-- VIII
Egloga
Caminando Nisco de su casa a la de Pablo, como las callejas eran angostas y sombrías y convidaban a meditar, andando, andando, meditaba y acicalábase el mozo, pues a ambas cosas era dado, como soñador y presumido que era; y ¡vaya usted a saber por dónde volaba su imaginación mientras se atusaba el pelo con la mano y observaba la caída de las perneras sobre los zapatos, y estudiaba aires y posturas, sonrisas y ademanes!
A lo más angosto de la calleja llegaba, punto extremo de la parte recta de ella, paso a paso, mira que te mira el propio andar y soba que te soba el pelo, cuando topó cara a cara con Catalina, la moza más apuesta y codiciada de Cumbrales. Pareja tan gallarda como aquélla, no podía hallarse en diez leguas a la redonda. Si él era el tipo de la gentileza varonil y rústica, ella era el modelo correcto de la zagala ideal de la égloga realista. Y, sin embargo, a Nisco no le gustó el encuentro, y hasta le salió a la cara el desagrado en gestos que devoraron los negros y punzantes ojos de Catalina.
Con voz no tan firme como la mirada, dijo al mozo, cuando le vio delante de ella vacilando entre echarse a un lado para dejar el paso libre, o detenerse para cumplir con la ley de cortesía:
-Si fuera la calleja tan ancha como el tu deseo, bien sé que los mis ojos te perdieran de vista ahora.
-Supuestos son esos, Catalina -respondió Nisco de mala gana- que pueden venir... o no venir al caso.
-Hijo, lo que a la cara salta, de corrido se lee.
-Si a ese libro vamos, de ti pudiera yo decir lo mesmo, Catalina.
-Abierto le llevo, es verdad, pero no leerás en él cosa que me afrente.
-Ninguna ventaja me sacas al auto.
-Eso va en conciencias.
-La mía está como los ampos de la nieve.
-Entonces ¡Virgen santa! -exclamó Catalina llevándose hasta la boca las manos entrelazadas-, ¿:qué color tienen los corazones falsos y traidores?
-Si por el mío lo preguntas, cuenta que te equivocas, -respondió Nisco fingiendo mal el aplomo que le faltaba.
-¿:Conque me equivoco? ¿:Conque tu corazón no es falso? ¿:Conque no se apartó del mío de la noche a la mañana?
-Ninguna escritura habíamos firmao tú y yo.
-¿:De cuándo acá necesita escrituras el querer con alma y vida, trapacero y engañoso? ¿:Qué más escritura que el sentir de la persona? Desde que sé pensar, para ti ha sido día y noche el mi pensamiento; cortejantes me rondaron sin punto de sosiego... bien sabes tú que ninguno fue capaz de quebrantar la mi firmeza; y si la cara me lavaron a menudo por vistosa, por ser yo prenda tuya no tomé a embuste las alabanzas. Bienes tiene mi padre que han de ser míos: no dirás que por cubicia de los tuyos te perseguí. Señor fuiste de mi voluntad; y con serlo y todo, nunca en mi querer vistes obra que no fuera honrada y en ley de Dios... ¿:Qué mejor escritura de mi parte? Y si no me engañabas cuando tanta firmeza me prometías, ¿:por qué hace tiempo que de mí te escondes?, y si para mirarme a mí te puso Dios los ojos en la cara, como tantas veces me dijistes, ¿:por qué no cegaron desde que no me miran? Si para mí eras en el porte la gala de Cumbrales, ¿:para quién son ahora las prendas con que te emperejilas hasta para ir al monte?
Agobiado parecía Nisco bajo este capítulo de cargos; y, sin duda por no tener su causa buena defensa, sólo pudo contestar, atarugado y de muy mala gana, estas palabras:
-Hay mucho que hablar al auto, Catalina.
-¡Mucho que hablar! -repuso Catalina entre admirada y afligida- ¿:Para cuándo lo dejas, falso? ¿:Qué menos consuelo has de darme que la razón de lo que has hecho?
-Ahora voy muy de prisa... Mañana o el otro...
-Sí, vete, fachendoso; vete a tomar aires de señorío, que han de caerte como arracada en oreja de mulo. ¡Ay, Nisco! No le pido a Dios más sino que sea verdad lo que se corre.
-¿:Qué se corre? -preguntó Nisco más colorado que un tomate.
-No quiero decírtelo, porque no te acabe de sofocar el sonrojo, que ya cerca te anda.
-¡Yo no tengo nada que me abichorne, sepástelo! -Si tienes o no, el tiempo lo dirá, y allá te espero.
-Pues vete asentándote ya.
-¡Sube, sube, que chimeneas más altas han caído!
-Valiérate más mirar por lo tuyo, Catalina, que meterte en la hacienda del excusao... Y ya que me haces hablar, direte que bien poco había que fiar de tus quereres, cuando, por volver yo la espalda, estás dando cara a otro... Y de Rinconeda, para mayor inominia.
-Es verdad; uno de allá me pretende desde que tú me dejaste, y hasta sé que va a pedirme.
-Pues dile que sí, y con eso tendrás todo lo que necesitas. Yo no he de ponerte para, que fenecida eres por lo que me toca.
Este brutal alarde de desdén produjo en Catalina el efecto de una puñalada.
-Lo que yo necesito, Nisco, para mi venganza -contestó, con los ojos arrasados en lágrimas,son dos corazones, o no haber querido nunca con el que tengo.
Y como, al hablar así, la ahogaran los sollozos, se llevó el delantal a la cara y apoyó el hermoso busto contra la pared.
Nisco intentó decir algunas palabras en disculpa de lo que tan mal efecto produjo en Catalina; pero no acertando a coordinar una mala frase de consuelo, cortó por lo sano largándose a buen andar.
No se sabe, a punto fijo, adónde iba Catalina cuando se encontró con Nisco; pero está fuera de duda que, no bien le perdió de vista en la solemne ocasión mencionada, retrocedió presurosa, y, andando, andando, llegó a una casita, punto más que choza, baja, muy baja, pobre, muy pobre, arrimada, como de misericordia, al paredón más alto de unas ruinas antiquísimas, sin dueño conocido, que poco a poco se iban desmoronando, hacia el extremo occidental de Cumbrales.
Fuera de la casuca, junto a su puerta entreabierta, y sentada en un canto arrimado a la pared, estaba una vieja, flaca y apergaminada, acabando de remendar, a duras penas, por falta de vista y de pulso, un refajo negro con hilo blanco teñido en el sarro de una sartén que en el suelo yacía boca abajo.
En uno de mis libros he dicho yo que no hay en la Montaña una aldea sin su correspondiente bruja. Pues la vieja de quien voy hablando era la bruja de Cumbrales. Temida de los más y aborrecida de muchos, raro era el día sin quebranto para la pobre mujer: unas veces porque con sus artes no hacía los imposibles que se le pedían; otras porque se la creía causante de todo lo malo que acontecía en el lugar. Así es que vivía de milagro, porque lo era, y grande, vivir, como ella, de limosna, con semejante fama, tantos años encima y tales tratamientos. ¡Qué diferente vida la que pasó con su marido! Entonces trabajaban unas tierras, tenían una vaca y moraban en buena casa en el mejor de los barrios. Alternaban en todo trato lícito y honrado con sus convecinos, y hasta eran, él por lo diestro en encambar carros, y ella por lo famosa en preparar el lino, muy solicitados y bien retribuidos de las gentes. Pero, a lo mejor de la vida, acabose la del hombre, de la noche a la mañana; y ya bien entrada en años la mujer, sola y sin valimiento, tuvo que dejar la poca labranza que trabajaba y buscar un agujero en qué albergar el achacoso cuerpo, hasta que la última enfermedad le abriera la sepultura. Halló la casuca solitaria que la muerte de otro pobre, tan pobre y desvalido como ella, había dejado abandonada; y allí se metió con el mísero ajuar que le quedaba. Mientras pudo trabajar, como obrera ganaba la borona que comía; pero agobiáronla los achaques, y tuvo que vivir de limosna. En la Montaña no se muere nadie de hambre: esto es sabido y probado, porque el más miserable parte un mendrugo con el vecino que carece de él; pero ni en la Montaña ni en región alguna del mundo, engorda la limosna a quien de ella vive, por abundante que sea. Hay siempre en el corazón humano fibras indómitas a prueba de virtudes, y raro es el bollo regalado que no produce un coscorrón al hambriento.
Como según el tiempo iba pasando íbase la buena mujer enflaqueciendo, y sólo se la veía en el lugar para pedir limosna en casa de don Pedro Mortera o en la de don Juan Prezanes, para ir a misa cada día de fiesta, o de paso para la villa, adonde hacía también sus excursiones a menudo, y como no se concibe entre las gentes campesinas una mujer vieja, flaca y encorvada, sola, pobre y taciturna, sin tratos con el demonio, cata a la de mi cuento, de la noche a la mañana, bruja con todas sus consecuencias, sin lo que el supuesto no tendría maldita la gracia. Dieron en morirse muchas gallinas en aquel entonces y en faltar otras del gallinero; alguien vio plumas junto a la choza de la pobre mujer; y esto bastó para que, creyendo a la bruja aficionada al averío, la llamaran las gentes de Cumbrales la Rámila; el cual mote le quedó por nombre... también con todas sus consecuencias.
No era Catalina de las más supersticiosas del lugar, ni, en su opinión, tan mala la bruja como las gentes creían: sobraba entendimiento a la buena moza para no tragar los absurdos vulgares como pan bendito; pero faltábale instrucción y era aldeana, y, por ende, llegaba hasta dejar las cosas en «veremos», lo cual era rayar muy alto en la materia. Quiero decir con esto que al acercarse a la Rámila, impávida y resuelta, iba tan lejos de tenerla por santa, como por confidente del demonio.
Llevábala a casa de la bruja no la reflexión, sino un vértigo del espíritu, obra del reciente choque de su pasión generosa con el desdén brutal de Nisco. Sentía el dolor de la herida en lo más hondo del corazón, y buscaba algo que debía de haber para calmarle, aunque fuera el triste placer de la venganza. Sospechaba, pero no conocía, la verdadera causa del desvío de su novio, e ignoraba qué le dolía más, si el recelo de que otra mujer se le llevara, o el temor de perderle ella; qué era lo que con mayor urgencia necesitaba, si reconquistar el bien perdido, o hacer que la otra no le adquiriera para sí. En cualquiera de estos casos, ¿:cómo, cuándo y por qué camino, si no tenía otra luz para orientarse en el abismo en que se hallaba que el notorio desvío del ingrato? Filtros, adivinaciones, sortilegios, hechicerías por arte del diablo, noticias ciertas, consejos sanos por modo lícito y natural, y, en último extremo, ocasión de desahogo del pecho acongojado, casi en el secreto de la confesión... Todo esto, o mucho o algo de ello, podía encontrarse en la choza de la Rámila; y por eso iba Catalina al antro de la bruja; y por eso, cuando se halló delante de ella, no supo explicar lo que quería. Al último, refirió la historia de sus desventuras, que es por donde debió de haber empezado. Lloró mucho, y la Rámila la dejó llorar hasta que ya no hubo lágrimas en sus ojos ni quejidos en su pecho.
@§ -- IX --
Las primeras chispas
Quien haya visto el mar después de un temporal deshecho, tenderse en la playa, rumoroso y ondulante, lamiendo manso lo que antes azotó iracundo, y trocados en arrullos sus bramidos, tendrá una idea del estado de don Juan de Prezanes, horas después de la borrasca que el lector presenció. En el fondo de aquella alma, transparente como el más limpio cristal, no se descubría un solo rencor. Remordimientos y heridas, sí. Remordimientos, porque su buen sentido, libre de las cadenas de la pasión, decíale que para defender su derecho no había necesidad de enfurecerse como él se enfurecía, dando con ello monstruosas proporciones a lo que de suyo era, en sus comienzos, pequeño y baladí, y rebajando lastimosamente el nivel de su propia dignidad. Hasta concedía cierto derecho a su amigo para desaprobar sus viejas alianzas con determinadas gentes, por que a la vista estaban los muchos males que habían producido al pueblo, y los grandes disgustos que a él le habían acarreado, sin un solo beneficio; pero nada más que cierto derecho: no en la amplitud en que su compadre se le tomaba y comprendía. Y por aquí andaba el punto doloroso. Grabadas estaban en su memoria palabras de acero que, en el calor de la disputa, se le habían lanzado al corazón, sin respeto alguno a la honradez de sus intenciones ni a la enfermedad de su temperamento, causa eficiente de los arrebatos a que de continuo se entregaba, contra sus deseos y propósitos.
Apenábale el dolor de estas heridas, hechas sobre frescas cicatrices, y, por lo mismo, doblemente dolorosas; pero curábalas con la reflexión de que otras tales había causado él en la batalla: con el bálsamo del perdón implorado por su contendiente, y con la esperanza de que la reciente reyerta sería la última entre él y el amigo a quien más quería en el mundo. Pero, hecha entre los dos la definitiva liquidación de agravios, y vuelto cada cual a su tienda, que no se le obligara a él a dar el primer paso en la nueva y edificante vida que ambos habían de hacer en adelante. Era él el más desgraciado, el más solo y el más ofendido de los dos, y no podía arraigar la reconciliación en el fondo del alma, si se cimentaba en tan palmaria injusticia. En cambio, si, libre y espontáneamente, su amigo, o cualquiera de la familia de su amigo, diera ese paso decisivo, ¡con qué ansia le saldría al encuentro y le recibiría en sus brazos, y firmaría entre ellos, con el olvido de todos los agravios, eternas y venturosas paces!
Así pensaba, arrimado a la mesa de su despacho, y en la palma de la mano reclinada la descolorida frente, mientras Ana, sentada a su lado y leyéndole los pensamientos (porque los hombres como don Juan de Prezanes, no solamente son niños toda la vida por su afición a las cosas pequeñas, sino por su propensión a meditar a voces), le prometía lo que él deseaba, y mucho más.
-Por si te equivocas -llegó a responder su padre-, bueno será que hagas el sacrificio de acompañarme esta tarde. La soledad es mala consejera, hija mía.
Lo que en rigor buscaba don Juan al tener a Ana toda la tarde a su lado, era el convencimiento de que si alguno de la otra casa iba a visitarle, lo haría por iniciativa propia, no por sugestiones, y quizá ruegos, de su hija, quien, hablando en rigor de verdad, en lo tocante a que se cumplieran sus promesas, no las tenía todas consigo.
En eso apareció Pablo en el corral, y a don Juan de Prezanes, al verle, se le escapó del pecho un rugido de gozo.
-¿:Lo ve usted? -le dijo Ana sin disimular el grandísimo que ella sintió al mismo tiempo.
No podía, en aquella ocasión, enviarse al abogado de Cumbrales emisario más de su gusto. Sin embargo, recibió al mozo con estudiada seriedad. ¡Hasta en los menores detalles son niños los hombres quisquillosos!
-¡Ya es hora de que le veamos a usted por acá, señor don Pablo! -dijo, respondiendo al saludo cordial del joven.
-¡Como, a veces, no sabe uno en qué peca más!... -replicó éste.
-Como andaban ustedes de monos -añadió Ana-, habrá creído Pablo que no estaba el horno para rosquillas.
-Cabalmente, -dijo Pablo con la mayor sinceridad.
-¿:Es decir -repuso don Juan con mal disimulada vehemencia-, que, por tu gusto, me hubieras visitado alguna vez?
-Pues como de costumbre: todos los días.
-¿:De manera que al verte hoy a mi lado, sin miedo de que este ogro te devore, debo suponer que, en tu concepto, esos monos ya no existen?
-Justo y cabal.
-Y ¿:quién se lo ha dicho a usted, caballerito? -preguntó aquí don Juan de Prezanes, dejando traslucir, en la mal fingida dureza de la pregunta, el propósito que ésta envolvía.
-¿:Quién podía decírmelo sino mi padre? -contestó Pablo sencillamente, mientras Ana iba con anhelante mirada del uno al otro interlocutor.
-¿:Luego su señor padre de usted -continuó don Juan-, no se opone a que se me haga esta visita?
-Como que traigo el encargo de brindarle a usted a tomar chocolate con él... digo, si no le queda a usted algún resentimiento...
-¡Qué cosas tiene tu padre, hombre! -exclamó el nervioso abogado, llenando todo su pecho de aquella especie de aura bienhechora que esparcía en la estancia el recado de su amigo- Yo no tengo resentimientos con nadie, y mucho menos con vosotros... ¡Vayan al diablo, si es preciso, esas cosas que no me interesan dos cominos y tan malos ratos me dan! Armonía con todos y sosiego en el hogar, Pablo: esto es vivir; que no está uno contento de sí mismo mientras se halle en guerra con los demás. Conque raya por debajo, y no volvamos a hablar del asunto.
Así comenzó a entregarse don Juan de Prezanes a la pasión de regocijo que le solicitaba rato hacía, creyendo a salvo ya todos los fueros de su amor propio. ¡Cuántas veces se había hallado en idéntica situación!
Preguntó a Pablo muchísimas cosas, sin orden ni concierto, mientras se paseaba a lo largo de la estancia; y su ahijado, muy cerquita de Ana, tan pronto contemplaba la labor que ésta tenía entre manos, como miraba las nubes por la ventana abierta. Llegando a preguntarle por la vida que traía, respondió el mozo en breves palabras, porque era escasa la materia y a la vista estaba en todo el lugar. A lo que dijo don Juan de Prezanes:
-Pues mira, hombre: si he de decirte lo que siento, tratándose de un muchacho de tus condiciones, no me gusta ese modo de vivir. Bueno que tomes apego a las faenas del campo; bueno, en fin, que trates de ser un labrador hecho y derecho, pues que en eso has de venir a parar, según las trazas; pero en lo demás... en lo demás, Pablo, deseara yo que anduvieras con mucho tiento. Quiero decir que guardaras las distancias un poco más de lo que las guardas. Estás llamado a ser, por tu posición, la persona principal de Cumbrales, y esta circunstancia te impone ciertos deberes. Conviene que estas gentes te vean, pero a tiempo y no a todas horas y en todas partes; que te traten, pero que no te manoseen, si mañana han de tenerte en algo y ha de aprovecharles tu importancia; que los aventajes en todo lo bueno, pero que no intentes igualarlos en lo que pueda desautorizarte a sus ojos. Natural es que juegues a los bolos cada día de fiesta con los mozos de tu edad; pero no lo es tanto que bailes a su lado con las mozas en las romerías, y mucho menos que te agregues de noche a sus rondas y parranderas. Bien sé yo que a los años hay que darles lo que es suyo, y que aquí no se halla otra cosa mejor que eso para lo que pide la mocedad; pero considera que hay que estar a las duras y a las maduras, y que las duras de esos pasatiempos pueden ser muy graves para ti, sobre todo si tratas de buscar el desquite. Cuando menos, esas costumbres tienen de malo el que su centro natural es la taberna; y en la taberna, Pablo, siempre hace un desdichado papel la levita.
Ana atajó aquí a su padre, temerosa de que el mozo se resintiera de la homilía que le estaban enderezando, y dijo a éste, en el tono zumbón que tan bien sentaba a la traviesa joven:
-No dirás, Pablo, que, para improvisado, es malo el sermón de tu padrino.
-¡Sermón no! -saltó don Juan, apresurado- ¡Líbreme Dios de meterme en esas honduras!... ¡Y cuando aún me rasco los coscorrones de uno muy amargo! No, hijo mío; no te predico ni trato de molestarte: digo sencillamente lo que siento, porque te quiero mucho y ha venido a pelo. Y con esta advertencia, y ya que lo tengo entre los labios, he de decirte, para concluir, que no me disgusta Nisco, el hijo del alcalde: es mozo de juicio, aunque pudiera ser menos presumido y valdría más; pero ¿:por qué es tan amigo tuyo? De un tiempo acá, no os separáis. Ya sé que sois camaradas de la infancia; pero me parece demasiada intimidad la que os une para lo diversas que son vuestras educaciones. Lo probable es que se te pegue a ti su tosquedad, y no a él tu cultura.
-Pues ¡vea usted lo que son los juicios humanos! -respondió Pablo mientras Ana atendía al diálogo con vivísima curiosidad, particularmente desde que su padre había nombrado al hijo de Juanguirle-. Precisamente porque se le pegue eso que usted ha llamado mi cultura, anda Nisco tan cerca de mí un tiempo hace.
-Asegúranlo por ahí -dijo Ana con malicia-; y es raro el caso.
-Pues yo lo encuentro lo más natural del mundo -replicó Pablo.- Nisco es un mozo trabajador y muy despierto; harto más inteligente en su oficio que la cáfila de zopencos que le critican. Acompañábame al cierro del monte; me enseñaba lo que yo no sabía, y me ayudaba, y me ayuda, con su inteligencia y hasta con sus brazos, en aquellas faenas que están a mi cuidado exclusivo desde que el cierro se roturó. Escribía mal y leía peor, porque no le enseñaron otra cosa. Andando en mi casa y descansando en mi cuarto muy a menudo, vio libros sobre la mesa y quiso que le leyera algunos. Eran cuentos agradables; gustáronle y deseó saber leerlos como yo se los leía, para penetrarlos mejor; después deseó también soltarse en la escritura, y comencé a darle lecciones de uno y de otro con mucho gusto, porque yo observaba el muy grande con que él las recibía. Y así estamos. No llegará a ser nunca gran pendolista ni un lector de nota, porque el oficio que trae es incompatible con esos primores; pero adelanta, se sujeta mucho, despiértanse en él aficiones y gustos superiores a su condición, y esto es muy recomendable; y, sobre todo, padrino, Nisco es lo mejor del pueblo para los fines que usted me predica, y a Nisco me agarro.
-¡Bien vuelta, muchacho! -contestó don Juan hecho unas castañuelas-; lo cual no quita que el pobre mozo, por el camino que va, se queda tan lejos de ser hombre culto, como de las labranzas de su padre; y ¡entonces sí que le tocó la lotería! De modo que tampoco es Nisco lo que te conviene para mucho tiempo.
-Pues usted dirá, -repuso Pablo, con una formalidad tan noblota, que hizo reír a don Juan y a su hija.
-¿:Es cosa resuelta -preguntó el primero-, que abandones la carrera que seguías en la Universidad?
-Resuelta.
-Pues entonces ¿:qué demonio te diré yo, hombre? Si has de vivir perpetuamente en Cumbrales; si a la edad que tienes no sacas de ti mismo recursos para hacer la vida entretenida y llevadera, sin necesidad de tocar los extremos peligrosos de que antes te hablé; y si, a pesar de estos inconvenientes, has de ocupar con el decoro debido el puesto que aquí te corresponde, sólo veo un medio de conseguirlo: cásate.
¡Cosa rara! Ana, que seguía con la vista a su padre mientras hablaba así, no bien oyó su última palabra, se puso roja como una amapola, bajó la cabeza sobre la labor, y no encontraba postura cómoda en la silla. Cuanto a Pablo, sin duda porque no había otra mujer que Ana allí, volvió los ojos hacia ella... Y rojo se puso también al choque de su mirada curiosa con la turbada y eléctrica de la hermosa joven. ¡Singular efecto de una palabra vulgar y prosaica! Ni siquiera tuvo el color de la malicia, puesto que don Juan de Prezanes, cuando la pronunció, estaba arrimado a la ventana y mirando maquinalmente las nubes del horizonte.
Al volverse luego hacia Pablo en demanda de su respuesta, ya era éste dueño de sí.
-Con ¿:qué te parece mi proposición? -dijo al mozo.
-Que tiene mucho que estudiar... y que se estudiará, padrino, -respondió Pablo con singular firmeza.
-Así me gustas, ahijado; y de tal modo, que si te decides por la afirmativa, me brindo a ser tu padrino de boda... Entre tanto, basta, si os parece, de conversación, y vamos a tomar ese chocolate que me ofrecen en tu casa. Créeme que tengo grandísimos deseos de ver a tu madre y a tu hermana, pobres víctimas inocentes de nuestras majaderías.
Dispúsose Ana a complacer a su padre; y con tal apresuramiento y tan de buena gana, por lo visto, que al recoger los avíos de costura en su primorosa canastilla, por cada cosa que guardaba ¡ella a quien jamás igualaron prestidigitadores en destreza y agilidad!, dejaba caer media docena. Mas allí estaba Pablo, que se desvivía con desusado afán por recogerlas en el aire y ponerlas en las blancas y finas, pero desatinadas manos de la azorada joven.
@§ -- X --
Los humos de Nisco
Nisco llegó a casa de Pablo después que éste había entrado en la de don Juan de Prezanes. Subió el hijo de Juanguirle sin llamar, como era su costumbre, derecho al cuarto de su amigo. Al pasar por delante de la puerta de la sala, oyó que le decían desde el fondo de ella:
-Pablo ha salido.
Era la voz de María. Conociola el mozo, retrocedió dos pasos y se colocó en el hueco de la puerta, sombrero en mano, enfrente de la joven que cosía sentada cerca del balcón.
-En ese caso -dijo Nisco algo atarugado y después de hacer una exagerada reverencia-, me marcharé.
-Si no quieres esperarle... -añadió María, respondiendo a la reverencia con una sonrisa.
-Pues le esperaré, ya que usted se empeña, -replicó Nisco. Y se sentó, con mucho tiento y grave parsimonia, en la silla más cercana.
María volvió a sonreírse, y continuó cosiendo.
Nisco, con el sombrero en la diestra y ésta sobre la rodilla, atusándose el pelo con la otra mano... no tuvo por entonces más que decir; pero, en cambio, clavó la vista de sus ojos negros, un tanto dormilones, en María; y largo rato estuvo como hechizado, viendo aquellas manos, blancas y rollizas, pasar y repasar la aguja, y estirar la seda para afirmar la puntada; el brillo de aquel abundoso pelo negro; la transparencia de aquel cutis de rosa; la luz de aquellos ojos húmedos, y, en suma, el palpitar, apenas perceptible, de toda aquella riqueza escultural, a cada movimiento del ágil brazo.
Digo yo que todas estas cosas contemplaría Nisco, porque, según la expresión que brillaba en sus ojos, más bien parecía sorber con ellos a la joven que mirarla. De vez en cuando echaba ésta una ojeada firme y serena al mozo; y entonces el hijo del alcalde de Cumbrales no cabía en la silla.
Iban así corriendo los minutos, y Pablo no venía ni se marchaba Nisco, ni entre éste y María se cruzaba una palabra. Don Pedro estaba en el portal en plática con don Valentín, que había ido a visitarle «por un motivo muy urgente», al decir del veterano; y su señora andaba disponiendo el agasajo con que habían de celebrarse las paces consabidas, si don Juan aceptaba la invitación que se le había hecho. De manera que los actores de la sala no podían esperar de afuera incidentes que rompieran la monotonía de la escena: tenían que romperla ellos mismos, si no la hallaban muy divertida.
Quizá pensando así, dijo, al cabo, María mientras examinaba el largo pespunte que acababa de hacer, deslizando la tela entre los dedos de sus manos:
-Y ¿:cómo vamos de lecciones, Nisco? ¿:Adelantas mucho?
Ya ve el lector que no podía decirse menos que esto tras un espacio tan largo de silencio.
-No tanto como yo quisiera, -respondió Nisco mal y a trompicones, por lo mismo que tenía empeño en responder al caso y con voz bien afinada. Faltábale el hábito de hablar con señoras y bajo cielo-raso, y esto ofrece gravísimas dificultades cuando se trata de soltar de pronto la voz, una voz ajustada al diapasón de la naturaleza agreste, en un centro reducido y sonoro y delante de una dama a quien se desea agradar.
María, sin fijarse gran cosa en los desentonos de Nisco, volvió a decirle:
-Es algo rara esa afición que te ha entrando de pronto a esas cosas.
-Rara ¿:eh? -contestó el mozo, más atrevido ya y menos desplomado- ¿:Cree usted que es rara? Pues quizaes lo sea, si bien se mira... Y quizaes no, por otra parte.
-Ahora sí que no lo entiendo, Nisco, -díjole María riéndose muy de veras.
-Pues yo le diré a usted -añadió el mozo muy animado con la regocijada actitud de su interlocutora.- Para el oficio que traigo, no es mayormente al auto el pulimento que deseo en el porte y genial de la persona, si uno ha de estar de sol a luna, fijo en la brega del campo, sin más aquél de cubicia que lo que tiene a la vera; pero si, pinto el caso, al hombre, por su luz natural o roce con quien la tenga, no le basta eso solo..., y quiere, es un decir, quiere..., vamos, valer algo más de lo que vale, bien séase por la fantesía del valer o por tomar alas con qué volar un poco... porque sienta allá dentro... vamos, quien se lo mande, como el otro que dice... en fin, señorita, el saber no ocupa lugar; y yo quisiera, si no ofendo, saber algo más de lo que sé, por valer algo más de lo que valgo.
-Bien pensado está todo eso -replicó María muy afable;- pero algún motivo especial habrá para que tan de repente te haya entrado ese deseo.
-Pues ya se lo he dicho a usted; y si es cierto el refrán de «no con quien naces, sino con quien paces...».
-¿:Luego, tu frecuente trato con Pablo es la causa de todo?
-Puede que lo sea, -respondió Nisco, contoneándose en la silla y atusándose mucho el pelo.
-Pero ¿:cómo ese deseo no te ha asaltado hasta ahora, siendo así que a mi hermano le tratas desde niño?
Con esta pregunta le entró al mozo tal hormigueo, que en un buen rato no le dejó sosegar.
-Consiste eso, señorita -logró responder al fin, aunque a tropezones,- en que los tiempos, al respetive que corren, van cambeando... y, por otra parte, los ojos de la cara no lo ven todo de un golpe.
-¿:Es decir que los tuyos han visto, de poco acá, algo que no habían visto antes?
-¡Cátalo ahí! -exclamó Nisco, sudando de congoja y medio turulato.
-Pues a eso quería yo venir a parar -añadió la joven, como si se gozara en la angustia del aldeano.- Es decir que porque ahora ves algo que antes no has visto, deseas valer más de lo que valías?
-¡Eso, eso! -grito aquí el mocetón, rojo, cárdeno y amarillo, todo a la vez.
-Pues mira tú cómo la gente se equivoca en la mitad de lo que piensa -añadió María, esgrimiendo ya con verdadera saña, contra el acorralado galán, las armas de su travesura, que aunque no eran muchas, en el desapercibido e inerme muchachón causaban heridas tremendas:yo te creía el mozo más feliz de Cumbrales, con una novia tan hermosa como Catalina; tan conveniente para ti...
Estas palabras fueron para Nisco un golpe en mitad de la nuca. Tardó en volver del atolondramiento en que cayó; pero volvió al fin, remilgose y dijo:
-Relative a este punto, crea usted que hay sus mases y sus menos.
-Ya lo supongo por lo que has hecho; pero precisamente en eso que has hecho está lo que no se comprende. Catalina es la mejor moza de la comarca.
-Esa fama tiene, -respondió Nisco con desdén.
-Y bien merecida. Cuéntanla muy enamorada de ti.
-Bien pudiera ser, -dijo el rústico galán, con una sonrisilla vanidosa en que se pintaba la alta idea que de su propio valer tenía el hijo de Juanguirle.
Sonriose también María, y continuó:
-Es rica entre las de su clase.
-No diré que no lo sea.
-Tiénenla por hacendosa.
-Pshe...
-Y es lista y de mucho juicio.
-Podrá ser.
-Pues si todo eso es Catalina, ¿:dónde puedes haber visto tú cosa que más valga ni que más te convenga?
Otro golpe en la nuca para Nisco.
-Onde está quien más vale que Catalina -logró decir el mozo,- bien lo sé yo. Si me conviene o no me conviene más que la otra, también lo sé... Si se me dirá que sí o se me dirá que no... ahí está el ite de la cosa; porque, hablando en verdá, si la merezco o no la merezco, caso es de pleitearse mucho.
-Eso prueba, Nisco, que has puesto los ojos muy en alto.
-Confieso que sí; pero sin culpa mía, porque los ojos se van detrás de lo que apetecen, sin pedirle al hombre su parecer. Lo que decir puedo es que, desde que vi eso tan alto, ando buscando el modo de subir allá, siquiera para decir «aquí estoy», en la solfa en que debe decirse; cosa que al presente no sé... ¡Que si lo supiera!...
Interesábale tanto a la joven la conversación en que se había empeñado con el bueno de Nisco, que ya no cosía. Apoyando sus brazos en la almohadilla que sobre sus rodillas tenía, jugueteaba con la tijera y mordía una hebrita de seda, cuyo extremo suelto asomaba húmedo entre sus labios frescos y rojos; miraba al mozo con no disimulada curiosidad, y estudiaba en él las impresiones que iba causándole el interrogatorio a que le tenía sometido; interrogatorio que acaso no hallen del todo verosímil las damas del mundo elegante (si entre ellas las hay con el mal gusto de leerme), la crítica superficial, y cuantos desconocen el modo de ser de estas gentes montañesas. En pueblos como Cumbrales, se sabe en cada casa lo que ocurre en las demás; y en salones como el de don Pedro Mortera, donde la familia cose y habla y reza, muy a menudo se oyen relatos harto más insubstanciales y pesados que la amorosa cuita del hijo del alcalde; porque allí van los pobres a llorar las suyas; los atropellados a pedir consejos... y más de una vecina a remendar la saya o a que le corten una chaqueta o le escriban una carta para el hijo ausente. Además, los unos son colonos de la casa, otros han servido en ella, y todos se codean en la iglesia, en la calle o en el concejo. De esta mancomunidad de intereses y de afectos, nace la íntima cohesión, algo patriarcal, que existe entre todas las jerarquías de un mismo pueblo; cohesión que, no por ser fecunda en ingratitudes, rencillas y disgustos, deja de existir en lo principal, afirmada en el inquebrantable respeto de los de abajo a los de arriba, y en la cordial estimación de éstos a los de abajo. Así se explica que María, con su genio parado, poco expansiva, y corta y desconfiada en su trato con gentes extrañas y de su esfera, aún sin el estímulo de la segunda intención que algún malicioso pudiera suponer en ella, se mostrase tan animosa y confiada con Nisco, a quien, además, estaba viendo en su casa desde que éste era muchacho.
Volviendo ahora al interrumpido diálogo, sépase que a la vehemente, apasionada y casi dramática exclamación del romántico hijo de Juanguirle, contestó María, mirándole de hito en hito:
-También ese propósito es juicioso y no deja de favorecerte mucho; y tanto podías estirarte tú, que a poco que ella se bajara...
-¿:Cree usted que se bajaría? -preguntó Nisco anheloso, corriéndose una silla más hacia la joven.
-Hombre, de todo se ha visto en el mundo -contestó María, parándole con el fulgor de sus ojos rasgados-. Pero se me figura a mí que para que ella se baje todo lo que es necesario, y por mucho que lo desee, hay un inconveniente muy grande y muy difícil de vencer para ti. Puede creer esa persona que te llevan hacia ella miras interesadas. Esto, por de pronto. Después... y aquí está lo grave, Nisco: si dejaste de la noche a la mañana a Catalina, que tanto vale y tanto te quería, ¿:cómo haces creer a..., esa otra persona que la quieres más que a Catalina?
Aplanó al mozo este argumento. Meditó unos instantes, y replicó:
-La verdá es que si no se me cree por mi palabra o no se me mandan los imposibles, para que, haciéndolos yo, se vea la buena ley del querer...
Sonriose María y atajó al mozo de esta manera:
-Te advierto, Nisco, que nos hemos colocado en el peor de los casos imaginables. Bien pudiera ella no reparar en tales tropiezos; y eso nadie lo sabrá mejor que tú que la conoces. Todo depende del carácter y de los humos que tenga esa señora..., porque yo creo que es una señora, por la altura en que la has puesto.
-¡Vaya si lo es, caramba! -exclamó Nisco, con una delectación indescriptible.
-Y..., ¿:la has hablado alguna vez? -preguntó María con un poquillo de cortedad.
Aquí le entró a Nisco el hormigueo de otras veces; volvió a ponerse tricolor, volteó el sombrero entre las manos, se atusó luego el pelo, carraspeó mucho, y dijo al fin, con voz ronquilla y destemplada, porque el corazón le daba en el pecho cada porrazo que le aturdía:
-¿:Que si la he hablado?... Muchas veces... Miento: ninguna..., es decir, para que el diablo no se ría de la mentira: hablarla de veras, una sola.
-Pues mira, ya es algo eso. Y ¿:qué cara te puso cuando la hablaste de veras?
-¡Como el sol de los cielos, porque así es la suya!
-¿:Dijístele algo de lo que deseabas?
-Yo creo que sí..., o puede que no, aunque pretender, pretendilo; pero le entran a uno en esos trances tales congojas y malenconías, y unos trasudores, y siéntense unas ansias en el pecho, y pónense unas telas en los ojos, que por aquí va el hombre con la palabra, y por allá va el su pensamiento.
-Con tal que ella te entendiera... ¿:Sabes tú si te ha entendido?
Trocose en fuego la timidez de Nisco, y respondió impetuoso:
-Diera este brazo por saber que sí; que tal me miraron sus ojos y tal me habló con su boca, que luceros de la noche y sinfonías de la gloria me parecieron. ¡Qué señales fueran mejores de que lo alto se abajaba!
-¿:Conózcola yo, Nisco?
-¡Como al mesmo personal de usted!
-Pues, hombre, para lo poco que falta ya dime quién es.
Quedose aquí Nisco como quien ve visiones, con los ojos encandilados, la boca abierta, cárdeno el semblante y creo que hasta sin pulsos.
En esto se oyó ruido en el corredor, y Ana y Pablo entraron en la sala un instante después. Ana llegó a ver la escena tal como quedó a la última palabra de María. Pablo, al reparar en su amigo, le preguntó:
-¿:Me esperabas, eh?
-No... sí... digo, creo que no... es decir, puede que sí, -respondió Nisco.
-¡Hombre, parece que estás atolondrado! Pues mira -añadió Pablo mientras Ana y María se abrazaban y salían juntas al balcón-, perdona por esta tarde, que estoy muy ocupado, y vuélvete a la noche un rato, como de costumbre... si quieres.
Nisco, que necesitaba aire fresco, despidiose y salió de la sala hecho un palomino. Junto a la escalera halló a don Juan de Prezanes que subía con su compadre, el cual llamaba a su mujer a voces para avisarle la llegada del amigo. Cerca de la portalada alcanzó el mozo a don Valentín, que iba a salir también. El veterano, mientras zarandeaba el casaquín y se sonaba las narices con ímpetu, gruñía y murmuraba. Nisco le oyó decir con ira, mientras levantaba el picaporte del postigo:
-¡Sabandijas!... ¡Servilones!...
No fue Nisco en derechura a su casa: estuvo oreándose la cabeza y los pensamientos largo rato por brañas y callejos. Pasando por una encrucijada, vio venir a Catalina. Irguiose altivo al emparejar con ella, y observó que traía la cara más risueña y el andar más resuelto que horas antes.
Y díjole la moza al cruzarse con él:
-¡Híspete; pavo, que ya te pelarán!
A lo que respondió Nisco, mirándola por encima del hombro:
-Taday... ¡Probeza!...
@§ -- XI --
Apuntes para un cuadro
Bien corrida era ya la media tarde cuando despertó don Baldomero, porque fue Sidora a levantar la mesa y le dio en la cara con el mantel al echársele debajo del brazo. Incorporose el hombre lentamente, bostezando mucho y con grande clamoreo; se desperezó a sus anchas, lió un cigarro y le encendió sin dejar de estremecerse ni de bostezar entre chupada y chupada. Salió después del casarón, y, paso a paso, llegó a la taberna, café de los holgazanes desidiosos de aldea.
Junto a la enrejada ventana, por donde el tabernero despachaba a los parroquianos vergonzosos, había una mesa de basto tablero, y alrededor de ella, sentados, hasta tres personajes que voy a presentar al lector, porque debe conocerlos. Vestía el uno un traje entre andaluz y de la tierra (ancha faja de estambre negro a la cintura, calañés, chaleco desceñido, y en mangas de camisa); andaría rayando con los treinta y cinco años; y como aún era mozo soltero, presumía de apuesto sin serlo cosa mayor; ostentaba en la cara anchas patillas negras; miraba gacho y hablaba ceceoso y lento, más por alarde que por natural disposición. Había estado, de mozo, en Andalucía, como tantos otros conterráneos suyos; y era casi el único resto del antiguo jándalo, de los que volvían a caballo, entre rumbo y alamares, escupiendo por el colmillo y, a creer lo que ellos mismos aseguraban, sembrando el camino real de pañuelos de seda y onzas de oro.
No le dio a éste gran cosa la vanidad por ese lado: en cambio, su boca era una carnicería, hablando, mientras acariciaba con la mano el cabo de una navaja que siempre llevaba asomando por el ceñidor, de la gente que él había despachado al otro mundo, no más que por tocarle con el codo al pasar, o por no dejarle la acera libre, o por mirar dos veces seguidas a la mujer que por él se moría. Con esto, con no trabajar nada, con frecuentar demasiado la taberna y con amenazar en voz sorda, marcando mucho la sonrisa, al lucero del alba a cada paso, llegó a hacerse temible en Cumbrales, aunque no hay memoria de que nadie le viera cumplir una pizca de lo mucho que ofreció en su vida, ni siquiera tomar parte en las serias contiendas de que fueron causa sus baladronadas impertinentes, en corros y romerías. Pretendió a todas las buenas mozas de Cumbrales, y de todas recibió calabazas; apechugó después con lo que quedaba, y ocurriole lo mismo. Desde entonces se hizo protector de las mozas de Rinconeda, y esto acabó de desacreditarle en su pueblo. Llamábanle el Sevillano, y nadie le podía ver en Cumbrales, pero ninguno se atrevía a decírselo a la cara.
El personaje que estaba enfrente de él en la mesa era un mocetón hercúleo, de mucha y enmarañada greña, y sobre ella, tirado de cualquier modo, un sombrero negro de anchas alas. Estaba despechugado y dejaba ver un cuello robusto, unido al abovedado pecho por un istmo de pelos cerdosos, entre músculos como cables. No era fea su cara, pero tampoco atractiva, aunque risueña. Pecaba algo de sucia, y no eran sus ojos garzos todo lo grandes ni todo lo pulcros que fuera de desear. La barba, no muy bien afeitada, y el pelo, tenían un color mal determinado, entre rubio y negro; matiz que daba una feísima entonación al rostro; el cual, sin haber en él reflejo alguno de maldad, acusaba cierta grosería de instintos que repugnaba. Pues este mocetón, también en mangas de camisa y con la chaqueta al hombro, era el famoso Chiscón el de Rinconeda, gran amigo del Sevillano de Cumbrales, y pretendiente de Catalina desde que Nisco la había dejado. Tenía algunos bienes, y era trabajador cuando quería; pero mucho más dado a zambras y bureos, y un apaleador de gran fama.
