntimas
conversaciones conociéronse sendas víctimas de sus hogares, de dos ámbitos
tristes, de frívola impasibilidad el uno, de la helada pasión oculta el
otro. Buscaron el apoyo en Antonia, en la madre de ella. Te-nían que
encender un hogar, un verdadero hogar, un nido de amor sereno que vive en
sí mismo, que no espía los otros amores, un castillo de soledad amorosa, y
unir en él a las dos desgraciadas familias. Le harían ver a Abel, al
pintor, que la vida íntima del hogar es la sustancia impe-recedera de que
no es sino resplandor, cuando no sombra, el arte; a Helena, que la
juventud perpetua está en el alma que sabe hundirse en la corriente viva
del linaje, en el alma de la familia; a Joaquín, que nuestro nombre se
pierde con nuestra sangre, pero para recobrarse en los nombres y en las
sangres de los que las mezclan a los nuestros; a Antonia no tenían que
hacerle ver nada, porque era una mujer nacida para vivir y revivir en la
dulzura de la cos-tumbre.
Joaquín sentía renacerse. Hablaba con emoción de ca-riño de su antiguo
amigo, de Abel, y llegó a confesar que fue una fortuna que le quitase toda
esperanza respecto a Helena.
-Pues bien -le decía una vez a solas a su hija-; ahora que todo parece
tomar otro cauce, te lo diré. Yo quería a Helena, o por lo menos creía
quererla, y la soli-cité sin conseguir nada de ella. Porque, eso sí, la
verdad, jamás me dio la menor esperanza. Y entonces la presenté a Abel, al
que será tu suegro..., tu otro padre, y al punto se entendieron. Lo que
tomé yo por menosprecio, una ofensa... ¿:Qué derecho tenía yo a ella?
-Es verdad eso, pero así sois los hombres.
-Tienes razón, hija mía, tienes razón. He vivido como loco, rumiando
esa que estimaba una ofensa, una trai-ción...
-¿:Nada más, papá? -¿:Cómo nada más? -¿:No había nada más que eso, nada
más? -¡Que yo sepa... no!
Y al decirlo, el pobre hombre se cerraba los ojos hacia adentro y no
lograba contener al corazón.
-Ahora os casaréis -continuó- y viviréis conmigo, sí, viviréis conmigo,
y haré de tu marido, de mi nuevo hijo, un gran médico, un artista de la
Medicina, todo un artista que pueda igualar siquiera la gloria de su
padre. -Y él escribirá, papá, tu obra, pues así me lo ha dicho. -Sí, la
que yo no he podido escribir...
-Me ha dicho que en tu carrera, en la práctica de la Medicina, tienes
cosas geniales y que has hecho descu-brimientos...
-Aduladores...
-No, así me ha dicho. Y que como no se te conoce, y al no conocerte no
se te estima en todo lo que vales, que quiere escribir ese libro para
darte a conocer.
-A buena hora...
-Nunca es tarde si la dicha es buena.
-¡Ay, hija mía, si en vez de haberme somormujado en esto de la
clientela, en esta maldita práctica de la profesión que ni deja respirar
libre ni aprender... si en vez de eso me hubiese dedicado a la ciencia
pura, a la investigación...! Eso que ha descubierto el doctor Álvarez y
García, y por lo que tanto le bombean, lo habría descubierto antes yo, yo,
tu padre, y lo habría descubierto porque estuve a punto de ello. Pero esto
de ponerse a trabajar para ganarse la vida... -Sin embargo, no
necesitábamos de ello.
-Sí, pero... Y, además, qué sé yo... Mas todo eso ha pasado y ahora
comienza vida nueva. Ahora voy a dejar la clientela.
-¿:De veras?
-Sí, voy a dejársela al que va a ser tu marido, bajo mi alta
inspección, por supuesto. ¡Lo guiaré, y yo a mis co-sas! Y viviremos todos
juntos, y será otra vida..., otra vida... Empezaré a vivir; seré otro...,
otro..., otro...
-¡Ay, papá, qué gusto! ¡Cómo me alegra oírte hablar así! ¡Al cabo!
-¿:Que te alegra oírme decir que seré otro?
La hija le miró a los ojos al oír el tono de lo que había debajo de su
voz.
-¿:Te alegra oírme decir que seré otro? -volvió a preguntar el
padre.
-¡Sí, papá, me alegra!
-¿:Es decir que el otro, que el otro, el que soy, te pa-rece mal?
-¿:Y a ti, papá? -le preguntó a su vez, resueltamente, la hija.
-Tápame la boca -gimió él.
Y se la tapó con un beso.
@§ XXX
-Ya te figurarás a lo que vengo -le dijo Abel a Joa-quín apenas se
encontraron a solas en el despacho de este. -Sí, lo sé. Tu hijo me ha
anunciado tu visita.
-Mi hijo y pronto tuyo, de los dos. ¡Y no sabes bien cuánto me alegro!
Es como debía acabar nuestra amistad. Y mi hijo es ya casi tuyo; te quiere
ya como a padre, no sólo como a maestro. Estoy por decir que te quiere más
que a mí...
-Hombre..., no..., no..., no digas así.
-¿:Y qué? ¿:Crees que tengo celos? No, no soy celoso. Y mira, Joaquín, si
entre nosotros había algo...
-No sigas por ahí, Abel, te lo ruego, no sigas...
-Es preciso. Ahora que van a unirse nuestras sangres, ahora que mi hijo
va a serlo tuyo y mía tu hija, tenemos que hablar de esa vieja cuenta,
tenemos que ser absoluta-mente sinceros.
-¡No, no, de ningún modo, y si hablas de ella, me voy!
-¡Bien, sea! Pero no creas que olvido, no lo olvidaré nunca, tu
discurso aquel cuando lo del cuadro.