El tercer personaje era un pobre hombre, de edad incalculable a la simple vista, anguloso y acartonado, encogido y bisunto.
Aunque cargado de familia, tenía horror al trabajo duro del campo, y se había propuesto hacerse rico de sopetón; para lo cual contaba con dos elementos importantísimos: su ingenio y la manía de las herencias gordas de la otra banda. De su ingenio eran producto multitud de artefactos, para los que había pedido, con mal éxito, privilegio de invención o cincuenta mil duros al Estado. El más ingenioso de sus inventos, y por el que revolvió la provincia entera hasta conseguir que el ministro de Fomento examinara el prodigio, fue un cepo para cazar topos en el instante en que estos minadores sempiternos arrojan la tierra sobre el prado; pero se tocó el inconveniente de que era preciso adivinar dónde iba a formarse la topera para colocar allí el aparato y juzgar de su utilidad, y no hubo ocasión de tratar del punto secundario que se mencionaba en la breve memoria del autor, o sea el millón y medio que éste pedía por el invento, aunque con la obligación de construir uno a sus expensas para las necesidades del Gobierno de la nación. En estos ensayos empleaba la mayor parte del tiempo que pasaba en casa, serrando listones y tabletería que atrapaba aquí y allí, aviniendo y combinando pedazos, fuerzas y resistencias. Diéronle, por esto, el nombre de Tablucas, y con él se le llamaba y a él respondía, casi olvidado ya del verdadero.
No por estas atenciones descuidaba el asunto de las herencias, que todos los días le daba no poco que hacer. Siempre tenía una o dos entre manos. Referían los periódicos que un archimillonario había muerto en el Japón, supongamos; contábanselo a él los que ya le conocían el flaco, o lo inventaban, o llegaba un pobre a la puerta y le decía: -Y ello ¿:habrá algo de cierto en eso que se corre al auto de unos treinta millones que están depositaos en el Gubierno de arriba, por no conocerse a los herederos del montañés que los dejó al morir en el Pirul, de Padre Santo, rey..., o cosa así?». En cualquiera de los casos preguntaba Tablucas: ¿:Está ese pueblo en la otra banda?». Contestábanle siempre que sí; y ya no necesitaba saber más.
Hubo en su familia un individuo que sobre el año 20 pasó a las Américas y de cuyo paradero no volvió a saberse nunca; y en todos los ricos, muertos abintestato en la otra banda, es decir, en América, en la China..., en cualquier punto remoto de la tierra, llamárase aquél como se llamara, veía Tablucas a su pariente, rebuscando su genealogía, cotejando fechas y acumulando supuestos e imaginaciones. Colocado ya sobre el rastro del asunto, como él decía, consultábale con los licurgos callejeros de Cumbrales; después con los abogados de veras; luego con el cónsul de la nación en que había muerto el pariente, y, por último, trataba de entenderse con el ministro de Estado. A todo esto, llenándose los bolsillos de papelucos con nombres de personajes, respuestas vagas de este agente o del otro alcalde, y de fes de bautismo, sin que faltara la del ignorado pariente, y arreglando en su imaginación la historia de tal modo, que el más sutil se quedaba perplejo al oírla. Todo esto le costaba dinero, viajes y molestias sin número; pero vendía gustoso el mendrugo de su familia, y jamás le cansaban las idas y venidas, ni le desalentaban desengaños ni malas razones. Así, hasta que se moría otro millonario, y dejaba, por seguir a éste, el rastro del anterior, exclamando al emprender la nueva campaña, alegre y regocijado: -¡Bien dije yo siempre que por este lado había de venir la herencia!».
Por lo demás, aunque frecuentaba mucho la taberna, no era gran bebedor, y rara vez se emborrachaba. Hablar de sus maquinas y enseñar los papeles referentes a la millonada que estaba para caerle, era su pasión predominante fuera de casa.
Detrás del mostrador estaba, llenándole de cuentas con tiza, Resquemín, el tabernero, hombre bien engrasado, algo viejo y de áspero y avinagrado humor.
Sobre la mesa, entre los tres personajes descritos, había, además de un jarro con su correspondiente vaso, una ociosa baraja, algo parecida, por lo resobada y maltrecha, a aquélla con que Pedro Rincón y Diego Cortado ganaron al arriero de la venta del Molinillo doce reales y veintidós maravedís, si no me engaña la memoria.
Ociosa, como he dicho, estaba la baraja, acaso porque faltaba un pie para un partido a la flor de cuarenta; pero no lo estaba tanto el vaso, que a menudo andaba de mano en mano y de boca en boca, colmado del tinto que oportunamente escanciaba Chiscón, quien, por las trazas, era el que convidaba allí.
Andaba éste en tentaciones de pedir a Catalina a la hora menos pensada; visitábala por las noches en presencia de toda la familia, pues este favor no se niega jamás en ninguna cocina montañesa, y gustábale mostrarse rumboso ante la gente de Cumbrales, por lo que esto pudiera servirle de recomendación a los ojos de su novia, que, dicho sea de paso, no se los ponía de resistencia, aunque sólo con el disculpable propósito de encender resquemores en el pecho de Nisco. Tomaba Chiscón la buena acogida por donde más le halagaba, y proponíase abreviar los procedimientos, por lo que pudiera ocurrir. De esto se había hablado algo aquella tarde entre él y el Sevillano, que con sus consejos y protección le ayudaba, y hasta acababa de brindarse al de Rinconeda para limpiarle de estorbos el camino, si por estorbo tenía a Nisco todavía. Cabalmente había sido el hijo de Juanguirle el causante de que Catalina no le diera cara cuando él la pretendió. Y bien sabe Dios que si Nisco le hizo desalojar la calleja más que a paso, fue porque él no llevaba encima la herramienta, y el otro comenzó a ventear el garrote. ¡Si le tendría ganas el Sevillano! Agradeciole el brindis Chiscón, pero desechó el servicio por innecesario.
En esto llegó Tablucas, que no habló de sus máquinas ni sacó los papeles de su pleito. Traíale últimamente muy preocupado y absorto otro asunto harto excepcional y perentorio; y por esta herida respiraba solamente, y de esto hablaba en todas partes, y de esto habló allí entonces tan pronto como se sentó y le pellizcaron la lengua Resquemín y el Sevillano, que ya conocían el conflicto.
-De lejos todos somos valientes- decía el hombre de los inventos y de las herencias, respondiendo a las chanzas de los otros;- pero allí vos quisiera yo ver, ¡corcia!, allí, en la soledá de la noche, clamando la familia aterecía de espanto; y tamborilazo va y tamborilazo viene a la puerta. ¡Vos digo que aquello levanta en vilo!...
Aquí estaba el asunto cuando entró en la taberna don Baldomero. Arrimose al lado libre de la mesa, sentose perezosamente, y dijo, después de dar entre dientes las buenas tardes:
-Resquemín..., la sosiega.
El tabernero tiró de pronto la tiza contra la pared, púsose en jarras, y moviendo a uno y otro lado la cabeza, sin apartar de don Baldomero los ojos de gato irritado, comenzó a decir con su voz atiplada:
-Me paece a mí ¡jinojo!, que el día menos pensao le va a resquemar a alguno el mote en la asadura; porque ¡jinojo!, si piensan que yo soy guitarra para dejarme tocar de todo chafandín que a bien lo tenga, ya estáis aviaos... ¡Porque ¡jinojo!, cuando a mí se me sube el tufo a la cabeza, soy tan hombre como el que más!... ¡Y no digo más!... ¡Y ésta y no más!... ¡Pues no faltaba más!... ¡Jinojo!
-¡Ingrato! ¡Mal tabernero!... ¿:Después que te lo digo para adularte, me riñes todavía?
A esta chanza socarrona del impasible don Baldomero, replicó Resquemín hecho una lumbre:
-¡Yo no necesito las adulaciones de usté ni de nadie, jinojo!... Yo me futro en ellas ahora y siempre; y en usted..., y en todos los presentes..., y en el mundo entero ¡jinojo!, que no estoy aquí para recreo de nadie, sino por el mío ¡jinojo!... Y el día que me dé la gana, dejo el oficio ¡andando!, que para eso tengo posibles... Y si me da el real antojo, echo todos estos trastos a la calleja, ¡rejinojo!... Y si me apuran un poco, lo hago ahora mismo... ¿:Ve usted este vaso? ¿:Le ve usted bien? Pues éste es el caso que hago yo de este vaso... -(Y no le rompió)- ¿:Ve usted esta botella? ¿:La ve usted bien? Pues éste es el caso que hago yo de esta botella. -(Y la dejó donde estaba)- ¡A mí con esas, jinojo! ¡Si soy yo más hombre!... ¡Con burlas a mí!... Valiérales más a algunos pagar a menudo las cuentas; que a fe que la hay con más renglones que la letanía de los Santos, ¡jinojo!, y no digo de quién, porque no me da la gana: por eso... ¡Y no hay más que eso!... ¡Y sobra con eso!... ¡Jinojo!...
Después abrió los bastidores de un armarillo, y volvió a cerrarlos, y tornó a abrirlos, y al cabo cogió un vaso pequeño, le llenó de aguardiente y se lo llevó a don Baldomero.
-Aquí está la sosiega -dijo plantando el cortadillo en la mesa-. ¡Jinojo! -continuó- nadie se extrañe de que el hombre se remonte un poco a lo mejor..., porque no es uno de peña, ¡jinojo!... Y buenas son las chanzas; pero no tanto que ofendan. Tanto me estimas, tanto te aprecio. ¿:No está esto en ley?... ¡Pues vívase en ley!... ¡Esa es la ley..., jinojo!
Así era aquel hombre.
Chiscón y el Sevillano, sin hacerle maldito el caso, seguían comentando, medio en serio y medio en broma, los relatos de Tablucas.
-La primera vez -dijo éste, cuando calló Resquemín, pensé que era algún vecino que llamaba con apuro. Salí corriendo, abrí la puerta... Y ná, por más que miré aquí y allí. Pregunté a la viuda... Desde aquí se ve, enfilá con el esconce de la iglesia: tal como aquí está ella, y pegante por la derecha la de la viuda de Pedro Jelechos; en un mesmo portal..., puerta con puerta, vamos. Pregunté a la viuda, y díjome que ni ella había llamado ni había oído porrazo alguno. Un bardalón tremendo rodea por detrás las dos casas... Por allí no puede saltar nadie a los huertos, ni tiempo tuvo de esconderse en ellos después de llamar, porque yo abrí tan aína como oí los golpes, y el corral no tiene más salida que la portalada; las tapias son muy altas, y en el corral no se vio alma viviente, ¡y eso que la luna alumbraba de firme! Bueno. A la otra noche, estábamos cenando, y ¡plun!, de repente, ¡zas!, a la puerta. ¡Cristo mío, qué tamborilazos! ¡Nadie probó más bocao allí! En esto se oye una voz, como de alma en pena, que dice por el ojo mesmo de la llave: «¡El que salga a fuera en toda la noche, o quiera saber quién llama, perece!...». Quedéme patifuso, y entendí que la mujer y los hijos fenecían de temblor. ¡Cómo no saliéramos, corcia!...
-Y ¿:a la otra noche? -preguntó el Sevillano, que no apartaba la vista de los ojos de Tablucas.
-A la otra noche -continuó éste-, ná, porque arreció el ábrego... ¡Y esto me da a mí mucho que cavilar! ¿:Hay juriacán o negrura? Ni un soplo se oye allí. ¿:Hay sosiego y luna clara? Pus ¡leña a la puerta! De modo y manera que, por unas o por otras, de mi casa no sale una mosca tan aína como anochece... Y esta vida traigo dos semanas hace... ¡Decime vusotros, corcia, si tal vida se puede aguantar!
Don Baldomero, en tanto, fumaba, sorbía alguna que otra vez, y parecía no dar la menor importancia al relato de Tablucas.
Preguntole Chiscón si sospechaba de alguien, y respondió el atribulado personaje:
-¡Corcia, si sospecho!... Y no lo digo por la viuda, aunque mujer es de laberientos y tapujos y de un vivir como es público y notorio desde que le faltó el marido y paece que le cayeron las Indias en casa, según lo que se peripone y redondea, cuando, en pura equidá debiera andar a la limosna, sola y sin bienes como se ve... Más poder tiene que ella y que todo hombre nacido quien la mi puerta aporrea sin fegura corporal como nusotros. Lo que con ese ultraje se busca en mi casa, no lo sé a la presente; pero tocante a quién me le hace... ¡Corcia si lo sé! Y lo sé, porque lo he visto... ¡Lo he visto con estos mesmos ojos!... Y al auto de ello, vos diré que en una de las noches de los tamborilazos, no teniendo pecho para abrir la puerta, subime al sobrao, y por un ujero de la ventana miré hacia el Campo de la Iglesia, por si descubría a alguno que corriera hacia acá, cuando veo encima de ese muro viejo que pega con el mi corral, y mira que mira hacia mí, un perrazo blanco y negro, que no miento si digo que era tan grande como el toro de la cabaña. A la otra noche, el mesmo perro en el mesmo sitio... Y siempre que hay garrotazos en la mi puerta, el perro en el murio. ¿:Qué hace allí ese perro, corcia? ¿:Qué perro puede ser ése? ¿:Qué ha de ser ese perro sino ella mesma?
-Y ¿:quién es ella mesma? -preguntáronle.
-¡Pus la Rámila, corcia..., la Rámila! Pondría las dos orejas a que es ella. Y si miento o no miento, ha de saberse pronto, porque tengo en el magín una idea..., que se verá en su día... Y no digo más ¡corcia!
Apuró don Baldomero el último trago de la sosiega, y dijo a Tablucas:
-Pues yo te daría un consejo... Si estás en tus cabales cuando oyes los linternazos a la puerta y ves el perro en el murio.
-Lo oigo y lo veo como a usted a la presente; y lo oyen y lo ven la mujer y los hijos. ¡Ojalá no lo viéramos ni lo oyéramos pizca!
-Pues mi consejo es que hables poco de ello y que sigáis cerrando la puerta al anochecer..., por si acaso te baldan de un garrotazo. Por de pronto -añadió don Baldomero cogiendo la baraja que estaba sobre la mesa-, vamos tú y yo a meter mano a estos dos valientes, en un partido a la flor; y eso te distraerá un poco.
-Hasta el anochecer y no más, ¡Corcia! -replicó Tablucas-; porque en cerrando la noche, no será el hijo de mi padre quien pase junto al murio.
-Yo te aseguro que estando conmigo -díjole don Baldomero,- nada malo han de hacerte las brujas: soy un puro amuleto de los pies a la cabeza.
Aceptose de buena gana el desafío por el Sevillano y Chiscón, a quienes tenía muy suspensos el relato de Tablucas, y se dio comienzo a la partida.
Es cosa averiguada que aquella noche, por indicación del jándalo, en lugar de ir el de Rinconeda a casa de Catalina por la calleja contigua al murio, como de costumbre, se dieron ambos un paso, para tomar el aire, por la barriada opuesta; y desde allí, rodeando mucho, llegó a su casa el Sevillano, admirado, por primera vez en su vida, de lo que ladraban los perros en Cumbrales en cuanto anochecía, y siguió Chiscón, solo y relinchando, en busca del norte de sus pensamientos.
@§ -- XII --
Medias tintas
¡Bueno estuvo el agasajo aquel!... ¡Bueno de veras!... Primeramente, conservas de
guindas y ciruelas claudias, queso de Flandes y miel de abejas; después, chocolate con
sobadas de manteca, y bollos de Mallorca; y para endulzar el agua, azucarillos de color
de rosa. De todo había en la despensa, gracias a Dios. De lo uno, porque abundaban los
frutales y los dujosen la huerta, y las vacas de leche en los establos de don Pedro Mortera; y las manos de su señora (y aprovecho esta
ocasión para decir que se llamaba doña Teresa Coteros, cepa de lustre en la Montaña), así como las de su hija, se
pintaban solas para entender en ese ramo de golosinas. De lo demás y
otro tanto, como la villa estaba cerca, nunca faltaba en casa la
necesaria provisión.
Repito que estuvo bueno, ¡bueno de veras!, el agasajo, servido en
amplia mesa, en mitad de la sala. Pero ¡bien le hizo los honores y le
ponderó el complacidísimo don Juan de Prezanes!
-¡Buen punto de dulce! -decía al probar el de guinda- En este ramo,
Ana, tienes que bajar la cabeza delante de tu madrina: no llegas a
ella... ¡Y eso que lo haces bien! En cambio, no hay repostero que
entienda las compotas como tú.
-Pues mira cómo te equivocas -respondió su comadre:- ese dulce es obra de María,
-¿:Sí? Pues es señal de que la discípula va a dar quince y raya a la maestra. Sea enhorabuena, muchacha.
Al tomar luego chocolate, exclamó, después de olerlo y de probarlo:
>-¡Soberbio!... Esto es de tres hervidas, como mandan los inteligentes: el chocolate ha de subir tres
veces en la chocolatera; luego un
poquito de reposo, y a la jícara en seguida... Dame un par de rebanadas
de ese pan tostado, Pedro... Y esa mantequilla fresca para
untarlas... ¡Cosa exquisita!
-El apetito que tú tienes, Juan -díjole su compadre-, y los buenos ojos con que lo miras todo. ¡Eso sí que es exquisito!
-No te diré que no, Pedro; que con el ánimo atribulado, suelen los
estómagos ser melindrosos. Pero no por eso deja de ser bueno lo
que es, como esto que yo alabo... Arrima hacia acá esos bollos de
Mallorca, Teresa, que esponjas de miel deben ser para el
chocolate... ¡Bien a mano los tenías, mujer, para regalarme hoy con
ellos!
-Ayer se hicieron, Juan -respondió doña Teresa arrimando la canastilla llena de bollos a su compadre.
-¡Mira qué a tiempo!
-¡Ésta sí que es obra de María! -exclamó don Juan de Prezanes saboreando parte de uno, mojado en chocolate.
-Pues cabalmente los hizo mi madre -respondió, riéndose, María:- lo mismo que las sobadas.
>-¡Superior estaba también la que he comido!
-Torpe andas hoy, Juan, en tus presunciones -díjole don Pedro Mortera con socarronería;- y esa torpeza no es disculpable en un
jurisconsulto viejo, que debe tener buena nariz para todo.
-Cierto es eso, Pedro amigo; pero ¡hace tanto tiempo que dejé el
oficio!... Sin embargo, no he olvidado el principio fundamental de la
recta justicia: Suum cuique tribuere; en virtud del cual, doy a tu mujer la enhorabuena que pensaba dar a María. Conste que te
felicito, Teresa.
Y así por el estilo. A todo lo cual callaba Pablo y no decía Ana mucho más que su amiga, que también callaba. Verdad es que don
Juan de Prezanes no dejaba meter baza a nadie, porque hablaba por todos.
Media hora después de anochecido, Ana y María estaban en un rincón
de la solana, embutida entre los dos cortafuegos, muy salientes,
de la fachada. El aire continuaba siendo seco y pesado, y no había que
temer daños del retente. Ana se mecía sobre los pies traseros
de una silla, apoyando las puntas de los suyos diminutos en los gruesos
y torneados balaustres del balcón, para guardar el equilibrio,
cuando no descansaba reclinando la silla contra la pared. María,
sentada a su lado, contemplaba la luna, redonda y resplandeciente
como un disco de oro bruñido, en el no muy ancho lugar que los
nubarrones le dejaban libre en el cielo; y aun allí no imperaba a su
antojo sobre las tinieblas de la noche, pues de vez en cuando empañaban
sus fulgores pardos crespones que el viento llevaba por
delante de la senda que recorría en el espacio. Estaban envueltas en
sombra las montañas, y sólo las del Sur perfilaban sus crestas
gallardamente sobre un fondo diáfano y luminoso.
Rato hacía que las dos jóvenes callaban. De pronto Ana, cuyo
carácter alegre y travieso no la permitía hacer largas amistades con el
silencio, exclamó contemplando también la luna:
>-Mírala, mujer, qué rechonchaza y papujona sale ahora. ¡De qué
buena gana la daba un par de carrilladas en aquellos mofletes!
Asomando entre las nubes, me recuerda la cara de tía Pepa Tortas cuando
se quita la muselina.
María se echó a reír, y preguntó a su amiga:
-¿:De veras hallas en la luna cosa que se parezca a un rostro humano?
-Yo no he visto eso en otras lunas que las pintadas en el
calendario, María; pero, forzando un poco la imaginación, se distingue
algo
como nariz...
-Pues yo no veo sino un rimero de manchas...
-Justo, lo que ven los muchachos de Cumbrales: una vieja sentada encima de un coloño de espinos. Estaba robándolos de noche, y,
en castigo, la sorbió la luna.
-Así dicen.
-Por bien poco se atufó esa señora... ¡Si el robo hubiera sido de un bolsillo de onzas siquiera!...
-¡Ésta sí que no es ilusión, Ana!... Mira aquella nube amarillenta y
sola, a la derecha de la luna. ¿:Has visto cosa más parecida a un
león agazapado? -Algo tiene de eso, efectivamente... Pero, si a ver
vamos, mira estas pardas de la izquierda: yo veo en ellas un caballo
a escape, y otro a su lado mordiéndole las crines; y detrás, un
rebaño..., no sé de qué; y hasta los pastores con sus palos...
-¡Ave María purísima! Yo no veo señal de esas cosas.
-Pues yo sí, y no me asombran, que, aun sin subir tan arriba, se ven otras mucho más raras. Aquí abajo, en Cumbrales mismo, hay
mujer que a su amiga ¡qué digo amiga!, a su hermana, le oculta el sentir de su corazón:
>-¿:Volvemos a lo de antes, Ana?
-Sí, señora... ¡Y mucho que vuelvo! Porque eso no se hace. ¡Tener ya envejecido, como quien dice, un amor en el pecho, y
necesitar yo, su amiga y confidente, sacarle con tenazas lo poco que he llegado a saber!...
-Y ¿:qué adelantaríamos, Ana, con que yo te hubiera dado cuenta de todo?
-Lo que se adelanta siempre en esos casos: por lo menos, hablar de ello a menudo.
-Un imposible. ¡Buen asunto para nuestras conversaciones!
-Se habla sobre el mejor modo de vencerle.
-Como yo sé que no lo he de vencer...
-Pues se la riñe a usted por haberse metido en tales honduras a tontas y a locas.
-Cuanto más se manosea una herida, más duele: es preferible hacer lo
que yo hago, considerando la mía incurable: tratar de olvidarla
en silencio.
-Pero, María -dijo aquí Ana acercando más su silla a la de su amiga,
-hablando con toda formalidad-, ¿:será posible que los síntomas
que vengo observando en ti algún tiempo hace, y las pocas palabras que
he podido arrancarte, acusen real y verdaderamente una
enfermedad de tal naturaleza?
-¿:De qué naturaleza? -preguntó María sorprendida.
-Me has asegurado que jamás tu padre aprobaría esa elección que has hecho...
-Y es verdad.
-Porque hay entre él y esa persona poco menos que un abismo.
>-Cabal.
-Pues en ese abismo es donde se pierde mi curiosidad, María; que
aunque todos los abismos convienen en ser «negros e insondables»,
según la fama (yo no he visto ninguno todavía), debe haberlos más y
menos espantosos..., y hasta más y menos necesarios; y tales
riesgos pueden existir para ti al otro lado del tuyo, que mi padrino
haya obrado como un sabio al ponértele
delante.
-Muchas gracias por el consuelo, Ana.
-No te lo dije por mortificarte, María, y perdóname..., pero
escucha. Hay matrimonios, llamados imposibles, por discordancias de
caracteres entre las dos familias interesadas; por diversidad de ideas
religiosas o políticas; por notable desequilibrio en los bienes de
fortuna o en la honra personal; por diferencia de alcurnias; y por
último, los hay que, además, son ridículos, y si me apuras, grotescos,
por no concordar los novios ni en caudales, ni en jerarquía, ni en
educación. Con franqueza, María, ¿:cuál de estos casos es el tuyo?
A lo cual dijo María con calor:
-¿:Me prometes, si te lo confieso, responderme con la misma franqueza a las preguntas que yo te haga después?
-¿:Sobre asunto parecido? -preguntó Ana.
>-Idéntico, -respondió María.
>Sonriose aquélla y dijo:
-¡Qué más quisiera yo, hija mía, que tener algo de eso que contarte!
-No trates de curarte en sana salud.
-Te contaré hasta mis aprensiones: ¿:quieres más?
-Eso me basta. Trato hecho, y empiezo a cumplir mi compromiso..., es decir, a responder a tu pregunta.
En esto se oyó vocear a don Juan de Prezanes, que con sus compadres y Pablo continuaba charlando, a oscuras, en la sala.
Sobresaltose Ana, más por lo especial del sonido que por la fuerza de la voz, y dijo a María interrumpiéndola:
-Se me antoja que no ha de ser muy duradera esta reconciliación si
se dejan los genios a su albedrío. No va a haber otro remedio,
María, que armar un pronunciamiento entre nosotras.
-¿:Qué temes ahora? -preguntó María.
>-Escucha a mi padre.
La voz de éste era recia y destemplada entonces.
-Ya que el diablo ha metido aquí la pata -decía,- echando sobre la
mesa la envenenada manzana de la sempiterna cuestión de los genios
dulces o amargos, déjese a cada cual defender el suyo en buena lid, que
hablando se entiende la gente, y no metiéndose los dedos por los ojos,
¡caramba! Yo no pretendo ser mejor que nadie; pero tampoco me conformo
con que otros presuman de ser mejores
que yo. La forma no importa dos cominos: el fondo es lo que hay que
mirar; justamente lo que menos se mira y se respeta en el
mundo. Estoy cansado de oír: «don Fulano... ¡Gran sujeto!... Persona
muy atenta, muy fina, incapaz de faltar a nadie»; y todo porque
don Fulano jamás dijo una palabra más alta que otra, y tiene siempre
una sonrisa en los labios..., hasta cuando despluma a su vecino,
o vende la amistad jurada por un puñado de dinero o por cosa que no
valga. Pues al contrario: «¡don Perengano!... ¡No se le puede
aguantar; es un grosero; una fiera!», porque don Perengano se tasa en
lo que vale y no engaña al mundo con sonrisas falsas.
-Te sales ya del carril, Juan -dijo entonces don Pedro.- Bueno es
que el hombre lleve el corazón en la mano; pero en lo puramente
genial, hay que irse con mucho tino; hay que contenerse, que dominarse
un poco...
>-Justamente, Pedro. Pero que no se eche toda la carga al
irascible; que empiecen por contemplarle algo los que saben de qué
enfermedad padece; que no le irriten; que no le puncen; que le concedan
siquiera lo que en justicia se le debe... Y esto me trae a la
memoria un ejemplo de todos los días. Cuatro personas se ponen a jugar,
por pasar el tiempo. Tres de ellas son de las llamadas de
mucha correa. Pierden, y permanecen serenas, inalterables, atentas, finas y comedidas en todo: lo mismo que cuando ganan. La otra
persona es un hombre de los míos:
nervioso, irritable, sulfúrico. Tócale perder a él, y comienza a
descomponerse, y acaba por ser, real
y verdaderamente, inaguantable... Pero ¿:por qué? Por la falta de
consideración de los demás. Lo que pierde es insignificante; y no es
esto lo que le irrita. Acaso sea él el más desinteresado de todos;
quizá, fuera de allí, sea un manirroto para el dinero, al paso que los
otros tres den primero un diente que un ochavo. Pero a las primeras
señales de su inquietud, comenzaron los señores «de mucha
correa» a dejar de tenerla para él; a irritarle con gestos de
desagrado, con sonrisas de burla o con palabras acres; hasta que, en
fuerza
de avivarse el fuego, llegó éste a la pólvora y voló la santabárbara.
-Pero ¿:por qué el irascible no se contiene antes de dar ocasión a
que sus compañeros, con razón sobrada, comiencen a renegar de él?
-Porque no puede: lisa y llanamente porque no puede. Cuando «los hombres de correa» pierden, no ven más sino que no ganan, que se
les niega el naipe y que se levantarán de la mesa con unos reales menos de los que tenían en el bolsillo cuando se sentaron. Esto es
todo lo que ven y esto es todo lo que sienten: nada de lo que siente y ve el otro.
-¿:Qué puede ver y sentir ese otro, que más valga en el juego, aunque sea éste por mero pasatiempo?
-¿:Qué puede ver y sentir? Un infierno de cosas y de impresiones. Ve,
por de pronto, convertirse para él en leyes infalibles lo que para
otros son coincidencias insignificantes. Por ejemplo: que las cartas
sin valor que recibe y le hacen perder las bazas, son del palo de
oros cuando da Fulano, o del de copas cuando da Mengano; que siempre
que éste enciende un cigarro o el otro enreda con las fichas,
le ganan a él un resto, o le dan codillo, o le acusan las cuarenta; que
cada vez que Zutano se sonríe mirándole, le sacan uno a uno, y
arrastrados ignominiosamente, los pocos triunfos que había podido
adquirir... En suma, cada peripecia del juego parece fatalmente
subordinada a un plan de la enemiga suerte. Jurara entonces que las
figuras de la baraja, tendidas sobre la mesa, adquieren vida y
movimiento, y que se burlan de él con sus caras ridículas y
contrahechas. Pero hay algo más irritante aún que todo esto; y es una
especie de diablillo que lo va señalando con el dedo para que nada pase
inadvertido; diablo sin color ni formas, pero perfectamente
visible a los ojos del espíritu excitado y vibrante. Toda esta infernal
conjuración asedia sin descanso al jugador de mi ejemplo; y esto
es lo que le incomoda y le saca de quicio; esto es lo que le
ensoberbece y descompone, no los tres míseros ochavos que pierde en la
partida; esto es, en fin, lo que no toman en consideración los hombres
de «mucha correa» que le acosan en vez de ayudarle, no a
ganar, que absurdo fuera entre contrarios, sino a vencer a los
conjurados, con un poco de tolerancia y de afabilidad. ¡Valiente hazaña
consuman los que de nada se quejan porque nada les duele! En cambio,
quien tiene por naturaleza un manojo de cuerdas sonoras,
¿:qué mucho que, cuando se le hiere, vibre alguna de ellas? Lo asombroso
fuera lo contrario. Luego no se ha de buscar en él sólo el
remedio contra ciertas desafinaciones de su temperamento, sino también
en la prudencia de quienes se le acerquen y le traten.
-No me parece del todo mal esa teoría -dijo don Pedro- aunque
algunos reparos se me ocurren en favor de las gentes cachazudas que
juegan para divertirse y no para ejercitarse en la faena espinosa de
conjurar las demasías de un compañero atrabiliario; pero ¿:a
qué viene toda esa cuestión aquí?
-¡Pues me gusta la pregunta! -repuso don Juan de Prezanes- ¿:He sido
yo, por ventura, quien la ha traído?... ¿:O piensas que me mamo
el dedo..., que no penetro lo que se me quiere decir?
-Por el amor de Dios, Juan, ¡no empecemos!
-¿:Lo ve usted?... Ya voy yo a pagar los vidrios rotos.
-¡Te digo que no!
-¡Te digo que sí!
En este punto el altercado, entró Ana en la sala.
-Tiene razón mi padre -dijo muy formal y resuelta-: parece que se
complace todo el mundo en llevarle la contraria. No es él quien ha
sacado a relucir esa endiablada cuestión.
-Sí, hija mía, sí -añadió don Juan con nerviosa ironía-: si he sido
yo, el insufrible, el energúmeno de tu padre. Aquí todos son buenos,
mansos e inofensivos... Ya lo ves: hasta tu madrina calla como una
muerta, señal de que también ella me quiere endosar el
mochuelo... Y es natural, ¡como yo tengo la culpa!... De todo, ¡de todo
lo malo la tengo yo, hija mía! Aquí no oirás otra cosa.
-Pero ¿:qué quieres que haga yo, Juan -dijo doña Teresa muy apenada- si en cuanto comenzáis a hablar de eso ya me tiemblan las
carnes? Lo que de buena gana haría, si pudiera, es poneros una mordaza algunas veces, como ahora.
-Con dar la razón al que la tiene, no se agravia a nadie y se evita
que las cuestiones se caldeen, -observó don Juan de Prezanes.
-Pues figúrate que fue Pedro quien sacó la conversación...
-Yo no me he acordado de semejante cosa, ¡caramba! -saltó con presteza el aludido.
-Pues ni fue usted ni fue mi padre -dijo Ana.- Sépase de una vez la verdad: quien la sacó fue Pablo.
-¡Si no he despegado los labios hace media hora! -respondió el mozo desde un rincón de la sala.
-Pues sería yo..., o el diablo, que es lo más seguro -añadió Ana,
incomodada de veras-. ¡Vea usted qué delito tan grave para que tanto
nos empeñemos en sacudirnos de él! Tengan todos un poco de tolerancia,
y verán cómo no pasan de lo justo las porfías.
-Por ese lado iban precisamente mis quejas, exclamó don Juan.
-Pues se quejaba usted con muchísima razón, -repuso su hija.
-Lo cierto es -dijo Pablo, tal vez respondiendo más a sus recónditos
pensamientos que a las palabras que oía- que no bien comienza a
sonreírle a uno un poco el corazón, ya tiene el nublado encima.
-Pues por esta vez al menos -contestó Ana- no han de faltarte brisas
que le esparzan... Y le esparcerán... Ea, ¡ya le esparcieron!
Y como al decir esto se iluminara repentinamente la sala con los
rayos de la luna, que reaparecía sin estorbos enfrente de las puertas
del balcón, añadió con suma gracia, señalando al astro refulgente de la
noche, mientras fijaba sus ojos picarescos en su padrino:
-¿:Quién es el guapo que se atreve a desmentirme?
Celebró don Pedro con recias carcajadas la felicísima coincidencia, y aplaudiéronla los demás, excepto don Juan de Prezanes, que
tuvo que morderse los labios porque no le desautorizara la risa que le retozaba en ellos.
-Y ahora -prosiguió Ana- sepan ustedes, si es que mi padre no lo ha
dicho, como lo temo, que este santo que hoy se celebra aquí, tiene
octava; en virtud de lo cual el señor don Juan Prezanes invita a
ustedes a tomar chocolate mañana en su casa, donde espera demostrarles
que si en rumbo y en despensa hay quien le aventaje, a nadie cede en
cariño y buen deseo. ¿:No es esto lo que usted pensaba decir, padre?
>-Cabalmente -respondió de muy buena gana don Juan, que no había pensado en semejante cosa.- Sólo que con la conversación...
-Se le fue a usted el santo al cielo -concluyó Ana.- Eso sucede
siempre que se habla de lo que no viene al caso. Y con esto, si ustedes
no disponen otra cosa, nos retiramos mi padre y yo, que ya es hora.
>Marcháronse, en efecto, tras una cordial despedida; y con
marcharse estos personajes, se acabó el asunto del presente capítulo.
@§
-- XIII --
Las alas de cera
Cuando Pablo y Nisco iban al cierro, su paso por las mieses de la vega era una continua observación y un incesante comentario.
¡Lo que puede la desidia! -exclamaba, por ejemplo, el primero,
delante de un prado con matorros y mimbreras- Tres años hace no más
que nació el primer escajo aquí. Con la punta de la navaja pudo
arrancarse entonces: hoy da que rozar para medio día lo que se ve, y
en una semana no desencasta los raigones el azadón. ¡Coja usted buena
yerba así! Ni más ni menos que el que le sigue. ¿:Te acuerdas
de lo que era ese prado cuando le compró su dueño? La palma de la mano
daba tanta yerba como él. Mírale hoy hecho una hermosura
por beneficiársele mucho y a tiempo. Está visto que no hay tierra mala
bien administrada, ni buena dejada en abandono... Después
(yo no sé si tú has reparado en ello alguna vez): tal es la finca, tal
es su dueño; según ella está de cultivo, así anda él de calzones.
-Lo que yo no acabo de entender -decía Nisco un poco más adelante-
es por qué esta tierra, que es buena de por sí, ha de perderse por
la charca que tiene en medio, cuando con una sangría, por la parte de
abajo, saldría lo que daña sin llevarse la frescura que beneficia.
-¿:Sabes de quién es la finca? -preguntábale Pablo.
-¿:No he de saberlo?
-Pues sabiéndolo, ¿:de qué te admiras, hombre? Su dueño es de los que
ciegan de buena gana porque otros no vean. Esa sangría tiene
que hacerse en el prado que le sigue y que peca de secano. Con las
aguas que aquí sobran, ganaba mucho el otro, y hasta los de más
abajo; y este hombre prefiere segar espadañas, juncos y rabos de zorra
en agosto, en vez de yerba superior, a que el vecino la obtenga
mediana por la virtud del riego regalado... Pues ¿:qué diremos de esta
heredad que hoy no da un garrote de panojas, en maíces tísicos,
cuando antes era un granero de punta a cabo? Aprendió una vez el
testarudo de su dueño que la cal es buena para las tierras, y, sin
averiguar otra cosa, cuanta cal adquiere desde entonces, a la heredad
con ella. Así la está abrasando, el pedazo de bárbaro, con lo
mismo que, mezclado en las debidas proporciones, le produciría buenas
cosechas.
-¡Qué quieres tú! No saben más.
-Pero saben reírse de quien les dice que se equivocan, como éste se
rió de mí cuando le dije cómo debía hacerse uso de la cal, y en
qué clase de tierras... ¡Buena va este año la heredad grande de tu
padre!... ¡Vaya un bosque de maíces!... ¡Y qué muestra de faisanes!
>-Milagros del abono, Pablo.
-Poca calabaza: así me gusta. Es fruto sin substancia, y roba mucha a la tierra.
-Pero campa en la heredad.
-Eso sí: gusta ver la planta, cargada de hojas como paraguas,
arrastrarse larga, larga, dejando enredado acá un miembro y allá el
otro,
hasta poner al sol la cabeza sobre el retoño de la linde. Pero decía un
médico viejo, a quien yo conocí, que de todas las calabazas del
mundo no sacaría el mejor químico un adarme de substancia; y a esto me
atengo. Fruto que no alimenta, ¿:de qué sirve en la heredad,
sino de estorbo?
Así llegaban al cierro, verdadero muestrario de cultivos; vasta
extensión de terreno, labrado en la sierra inmediata al monte, bien
soleado y circuido de un vallado con hondo foso, y erizado de una
espinera blanca, recia y tupida, que en la primavera, cargada de
flores, parecía un muro de nieve. Allí ensayaba Pablo sus atrevimientos
de cultivador cuando estaba en el pueblo; y desde que era
mozo y tan pronto como se acentuaron en él estas aficiones, nunca dejó
de hacer una escapada desde la Universidad, con mucha
complacencia de su padre, en la estación conveniente a sus propósitos;
pues no era imposible, durante el curso universitario,
acomodar las exigencias de las principales labores agrícolas, a los
días de vacaciones.
Cómo volaba el tiempo para Pablo mientras estaba allí metido con
Nisco examinando el cierro planta a planta y yerba a yerba,
ponderando esto y lamentándose de aquello, lo uno porque respondía
fielmente a sus imaginaciones, y lo otro porque le había
producido un desengaño, lo comprenderá el lector sin que yo se lo
explique en largas consideraciones, que habrían de fatigarle, y a mí
también. Y ahora le advierto que si digo todo lo que dicho queda en el
presente capítulo, de los entusiasmos campestres de Pablo, no
es porque yo me imagine que le sientan bien a un mozo de su edad estas
formalidades precoces, pues bien sabe Dios que con ellas
solas y sin las muchachadas por que le reprendió su padrino, y la
sencillez y noble despreocupación de que nos ha dado muestras, más
apto le juzgara para zagal de un idilio cursi, que para personaje de
una novela realista; dígolo para que, teniéndolo en cuenta el que
leyere, dé toda la significación que le corresponde a la actitud en
que, al día siguiente de haber refrescado la familia de don Pedro
Mortera en casa de don Juan de Prezanes, sin detrimento de buena
armonía, Pablo y su amigo, que no se
habían visto desde la antevíspera, caminaban hacia el cierro del monte.
Iban el uno en pos del otro, lentamente y pensativos: Pablo
tronchando yerbas y flores con una varita que llevaba en la mano, y
Nisco,
con la chaqueta al hombro y el sombrero sobre las cejas, arrollando y
desarrollando maquinalmente con sus índices una hoja de maíz.
Pasaron junto a un maizal en que habían hozado puercos muy
recientemente, y ni una palabra arrancó a los caminantes el suceso; más
adelante hallaron a una familia cogiendo una heredad, cosa que nadie pensaba hacer todavía en la vega, y ni siquiera se cansaron en
preguntar si el maíz aquél se cogía por tempraniego o
para secarlo en el horno... Aunque vieran cuervos picoteando las
panojas, y
maíces tronzados o seturas entornadas, señales de haber entrado bestias
en la mies, y tal cual prado todavía con el pelo de agosto,
seco, podrido ya y sin jugos... Nada, nada les ofrecía motivo para una
sola pregunta, ni los sacaba de sus tenaces meditaciones.
Databan éstas, que no eran tristes por cierto, de la misma fecha.
Las de Pablo nacieron del consejo que le dio su padrino delante de
Ana; las de Nisco, de su conversación con María. Desde entonces andaban
los dos camaradas como pareja de palominos atolondrados. Pablo, como
quien despierta de un sueño agradable y se deleita en armonizar ideas
no muy acordes, y en grabar en la
mente imágenes fugaces y confusas; Nisco, viendo y palpando cuadros de
bulto, con luz de colores y auras de tomillo y malvarrosa.
>Entraron en el cierro sin hablar palabra, y con el mismo silencio llegaron al punto más alto de él... Y allí se sentaron subter viridi
fronde,
quedando ante su vista el panorama de Cumbrales y lo mejor de su vega.