-Tampoco quiero que hables de eso.
-¿:Pues de qué?
-¡Nada de lo pasado, nada! Hablemos sólo del por-venir...
-Bueno, si tú y yo, a nuestra edad, no hablamos del pasado, ¿:de qué
vamos a hablar? ¡Si nosotros no tenemos ya más que pasado!
-¡No digas eso! -casi gritó Joaquín.
-¡Nosotros ya no podemos vivir más que de recuer-dos!
-¡Cállate, Abel; cállate!
-Y si te he de decir la verdad, vale más vivir de re-cuerdos que de
esperanzas. Al fin, ellos fueron y de estas no se sabe si serán.
-¡No, no; recuerdos, no!
-En todo caso, hablemos de nuestros hijos, que son nuestras
esperanzas.
-¡Eso sí!
-De ellos y no de nosotros, de ellos, de nuestros hi-jos...
-Él tendrá en ti un maestro y un padre...
-Sí, pienso dejarle mi clientela, es decir, la que quiera tomarlo, que
ya la he preparado para eso. Le ayudaré en los casos graves.
-Gracias, gracias.
-Eso, además de la dote que doy a Joaquina. Pero vi-virán conmigo.
-Eso me había dicho mi hijo. Yo, sin embargo, creo que deben poner
casa; el casado, casa quiere.
-No, no puedo separarme de mi hija.
-Y nosotros de nuestro hijo sí, ¿:eh?
-Más separados que estáis de él... Un hombre apenas vive en casa; una
mujer apenas sale de ella. Necesito a mi hija.
-Sea. Ya ves si estoy complaciente.
-Y más que esta casa será la vuestra, la tuya, la de Helena...
-Gracias por la hospitalidad. Eso se entiende.
Después de una larga entrevista, en que convinieron todo lo atañedero
al establecimiento de sus hijos, al ir a separarse, Abel, mirándole a
Joaquín a los ojos, con mi-rada franca, le tendió la mano, y sacando la
voz de las en-trañas de su común infancia, le dijo: «¡Joaquín!»
Asomá-ronsele a este las lágrimas a los ojos al coger aquella mano.
-No te había visto llorar desde que fuimos niños, Joa-quín.
-No volveremos a serlo, Abel.
-Sí, y es lo peor.
Se separaron.
@§ XXXI
Con el casamiento de su hija pareció entrar el sol, un sol de ocaso de
otoño, en el hogar antes frío de Joaquín, y este empezar a vivir de veras.
Fue dejándole al yerno su clientela, aunque acudiendo, como en consulta, a
los ca-sos graves y repitiendo que era bajo su dirección como aquel
ejercía.
Abelín, con las notas de su suegro, a quien llamaba su padre,
tuteándole ya, y con sus ampliaciones y explica-ciones verbales, iba
componiendo la obra en que se reco-gía la ciencia médica del doctor
Joaquín Monegro, y con un acento de veneración admirativa que el mismo
Joa-quín no habría podido darle. «Era mejor, sí -pensaba este-, era mucho
mejor que escribiese otro aquella obra, como fue Platón quien expuso la
doctrina socrática.» No era él mismo quien podía, con toda libertad de
ánimo y sin que ello pareciese, no ya presuntuoso, mas un es-fuerzo para
violentar el aplauso de la posteridad, que se estimaba no conseguible; no
era él quien podía exaltar su saber y su pericia. Reservaba su actividad
literaria para otros empeños.
Fue entonces, en efecto, cuando empezó a escribir su Confesión, que así
la llamaba, dedicada a su hija y para que esta la abriese luego que él
hubiera muerto, y que era el relato de su lucha íntima con la pasión que
fue su vida, con aquel demonio con quien peleó casi desde el albor de su
mente, dueña de sí hasta entonces, hasta cuando lo es-cribía. Esta
confesión se decía dirigida a su hija, pero tan penetrado estaba él del
profundo valor trágico de su vida de pasión y de la pasión de su vida, que
acariciaba la es-peranza de que un día su hija o sus nietos la dieran al
mundo, para que este se sobrecogiera de admiración y de espanto ante aquel
héroe de la angustia tenebrosa que pasó sin que le conocieran en todo su
fondo los que con él convivieron. Porque Joaquín se creía un espíritu de
ex-cepción, y como tal torturado y más capaz de dolor que los otros, un
alma señalada al nacer por Dios con la señal de los grandes
predestinados.
«Mi vida, hija mía -escribía en la Confésión-, ha sido un arder
continuo, pero no la habría cambiado por la de otro. He odiado como nadie,
como ningún otro ha sa-bido odiar, pero es que he sentido más que los
otros la su-prema injusticia de los cariños del mundo y de los favo-res de
la fortuna. No, no, aquello que hicieron conmigo los padres de tu marido
no fue humano ni noble; fue in-fame, pero fue peor, mucho peor, lo que me
hicieron to-dos, todos los que encontré desde que, niño aún y lleno de
confianza, busqué el apoyo y el amor de mis semejantes. ¿:Por qué me
rechazaban? ¿:Por qué me acogían fríamente y como obligados a ello? ¿:Por
qué preferían al ligero, al inconstante, al egoísta? Todos, todos me
amargaron la vida. Y comprendí que el mundo es naturalmente in-justo y que
yo no había nacido entre los míos. Esta fue mi desgracia, no haber nacido
entre los míos. La baja mez-quindad, la vil ramplonería de los que me
rodeaban, me perdió.»
Y a la vez que escribía esta Confesión, preparaba, por si esta marrase,
otra obra que sería la puerta de entrada de su nombre en el panteón de los
ingenios inmortales de su pueblo y casta. Titularíase Memorias de un
médico viejo y sería la mies del saber del mundo, mies de pasiones, de
vida, de tristeza y alegrías, hasta de crímenes ocultos, que había
cosechado de la práctica de su profesión de médico. Un espejo de la vida,
pero de las entrañas, y de las más negras, de esta; una bajada a las simas
de la vileza hu-mana; un libro de alta literatura y de filosofía acibarada
a la vez. Allí pondría toda su alma sin hablar de sí mismo; allí, para
desnudar las almas de los otros, desnudaría la suya; allí se vengaría del
mundo vil en que había tenido que vivir. Y las gentes, al verse así, al
desnudo, admira-rían primero y quedarían agradecidas después al que las
desnudó. Y allí, cambiando los nombres a guisa de fic-ción, haría el
retrato que para siempre habría de quedar de Abel y de Helena. Y su
retrato valdría por todos los que Abel pintara. Y se regodeaba a solas
pensando que si él acertaba aquel retrato literario de Abel Sánchez, le
ha-bría de inmortalizar a este más que todos sus propios cua-dros, cuando
los comentaristas y eruditos del porvenir llegasen a descubrir bajo el
débil velo de la ficción, al personaje histórico. «Sí, Abel, sí -se decía
Joaquín a sí mismo-, la mayor coyuntura que tienes de lograr eso por lo
que tanto has luchado, por lo único que has lu-chado, por lo único que te
preocupas, por lo que me des-preciaste siempre o, aun peor, no hiciste
caso de mí, la mayor coyuntura que tienes de perpetuarte en la memoria de
los venideros, no son tus cuadros, ¡no!, sino es que yo acierte a pintarte
con mi pluma tal y como eres. Y acer-taré, acertaré porque te conozco,
porque te he sufrido, porque has pesado toda mi vida sobre mí. Te pondré
para siempre en el rollo, y no serás Abel Sánchez, no, sino el nombre que
yo te dé. Y cuando se hable de ti como pintor de tus cuadros dirán las
gentes: "¡Ah, sí, el de Joaquín Monegro!" Porque serás de este modo mío,
mío, y vivirás lo que mi obra viva, y tu nombre irá por los suelos, por el
fango, a rastras del mío, como van arrastrados por el Dante los que colocó
en el Infierno. Y serás la cifra del envidioso.»
¡Del envidioso! Pues Joaquín dio en creer que toda la pasión que bajo
su aparente impasibilidad de egoísta ani-maba a Abel, era la envidia, la
envidia de él, a Joaquín, que por envidia le arrebatara de mozo el afecto
de sus compañeros, que por envidia le quitó a Helena. ¿:Y cómo, entonces,
se dejó quitar el hijo? «Ah -se decía Joa-quín-, es que él no se cuida de
su hijo, sino de su nom-bre, de su fama; no cree que vivirá en las vidas
de sus descendientes de carne, sino en las de los que admiren sus cuadros,
y me deja su hijo para mejor quedarse con su gloria. ¡Pero yo le
desnudaré!»
Inquietábale la edad a que emprendía la composición de esas Memorias,
entrado ya en los cincuenta y cinco años, ¿:pero, no había acaso empezado
Cervantes su Quijote a los cincuenta y siete de su edad? Y se dio a
averi-guar qué obras maestras escribieron sus autores después de haber
pasado la edad suya. Y a la par se sentía fuerte, dueño de su mente toda,
rico de experiencia, maduro de juicio y con su pasión, fermentada en
tantos años, conte-nida, pero bullente.
Ahora, para cumplir su obra, se contendría. ¡Pobre Abel! ¡La que le
esperaba!... Y empezó a sentir desprecio y compasión hacia él. Mirábale
como a un modelo y como a una víctima, y le observaba y le estudiaba. No
mucho, pues Abel iba poco, muy poco, a casa de su hijo.
-Debe de andar muy ocupado tu padre -decía Joa-quín a su yerno-; apenas
aparece por aquí. ¿:Tendrá al-guna queja? ¿:Le habremos ofendido yo, Antonia
o mi hija en algo? Lo sentiría...
-No, no, papá -así le llamaba ya Abelín-, no es nada de eso. En casa
tampoco paraba. ¿:No te dije que no le importa nada más que sus cosas? Y
sus cosas son las de su arte y qué sé yo...
-No, hijo, no, exageras..., algo más habrá...
-No, no hay más.
Y Joaquín insistía para oír la misma versión.
-¿:Y Abel, cómo no viene?... -le preguntaba a He-lena.
-¡Bah, él es así con todos!... -respondía esta.
Ella, Helena, si solía ir a casa de su nuera.
@§ XXXII
-Pero dime -le decía un día Joaquín a su yerno-, ¿:cómo no se le ocurrió
a tu padre nunca inclinarte a la pintura?
-No me ha gustado nunca.
-No importa; parecía lo natural que él quisiera ini-ciarte en su
arte...
-Pues no, sino que antes más bien le molestaba que yo me interesase en
él. Jamás me animó a que cuando niño hiciera lo que es natural en niños,
figuras y di-bujos.
-Es raro..., es raro... -murmuraba Joaquín-. Pero... Abel sentía
desasosiego al ver la expresión del rostro de su suegro, el lívido fulgor
de sus ojos. Sentíase que algo le escarabajeaba dentro, algo doloroso y
que deseaba echar fuera; algún veneno, sin duda. Siguióse a esas últi-mas
palabras un silencio cargado de acre amargura. Y lo rompió Joaquín
diciendo:
-No me explico que no quisiese dedicarte a pintor...
-No, no quería que fuese lo que él...
Siguió otro silencio, que volvió a romper, como con pesar, Joaquín,
exclamando como quien se decide a una confesión:
-¡Pues sí, lo comprendo!