Llenose Pablo los ojos de aquel hermoso
espectáculo, y el pecho de aquellos aires puros y fragantes, y no dejó
Nisco de dar pruebas de que también sabía sentir la hermosura
de la naturaleza. Diolas primero mirando con avidez aquí y allá, a
pesar de sus cavilaciones; y, por último, rompiendo a hablar de esta
manera.
-Lo que se recrea el hombre con visualidades como ésta, es mucho de todo, Pablo.
Nada respondió éste, y añadió el otro:
-Pues cuando uno tiene en sus adentros algo enternecida la entraña,
por estimación a otra persona que le quita el sueño, dígote que
cosa es que pasma cómo la ves onde quiera que pones los ojos, ni más ni
menos que si la llevaras en ellos. Así es que resulta que esa
persona, sin estar delante de ti en cuerpo y alma, es a modo de luz que
te lo alumbra todo... Entiéndolo yo tal, sólo con las feguraciones de
un bien querer..., porque no cabe en lenguas ni en papeles lo que uno
viera, en salva la ocasión presente, si en manos
de uno estuviera aquello que apetece o que puede apetecer, por
convenirle.
Calló Nisco porque se enmarañaba y perdía entre estas metafísicas, y acaso también porque Pablo parecía estar más atento que a
escucharle, a contar los varazos que se daba en sus piernas estiradas sobre el campo.
Tras otro rato de silencio, soltó Nisco, de repente y a quema ropa, esta pregunta a su amigo:
-¿:Por qué no te casas con Ana, Pablo?
Con la cual pregunta sintiose el mozo tocado en lo más profundo del
alma; sacudió el letargo en que yacía, enrojeciósele el semblante,
y respondió, entre contrariado y satisfecho:
>-¡También tú, Nisco?
-No pensé que naide me hubiera cogido en el dicho la delantera
-replicó éste.- Siempre entendí que eso debía de ser; vino a cuento
ahora, y te lo dije. Por las trazas, otros más que yo te han cantado la
mesma solfa.
>-¡Muchos! -respondió Pablo con la mayor sinceridad.
Sólo a Nisco se lo había oído en el mundo; pero hacía cuarenta y
ocho horas que se lo estaba aconsejando el corazón, y el pobre mozo
pensaba que no le hablaban las gentes de otra cosa.
-Y ¿:qué es lo que te para -volvió a preguntarle Nisco- siendo cosa tan hacedera y conveniente?
-Ya trataremos de eso en tiempo y sazón, -respondió Pablo, mostrándose poco dispuesto a continuar hablando del mismo asunto.
Pasado otro ratito de silencio, dijo Nisco tímidamente:
-Pues, hombre..., ya que de eso no, bien pudiéramos tratar de algo
que se le ameja, respetive..., a otra persona. ¿:Paécete, Pablo?
-Tú dirás, -respondió éste con escaso interés.
Se le bajó el color a Nisco entonces; empañósele la voz un tantico,
señales de que iba a acometer arriesgada empresa, y habló así:
-Amigo eres mío, o no le tengo en el mundo; un sentir me enternece
de un tiempo acá, y contigo le quiero tratar como corresponde. Si,
llegado el caso, el sentir te ofendiere, cuenta que no te le dije, y
perdona..., pero considera que si de él te hablo ahora, es porque ya no
me
cabe en la entraña.
Con este exordio se despertó un poquillo la curiosidad de Pablo. Miró éste a su amigo, y díjole para animarle:
-Veamos qué es ello, señor enamorado.
-Bien sabes tú -prosiguió Nisco- que hay un decir que dice que la
primera vez que se quiere es cuando se quiere de veras... Pues yo te
puedo asegurar que ese decir es una mentira muy gorda. Quise yo a...,
esa probe muchacha que está loca por mí, y antojóseme que
aquello y no más era lo que había que ver en el mundo. Parecíanme de
mieles sus palabras; soles sus ojos, el mesmo cielo su cara, y
su cuerpo, estampa de la gracia andando; pero, hablando con verdad,
aunque todo esto me paecía, ni me quebrantaba el apetito ni me
quitaba el dormir..., como ahora me pasa con esto otro, Pablo; que tal
es, que no puedo con ello. Yo nunca tuve este desgano que me
añuda el pasapán; ni este temblor de allá dentro, que me engurruña y
apoca; ni este acabarme en sospiros día y noche; ni esta congoja
del arca, como tengo de antayer acá, sin hora de sosiego.
-¿:Desde anteayer lo tienes, Nisco? -preguntole su amigo.
-¡Desde antayer, Pablo; desde antayer lo tengo!
-¡Malos vientos corrieron ese día! -dijo Pablo sonriendo- ¡Ni aunque
hechizos los trajeran! -respondió Nisco sin penetrar la intención
de su amigo- Desde entonces es cuando ni el sueño me busca, ni el pan
me sabe, ni el trabajo me rejunde... Tal me pasa, Pablo; tal te
cuento, y el porqué sabrás también, si no te ofende.
-Vamos por partes -dijo Pablo, conteniendo a su amigo que iba animándose por instantes.- Supongo que esa mujer que tales
impresiones te causa, valdrá más que Catalina.
-¡Qué tiene que ver!...
-Será más guapa...
-¡Qué tiene que ver!...
-Más rica...
-¡Qué tiene que ver!...
-Vamos, una medio-señora.
-Medio ¿:eh?... ¡Tan señora como la que más!
-Y ¿:quiérete como tú la quieres?
-Eso es lo que yo no sé a punto fijo, Pablo.
-Pero ¿:lo sospechas?
>-Barruntos y feguraciones tengo, que bien pudieran engañarme. Por eso quiero hablar contigo y oír tu parecer.
-Pues voy a dártele en seguida.
-¡Si no te he relatado el caso!
-No lo necesito..., ni lo deseo, -dijo el mozo, muy formal.
Si receló algo que no le hizo gracia, jamás se supo; pero es averiguado que habló al hijo de Juanguirle de este modo:
-Nunca te pregunté, Nisco, por qué dejaste a Catalina; pues nunca me hablaste de ese asunto, y a mí no me gusta meterme donde no
me llaman. Ahora me llamas, y te lo pregunto. ¿:Por qué la dejaste?
-Porque me gustó la otra más que ella, -respondió Nisco sin titubear.
-Pues eso es una mala partida, y, además, un mal negocio para ti.
Así lo entiendo y así te lo digo. Tú, con tu chaqueta, tus rizos y tus
labranzas, con el hacha en la mano o bailando en el corro en mangas de
camisa, eres un mozo como no hay otro en estos lugares;
pero échate encima de repente una levita y arrímate a una señora, y
hasta los muchachos te correrán; porque todo eso que has
aprendido y antes no sabías, si te levanta mucho sobre los de tu
condición, te deja todavía a cien leguas de lo que pretendes. Doy por
hecho que una dama como la que sueñas te elevara a su altura de la
noche a la mañana, porque hay gustos para todo: ¿:qué ibas
ganando en ello, valiendo, donde te ponían, mucho menos que tu mujer? Y
yo creo, Nisco, que el matrimonio en que el marido no
sabe guardar su puesto, es mal matrimonio; y el puesto se guarda
valiendo el marido más que la mujer, es decir, siendo rey y señor de
su casa, no sólo por más fuerte, sino por más entendido en cuanto les
rodee en la esfera que ocupen ambos. Cuanto más tenga la una
que aprender del otro, más se ufanará con él y más alta se pondrá en la
consideración de las gentes. Pues dame el caso a la inversa, y
verás a los dos en la picota de la zumba; porque ésa es la ley..., y
así debe de ser. Y si esto sucede aun siendo la mujer y el marido de
una misma alcurnia y de idéntica educación, ¿:qué no sucederá cuando,
además de ignorante, él es tosco destripaterrones, y ella una
dama culta y discreta? Y ¿:cómo la mujer que comienza por avergonzarse
en público de las groserías de su marido, no ha de concluir
por perderle la estimación, y hasta por aborrecerle en secreto? Pues a
todo esto se expone, a mi entender, quien intenta lo que tú, de
golpe y porrazo y sin limpiarse antes las costras del oficio, rodando
mucho por el mundo y calándose los hábitos de señor por sus
pasos contados. Este es, Nisco, mi parecer.
Con las alas del corazón lacias y caídas le recibió el presuntuoso
hijo del alcalde, que mayores alientos aguardaba de su amigo. ¡Y eso
que Pablo sólo conocía hasta entonces el pecado! ¡Qué no se le
ocurriera si también le fuera conocido el nombre de la pecadora!
>Guardole Nisco en lo más recóndito de su memoria, y callose como un muerto.
No por verle mudo y abatido se ablandó Pablo, que era la misma sinceridad. Antes bien, tomó el punto donde le había dejado, y
añadiole estas palabras:
-Por supuesto, que tú no estás enamorado.
-¿:Qué no? -exclamó Nisco casi haciendo pucheros.
-No -insistió Pablo-. El amor necesita algo en que fundarse, y aquí
no hay más base que el viento de tu cabeza. Eres presumido; eres
ambicioso; antojósete que venían las cosas por el camino de tus
deseos..., y eso es lo que hoy te atolondra: la hinchazón de tu
vanidad, por una ganga entre cejas. Ni más ni menos. ¡Y por esa
majadería, que no pasa de un sueño tonto, dejas a Catalina!
-¡Dale con esa..., miseria! -gruñó Nisco despechado y nervioso.
Cargose Pablo de veras, y le enderezó estas razones:
>-¡Miseria Catalina!... ¡La mejor moza del pueblo! ¡Tan rica como
tú! ¡Honrada como la que más!... ¿:En qué la aventajas, meleno? ¿:Dónde
habría matrimonio más igual y más lucido? ¿:Dónde te vieras tú más
honrado, más en tu puesto, más rey y señor de tu casa,
que siendo marido de Catalina, que se miraría en tus ojos y te
adivinaría los pensamientos? Y ¿:qué otra cosa necesitas tú, con la cuna
en que naciste, la educación que tienes y el oficio que traes, para no
envidiar ni al rey en su trono?... Yo no sé adular, Nisco.
-¡Bien se te conoce, paño! -respondió éste, de muy mal humor.
-Tú lo has querido.
-Es verdad; pero no lo conté tan amargo.
-Por tu bien lo dije como a mí me sabe.
-Se agradece el deseo, Pablo; pero..., cada uno es cada uno..., y yo me entiendo.
-Pues buen provecho te haga lo que te espera, si oyes más a tu vanidad que a mis consejos.
Y con esto se acabó la conversación. Levantose Pablo, imitole Nisco;
y ambos, después de dar una vuelta maquinal por el cierro, sin
hablarse palabra, volviéronse a Cumbrales, mudos también: pensativo,
pero no triste, el uno; acongojado, lacio y gemebundo el otro.
@§
-- XIV --
Por lo fino
Pablo contaba uno a uno los días que iban corriendo sin que
desapareciera la extraña impresión que le había causado aquella palabra
prosaica y vulgar, dicha por su padrino delante de Ana, y observaba,
con asombro, que cuanto más tiempo corría, más honda se le
grababa dentro de su corazón. Arrastrábanle fuerzas invencibles y
desconocidas hacia el objeto de sus nuevas ansias; y, al hallarse a
su lado, antes crecía que se calmaba la singular anhelación de su
espíritu. Porque Ana no era entonces la traviesa y desengañada
amiga de otras veces, que le entretenía, sin cautivarle, con donaires y
zumbas en casto y fraternal abandono. Parecía haber perdido el
atrevimiento, o, cuando menos, la confianza; y a menudo encomendaba a
sus ojos tímidas empresas que debían acometer los labios.
Estas miradas, al hallarse en el camino con las de Pablo, producían
choques magnéticos, que repercutían en el corazón del sencillo
mozo y se revelaban en Ana enrojeciendo sus tersas mejillas; y aquel
color era para Pablo algo como fuego en que iba fundiéndose
poco a poco el hielo de sus pasadas frialdades.
Cuando transcurrió una semana y vio el hijo de don Pedro Mortera que
estos fenómenos continuaban en progresión creciente, declaró
de gravedad el caso. El cual tenía para él dos aspectos muy distintos:
risueño el uno, y desagradable el otro. Risueño, porque, desde la
altura a que se había elevado su espíritu, descubría espacios y
horizontes que jamás había contemplado con los ojos del sentimiento.
Encantábale el espectáculo por nuevo y por bello, y de aquel mundo
quería hacer, y hacía desde luego, la patria y el paraíso de su
alma. Pero este mismo arrobamiento, tan dulce y sabroso, le alejaba del
mundo de la realidad y de sus viejas tendencias y aficiones;
de activo, fuerte y despreocupado, transformábale en muelle débil y
caviloso; extrañábanle las personas de su trato, y él mismo se
consideraba desarraigado y sin apego dentro del hogar y en el seno de
la familia. Este era el aspecto desagradable del caso.
Pero el mozo se arreglaba mal con las situaciones complejas y con
los caminos enmarañados; quería, aunque fuera escabroso, suelo
firme y luz para caminar; considerábase a oscuras y en una senda
erizada de obstáculos inextricables; no podía retroceder, porque la
vehemencia misma de sus deseos le había cortado la retirada; y entrose
por derecho, resuelto a llegar pronto adonde se viera claro y se
pisara en firme.
Buscó a Ana, y la dijo en cuanto estuvo a su lado y sin testigos:
-¿:Qué es esto que me sucede desde el día en que tu padre, delante de ti, me aconsejó que me casara?
Siempre sobresaltan a las jóvenes preguntas de esta clase, aunque
las esperen; y Ana, con ser tan animosa y resuelta, de ordinario, no
solamente se sobresaltó al oír la de su amigo, sino que se vio en
grandes apuros para contestar, entre latidos del corazón y desmayos
del espíritu, estas pocas palabras:
-Pues ¿:qué te sucede, Pablo?
>-Sucédeme -añadió Pablo- que desde aquel instante parece que me
he transformado de pies a cabeza; que no soy lo que antes era;
que miro y veo de otro modo, y siento en otra forma... En fin, Ana, que
me desconozco. ¿:Qué pasó allí?... Yo recuerdo que te miré, y
jurara que lo hice sólo por curiosidad; que tú me miraste también, y
que las dos miradas se encontraron; que tus ojos, que nunca
fueron cobardes, huyeron entonces, y huyendo siguen, de los míos; que
de aquel choque repentino resultó algo, a modo de luz, con la
que yo vi acá dentro, en lo más hondo y oscuro de mí mismo, cosas que
jamás había visto ni pensado, y sentí lo que nunca había
sentido. Al propio tiempo, aquella luz, y tú, y mis ojos, y los tuyos,
y mi corazón, y mis pensamientos... Y el aire que nos rodeaba, y
el cielo que se distinguía..., todo era una misma cosa; cosa que yo no
podía explicar, porque era más de sentir con el alma que de ver
con el entendimiento. Apartéme de ti, y el encanto no se deshizo; pero
noté que viéndote como eres, pintada en mi memoria, daba el
mayor regalo a mis deseos. Desde entonces acá, en cuanto miran mis ojos
sólo a ti ven; y si el campo y el aire y el sol me recrean, es
porque todo lo contemplo con el ansia que siento, sin cesar de
sentirla, de verte y de oírte. Esto no me pasaba a mí antes; yo te
conocía y te trataba, como te conozco y te trato ahora, y tú eras la
misma que eres. ¿:En qué consiste esta mudanza?
Se deja comprender que Ana oyó toda esta parrafada, ruborosa y un
tanto conmovida, y que, llegado el caso de responder a la ociosa
pregunta final, lo hizo del modo más sencillo, natural y elocuente:
clavando los ojos tímidos en Pablo y callándose la boca.
-¿:No lo sabes? -añadió el impetuoso y sencillote galán- Pues lo
mismo que ahora, me miraste aquel día, y la misma luz había en tu
mirada. ¿:Sientes, al mirarme, lo que siento yo, Ana?... ¿:O es que tus
ojos queman, sin abrasarte?
>Sonriose la joven y preguntó, a su vez:
-¿:Nunca habías pensado en mí hasta ahora, Pablo?
-Sí que he pensado, Ana; pero sin ser esclavo de esos pensamientos.
Cavilando hoy en lo que he sido, en fuerza de asombrarme de lo
que soy, acuérdome de que, en mis ausencias, era tu pensamiento el que
más asaltaba en ciertos actos de la vida: por ejemplo, si me
ponderaban una mujer por aguda o por hermosa, contigo la comparaba para
calcular lo mucho que le faltaba para valer lo que decían;
si algo me robaba la atención por nuevo o por divertido, lamentábame de
que tú no lo vieras también; si un trapo de moda caía con
gracia en el cuerpo de una elegante de fama, pensaba yo lo mucho más
que luciría en el tuyo..., y así por este orden. Pero después se
borraba el recuerdo con otros bien distintos. En fin, que, sin dejar de
quererte mucho, pensaba yo que te quería..., como quiero a mi
hermana, supongamos. ¡Pero esto otro es muy distinto!
-Y si estuviera en tu mano la elección -preguntole Ana- ¿:con qué te
quedarías, Pablo? ¿:Con esto que hoy te asombra y desasosiega, o
con lo que ayer sentías muy tranquilo?
-¿:Quién deseará cegar, Ana?
-¿:Y dices eso y lo sientes, y no sabes lo que es?
-Sí, lo sé, Ana, lo sé..., es decir, sé como lo llaman las gentes en
el mundo: lo que ignoro es por qué lo siento ahora y no lo sentía
antes; por que bastó una palabra casual para que del encuentro de dos
miradas que tantas veces se habían encontrado sin conmoverse,
se produjera en mí cambio tan raro y pronto.
-¿:Y eso te asombra, Pablo?
-¿:No ha de asombrarme?
-Oye un ejemplo. Sobre un hogar frío hay un montón de ceniza; pasas
delante de él una y cien veces, y nada ves allí que la atención te
llame. De pronto, hace la casualidad que las cenizas se remuevan, y
aparece el fuego que ocultaban... ¿:Lo entiendes? -¿:Luego tú crees
que yo llevaba conmigo el fuego, y que la palabra de tu padre aventó
las cenizas que le cubrían?
-Eso mismo.
-Pero el que brilló después en tus ojos, ¿:dónde estuvo primero?
-¡Qué más te da, si le había?
-Pero no te sorprende el hallazgo.
-Porque tenía que suceder..., porque le esperaba.
-Y ¿:por qué le esperabas?
>-Porque..., porque Dios es justo y bueno.
-Mira -dijo aquí el mozo, echando el resto-: hablemos ya para
entendernos de una vez: esto que yo siento, es amor, no tiene duda; y
empiezo a comprender que es verdad lo que de él cuentan los enamorados:
bien correspondido, da la vida; pero también es puñal que
mata si no halla esa correspondencia... ¿:Siéntesla tú en el pecho, Ana?
Cruda fue la pregunta, y harto excusada, por cierto; pero ya se
habrá notado que a Pablo le gustaba mucho que le pusieran los puntos
sobre las ii, y Ana no tuvo otro remedio que responder
clara, precisa y terminantemente, según el sentir de su corazón; sentir
tan viejo
en ella, por las trazas, como las ya fenecidas indiferencias de Pablo;
con lo que éste se encalabrinó hasta el punto de que quiso hacer
público el suceso y llevar las tramitaciones por la posta.
-No tanto, Pablo, -díjole Ana entre chanzas y veras- que no por
andar de prisa se llega primero. Nadie nos corre ahora; y no te vendrá
mal un noviciado, aunque sea breve. No siempre se logra el fuego de que
antes hablábamos: muchas veces se muere a poco de
haberse descubierto. Cuida mucho el tuyo, y cuando estemos seguros de
que no ha de apagarse, yo te avisaré. Reparte el tiempo entre
ese cuidado y tus quehaceres y diversiones, lícitas, se entiende; mucho juicio... Y apártate allá ahora y haz que te paseas, que llega tu
padrino.
Desde aquel día ya supo a que atenerse Pablo; penetró en los
laberintos que le obstruían la senda y halló la luz que echaba de
menos;
y sin descender con la fantasía del Olimpo a que le habían elevado sus
nuevas impresiones, volvió a ser en Cumbrales el amigo de
Nisco, el jugador de bolos, el cultivador del cierro, el amante
incansable de la naturaleza y de las costumbres de su país... Todo,
menos el concurrente a zambras y bureos, como alguna vez lo fue, según
nos dijo su padrino, en ocasión bien señalada para esta
parejita de nuestros personajes. Es decir, que la pasión de Pablo dejó
de ser impetuoso torrente, e iba transformándose en manso,
rumoroso y cristalino arroyo (como dicen los poetas), con harto gusto y
complacencia de Ana, que fundaba en el amor firme y
arraigado de aquel noble mancebo todas las aspiraciones de su vida.
@§
-- XV --
Verdades amargas
¡Qué distintas de las de Pablo corrían las horas para Nisco!
Aquellos pensamientos, dulces como las mieles, altos y relucientes como
el sol y la luna, que saboreaba y entreveía el hijo de Juanguirle, sus
dejos tenían ya de la ruda amarga en que el desengañado amigo
los había empapado al hundirlos en la charca terrena y prosaica de sus
consejos sesudos. Ya no arrullaban los sueños del presumido
mozo dulces sinfonías, ni visiones de palacios de oro, donde reinas y
emperatrices le vestían y le calzaban, duques eran sus
mayordomos, y marqueses sus criados. Muy de continuo sentía el
cencerreo del ganado en la vecina cuadra, y en sus espaldas los
duros bodoques del mal tundido colchón de su pobre lecho; realidades de
la vida más poderosas ya que las encantadas imaginaciones
de otros días bien cercanos.
No se entienda por esto que daba Nisco por perdidas sus esperanzas;
pues bien sabe Dios que aún las mimaba y las consentía, porque
el esencial fundamento de ellas no había padecido, que él supiera,
menoscabo alguno. Pero era indudable que en la senda de flores
que recorría había topado con un tropiezo de mucha cuenta. Las palabras
de Pablo fueron claras y terminantes; y esto era muy grave,
no tanto por ser de quien eran, cuanto por estar muy puestas en razón.
Así le dolían a él en lo más hondo de su vanidad; así las
recordaba y exprimía a cada instante, y muy especialmente cuando se
miraba al espejillo colgado debajo del cuarterón de
su ventana;
como si no comprendiera entonces, aunque lo temiera mucho, que aquellos
sus rizos pegados a las sienes, el mirar blando de aquellos
sus ojos negros, aquella su belleza toda, en fin, con el saber
adquirido, por su voluntad, y el buen querer de su corazón, no eran
alas
bastantes para volar hasta el sol que había contemplado cara a cara sin
deslumbrarse. Desde el suceso del cierro (más de ocho días)
tres veces nada más había estado en casa de Pablo, y otras tantas se
habían visto y hablado los dos en la calle; pero en la calle y en
casa, Pablo no era el amigo íntimo y afectuoso de antes: hallábale
Nisco frío, reservado y lacónico hasta la sequedad; y como
ignoraba los verdaderos motivos de este cambio, achacábale a lo que más
temía; y esta aprensión le abrumaba el espíritu, porque, para
ayuda de sus males, ¡se conjuraban contra él tantos elementos!...
>Saliendo la última vez de casa de Pablo, mustio y compungido,
porque, como en las dos anteriores, halló a su amigo reservado y serio,
cerrada la puerta de la sala y los pasadizos desiertos, topó, cerca de
la portalada, con la Rámila que iba a entrar por ella.
-¡Hola, guapo mozo! -díjole la vieja, al notar que no le gustaba el encuentro-. No pensé que eras tú de los que temen.
-¡Temer yo! -respondió Nisco de mala gana- ¿:Por qué había de temer cosa alguna?
-Eso es señal de que no la has hecho. Ya sabes: quien no la hace...
-¡Ya se ve que no la he hecho!
-¿:Estás muy seguro de ello, Nisco?
-No recuerdo haberla ofendido a usted.
-¡Otra, bobo!..., si no se habla de mí. Si de mí se hablara, igual
fuera de más que de menos. Me han hecho tantas, que ya no reparo.
Pero bien pudieras habérsela hecho a otros.
-¡A nadie!
-¿:Ni siquiera a Catalina, santuco de Dios?
-¡Dale otra más!... ¡Mire usted que es tema, puño! -dijo Nisco
machacándose con los suyos cerrados en las caderas- Y a usted ¿:qué le
importa? Y por último, usted ¿:qué sabe?
-¿:Pues no he de saberlo? ¿:No ves que soy bruja, tocho?... El que me importe o no, ya es distinto, y sobre esto no reñiríamos en
ningún caso; pero te importa a ti, y, porque te importa, te voy a contar un cuento.
Nisco no sabía a qué santo encomendarse en aquel trance, ni sobre
qué pie echar el cuerpo para descansar mejor, en el desasosiego que
le consumía. De largarse trató, para cortar por lo sano; pero la vieja
se le atravesó delante, y, a mayor abundamiento, le agarró por las
solapas de la chaqueta y le dijo muy seria:
>-¡Escúchame..., o te muerdo!
Tembló Nisco al oír aquella amenaza en tal boca, y respondió, resignándose a la fuerza:
-¡Pero acabe pronto!
-En dos palabras te despacho -dijo sonriéndose la vieja; y añadió en
seguida-: Amigo de Dios, éste era un mozo soltero, con pocos bienes de
fortuna, pero amañado y trabajador que pasmaba. Pasábase lo más del día
en el monte cortando varas de avellano para
hacer en su casa zonchos y adrales, que vendía en ferias y mercados;
trabajaba además un poco de tierra prestada, y tenía una vacuca
en aparcería. Así iba tirando el hombre de Dios, con los calzones
remendados y no muy llena la barriga, pero en buena salud y muy
contento, porque no había conocido cosa mejor. Pues, señor, que estando
un día en el monte y en lo más espeso de él, porque en lo
más espeso se jallan siempre los buenos avellanos, corta esta vara y
corta la otra, cátate que oye tocar el bígaru adjunto
a sí mesmo, y
de un modo que gloria de Dios daba el oírle. Y oyendo tocar el bígaru
tan cerca, y no viendo por allí pastor que pudiera hacerlo, fuese
detrás del son; y yéndose detrás del son, apartaba las malezas; y
apartando y apartando, llegó a un campuco muy majo, donde vio el
bígaru solo arrimado a una topera grande y sonando sin parar. Pues,
señor, qué será, qué no será, acercose a la topera, y vio que en el
borde mesmo de ella y con las patucas metías en el ujero, estaba sentao
un enanuco, menor que este puño cerrao, y que este enanuco
era el que tocaba el bígaru. Viendo el enanuco al mozo, deja de tocar y
dícele: -«¿:Qué hay, buen amigo? -Pues aquí vengo», respondió
el otro, «por saber quién tocaba tan finamente; pero si es que estorbo,
me volveré por donde vine». A lo que volvió a decirle el
enanuco: -«¡Qué estorbar ni que ocho cuartos, hombre!... Sépaste que
para que tú vinieras he tocado yo». Pues, amigo de Dios, que
en éstas y otras, métense en conversación el enanuco y el mozo, y
cuéntale el mozo al enanuco todos los trabajos de su vida. Y
contándole todos los trabajos de su vida, dícele el enanuco al mozo:
-«Pues amigo, de todo eso era yo sabedor y noticioso; y porque lo
era, te llamé para preguntarte qué deseas en premio de tu hombría de
bien». A lo que respondió el mozo: -«Con que fuera mío lo que a
renta y en aparcería llevo, y dos tantos más para vivir sin esta fatiga
del monte, que es la que me quebranta, creyérame el más rico del
lugar y no envidiara al rey de las Indias. -Pues tendrás lo que deseas,
si eso te basta», dijo el enanuco. Y volvió a responder el mozo:
-«Me basta, y hasta me sobra, si bien se mira lo que hasta hoy he
tenido y el mal uso que haría de cosa mejor, por desconocerla».
Conque, amigo de Dios, cátate que le dice en esto el enanuco: «Coge de
esta tierra que ves junto a mí, y échatela en el pañuelo».
Asombrose el mozo, porque pensó que el enanuco se burlaba de él, y
tornó a decirle el enanuco: -«Cógelo, hombre, sin recelo, que de
ello tengo yo llenos mis palacios, a los que se va por este ujero en
que estoy». Por si era o por si no era, el hombre sacó del seno el
moquero, y echó en él una buena mozá de aquella tierra, y
añudó luego los picos. Y díjole entonces el enanuco: -«Ahora, vete a
casa,
y cuando te acuestes, pon debajo de la almohada esa tierra, según está
en el pañuelo. Al despertar mañana, verás si te he engañado».
Pues, señor, que lo hizo como se lo mandaron; y ¡quién te dice a ti
que, al despertar al otro día con el sol, abre el pañuelo, y ve que la
tierra se ha convertido en ochentines y onzas de oro!... ¡Más de mil
había entre unos y otras! Como que el pobre zonchero pensó
enloquecer su alegría. Pues, señor, que, entrando en su quicio poco a
poco el mozo, empezó a echar sus cuentas: tantos carros de
tierra así; tantos asao; tantas reses de esta clase; tantas de la otra;
el carro de tal modo; la casa de cuál otro... Y cátale en poco tiempo
con unas labranzas de lo mejor y unos ganados que tenían que ver: bien
comido y bien trajeado, y con buenas onzas sobrantes al pico
del arca; motivao a lo que las mejores mozas le persiguieron, echándole
memoriales con los ojos. Y bien lo merecía, que, no por ser
buen mozo y rico, dejaba de ser trabajador y honrado, como cuando era
pobre. Pero, amigo de Dios, cátate que un día se le antoja ver
un poco de mundo, cosa que jamás había visto, y plántase en la ciudad,
de golpe y porrazo. ¡Él que allí se ve entre tanta gala y
señorío!... ¡Madre de Dios!... ¡Aquéllas sí que eran mozas, con sus
vestidos de seda y sus abanicos y sus lazos de crespón y sus caras
de rosa de mayo! ¡Aquéllos sí que eran mozos, con sus casacas de paño
fino, sus borlajes de oro y sus botas relucientes! ¡Y qué vida
la suya! Éste a caballo, aquél en coche; el otro de brazalete con la
señora; paseo abajo, paseo arriba; comedia aquí, valseo allá; buena
mesa, muchos sirvientes y gran palacio... Vamos, que vivir así y vivir
en la gloria, pata. De modo y manera, que volvió el mozo a su
pueblo pensando ser la criatura más desgraciada del mundo. Volviendo
así a su pueblo, cogió duda a la borona, dio en aborrecer el
trabajo, y los días enteros se pasaba pensando en aquello que había
visto, y en ser un caballero de los más regalones; y pensando de
esta manera, quería una dama por mujer, y no había que mentarle las
mozas de su lugar, que todas le parecían poco para un personaje
como él. Pues, amigo de Dios, que abandonó las labranzas por entero, y
tuvo que comer de lo agorrao, mientras le andaba cierta idea
en el magín, que no se atrevía a poner por obra; pero cátate que no
tuvo otro remedio que ponerla, porque lo agorrao iba a acabarse, y
él no estaba por volver a trabajar las tierras que tenía en abandono.
Un día unció los bueyes al carro, puso en él media docena de
sacos vacíos, y arreó hacia el monte; y arreando hacia el monte, llegó
al sitio que buscaba; y llegando a aquel sitio, oyó sonar el
caracol del enanuco; y oyéndole sonar, se acerca al enanuco y le dice:
-«Hola, buen amigo: pues yo venía a darle a usted las gracias por el
favor que me hizo tiempo atrás, y a pedirle otro nuevo, si no
ofende. ¡Qué ha de ofender, hombre!» respondió el enanuco. «En siendo
cosa que yo pueda, pide con libertad». Alegrósele el corazón
al mozo, y tornó a decir al enanuco: -«Pues yo deseara llenar estos
sacos que traigo aquí, de la misma tierra que usted me dio la otra
vez. -Todo este campo es de ella», respondió el enanuco; «conque así,
cava donde quieras y llénalos a tu gusto. No te olvides de
ponerlos esta noche cerca de la cama para abrirlos en cuanto despiertes
al amanecer». Y con esto, metiose el enanuco por el ujero a
los sus palacios; con lo cual quedose solo el mozo; y cava, cava, en un
periquete llenó de tierra los sacos, y se volvió a casa con ellos
más contento que unas pascuas. Llegó la noche, acostose, durmió poco
con la brega que traía en el magín, y al amanecer ya estaba el
mozo más listo que las liebres; y estando más listo que las liebres,
pensaba en abrir un pozo muy hondo para guardar tantas onzas
como iban a salir de aquellos sacos; y pensando en esto, los abrió; y
abriéndolos... ¡Hijo de mi alma!... No encontró en ellos más que
la tierra que había cavao en el monte. Quedose en la agonía el pobre
hombre; y quedándose así, llegó a consolarse cavilando que,
mirando bien las cosas, con lo que ya tenía de antes le bastaba; y
cavilando esto, fue al cajón donde guardaba las pocas monedas
sobrantes... ¡Y tierra eran también, como la de los sacos!... ¡Y tierra
los papeles de sus compras! Fue a la cuadra... ¡Y montones de
tierra los bueyes!... ¡Y montones de tierra el ganado que pagó con el
dinero del enanuco! No quedaba allí otra bestia que la vaca en
aparcería. Reparó entonces en la casa, y vio que era la misma en que él
vivía cuando era pobre zonchero: a la puerta había un coloño
de varas y unos adrales a medio hacer. Gimió y golpeose, el venturao; y
al monte fue a contar su desgracia al enanuco; pero el
enanuco le dijo: -«Eso que te pasa, no puedo remediarlo yo: quien por
mi mano te dio la riqueza que has menospreciado, te dice ahora
por mis labios que la miseria en que vuelves a verte es el castigo que
da Dios a los cubiciosos que quieren pasar de un salto, y sin
merecerlo, de zoncheros bien acomodados, a caballeros poderosos». Y
colorín colorao... ¿:Qué te paece del cuento, Nisco?
-Pues no me paece cosa mayor -respondió Nisco, que había estado
escuchándole con la boca abierta.- Pero, valga o no valga, ¿:por qué
me le cuenta usted aquí?
>-Cuéntotele aquí, porque, como dijo el otro, aquí te cojo y aquí
te mato; y cuéntotele también, por si conociste tú al zonchero, o a
persona que se le ameje siquiera en los humos de la chimenea.
-¡Yo no conozco ni he conocido a nadie de esas señas!
-Pues yo sí, Nisco. Yo conozco a uno, amejao al zonchero en las
infladuras de la vanidá; un mozo que, por tener de todo, tuvo una
novia como unas perlas, que por él se moría y por él se muere.
-¡Bah, bah! -dijo aquí Nisco clavándose en la alusión de la vieja- ¡No me venga con coplas!
-No son coplas éstas, -replicó la Rámila impertérrita-: son verdades
como puños, que te importan más que a mí. Hace ya mucho que
andas caminando hacia el monte con los sacos vacíos en el carro; y te
salgo al encuentro para decirte que te vuelvas, porque sé lo que
te aguarda si los llenas como el zonchero. Aquellos tesoros no son para
ti, pobre tonto, que guardados están para quien mejor los
merece. Buenos los tienes en tu casa; vuélvete a cuidarlos, que tierra
será para ti el mejor de todos ellos, si la cubicia llega a
descubrírsete como al otro. Yo sé que hoy te quiere Catalina más que
antes te quiso: pero también sé que no te querrá así el día en que
tú seas la rechifla de Cumbrales. Y ahora, vete con Dios y perdona el
poste; pero no olvides el cuento de el zonchero cubicioso, que
has de agradecérmele.
Con lo que la Rámila se entró en la corralada de don Pedro Mortera,
y Nisco tomó el camino de su casa, mustio y contrariado... Y voy
a lo que decíamos de los elementos conjurados contra los planes de este
mozo: no bien abocó al estragal, encarose con él Juanguirle,
que iba a salir a picar leña en la accesoria, y le echó un trepe que ardía. En conclusión le dijo:
-¡Por vida del chápiro verde, que no sé qué te hiciera para quitarte
ese hipo de monja en viernes!... Pues mira que si con guantadas se
curara, ya tenías un par de ellas encima. ¡Dígote con los hombres de
ahora, voto a briosbaco y balillo! Si tienes un pesar, dile o
revienta... Si son chapucerías de desjuiciado, acuérdate de que eres
hijo de un hombre de bien, El demonio me lleve si yo sabía la
menor cosa hasta que tu madre me lo dijo esta tarde, por haberlo
aprendido ella en el río. Contábate, como yo, con los cinco sentidos
puestos en la muchacha, que, en ley de verdad, vale más que tú; cuando
salimos con que..., ¡por vida del chápiro verde!, resulta que
no hay nada de lo dicho, porque el fachendoso del hijo mío hace una
eternidad que volvió las espaldas. El porqué, tú lo sabrás: yo no
le sé ni le sabe tu madre; y en la muchacha no consiste, que así lo
juró cuando tu madre topó con ella al volver de lavar y la hablo del
caso, porque debía hacerlo. De nada te acusa más que de ausencia; por
leal se afirma y con llorar se venga. Esto la ensalza, si juró
verdad, y a ti te honra poco, Nisco... Y a mí no mucho, que tu padre
soy. Si el serlo te encoge para hablar conmigo de esos
particulares, no se los calles a tu madre cuando venga de la mies y te
busque la lengua..., porque ha de buscártela, y con mucha razón.
Lo que yo te digo es que, inocente o culpado, vuelvas a tus cabales y
cumplas con tu deber, que no tienes rentas para hacer vida de
señor manido entre cristales... ¡Y en qué tiempo, voto al chápiro!
Cuando asoma la cogedera y
más brazos se necesitan en casa, y
cuando me veo con una zancadilla a cada vuelta que doy en el
ayuntamiento. Porque has de saberte que hasta de las locuras de don
Valentín se quiere sacar partido por la gente que allí me han puesto
para que tu padre caiga en la trampa, ya que no quiere cerrar los
ojos a sus fechorías..., porque aquello, hablando en claridá, es una
ladronera consentida... Pero ¡voto a briosbaco y balillo! ¡Yo les
juro que a la sombra mía no las han de urdir allí mientras tu padre sea
alcalde!
Y se fue a su quehacer el bueno de Juanguirle, de muy mal humor,
cosa que le acontecía rarísimas veces en la vida. Pero Nisco era
testarudo; y por más que el mundo entero pareciera empeñado en meterle
por los ojos lo que sus ojos no querían ver, lo que tenía entre
cejas allí había de estarse mientras no se lo arrancara quien allí se
lo había puesto.
@§
-- XVI --
Una deshoja
Con la secura, que no cesaba por seguir el tiempo al Sur, las mieses se pusieron hechas una bendición de Dios, y en la última semana
de octubre no quedaba una caña de alubias sin pelar en
las heredades, y las panojas, bien granadas y bien secas, iban a
desprenderse
ellas solas de los maíces, si muy pronto no las amontonaban sus dueños
en el desván. Pero ¡con poco mimo las observaban éstos uno
y otro día, para dejar las expuestas a la voracidad de los cuervos, o a
los riesgos del temporal que podía presentarse a la hora menos
pensada! ¡El fruto de tantas fatigas; el pan de todo el año!
Aún no había expirado el mes, cuando comenzaron a invadir la vega, por todas sus portillas, carros con altos adrales; y cada familia
en su heredad, pela aquí, pela allí; panojas al garrote y garrotados de panojas a los carros; de vez en cuando, sube que sube los
adrales, según iban llenándose las teleras; después, los calabazos encima de las panojas y en el payuelo de
la pértiga, y hala para casa,
a campo travieso, primero, tirando los bueyes dentelladas furtivas al
retoño ajeno; y después, por la cambera, canta que canta el eje,
untado con tocino; y ya en el portal el carro, allá va la carga de
panojas arrastrada con las trentes sobre los garrotes, tan pronto
llenos
como subidos al desván, al hombro del mocetón o sobre la cabeza de su
hermana: en una pila el maíz, y aparte los calabazos; de
éstos, los duros y berrugones a un lado, para la olla; y a otro, los blandos y aguachones, para los cerdos.
En poco más de una semana se cogieron todas las mieses, y aún
sobraron días para dar una pasada con el dalle a los prados viciosos,
y para sacudir muchos castaños y recoger los entreabiertos erizos, pues los muchachos empezaban a derribarlos del árbol a pedradas,
y más de una magosta habían hecho ya con las castañas cosechadas así.
Todas estas faenas eran de ver en una casa como la de don Pedro
Mortera, donde los frutos entraban en grandes cantidades. ¡Qué ir y
venir de carros y de obreros! ¡Qué cantar en aquel corral los ejes, y
vocear los carreteros, y sonar las panojas como fuelles de papel al
deslizarse unas sobre otras entre los adrales, y después como truenos
lejanos, al caer por la rabera en
el garrote; y el acompasado
pisar, escalera arriba y abajo, de los que las llevaban al desván! ¡Y
qué pilas se iban formando en él, clase por clase; porque el maíz de
unas heredades era de grano redondo, y el de otras de diente de perro! Y cuando el desván se llenaba, la misma actividad y el propio
ruido en el vasto granero de la accesoria del corral, donde ya estaba la cosecha de alubias oreándose.
Para deshojar tanta panoja, se necesitaban muchos días y mucha gente, y esta tarea la inauguraba don Pedro con una deshoja pública,
digámoslo así, en el desván de la casa, por seguir una costumbre jamás
interrumpida en ella, ni en otras muchas del lugar. De esta
costumbre clásica de la vida campestre montañesa he hablado yo en otro
libro; mas no ha de impedirme esta consideración, que no
deja de ser atendible, dedicar unas cuantas pinceladas a aquella
deshoja de don Pedro Mortera, siquiera por el enlace que tuvo con los
descosidos acontecimientos de este insubstancial relato.
No se tasaba el número ni la calidad de las personas para entrar
allí; y en la noche de que hablo, antes de las ocho, pasaban de
cincuenta, jóvenes las más y de buen humor, las que estaban sentadas en
el suelo alrededor de una montaña de panojas. Para alumbrar
este cuadro no bastaba un farol, y había hasta tres, colgados en otros
tantos postes; y aun así no se lograba más que barrer un poco las
tinieblas hacia los fondos interminables del desván, donde se veían, apretadas y negras, debajo de las deprimidas vertientes del
tejado.
>Menudeaban los cantares de las mozas; respondían los mozos con
sus baladas lentas y cadenciosas, relinchaban, entre balada y
cantar, los que sabían hacerlo con recio pulmón y adecuado gaznate;
reíase acá, murmurábase allá; y, en tanto, las panojas deshojadas caían
en los garrotes como lento pedrisco; y la montaña del centro descendía,
socavada poco a poco, mientras crecía sin
cesar la cordillera de hojas que iba formándose por detrás de la gente;
desocupábanse a menudo los garrotes llenos, en un espacio
despejado en conveniente lugar; y el ruido que aquellas cascadas de
panojas producían al caer sobre el sonoro tablado, ruido
semejante al de un tren de artillería en calles mal empedradas, era
como el bajo del
incesante e infernal desconcierto... Y cuenta,
lector filarmónico, que esto del desconcierto lo digo acordándome de lo
fino de tu oreja; que, por lo que toca a las de aquella rústica
gente, por muy grata y sabrosa reputaban la baraúnda.
De nuestros conocidos, veíanse (lenguaje de revistero de salones) en
la deshoja, a Catalina, Nisco, el Sevillano y Chiscón. Pablo
entraba y salía a menudo, porque su padrino y Ana estaban de tertulia
en la sala con motivo de la solemnidad de la noche, solemnidad
tormentosa, pero, al cabo, solemnidad, en que los buenos amigos debían
tomar parte para tener por un lado aquellas largas horas de
barullo y desgobierno. Repito que Pablo hacía frecuentes visitas a la
deshoja, porque aquella noche le solicitaban dos impaciencias a
cual más poderosa: al lado de Ana, la de ver lo que pasaba en el
desván; y en el desván, la de volverse al lado de Ana.
Yo no sé si fue la malicia o la casualidad o el diablo quien lo
dispuso; pero es lo cierto que Catalina y Nisco estaban sentados hombro
con hombro, y enfrente de ellos, Chiscón y el Sevillano. Nisco, que no
soltaba la murria que le partía, había ido a la deshoja
«por ser cosa de Pablo», y porque no hubiera tenido racional disculpa
su ausencia de allí aquella noche. Entró en el desván con su
amigo, disimulando el gusanillo que le roía; tomó puesto a la
casualidad en medio del barullo revuelto al comenzar la deshoja, y
¡cuáles no serían su asombro y su despecho, viendo que cuando él posaba
las asentaderas en el suelo, hacía otro tanto a su lado
Catalina con las suyas (orondas y no de mal año, ciertamente)! Cambiar
de puesto, era escandalizar; pretender que la moza cambiara,
una impertinencia insostenible. Resignose y propusose tapar con máscara
risueña y jubilosa, la corajina que le hervía en el pecho.
Al principio todo fue bien, salvo algún codazo que otro que Catalina
le daba, lo cual era inevitable, porque los brazos de la moza eran
argadillos, según lo que se movían, cogiendo, deshojando y despidiendo
panojas sin cesar con las manos, y el terreno no sobraba
alrededor de la pila; pero se fue encrespando la bulla; sonaron los
primeros relinchos; comenzaron los cantares, y ya se podía echar un
párrafo a media voz con un adyacente, sin ser oído de los demás.
Esta ocasión aprovechó Catalina para decir a Nisco, con la cara y el acento de la misma sátira en persona:
-Vaya, que estarás, en el punto en que te hallas y pegante a esta
probeza, como si las tablas te quemaran el detrasero... Pues ¡cómo ha
de ser, hijo! Yo no tengo la culpa.
Nisco respondió, con la risa del conejo:
-Se está uno aquí, porque le da la gana, que estar se sabe en lugar más alto cuando al caso viene.
-Y porque no mientes, ahora -replicó Catalina-, dije yo lo dicho...
¡No faltaba más! Basta mirarte, hijo, sin saber lo que se sabe, para
ver
que este puesto no es el tuyo. La probeza aquí, como San Pedro en Roma;
pero la gente fina, como tú, a la sala con los señores.
-¡No sería la primera vez!
-¡Ya se ve que no!... ¡Y como que a la presente te estarán echando
de menos! Tonto serás, Nisco, en perder la ganga por este cumplido
que nadie te agradece.
-¡Cada uno a su hacienda, Catalina!
-Vamos, que con lo grandona que va a ser la que te espera, no te
vendrá mal un mayordomo... ¡Vaya, que fue estrella la tuya, hombre!
-¡No escomencemos!
-¡El diantre tiene cara de condenao!... ¡Mira que tendrás que ver,
del brazalete de una señora tan pudiente y tan fina, coleando la
casaca por esas callejas!... Oiréis la misa adjunto el altar mayor...
¡Jesús y los santos del cielo no me falten en mis últimas!... Otra
lotería como ella nunca cayó en Cumbrales.
>Amoscose más Nisco, y respondió a esta burla:
-¡Te digo que no escomencemos..., y que no traigas en boca a quien de ti no se alcuerda!...
-¡Ni de ti tampoco, fanfarrias! -saltó Catalina con reconcentrado
veneno, aunque bien disfrazado con sonrisas falsas para que los
circunstantes no le conocieran.- Como no comas otro pan que el que por
ahí te venga, buenas tripas vas a echar ogaño. Toma surbia
con solimán de lo fino, y maja terrones por recreo, que eso es regalo
para un descastao y fachendoso baldragas como tú... ¿:No te dije
yo que cuanto más subieras mayor sería la costalada? Pues ya te la
estás arrascando días acá... Aunque piensas que no miro, bien te
veo con el moco lacio, contando los morrillos de las callejas.
¿:Diéronte portazo? ¡Bien lo merecías! ¡Toma estudios ahora y date
vientos de señorío, mondregote, que más arriba está quien manda, para
hacer josticia seca!
Nisco recibió todo este metrallazo a la oreja, sin poder contestarle
a su gusto, porque la ira le cegaba ya y temía dejarse arrastrar de
ella en aquel sitio. Dominose como pudo, y remató el altercado
amenazando a Catalina con un desaire en público, si no enfrenaba la
lengua. Temió la moza y callose... Por entonces, porque su boca fue un
alfiler para Nisco mientras duró la bulla en el desván.
Y aconteció también que, como la una y el otro siempre que hablaban
se sonreían, aunque de muy mala gana, Chiscón, que no los
perdía de vista un instante, tomó al pie de la letra aquel falso
regocijo; creyole señal de una reconciliación, y vio, por ende, su
pleito
en riesgo grave. Así lo entendió también el Sevillano; por lo que se
brindó de nuevo a despachar el estorbo, si al de Rinconeda le
convenía este atajo para llegar más pronto al fin de su jornada.
-Me dio a mí ya que cavilar -dijo Chiscón- lo que paso al respetive
del sitio. Con ella vine, a mi vera estaba aquí, presentose allá él; y
cuando pensé que me sentaba arrimado a ella, ya la vi onde la ves
ahora. Pues la puerta me abrió; que no, nunca me dijo..., pero esto
no lo entiendo.
-¡Zi no hubiera tú largao tanta zoga!... -replicole el Sevillano.
-Verdá es -dijo el otro- que por ansia de asegurarla mucho, bien
puede haberse escapao la ocasión. Eso ha de verse luego; que tal está
el particular, que no deja más espera.
Era Chiscón hombre poco palabrero en cosas que le llegaban a lo
vivo; y después de decir esto, no quiso que allí se hablara más del
asunto; pero continuó viendo y observando.
Cuando cesó lo más recio de la bulla, porque los gaznates se
cansaron de gritar, comenzaron los dichos y los relatos a entretener a
la
gente. Se apuntó algo sobre si entraría o no entraría el facioso en
Cumbrales; pero la mitad de los oyentes no creían en la existencia de
él, y la otra mitad daba el riesgo por fraguado en la imaginación del
ocioso don Valentín; por lo cual este asunto dio poco
entretenimiento. Pero salió a relucir la tribulación de Tablucas, ¡y
esta materia sí que absorbió los sesos a la gente! Por lo que allí se
dijo, desde que nosotros vimos a Tablucas en la taberna de Resquemín,
el asunto del perro no había mejorado un punto, si es que no
andaba peor: los mismos garrotazos a la puerta en anocheciendo, y el
propio animal en el murio en cuanto alumbraba la luna; la viuda
asegurando que nada se oía ni veía de ello a tales horas; la familia embrujada llenando de cruces puertas y ventanas de día, y
tiritando de miedo por la noche; algunos vecinos de la barriada encerrándose en casa al ponerse el sol, por si acaso;
muchos otros del
lugar, recelosos de todo perro desconocido, y, lo que más importaba, el
pobre Tablucas sin hora de sosiego para trabajar la herencia
que traía entre manos, y dar en el quid de una dificultad que no podía
vencer en la máquina que imaginaba para pinchar lumiacos.
Uno de la deshoja aseguró que, pasando una noche a su casa por
delante de la de Tablucas, oyó los tamborilazos; que, mirando por una
rendija de la portalada, creyó ver una persona que se metió corriendo
en casa de la viuda; pero que de perro en el murio no vio pizca. Un
viejo que esto oyó, dijo mal de aquella mujer, y mezcló en los
supuestos al hijo de don Valentín.
-¡Jos! -exclamó otro de los oyentes- eso, ya pa con tocino, tío Pamplingue... Por ahí no va el agua de los tamborilazos.
-No vos diré que vaya -repuso el viejo-. Dicho es que vos dije por
lo que dicen; que yo, ni entro ni salgo. Porque también se dijo si en
cá de Tablucas se fisgoneaba mucho lo que pasaba en cá de la su vecina;
y bien pudieran, a modo de escarmiento, y pa cerrar los ojos
a éste y al otro... Pero tocante a lo del murio, ¡eso pasma de too!
Sobre lo del murio, no faltó quien dijo que podría consistir (según
parecer del señor cura) en unos cantos gordos que había a medio
caer en el lomo del paredón; los cuales cantos, vistos desde casa de
Tablucas y alumbrados por la luna, a poco que el miedo hiciera de
por sí, bien pudieran parecerse a un perro muy grande. Respondiose a
esto que el tal perro se veía a unas horas y a otras no; a lo que
replicó el sustentante (también por boca ajena) que eso consistía en
que la luna no siempre alumbraba por el mismo lado, y que
«según era el punto de alumbre, así resultaba la fegura».
Se desechó este supuesto y cuantos se apuntaron allí fundados en lo
hacedero y acomodables a las leyes del sentido común; y cátate,
pío lector, con éstas y con otras tales, a la pobre tía Rámila sobre el tapete.
Ya para entonces había descendido la montaña de panojas
lo suficiente para que todos los deshojadores pudieran verse las caras,
aunque algo turbias y de lejos; y una sola conversación
entretenía a todos los circunstantes..., esforzándose mucho la voz.
¡Horrores se contaron allí de la bruja! Apenas hubo persona en el
desván que no la debiera algún agravio y que no la hubiera visto,
en tal o cual forma extraña, después de cometida la fechoría; y
unánime estuvo la gente aquélla en declarar que era punto menos que
herejía el mimo con que se la trataba en casa de don Pedro
Mortera (aquí se bajó mucho la voz), donde se le daba entrada franca, y
tentar a Dios manosearla como la manoseaba la señorita
María, que tanta hermosura tenía que perder. Hablose después de otras
brujas, y de las maldades de las brujas, y de todos los
remedios conocidos contra todas las brujas del mundo, y se fue a parar,
por fin y remate, a que lo de los tamborilazos a la puerta de
Tablucas, y lo del perro del murio contiguo a su corral, era obra de la
Rámila..., porque no podía ser otra cosa.
En esto, ladró el mastín de don Pedro Mortera en la garita de la
corralada, y, casi al mismo tiempo, se oyó en el desván un grito de
espanto:
>-¡Ayyy!
Y un segundo después:
>-¡Ahí..., le tenéis! ¡Qué vos come!
-Estos gritos los daba el Sevillano. El primero se le escapó del
pecho porque, desde que tanto se hablaba en Cumbrales de lo del
murio, le levantaba en vilo el inesperado latir de los perros. El
segundo le dio para borrar el mal color del otro; y como todo se
concebía en aquel valiente menos el miedo, celebrose la ocurrencia por
los circunstantes (saturados de relatos y comentos de brujas en
figura de canes) después de haberse estremecido de horror, aunque no
tanto como el Sevillano que, del primer respingo, se alzó dos
jemes sobre la greña de Chiscón, el cual, puesto de pie, le sacaba un
palmo.
No pasó de aquí el incidente, porque, deshojada la última panoja de
la pila, y siendo a la sazón muy corrida la media noche, subieron,
detrás de Pablo, los sirvientes de la casa, con sendos garrotes
repletos de castañas cocidas, humeando todavía, más una gran botija,
capaz de seis azumbres, llena de aguardiente. Repartió Pablo las
castañas con una caldereta, y tres veces anduvo la rueda sin un
tropiezo. No así el que escanciaba el aguardiente, puesto que halló uno
en cada moza soltera, sabe Dios si por aborrecerlo todas; con
lo que tocó a más a las casadas y a los hombres, puesto que no quedó
gota en la botija.
Y vuelta entonces a los cantares, mientras comenzaba el desfile;
cantares alusivos a todos y cada uno de los señores de la casa,
presentes junto al arranque de la escalera del desván, pagando, aunque
soñolientos y decaídos, con sonrisas y ademanes, pues las palabras no
se hubieran oído, los saludos de la gente que se marchaba con estruendo
y temblor de todo el edificio.
¡Y en el corral cantares, y en la calleja relinchos y más cantares!
Nisco salió solo; Catalina, con la gente de su barriada; y como en
todas ellas se armó ruido, alborotándose los perros que, aun sin que
nadie los hurgue, no cierran boca en toda la noche; muchos valientes
volvieron a pensar en lo del murio, y el Sevillano se agarró a
Chiscón y no le soltó hasta la puerta de su casa, pues todo aquel
trayecto hubo de necesitar, por las trazas, para convencerle de que no
debía de acompañar en público a Catalina, después de lo visto, hasta
hablar con ella en debida forma.
Cuando el de Rinconeda tomó por la vega el camino de su lugar, solo
y casi a tientas, porque no había luna aquella noche, aún
llegaban a sus oídos los moribundos ecos de alguna balada, el cansado
latir de los perros alborotados, y hasta el alegre cantar de más
de un gallo madrugador.
Chiscón entonces soltó un relincho que repitieron todos los ecos de
la vega; y ningún otro ruido turbó ya la negra soledad de su
camino, sino el triste, lento y remoto gemir del cárabo en el monte, y
el bufar de una lechuza que pasó volando hacia el campanario de
Cumbrales.
@§
-- XVII --
La derrota
El domingo siguiente, después de misa, hubo en el local de la escuela, debajo de la sala consistorial, una concejada como
no se había
visto en todo el año. Sabíase de qué se iba a tratar en el concejo de
aquel día, y faltaron contadísimos vecinos. Don Valentín llegó de
los primeros, apenas se oyó el tran, tran, tran de las campanas.
Juanguirle, rodeado de sus concejales, ocupó la presidencia en el
sitial
del maestro; manifestó el objeto de la reunión, y hasta aventuró un
discursillo encareciendo las ventajas de las derrotas,
mientras las gentes, como sucedía en Cumbrales, no supieran dar a las
mieses destino mejor, desde noviembre a marzo; invocó, en
apoyo de su parecer, la ley de la costumbre, tan vieja allí como el
mundo (pues no había prueba de lo contrario), y sometió el caso al
acuerdo, que había de ser unánime, de sus administrados, para dar así
debido cumplimiento a lo mandado «arriba». El discurso
alcanzó la aprobación del concejo, exceptuando a don Valentín, que se
levantó airado de su asiento para llorar los males de la patria y
los peligros de la libertad. Puso todo este lacrimoso cuadro enfrente
de la criminal indolencia de sus convecinos, «amenazados día y
noche por el azote afrentoso del perjuro», y concluyó diciendo:
-Do ut des. ¿:Queréis derrota? Dadme ayuda; prestadme recursos para rechazar la invasión del déspota o morir con gloria en la batalla.
A este precio tendréis mi voto, sin el cual no se pueden abrir las mieses de Cumbrales.
Tomose esta actitud de don Valentín en muy diversos sentidos. Quien
la aplaudía entre burlas y cháchara; quien, menos paciente,
denostaba al veterano y al concejo que hacía caso de semejantes
chapucerías. Los que así se expresaban eran los más; y ya el debate
iba tomando mal aspecto para don Valentín, cuando Juanguirle, haciendo
valer su autoridad, restableció el orden y el silencio, y dijo
así:
-No hay que acelerarse, ¡voto al chápiro verde!, ni sacar las cosas
de su quicio natural, para entenderse las personas. El señor don
Valentín se queja del poco aprecio que aquí se hace de esos amenículos
de política que le quitan a él el sueño de un tiempo acá; pero
hay sus más y sus menos respetive al caso, y se tocará el punto en su
día, con su cuenta y razón de pulso y patriotismo. Lo que ahora
importa y aquí nos reúne, es lo de la derrota; y sobre este particular, estamos, gracias a Dios, en la mejor conformidad todos los
presentes.
-¡Menos yo! -gritó don Valentín.
-Así se ha entendido aquí, ¿:no es cierto? -dijo el alcalde, paseando una mirada maliciosa por todo el concejo.
>-Cierto, -respondió éste a una voz.
>-¡Repito que no! -volvió a gritar don Valentín, estrujando entre
sus manos el enfundado sombrero- ¡Yo me opongo a que se abran las
mieses este año!
-En vista de tal conformidad -dijo el impasible alcalde- se acuerda la derrota y se levanta la sesión.
>-¡Protesto contra esta infracción de la ley! -vociferaba el
veterano- ¡Invoco mis derechos de vecino libre..., de ciudadano
español!
¡Viva la libertad!... ¡Exijo que mi protesta conste en el acta para
acudir en queja adonde deba acudir!
¡Como si callara! La algarabía de la desordenada muchedumbre ahogó su voz temblorosa y descompuesta; y, a mayor
abundamiento, las campanas comenzaron a tocar a derrota.
Aún no había cesado la sonata en el campanario, cuando se oyó otra
más recia y atronadora en todas las callejas del lugar: mezcla de
bramidos, cencerradas, silbidos y jujeos. Nadie había soltado aquella
mañana sus ganados, en espera del acuerdo concejil que las
campanas publicaban ya con sus sonoras lenguas por todos los ámbitos de
Cumbrales.
>Desaparecieron como por encanto los portillos y seturas de las
mieses; y cada una de las brechas resultantes fue vomitando en la
vega el ganado a borbotones, en abigarrada y pintoresca mezcla de
especies, sexos, edades y tamaños: la mansa oveja y el retozón
becerro; la cabra arisca y el perezoso buey; la dócil burra y la gentil
novilla; la sosegada vaca, el inquieto potro de recría y el toro
rozagante. Tras el ganado y por el lado de la Cajigona, que vuelve a
ser nuestro observatorio, apareció la gente que lo había
conducido, y mucha más que se le fue agregando; pero la parte juiciosa
de ella no pasó de los bordes de la meseta. Los muchachos, armados de
sendos palos terminados en gruesa y curva cachiporra, se lanzaron mies
abajo, silbando al vacuno, apaleando a las burras, ladrando a las
ovejas y espantando los potros con gritos y aspavientos. Pero no era
necesaria tan ruidosa excitación para que
las inofensivas bestias dieran al traste con la formalidad; pues no
bien sus pezuñas hollaron el blando suelo de la mies, toda la
extensión de la vega les pareció poco para campo de su regocijo.
>¡Válgame Dios, qué triscar el suyo y dar corcovos y sacudir el
rabo! ¡Qué mugir los unos, y relinchar los otros, y balar aquestos, y
rebuznar por allí, y bramar por el otro lado! ¡Qué embestir los chicos
a los grandes, y hacerse éstos los temerosos y los débiles por
chanza y pasatiempo! ¡Qué revolcarse los burros, y galopar los potros
sin punto de sosiego, como si el lobo los persiguiera! ¡Qué
derramarse por la cuesta abajo el compacto rebaño, y entrar en la
cañada, largo, angosto y serpeante, verdadero río de lana tomando la
forma de su lecho! ¡Qué gallardearse a lo mejor el becerrillo negro con
humos de toro, junto a la apuesta novilla, y escarbar el suelo,
y bajar la cabeza, y mirar en derredor con fiera vista, y hacer la
rosca con el rabo, sin qué ni para qué, puesto que ningún rival le
disputaba el campo! ¡Qué perder el tiempo en estos alardes que no eran
agradecidos ni siquiera observados! Hasta el manso y
trabajado buey olvidaba su esclava condición, sus años y sus fatigas,
para tomar parte en el general holgorio con tal cual amago de
corcovo mal hecho y aun ciertos asomos de galanteo a la vaca de su
vecino.
A todo esto, ni pensar en pacer seria y formalmente. Se tiraba un
bocado al fresco retoño de la hondonada, pasando de largo; y otro,
más lejos, a la paulina de la heredad; y luego otro, de
refilón, al verde de una regatada; y así se andaba y se probaba todo
sin fijarse
en nada, creyendo acaso que lo desconocido era más sabroso que lo ya
probado. Faltaba el tiempo para recorrer la blanda y fragante
alfombra de la vega; y el loco y desacorde vocerío y el sonar incesante
de esquilas y cencerros, enardecía las bestias, y túvolas sin
juicio ni sosiego cerca de una hora.
>Calmados los ímpetus poco a poco, los sesudos bueyes humillaron
la cabeza sobre el elegido terreno para pacer de veras y a qué
quieres estómago; trocose en manso lago, sobre este prado o aquella
heredad, cada rebaño que antes fue torrente de ovejas;
enderezose el burro, harto de revolcarse; y sin sacudirse la basura,
ahogó los últimos suspiros, roncos y desconcertados, entre cogollos
de helechos arrancados a la sombra de una mimbrera terminal; los
potros, dejando de correr, cruzaron de dos en dos los enjutos
cuellos, se expulgaron a dentelladas y por largo rato... Y todo
movimiento fue cesando en la vega, hasta que no se oyó en ella otro
ruido que el sonoro y acompasado de las esquilas y los cencerrillos de
las bestias, que los movían al pacer blanda y sosegadamente.
>Entonces se retiró a paso lento, con los brazos cruzados y la
pipa en la boca, el último de los espectadores que habían contemplado
el descrito cuadro desde lo alto de la meseta por el lado de la
Cajigona, seguro de que, al anochecer, su ganado, sin otro conductor
que
el natural instinto, estaría a pie firme y rumiando a la puerta del
establo o a la del corral, esperando a que se la abrieran.
En tanto, los muchachos dispersos por la vega fueron reuniéndose en pandillas; una de las cuales, la más numerosa y apta para el
lance de que vamos a hablar, se posesionó de la vasta y limpia pradera que comenzaba pocas varas abajo de la Cajigona.
Pasaban de veinte los muchachos, cada cual con su cachurra (el
palo de que antes se habló); todos descalzos, los más de ellos en
mangas de camisa, y no eran los menos que llevaban al aire la cabeza,
trasquilada de medio atrás hasta el pescuezo. A esta sección
pertenecían, como cabos de ella, Birriagas, largo, chupado y pálido, muy reñidor y no cobarde; Cabra, incomparable salteador de
huertas y robador de manzanas; tan ducho y hábil, que distinguía de noche, y sin catarlas, las carretonas de las piqueras;
Bodoques, corto de resuello y gordo, pero fuerte; seco de palabra y de muy respetado consejo; Lergato (lagarto), sutil y marrullero para
escaparse sin una desolladura de donde sus camaradas dejaban tiras del pellejo; Lambieta, goloso y desdentado; y, por último, Cerojas,
así llamado por dos lobanillos negros que tenía en la cara y comenzaron
a asomarle poco tiempo después de haberse dado una panzada
de las llamadas bruneras; en el huerto de Asaduras.
>Tratábase de un desafío a la cachurra, o a la brilla, como también se dice; juego que se inaugura y cesa con las derrotas, porque sólo
en las praderas de la mies puede jugarse, y vociferaban y se revolvían los muchachos de la pandilla sobre quién debía de arrimarse a
quién para equilibrar con el posible acierto las fuerzas beligerantes. Hízose al cabo lo que propuso Bodoques, y quedó la tropa
dividida en dos bandos, figurando en el uno Birriagas, Lergato y Cabra, y en el opuesto Bodoques, Cerojas y Lambieta, con sus
respectivos soldados de fila. Se echaron pajucas entre Bodoques y Cabra, y tocole la mano al primero; el cual, como tonto, eligió para
brillar la cabecera alta del prado en que se hallaba la patulea.
Sacó luego del bolsillo una bola de madera, del tamaño de una pelota; requirió su cachurra, que era de acebo con porro macizo
y a la
veta, y se fue a ocupar su puesto. Los demás muchachos se escalonaron
prado abajo en dos filas paralelas, cara a cara, a la distancia
de dos cachurras próximamente. Los últimos, en el último tercio del
prado y bastante lejos de sus camaradas respectivos, se situaron,
frente a frente, Cabra y Cerojas. Entonces puso Bodoques la bola de
madera, o sea la catuna o la brilla (que de ambos modos se
llama), encima de una topera, previamente amañada; se escupió las palmas de las manos; empuñó con las dos el extremo de la
cachurra, y gritó con toda su voz, sin dejar de hacer la puntería a la catuna:
>-¡Brilla va!
A lo que respondió Cabra, su contrario, poniéndose en guardia:
>-¡Brilla venga!
Y replicó Bodoques:
-¡Al que rompa una pata, que la mantenga, y si no, que la venda!
Dicho lo cual, hizo unas rúbricas en el aire con la cachurra, y
¡plaf!..., allá fue la brilla, rápida y zumbando, por encima de los dos
ejércitos en expectativa.
>Corrieron debajo de ella siguiéndola, y Cerojas se dispuso a socorrerla con su cachurra para pasarla sin
que tocara suelo; pero erró
el golpe por ir muy alta; y Cabra, más sereno, dejándola perder fuerza
y altura, la recogió en el aire y a su gusto, y la volvió de un
cachiporrazo hasta muy cerca de la topera de donde había partido. Dos
varas más, y pierden el juego los de Bodoques. Pero andaba
éste muy alerta; la tomó con su cachurra apenas tocó el suelo, y la
volvió al medio del prado. Como iba rastrera entonces, cayeron
sobre ella las cachurras a manojos; y entre ruidoso machaqueo y
discordante vocerío, tan pronto subía la catuna como bajaba. Hubo
un instante en que más de diez cachurras la sujetaron contra el suelo,
no queriendo nadie que su enemigo la arrastrara a su terreno.
Entonces Bodoques, que era forzudo, tiró con brío, y un poco al sesgo,
un cachurrazo al montón; y mientras la brilla salió rápida del
atolladero, las cachurras saltaron como si las volara una mina; y cuál
de ellas machacó la nariz del propietario; cuál la espinilla del
colateral; otra levantó en la frente chichones como el puño, y alguien
se quedó, tras de contuso, desarmado. Hubo, por ende, ayes y
por vidas de dolor, amenazas y protestas; y lo de soldado en tierra no hace guerra,
fue invocado por ambos ejércitos en apoyo de sus
conveniencias respectivas. Mas como en la porfía no se lograba siquiera
el armisticio, y entre tanto el juego continuaba más abajo con
varia suerte, poco a poco, mitigándose los dolores de los contusos,
fueron los ánimos entrando en caja; y aunque renqueando unos y
palpándose otros los coscorrones, cada cual se arrimó a su bando, y
continuó con nuevo empeño la partida, que, al cabo, ganó la
gente de Bodoques, metiendo la catuna en la heredad con que lindaba la
cabecera baja del prado.
Como el que gana es el que tiene derecho a brillar, y brilla desde
el mismo sitio en que ha ganado, las dos hileras de combatientes
cambiaron de terreno al brillar Bodoques; es decir, que jugaba prado
arriba la que antes había jugado prado abajo, y viceversa.
Tal es el juego de la cachurra, o brilla, que dura en la Montaña
tanto como la derrota. El lector ha visto que se reduce a pasar la
catuna
de un lado a otro del terreno elegido. Para impedir que el contrario lo
consiga antes por su banda, hay mil ardides con que los
muchachos prueban su destreza; engaños lícitos, algo parecidos a los de
que se valen los jugadores de pelota. Todo es permitido allí
menos la intrusión de un jugador en el terreno del contrario. Cuando
tal acontece, se le apercibe con estas palabras: a tu tierra, que te
pego un palo;
advirtiendo que el terreno de cada cual está bien determinado siempre
por las cachurras mismas en ejercicio, frente a
frente y porro con porro. Pero, por lo común, si la partida está muy
empeñada, se prescinde del apercibimiento y, a buena cuenta, se
larga el palo en la espinilla o en los nudillos del pie desnudo.
Juego, en fin, de lo más higiénico y entretenido, si no fuera por
las quiebras que lleva aparejadas, de piernas, dientes y otras no menos
integrantes y estimadas porciones del jugador.
@§
-- XVIII --
El secreto de María
Los mejores mercados de la villa (porque en la villa se celebra uno cada semana) son los del maíz nuevo.
En ese tiempo no hay pobres
en el país, y cada cual acude a aquel concurridísimo centro de riqueza,
a proveerse de lo que no tiene con un poco de lo que menos
necesita. Al calorcillo de esta animación, hormiguean los tratantes y
las mercancías de mil especies; y unidos todos estos estímulos a
la suavidad de la temperatura, la belleza del lugar y la abundancia de
las vías de comunicación, acontece que cada mercado es
entonces una fiesta en que toman mucha parte las gentes desocupadas del
contorno.
En Cumbrales no abundan las distracciones para personas de la
condición social de Ana y María; por lo cual aprovechaban éstas la
del mercado, muy a menudo, especialmente en otoño. Y no se crea que
iban a la villa entonces con el único fin de recrearse: llevaban
los bolsillos bien repletos, amén de una interminable lista de cosas,
en un papel o en la memoria; en la cual lista había de todo, desde
el manojo de chiribías, hasta la vara de raso; desde la palangana de
loza, hasta la resmilla de papel de cartas; desde la madeja de seda
para bordar, hasta el bombasí para un refajo; desde la libra y media de
queso pasiego, y el molinillo del chocolate, y el paquete de
azucarillos, y las zapatillas de alfombra, y las tres libras de arroz,
y la cerraja para el armario, y el vidrio para el cuarterón de tal
ventana, etc., etc., hasta el lienzo para los calzoncillos de don Juan o de don Pedro, o el tartán para
el vestido de invierno de doña
Teresa. Para conducir este revoltijo de especies inconexas, acompañaban
a las jóvenes sus respectivas fámulas de mayor empuje, con
sendas cestas de mimbre pelado, de dos asas, a la cabeza, sobre el rueño de
colores, bien guarnecido de picos pespunteados. Las
leyes del bien parecer no exigían otro acompañamiento que éste a dos
señoritas que iban al mercado; pero, a mayor abundamiento,
Ana y María solían llevar el amparo de doña Teresa, o el de don Pedro,
o el de don Juan, y vez hubo de ir los tres juntos; pero una,
nada más. Y vamos al caso.
Después de los sucesos referidos en los últimos capítulos; cogidas y
derrotadas las mieses y comenzadas las deshojas donde había mucho
que deshojar, y hasta desgranado el maíz donde éste era el pan y la
moneda de la casa; hechos dos tórtolas Ana y Pablo, y no tan
regocijada, pero sí muy animosa María, acordaron los tres ir juntos al
mercado el primer día que le hubiera en la villa, si el tiempo no se
entornaba; y como el tiempo no se entornó, el acuerdo llegó a cumplirse.
El camino derecho para ir a la villa desde Cumbrales, es por encima
de Rinconeda; pero es mucho más blando y placentero el del
valle, y éste usan las gentes de Cumbrales mientras las lluvias del
invierno no reblandecen el suelo de las praderas y le hacen
intransitable en algunos sitios las pozas y los pantanos. Este camino
tomaron, en la susodicha ocasión, por la Cajigona abajo, Ana,
María y Pablo, con dos mozas de carga, bien trajeadas, rozagantes y
frescotas, antes que el sol llegara al fin del primer cuarto de su
diaria carrera. Caminaban los cinco en ringle, porque el sendero era
angosto y en los prados sentían los pies la frescura y humedad del
rocío, aún no seco por el sol que aquel día andaba a la greña con las
nubes. Como los bajos de Ana y de María se mojaban al rozarse
con la yerba, y para que esto no sucediera era preciso levantarlos, y
levantándolos se descubrían los altos del
parlanchín y menudo
zapato, y algo más que los arranques de la fina y estirada media,
Pablo, que iba detrás de Ana, con un pretexto mal urdido por ésta,
pasó a la cabeza de la fila.
>Mientras así caminaban, por todos los senderos que desde el
pueblo iban a parar al que nuestros amigos seguían, bajaban gentes con
el mismo rumbo que ellos. Por lo común, mujerucas con la cestilla al
brazo o el saco lleno sobre la cabeza. Unas pasaban de largo
después de saludar muy atentas, y otras se agregaban al grupo de las
señoras: charlatanas insufribles, aduladoras sin medida, o torpes
y encogidas hasta la tartamudez. De las primeras era la Cotorrona,
alta, seca y acartonada; alegre sin ser risueña, y relatora incansable
de lo suyo, de lo ajeno y de otro tanto más. Nunca perdió un mercado, y
jamás se supo a qué iba a ellos, con una cesta colgada del
brazo izquierdo y cubierta con un refajo tirado sobre el hombro. Nada
compraba ni vendía, aunque todo lo sobaba y ponía en precio;
pero dejar de tomar a la salida, en una taberna de su devoción, el
pucherete de potaje y dos cuartos de queso... Antes faltaría el pedazo
de borona para «el su hombre».
Esta mujer se puso detrás de Ana, y comenzó a despotricar sin que
nadie se cuidara de ayudarla ni de contradecirla. En ocasiones dejaba
la tarea, no para descansar, sino para meterse donde no la llamaban;
como verbigracia:
>-Alevante un poco más, doña Ana, que le arrastra entovía la
randa por la herba... ¡Jos!, no me mirara yo tanto en su caso, que por
cierto, vida mía, bien tiene que locir... ¡Vaya, que quien ve esa
cinturuca, tan fina que se puede abarcar con la llave de la mano, y
esos
pies de cañamón en dulce, no pensara que tan rollizas las tenía,
hija!... Dígote que onde menos se piensa... Bendito Dios, ¡cómo
rejunde el buen sustento!... Y no me dejará doña María por mentirosa,
aunque esa más a la vista lleva la rebustez. ¡El Señor las
conserve tan majas y locías para salú propia y bien de los caballeros
que tengan la suerte de merecerlas! >Sonreíase Ana, bajaba
María las faldas hasta los pies, y carraspeaba Pablo. Tornaba luego la
Cotorrona a rajar con la lengua famas y caudales; terciaba de
vez en cuando en el empeño algunas de las mujeres pegadizas; y de este
modo se habló allí de cuantas gentes pasaban al mercado; de
lo que llevaban, de lo que traerían, de lo que dejaban en casa, de la
cosecha, del ganado, del ayuntamiento, de lo del perro,
y, por
último, de las «malas almas» de Rinconeda, cuyas mieses comenzaban a
pisar a la sazón las murmuradoras y sus taciturnos y
aburridos oyentes. Pablo, en tanto, espantaba las mansas bestias que
pastaban cerca del camino, para que nada temieran las dos
jóvenes, o las ayudaba a saltar esta zanja o aquel vallado; tareas en
que el mozo disimulaba mal el gusto con que oprimía la mano o
ceñía la cintura de la hija de su padrino.
>Acabáronse las praderas y comenzaron los callejos, muy ásperos
aunque cortos; pero no calló un punto la Cotorrona, por más que
Ana lo intentó muchas veces. Después de los callejos, la sierra, donde
el camino se arrastra entre brezos y matorros. Allí necesitaron
Ana y María abrir las sombrillas, porque comenzaba el sol a calentar.
Breve fue la subida, pues la sierra no es muy larga; y estar en lo
alto de ella es estar en la villa, porque ya se la ve abajo, con la
cabeza reclinada en la falda del monte, tendida en la linde del valle
de
que es dueña y señora; valle quizá el más hermoso de toda la Montaña,
regado por el mismo río que hemos visto pasar al Norte de
Cumbrales.
Ana y María, en un impulso que es instintivo en las mujeres en
semejantes casos, antes de comenzar a bajar la sierra, que espeso
monte es por aquella vertiente, se arreglaron el cabello y los pliegues
de la falda, como dama que llega a la puerta de un salón de
baile, y se detuvieron un buen rato, no tanto para orearse y descansar,
como para deshacerse de la molesta compañía de la Cotorrona.
>Quedáronse al fin solas con Pablo y las dos fámulas, y así
entraron en la villa por aquel arrabal, hasta donde llegaba el reflujo
del
hervor que se oía más adentro; refugio de gentes dispersas y errabundas
que iban y venían sin derrotero fijo, entre casas desperdigadas y medio
campesinas todavía.
>Andando, andando, las casas iban uniéndose y enfilándose unas
con otras, el gentío espesaba y los rumores crecían, hasta que se
llegaba al foco de la ebullición, verdadero mar de cosas y de gentes,
con sus bramidos sordos y su agitación incesante. Este mar
estaba en la plaza, vastísimo espacio circuido de grandes edificios con
espaciosos soportales de arcos de sillería. ¡Lo que había sobre
aquel encachado suelo! El cestuco de patatas; el taleguillo de harina;
los nabos de Reinosa; los limones de Cóbreces; las calladas del
Puente; la triguera de chiribías; la banasta de manzanas; el queso de
las Cabeceras; el celemín de fisanes; las tres parejas de pollos;
las dos docenas de huevos... Todas estas menudencias y otras infinitas, delante de los vendedores, acurrucados en el suelo en
apretadas hileras. Después, en espacios más anchos, los zapatos de Novales; las abarcas de Carmona; los yugos y prisiones de
Cieza;
los montes de pan en roscos, en cruz y en tortas; los calderos y
trébedes de Balmaseda; los puestos de baratijas, como dedales de
acero, alfileteros de latón, navajas de poco más o menos, cordones de
estambre y gargantillas de cristal; las montañas de pimientos
morrones y choriceros; los corderos en capilla,
quiero decir, atados de pies y manos, jadeantes, con los ojos revirados
y la punta de
la lengua fuera de la boca, ora en el suelo, ora danzando en el aire
sopesados por el comprador; las ollas y cazuelas de barro; las cestas
de mimbre; los garrotes de Peñamellera; la vasija valenciana;
amoladores y zapateros ambulantes; gallineras de Asturias..., y
demonios colorados; y entre todo ello, los compradores curiosos yendo y
viniendo, oprimidos, casi prensados, guardando el
equilibrio, bregando sin cesar y ayudándose unos a otros para avanzar
un paso en el continuo atolladero de contrarios oleajes, más
irresistibles que por su fuerza, por su ruido ensordecedor y mordicante.
>Publicábase a gritos la mercancía; a gritos se regateaba, y a
gritos se la ofrecían más barata desde otro puesto al comprador
indeciso; a gritos se pedía paso donde, contra toda ley, no le había; a
gritos se quejaba quien no podía apartarse a un lado por falta de
terreno para moverse; a gritos se saludaban las gentes y a gritos se
citaban y a gritos se entendían; el ferretero tocaba con el martillo
una palillera sin fin sobre la mayor de sus sartenes;
cacareaban los gallos; gemían los cabritos amontonados; gruñían los
cerdos que
pasaban, a rempujones, del mercado de los de su especie desdichada;
resonaban las panderetas probadas por mozas de buena mano, y
los dalles heridos contra las piedras; roznaba el paciente burro del
pasiego, atado a un pilar de los soportales, libres sus lomos por
entonces de la carga que su dueño publicaba a voces un poco más allá;
sonaban las campanillas de un puesto de ellas, sacudidas una a
una por el aldeano que buscaba un par bien acordado, cuando no
zarandeaba con toda su fuerza un collar cargado de esquilones...
¡Qué es lo que hay que oír!; chirriaba el eje del carro que pasaba
cargado de maíz; aullaba el perro perseguido a puntapiés por el
queso robado o el pan mordido; cantaba el ciego al son de la ronca
gaita, y el lazarillo al de su pandereta, herida a puñetazo seco;
sonaba el martillo del herrador, y el mazo del hojalatero..., y, en
fin, la campana del reloj cuando callaban las de la iglesia.
En los soportales alzábanse, sobre improvisados mostradores,
cordilleras de paños y bayetas de todos los imaginables colores, y
había
detrás de los mostradores tiendas atestadas de los mismos géneros y
otros sin número; y en cada calle de las que partían de la plaza,
tiendas y más tiendas, y hasta en los rincones de los edificios mal
alineados; y más lejos, otro mercado donde los granos y frutos de
muchas especies entraban por miles de fanegas y de arrobas; y más lejos
todavía y en adecuado lugar, otro mercado de bestias de
cerda; y lo mismo que en la plaza principal, en los soportales, en las
tiendas, en las calles y en los otros mercados, gente y más gente,
y ruido y más ruido.
>Quisiera yo que el lector de ultrapuertos no tomara a broma esta
pintura que le borrajeo de un pueblo montañés, que es, en España,
quizá el primero entre los de su modesta categoría. Esto por lo que
hace a su rápido crecimiento; pues si se mira su belleza externa y
la del paisaje que le circunda, es aún más difícil hallarle competidor.
>Volviendo al asunto, digo que muy buen rato antes de mediodía,
comenzaron a verse en el mercado las damas de la villa, en elegante
arreo, husmeando los puestos de la plaza, con su cortejo de galanes de
punta en blanco. Mirábanlos de reojo y con recelosa curiosidad
los caballeretes de los pueblos, que braceaban en aquel mar, un tanto
desaliñados y polvorientos, a causa de la fatiga y estrago del
camino, y dejábanse mirar los de la villa con piadosa complacencia,
seguros de su importancia incomparable.
A María, corta de genio y muy desconfiada de su valer, la
acoquinaban las actitudes de aquel encopetado señorío, ante el cual, a
pesar
de su lozana frescura y de su intachable atavío, se creía fea,
desgarbada y mal vestida. Ana, por el contrario, dejándose llevar de su
natural franco y abierto, parecía complacerse en excitar la curiosidad
por el gusto de vencerla con su mirar valiente, que sabía hacer
burlón y desdeñoso sin esfuerzo y muy al caso. Cuanto a Pablo, no hay
para qué decir lo que se aburría y mareaba entre el barullo, sin
curarse más de lo que pasaba ante sus ojos, que de las copias de
Calaínos.