Abel tembló, sin saber a punto cierto por qué, al oír el tono y timbre
con que su suegro pronunció esas palabras.
-¿:Pues?... -interrogó el yerno.
-No..., nada... -y el otro pareció recogerse en sí.
-¡Dímelo! -suplicó el yerno, que por ruego de Joa-quín ya le tuteaba
como a padre amigo -¡amigo y cóm-plice!-, aunque temblaba de oír lo que
pedía se le dijese.
-No, no, no quiero que digas luego...
-Pues eso es peor, padre, que decírmelo, sea lo que fuere. Además, que
creo adivinarlo...
-¿:Qué? -preguntó el suegro, atravesándole los ojos con la mirada.
-Que acaso temiese que yo con el tiempo eclipsara su gloria...
-Sí -añadió con reconcentrada voz Joaquín- ¡sí eso! ¡Abel Sánchez hijo,
o Abel Sánchez el Joven! Y que luego se le recordase a él como tu padre y
no a ti como a su hijo. Es tragedia que se ha visto más de una vez dentro
de las familias... Eso de que un hijo haga sombra a su pa-dre...
-Pero eso es... -dijo el yerno, por decir algo.
-Eso es envidia, hijo, nada más que envidia.
-¡Envidia de un hijo...! ¡Y un padre!
-Sí, y la más natural. La envidia no puede ser entre personas que no se
conocen apenas. No se envidia al de otras tierras ni al de otros tiempos.
No se envidia al foras-tero, sino los del mismo pueblo entre sí; no al de
más edad, al de otra generación, sino al contemporáneo, al ca-marada. Y la
mayor envidia entre hermanos. Por algo es la leyenda de Caín y Abel... Los
celos más terribles, tenlo por seguro, han de ser los de uno que cree que
su her-mano pone ojos en su mujer, en la cuñada... Y entre pa-dres e
hijos...
-Pero ¿:y la diferencia de edad en este caso?
-¡No importa! eso de que nos llegue a oscurecer aquel a quien
hicimos...
-¿:Y del maestro al discípulo? -preguntó Abel. Joaquín se calló, clavó
un momento su vista en el suelo, bajo el que adivinaba la tierra, y luego
añadió, como hablando con ella, con la tierra:
-Decididamente, la envidia es una forma de paren-tesco.
Y luego:
-Pero hablemos de otra cosa, y todo esto, hijo, como si no lo hubiese
dicho. ¿:Lo has oído?
-¡No!
-¿:Cómo que no?...
-Que no he oído lo que antes dijiste.
-¡Ojalá no lo hubiese oído yo tampoco! -y la voz le lloraba.
@§ XXXIII
Solía ir Helena a casa de su nuera, de sus hijos, para in-troducir un
poco de gusto más fino, de mayor elegancia, en aquel hogar de burgueses
sin distinción, para corregir -así lo creía ella- los defectos de la
educación de la pobre Joa-quina, criada por aquel padre lleno de una
soberbia sin fun-damento y por aquella pobre madre que había tenido que
cargar con el hombre que otra desdeñó. Y cada día dictaba alguna lección
de buen tono y de escogidas maneras.
-¡Bien, como quieras! -solía decir Antonia.
Y Joaquina, aunque recomiéndose, resignábase. Pero dispuesta a
rebelarse un día. Y si no lo hizo fue por los ruegos de su marido.
-Como usted quiera, señora -le dijo una vez, y re-calcando el usted,
que no habían logrado lo dejase al ha-blarle-; yo no entiendo de esas
cosas ni me importa. En todo eso se hará su gusto...
-Pero si no es mi gusto, hija, si es...
-¡Lo mismo da! Yo me he criado en la casa de un mé-dico, que es esta, y
cuando se trate de higiene, de salubri-dad, y luego que nos llegue el
hijo, de criarle, sé lo que he de hacer; pero ahora, en estas cosas que
llama usted de gusto, de distinción, me someto a quien se ha formado en
casa de un artista.
-Pero no te pongas así, chicuela...
-No, si no me pongo. Es que siempre nos está usted echando en cara que
si esto no se hace así, que si se hace asá. Después de todo, no vamos a
dar saraos ni tés dan-zantes.
-No sé de dónde te ha venido, hija, ese fingido des-precio, fingido,
sí, fingido, lo repito, fingido...
-Pero si yo no he dicho nada, señora...
-Ese fingido desprecio a las buenas formas, a las con-veniencias
sociales. ¡Aviados estaríamos sin ellas...! ¡No se podría vivir!
Como a Joaquina le habían recomendado su padre y su marido que se
pasease, que airease y solease la sangre que iba dando al hijo que
vendría, y como ellos no podían siempre acompañarla, y Antonia no gustaba
de salir de casa, escoltábala Helena, su suegra. Y se complacía en ello,
en llevarla al lado como a una hermana menor, pues por tal la tomaban los
que no las conocían, en hacerle sombra con su espléndida hermosura casi
intacta por los años. A su lado su nuera se borraba a los ojos
precipitados de los transeúntes. El encanto de Joaquina era para
pala-deado lentamente por los ojos, mientras que Helena se ataviaba para
barrer las miradas de los distraídos: «¡Me quedo con la madre!», oyó que
una vez decía un moce-tón, a modo de chicoleo, cuando al pasar ella le oyó
que llamaba hija a Joaquina, y respiró más fuerte, humede-ciéndose con la
punta de la lengua los labios.
-Mira, hija -solía decirle a Joaquina-, haz lo más por disimular tu
estado, es muy feo eso de que se conozca que una muchacha está encinta...,
es así como una petu-lancia...
-Lo que yo hago, madre, es andar cómoda y no cui-darme de lo que crean
o no crean... Aunque estoy en lo que los cursis llaman estado interesante,
no me hago la tal como otras se habrán hecho y se hacen. No me preocupo de
esas cosas.