Ya, para entonces, estaban las cestas repletas, y hasta colgaban de
las asas, por fuera, muchas cosas que dentro no cabían; pero no
había que pensar aún en volverse a Cumbrales. Necesitaban antes dar una
vuelta por la villa y un vistazo a los otros mercados; porque
cuando de ellos se vuelve a casa, los que no han estado allá hacen
muchísimas preguntas; y es bueno saber entonces a cómo iban las
alubias, y el maíz, y las patatas, y los cerdos de cría y los de
matanza, para responder a todos.
Y brujuleando así entre calles, vio Ana que por la acera de enfrente
venía un mozo muy guapo y apuesto; que este mozo miraba
mucho a María; que María se puso encendida como la grana, y que el
mozo, no muy dueño de sí, anduvo, al cruzarse con ella,
atarugado y confuso, amagando palabras que no pronunció y saludos que
no hizo. Siguieron los de Cumbrales calle adelante, y el mozo los
acompañó con la vista; y como María, al doblar la esquina, miraba hacia
atrás con el rabillo del ojo, clavose el hombre en
aquella especie de anzuelo, y siguió desde lejos a María. Al cabo se
arriesgó; y en la primera parada que hicieron los de Cumbrales,
acercose, al amparo del barullo; saludó muy cortés y habló a María sin
misterios ni dengues y como si fuera la cosa más natural del
mundo; por lo que Pablo no paró mientes en ello. Pero Ana sí, y hasta
distrajo a Pablo y logró que, durante el paseo por la villa, María
y el galán apuesto se despacharan a su gusto.
Al salir para Cumbrales, preguntó Pablo a María, después de contestar al reverente saludo con que el mozo se despidió:
-¿:Quién es ése?
A lo que contestó María con mucha serenidad:
-Pues uno de aquí, que me conoce.
Y no se habló más del caso. Pero andando monte arriba, quedose Ana
muy roncera, hasta arrimarse a María que iba detrás de todos; y
mientras Pablo trepaba a largos pasos y le seguían jadeando las dos
mozas, con las cestas sobre la cabeza, dijo aquélla a su amiga:
-¿:Tiene algo que ver..., ése que te conoce con el abismo de que hablábamos tú y yo en cierta ocasión?
-¿:Por qué me lo preguntas? -preguntó, a su vez, María.
-Porque lo sospecho. ¿:Quién es?
-Hijo de don Rodrigo Calderetas.
-Pues cata el abismo, y no me digas más.
>-¿:Abismo te parece a ti también, Ana?
-Hablo por tu boca..., pero mayores los hay en el mundo: como uno que yo me temí. ¡Qué barbaridad! ¿:Dónde tenía yo el
entendimiento?
-¿:Pues qué pensaste, Ana? -preguntó María con viva sorpresa.
-Nada, hija, nada; sino que, a veces, tal se ensartan las
casualidades y tales visos toman de verdad, que llega uno a ver hasta
bueyes
que van volando.
-Cierto -dijo María, sonriéndose-: por una sarta así, llegué yo, en
una ocasión, a sospechar de ti algo parecido; sólo que a mí me duró
menos la sospecha, aunque no me la quitaste con razones como la que tú
acabas de descubrir: bastome un poco de reflexión.
-Pues entonces estamos en paz en ese extravagante pensamiento... ¡Qué tiene que ver! Y ahora, dime ¿:Dónde conociste a ése que te
conoce?
-En la villa.
-Ya; pero ¿:cuándo?
-Cuando vine con mi madre, dos años hace, a pasar unos días en casa de aquellos parientes suyos que se volvieron a Asturias poco
después.
-Y ¿:cómo os habéis arreglado para continuar lo comenzado entonces?
-Por cartas.
>-¡Hola!... ¿:Por el correo?
>-¡Virgen María!... ¡Quién me lo mandara! A la mano.
-Y ¿:por qué mano, inocente de Dios?
-Por la de la Rámila.
-¡Miren la cordera que no teme las brujas!... ¡Vaya si supo poner el
secreto en lugar seguro! Y no pensaste, criatura sin malicia, que a
negocio en que anda la mano del diablo no puede ayudarle Dios?
>-¿:Créesle desesperado, Ana? Dime la verdad, sin zumbas.
-¿:Estás segura tú de que..., ése que te conoce te quiere como se debe?
-Sí, porque yo he impedido que se acerque a mi padre.
-¿:Por qué lo has impedido?
-Por la guerra en que está el suyo con él. ¡No se pueden ver, Ana!
-¡Bah! Cosas de tu padre.
-Pero ¿:qué piensas tú del caso?
-Que le dejes de mi cuenta.
-¡Mira que está muy oscuro!
-Yo le sacaré a la luz.
-¿:Con qué, Ana?
-Con otro caso menos difícil. Verás cómo se enredan los dos; y hasta
puede llegar el tuyo a ser causa de grandes bienes para todos.
-¿:Qué caso es ése?
>-Delante de los ojos le has tenido y no le has visto. Pero, en
fin, ya te lo explicaré cuando deba, Ahora, chitón, que nos esperan
Pablo
y las muchachas allá arriba.
>Acabaron de subir la cuesta; descansaron todos un rato en la
loma; y sin otros sucesos que dignos de narrar sean, llegaron media
hora después a Cumbrales, sanos y contentos, cada cual a su modo,
aunque un tanto despeadas y correosas las fámulas, y algo
polvorientas y rendidas, pero muy guapas, las señoras.
@§
-- XIX --
Retazos
En esto, don Rodrigo Calderetas escribió una carta a don Juan de Prezanes, en la cual carta decía, entre otras cosas, la gran
persona:
>«Menester será que redoble usted la vigilancia y active los
trabajos en ese terreno, porque no hay momento que perder. El Barón no
sosiega un punto y revuelve los imposibles. El Marqués confía en sus
buenos amigos, entre los que, con justicia, le cuenta a usted, y
así me lo dice. Para mantener las filas apretadas y reclutar soldados
nuevos, no le duelan a usted larguezas del género consabido: aquí
estoy yo para cuanto ocurra, y detrás de mí, lo que usted sabe, que
puede y manda y no deja mal a sus amigos, por nada ni por nadie.
Lo verá quien dude y le sirva, si, como otras veces, es preciso, por el
bien de Estado, saltar por encima de ciertas consideraciones y
respetos. En estas batallas no hay otro remedio que ser un poco duro de
corazón con el enemigo tenaz. Dígame qué exigencias
presentan esos auxiliares, para ir formando poco a poco el expediente,
llamémosle así, que he de elevar adonde ha de ser despachado
con las debidas recompensas y los necesarios escarmientos.
»Nos está haciendo mucho daño el diablejo de Asaduras. Háblele, oígale, y cómprele, pida lo que pidiere.
No habría necesidad de
recurrir a estos extremos, que parecen un tanto reñidos con la sana
moral, si ese amigo de usted y que tanto lo fue mío cuando yo no
me había resuelto aún a sacrificar mi reposo y mi hacienda al bien de
este país desventurado, que va hundiéndose en el abismo por las
ruindades y atrevimientos injustificados de cuatro ambiciosos
intrigantes; si ese amigo, repito, no llevara tan lejos su tesón y sus
escrúpulos. Él se entenderá... Y yo también le entiendo. Sí, amigo mío,
le entiendo; y aunque me duela decírselo a usted, me consta,
con nuevos datos, que no solamente es desafecto a las instituciones que
todos veneramos, sino que también trabaja sordamente contra
ellas y contra los que las apoyan, sin exceptuar a los amigos y
compadres... Téngalo usted muy en cuenta, pues le interesa mucho; que
a no interesarle tanto, no se detendría en estos enojosos pormenores un
caballero como yo. »Traigo entre manos el asunto del alcalde,
única persona que no es nuestra en ese ayuntamiento; mas para quitarle
se necesita envolverle en una maraña cualquiera, que sirva de
pretexto a la causa que se le forme. El secretario se ha comprometido a
desempeñar satisfactoriamente ese ligero preliminar,
con la
insignificante condición de que se aprueben ciertas partidas de las
cuentas municipales que aún andan por allá en tela de juicio.
Cuento con la aprobación solicitada, y, por tanto, doy por destituido
al alcalde, pues no cabe dudar de la destreza y buenas agallas del
secretario. No se olvide que este alcalde es obra de don Pedro Mortera,
que no tuvo reparo en librar una verdadera batalla contra
usted, que guerreaba por Asaduras. Recuérdoselo a fin de que no se pare
en cualquier escrúpulo de amistad que pudiera asaltarle la
conciencia, cuando se resuelva, como lo deseo, a ayudar al secretario
en sus propósitos. En la penuria en que se nos quiere poner, no
debemos desperdiciar ni las migajas. »Por eso le recomiendo mucho
también la pretensión del amigo don Valentín, con cuya falange
no podemos contar con seguridad a la hora presente. Ya sabrá usted que
ese respetable veterano tiene empeño en que se apruebe y se
ejecute ahí su plan de defensa contra el enemigo, en el caso probable
de que éste intentara entrar en Cumbrales. El tal don Valentín
vino a verme esta mañana y me explicó minuciosamente el proyecto.
Pareciome complicado, costoso y de éxito infalible; pero se
queja el valiente veterano de que nadie le presta atención ahí, y teme
no hallar los elementos que necesita para realizar sus patrióticos
fines. Atribuye él en gran parte esta frialdad de sus convecinos a la
influencia reaccionaria de cierta persona que no quiero nombrar
porque no crea usted que me complazco en indisponerle con ella,
complacencia que no cabe en el corazón de un caballero como yo;
pero muy bien pudiera no equivocarse don Valentín. Lo cierto es que
éste no votará a otro candidato que al de las gentes que le
ayuden en la empresa, o no votará a nadie si nadie le ayuda a él. Por
demás comprendo que no es grano de anís lo que desea y
necesita, y que hasta tiene sus puntas de locura la ocurrencia; pero no
hallo inconveniente en que se te preste atención y se haga algo
en muestra del buen deseo. Lo cierto es que nosotros, los liberales de
orden y de arraigo, no estamos bien con las manos cruzadas
delante de los criminales acontecimientos que son causa de los desvelos
de don Valentín, y juzgo que un alarde bélico de Cumbrales
contra el obscurantista rebelde, sería el mejor efecto en el país;
sobre todo, si lográramos eslabonar con ese noble y patriótico
sacudimiento, la candidatura de nuestro amigo el marqués de la Cuérniga.
»Como usted comprenderá, señor don Juan, yo no hago otra cosa que
dar la voz de alerta y aconsejar lo que, en mi pobre juicio, debe
hacerse: a ustedes toca lo restante, puesto que les interesa más que a
mí el buen éxito de la batalla. Así cumplo con mi deber; y crea
usted que no es leve esa cruz que arrastro. ¡De qué buena gana se la
cediera a los que envidian mi legítima importancia en el país!
Porque, después de todo, los pueblos son ingratos, y me pagan con
perfidias y deslealtades los sacrificios que hago por ellos».
Horas después que la carta, llegó Asaduras a casa de don Juan de Prezanes.
No describo a este personaje, porque no me le tachen de parecido a
cierto Patricio RigÜelta, pariente suyo muy cercano, por parte de
padre; la cual semejanza, después de todo, no tendría nada de
particular, pues la da el oficio de ambos, o, por mejor decir, la
naturaleza, que produce ciertos hombres formados ya para ejercerle con
fruto y lucimiento.
Y hablando el tal Asaduras con don Juan de Prezanes, llegó a decir de esta suerte:
-Mucho me alegro de que se resuelva usté a abrir la mano (cosa que
hasta el presente no ha querido hacer, por lo cual el asunto no ha
pasado entre ambos a mayores) para que se vea y se cuente lo que hay en
ella; pues, a mi modo de ver, éste es el camino único por
donde las gentes de bien llegan a entenderse... Pues yo, señor don
Juan, voy a decirle a usté en lo que estimo la ayuda que con tanto
empeño me busca para el marqués de la Cuérniga, y mucho me alegrara de
que el precio no le pareciera subido, porque, en rigor de
verdad y tanto por tanto, mejor quisiera servirle a usté, que es, como
quien dice, de casa, que a ningún otro forastero de los que
trabajan la partida al barón de Siete-Sucias... Son corazonás de la
nobleza de uno, que no se pueden remediar. La tierra jala siempre a
los suyos... Y vamos al caso. No es usted ignorante, señor don Juan, de
que yo pretendí, en tiempo legal, los terrenos que cercó junto
al monte el señor don Pedro Mortera. Era más pudiente que yo; subiolos
en remate hasta donde él solo era capaz de alcanzarlos, y
quedose con ellos... Hemos de ser justos, en buena ley. Pero yo no los
perdí nunca la que les tuve, ni se la perderé en los días de mi
vida, porque los ojos me llevan al mirarlos hechos un jardín. ¡Qué
cierro, señor don Juan!... Pues ese cierro es lo que yo pido por
servirle a usted en esta ocasión... Ya veo que usted se asombra, y es
natural si se mira el caso por derecho; pero déjeme acabar. Están
en regla los documentos del remate; todo se hizo como la ley manda;
pero yo le aseguro que si usté me ayuda a mover a estos
concejales que son de usté, antes de ocho días no conoce aquel
expediente la madre que le parió; se hace una denuncia a tiempo; la
apoya don Rodrigo, que ya está en autos; se manda abrir el cierro; se
encausa al ayuntamiento que engañó a la Administración con
documentos falsos; se vuelve a sacar a remate del modo que yo diré, y, sin que pasen tres semanas, el cierro es mío.
-. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
-¡No se enfade, por Dios, señor don Juan!, que, en postre y
finiquito, ésta es una proposición como otra cualquiera. Si no gusta,
tan
amigos como siempre; pero no se olvide que yo no me comprometí a decir
cosa que a usté le agradara, cuando usté me brindó a
proponer lo que me pareciera más conveniente. Y ahora oiga otra
condición que tengo que poner todavía; y eso, porque soy muy leal
y juego siempre limpio: he de estar en posesión buena y bastante de ese
cierro, quince días antes de las elecciones. Si usted me sirve
al tenor de lo expuesto, de usted seré con todas mis fuerzas; si no,
cumpliré honradamente mis compromisos con el señor Barón, que,
si no me da el cierro, porque no puede, cómo otros podrían, sabe
corresponder rumbosamente con los amigos con aquello que está a
sus alcances.
-¡Pero, hombre, no se alborote usté así por cosas de tan poco momento!
-. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
-¡Anda, hijo, anda! ¿:Conque en lugar de ponerme por mote Asaduras,
debieron haberme sacado las mías?... Pues mire usté: olvido de
buen aquél esa ofensa, por la gracia que me hace lo otro de que si
guerrea contra don Pedro, es sólo por tesón de que no valga la suya;
y que tan aína como él le conceda una pizca de razón en lo que usted
hace, con él se irá adonde él quiera llevarle.
-. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
-¡No, no!... ¡Ya veo que le pone usted cerca de los santos del cielo; y mucho deben valer esas alabanzas en boca de un enemigo!
-. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
>-Hombre, enemigo dije por lo que a la vista está en la ocasión
presente y lo que ha estado en otras tales. La verdad es que, si vamos
a
hilarlo muy delgado, bien pudiera quebrarse entre los dedos. ¿:En qué
manifiesta corresponder a la buena amistad que usted le guarda?
En casos como el presente, no le ayuda: en otros parecidos, le combate
a muerte; si usted dice que blanco, allí está él para sostener
que es negro, hasta en los puntos de menor cuantía; y si a creer vamos
lo que rutan las gentes, no tienen ustés día de paz completa,
por oponerse a todo su genio mandón y riguroso. Yo no diré que esto sea
tirria y mal querer hacia usté, como algunos lo aseguran,
porque en tales adentros no debo meterme; pero el demonio me lleve si
tiene trazas de sentir cariñoso ni de buena intención.
-. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
-No fue tal mi ánimo, señor don Juan: he respondido a un reparo que se me ha hecho, y nada más.
-. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
>-Cierto; pero don Rodrigo me dice que se lo proponga a usté;
usté me llama a su casa; vengo y se lo propongo... De modo y manera
que, apurando las cosas, lo feo de la propuesta no está en ella ni en
mí, sino en el oficio que usted trae y de sí lo da.
-. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
-¡No es insolencia, señor don Juan, sino la verdad pura!
-. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
-Eso es muy distinto: en su casa, usté es el amo, y en su derecho
está al plantarme en el corral; pero entiéndase que si usté no me
hubiera llamado, yo no hubiera venido. Y con esto me largo, que también
yo tengo casa, donde soy amo y señor..., y no debo nada a
naide.
Por último, llegó don Valentín; y tras un largo discurso, enderezado
a probar el deber en que se hallaban los hombres libres de resistir
a todas horas y en todos terrenos «al perjuro, que de nuevo manchaba el
suelo de la patria con su planta inmunda», se expresó así:
-Hay más relación de la que usted se figura entre servir yo al
candidato de ustedes, y ayudarme ustedes en la empresa que me quita el
sueño. Yo soy esclavo de mis principios políticos, y a ellos ajusto los
actos de mi vida civil. Entra en mi conciencia política la
ejecución del plan que traigo entre manos; y ayudando a los hombres que
me ayuden, cumplo con mi deber, porque sirvo a mi causa,
a la causa de la libertad, que es la causa de la patria; y, por
consiguiente, obro con arreglo a mi conciencia. Yo bien sé, señor don
Juan, que la empresa es peliaguda y de riesgos; pero se intenta
siquiera; se ponen los medios; y, al último, si no se vence en ella, se
muere con honra. Y es peliaguda la empresa, porque no es fácil
despertar en estas gentes embrutecidas ciertos sentimientos delicados,
con los cuales hacen proezas otros pueblos, y hasta vencen los
imposibles; pero también sé quién tiene la culpa de ese
embrutecimiento ignominioso en que vegetan nuestros desdichados
convecinos... ¡Vaya si lo sé! Aquí, señor don Juan, tiene más
arraigo de lo que a usted se le figura la causa del perjuro; aquí
conozco yo a un pudiente que, so capa de no querer meterse en barullos
de política, sirve en grande a la de su devoción, y quizá conspira en
la obscuridad de sus escondrijos misteriosos; quizá él y los
esbirros negros que le ayudan, afilan hoy el puñal con que a usted y a
mí ha de herirnos mañana el brazo del tirano que se guarece
ahora un poco más allá de esos montes. No tengo necesidad de decir a
usted quien es ese pudiente, rémora de todo progreso liberal en
Cumbrales.
-. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
-No me ciega la pasión ni me engañan los ojos que han envejecido
mirando de qué pie cojean los hombres; y ciegos deben ser los de
la malicia de usted si no han visto mucho de lo que yo digo.
-. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
-Eso que usted me responde honra mucho a su corazón; pero deja los supuestos como estaban. El señor don Pedro Mortera no es
trigo limpio, ni, hablando en plata, tan leal amigo de usted como usted lo es suyo.
-. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
-¿:En qué me fundo?... Y ¿:quién mejor que usted puede saberlo? ¿:En qué le ha servido? ¿:De qué apuro serio le ha sacado a usted
cuando se ha visto con el agua al pescuezo en sus peleas electorales? ¿:Qué testimonio público ha dado jamás de que es capaz de
hacer por usted..., lo que por él está usted haciendo ahora: defenderle?
-. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
>-Cierto: nunca vi que delante de él le ofendiera a usted nadie;
pero igual hubiera sido, porque casos se han dado, según cuentan..., y
yo me entiendo.
-. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
>-Repito, señor don Juan, que obra usted como un caballero al expresarse así; y me callo, puesto que lo desea, aunque con el
sentimiento de no quedar convencido; pero otra vez será. Por de pronto, conste, en abono de mi conducta, que, hablando de la
enfermedad, no podía yo menos de investigar las causas de ella. Para concluir, señor don Juan: ¿:qué hay de mi pleito?
-. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
-Eso no es decir nada.
-. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
-Bien conozco que usted solo muy poca cosa puede hacer; pero si no se da el primer paso siquiera...
-. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
-Pues una cosa parecida respondo yo: veremos, señor don Juan,
veremos; y según sea el amparo que usted me preste hoy, así será el
auxilio que le dé yo mañana. Ya sabe usted dónde vivo; perdonar el mal
rato..., y hasta cuando usted quiera.
El mismo demonio no dispusiera mejor un plan para sacar de quicio a
don Juan de Prezanes, que saboreaba con avidez las relativas dulzuras
de las nuevas paces hechas con su compadre y amigo. Don Rodrigo Calderetas, Asaduras, don Valentín, personajes
inconexos entre sí, por educación, por ideas, por aficiones; y, sin embargo, unánimes los tres en considerar a don Pedro Mortera
enemigo solapado del quisquilloso jurisconsulto. ¡Y se lo contaban a éste sin reparo! ¡Qué de cosas no sabrían cuando tales
insinuaciones se les escapaban de los labios!
Así es que al bueno de don Juan le chisporroteaba el cerebro en cuanto se quedó solo y se puso a meditar.
-¡Y sea usted dócil -exclamó de pronto dando un puñetazo sobre la
mesa y apartando, de un puntapié, la silla en que estuvo sentado- y
humíllese usted y, en bien de la paz, olvide heridas y agravios, y bese
la mano que ha de darle la puñalada en el corazón! ¡Y todavía
seré yo el lobo indomesticable, y él el apacible y manso cordero!...
¡Hipócrita!... ¡Bribón! Pedro yo te aseguro que no has de salirte
con la tuya. Lucharé sin punto de sosiego, por lo mismo que estas
luchas te incomodan; y venceré, para que veas que ni te temo ni te
necesito... ¡Si yo no voy a tener otro remedio que hacer al fin una
barbaridad!
En esta tensión estaban sus nervios cuando topó con don Pedro
Mortera, en uno de los paseos vertiginosos a que se había entregado
en la sala.
@§
-- XX --
Emociones fuertes
-A tiempo llegas, ¡vive Dios! -bramó el jurisconsulto, trémulo y erizado.
-¿:Ya estás con la mosca, hombre? -respondió don Pedro, parándose junto al hueco de la puerta- ¿:Dónde demonios la cogiste? ¿:Por
qué te pica ahora?
-¡Y tienes el candor de preguntármelo!
-¿:Es decir que yo debo saberlo?
>-Debieras presumirlo, cuando menos.
-¿:De manera que estamos como estábamos?
-Así lo quieres tú y así sucede... ¡Y así sucederá, mientras los
hombres no lleven, como yo, la conciencia en la palma de la mano, y
escritos en la frente sus pensamientos!
-Todo eso me huele, Juan, a que has dado suelta a los tuyos, y te
andan a calabazadas en la mollera. ¡Que nada te aprovechen los
escarmientos y nada te enseñe la experiencia...!
-Tienes razón, Pedro: nada me enseña la experiencia..., tanto me
cuesta creer en la falsedad de los hombres ¡Y cuánto disgusto me
ahorrara si más escarmentado fuera; si de una vez para siempre cortara
por lo sano e hiciera un deslinde en el campo de ciertas
intimidades!
-Como la nuestra, ¿:no es eso? Mira, Juan: el pensar a voces, como tú
piensas y quieres que piensen los demás, tiene la contra, amén
de otras muchas, de que se hacen públicos los pensamientos ruines, como
esos que, por las trazas, me consagras ahora. Por fortuna,
te conozco muy a fondo; y, porque te conozco así, te los perdono, sin
usar el derecho que me das, pensando mal de mí, para
preguntarte por la causa de ello. ¡Qué hermoso manicomio fuera el
mundo, tan lleno de hombres aprensivos, si todos pensáramos a
voces, como tú lo deseas!... Pero dejemos esto ahora.
-No he de dejarlo, ¡vive Dios! Que me interesa mucho ponerlo en claro.
>-Corriente, Juan; pero como yo no he venido a tratar de ese
punto, aplázalo siquiera hasta que yo te diga a qué vine; y, entre
tanto,
piensa de mí cuantas maldades quieras.
Esto dicho por don Pedro Mortera, detuvo a su amigo que por delante
de él pasaba, muy agitado; asiole el brazo y le introdujo en el
gabinete; a todo lo cual se prestó el jurisconsulto como una máquina,
pero una máquina cargada de pólvora y erizada de mechas
encendidas entre espinas de acero. Cuando estuvieron encerrados los dos
compadres, dijo de muy mala gana don Juan de Prezanes, continuando allí
sus paseos:
-¿:A qué tantos misterios? ¿:Qué es lo que tienes que decirme?
-Que merecías que no te lo dijera, por obcecado y, cascarrabias, -respondió don Pedro Mortera.
>-¿:Puedes decirme a qué has venido, sin provocar nuevos
altercados? -repuso don Juan, desentendiéndose de la chanza de su amigo.
-He venido -respondió don Pedro- a pedirte la mano de Ana para mi hijo Pablo.
No es dado a la rudeza de mis pinceles pintar con exacto parecido la
impresión que estas palabras causaron en el jurisconsulto de
Cumbrales. El corazón, el cerebro, los nervios, cuanto en su ser había
de inteligente y sensible, se conmovió al mismo tiempo por
muchos y diversos modos. Lo inesperado del caso; la vehemencia de su
amor a Ana; las prendas de Pablo, a quien quería como a un
hijo; la alegría reflejada en el noble rostro de su compadre; las
ruines sospechas con que él le ultrajaba un momento antes; el inmenso
beneficio con que le brindaba el enemigo supuesto, y la mal probada
lealtad de los amigos que con tan negros colores se le pintaban,
la inquebrantable entereza del uno; las sospechosas veleidades de los
otros; lo que estaba pasando entonces; lo que le había pasado
toda su vida; su soledad de siempre; el abrigo y el amor de una familia
para en adelante, cuando el frío de la vejez le amenazaba con
sus rigores y sus tristezas... ¿:Quién sabe lo que aquel hombre vio en
un solo instante, a la luz de un relámpago de su cerebro
tempestuoso!
Tembló de pies a cabeza; pensó que le faltaba suelo donde pisar, o
que el techo se le desplomaba encima; trocose la fiereza de su
semblante en mansa dulzura, y apenas halló voz en su garganta para
decir a su amigo, volviéndose hacia él rápidamente:
-A ver, hombre..., a ver... Hazme el favor de repetirme las..., eso, ¡eso que me has dicho!
>Sonriose don Pedro, que estudiaba grado a grado la transformación de su compadre, y le complació así:
-Que te pido la mano de tu hija Ana para mi hijo Pablo.
>-¡Jesús, María y José!
-¿:Tanto te asombra la pretensión, Juan?... ¿:Es posible que jamás te haya pasado esa idea por las mientes?
-Jurara que no, Pedro..., y no porque el caso esté fuera de lo
natural y hacedero, y no sea, además, bueno y conveniente para
todos...,
quizá, si me apuras, sea Pablo el único hombre que yo juzgue digno de
ser el marido de Ana; pero está mi vida tan empapada de
disgustos y contrariedades; estoy tan avezado a la oscuridad de las
penas y a los quebrantos del espíritu, que ni soñando ven mis ojos
cuadros de color de rosa. Así es que ahora, con eso que me dices, tan
de improviso, tan de repente, tan inesperado y en tan especial
ocasión, parece que salgo de una pesadilla horrenda y entro en la vida
regular de los hombres libres y de los padres venturosos... ¡Ay,
Pedro!... ¡Dios os lo pague!
Y aquel desdichado, siervo del más tirano de los temperamentos, y condenado al suplicio de arrastrar su corazón por todas las
asperezas de la vida, lloraba como un niño.
-¡Qué demonches, hombre! -decía, entre puchero y puchero, a su
amigo, que le contemplaba con cariñoso interés: ¡mire usted que es
raro este efecto que me ha causado la noticia!... Te extrañará mucho,
¿:no es verdad, Pedro?... Nada, somos así, y perdona la
debilidad... Pues mira, hombre; me hace mucho bien acá dentro esta
sacudida. Y dime, ¿:qué piensan ellos del proyecto?..., ¿:están
de acuerdo?
-¿:No han de estarlo?
>-¡Picaronazos!... Pero ¿:de cuándo acá, hombre?
>-Sospecho que desde que eran así de chiquitines.
-¿:Y no se han acordado hasta ahora de decirlo?
-Por las trazas, no han caído en ello hasta ahora. Hoy me lo ha declarado Pablo, y hoy te lo cuento a ti.
-Y ¿:qué dice tu mujer a eso?... ¿:Qué dice María?
-Lo que digo yo; lo que piensas tú: que si a ellos no se les hubiera ocurrido, debiera ocurrírsenos a nosotros.
-¿:Se te ocurrió alguna vez a ti, Pedro?
-¡Ya lo creo, Juan!
-Y ¿:por qué no lo dijiste?
-Porque prefería que se anticiparan ellos, como se han anticipado.
-¿:Y si no se anticipaban?
-Están en la flor de la juventud, y había mucho tiempo por delante.
-¡Para ti, que eres feliz; no para mí, que corre siempre lleno de pesadumbres!
>-¿:Esperas que este suceso te libre de ellas?
-De muchas sí, Pedro. La soledad fue siempre el mayor de mis males,
no lo dudes. Yo hubiera sido otro hombre con la casa llena de
familia y la conciencia cargada de obligaciones. La de no hacer
desgraciada a mi mujer, fue freno que domó los ímpetus de mi
temperamento; y el amor y la abnegación con que ella pagaba el
sacrificio, llegaron a hacerme hasta venturoso. La muerte me arrebató
este bien cuando empezaba a saborearle... Y solo volví a verme.
>-¡Solo!... ¿:Y tu hija, hombre de Dios?
>-Precisamente nace el mayor de mis tormentos del celo heroico
con que está consagrada a mí; porque ¿:qué derecho tengo yo para
echar sobre sus hombros la misma cruz que le tocó en suerte a su madre?
¡Vivir por ella; mirarse en sus ojos, y hacerla desgraciada!
¿:Habrá tortura mayor para el corazón de un padre? Y si hoy en la
noticia que me traes columbro yo la dicha de Ana para el resto de
sus días, ¿:qué mucho que en esa visión se deslumbre mi alma, y lo
publiquen sin reparo mis ojos y mi lengua?
-¿:Te parece bien que hables del caso a tu hija estando yo delante?
-¡Vaya si me parece!... Y va a ser ahora mismo.
Salió, diciendo esto, y llamó a Ana desde la puerta. No debía andar
lejos la joven, ni muy ajena a lo que se trataba en el gabinete de su
padre; porque llegó a él en seguida y muy turbada. La enteró éste de lo
que ocurría, y se turbó más; pero se repuso pronto, porque no
era su turbación hija de lo inesperado ni de lo desagradable. Respondió
serena al obligado interrogatorio a que se la sometió, y aun
traspuso los ordinarios límites, dando un poco de suelta a su corazón,
alentada por el regocijo que leía en la cara de su padre. Después
dijo así, volviendo a ser dueña de su genio alegre y travieso:
-Bien está todo; pero le falta la salsa que ha de hacerlo más
sabroso; y esta salsa -añadió encarándose con su padrino- va a ser de
cuenta de usted.
-Pues tenla por segura -respondió don Pedro muy risueño- si es cosa hacedera en mi cocina.
-¡Vaya si lo es! -repuso Ana.- Pero así y todo, mírese usted mucho antes de comprometerse.
-Hija mía -dijo don Pedro fingiéndose más preocupado de lo que estaba-: me vas metiendo en cuidado. ¿:Qué demonio de salsa puede
ser ésa?
-Oiga usted la receta..., pero a condición de que si, como usted dijo, es hacedera, no ha de faltar en mi boda. ¿:Se acepta la
condición?
-¿:Y si no la acepto? -preguntó, a su vez, don Pedro.
-Si usted no lo acepta -respondió Ana muy seria- no hay boda.
>-¡Demonio! -exclamaron aquí los dos compadres; y añadió don
Pedro-: A tales amenazas, hija mía, no hay otro remedio que ceder.
Con que venga la receta.
-Pues la salsa de mi boda -dijo entonces Ana- ha de ser la boda de María.
Esta vez fue don Pedro Mortera quien se quedó hecho una estatua, mientras don Juan de Prezanes, entre curioso y admirado, le
contemplaba con las cejas muy levantadas, la boca entreabierta y las manos cruzadas atrás.
-¡La boda de María! -repitió don Pedro sin salir de su sorpresa- Pero ¿:cómo?..., ¿:con quién?
-Con un novio que tiene... ¡Y muy apuesto y muy guapo!
-¡María un novio! ¿:Desde cuándo, mujer?
-Hace más de dos años, padrino.
-¡Y sin saber yo una palabra!... ¡Imposible!
Soltó aquí la carcajada don Juan de Prezanes, y dijo a su compadre:
-A la zorra, candilazo... ¿:Pensabas ser en tu casa más lince que yo en la mía? Pues chúpate esa.
-¡Qué lince ni qué demonio, hombre! Si todo esto es una broma de tu hija. ¿:No es verdad, Ana?
-No, señor, que es la pura verdad, -respondió ésta muy seria; y a
continuación refirió cuanto el lector sabe del caso, pero sin decir
quién era el padre del mancebo de la villa.
>Asombrábase cada vez más don Pedro Mortera, y dijo al terminar Ana su relato:
-Pues si tan honrado, tan bello y tan rico es el pretendiente, ¿:por qué tiene mi hija por imposible mi consentimiento?
-Pues ahí verá usted... ¡Como si el reparo fuera cosa del otro jueves!
-Pero ¿:qué reparo es ese, Ana?... ¡Acaba, por Dios, de una vez!
-Las pocas simpatías que hay entre usted y el padre del novio...
¡Como si los hijos tuvieran la culpa de las flaquezas de los padres!
>-Apostamos algo a que... ¿:Quién es ese padre, Ana?
Al oír esto, se santiguó don Juan de Prezanes, y volvió la cara para que su compadre no le viera reírse.
>-¡Justo!... ¡Lo que yo iba sospechando! -exclamó don Pedro
Mortera apretando los puños- Pero ¿:qué demonio ha hilado esta madeja
en que me estáis enredando? Y, sobre todo, y aun suponiendo que yo
fuera capaz de ser consuegro de un hombre semejante; que yo
olvidara lo que olvidar no puedo; que yo no viera lo que tengo delante
de los ojos, ¿:qué hay aquí hasta ahora sino el antojo de dos
mozuelos? ¿:Qué pasos se han dado ante mí para que yo, sin
desautorizarme, pueda..., ni siquiera darme por entendido de lo que
ocurre?... ¿:O se trata de humillarme hasta el punto de que yo vaya a
ofrecer a mi hija al mequetrefe que la galantea, quizá por
pasatiempo?
-En todo eso se ha pensado, padrino -respondió Ana con la más hechicera gravedad- y todo está de manera que solo falta el
consentimiento de usted.
-Y ¿:quién lo ha arreglado así, señora medianera? -preguntó don
Pedro, que a duras penas contenía la risa a que le incitaba la cómica
seriedad de su ahijada.
-Yo, -respondió ésta.
-¡Ave María purísima!
Don Juan de Prezanes no pudo más aquí, y soltó una carcajada que duró un buen rato.
-¡Te digo -exclamó después- que es el mismo demonio esta muchacha!
-Pues el asunto es más serio de lo que parece, ¡caramba! -dijo don
Pedro, verdaderamente alarmado- A ver, Ana, a ver... ¡Dime, con
toda formalidad, lo que has hecho; qué lío es ese en que me habéis
metido!
-No hay tal lío, padrino, sino la cosa más natural del mundo.
Previendo yo lo que sucede, y compadecida de la situación de María, la
aconsejé que aceptara la oferta que su novio la había hecho de hablar
del caso a su padre. Si en éste hallaba oposición, ¿:a qué seguir
adelante? Y si, por el contrario, le parecía bien, ¿:por qué ocultárselo
a usted? Pues habló el pretendiente; y como halló buena acogida
en su padre, que no se atreve a dar ese paso que usted echa de menos,
porque teme ser mal recibido; y como yo sé todo esto porque
debía saberlo,
a usted se lo cuento ahora. ¿:Hay nada más natural..., ni mejor
conducido, aunque no debiera decirlo yo? Además
-añadió Ana, viendo que su padrino se paseaba inquieto y cabizbajo, sin
replicar una palabra, y que la incitaba su padre con los ojos a
continuar el asedio- no es sólo el bien de María lo que me ha movido a
echar sobre mí el empeño de arreglar este
asunto. Tiene él
más alcance de lo que parece. Usted y mi padre andan siempre a la greña
porque mi padre se mete más de lo que debiera en esos
enredos que arman el barón de Siete-Suelas, el marqués de la Cuérniga y
otros tales que de eso viven, y está a matar con don Rodrigo
Calderetas, porque don Rodrigo Calderetas también se mete en esto
mismo..., y en otro tanto más. Es de creer que cuando usted y mi
padrino sean todos unos, por..., por eso que se ha arreglado
hoy, mi padre tire más para los suyos que para los ajenos, y se acabe
entre
usted y él ese motivo tan viejo de discordias y desazones... Pues que
se casa María con el hijo de don Rodrigo Calderetas, buen señor,
por lo demás, y amigo de usted en otro tiempo: cátele usted ya de la
familia y poniendo sus muchas influencias en el fondo común,
para bien de estas pobres gentes, y a los barones y marqueses, en manos
de Asaduras, que es lo mismo que decir que no volverá a
saberse de ellos en diez leguas a la redonda de Cumbrales. ¿:Le parece a
usted, padrino, de poca importancia el casamiento de María,
aunque sólo se le mire por este lado? >Continuaba paseando don
Pedro, mirábale anheloso don Juan, y también quedaron sin
respuesta estos razonamientos de Ana, que estaba muy lejos de
chancearse al exponerlos. ¿:Labraron algo en el ánimo de Pedro
Mortera? No pudo saberse por entonces, porque Ana no consiguió arrancar
a su padrino otras palabras que éstas, dichas al despedirse
poco después: -Hija mía, la salsa que te he ofrecido lleva demasiada
sal y pimienta para comprometerme yo desde ahora a
preparártela; pero con esa salsa o sin ella, no faltará Dios de tus
bodas, ni María dejará de ser tan feliz como merezca serlo.
>-Envíame a Pablo en seguida, -díjole don Juan de Prezanes, despidiéndole con un abrazo en la puerta de la escalera.
Cuando volvió a la sala, dio otro más apretado a su hija que le
esperaba allí. ¡Cuánto la dijo en aquella caricia, con las lágrimas de
sus
ojos y los latidos de su corazón!
-¿:Cree usted que va vencido? -le preguntó Ana, secándose las mejillas, cuando la emoción la permitió hablar.
-¡Y cómo no, hija mía, en una causa tan injusta como la suya y con un enemigo como tú?
Tres días después de estas ocurrencias, recibió don Juan de Prezanes la visita de don Rodrigo Calderetas.
Era este personaje no muy alto, bien contorneado, aparatoso de traje
y apostura, de blanca tez, teñido bigote, muy afeitado el resto de
la barba, tersas, pulcras y cerradas tirillas, y gran cadena de reloj.
Iba de casa de don Pedro Mortera, y le preguntó su amigo don Juan, apenas le hubo saludado:
-¿:Y el asunto?
-Como era de esperarse -respondió la «gran persona»-; porque no vine yo a ofrecer ninguna puñalada al señor don Pedro Mortera,
amigo mío.
-Lo sé muy bien, señor don Rodrigo; pero como no andaban ustedes en la mejor armonía, bien pudiera haber surgido alguna
dificultad...
>-Efectivamente; pero cuando se trata del bien de los hijos...
¡Mostró el mío tal empeño en que se diera este paso!... Cierto que don
Pedro es una persona apreciabilísima, respetable y de gran posición;
que su hija es bella y digna, en todos conceptos, de un esposo
como el que yo la he ofrecido y ella ha aceptado, con regocijo de toda
su familia; regocijo que yo juzgo sincero y cordial, no menos
que la cortés acogida que me ha hecho mi antiguo amigo..., aunque
hubiera querido yo verle un poco más expansivo, más..., en fin,
como en otro tiempo; pero ¡ya se ve!, hay que aparentar cierto...,
pues; porque el puntillo... Esto no obsta para que yo me prometa
grandes ventajas para todos de esta alianza entre dos familias tan
importantes, o mejor dicho, entre tres, puesto que, según acaba de
decírseme allí, el joven Pablo, hermano de María, se casa con su hija
de usted..., por lo que te felicito con toda cordialidad; de manera
que este doble enlace nos une a usted, a don Pedro y a mí, íntima y
estrechamente... Y, a propósito: ¿:conserva usted cierta carta que le
escribí pocos días hace? >Sonriose don Juan de Prezanes, y respondió:
-No le apene ese cuidado, que yo nunca archivo documentos de esa especie..., por lo que pueda suceder.
>-Aplaudo la previsión -repuso don Rodrigo-; pero no entienda
usted por mi pregunta que estuviera yo alarmado ni mucho menos;
aunque creo recordar que apunté en esa carta ciertas sospechas que yo
tenía del señor don Pedro..., ya se ve: ¡se ensartan a veces de tal
manera los sucesos! ¡Parecen tan fehacientes los informes! ¡Apremian de
tal modo las circunstancias! ¡Llegan a tan alto mis conexiones
políticas! ¡Solicitan mi cooperación fuerzas tan egregias y tan
invencibles, y soy yo tan caballero, señor don Juan, tan
caballero!... Por otra parte, este don Pedro Mortera ¡tiene un carácter
tan inflexible, tan apegado a sus convicciones, tan refractario a
los procedimientos usuales en estas manifestaciones del nuevo sistema
político que gloriosamente nos rige!... En fin, él se entenderá.
A usted ¿:qué le parece?
>-Paréceme, señor don Rodrigo -respondió don Juan sin ambages-,
que le ha sobrado la razón a mi compadre siempre que se ha
resistido a aliarse a nosotros para luchar en el poco limpio terreno a
que le hemos llamado; porque, sean cuales fueren las ventajas del
sistema nuevo, sistema que ni usted ni yo hemos tenido en cuenta para
maldita de Dios la cosa al lanzarnos a las luchas de que se
trata, ni él discute ni ha discutido jamás, es lo cierto que el papel
que hacemos nosotros agitando estos pueblos y ensañándonos, por
satisfacer míseras venganzas, en infelices desvalidos, sólo porque
triunfe (digámoslo aquí donde nadie nos oye) un aventurero
farsante y desagradecido, como el marqués de la Cuérniga o el barón de
Siete-Suelas, es mucho menos honroso que el de mi
compadre metido en su concha y resistiéndose a ayudarnos en esta
obra..., verdaderamente inicua; creo, en fin, señor don Rodrigo,
que, por este lado, la cuenta que haya de dar a Dios nuestro amigo,
será mucho más corta que la nuestra.