-Pues hay que preocuparse; se vive en el mundo.
-¿:Y qué más da que lo conozcan...? ¿:O es que no le gusta a usted,
madre, que sepan que va para abuela? -aña-dió con sorna.
Helena se escocía al oír la palabra odiosa: abuela, pero se
contuvo.
-Pues mira, lo que es por edad... -dijo picada.
-Sí, por edad podía usted ser madre de nuevo -re-puso la nuera,
hiriéndola en lo vivo.
-Claro, claro -dijo Helena, sofocada y sorprendida, inerme por el
brusco ataque-. Pero eso de que se te que-den mirando...
-No, esté tranquila, pues a usted es más bien a la que miran. Se
acuerdan de aquel magnífico retrato, de aquella obra de arte...
-Pues yo en tu caso... -empezó la suegra.
-Usted en mi caso, madre, y si pudiese acompañarme en mi estado mismo,
¿:entonces?
-Mira, niña, si sigues así nos volvemos en seguida y no vuelvo a salir
contigo ni a pisar tu casa..., es decir, la de tu padre.
-¡La mía, señora, la mía, y la de mi marido y la de us-ted!...
-¿:Pero de dónde has sacado ese geniecillo, niña?
-¿:Geniecillo? ¡Ah, sí, el genio es de otros!
-Miren, miren la mosquita muerta..., la que se iba a ir monja antes de
que su padre le pescase a mi hijo...
-Le he dicho a usted ya, señora, que no vuelva a men-tarme eso. Yo sé
lo que me hice.
-Y mi hijo también.
-Sí, sabe también lo que se hizo, y no hablemos más de ello.
@§ XXXIV
Y vino al mundo el hijo de Abel y de Joaquina, en quien se mezclaron
las sangres de Abel Sánchez y de Joa-quín Monegro.
La primer batalla fue la del nombre que había de po-nérsele; su madre
quería que Joaquín; Helena, que Abel, y Abel su hijo, Abelín y Antonia
remitieron la decisión a Joaquín, que sería quien le diese nombre. Y fue
un com-bate en el alma de Monegro. Un acto tan sencillo como es dar nombre
a un hombre nuevo, tomaba para él tamaño de algo agorero, de un sortilegio
fatídico. Era como si se decidiera el porvenir del nuevo espíritu.
«Joaquín -se decía este-, Joaquín, sí, como yo, y luego será Joaquín S.
Monegro y hasta borrará la ese, la ese a que se le reducirá ese odioso
Sánchez, y desapare-cerá su nombre, el de su hijo, y su linaje quedará
anegado en el mío... Pero ¿:no es mejor que sea Abel Monegro, Abel S.
Monegro, y se redima así el Abel? Abel es su abuelo, pero Abel es también
su padre, mi yerno, mi hijo, que ya es mío, un Abel mío, que he hecho yo.
¿:Y qué más da que se llame Abel si él, el otro, su otro abuelo, no será
Abel ni nadie le conocerá por tal, sino será como yo le llame en las
Memorias, con el nombre con que yo le mar-que en la frente con fuego? Pero
no.»
Y, mientras así dudaba, fue Abel Sánchez, el pintor, quien decidió la
cuestión, diciendo:
-Que se llame Joaquín. Abel el abuelo, Abel el padre, Abel el hijo,
tres Abeles..., ¡son muchos! Además, no me gusta, es nombre de
víctima...
-Pues bien dejaste ponérselo a tu hijo -objetó He-lena.
-Sí, fue un empeño tuyo, y por no oponerme... Pero figúrate que en vez
de haberse dedicado a médico se de-dica a pintor, pues... Abel Sánchez el
Viejo y Abel Sán-chez el Joven...
-Y Abel Sánchez no puede ser más que uno -añadió Joaquín
sotorriéndose.
-Por mí que haya ciento -replicó aquel-. Yo siem-pre he de ser yo.
-¿:Y quién lo duda? -dijo su amigo.
-¡Nada, nada, que se llame Joaquín, decidido!
-Y que no se dedique a la pintura, ¿:eh?
-Ni a la medicina -concluyó Abel, fingiendo seguir la fingida
broma.
Y Joaquín se llamó el niño.
@§ XXXV
Tomaba al niño su abuela Antonia, que era quien le cuidaba, y
apechugándolo como para ampararlo y cual si presintiese alguna desgracia,
le decía: «Duerme, hijo mío, duerme, que cuanto más duermas mejor. Así
cre-cerás sano y fuerte. Y luego también, mejor dormido que despierto,
sobre todo en esta casa. ¿:Qué va a ser de ti? ¡Dios quiera que no riñan en
ti dos sangres!» Y dor-mido el niño, ella, teniéndole en brazos, rezaba y
re-zaba.
Y el niño crecía a la par que la Confesión y las Memo-rias de su abuelo
de madre y que la fama de pintor de su abuelo de padre. Pues nunca fue más
grande la reputación de Abel que en este tiempo. El cual, por su parte,
parecía preocuparse muy poco de toda otra cosa que no fuese su
reputación.
Una vez se fijó más intensamente en el nietecillo, y fue al verle una
mañana dormido, exclamó: «¡Qué precioso apunte!» Y tomando un álbum se
puso a hacer un bos-quejo a lápiz del niño dormido.
-¡Qué lástima! -exclamó- no tener aquí mi paleta y mis colores! Ese
juego de la luz en la mejilla, que pa-rece como de melocotón, es
encantador. ¡Y el color del pelo! ¡Si parecen rayos de sol los rizos!
-Y luego -le dijo Joaquín-, ¿:cómo llamarías al cuadro? ¿:Inocencia?