>-Pshe..., mirada la cuestión desde ese punto de vista..., pero considerando que son males corrientes, más diré, indispensables, y que,
si nosotros no los causamos, alguien los ha de causar, la cosa cambia mucho de aspecto.
-El mal, señor don Rodrigo, mal es siempre y donde quiera; y causarle, jamás será obrar bien. Nosotros le causamos muy a
menudo, ergo...
-Y pensando así, ¿:cómo está usted siempre a mi lado y enfrente de su amigo?
-Por el condenado amor propio; por el tesón; la soberbia, que ofuscan y enloquecen; por lo que se llama sostener la bandera...,
por
estar demasiado hecho a esa moral de sofismas y acomodamientos. Pero
esto no impide que, cuando pasa la fiebre, luzca la verdad en
mi razón y diga yo lo que siento, como lo digo ahora. ¡Ay, don Rodrigo,
cuánto ganaríamos usted y yo en la opinión pública y en
reposo y en tranquilidad de conciencia, si desde ahora nos
resolviéramos a dar un puntapié a las aspiraciones de algunos
caballeros
como el que fue causa de ciertos párrafos de esa carta de usted; de la
tempestad que éstos levantaron en mi corazón, y del riesgo a que
me expusieron, y, unidos los tres, nos consagráramos a hacer el bien de
estas gentes mientras se presentaba un hombre honrado que
tomara, a la fuerza, el cargo penoso que tantos vividores solicitan!
No creo que éste hiciera por sí solo grandes cosas allá arriba pero
tampoco haría daño, que es bastante hacer; viviríamos aquí en paz, y,
sobre todo, nosotros habríamos cumplido con nuestra
obligación. Hablo, señor don Rodrigo, con la autoridad de mis
desengaños, y, como quien dice, con el pensamiento de nuestro ya más
que amigo, don Pedro Mortera. ¡Dichoso él que ha tenido fuerza de
voluntad bastante para no
poner nunca en contradicción sus obras con sus ideas!
-A la cuenta, señor don Juan, está usted muy dispuesto a pasarse a
los reales de su amigo y consuegro..., si es que no se ha pasado ya.
-Cosa es, don Rodrigo, a que no puedo responder en este instante;
pero, visto lo que ocurre, ni a usted ni a mí nos estará ya muy bien
reñir con él y acariciar a Asaduras, que pretende...
-Sí, sí..., ya recuerdo. La pretensión es grave, ciertamente, y
parecería mal..., pero se me ha puesto en el caso de luchar a todo
trance...
¡Y como soy tan caballero!... Por eso se lo indiqué a usted para que le
sirviera de gobierno; que, por lo demás... ¡Esta influencia
desdichada de que estoy revestido!... Créame usted, señor don Juan, que
daría lo que no es decible por ser un personaje obscuro... En
fin, el asunto es de meditarse, y veremos de conducirle de manera que
yo no falte a lo que debo a mis compromisos ni a lo que
exigen, de un caballero como yo, las nuevas circunstancias que me
rodean entre ustedes.
Poco más se habló entonces entre don Rodrigo Calderetas y don Juan
de Prezanes. Despidiéronse con más cortesía que afecto; montó
la gran persona en el caballejo que le había traído, flaco y peludo,
pero con mucha placa y majos pespuntes en los arreos; agachó la
cabeza al salir de la portalada, aunque ni con vara y media llegaba su
reluciente sombrero a la viga que servía de dintel, y arreó hacia
la villa por la calleja inmediata.
Al día siguiente dijo Pablo a Nisco:
-Me caso con Ana.
-Es de razón -contestó Nisco- y para bien sea por muchos años. ¡Buen
personal te llevas!... Y de tu comenencia es, como en su día te
dije.
>-También se casa María.
-¿:Tu hermana?
-Mi hermana.
>-Conque..., ¡tu hermana María!... ¿:Y así, tan de porrazo?
-Tan de porrazo no, puesto que son amores viejos.
¡Amores viejos!... ¡Nadie lo diría!, y, ¿:con quién se casa, si se puede saber?
-Con un hijo de don Rodrigo Calderetas.
-¿:El de la villa?
-El de la villa.
-Vamos, con un caballero fino y pudiente... Tal para cual, como el
otro que dijo... El oro con la seda. Eso debe de ser, por lo visto...
Pues por muchos años, Pablo; y si otra cosa no mandas por ahora...
-Vete con Dios, Nisco, y anímete el ejemplo.
-¿:A qué, Pablo?
-A casarte con Catalina.
-Es verdad; tal para cual: esa es la ley. ¡Ojalá no se faltara nunca a ella..., ni con el pensamiento!
-Bien te la prediqué un día, y te atufaste.
-Era hablar por hablar... ¿:Y nosotros, por eso, tan amigos como siempre?
-Y ¿:cuál es eso?
-Eso es, Pablo, el casarte tú ahora.
-¡Qué bolonio eres, hombre!: más amigos que nunca; y a cuenta de ello, démonos un abrazo... ¡Aprieta, Nisco!... ¡Qué demonches!
Tienes la mano fría y la cara algo pálida.
>-Pshe..., pamplinas del arca, motivao a que estoy en ayunas...
-Por lo demás, Nisco, igual que antes..., en todo lo que no esté
reñido con el nuevo estado, se entiende. Si quieres continuar las
lecciones...
>-¡Lecciones!... Para lo que valgo y soy, creo que ya he
aprendido en tu casa..., todo lo que es menester. Conque, adiós, Pablo.
-Adiós, Nisco.
@§
-- XXI --
Prólogo de un drama
>Chiscón, porque le corrían costas en el pleito, no se descuidó en rematarle cuanto antes.
Volvió a Cumbrales al otro día, cerca ya del anochecer; y después de
reforzar el ánimo con unos tragos en la taberna de Resquemín,
donde le dijeron que Tablucas acababa de marcharse para meterse en casa
antes de que llegara la noche, fuese a la de Catalina.
Cabalmente, al entrar él, estaba toda la familia reunida, porque
acababa de cenar.
Sin exordios ni tanteos, no bien se acomodó en el taburete cerca de la perezosa,
cargada aún con los cacharros vacíos y los codos de
la gente de casa, declaró sus honradas intenciones y expuso el
inventario de sus caudales. La respuesta fue breve y terminante: se
agradeció mucho la voluntad; pero se desestimó el propósito.
>Chiscón, que no podía llamarse a engaño, porque a nada obliga en
la Montaña a una moza soltera el abrir de noche la puerta al mozo
que así lo desea para hablarla delante de la familia al amor de la
lumbre, de los cuales términos él no había pasado allí, tragose las
calabazas sin meterse en más indagaciones; se despidió como pudo, y
volvió a la taberna donde le esperaba el Sevillano. Llegó el
hombre, que ahumaba, y pidió a Resquemín una azumbre de lo blanco para
apagar el incendio.
Conoció el Sevillano dónde le dolían a su amigo las quemaduras; Puso
el dedo sobre las llagas; bramó el doliente; y hablando,
hablando, y bebiendo, bebiendo, desfogose el de Rinconeda a sus anchas,
pero sin decir pizca de verdad. Puso a Catalina y a toda su
casta para pelar; fingió haber sido en él chanza y pasatiempo lo que a
tales injusticias le arrastraba; supuso que se había negado a ser
paño de las lágrimas vertidas por los desdenes de Nisco; pintó en la
moza los deseos y en él el desaire; y creyendo que por esta senda
arriba se encaramaba muy alto, dio en despotricar por el estilo a
medida que bebía y entraban gentes en la taberna.
Al otro día todo el pueblo era sabedor de lo charlado allí por Chiscón, que, después de dormir la mona y las pesadumbres,
verdaderas lenguas de sus descomedimientos, apenas se acordaba de otra cosa que de las calabazas recibidas.
El domingo siguiente se presentó en el corro de Cumbrales; y como lo
valiente no quita lo cortés, algo también por vía de memorial
indirecto, y mucho por alarde para desautorizar dichos y murmuraciones,
invitó a bailar a Catalina, pero ésta, que tenía buena
memoria y muchos agravios que vengar del mocetón de Rinconeda, le soltó
a la cara un no redondo, seco y frío..., y gracias que no le
soltó además una desvergÜenza.
>Pareciéronle a Chiscón, por ser públicas, estas segundas
calabazas más duras de tragar que las primeras; pero tragolas mal de su
grado, aunque no sin bascas y trasudores; y fingiendo una serenidad que
no tenía, apartose de Catalina y acudió a otra moza con la
pretensión. Como había sido tan mirado y visto el desaire, y en casos
tales a nadie le gusta recoger lo que otro desecha, la moza
invitada desairó también a Chiscón; dirigiose éste en seguida a la de
más allá..., y lo mismo; y así, de moza en moza, recorrió toda la
fila el de Rinconeda, llevando tal carga de calabazas, que le
abrumaron; con lo que perdió la poca serenidad que le quedaba y se
largó
del corro como perro con maza; mas no sin decir antes, con su voz de
trueno, vuelto el airado rostro hacia la gente:
-¡Yo vos aseguro que he de bailar aquí mesmo, hasta que me digáis que lo deje!
Para el siguiente domingo tenía dispuesta la juventud de Cumbrales una magosta, precisamente en una castañera que lindaba con el
término de Rinconeda.
Como la castañera estaba soltando el fruto de puro sazonado, y era
de la pertenencia de varios vecinos de Cumbrales que tenían hijos
mozos, autorizose a éstos para que ofrecieran un sabroso regodeo a toda
la gente joven con las castañas que se sacudieran de los
árboles, en vez de hacer la magosta con las compradas a escote, como ordinariamente acontece. De este modo tendría la fiesta un
aliciente más en los lances de la sacudida, y una ventaja de consideración el ser la fruta regalada.
Aquel día, después del rosario, no quedaron en el corro de Cumbrales
más que las viejas jugando a la brisca, y unos pocos hombres en la
bolera: todo lo demás se fue en alegre romería, después de hacer los
mozos el necesario acopio de vino, y de proveerse también
de un par de recias y larguísimas varas, camino de la castañera.
Una vez allí la gente, varazo a esta rama, varazo a la otra, desde
el suelo, si la vara alcanzaba al fruto, o desde la cruz del castaño si
los erizos estaban muy altos; apañando esta moza las castañas sueltas; descachizando la
otra los erizos con los tacones de los zapatos
y con mucho tiento para no reventar lo que guardaba la espinosa
envoltura; acopiando escajos secos unos mozos; avivando en lugar
conveniente dos mozas de las más amañadas la mortecina lumbre;
templando otras a su calor los flojos parches de las panderetas, y
mordiendo todos y todas, por un lado, las acopiadas castañas para que
no reventaran en el fuego, con peligro de los cercanos ojos;
canturriando unas aquí, relinchando otros allá, locuaces los más y
risueños todos, el campo de la castañera, abrigado del aire y del sol
por las anchas, espesas y bajas copas de los árboles, parecía un
hormiguero en el ir y venir de la gente, y una pajarera en lo ruidoso y
pintoresco del conjunto.
Acabose el vareo y el acopio; trocose la lumbre tímida en voraz
hoguera, y ésta, a su vez, en descomunal brasero; hízose en él con una
estaca honda sima; llenose de castañas; volvieron a unirse los bordes
candentes; y mientras se dejo al cuidado de personas de juicio e
inteligencia la delicada tarea de revolver las ascuas y de sacar las
castañas que fueran asándose, pero sin quemarse, en lo que estriba
toda la dificultad del caso, la gente de sobra hizo corro más abajo;
sonaron las panderetas, y comenzó el baile, que es la salsa de todas
las fiestas aquí..., «y en Valladolid», anden en ellas el percal de a
peseta y el paño burdo, triunfen la seda turgente y el frac
diplomático. La misma raza con diferente librea; la propia carne con
distinto pelo.
Duró el baile hasta que las castañas se asaron. Entonces se sentaron
en rueda mozos y mozas, y comenzó a circular la bota para
remojar las castañas, que se repartieron a sombrerada por concurrente.
Amenizábase el regodeo con dichos y risotadas, y se tiznaba la
cara con pellejos quemados al que se distraía un instante; en el cual
empeño, condición especial de las magostas, eran las mujeres las
más tercas.
Así se andaba allí, tan pronto sorbiendo como mascando, como
limpiándose la cara con el delantal o la manga de la camisa, cuando
apareció Chiscón en la magosta, por el lado de Rinconeda. No se supo
nunca si fue casual o de intento la llegada del calabaceado
mocetón, y a nadie agradó verle allí tan de improviso; pero como saludó
muy atento, se le brindó con lo que había. Tomó, por no
desairar la oferta, una castaña, y se llevó a los labios la bota de
vino; y debió infundirle ánimos la cortés acogida, porque, en vez de
seguir su camino, sentose con los de Cumbrales.
>Terminado el refrigerio, se enterró la bruja entre las ya tibias cenizas de la lumbre, y volvió a comenzar el baile. Cada moza fue
sacada por un mozo, y el de Rinconeda se quedó entre los pocos desparejados que miraban; pero se tocó a lo alto, y entonces, al
amparo de la costumbre, que es ley en muchos casos, y en tales como aquél, indiscutible, echó fuera al
mozo que bailaba con
Catalina, creyendo el testarudo que así no eran posibles las calabazas;
pero se equivocó. La esquiva moza se plantó en firme en cuanto
le tuvo delante, y en seguida le volvió la espalda. Sintió Chiscón el
golpe en lo más vivo, y para disimular sus efectos, echó fuera al
mozo que le seguía por la izquierda. También entonces se le plantó la
moza. Atolondrado ya por la ira y el despecho, siguió fila abajo
empeñado en hallar pareja; pero sólo halló desaires en todas partes.
>Reventole al fin la corajina del pecho, y dijo, dispuesto a todo:
>-¡Quisiera conocer al que tiene la culpa de esto!
A lo que respondió Catalina con gran serenidad:
-Pues arráncate la lengua con que me agraviastes.
>-¡Arrancara yo -repuso el otro, lívido de rabia- la que te fue con la impostura!
-Muchas son entonces las imposturas.
-¡Pues todas las arrancara yo, si las conociera!
-Con arrancar la tuya se acababa la peste.
-¿:Hay quién se atreva a hacerlo entre los presentes?... ¡Pues venga
a echarla mano! -dijo Chiscón, irguiendo su colosal escultura y
sacando luego fuera de la boca un palmo de lengua, ancha, gruesa y roja
como la de un caballo.
>Acercósele un mozo de Cumbrales, y respondiole:
-De lo que te pasa, a nadie culpes en ley de justicia; que seas
valiente, no se te ha negado; pero que, con sólo decirlo, llegues a
campar aquí, no lo sueñes nunca. Por el corazón se mide a los
hombres y no por la estampa, y corazón no falta al más ruin de los
presentes. De fiesta estamos y en nuestra casa; en ella entrastes y se
te brindó con lo que había; de lo demás, tuya es la culpa por no
escarmentar cuando debistes. Si buscas guerra, mal haces, que, sobre no
ser justa ahora, a ti te conviene menos que a nosotros.
-Y eso que me cuentas -preguntó Chiscón al templado mozo, con burlona sonrisa-, ¿:es amenaza o caridá?
-Esto que te cuento -respondió el otro- es riflisión de hombre de bien y de enemigo leal.
En tanto platicaban los dos así, Catalina reunió el cotarro y consiguió en cuatro palabras ponerle en marcha hacia Cumbrales.
>-Vámonos, Braulio -dijo con resped al pasar junto al mozo que hablaba con Chiscón-: deja esa peste que te mancha.
>Obedeció Braulio; y tan a punto, que quedaron sin respuesta las últimas palabras que enderezó el de Rinconeda.
En un instante se vio éste solo en la castañera. Irritole más aquel nuevo desaire que recibía, y gritó mirando a los que se
marchaban:
-Vos prometí el domingo bailar en el corro de Cumbrales hasta cansarvos... ¡Pos hoy vos lo juro por la luz que me alumbra!
Las últimas palabras de esta amenaza se perdieron entre el son de
las panderetas y el cantar y el gritar desaforados de la gente de la
magosta, que se largaba hacia su pueblo, mientras el sol trasponía el
horizonte entre celajes de púrpura.
Desde el siguiente día comenzó a circular por Cumbrales el rumor de
que los de Rinconeda pensaban armar una que fuera sonada
contra sus sempiternos enemigos. Los rumores crecieron durante la
semana; el jueves se dijo que se trataba de una invasión de los mozos
de abajo, para dar una batalla a los de arriba en el mismo Cumbrales;
el viernes se contó que vendrían mozos y mozas en son
de romería a bailar en el campo de la Iglesia, y, por último, el sábado
pudo asegurarse que al día siguiente habría de todo en el pueblo;
es decir, baile en competencia y palos por remate. De todo ello tendría
la culpa Chiscón, aconsejado por su amigo el Sevillano.
Bajo estas impresiones desagradables, y al arrullo del Sur, que
bufaba sordamente en las rendijas de las puertas y ventanas, se durmió
aquella noche el vecindario de Cumbrales.
@§ -- XXII --
Entreacto ruidoso
Los que madrugaron al otro día (y cuenta que en Cumbrales se levanta al alba la gente)
vieron que, mientras el sol salía embozado en crespones de escarlata, sobre las lomas del
Sur relucía, fulguraba el celaje, como si fuera lago de cristal fundido; lago con islotes de
nácar y grumos de oro; a trechos, ondas purpúreas, blancas vedijas inalterables, y rabos
de gallo más efímeros, sobrenadando; y por riberas y marco en toda la redondez de este
espacio, moles de negras y plomizas nubes amontonadas. Entre una y otra mole, densas
brumas cenicientas, valles fantásticos de aquellas raras montañas que se prolongaban, en
contrapuestos sentidos, en forma de ásperas cordilleras. En lo más alto del cielo, tenues
veladuras rotas; luego el éter purísimo hasta el horizonte del Norte, donde el celaje era
cárdeno, mate y estirado, como una inmensa lámina de acero sin bruñir.
El aire era tibio y pesaba tanto sobre el ánimo como sobre el cuerpo; ni una hoja se movía
en los árboles, ni una yerba en los campos; la vista y el oído adquirían un alcance
prodigioso; las tintas de las montañas, más que calientes, parecían caldeadas; los
contornos y relieves flotaban en un ambiente seco y carminoso que, acortando las
distancias, engrandecía las moles; y el silbido del pastor y el sonar de las esquilas del
ganado, llegaban claros y perceptibles al oído desde los cerros del Mediodía.
Cuando en la Montaña amanece entre estos fenómenos de la naturaleza, todo montañés
sabe qué viento va a reinar aquel día; y entonces se llama al espacio brillante rodeado de
nubarrones, el agujero del ábrego.
Y por allí salió este caballero, en la ocasión de que se trata, dos horas después de
amanecer.
Salió blando, sosegado y apacible, y como de recreo por el campo de sus hazañas,
jugueteando con el humo de las chimeneas, las mustias y ya escasas hojas de los árboles,
las yerbecillas solitarias de los muros y las sueltas y errabundas pajas de la vega... Lo que
haría cualquier cefirillo de tres al cuarto. En Cumbrales no levantaba el polvo de las
callejas, ni movía las puertas entornadas, ni siquiera los pliegues de un refajo ni los picos
de una muselina.
Así es que el señor cura tocó muy tranquilo a misa mayor, y luego las tres campanadas
para los perezosos; y la iglesia se fue llenando de gente que nada temía y sólo se quejaba
del «bichorno, poco al consonante de la bajura del mes que iba corriendo».
Con esta tranquilidad en los espíritus y sin alterarse la de la naturaleza, comenzó la misa,
gorjeada y solemne.
Pero no había llegado el Credo a la mitad, cuando las chanzas comenzaron a enardecer a
la fiera; y la tramó con las ramas tenaces, los matorrales espesos y las ventanas cerradas,
que, siquiera, le ofrecían alguna resistencia. Mas si doblegaba a las unas y bamboleaba a
los otros, las ventanas no cedían ni le franqueaban el paso.
>Tanteole por las buhardillas, donde las había; y se encontró con que las más de ellas
tenían los postigos clavados desde que estaban allí; quiso también entrar en la iglesia, y
hasta logro apagar los cirios de los primeros tajos; pero le cerraron la puerta
apresuradamente. Con estas contrariedades se fue embraveciendo poco a poco, y tornó a
las ventanas con propósito de desquiciarlas, metiéndose por las rendijas. Metiose,
forcejeó y se hartó de dar bufidos de coraje; pero no logró su intento. En venganza, con
las ramas de los frutales de los huertos, azotó las viviendas de sus dueños. Entonces
conocieron éstos que la cosa iba de veras; y los que no lo habían hecho todavía, se
trancaron por dentro a llave y palanca. Esta actitud equivalía a un reto; y el enemigo,
rugiendo amenazas, se retiró a sus antros, como para acabar de pertrecharse. La calma y el
silencio volvieron a reinar en la naturaleza; pero por pocos momentos.
Cuando reapareció el monstruo, temblaron hasta los más valientes. Sordos mugidos le
precedían; y, a su paso, humillaban los árboles las erguidas copas; alzábase el polvo en
remolinos; las puertas se estremecían en sus quiciales, y el día se quedó a media luz parda
y traidora. Comenzó la batalla. ¡Qué estruendo!... ¡Qué empuje!... ¡Qué acometidas
aquellas! Algunas chimeneas vacilaron, y más de un alero crujió, soltando la carcoma de
la vejez al choque de la furia; las puertas más firmes lanzaban gritos de agonía; las
podridas ramas de las vetustas higueras saltaban hechas pedazos; en los manzanos
tremolaba el muérdago desarraigado, como triste gallardete con que demanda auxilio el
desmantelado buque; lloraban escombros las humildes socarreñas sobre sus regazos de
ortigas, y chasqueaban y se conmovían los empingorotados tejadillos de las altivas
portaladas.
En medio de su ferocidad imponente, el viento tenía caprichos verdaderamente pueriles:
recogía las hojas dispersas en solares y callejos, y las arrinconaba donde mejor le parecía,
en un solo montón: encrespábale, revolvíale, alzábale del suelo, y en rápido y sonoro
remolino subíale muy alto; allí le cernía, le ensanchaba, le encogía, le alargaba, dejábale
descender nuevamente; y cuando le tenía en el suelo, dispersaba de un soplo todas las
hojas, que desaparecían detrás de los vallados, en los fosos y entre los bardales; volvía a
reunirlas al instante sacándolas de sus escondrijos, y tornaba a amontonarlas y a cernerlas,
a subirlas y a bajarlas, y a darles libertad otra vez, y otra vez a recogerlas. Con el polvo
hacía diabluras: nubes espesas, diáfanas neblinas, mangas y espirales. Desconchaba los
lomos de los muros revocados, y desnudaba a los viejos de sus vestiduras de yedra.
Tras estos juegos y aquellas violencias, que no eran más que un tanteo de fuerzas y un
ensayo de batalla, las tablas dejaron de estremecerse y las rendijas de silbar; callaron los
gemidos de los árboles, y sólo se oyó un rumor, a modo de jadeo, hacia la vega, como si
sobre ella y los montes vecinos se hubiera tendido el monstruo a descansar. De vez en
cuando se agitaban un poco las ramas, y el polvo y las esparcidas hojas se revolvían en el
suelo. Diríase entonces que tenían cara las viviendas y los muros y los árboles, y que en
ellas se pintaba el dolor de lo pasado y el espanto de lo que aún les esperaba. ¡Qué
acongojado aspecto ofrecían aquellas casas con los ojos cerrados, y aquellos árboles
contraídos y tiritando! La tregua fue breve, y la embestida que le siguió, con el estruendo
de cien batallas, espantosa.
En algunos embates parecía el viento macizo, y entonces resonaban sus golpes como
cañonazos; y cada golpe de éstos producía un desastre: lo firme oscilaba, lo vacilante
caía; las tejas se encrespaban, hervían en los tejados, como si diablillos danzaran debajo
de ellas; y en la casa donde la puerta saltaba de sus pernos, barría el huracán muebles y
vasares; y al buscar salida por la cumbre, removía las tablas del desván y derrengaba los
cabrios. ¡Con qué astucia rastreaba los suelos y husmeaba los hogares, buscando una
chispa que llevarse al pajar para regalarse con el espectáculo de un incendio!
No había punto en el lugar donde la furia no metiera su cabeza, y con la cabeza las
garras, y con las garras el azote. Por eso todo era estrago y fragor en torno suyo. Silbaba
furioso en huecos y rendijas; bufaba en los arbustos; bramaba en los callejones, y en las
arboledas rugía; y, en ocasiones, hasta las campanas lanzaban solas desacordes sonidos,
con pavor de los fieles que se guarecían en la iglesia.
A lo lejos, un rumor incesante, como el del mar cercano en noche tormentosa; aquí, el
crujir de la rama desgajada o del tronco que se quiebra; allí, el estruendo de la pared que
se derrumba, o el zumbido del bardal que se agita desesperado y extiende sus greñas
espinosas, buscando de qué asirse para que no le arranquen de la tierra que le nutre; y
como complemento del cuadro, una luz tétrica y sulfúrea iluminándole; la atmósfera,
sofocante y enrarecida, sin sus alegres y naturales pobladores, ocultos a la sazón Dios
sabe dónde, llena de objetos raros e inconexos: tallos de maíz, hojas maceradas, polvo,
astillas..., y guijarros.
Con frecuencia terminan estos huracanes con una virazón rápida al Noroeste, o galerna:
remedio mucho peor que la enfermedad; pues si no llega a ésta la fuerza del empuje, la
aventaja en estragos, por el agua demoledora que trae consigo; pero cuando el Sur es
estacional, como en el caso de que se trata aquí, concluyen sus furores por cansancio, y el
silencio y la inmovilidad reemplazan al fragoso desconcierto.
Tal sucedió en Cumbrales al rayar el mediodía. ¡Qué triste cuadro contemplaron entonces
los ojos! El Campo de la Iglesia y las corraladas estaban cubiertos de menudo escombro,
ramas, cascos y hojarasca. No había árbol en el pueblo sin quebraduras o cicatrices;
algunos arrancados de cuajo; otros, hendidos; los arbustos, lacios, desgreñados y con el
follaje en esqueleto... Pero cuando la gente fue abriendo poco a poco las puertas de sus
hogares, y salió de la iglesia la que en ella había estado encerrada, ¡válgame Dios, qué
aspavientos los suyos y qué puestos en razón eran! Por de pronto, cada uno se echó a
examinar los propios quebrantos, y luego a compararlos con los del vecino. Y aconteció
lo que siempre que se reparten desventuras: cayeron las mayores sobre los que podían
menos; por lo que se llevó don Valentín el premio gordo de esta desastrosa lotería.
Ninguna casa fue tan castigada como la suya: perdió la chimenea, medio alero, una
ventana y la cerradura del estragal, amén de alcanzarle su parte, y no pequeña, del común
revoltijo de los tejados.
Es sabido que la mitad del vecindario de Rinconeda estuvo contemplando el desastre de
Cumbrales, durante la furia del huracán, agazapado al socaire del cerro adyacente, y aún
se afirma que palmoteaba aquella gente levantisca cada vez que un árbol se tronchaba o
caía una chimenea. Esto se corrió por Cumbrales a la hora de calmarse el viento; y
fortuna fue que se tomara por cierta la noticia, pues con la indignación que produjo en el
lugar, se mató la pesadumbre que cada cual sentía por los recientes descalabros.
-¡No les faltaba más -decían todas las bocas de Cumbrales- que venir esta tarde a
provocarnos! Pues ¡como vengan!...
Y jurando echar hasta las asaduras en el trance, volcaron todos la puchera mal sazonada;
y con el último bocado entre los dientes, subiose cada cual a su tejado a reparar lo más
perentorio, por si la turbonada que se iba formando hacia el Saliente, acababa en
aguaceros antes de la noche.
@§
-- XXIII --
Griegos y troyanos
>Continuaban la calma sofocante y el cielo cargado de nubes como peñascos, con unas
intermitencias de sol que levantaba ampollas; los desperfectos del Sur, en tejados y
cerrajas, iban poco a poco reparándose, y hasta se consolaban las gentes, unas a la fuerza
y otras como podían; pero no se olvidaba un punto la anunciada invasión de los de
Rinconeda; y hacia el camino de Rinconeda miraban todos los ojos de Cumbrales desde
huertas, callejas y tejados, y a voces de Rinconeda sonaban todos los rumores en los
oídos de la gente de arriba. Odiosa era siempre una provocación semejante... ¡Pero en
aquel día!... ¡Después de las devastaciones del huracán, apenas encalmado!...
-¡Pues como vengan!
Y esto decían todas las bocas de Cumbrales.
Pero subieron Cerojas y Lambieta al campanario con otros camaradas que lo tenían por
costumbre; hartáronse de repicar a vísperas..., y nada. Tachirense luego las tres
campanadas al rosario; acudió la gente; llegó el señor cura; redole y hasta echó su poco
de plática sobre la paz y concordia entre los pueblos cristianos; acabose la piadosa tarea,
que duró tres cuartos de hora..., y nada. Desocupose la iglesia; quedáronse en el porche,
murmurando, las mujerucas a ese manjar aficionadas; agrupáronse de cuatro en cuatro, a
la sombra de las tapias fronteras al corro del baile, las viejas, acurrucadas en el suelo, a
jugar el ochavo a la brisca o al mayor punto; avanzó la gente moza; resonaron las
panderetas recién templadas; arrimáronse al calorcillo del baile muchos de los mozos
aficionados, y los restantes, entre los que estaban Pablo y Nisco, entraron en la bolera;
sentáronse los viejos mirones en las paredillas; oyose la voz alegre de las cantadoras
acometer la tarea con la tradicional y obligada copla
Para espenzar a cantar.
Licencia tengo pedida, Al
señor cura, primero. Y a
la señora Josticia.
Dio principio también el baile; rifaban ya las viejas sobre si se vio o no se vio, si se hizo
o no se hizo la prohibida seña del as o del tres del palo del triunfo; alzose regocijada
gritería en el corro de bolos por haber hecho Nisco un emboque a la segunda bolada;
correteaban Bodoques por aquí, Lergato por allí y Lambieta por el otro lado, reclutando
muchachos para jugar a la cachurra en la mies, silbando unas veces, voceando otras y
estorbando siempre..., en fin, que el corro, lleno, como quien dice, de bote en bote, se
había normalizado ya..., y nada. Los de Rinconeda no venían, y los de Cumbrales llegaron
a no pensar en ellos: como que el cura se fue a rezar vísperas, y el alcalde a dormir un
rato.
Así estaban los ánimos cuando se presentó Cabra a todo correr por el camino alto de
Rinconeda.
-¡Ahí vienen! -gritó cerca del corro de bolos.
Produjo la noticia mucha efervescencia en hombres y mujeres; tanta, que los juegos
cesaron y el baile se suspendió.
-¡Eso es una cobardía! -gritó un mozo encaramándose en la pared de la bolera y
dirigiéndose a los dos corros- ¡Si vienen, que vengan! ¿:Pensáis que vos van a comer? Pus
lo que hagan haremos... Yo, por mi parte.
Gustó la arenga, aprobose, serenáronse los espíritus y continuaron los juegos y el baile,
interrumpidos más por curiosidad que por miedo, a mi entender.
En esto, apareció el enemigo en la ancha calleja por donde había venido Cabra. Era una
muchedumbre de hombres y mujeres: como una romería que se trasladara de un punto a
otro. Provocación como ella no se conocía en la historia del odio tradicional entre ambos
pueblos. Uno a uno, tres a tres, ocho a ocho, hasta doce a doce, se había pegado infinidad
de veces los de Rinconeda con los de Cumbrales, allí en Rinconeda y en todas las
romerías en que se habían encontrado, porque esto era de necesidad; pero invadir un
pueblo entero al otro pueblo, con premeditación y a sangre fría, pasaba con mucho la
raya de todas las previsiones.
Venían delante una ringlera de mozas, dos de ellas con panderetas, y traían en medio a
Chiscón con ramos en el sombrero y en los ojales de la chaqueta, y un gran lazo de cintas
en la pechera de la camisa. Parecía un buey destinado al sacrificio en el ara de un dios
pagano. Esto ya era un dato para creer que la función era de desagravio, y en honor del
Hércules de Rinconeda. El cual traía un palo, de los de pegar, debajo del brazo: otro
dato; y también lo era el verse algunos garrotes más entre la turba, toda de gente moza,
que seguía a la primera fila. Si esto no era venir en son de guerra, dijéralo el más lerdo.
Pero se notó que abundaban mucho las mujeres en aquella tropa, y que no todos los
hombres eran igualmente temibles; se echó una ojeada al corro de bolos y al Campo de la
Iglesia, y se vio que, llegado el caso, podía librarse la batalla con buen éxito. Por
supuesto que las mozas de Cumbrales, al ver la actitud provocativa de las de Rinconeda,
no acababan de hacerse cruces con los dedos. «¡Mosconazas!... ¡Tarasconas!...». ¡Cómo
las ponían, entre cruz y cruz! Pero lo que acabó de elevar la indignación a su colmo, fue
ver al Sevillano entre los invasores... ¡Con ellos venía el Opas, el don Julián de
Cumbrales!
Pasó la procesión por delante de la bolera, cantando las mozas y con una en cada brazo
Chiscón, y llegó al Campo de la Iglesia, donde hizo alto y relinchó de firme. Pablo dejó
entonces de jugar y se encaramó en la paredilla, mirando hacia allá. Estaba algo pálido y
muy nervioso. Nisco no apartaba de él la vista, y la gente de la bolera miraba tan pronto a
Nisco como a Pablo. Ya nadie sabía allí cuántos bolos iban hechos, ni a quién le tocaba
birlar. En esto, cesó también el baile, porque Chiscón se empeñó en que habían de
sentarse las cantadoras de Rinconeda donde estaban las de Cumbrales. Oyéronse voces
de riña. Chiscón, después de dejar sentadas a sus cantadoras junto a las del pueblo (pues
éstas no quisieron levantarse y él no cometió la descortesía de obligarlas a hacerlo),
volviose a colocar a los suyos en el mismo terreno en que acababan de bailar, y aún
estaban, los de Cumbrales. Con esto creció el vocerío, y Pablo bajó de la paredilla;
llegose a las cantadoras de Rinconeda y las preguntó secamente:
-¿:Venís de guerra?
-De paz venimos, -respondieron las mozas.
-Pues no toquéis entonces, que tocando están quienes deben, y corro hay aquí para que
bailen todos, si de divertirse en paz se trata.
-¡A tocar se va! -dijo en esto, un mozo de Rinconeda, mirando airado a las dos mozas
increpadas por Pablo.
Las dos mozas se dispusieron de nuevo a tocar.
-¡Pues no se toca! -dijo Pablo, blanco de ira.
Y hablando así, arrancó las dos panderetas de las manos en que estaban, y rompió los
parches sobre sus rodillas.
¡Cristo mío, la que en seguida se armó allí! Pero Pablo, que ya la esperaba, porque de un
modo o de otro tenía que venir, con las rotas panderetas en las manos, la cabeza erguida,
la boca entreabierta, el pecho anhelante y lívida la tez, examinó el campo con una mirada
rápida, y la clavó firme sobre Chiscón que corría hacia él, apartando la gente, como el
oso los matorrales. Estremeciose el joven un momento, arrojó los aros, dio dos pasos
hacia el gigante que podía desbaratarle entre sus brazos de roble, y le recibió con una
puñada en la jeta, y tal puntapié en la barriga, que el oso lanzó un bramido y necesitó
todas sus fuerzas bestiales para no desplomarse, como torre socavada. Nisco, que no
había perdido de vista a Pablo, en cuanto le vio enfrente de Chiscón saltó como un corzo
desde la bolera al campo, sin tocar la paredilla, y voló hacia su amigo; pero le salió al
encuentro un valentón del otro pueblo, y fuéronse a las manos. Creció con esto la bulla;
saltaron detrás de Nisco los jugadores de bolos; salieron los hombres que estaban en la
taberna; encontráronse con otros del bando enemigo, y la lucha se trabó en todas partes
con la prontitud con que se inflama un reguero de pólvora. Acudieron al vocerío las
mujerucas del portal de la iglesia, y las viejas que jugaban a la brisca, y los muchachos
que correteaban por las inmediaciones, y se llenó de gente el campo, desde el corro de
bolos hasta el extremo opuesto.
Toda aquella masa, al principio inquieta, nerviosa y movediza, fue enrareciéndose poco a
poco, aquietándose y buscando los puntos más elevados y menos peligrosos, mientras los
combatientes, en grupos enmarañados, forcejeaban, iban, venían, se bamboleaban,
alzábanse y se agachaban; de manera que todo este conjunto de actores y espectadores
parecía embravecido torrente encajonado de pronto entre recios e insuperables muros.
Ya no se oían voces allí, ni amenazas, ni se veía el garrote describiendo rápidas curvas en
el aire, porque (justo es declararlo) los de Rinconeda arrojaron los suyos cuando vieron
inermes a los de Cumbrales; no brillaba, ni brilló antes, el acero homicida, porque esta
arma vil no se conoce en los honrados campos montañeses, si algún descastado no la usa
a traición, muy raras veces. Sólo se percibían sordos ronquidos, jadeos de la respiración,
desgarraduras de camisas y, de vez en cuando, un cuajjj despatarrado, como odre
henchido que revienta de pronto: era que un luchador caía de espaldas en el suelo, debajo
de su adversario; el cual no abusaba de la ventaja adquirida: no hería a su enemigo, ni
siquiera le golpeaba en sitio peligroso; conformábase con tenerle allí como crucificado, y
con responder a sus ronquidos y amenazas con sordos y mortificantes improperios; alguna
vez se oía también el estampido ronco de un puñetazo sobre un esternón de acero... Y
poco o nada más se oía; porque, cuanto a los espectadores, ni se movían ni chistaban: allí
se estaban todos con los ojos encandilados y el color de la muerte en el semblante; los
muchachos, royéndose las yemas de los dedos; las mujeres, con la boca abierta, y los
viejos, dando
mandíbula con mandíbula.
Harto claro se vio que las mozas de Rinconeda no contaron con todo lo que estaba
pasando, al ir a Cumbrales como fueron; y por verse tan claro en la sorpresa y dolor que
mostraban, no cayeron sobre ellas las hembras de Cumbrales y se libró de ser un
verdadero campo de Agramante aquel Campo de la Iglesia.
Si un luchador, al levantar la cabeza, mostraba la faz ensangrentada, alzábase en los
contornos un rumor de espanto y de indignación al mismo tiempo; y entonces alguna voz
clamaba por la Justicia. ¡La Justicia! ¡A buena puerta se llamaba! Tres concejales, el
pedáneo y el alguacil estaban enredados en lo más recio de la pelea, brega que brega, no
para poner paz, sino porque eran ellos de Cumbrales y los otros de Rinconeda; el juez
municipal, que al empezar la batalla se hallaba en la taberna (cuya puerta trancó por
dentro Resquemín, dicho sea de paso, en cuanto quedó desocupada), se escondió en el
pajar..., con el sobrante de la jarra que tenía entre manos; y, cuanto al alcalde Juanguirle,
ya sabemos que se fue a dormir la siesta poco después de salir del rosario.
A todo esto, los plúmbeos nubarrones se iban desmoronando en el cielo, y extendían su
zona tormentosa, cárdena y fulgurante, hasta la misma senda que recorría el sol en su
descenso; y cuando un rayo de él lograba rasgar los apretados celajes y caía sobre los
entrelazados grupos de combatientes, relucía el sudor en los tostados rostros manchados
de sangre y medio ocultos bajo las greñas desgajadas de la cabeza; y cual si aquel rayo,
calcinante y duro, fuera aguijón que les desgarrara las carnes, embravecíanse más los
luchadores allí donde el cansancio parecía rendirlos, y volvía la batalla a comenzar, lenta,
tenaz y quejumbrosa.
Ya sabemos dónde luchaban Pablo y Chiscón; que éste era grande y forzudo, y cómo
recibió su primera embestida el valeroso mozo de Cumbrales, que si no era tan fuerte
como su enemigo, tenía, en cambio, la agilidad de la corza y el temple del acero. Así
saltaba, hería y se cimbreaba. Eran los dos luchadores el ariete poderoso y la espada
toledana. Huir de los brazos hercúleos de Chiscón, era todo el cuidado de Pablo; y entre
tanto, golpe y más golpe sobre el gigante. Reponíase éste apenas del aturdimiento que le
causaba un puñetazo en la boca, y ya tenía otro más recio en las narices; con lo que el
salvaje, poco acostumbrado a aquel género de lucha, bramaba de ira; y bramando,
esgrimía las aspas de su cuerpo, y cuanto más las agitaba, más se perdían sus derrotes en
el espacio, más se quebrantaban sus bríos y más espesos caían sobre su cara, llena ya de
flemones, ensangrentada y biliosa, los golpes de su ágil adversario. Pero necesitaba éste
terminar de algún modo aquella lucha desigual y expuesta, y tras ese fin andaba rato
hacía. No bastaba aturdir al atleta; era preciso derribarle, vencerle. Al cabo, logró
plantarle un par de puñetazos entre mejilla y ceja; y con esto y otro puntapié hacia el
estómago al humillar el bruto la cerviz, quedose éste como Polifemo cuando Ulises le
metió por el ojo el estacón ardiendo. Entonces se abalanzó Pablo a su cuello de toro; hizo
allí presa con las manos, que tenazas parecían; sacudiole dos veces, y a la tercera,
combinada con un hábil empuje de la rodilla, acaldó en el suelo al valentón de
Rinconeda. Fragor produjo esta caída; pero no por el choque de las armas, como cuando
caían los héroes de la Iliada, sino por el peso de la mole y el crujir de los pulmones y
costillas. Cayó el gigante con el rostro amoratado y medio palmo de lengua fuera de la
boca, porque Pablo, sin aflojar la tenaza de sus dedos, se encaramó a su gusto sobre el
derribado coloso.
No muy lejos de Pablo andaba Nisco, que tampoco peleaba al uso de la tierra, como su
adversario quería; es decir, pecho a pecho y brazo a brazo, con variantes de zarpada y
mordisco, sino a puñetazo seco y a rempujón pelado; mas no procedía así porque su
contrario fuera más fuerte que él, pues allá se andaban en brío y en tamaño, sino porque
en el hijo de Juanguirle obraban la vanidad y la presunción lo que en Pablo la necesidad
aquel día. Es de saberse que hasta para luchar a muerte era vanidoso y presumido el
demonio del muchacho aquél. Así se le veía rechazar a su enemigo con un golpe seguro y
meditado, y aprovechar la breve tregua para atusarse el pelo y acomodar el sombrero en la
cabeza. Sus brazos, antes de herir con el puño, describían en el aire elegantes rúbricas, y
no tomó actitud su cuerpo que no fuera estudiada. Parecía un gladiador romano. Estaba
un poco pálido y se sonreía mirando a las muchachas que le contemplaban. Otras veces
recibía con las manos la embestida del enemigo; le sujetaba por los brazos, le zarandeaba
un poco, y después le despedía seis pasos atrás; y vuelta a componerse el vestido, a
colocarse el sombrero, a sacudirse el polvo de las perneras, y a sonreír a las muchachas,
entre las que estaba Catalina a tres varas de él, anhelosa, conmovida y siguiendo con la
vista, y en la vista el alma, todos sus ademanes y valentías.
Cuando una sonrisa de las de Nisco era para ella, parecía decirle la gallarda moza con los
ojos: «¡Ánimo, valiente!, que en cuanto las fuerzas y la serenidad te falten, aquí estoy yo
para morir a tu lado defendiendo tu vida». ¡Era digno de estudio y de admiración aquel
bravo mozo! En su cara risueña, y mientras se acicalaba, entre embestida y sopapo, se
leían claramente estos pensamientos:
-«No quiero mal a este enemigo; no tengo empeño en causarle daño; peleo con él porque
soy de Cumbrales y él es de Rinconeda, y para que vea que ni le temo ni es capaz de
vencerme..., pero que no me toque en el pelo de la ropa. ¡Eso sí que no lo tolero yo!».
Al fin apareció por el lado de la Iglesia el bueno de Juanguirle, a quien había ido a
despertar Cerojas. Subió a lo más alto de la peña, recorrió con la vista azorada el campo
de batalla, y se llevó ambas manos a al cabeza; luego pateó y se lamentó y se mesó las
greñas. Algunos espectadores se le acercaron encareciéndole la necesidad de que la lucha
terminase; y la digna autoridad, sin hacer caso de consejos que no necesitaba, alzo el
sombrero hasta donde alcanzaba su diestra, bien estirado el brazo después de ponerse
sobre las puntas de los pies, y grito así, con toda la fuerza de sus pulmones:
>-¡Alto!... ¡A la Josticia!... ¡A la Ley!... ¡A la Costitución!... ¡Al mesmo Dios, si a mano
viene; que, a falta de otro mejor, a la presente su vicario soy en este lugar!... ¡Ténganse,
digo, los de Cumbrales!... ¡Respeten mi autoridad los de Rinconeda!... O si no... ¡Voto al
chápiro verde!...
Como si callara. Volvió a patear el digno alcalde, y cambió de sitio, y tornó a mesarse los
pelos. Dos mozos de Rinconeda, que no habían hallado con quien pelear, o no lo habían
intentado con gran empeño, le miraban de hito en hito.
-¡A la Ley!... ¡A la Costitución!... ¡A la Josticia! -volvió a gritar Juanguirle.
-¡A la Josticia!. ¡A la Costitución!... ¡A la Ley! -repitieron algunas personas
consternadas, recomendando así a los combatientes las amonestaciones de la autoridad.
La misma desobediencia.
-¡A mí los de josticia! -insistió el alcalde, gritando-: ¡A mí los que estén por el sosiego!...
¡Déjalo ya, Bastián!... ¡Suelta tu parte, Braulio!... ¡Debajo le tienes!... ¡Sin camisa y
machucado está!... ¿:Qué más quieres?... ¿:Qué más queréis los de Cumbrales por esta
vez?... ¿:No me oís?... ¿:No vos entregáis?... ¡Voto a briosbaco y balillo, que se han de
acordar de mí los peces de Rinconeda! ¡Ellos son los rebeldes a la autoridad!... ¡A la
Ley!... ¡A la Costitución!... ¡Viva Cumbrales!
Oído esto por los dos de Rinconeda, dijo uno de ellos al alcalde, encarándose a él y
tirando al suelo al mismo tiempo la chaqueta que tenía echada sobre el hombro
izquierdo:
-¡Pus nos futramos en Cumbrales, en la ley y en usted que la representa!
-¡Hola, chafandín pomposo! -replicole Juanguirle, volviéndose al atrevido y echando el
sombrero hacia el cogote, con un movimiento rápido de su cabeza- ¿:Conque todo eso
sois capaces de hacer?... Pues mírate tú, hombre: paso lo de mi persona, y no riñamos por
lo de la ley; ¡pero relative a lo de Cumbrales, mereciera ser yo de Rinconeda si no me
pagaras el agravio!
Y con esto se fue sobre el mozo, y le alumbró dos sopapos.
>Contestó el de Rinconeda; quiso ayudarle el que le acompañaba; impidióselo un
espectador de Cumbrales, y agarráronse también los dos; con lo que se animó bastante
por aquel lado el campo de batalla.
Al mismo tiempo llegó don Valentín a todo correr, con los pábilos erizados, la gruesa
caña al hombro y el sombrero bamboleándosele en la cabeza. Acometió valeroso al
primer grupo, y no pudo desenredarle; acometió al segundo, y lo mismo; buscó de varios
modos el cabo de aquella enmarañada madeja, y no dio con él. Al último, subiose a la
altura donde había predicado el alcalde, y desde allí gritó:
>-¡Nacionales!..., digo ¡convecinos!... ¡Es una mala vergÜenza
que mientras el perjuro amenaza vuestros hogares, malgastéis las
fuerzas que la patria y la libertad os reclaman,
en destrozaros como bestias enfurecidas!... ¡Convecinos!..., basta de
saña inútil..., de valor estéril... ¡Guardadlo en vuestros corazones
para el enemigo común!... ¡Daos el fraternal abrazo..., y seguidme
después!... ¡Yo os llevaré a la victoria!... ¡Yo os
devolveré a vuestros hogares, coronados de laurel!... ¡Os lo aseguro
yo!... ¡Yo, que vencí
en Luchana! >Mientras así hablaba don Valentín, llegó por el extremo
opuesto don Pedro
Mortera buscando a su hijo.
>-¡Pablo! -gritó con voz de trueno, cuando estuvo junto a él- ¡Qué haces!
Y Pablo, como movido por un resorte, incorporose de un brinco al oír la voz que le
llamaba, y dócil acudió a ella; pero sin perder de vista a Chiscón, que, al librarse del
suplicio en que le había tenido como clavado el valiente joven, se alzaba a duras penas,
derrengado y maltrecho, con la faz cárdena y monstruosa. Sentía el vencimiento como
una afrenta, y más pensaba en meterse donde no le viera nadie, que en buscar un desquite
en buena ley; en buena ley, porque es de advertir que el coloso de Rinconeda no era
traidor ni capaz de una villanía, aunque, por efecto de su rudeza, no se ahogara con
escrúpulos de otro género; era, en suma, de los que querían, llegado el caso.
«Jugar en injusto juego:
pero jugar lealmente».
No creyó don Pedro Mortera cumplido su deber con tener a Pablo apaciguado y junto a sí:
quiso también pronunciar el quos ego de su respetabilidad indiscutible sobre aquel mar
embravecido. Pronunciole más de una vez, pero no adelantó nada. Este fracaso amilanó a
los angustiados espectadores; y más se amilanaron cuando vieron tan desobedecido como
don Pedro, al señor cura, que llegó inmediatamente.
-¡Esto es obra del mismo demonio! -dijo entonces una voz desconsolada.
¡Del mismo demonio!... No necesitaron oír más cuatro sujetos de los desocupados, para
ponerse de acuerdo en un instante y echar a correr hacia la casuca de la Rámila.
En tanto, don Pedro Mortera, que acababa de ver a Nisco, se dirigía a él llamándole a la
paz; a lo que el mozo respondió con una sonrisa, después de pegar un bofetón a su
contrario. Volvía otra vez la cara hacia éste, cuando una piedra le hirió en la frente y le
tendió de espaldas, sin decir Jesús. No se supo cuál fue primero, si la pedrada, la caída del
herido, no en el suelo, sino en los brazos de Catalina, o el lanzar ésta un grito como si la
hubieran atravesado el corazón de una puñalada.
Vio que la sangre fluía en abundancia de la herida, y pensó volverse loca.
>-¡Muérame yo! -gritaba, haciendo trizas su delantal y su pañuelo para cerrar aquella
brecha por donde creía ver escaparse la existencia del valiente mozo- ¡Mate Dios cien
veces al traidor que te ha herido!... ¡Mate otras tantas al bruto que amañó esta guerra;
pero que no te mate a ti, que vales el mundo entero!... ¡Virgen María de los Dolores! ¡La
mejor vela te ofrezco con la promesa de no bailar más en mi vida, si la de él conservas,
aunque yo jamás la goce! Uníase a estos gritos el vocear del contrario de Nisco, negando
toda participación en la felonía; chispeaban los ojos de Pablo buscando entre la
muchedumbre algo que delatara al delincuente; ordenaba don Pedro lo más acertado para
bien del herido; acudían gentes aterradas a su lado; y mientras esto acontecía y se
buscaba a Juanguirle entre los combatientes, las tintas de los celajes iban enfriándose;
desleíanse los nubarrones, cual si sobre ellos anduvieran manos gigantescas con
esfuminos colosales; una cortina gris, húmeda y deshilada, como trapo sucio, se corrió
sobre los picos más altos del horizonte; brilló debajo de ella la luz sulfúrea del
relámpago, y comenzaron a caer lentas, grandes y acompasadas gotas de lluvia, que
levantaban polvo y sonaban en él como si fueran de plomo derretido.
@§
-- XXIV --
Deus ex machina
>Corrían, corrían los cuatro sujetos hacia casa de la bruja, y en un periquete llegaron allá.
Sin detenerse a llamar a la puerta, abriéronla de un empellón, y vieron a la Rámila
acurrucada junto al llar de la cocina, soplando unos carbones a los cuales estaba
arrimando un pucherete cubierto con un casco de teja.
-¡Allí tiene el unto! -pensaron los cuatro, al reparar en el puchero.
La vieja se volvió hacia ellos y se estremeció. Ni aun en son de paz entraba allí nadie que
no le armara guerra. ¡Qué intenciones no llevarían aquellos hombres que atropellaban su
casa en ademán airado!
-¡La gente se está matando! -dijo uno sin acercarse mucho a la Rámila, porque su
miedo supersticioso podía más que el mal intento que le conducía.
-¿:Qué gente? -preguntó la vieja temblando.
-La de Cumbrales.
-¿:En dónde?
-En el Campo de la Iglesia.
-¿:Por qué?
-Porque vinieron los de Rinconeda, acometieron, y se respondió como era debido.
-¿:Y por qué no vais a separarlos?
-Allá estuvimos, pero no podemos.
-¡Muy en su punto traéis la ropa para haber hecho cosa mayor! ¿:Y la Josticia?
-Panza arriba lo más de ella, y el alcalde en mucho apuro.
-¿:Por qué no se hace respetar?
-Porque primero es lo otro: pa eso es de Cumbrales.
-Y vusotros, ¿:de dónde sois entonces?
-¿:Por qué es la pregunta?
-Porque debierais estar ayudando a los vuestros, y no escondidos como liebres en este
ujero.
-Se ha convenido allá, en vista de que ni la Josticia ni el señor cura ni don Valentín ni don
Pedro Mortera pueden con aquello, en que andan en el ajo manos que no son vistas de
ojos corporales... Y a eso venimos.
-¿:A qué?
-A que vaya a deshacerlo el mesmo demonio que lo amañó.
La pobre anciana, que había cobrado algunas fuerzas de espíritu en el recelo que
mostraban los cuatro invasores, que permanecían agrupados cerca del que con forzada
valentía llevaba la voz, desalentose mucho al oír la última respuesta de éste y al notar
cierta resolución en la actitud de los otros tres. Intentó, sin embargo, sacar el posible
partido del miedo que inspiraba su mala fama, y preguntó al hombre que hablaba, con sus
remedos de hechicera de teatro:
-Y ¿:quién es ese demonio?
-Usté lo es.
>-¿:Yo?... Pedazo de bruto, si yo fuera el demonio, ¿:no estuvierais ya asados los cuatro, en
pena del mal querer que aquí vos trae?
>Miráronse los hombres nada seguros de estar en lo cierto, y hasta recelosos de que aquel
supuesto demonio, si le apuraban mucho, hiciera lo que hasta entonces no había hecho,
sabe Dios por qué consideración. Uno de ellos, acaso el más bruto, se aventuró a decir:
-No alcanza tanto el poder de usté, aunque mucho sea para hacer mal.
-Pues entonces, almas de Dios, ¿:a qué venís aquí?
-A que vaya usté a deshacer aquello.
-¿:Cómo he de deshacerlo?
-Con el conjuro que mejor le cuadre.
-¡Jesús me valga! -clamó entonces la pobre vieja- ¿:Por qué me habrá nacido a mí esta
fama tan negra y desdichada?
Probó la exclamación que la Rámila perdía terreno; envalentonáronse los otros al
notarlo; acercáronse más a ella, y gritó uno en tono amenazante y descompuesto:
>-¡Pronto, que pa luego es tarde!
-¡Pero, hijo, si yo no puedo hacer lo que queréis!
-¡Por buenas o por malas!
-¡Que soy una pobre mujer sin ventura, que nunca mal le hice a nadie!
>-¡Echarla mano!
-¡Por los clavos de Jesús!...
>-¡Llevémosla arrastrando, si por sus pies no va!
>-¡Miraime de rodillas pidiéndovos misericordia!
Cuando decía esto la infeliz, ya tenía encima las manazas de dos hombres que tiraban de
ella y se disponían a arrastrarla.
-No hay remedio -pensó entonces entre angustias mortales: -o arrastrada aquí si me
resisto, o arrastrada allá si voy y aquello no se calma... ¡La muerte de todas maneras!
El apego a la miserable vida la inspiró un recurso.
>-Dejaime un instante, que yo pueda hablar, -dijo a los dos verdugos.
>Aflojaron éstos los dedazos, y habló así la Rámila, sentada en el suelo, con los
mechones grises sobre la faz amarillenta y afilada, y el mísero jubón desabrochado y roto,
obra todo de aquellos bárbaros:
>-¿:Creéis de veras que yo soy bruja?
-Como nos hemos de morir, -la contestaron.
-¿:Y estáis seguros de que mi poder basta para poner en paz a los que riñen en el Campo
de la Iglesia?
-Como lo estamos de que usté fue quien armó esa guerra.
>-¿:Armela desde allá?
-No, desde aquí mesmo, porque de aquí no ha salido esta tarde, por las trazas.
Esa es la verdad, hijos míos. Dios me mate si de esta choza he salido desde que vine de
misa esta mañana. Pues desde aquí tiene que ser el conjuro. Dejaime que le haga, y dirvos
vusotros. Yo vos aseguro que cuando allá lleguéis, todo estará en paz.
>-¡Pamemas por salvar el pellejo!
-¡Es que si no vos vais, aunque me quitéis aquí la vida aquello no acabará!
-¿:Y si se nos engaña con la promesa?
Si vos engaño, almas de Dios, con volver acá y hacerme trizas, está la deuda finiquita. ¡A
bien que naide vos ha de pedir cuentas de la fechuría!
Se miraron otra vez los cuatro, como en consulta, y entendiéronse con los ojos. Uno de
ellos tomó la voz de los demás y habló así:
-Trato hecho: si al llegar al Campo de la Iglesia nusotros no está la gente en paz, llame
usted a Pateta que la socorra, porque no le queda otro santo que la ampare contra la ira de
todo el pueblo.
Dicho esto, salieron a buen paso. La lluvia, hasta entonces contenida, comenzaba a
formalizarse; los achubascados celajes se extendían en todas direcciones, y el aire
refrescaba. Sin levantarse del suelo, dio la Rámila gracias a Dios por haberla sacado con
vida del primer trance, y discurrió el modo de conjurar el último y el más grave.
Incorporose después; se aliñó lo mejor que pudo; se echó otro refajo sobre la cabeza,
cubrió con ceniza la mortecina lumbre, y salió de la choza. ¿:A dónde? Adonde hubiera un
poco de caridad; a casa de don Pedro Mortera; a la del señor cura..., a esconderse donde
no la delataran si, al llegar los cuatro forajidos al Campo de la Iglesia, la batalla no se
concluía.
>Trancado estaba la puerta por fuera, cuando la lluvia espesó de
tal modo, que la anciana tuvo necesidad de volverse a la choza mientras
aquello pasaba. Pero el aguacero continuaba espesando a toda prisa; y
espesando, espesando sin cesar, acortábanse los horizontes; dejaron de
verse todas las montañas; después todos los montes; después los cerros;
después los confines de la vega; luego la vega misma; después la
iglesia, y los árboles, y las casas..., y, en fin, todo menos la braña
y los cercados más próximos a la choza. Cada hondonada era un lago;
cada roderón un torrente. Mirando al cielo, parecía que de él bajaban
líquidos cables, gruesos y apiñados;
ensordecía el ruido de aquella inmensa cascada, y el agua que rebotaba
al llegar al suelo
la que vertían las nubes, era otra lluvia hacia arriba, contra la que no hay defensa fuera
del techado. Pero hasta entonces llovía sereno y a plomo; gustaba ver aquellos chorros
infinitos cayendo rápidos, sonoros e incesantes, como gusta y entretiene en el silencio de
la noche la llama del hogar lamiendo las negras paredes de la chimenea.
De pronto hubo una virazón al Noroeste; rugió el vendaval arisco; llevose por delante el
diluvio; azotó con él muros y terrenos; revolcó las copas de los bardales en las charcas de
las callejas; tumbó cuanto el sur de la mañana había dejado vacilante y removido; la
noche anticipó media hora su venida; y la Rámila, tranquila por entonces, cerró por
dentro la puerta de su choza, volvió a atizar la lumbre y se acurrucó junto a la llama sin
quitarse el refajo de encima de los hombros, porque empezaba a sentirse el primer frío
del invierno.
Cuando los cuatro sujetos que la habían atormentado llegaron, echando los bofes y
calados hasta los huesos, a dar vista al Campo de la Iglesia, ni huellas de lo ocurrido
quedaban en él, el agua corría por todas las camberas, se desbordaba en los senderos
profundos y saltaba y hervía en los llanos al impulso de la que seguía cayendo.
La gente se amontonaba en el portal de la taberna y en el de la iglesia, y toda ella era de
Rinconeda: los hombres, desgreñados, rotos, sucios de fango y de verdín, con las caras
borrosas, hinchadas, tintas en lodo y en sangre; las mujeres, en refajo, con las sayas
vueltas sobre la cabeza. Unas y otros inmóviles, taciturnos y con los ojos fijos en las
goteras del corral y el oído atento al rumor de la lluvia.
En el portal de Tablucas había gente de Cumbrales. Allí se metieron los cuatro sujetos de
marras, y allí aprendieron que la pelea había cesado cuando el agua no cabía ya en
canales; es decir, según se calculó en el acto, poco después que ellos salieron de la choza
de la Rámila, justamente cuando ésta debió de acabar el prometido conjuro; conjuro que,
sin duda, armó el temporal que estaba reinando, como se arman siempre que los
demonios andan por la tierra desencadenados, ya por obra de hechicerías, ya por gracia
del hisopo. Deshecha la maraña del Campo de la Iglesia, Resquemín tuvo el buen
acuerdo de encerrar en la taberna a los hombres de Cumbrales que en ella se refugiaron,
para separarlos de los de Rinconeda; otros corrieron a sus casas, y el resto de la gente se
guareció en la de Tablucas por lo mezclarse con el enemigo que asubiaba en el portal de
la iglesia.
-¡Y negaréis entoavía que esa mujer es el mesmo demonio! -exclamaba Tablucas,
después de oír los relatos y las conjeturas de los cuatro sujetos- ¡Y no tendré yo razón
para jurar que ella es quien me golpea la puerta y se planta en ese murio en fegura de
perro!... ¡Y la dejestis con vida!... ¡Corcia, si soy yo que vusotros, allí finiquita hoy!... Y
pue que vos pese por no haberlo hecho; que la que es mala por el gusto de serlo, ¿:qué no
será cuando la ofenden? En éstas y otras tales, arreció el viento sin disminuir la lluvia; y
como éstos son signos de durar la tormenta, y la noche se venía encima, los de
Rinconeda, después de breve consulta, salieron de sus refugios y emprendieron la marcha
hacia su lugar, entrando en las pozas por derecho y sin tratar de defenderse contra el
diluvio que los empapaba y el viento que los embestía de frente, porque hubiera sido
trabajo inútil, amén de embarazoso. ¿:Cómo volvían escurridos, sucios, desaliñados,
taciturnos y maltrechos, aquellos mozos que, horas antes, habían venido emperejilados,
alegres, sueltos y provocativos! Acaso, mientras caminaban en fila, como ratas huyendo
de la inundada alcantarilla, pensaban en que sus hogares podían ser asaltados por el
torrente que bajaría ya de las laderas, y este pensamiento los espoleaba. ¡Justo castigo de
sus malos deseos de la mañana, cuando el sur levantaba en vilo los tejados de
Cumbrales! No iba Chiscón en aquella triste caravana, ni se le había visto en el pueblo
desde mucho antes de acabarse la refriega.
Del Sevillano nadie supo dar noticias ciertas. Asegurose por la noche en la taberna de
Resquemín, que había desaparecido del corro tan pronto como se armó la sarracina.
Muchos temieron entonces los estragos de su navaja; pero nadie le vio entre los
combatientes. Sin embargo, se afirmó, con el testimonio de Bodoques que le columbró
desde lejos, que él fue quien, agazapado entre unos posarmos, detrás de la pared de un
huerto, hirió a Nisco con la piedra arrojada desde allí; y aún juraba Bodoques, según el
narrador, que el tiro no iba al hijo del alcalde, sino a Pablo, por el modo que tuvo el
Sevillano de hacer la puntería. Verosímil pareció la hazaña en quien fue capaz de
presentarse en Cumbrales al frente del enemigo invasor; y bien hizo aquella noche el
traidorzuelo en no aportar por la taberna, porque toda su fama tremebunda no le hubiera
librado de una mano de leña como para él solo.
>Excusado es advertir que se hizo público allí el caso de la Rámila, el cual acabó de
afirmar entre aquellas gentes su opinión de bruja rematada; y Dios sabe lo que hubiera
sido, en caliente, de la infeliz, a no estar la noche tan fría y tempestuosa.
Sobre el estado de Nisco se contó mucho y muy contradictorio, desde darle por muerto
hasta creerle ya sano y de pie. A última hora entró una vecina suya en busca de vino
blanco para ponérselo, con aceite y romero, en paños sobre la herida. El bravo mozo
había recobrado el conocimiento y estaba fuera de todo peligro.
Esta noticia fue la única fidedigna; y se la traslado al lector, con el mayor gusto, porque sé
que en ella le ha de recibir muy señalado.
@§
-- XXV --
Miel sobre hojuelas
El temporal siguió reinando hasta cerca de media noche. A esa hora se corrió el viento al
Norte; cesó el agua, rasgáronse los nublados, fuéronse adelgazando por momentos; y
cuando apareció el sol del nuevo día, desplegó el lujo de sus rayos en un cielo sereno,
azul y limpio como el cristal de un espejo. Pero la brisa terral era fría y húmeda; los
tejados de Cumbrales relucían; los hardales goteaban; las callejas eran charcos; las
praderas brillaban como sartas de rica pedrería, y comenzaba a oírse por las barriadas del
pueblo el clan, clen, de las herradas almadreñas de los transeúntes, entre los que apenas
se veía uno sin negros cardenales o arañazos en la cara, muestras dolorosas de la refriega
del día anterior.
A media mañana salió Pablo de su casa en dirección a la de Nisco, a cuyo lado había
permanecido la noche antes con Catalina, que no se apartaba un punto de allí, hasta que el
mozo se despejó y pudo conocerse la importancia de la herida.
Este suceso, desde el momento de su ocurrencia, así como el recuerdo de los que le
habían precedido, traíanle caviloso e indignado por todo extremo; pero aún le
mortificaba más la cola que trajo para él su intervención personal en la batalla.
No hubo modo de ocultárselo a don Juan de Prezanes; y no bien lo supo, fuese a casa de
don Pedro Mortera, donde ya se hallaba éste con su hijo tranquilizando a su madre, a
María y a Ana, que también estaba allí: las tres le contemplaban y le oían acongojadas y
suspensas. La entrada del jurisconsulto fue airada y sombría, como celaje de tormenta.
Increpó duramente al joven por haberse mezclado en un revoltijo tan indigno de un
hombre de sus condiciones, y en ocasión tan reñida con calaveradas de semejante jaez.
¿:Qué idea tenía de la seriedad del trance en que estaba empeñado con él, con Ana y con
su propia familia? ¿:Pensaba entrar con aquellos resabios de una fatal educación, por una
tolerancia mal entendida, en el nuevo hogar, donde su hija debía ser reina y no mártir? Y
así por el estilo.
>Respondió Pablo como pudo y como lo sentía; replicó don Juan irreflexivo y cáustico;
intervino don Pedro, herido por las intemperancias de su compadre, tras de apenado más
que él por el suceso; enfureciose el otro... Y se armó la gorda. El resultado fue que don
Juan de Prezanes salió, echando chispas, de casa de su compadre, llevándose a Ana
consigo y quedándose los demás atribulados y mustios.
Así estaban las cosas cuando iba Pablo a casa de Nisco, maldiciendo la casualidad que le
había hecho intervenir en la batalla, y prometiéndose, para en adelante, huir como de la
peste de toda ocasión que pudiera acarrearle disgustos semejantes.
Y andando así, al revolver un recodo de la calleja, enfrente de la barriada en que vivía
Juanguirle, se encontró tope a tope con el Sevillano. Toda la sangre del corazón sintió
Pablo que le subía de un salto al cerebro cuando se vio tan cerca del traidor que, según se
afirmaba ya por todos, había herido a Nisco y quizá provocado, con sus consejos a
Chiscón, el conflicto del día antes. La ira le hervía en el pecho, y la indignación le impelía
y le tentaba; pero el propósito que había formado le contuvo, y quiso seguir su camino
sin darse por enterado del encuentro. Creíase el Sevillano, como todos los bravucones de
su ralea, en el imprescindible deber de medir con los ojos, con aire de perdonavidas, a
todo hombre que a su lado pasara, en paz y en gracia de Dios, se entiende. Con doble
motivo debía de hacerlo con Pablo, a quien detestaba por su valentía del día antes y por
otras razones más; y eso hizo en aquella ocasión el matasiete de Cumbrales en cuanto
notó que el joven se inmutaba y volvía la cabeza por no verle, señales de timidez y
apocamiento, a juicio del jandalete; por lo que, no contento con mirarle burlón y
desdeñoso, se puso en jarras delante de él y le dijo contoneándose:
-¿:Tenía osté algo que ecirme, camará?
Se necesitaba ser de hielo para que una actitud, una mirada y unas palabras como
aquéllas, se quedaran sin respuesta. Pablo, temblando de pies a cabeza, no de miedo, sino
de ira, pero con la voluntad refrenada, se detuvo también y respondió:
-En verdad que no es poco lo que te dijera, si de decir lo que siento tratáramos ahora.
-Po miate tú: yo me peresco por platicá con loj amigo. Conque venga de ahí, que pa ezo e
la lengua e la boca.
>-Callala tuya y aparta a un lado, que voy de prisa.
-En el moo e abrirze camino, ze conoze el temple e la prezona. Pero ya ze ve ¡como no
tenemoj ahora quien nos guarde la eparda como teníamoj ayé, no gayeamo tanto!...
-Y tú ¿:qué sabes lo que pasó ayer?... ¿:Dónde estuvistes?
>-Librando a Cumbrales de una banduyá, con no meter en zambra la jerramienta... ¡Ayí
eztuve!
-¡Como las liebres, debajo de los posarmosi
>-Carnará, ¿:ezo e china tirá a la jeta?
-Esto es advertirte que te conviene menos que a mí alargar la plática. Conque déjala
donde está, y sigue tu camino para que yo siga el mío.
-Y ¿:quién te le cierra?
>-Tú.
-¿:Y pa cuándo e la voluntá e l'hombre?
-Para cuando se necesita, como yo la necesito ahora; no para pasar, sino para dejar de
hacerlo. ¿:Quieres más?
-¿:No lo eztá viendo, nene?
>-¿:Buscas quimera?
-¡Zi de ezo vivo!
-Pues yo no la quiero.
Todas estas respuestas de Pablo las tomaba el Sevillano por encogimientos del espíritu; y
en tal creencia, envalentonábase, y a una provocación añadía otra más irritante. Como
llegó a alzar mucho la voz, los pocos transeúntes que asomaban por las callejas
inmediatas deteníanse con la azada o el rozón al hombro, a ver y oír; y también salieron
al portal o a la ventana gentes curiosas de las casas más próximas. Por fortuna para el
Sevillano, todos estos testigos eran mujeres, viejos y muchachos, entre quienes el
recuerdo de la víspera no había de producir un acto vengativo. Seguro de esto,
complacíale la presencia de todos, porque iban a ser testigos de la humillación de Pablo
y, por ende, de su bravura sin rival, puesto que Pablo había vencido el día antes al
hombre más fuerte de la comarca. Redobló, pues, sus provocaciones, y llegó a decir a
Pablo, cuadrándose delante de él:
-¡No ze paza po aquí!
-Por última vez te pido -respondió Pablo, verde y convulso-, que me dejes pasar.
A lo que respondió el Sevillano con burlona sonrisa y fuerte voz:
>-Jindama ze llama ezo en la tierra e lo valientej 'onde yo juí el amo.
Pablo no apartaba un punto de su memoria la pasada desazón con su padrino, el disgusto
y las reprimendas de su padre, sus compromisos, sus propósitos... Todo lo tenía presente
y todo pesaba sobre su razón, hasta entonces dueña y soberana de él; pero aquella
provocación, dispuesta sin duda por el mismo diablo, en el punto en que había llegado a
ponerla el atrevido, era mucho más de lo que se podía sufrir con paciencia y delante de
testigos. Cegole la indignación; crujieron sus puños y sus dientes apretados; olvidose de
todo menos del miserable que le provocaba, y díjole, en una actitud que le hizo dar un
salto atrás:
-¡Fuera de ahí!
El Sevillano no contaba seguramente con aquella rápida mutación que
le causó tan descomunal efecto. ¡Quién sabe el partido que hubiera
tomado entonces el valiente al hallarse a solas con Pablo! Pero el
duelo era público, y había que sostener la fama de
cualquier modo, por vil que fuera.
Al saltar hacia atrás, llevó las manos al ceñidor; y, sin perder de vista a Pablo, tiró de la
navaja, la abrió rápidamente y se puso en actitud de defensa. Entonces fue Pablo quien
retrocedió a su vez al brillo repulsivo de aquella arma innoble, que le hirió la vista como
la luz de una centella. Al mismo tiempo lanzaron un grito las mujeres que presenciaban la
escena. Eso buscaba el valentón: imponerse por el espanto.
En cuanto se vio dueño del terreno, parecía que con manos, ojos y boca deshacía y
devoraba el mundo entero. ¡Qué ademanes! ¡Qué gestos! ¡Qué miradas!
-¡Aquí ze ven lo guapo, zeñó futraque! ¿:Pa qué jue el ímpetu?... Otro arrempujonsiyo; y
aunque zea poco a poco, ayégate acá..., ¿:u quierej' un calezín pa vení ma repozao?
Así hablaba el jandalete, mientras Pablo luchaba entre el deseo que tenía de acogotarle, y
el horror que le infundía el arma de los presidiarios.
>-¡Arrójala, traidor! -dijo, sin apartar la vista de la navaja-.
-¡Po zi e un arfeñique, tonto! Ven a chumpale..., ¿:u penzaba que te iba a valé conmigo la
sancaiya, como con el otro de ayé?
Y Pablo, mordiéndose los nudillos de coraje, detestando a aquel hombre provocativo, y
con fuerzas y valor para luchar con él, no se atrevía a acercársele, porque..., porque tenía
miedo, así como suena; pero miedo a su navaja, cuyo aspecto le repugnaba como el de un
bicho venenoso.
>-¿:Vienej'... o voy? -dijo el bravo dando un paso hacia Pablo. Éste dio otro también...,
hacia atrás.
>-¡Cobarde! -gritó, al notarlo, el Sevillano.
Aquella palabra penetró como un bisturí en todas las fibras del mozo..., pero no le hizo
moverse del sitio que ocupaba. Un sudor frío le bañaba el rostro, y el corazón le
aporreaba las paredes del pecho, como si protestara contra la cordura de la cabeza.
Los espectadores de la escena estaban aterrados y gritaban a Pablo que huyera, porque no
era igual la lucha; con lo que iban subiendo de punto los atrevimientos del matón, que
llegó a hablar así, dando otro paso hacia el ofuscado joven, el cual también dio otro...,
hacia atrás:
-No quiero tu vida, que ya veo la mala calidá que tiene; pero te voy a pintá un muñeco en
la jeta pa que le llevej' a la boa el día que te cazej', y tenga la moza argo gÜeno que mira
en ti.
¿:Han visto ustedes saltar un tigre?... Digo, ¡qué han de ver, ni Dios lo quiera pero lo
habrán oído o lo habrán visto pintado! Pues como salta un tigre, rápido, fiero y gallardo
sobre su presa, así saltó Pablo sobre el atrevido jaque tan pronto como le oyó mezclar en
sus bravatas lo que él guardaba en el relicario de su pecho. Cañones que te hubieran
puesto delante no habrían conseguido detenerle en su ímpetu sublime.
Al ver al uno en brazos del otro, y la navaja aparecer y desaparecer entre ambos,
alborotose la gente espantada; acudieron nuevos curiosos de la vecindad, y entre ellos
Juanguirle, que se abalanzó a los combatientes. Pero no era necesaria su ayuda.
En pocos momentos desarmó Pablo a su enemigo; le sopapeó; le revolcó en el fango;
volvió a levantarle asido por las greñas; le dio dos puntapiés, y arrojó el arma vil a una
poza, mientras el valiente, huyendo del alcalde que se empeñaba en prenderle, y de la
rechifla del público, corría que se las pelaba, escupiendo -1882: reptil basura y
chocleándole los zapatos llenos de agua sucia de la charca.
Pablo, salpicado de barro, desaliñado y convulso, dejose de comentarios ociosos, y fuese
apresurado a casa de Juanguirle, deplorando que el suceso no hubiera ocurrido a siete
estados debajo de tierra.
Nisco estaba mejor y ya sentado en la cama. Asombrose al ver a su amigo en tan
desastroso aspecto; refirió éste el caso, y le abrazó el hijo de Juanguirle, lamentándose de
no haberle ayudado, siquiera con la presencia, y de que hubiera salido vivo del empeño el
traidor de la navaja. Preguntole si le había herido con ella.
-Nada absolutamente -respondió Pablo. -Ni un arañazo me ha costado pisotear la fama de
ese bribón. Un dolorcillo siento hacia esta costilla del lado izquierdo; pero no es de golpe
alguno, sino de un esfuerzo que hice al levantarle de la poza.
Después se lavó las manos y la cara; se arregló el vestido; volvió a sentarse a la cabecera
de la cama, y mudó de conversación; hasta que entró Juanguirle, que se había quedado
charlando con los vecinos.
Pablo, mientras oía al alcalde lamentarse de no haber preso al bribón cuando pudo y debió
hacerlo, palpábase con la diestra el punto dolorido y se revolvía mucho en la silla.
-¿:Qué tienes? -le preguntó Nisco. A lo que respondió el joven:
-Que me anda aquí algo tibio y pegajoso... nada; pero me causa una impresión muy
desagradable.
Por consejo de Juanguirle, muy alarmado, se descubrió la parte donde Pablo sentía lo que
tanto le molestaba. Las ropas estaban allí empapadas en sangre, y ésta continuaba fluyendo,
aunque no en abundancia, de una herida en el costado. Nisco y su padre
palidecieron.
-¡Y yo que dejé escapar a ese villano! -exclamó Juanguirle mesándose el pelo.
-¿:Qué es lo que tengo? -preguntó Pablo.
-¡Una herida que hay que cuidar, hijo! -respondió el alcalde.
-¡Una herida!... ¿:Cuándo me la hizo, si yo no sentí nada?
-¡Bueno estabas tú para sentir, aunque te hubieran abierto en canal!... ¡Y estamos sin
médico hace cuatro meses! ¡Voto a briosbaco y balillo!...
-Ande usted -repuso Pablo sonriendo, más por disimulo que por ganas, -que como se curó
Nisco me curaré yo. Lo que importa es que en mi casa no se sepa esto.
-No estoy, Pablo, -dijo Nisco, -porque esas cosas se oculten. Bueno es que, por de pronto,
se ponga un reparo para que llegues a tu casa sin asustar a la gente con la vista de la
sangre; pero después... Cierre la puerta, padre, y curémosle con lo mismo que el suyo me
curó ayer a mí. Dicen que dijo don Pedro que el agua fresca es el mejor remedio para las
heridas. Desnúdate, Pablo, de medio arriba.
-Es cierto -añadió Juanguirle, azorado y presuroso. -Desnúdate, hijo, en tanto voy yo por
el agua y unos trapos.
Salió, cerrando la puerta por fuera, y descubrió Pablo su tronco, blanco como el
alabastro, fornido y esbelto como el de un Apolo de Fidias.
>-Tiéndete en la cama, -le dijo Nisco, arrimándose él a la pared.
Hízolo así Pablo; entró Juanguirle con una jofaina Heria de agua y media sábana vieja al
hombro, y diose comienzo al lavatorio. La herida estaba sobre una costilla. No se
metieron los improvisados cirujanos en otras investigaciones; pero vieron que tenía
medio palmo de larga, y esto los asustó. Hecha esta primera operación, pusieron unos
paños empapados en el mismo menjurje con que se curaba Nisco la descalabradura;
sujetáronlos con una ancha venda; vistiose Pablo, y le dijo Juanguirle, que le quería de
veras:
-Ahora, a casa, hijo mío; cuéntalo del mejor modo que te parezca; ¡pero cuéntalo, por el
amor de Dios!, y llama a un médico en seguida, porque esos boquetes suelen tener la
salida por donde menos se piensa... ¡Ah, como yo llegue a echar mano al traidor!... Y
¡voto al chápiro verde que he de echárselago no seré más alcalde de este pueblo!
Salió Pablo poco después, hallando en el portal, muy afligida, a la alcaldesa, que, por
ciertos respetillos pudorosos, no había asistido a la cura; chanceose con ella para
tranquilizarla, y se encaminó a su casa, pensando, más que en la herida, en el efecto que
iba a producir en las dos familias la noticia del suceso, si es que no había llegado ya, en
alas de la oficiosidad de ciertas gentes entrometidas.
¡Vaya si había llegado! Y salía ya don Pedro portalada afuera; y se asomaban al balcón
madre e hija desoladas y sin color en el rostro; y acudía Ana con el alma en un hilo, y
quedaba don Juan en su casa echando chispas por los pelos erizados y tempestades por la
boca.
Nada dijo Pablo de la herida; pero refirió el encuentro tal como había sido.
-Esta es la verdad -añadió. -Yo no lo he buscado; ello se vino sólo..., o traído por
Satanás. Sé que es llover sobre mojado; barrunto cómo estará mi padrino; conozco lo que
a ustedes les aflige el caso por el color que tiene; pero no le pude evitar... Perdóname,
Ana: otra vez me dejaré poner la mano en la cara, si te gusto más, bien abofeteado y
huyendo, que mal vestido y triunfante.
-¡Pero dicen que te hirió con una navaja! -exclamó su madre palpándole desatinada todo
el cuerpo.
-¿:En dónde? -dijo Pablo con fingido asombro, pero cuidando mucho de que su madre no
le tocara donde le dolía ya más de lo que él esperó- No hagan ustedes caso de
charlatanes... ¡Y por el amor de Dios, no hablemos más de estas cosas!
-Y... ¿:Ese hombre? -preguntole don Pedro, que hasta entonces no había desplegado los
labios, aunque se los había mordido muchas veces.
Huyó corrido como una liebre -respondió Pablo-; y dudo que vuelva a vérsele por
Cumbrales en mucho tiempo.
Ana, en tanto, descolorida y angustiada, no apartaba sus ojos del mancebo, cuyo
aspecto le daba mucho que pensar.
>-¡Tendrá que oír tu padre ahora! -la dijo Pablo.
-La verdad es -interrumpió don Pedro, que se pascaba cabizbajo y sombrío-, que se
combinan de tal modo las cosas, que sin el genio irascible de Juan, hay para darse a Barrabás
con ellas.
-¿:Qué dijo al aprenderlo, Ana? -preguntó Pablo- Cuéntalo todo sin reparos, porque
conviene saber a que atenerse.
-Poco, pero bueno -respondió Ana, esforzándose por echar a broma la cuestión. -Ya con
la noticia sola de la agarrada, se había puesto que tocaba las vigas con la cabeza; pero al
saber que había andado la navaja por medio, entendí que le daba algo. Entonces me dijo:
«mírate bien, Ana; que por el camino de esas aventuras se va a presidio».
-Y tú ¿:qué le respondiste?
-Yo..., corrí hacia acá, porque eso de la navaja me heló la sangre en las venas.
Acabose pronto esta conversación; llegó el mediodía, y Pablo comió muy poco. Después
se encerró en su cuarto y se pasó la mayor parte de la tarde con la cabeza entre las manos
y los codos sobre la mesa. La herida no sangraba ya; pero le dolía mucho. Al anochecer
sintiose destemplado y sediento; ardíale la cabeza, y tuvo necesidad de acostarse. Su
madre y su hermana habían entrado a verle varias veces; pero él había conseguido, si no
tranquilizarlas, por lo menos convencerlas de que nada grave tenía. Don Pedro, que todo
lo observaba, llamó a un criado y le dijo:
>-Ensilla el caballo y prepárate tú para ir adonde yo te envíe.