-Eso de poner títulos a los cuadros se queda para los literatos, como
para los médicos el poner nombres a las enfermedades, aunque no se
curen.
-¿:Y quién te ha dicho, Abel, que sea lo propio de la medicina curar las
enfermedades?
-Entonces, ¿:qué es?
-Conocerlas. El fin de la ciencia es conocer.
-Yo creí que conocer para curar. ¿:De qué nos serviría haber probado del
fruto de la ciencia del bien y del mal si no era para librarnos de
este?
-Y el fin del arte, ¿:cuál es? ¿:Cuál es el fin de ese di-bujo de nuestro
nieto que acabas de hacer?
-Eso tiene su fin en sí. Es una cosa bonita y basta.
-¿:Qué es lo bonito? ¿:Tu dibujo o nuestro nieto?
-¡Los dos!
-¿:Acaso crees que tu dibujo es más hermoso que él, que Joaquinito?
-¡Ya estás en las tuyas! ¡Joaquín, Joaquín!
Y vino Antonia, la abuela, y cogió al niño de la cuna y se lo llevó
como para defenderle de uno y de otro abuelo. Y le decía: «¡Ay, hijo,
hijito, hijo mío, corderito de Dios, sol de la casa, angelito sin culpa,
que no te retraten, que no te curen! ¡No seas modelo de pintor, no seas
enfermo de médico!... ¡Déjales, déjales con su arte y con su cien-cia y
vente con tu abuelita, tú, vida mía, vida, vidita, vi-dita mía! Tú eres mi
vida; tú eres nuestra vida; tú eres el sol de esta casa. Yo te enseñaré a
rezar por tus abuelos y Dios te oirá. ¡Vente conmigo, vidita, vida,
corderito sin mancha, corderito de Dios!» Y no quiso Antonia ver el apunte
de Abel.
@§ XXXVI
Joaquín seguía con su enfermiza ansiedad el creci-miento en cuerpo y en
espíritu de su nieto Joaquinito. ¿:A quién salía? ¿:A quién se parecía? ¿:De
qué sangre era? Sobre todo cuando empezó a balbucir.
Desasosegábale al abuelo que el otro abuelo, Abel, desde que tuvo el
nieto, frecuentaba la casa de su hijo y hacía que le llevasen a la suya el
pequeñuelo. Aquel gran-dísimo egoísta -por tal le tenían su hijo y su
consue-gro- parecía ablandarse de corazón y aun aniñarse ante el niño.
Solía ir a hacerle dibujos, lo que encantaba a la criatura. «¡Abelito,
santos!», le pedía. Y Abel no se can-saba de dibujarle perros, gatos,
caballos, toros, figuras humanas. Ya le pedía un jinete, ya dos chicos
haciendo cachetina, ya un niño corriendo de un perro que le sigue, y que
las escenas se repitiesen.
-En mi vida he trabajado con más gusto -decía Abel-; ¡esto, esto es
arte puro y lo demás... chanfaina!
-Puedes hacer un álbum de dibujos para los niños -le dijo Joaquín.
-¡No, así no tiene gracia; para los niños... no! Eso no sería arte,
sino...
-Pedagogía -dijo Joaquín.
-Eso sí, sea lo que fuere, pero arte, no. Esto es arte, esto; estos
dibujos que dentro de media hora romperá nuestro nieto.
-¿:Y si yo los guardase? -preguntó Joaquín.
-¿:Guardarlos? ¿:Para qué?
-Para tu gloria. He oído de no sé qué pintor de fama que se han
publicado los dibujos que les hacía, para di-vertirlos, a sus hijos, y que
son lo mejor de él.
-Yo no los hago para que los publiquen luego, ¿:en-tiendes? Y en cuanto
a eso de la gloria, que es una de tus reticencias, Joaquín, sábete que no
se me da un comino de ella.
-¡Hipócrita! Si es lo único que de veras te preocupa...
-¿:Lo único? Parece mentira que me lo digas ahora. Hoy lo que me
preocupa es este niño. ¡Y será un gran artista! -Que herede tu genio,
¿:no?
-¡Y el tuyo!
El niño miraba sin comprender el duelo entre sus dos abuelos, pero
adivinando algo en sus actitudes.
-¿:Qué le pasa a mi padre -preguntaba a Joaquín su yerno-, que está
chocho con el nieto, él que apenas nunca me hizo caso? Ni recuerdo que
siendo yo niño me hiciese esos dibujos...
-Es que vamos para viejos, hijo -le respondió Joa-quín- y la vejez
enseña mucho.
-Y hasta el otro día, a no sé qué pregunta del niño, le vi llorar. Es
decir, le salieron las lágrimas. Las primeras que le he visto.
-¡Bah! ¡Eso es cardiaco!
-¿:Cómo?
-Que tu padre está ya gastado por los años y el tra-bajo y por el
esfuerzo de la inspiración artística y por las emociones, que tiene muy
mermadas las reservas del co-razón y que el mejor día...
-¿:Qué?
-Os da, es decir, nos da un susto. Y me alegro que haya llegado ocasión
de decírtelo, aunque ya pensaba en ello. Adviérteselo a Helena, a tu
madre.
-Sí, él se queja de fatiga, de disnea, ¿:será...?
-Eso es. Me ha hecho que le reconozca sin saberlo tú, y le he
reconocido. Necesita cuidado.
Y así era que en cuanto se encrudecía el tiempo Abel se quedaba en casa
y hacía que le llevasen a ella el nieto, lo que amargaba para todo el día
al otro abuelo. «Me lo está mimando -decía Joaquín-, quiere arrebatarme su
ca-riño; quiere ser el primero; quiere vengarse de lo de su hijo. Sí, sí,
es por venganza, nada más que por venganza. Quiere quitarme este último
consuelo. Vuelve a ser él, él, él, que me quitaba los amigos cuando éramos
mozos.»
Y en tanto Abel le repetía al nietecito que quisiera mu-cho al abuelito
Joaquín.
-Te quiero más a ti -le dijo una vez el nieto.
-¡Pues no! No debes quererme a mí más; hay que querer a todos igual.
Primero a papá y a mamá y luego a los abuelos y a todos lo mismo. El
abuelito Joaquín es muy bueno, te quiere mucho, te compra juguetes...
-También tú me los compras...
-Te cuenta cuentos...
-Me gustan más los dibujos que tú me haces... ¡Anda, píntame un toro y
un picador a caballo!
@§ XXXVII
-Mira, Abel -le dijo solemnemente Joaquín así que se encontraron
solos-; vengo a hablarte de una cosa grave, muy grave, de una cuestión de
vida o muerte.
-¿:De mi enfermedad?
-No; pero si quieres de la mía.
-¿:De la tuya?
-De la mía, ¡sí! Vengo a hablarte de nuestro nieto. Y para no andar con
rodeos es menester que te vayas, que te alejes, que nos pierdas de vista;
te lo ruego, te lo su-plico...
-¿:Yo? ¿:Pero estás loco, Joaquín? ¿:Y por qué?
-El niño te quiere a ti más que a mí. Esto es claro. Yo no sé lo que
haces con él..., no quiero saberlo...
-Lo aojaré o le daré algún bebedizo, sin duda...
-No lo sé. Le haces esos dibujos, esos malditos dibu-jos, le
entretienes con las artes perversas de tu maldito arte...
-Ah, ¿:pero eso también es malo? Tú no estás bueno, Joaquín.
-Puede ser que no esté bueno, pero eso no importa ya. No estoy en edad
de curarme. Y si estoy malo debes respetarme. Mira, Abel, que me amargaste
la juventud, que me has perseguido la vida toda...
-¿:Yo?
-Sí, tú, tú.
-Pues lo ignoraba.
-No finjas. Me has despreciado siempre.
-Mira, si sigues así me voy, porque me pones malo de verdad. Ya sabes
mejor que nadie que no estoy para oír locuras de ese jaez. Vete a un
manicomio a que te curen o te cuiden y déjanos en paz.
-Mira, Abel, que me quitaste, por humillarme, por re-bajarme, a
Helena...
-¿:Y no has tenido a Antonia...?
-¡No, no es por ella, no! Fue el desprecio, la afrenta, la burla.
-Tú no estás bueno; te lo repito, Joaquín, no estás bueno...
-Peor estás tú.
-De salud del cuerpo, desde luego. Sé que no estoy para vivir
mucho.
-Demasiado...
-¿:Ah, pero me deseas la muerte?
-No, Abel, no, no digo eso -y tomó Joaquín tono de quejumbrosa súplica,
diciéndole-: Vete, vete de aquí, vete a vivir a otra parte, déjame con
él..., no me lo qui-tes... por lo que te queda...
-Pues por lo que me queda, déjame con él.
-No, que me le envenenas con tus mañas, que le de-sapegas de mí, que le
enseñas a despreciarme...
-¡Mentira, mentira y mentira! Jamás me ha oído ni me oirá nada en
desprestigio tuyo.
-Sí, pero basta con lo que le engatusas.
-¿:Y crees tú que por irme yo, por quitarme yo de en medio había de
quererte? Si a ti, Joaquín, aunque uno se proponga no puede quererte... Si
rechazas a la gente...
-Lo ves, lo ves...
-Y si el niño no te quiere como tú quieres ser querido, con exclusión
de los demás o más que a ellos, es que pre-siente el peligro, es que
teme...
-¿:Y qué teme? -preguntó Joaquín, palideciendo.
-El contagio de tu mala sangre.
Levantóse entonces Joaquín, lívido, se fue a Abel y le puso las dos
manos, como dos garras, en el cuello; di-ciendo: -¡Bandido!
Mas al punto las soltó. Abel dio un grito, llevándose las manos al
pecho, suspitó un «¡Me muero!» y dio el úl-timo respiro. Joaquín se dijo:
«¡El ataque de angina; ya no hay remedio; se acabó!»
En aquel momento oyó la voz del nieto que llamaba: «¡Abuelito!
¡Abuelito!» Joaquín se volvió:
-¿:A quién llamas? ¿:A qué abuelo llamas? ¿:A mí? -y como el niño callara
lleno de estupor ante el misterio que veía-: Vamos, di, ¿:a qué abuelo? ¿:A
mí?
-No, al abuelito Abel.
-¿:A Abel? Ahí lo tienes..., muerto. ¿:Sabes lo que es eso? Muerto.
Después de haber sostenido en la butaca en que murió el cuerpo de Abel,
se volvió Joaquín al nieto y con voz de otro mundo le dijo:
-¡Muerto, sí! Y le he matado yo, yo, ha matado a Abel Caín, tu abuelo
Caín. Mátame ahora si quieres. Me quería robarte; quería quitarme tu
cariño. Y me lo ha qui-tado. Pero él tuvo la culpa, él.
Y rompiendo a llorar, añadió:
-¡Me quería robarte a ti, a ti, al único consuelo que le quedaba al
pobre Caín! ¿:No le dejarán a Caín nada? Ven acá, abrázame.
El niño huyó sin comprender nada de aquello, como se huye de un loco.
Huyó llamando a Helena: -¡Abuela, abuela!
-Le he matado, sí -continuó Joaquín solo-; pero él me estaba matando;
hace más de cuarenta años que me estaba matando. Me envenenó los caminos
de la vida con su alegría y con sus triunfos. Quería robarme el
nieto...
Al oír pasos precipitados, volviendo Joaquín en sí, vol-vióse. Era
Helena, que entraba.
-¿:Qué pasa..., qué sucede..., qué dice el niño...?
-Que la enfermedad de tu marido ha tenido un fatal desenlace -dijo
Joaquín heladamente.
-¿:Y tú?
-Yo no he podido hacer nada. En esto se llega siem-pre tarde.
Helena le miró fijamente y le dijo:
-¡Tú..., tú has sido!
Luego se fue, pálida y convulsa, pero sin perder su compostura, al
cuerpo de su marido.
@§ XXXVIII
Pasó un año en que Joaquín cayó en una honda melan-colía. Abandonó sus
Memorias, evitaba ver a todo el mundo, incluso a sus hijos. La muerte de
Abel había pa-recido el natural desenlace de su dolencia, conocida por su
hija, pero un espeso bochorno misterioso pesaba sobre la casa. Helena
encontró que el traje de luto la favorecía mucho y empezó a vender los
cuadros que de su marido le quedaban. Parecía tener cierta aversión al
nieto. Al cual le había nacido ya una hermanita.
Postróle, al fin, a Joaquín una oscura enfermedad en el lecho. Y
sintiéndose morir, llamó un día a sus hijos, a su mujer, a Helena.
-Os dijo la verdad el niño -empezó diciendo-, yo le maté.
-No digas esas cosas, padre -suplicó Abel, su yerno. -No es hora de
interrupciones ni de embustes. Yo le maté. O como si yo le hubiera matado,
pues murió en mis manos...
-Eso es otra cosa.
-Se me murió teniéndole yo en mis manos, cogido del cuello. Aquello fue
como un sueño. Toda mi vida ha sido un sueño. Por eso ha sido como una de
esas pesadi-llas dolorosas que nos caen encima poco antes de despertar, al
alba, entre el sueño y la vela. No he vivido ni dor-mido..., ¡ojalá!, ni
despierto. No me acuerdo ya de mis padres, no quiero acordarme de ellos y
confío en que ya muertos me hayan olvidado. ¿:Me olvidará también Dios?
Sería lo mejor, acaso, el eterno olvido. ¡Olvidadme, hijos míos!
-¡Nunca! -exclamó Abel, yendo a besarle la mano.
-¡Déjala! Estuvo en el cuello de tu padre al morir este. ¡Déjala! Pero
no me dejéis. Rogad por mí.
-¡Padre, padre! -suplicó la hija.
-¿:Por qué he sido tan envidioso, tan malo? ¿:Qué hice para ser así? ¿:Qué
leche mamé? ¿:Era un bebedizo de odio? ¿:Ha sido un bebedizo de sangre? ¿:Por
qué nací en tierra de odios? En tierra en que el precepto parece ser:
«Odia a tu prójimo como a ti mismo.» Porque he vivido odiándome; porque
aquí todos vivimos odiándonos. Pero... traed al niño.
-¡Padre!
-¡Traed al niño! Y cuando el niño llegó le hizo acercarse.
-¿:Me perdonas? -le preguntó.
-No hay de qué -dijo Abel.
-Di que sí, arrímate al abuelo -le dijo su madre.
-¡Sí! -susurró el niño.
-Di claro, hijo mío, di si me perdonas.
-Sí.
-Así, sólo de ti, sólo de ti, que no tienes todavía uso de razón, de
ti, que eres inocente, necesito perdón. Y no olvides a tu abuelo Abel, al
que te hacía los dibujos. ¿:Le ol-vidarás?
-¡No!
-No, no le olvides, hijo mío, no le olvides. Y tú, He-lena...
Helena, la vista en el suelo, callaba.
-Y tú, Helena...
-Yo, Joaquín, te tengo hace tiempo perdonado.
-No te pedía eso. Sólo quiero verte junto a Antonia. Antonia...
La pobre mujer, henchidos de lágrimas los ojos, se echó sobre la cabeza
de su marido, y como queriendo protegerla.
-Tú has sido aquí la víctima. No pudiste curarme, no pudiste hacerme
bueno...
-Pero si lo has sido, Joaquín... ¡Has sufrido tanto!...
-Sí, la tisis del alma. Y no pudiste hacerme bueno porque no te he
querido.
-¡No digas eso!
-Sí lo digo, lo tengo que decir, y lo digo aquí, delante de todos. No
te he querido. Si te hubiera querido me ha-bría curado. No te he querido.
Y ahora me duele no ha-berte querido. Si pudiéramos volver a
empezar...
-¡Joaquín! ¡Joaquín! -clamaba desde el destrozado corazón la pobre
mujer-. No digas esas cosas. Ten pie-dad de mí, ten piedad de tus hijos,
de tu nieto que te oye, y que, aunque parece no entenderte, acaso
mañana...
-Por eso lo digo, por piedad. No, no te he querido; no he querido
quererte. ¡Si volviésemos a empezar! Ahora, ahora es cuando,..
No le dejó acabar su mujer, tapándole la moribunda boca con su boca y
como si quisiera recoger en el propio su último aliento.
-Esto te salva, Joaquín.
-¿:Salvarme? ¿:Y a qué llamas salvarse?
-Aún puedes vivir unos años, si lo quieres.
-¿:Para qué? ¿:Para llegar a viejo? ¿:A la verdadera vejez? ¡No, a la
vejez, no! La vejez egoísta no es más que una infancia en que hay
conciencia de la muerte. El viejo es un niño que sabe que ha de morir. No,
no quiero llegar a viejo. Reñiría con los nietos por celos, les odiaría...
¡No, no..., basta de odio! Pude quererte, debí quererte, que habría sido
mi salvación, y no te quise.
Calló. No quiso o no pudo proseguir. Besó a los suyos. Horas después
rendía su último cansado suspiro.
¡QUEDA ESCRITO!