En seguida se fue al cuarto de Pablo. Acababa éste de acostarse. Le pulsó, le tocó la
frente... Y se nubló la suya.
-¡Tú estás herido, Pablo! -díjole angustiado, pero enérgico-: horas hace que lo estoy
sospechando.
-Es cierto -respondió el mozo. -No me he atrevido a decirlo delante de las mujeres, por
no alarmarlas.
-¿:Y yo?... ¿:Soy por ventura una de ellas? ¿:No sabes, insensato, que en estas ocasiones no
deben desperdiciarse ni los instantes?
Diole cuenta el enfermo de la precaución que se había torna do en casa de Juanguirle, y
quiso don Pedro examinar la herida. Toda la fuerza de su voluntad, que era mucha,
necesitó para no lanzar una exclamación de espanto al ver aquel ancho boquete con los
bordes inflamados y sanguinolentos. Volvió a cubrirle como se lo permitió su
aturdimiento; dejó a Pablo y voló al por tal, donde esperaba el criado con las espuelas
calzadas y el caballo listo.
-¡A escape a la villa! -le dijo- Avisa al médico de casa, adviértele que se trata de una
herida, para que traiga a prevención siquiera lo más indispensable; que monte en este
mismo caballo, si no tiene otro más veloz, y que venga en el aire, porque el herido está
muy grave.
Este recado le oyeron doña Teresa y María, que andaban con oídos de lince detrás de la
verdad. Al descubrirla se espantaron, y corrieron hacia el dormitorio de Pablo. Don
Pedro las detuvo.
-Pero ¿:se morirá, Dios mío? -exclamaba la dolorida madre, mientras su hija lloraba
amargamente.
>-¡Silencio, por la Virgen! -les decía don Pedro por lo bajo- ¡Qué no os oiga; que nada
conozca! Entrad allá, vedle, acompañadle; pero como si nada grave sucediera. -¡Hijo de
mi corazón!... Pero ¿:crees que se halla en peligro de muerte? -¡No lo permita Dios! -dijo
don Pedro, descubriendo en lo trémulo de la voz y en las lágrimas que asomaban a sus
ojos, el dardo que tenía clavado en el alma. Luego entraron todos en el cuarto del
enfermo, que yacía postrado, en el sopor de la fiebre.
@§
-- XXVI --
De varios colores
¡Qué noche!... El tiempo pasaba; el médico no venía; Pablo continuaba agravándose, y
nadie se atrevía allí a aventurar un remedio, porque el aspecto de la enfermedad ataba las
manos indoctas, que bien podían dar veneno por triaca. Se entraba y se salía a cada
instante, y se andaba de puntillas en la estancia a media luz; se aplicaba el oído a la
agitada y seca respiración, y la palma de la mano a la ardorosa frente del enfermo; y cada
acto de éstos producía una pregunta muda y anhelosa en los ojos contristados de los
demás. Del cuarto de Pablo se iba a todas las puertas y ventanas que daban al corral; y
por cada rendija se escuchaban los ruidos de afuera, hasta los más leves rumores..., el
latir de algún perro, los golpes del pesado rodal, las esquilas de la yunta, las almadreñas
del carretero, algún cantar lejano..., todo muy de tarde en tarde. Después, el silencio
absoluto, impenetrable como la oscuridad que le envolvía... ¡Ni un sonido que se
pareciera al de las herraduras del brioso caballo de don Pedro sobre los resbaladizos
cantos de la calleja!
Nada se le había dicho a Ana de la alarmante gravedad en que se hallaba Pablo; pero
hasta en las ondas del aire hay oficiosos correos para las malas noticias; y ésta no tardó
en llegar a casa de don Juan de Prezanes.
Cenando estaban ya padre e hija; ésta triste y sobresaltada por los sucesos del día, y aquél
sombrío, mudo y desazonado por la misma causa, pero vista con ojos bien distintos de
los de Ana. Cayó entre ambos la noticia como la guadaña de la muerte; y, yertos y
despavoridos, alzáronse al punto de la mesa; abrigáronse mal y de prisa, y volaron al lado
del enfermo.
Se adivinan, sin que yo las describa, las impresiones de Ana junto a aquel lecho en que
yacía Pablo medio aletargado por la calentura. Corríanle a la infeliz las lágrimas por las
mejillas, y ahogaba los sollozos en su pecho y las palabras en su boca pero no pudo
evitar que sus manos se posaran trémulas y codiciosas sobre la frente caldeada del
enfermo.
-¡Se abrasa el desdichado! -tuvo que decir entonces, porque la pena y el sobresalto de que
se vio acometida, la impusieron aquel desahogo.
Abrió los ojos Pablo al oír aquella voz, y dijo, queriendo sonreírse:
-Esto pasará pronto...
-¿:Cómo te encuentras, hijo mío? -le preguntó su madre, anhelosa y acongojada,
aprovechando el inesperado momento de lucidez para explorar el estado del enfermo.
>-Bastante bien -respondió éste, volviendo a cerrar los ojos- El calor me incomoda
mucho... ¡Más agua!
Sobre la mesita cercana al lecho había una botella, casi vacía ya, y una copa con agua.
Ana se apoderó de ella rápidamente y la acerco a los labios ardientes de Pablo. Éste cogió
con su mano, que abrasaba, la copa, y con la copa la mano de Ana; y así bebió, sorbo a
sorbo, como si le refrescara, más que el agua que bebía, el contacto de aquella piel fina y
rosada, misterioso centro en que a la sazón convergían los anhelos de dos almas y la
esencia de dos vidas.
>Mientras esto pasaba, don Juan de Prezanes (que ya se había quejado amargamente de
que no se les hubiera dado antes la noticia) preguntaba a todos y a cada uno cómo había
sido aquello; qué trámites había seguido la agravación; a qué hora se había ido a buscar al
médico; por qué no venía ya... Y todo cuanto podía preguntarse y mucho más,
espeluznado, nervioso, inquieto y descolorido. Pero cuando observó que Pablo hablaba, y
tan pronto Ana volvió a poner la copa sobre la mesa, no pudo contenerse y avanzó hasta
la cabecera del lecho. Pulso al enfermo; le palpó la frente; le arropó cuidadoso; le subió el
embozo de las sábanas y volvió a bajársele; tornó a subírsele; quiso hablarle, y se
contuvo; le arreglo la almohada, y otra vez las ropas; volvió al intento de preguntar
algo... Y tampoco dijo nada. Iba y venía; escuchaba la respiración del enfermo y miraba a
los circunstantes; y a todo esto le temblaban los labios y la barbilla, y los ojos se
humedecían; sacaba el pañuelo del bolsillo; llevábale rápido a las narices; daba con ellas
un trompetazo seco; volvía a guardarle..., en fin, marcaba.
Al último, estalló así:
>-¡Pablo..., hijo mío!... Yo no sé si algo de lo que ayer te dije puede haber contribuido a
la desazón en que te hallas. Si es así, ¡perdóname, por el amor de Dios!... Yo no podía
presumir... No era fácil adivinar... Creía tener mis razones, estar en mi derecho; porque
cabe muy bien que un viejo como yo, en determinados casos de la vida, reprenda a un
mozo como tú, que se halla en salud cabal, como tú te hallabas cuando yo te reprendí...,
quizá con mayor dureza que la debida, porque a la lengua más la mueve el temperamento
que la voluntad. Pero aquello pasa..., pasó como pasan las tempestades; y ahora me
asusta el temor de que el recuerdo de ello pueda afligirte la memoria en el estado en que
te ves... Por supuesto, que no le doy importancia maldita, y creo que eso ha de
desaparecer como un relámpago... ¡Pues no faltaba más!... Pero, aunque pasajero, te
postra en la cama y te hace padecer... ¡Si supiera yo dónde hallar al infame que te hirió!...
¡Y ese médico que no llega!... ¡Y al bestia que fue a traerle no se te habrá ocurrido buscar
otro a faltas de él!... Hay gentes que entienden algo de remedios caseros para estos lances
perentorios. Aquí todos somos unos burros que no sabemos jota de ello. Nada se nos
ocurre para aliviar a este infeliz que se abrasa, Dios sabe por qué... ¡Y esto es
precisamente lo que hay que averiguar cuanto antes; y sólo puede averiguarlo un médico,
y el médico no viene!... ¡Si estos bestias de Cumbrales no hubieran despedido al suyo
hace cuatro meses!... Hombre, ¿:no sería bueno mandar otro propio con el caballo del
cura? No soy gran jinete, pero me atrevo a ir hasta el fin del mundo en busca de un
médico ahora mismo.
Hablaba y hablaba sin cesar don Juan de Prezanes, al tenor de lo apuntado, mientras se
paseaba inquieto y taciturno su compadre por delante de la puerta de la estancia, y
permanecían las tres mujeres junto al lecho de Pablo, como otras tantas estatuas de la
melancolía.
>Notábase demasiado calor allí; lo advirtió el enfermo y se desalojó el cuarto,
quedando en él solamente doña Teresa, sentada junto a los pies de la cama.
Pasó otra hora; y ya don Pedro había dado las órdenes para que se fuera en busca de otro
médico, cuando se oyeron en el corral las herraduras del caballo que debía traer lo que
con ansia mortal se esperaba...
Y lo traía el noble bruto sobre sus lomos empapados de sudor.
Digo que llegó el doctor, forrado, por cierto, de pies a cabeza en altas polainas, recio
capote y descomunal bufanda.
Cómo fue recibido, no hay que contarlo, pues ya se sabe con qué ansiedad se le
esperaba.
Siempre sucede lo mismo en idénticos casos; lo cual no nos impide, cuando estamos en
cabal salud, poner a los médicos a bajar de un burro, por ignorantes y matasanos. Así
somos, con la gracia de que en otros muchos lances de la vida, aún somos peores y más
injustos y más ingratos. Pero vamos al asunto.
Tardó el médico, porque se hallaba ausente de la villa cuando fueron a buscarle. Llegado
a su casa, le enteró de lo ocurrido el criado de don Pedro; después salió a encargar a un
farmacéutico los medicamentos que juzgó necesarios, operación nada breve... Pero, en
fin, ya estaba allí, aunque un poco retrasado, con un frasco en cada bolsillo y llena de
emplastos la cartera. Aunque entradillo en años, era chancero y alegre; por lo que sus
palabras (después de oír de pie, y mientras se despojaba de los pesados abrigos que
llevaba encima, la relación hecha por don Pedro) fueron a modo de brisa que, si no
barrió, adelgazó mucho los negros celajes que abrumaban el ánimo de aquellas buenas
gentes.
Entró luego en el cuarto del enfermo, seguido de don Pedro Mortera y de don Juan de
Prezanes. Salió doña Teresa; cerrose la puerta y comenzó el reconocimiento, que fue
largo y escrupuloso.
La herida, por estar muy inflamados sus bordes, no pudo examinarse como el doctor
quería; pero era indudable, por lo que estaba al alcance de la sonda y lo que respondía el
enfermo, que no era profunda, sino a lo largo de la costilla sobre la cual estaba.
Hízose la cura como debía de hacerse; se le dio a Pablo una bebida al caso; se recomendó
el silencio y el desahogo en la estancia, y volvieron a salir de ella los hombres. Las tres
mujeres los esperaban en el carrejo, con la ansiedad que es de suponerse. El médico
habló así entonces, sin cuidarse maldita la cosa de ajar la voz:
-Es más el ruido que las nueces. La calentura, que es muy alta, tendría gran importancia
si la herida fuera penetrante; pero felizmente no lo es, y de ello he de convencerme más
tan pronto como disminuya la inflamación a beneficio de lo dispuesto ahora. Pablo es
nervioso y vehemente; han pasado muchas horas perdidas desde que fue herido; precedió
al lance una escena violenta, según me han dicho, y parece ser que vino tras otra por el
estilo ocurrida ayer. Todo esto contribuye, indudablemente, a poner a Pablo en el estado
de exacerbación en que se halla; estado que no juzgo grave, ni mucho menos, aunque a
los ojos profanos lo aparenta... Conque a cenar, si no lo han hecho ustedes ya; a la cama
después los que no velen, y a dormir sin penas ni cuidados; que, o yo me engaño mucho,
o esto ha de ser obra de pocos días.
>¡Bendita boca! ¡Bendita ciencia que por ella habló! ¡Benditas palabras que rompieron
en un instante las férreas y candentes ligaduras que oprimían y abrasaban tantos
corazones henchidos de amor al valiente mozo!
Una hora antes habían llegado Juanguirle, el padre de Catalina y media docena más de
vecinos de las inmediaciones, a saber noticias del enfermo, de cuyo estado gravísimo
comenzaba a hablarse en el pueblo, y a ofrecerse a todo cuanto ellos pudieran hacer en
servicio y descanso de la casa. Todos estaban en la cocina aguardando el resultado de la
visita del médico, y a todos les dio cuenta don Pedro Mortera, muy regocijado, del fallo
del doctor.
Éste consistió en quedarse allí aquella noche; y era muy corrida ya la mitad de ella,
cuando Ana y su padre, después de haber visto que Pablo dormía con relativo sosiego, se
retiraron a su casa.
A la mañana siguiente la calentura había cedido mucho; tenía poca sed el enfermo, y la
herida presentaba mejor aspecto; con lo que el médico, confirmándose en su primer
dictamen, se volvió a la villa.
No entra en mis propósitos, ni vendría muy al caso, escribir la historia detallada de la
enfermedad de Pablo. Lo que importa conocer aquí es el resultado de ella, y a este
propósito, digo que tres días después de lo narrado, el enfermo estaba completamente
limpio de calentura, y su herida, nueva y cómodamente examinada por el doctor, en las
mejores condiciones apetecibles.
Como ya se le permitía hablar, Nisco, que había saltado de la cama en cuanto supo lo que
a su amigo le ocurría (aunque, por acuerdo de Juanguirle, lo ignoró hasta que hubo
pasado lo más grave), le acompañaba algunos ratos.
No era ya el mozo aparatoso y remilgado de antes. Presentábase en la nueva etapa de su
vida, sencillo, modesto y bondadoso. ¡Cuánto había ganado en el cambio! Atribuíase éste
en casa de don Pedro Mortera al reciente percance que aún le tenía con la frente vendada,
y a su pena por lo acontecido a Pablo; pero yo sé que el descalabro que principalmente
había dado origen a tan notable transformación, era bien diferente del que le produjo la
pedrada del Sevillano. El resto fue obra de la abnegación de Catalina, ejemplo admirable
que acabó de abrir los ojos al iluso.
Estando una tarde sentado a la cabecera de la cama de Pablo, llegó Chiscón al portal,
hallándose en él don Pedro Mortera. Descubriose con respeto el hercúleo mozo, y habló
así al caballero, que le miraba con repugnancia:
>-Tiénenme por amigo del hombre que ha puesto a Pablo en peligro de muerte. Nunca lo
fui, señor don Pedro, aunque dejé que me lo llamara y que a mi lado se le viera muchas
veces. De saber acabo la maldad del alevoso; habrá quien piense que consejos míos le
movieron la mano traidora, como a mí los suyos me acabaron de mover la voluntad a
preparar la guerra del domingo... Y aquí vengo, señor, a lavarme, con la verdad, de la
mancha de esa duda. Yo no soy santo; la ira me tienta muy a menudo; y, por verme
fuerte, gústame que valga la mía más de lo que debiera gustarme; pero guerreo en buena
ley, cara a cara y con armas iguales. A Pablo busqué así; pudo más la su maña que la mi
fuerza, y venciome... Usted lo vio. Doliome la afrenta, es verdad; pero juzguela castigo
por mano de un valiente; y de allí no pasaron mis rencores, aunque la pena fue grande.
Sin ser visto de nadie, volvime a mi casa... ¡Por el Santo nombre de Dios, juro que, desde
mucho antes de enredarme con Pablo aquella tarde, no he vuelto a ver al traidor que al
otro día le dio la puñalada!
Cayó mucho hacia la benevolencia la antipatía con que miraba don Pedro a Chiscón,
cuando éste acabó su apasionado razonamiento; y díjole el grave señor, pero sin dureza:
-Nadie ha sospechado aquí semejante cosa: puedes estar tranquilo.
-De justicia son, señor don Pedro; pero con no ser más que de justicia, estimo mucho
esas palabras. Y ahora -añadió el mocetón, manoseando el sombrero-, si en ello no
ofendiera...
Y aquí se paró; pero don Pedro, leyéndole el pensamiento, noblote y generoso, al través
de aquella rudeza medio salvaje, díjole, señalando hacia la puerta del estragal:
-Sube a ver a Pablo si quieres.
-Ese favor iba a pedir, señor don Pedro, -respondió Chiscón agradecido.
Un momento después crujían las tablas de los peldaños, holladas por los herrados
zapatones del gigante.
Llamó arriba con un deogracias que retumbó en toda la casa; salió doña Teresa; y
después de oír al mocetón, le condujo a la estancia de Pablo.
Por entrar, habló en términos parecidos a los que empleó delante de don Pedro Mortera.
Pablo, por toda respuesta, desde la cama en que estaba sentado le alargó su mano pálida,
fina y un tanto descarnada; mano que desapareció al punto entre las dos de Chiscón,
enormes, atezadas, callosas y peludas.
-Dicen -añadió el de Rinconeda un poco conmovido-, que anda oculto por temor a la
justicia. ¡Que Dios le libre de caer en la de mis manos!
Después soltó la de Pablo y tendió una de las suyas a Nisco, diciéndole:
-La misma culpa que en la herida de Pablo, tengo en la pedrada que te alcanzó a ti, obra
de un mismo traidor. Por lo demás, si prenda tuya quise tomar, fue porque abandonada la
vi. Confieso que el no me sacó de quicios; pero no todo lo que después vino fue sólo
intento mío, que lances y consejos lo fueron arreglando así. A lo tuyo te has vuelto ahora,
y has hecho bien, que la prenda lo vale y la merecías más que yo.
También Nisco le alargó la diestra, en señal de amistad sin resentimientos. Después se
enteró Chiscón muy ¿:ti pormenor del estado de Pablo, y celebró cordialmente la mejoría.
Luego se despidió cortés, a su manera, y salió del cuarto, carrejo adelante, dejando aquí
un pastel de arcilla blanda, y allá un chinarro, de lo agarrado en las callejas por sus
zapatones, y haciendo temblar los sucios en cada zancada.
En tanto, había llegado Juanguirle muy apurado, y estaba con don Pedro Mortera en el
cuarto del portal. Tratábase de un oficio del alcalde de Praducos al alcalde de Cumbrales,
recibido por éste en aquel momento.
-Ya usted lo ve -decía Juanguirle-: esas gentes se han desbandado, por estar muy
perseguidas, y andan en pandillas cortas, de merodeo por acá y por allá. Han entrado en
Praducos y en Sopando... Y en Coloños, que está a dos pasos de este pueblo. Verdad que
ha sido entrada por salida, a lo que parece, y que se han conformado con unas cuantas
raciones. De todas suertes, ¿:qué le parece a usted, señor don Pedro, que hagamos en
Cumbrales, en virtud de este aviso que me dan? -Hablar poco de ello y tener mucho juicio
-respondió don Pedro-; y sobre todo, cuidar de que nada sepa don Valentín, que puede
hacer una majadería que nos cueste muy cara a todos.
-Eso mismo creo yo..., porque, señor, una aldea abierta, de poco vecindario, sin otra arma
que el sable de ese loco...
-Y tan loco será como él quien llegue a escucharle con paciencia; y mucho más loco,
quien se pare a considerar lo que podrá creerse de los que no le hagan caso.
>-¿:Quiere decirse que este oficio..., como si hubiera caído en un pozo?
-No tanto, porque debe servirte el aviso para estar alerta y prevenido, a fin de evitar al
pueblo cuantas vejaciones puedan evitarse, si tenemos la mala suerte de recibir esta
visita.
-Pues alerta está, señor don Pedro; y Dios sobre todo.
-Ésa es la fija... ¡Y cuidado con don Valentín!
@§
-- XXVII --
Genio y figura...
La rápida y feliz convalecencia de Pablo volvió a normalizar la vida en ambas casas; con
lo que reaparecieron en el salón de don Pedro Mortera los rollos de holandas y los
paquetes de batistas que días antes anduvieron por allí entre manos de Ana, de María y
de doña Teresa; preparativos de boda y mínima parte de lo que se había encargado con
igual destino a las modistas y costureras de la ciudad.
Había, pues, tertulia constante en casa de don Pedro, a la que no faltaban Pablo, muy
animoso aunque algo dolorido y débil todavía; su cuñadito en ciernes, por las tardes, y
don Juan de Prezanes cuando menos se le esperaba. Ya para entonces y desde antes de los
trágicos sucesos referidos, las familias de don Pedro Mortera y de don Rodrigo
Calderetas se habían hecho sendas visitas; por lo que también se vio más de tres veces al
caballero de la villa, con su señora y su otro vástago (una jovenzuela pálida y muy
peripuesta, que se llamaba Niquis, contracción elegante del vulgar Nicasio que le arrimó
en la pila su padrino, un pañero acaudalado, pero de poco gusto), en la apacible reunión
aquella.
Antes la enfriaban que la divertían los ceremoniosos continentes de estos tres personajes;
pero eran sus visitas actos de cortesía, y había que agradecerlas. En cambio-, cuando se
hallaban solos los de Cumbrales y el novio de la villa, que era suelto y ocurrente, se
cobraban con usura los ratos tan mal empleados; porque hasta el mismo don Juan de
Prezanes andaba hecho unas castañuelas, y solamente en cinco o seis ocasiones se había
ido del seguro con su compadre por cosas de poco más o menos.
En fin, que todo era paz y alegría entre aquellas gentes, y hasta se habían fijado las bodas
para el día en que Pablo se viera completamente restablecido (restablecimiento que ya
daba el convaleciente por alcanzado), cuando olió don Valentín lo de allende los montes,
por más empeño que puso Juanguirle en que ignorara lo que de oficio le había dicho su
colega de Praducos. Pero ¿:dónde se movería el perjuro que no lo advirtiera el oído sutil
del veterano de Luchana, que sólo vivía para odiarle y para combatirle?
No bien averiguó lo de Coloños, voló a casa de Juanguirle. Le preguntó, le increpó y
hasta le excomulgó; pero sólo burlas y malas razones pudo obtener del alcalde de
Cumbrales. Entonces corrió a la villa, y asaltó el despacho de don Rodrigo Calderetas.
-Ahora -le dijo sin preámbulos ociosos-, todos ustedes son unos; don Pedro Mortera no
podrá negarse a tomar en cuenta las indicaciones patrióticas que usted le haga, ni usted a
dejar de hacérselas en vista de la gravedad de los sucesos que tenemos encima.
-Cierto es -dijo el caballero-, que ustedes y nosotros estamos amenazados de una invasión
a la hora menos pensada; pero es también un hecho que las fuerzas se han subdividido...
-Tanto mejor para vencerlas, señor don Rodrigo.
-No hay necesidad, don Valentín, de tomarlo tan por lo serio, puesto que siendo grupos
insignificantes los que merodean por ahí, no son de temer extorsiones de gravedad, Piden
unas cuantas raciones, se les dan... Y se van tan contentos. Esto es mucho mas sencillo y
conveniente que una resistencia armada que puede costar perturbaciones y sangre. Ya ve
usted cuántos más elementos hay aquí que en Cumbrales para resistir, y cuánta mayor
responsabilidad adquirimos ante la historia nosotros que ustedes, y, sin embargo, a nadie
se le ha ocurrido aquí apelar a medidas extremas que...
-Yo, señor don Rodrigo -expuso don Valentín, comprimiendo la ira que ardía en su
pecho-, no tengo nada que ver con lo que en esta villa se haga en el caso de que se trata.
Impórtame sólo la honra del pueblo en que nací, y ésa es la que quiero salvar..., porque
debo salvarla. Don Pedro Mortera es el único hombre que en Cumbrales puede llevar a
buen término mis propósitos; usted puede hoy mover el ánimo de mi convecino, y al
mismo tiempo hacer que don Juan de Prezanes acabe de ponerse a mi lado, porque lo uno
ha de venir como consecuencia de lo otro. Del pie que cojea el don Pedro, no lo ignora
usted, y aquí mismo hemos hablado de ello los dos, no hace mucho tiempo, con leal
franqueza...
-Se hablan muchas cosas, señor don Valentín, con sobrada ligereza, aunque la lealtad
mueva los labios y esté el corazón henchido de los más hidalgos sentimientos. Verdad
que hablamos algo de lo que usted dice; verdad que apoyé entonces, hasta cierto punto,
las nobles miras de usted; cierto que se las recomendé, digámoslo así, al señor don Juan
de Prezanes..., pero hay circunstancias en la vida... Y no siempre los informes son
exactos; la lealtad se engaña muchas veces, y los caballeros, como yo, estamos expuestos
a padecer alucinaciones...
-Es decir, que don Pedro Mortera, para usted, es hoy muy distinto de lo que fue ayer... En
plata, que ya es liberal y trigo limpio.
-Quizá, quizá, señor don Valentín.
-¡Cómo había de resultar otra cosa! -exclamó el héroe, con la sonrisa más burlona que puede
imaginarse, y un brío impropio de sus muchos años- ¡Cómo había de salir cosa mala un
consuegro ricachón!
-¡Señor Gutiérrez!
-¡De la Pernía, señor de Calderetas! -corrigió don Valentín, alzándose sobre las enjutas
piernas-. Y entienda usted que para cantar ahora esos laudes, no había para qué entonar el
otro día tantos vituperios... Fortuna que sé yo demasiado a qué atenerme.
Y con esto salió don Valentín de casa de don Rodrigo Calderetas, sin tomarse el trabajo
de despedirse de él.
>Husmeando en la villa luego, fue llenando de pormenores el saco de sus noticias; y tan
atacado le puso y tal se convenció de que el, peligro no daba ya instante de espera, que se
vio a punto de que le faltara el resuello a medio camino de su casa.
¡En qué estado llegó! Jadeante, amarillo y desencajado; con el sombrero en el cogote, el
bastón al hombro, los ojos encandilados y los pábilos con espuma. Era media tarde, no
había comido aún, y se negó a probar las sobras de la comida de su hijo, que Sidora le
había guardado. Se encerró en su cuarto, arrojó el sombrero y el bastón sobre la cama, y
se sentó a descansar en una silla vieja. No había otra mejor allí.
A los pies de la cama había una percha de castaño negro y apolillado ya; sobre la percha,
un guardapolvo muy ancho, y sobre el guardapolvo, entre dos viejas sombrereras de
cartón, una caja de pino, más alta que ancha, con tapadera sujeta con un cordel. En
aquella caja clavó la vista don Valentín en cuanto se sentó a descansar, y de aquella caja
se apoderó, empinándose sobre la silla, tan pronto como no le fue necesaria para reposo
de su cuerpo fatigado.
>Desatado el cordel y alzada la tapadera, sacó a pulso el héroe un morrión descomunal,
envuelto en Gacetas arranciadas. El morrión era de herrada, más ancho de arriba que de
abajo, de felpa algo raída y marchita de color, y con grandes chapas y carrilleras de
metal. Después de colocar con mucho mimo sobre la cama el morrión, don Valentín
abrió un cofre que había en otro rincón de la estancia. En aquel cofre estaba el resto del
uniforme: una casaca azul de faldones muy largos y talle muy corto, vueltas amarillas (el
veterano había servido en fusileros) y acribillada de botones en las picudas solapas; un
pantalón de dril blanco; dos charreteras con flecos de cordoncillo de plata, ennegrecidos,
mohosos y de un palmo de largos; un sable envainado, con su correspondiente tahalí, y
un pompón, amarillo también, como de media vara de alto, envuelto en dos bulas de la
Cruzada.
Todo lo fue colocando en el orden debido sobre la cama, y para cada pieza tuvo un
requiebro de amor y de entusiasmo su boca balbuciente. ¡Cuántos años hacía que su
cuerpo no se envolvía en aquellos arreos marciales! ¡Quién le diría a él que aquellas
reliquias del tiempo de sus glorias habían de volver a salir a la luz del sol, precisamente
para ahuyentar al «monstruo de la tiranía», a quien él mismo había enterrado en Vergara!
En fin, que se quitó el casaquín y los calzones, y se encasquetó el uniforme sobre la
escasa ropa que le quedaba encima del rugoso pellejo. Pero ¡cuánta sobra veía por todas
partes! ¡Cómo se le hundía el chacó y le hacían alforjas la casaca y los pantalones! Todo
había mermado en el héroe; todo menos el corazón, que le tenía tan grande y tan lleno de
amor a la causa de la libertad, como en los albores de su juventud.
-No hay remedio -discurría mientras atacaba de papeles la badana interior del morrión,
añadía la ropa vieja al pelo de la casaca y colgaba las prendas de la paz en la percha de
castaño-: me declaro a mí mismo en estado de guerra, y publico yo solo y para mí solo la
ley marcial... Haré el último esfuerzo para adquirir auxiliares; y si no los hallo, yo seré
general, y ejército y hasta plaza fuerte; y después... ¡A vencer o morir!... ¿:De qué lado
vendrá el enemigo? No lo sé. ¿:Qué fuerza será la suya? No debe importarme. Sé que
anda cerca y que puede estar aquí a la hora menos pensada; y esto me traza la senda. A
ello me atengo, porque ese es mi deber. Sabré cumplirle.
Iba anocheciendo ya. Sidora había salido de casa, y don Baldomero no había vuelto a ella.
Apareció don Valentín en la sala armado de pies a cabeza. Se cuadró delante del retrato
de Espartero; desenvainó el sable; presentole como cuando pasa el rey; después saludó
marcialmente, describiendo en el aire una ancha curva con la bruñida hoja; giró hacia la
derecha sobre sus talones; envainó..., y fuese.
Media hora después aparecía en el despacho de don Pedro Mortera, el cual personaje se
creyó bajo el imperio de una pesadilla al contemplar la extraña catadura del que se puso
delante.
Don Valentín habló así, temblando de emoción y de fatiga:
-Mi ansiedad y este equipo en que vengo, le dicen a usted, señor don
Pedro, que no hay
tiempo que perder y que es llegada la hora de hacer un esfuerzo, si ha
de hacerse. El enemigo puede venir, vendrá, de un momento a otro, y no
hay que contar con que la autoridad de Cumbrales se aperciba a la
defensa... A usted acudo, por última vez, a
pedirle una parte, por mínima que sea, de su legítimo influjo sobre
estas gentes pacíficas,
para que me ayuden en la empresa que estoy resuelto a acometer. Con ese
auxilio, y con
el que obtendré seguramente del señor don Juan de Prezanes... -¡El
auxilio de don Juan de Prezanes! -exclamó don Pedro Mortera mirando con
asombro a don Valentín- ¿:En qué se funda usted para creer que lo
obtendrá? -En que no se resistió a concedérmele cuando otra vez se le
pedí.
>-Mentira.
-¡Señor don Pedro!... ¡Yo no miento nunca!
-Pues vaya usted a pedírsele, y déjeme en paz.
-Sí, señor, que iré... Y me le concederá, por lo mismo que usted me le niega. Cuento con
él, porque me le ha ofrecido y es caballero... Y muy liberal.
-Pues será tan mentecato como usted si le ha oído con paciencia; y loco rematado si le
aplaude.
-¡Ira de Dios! Si eso es ser loco ¿:dónde está la cordura?
-En quien, teniendo atribuciones para ello, se apoderara de usted ahora y le encerrara en
una jaula, antes de que con sus majaderías produzca una ociosa alarma en el pueblo.
-Ésa es la justicia de los tiranos: amarrado el mastín, y suelto el lobo entre las ovejas.
-Todo lo que usted quiera, con tal que me deje en paz inmediatamente.
-Eso es echarme de casa.
>-Figúrese usted que sí, y buenas noches.
-¡Yo no hago eso con nadie, señor don Pedro!
-Yo con todos los que vengan a molestarme con locuras como la de usted.
El pobre don Valentín ya no supo qué replicar a esto, porque no se le ocurrían sino
improperios, y no se atrevía a soltarlos, ni estaba su boca balbuciente ni su pecho
jadeante para meterse en recias disputas. Conformose con apretar los puños y mirar fiero
y torcido a don Pedro Mortera, y se largó, poniéndole entre mandíbulas (pues ya se ha
dicho que ni raigones tenía en ellas) de tirano, servilón y mal patriota, que no había por
dónde cogerle.
¿:Quién sabe lo que anduvo después, de puerta en puerta, predicando aquí, amenazando
allá: al uno, porque era joven y debía toda su sangre a la patria; al otro, porque tenía hijos
a quienes dar ejemplo de independencia y valor; a éste, porque estaba amenazado su
hogar de un atropello; a aquél, porque su novia y su hija podían ser presa de los
«inmundos chacales»!... Pero nada consiguió sino servir de espectáculo a las atónitas
gentes, con su pompón cimbreante, su morrión descomunal, sus charreteras lacias, sus
faldones inmensos y su pantalón blanco salpicado del lodo de las callejas, ¡en tal mes, a
tales horas y con la helada que estaba dejándose sentir!
Eran cerca de las nueve de la noche cuando llegó a casa de don Juan de Prezanes,
último refugio de sus mortecinas esperanzas.
Hay que advertir, que, a la sazón, se disponía el bueno del jurisconsulto a ir a buscar a su
hija, que aún estaba en casa de don Pedro Mortera, entregada a los sabidos afanes de
costura. Don Juan se había despedido de allí aquella tarde algo amostazado, porque su
compadre le hizo la contra en no sé qué pequeñeces, con no sé qué palabras y qué gestos;
gestos y palabras que le traían marcado desde que se había encerrado en su casa,
dándolos vueltas en el magín; y claro es que cuanto más los revolvía en aquel horno, más
le caldeaba y más burlón y más dominante iba pareciéndole don Pedro Mortera. De modo
que volvía a casa de éste de muy mala gana, y sólo porque se lo había prometido a su hija
que le esperaba allí. En este propósito y con un humor endemoniado, le halló don
Valentín. No fue menor el asombro que le produjo la rara silueta del héroe, que el
causado en cuantas personas le habían tenido delante aquella noche. Dijo el pobre hombre
qué pensamientos le sacaban de casa a tales horas y en aquella guisa, y se asombró más
don Juan y le tuvo lástima.
-¿:Es posible, don Valentín -exclamó-, que hasta ese punto le enardezca a usted su manía?
>Precisamente lo que no comprendía don Valentín era que se llamara manía a su
ardimiento patriótico, y que se asombrara nadie de su bélica actitud enfrente del
enemigo. Respondió en este sentido al jurisconsulto, y añadió:
-No hay para qué hablar en demostración de esta verdad palmaria, no hace mucho tiempo
aceptada por sus amigos de usted... Y aún por usted mismo.
-¿:Por mí?
-Por usted no fue negada al menos, cuando le pedí su apoyo con la recomendación del
señor don Rodrigo Calderetas; apoyo que tampoco le pareció entonces cosa del otro
jueves... Verdad que estaba de por medio el señor don Pedro Mortera, a quien tratábamos
de combatir. Hoy han variado las circunstancias, bien lo veo, y con ellas el fondo de
ciertas personas a los ojos de otras.
-Señor don Valentín, hoy, como ayer, don Pedro Mortera es un caballero, mi mejor
amigo, casi mi hermano. Si tiene sus debilidades, yo tengo las mías también; pero ésta es
cuenta para ajustada entre él y yo solos, si lo tenemos por conveniente.
-No entiendo, señor don Juan...
-Pues esto quiere decir que hoy le prohíbo a usted, como se lo prohibí en la ocasión que
cita, traer a cuento el nombre de esa persona, si no es para honrarle como merece.
-Pues a eso respondo hoy, señor don Juan de Prezanes, lo mismo que respondí entonces a
usted por una observación idéntica y con razones que en aquella ocasión no tenía: que don
Pedro Mortera corresponde muy mal a las ausencias que hace usted de él.
-¿:Quién se lo ha dicho a usted?
-Nadie, porque lo he oído yo mismo.
-¿:A quién?... ¿:En dónde?... ¿:Cuándo?
-A don Pedro Mortera, en su casa, dos horas hace.
>-¡Falso!
>-Mentecato le llamó a usted, con todas sus letras, y por tan digno le reputó como a mí
de ser encerrado en una jaula. >-¡Falso!... ¡Falso!
-Tan cierto como estamos aquí los dos, frente a frente.
-Repito que es falso, señor don Valentín... Y si no lo es, quiero que lo sea. ¿:Me
entiende usted? ¿:Me entiende usted, espíritu diabólico y tentador?
-¡Pero, señor don Juan!...
-¡Vaya usted al demonio! Lárguese usted de aquí cuanto antes, y déjeme en paz, ¡si esto
es ya posible!
Y salió don Valentín, que no podía con el peso de tantas contrariedades ni con el del
morrión que le abrumaba.
Quedose solo otra vez don Juan de Prezanes; y quedándose solo, comenzó por quitarse el
sombrero, que ya se había puesto para ir a buscar a su hija cuando entró don Valentín, y
por arrojarle sobre la mesa. Después, con las manos en los bolsillos, echó a andar, a andar
por el cuarto, de aquí para allí, y, por último, se enredó en la siguiente maraña de
reflexiones, sin dejar de moverse como un azogado:
-Que vengan a decirme ahora que esto es una ofuscación de mi genio impresionable y
feroz. Que venga el hombre de más paciencia..., que venga Job en persona; que se
coloque en mi lugar, y a ver cómo se las arregla; a ver qué cara pone cuando le larguen
por la espalda una puñalada así. Que no se pase un día sin que el mejor de sus amigos...,
¡amigo!..., le dé un alfilerazo, y celebren y aplaudan la gracia hasta sus propios hijos; que
responda a esas provocaciones y a esas burlas ahogando su dolor y su pesadumbre con
una prudencia heroica; que gentes de todas cataduras le digan una y otra vez: «ese amigo
no es cosa buena y te quiere mal»; que se indisponga con todas esas gentes por defender
el honor del falso amigo, es decir, que pague con caricias sus bofetones; que los vínculos
de amistad lleguen a ser de parentesco; que busquen al santo Job y le mimen y le
halaguen; que cuando más confiado se entregue a los halagos y a los mimos, sienta otra
vez en sus carnes las heridas alevosas y vea el arma sutil en la mano que le acaricia; que
se resigne y calle todavía, aunque, tras de ofendido, oiga que le murmuran por violento e
intolerable; que tenga, en fin, la evidencia de que el amigo, a sangre fría, con
premeditación y en medio de la plaza pública, como quien dice, le llama a boca llena
mentecato, y le juzga digno de ser encerrado en una jaula de locos... Y a ver si Job no
acaba por darse a todos los demonios y por buscar al falso amigo y armar un escándalo
que sirva de ejemplo a todos los oprimidos, y de escarmiento a todos los hipócritas... Pues
yo, el irascible, el insoportable, tengo más paciencia que Job, porque devoro acá dentro,
en este pecho donde no cabe la nobleza de mi corazón, esas provocaciones alevosas.
>Sentíase don Juan sofocado en la estrechez del gabinete, y abrió la ventana. La noche no
estaba tan serena y estrellada como antes. Reaparecía el Sur; amontonábanse nubarrones
en el cielo, y la luna sólo a intervalos lucía. Algunas bocanadas de aire llegaban a la
ventana, trayendo consigo rumor de lejanas voces; rumor de que don Juan no se dio
cuenta, porque no estaba entonces ni para oír ni para ver sino lo que tenía dentro y le
hervía en la mollera.
-¿:Qué móviles son los que guían a ese hombre -se decía el jurisconsulto volviendo a
pasear intranquilo y vertiginoso-, para conducirse como se conduce conmigo? Su
altanería, su soberbia..., el empeño de imponerme sus ideas y sus gustos hasta en las
cosas más nimias. como se los impone a cuantos le rodean o le deben algo. Pero yo no le
debo nada, ¡voto a Lucifer!... Nada, si no son disgustos como éste que ahora me enciende
la sangre. No soy tampoco un zafio campesino que necesite pedirle permiso para
discurrir. Tengo mi criterio propio, mis luces en la inteligencia; tantas luces..., más luces
que él, sí, señor; ¡muchas más! Porque he visto más mundo, he estudiado más libros y he
ejercitado más el entendimiento, ¡muchísimo más! ¡Tengo, cuando menos, iguales
derechos que los suyos a ser oído y respetado; a hablar donde él hable, a pensar donde él
piense, a vivir donde él viva!...
Aquí ya don Juan de Prezanes, sin percatarse de ello, decía a voces todo lo que iba
pensando; y como si su amigo estuviera provocándole en el hueco de la ventana, delante
de ella era donde más aspavientos hacía y más levantaba la voz.
Entre tanto, los rumores de afuera continuaban acercándose, y llegaron a oírse
próximos a la pared del corral, por la parte de la calleja.
Tampoco entonces reparó en ellos.
>Volviendo a sus paseos y a su monólogo, llegó a decir, enardeciéndose por instantes:
-¿:Me quieres idiota?... ¿:Me quieres esclavo?... Pues chasco te llevas, ¡tirano! Tengo una
razón..., a Dios se la debo, y por ella soy libre..., ¡libre como el pájaro y el aire!
En esto, y mientras la luna se escondía detrás de espesos nubarrones, y se oía ruido
cercano, como de gentes en tropel, don Juan de Prezanes temblaba, y se arrimó a la
ventana, y sintió dentro de sí una cosa que le exigía un esfuerzo supremo; algo que
necesitaba salir de su pecho y de su garganta, veloz y bullicioso; algo que le oprimía el
corazón y le golpeaba el cerebro... No pudo contenerse más. Echó todo el busto fuera de
la ventana; y, apretando los puños, gritó, loco, desaforado:
-¡Viva la libertad!
En aquel instante crecieron los rumores de la calleja y se agitaron unos bultos en la
oscuridad; brillaron dos fogonazos; se oyeron dos tiros, y lanzó un grito don Juan de
Prezanes, desapareciendo de la ventana mientras saltaban las maderas hechas astillas, y en
polvo los cristales.
Casi al mismo tiempo sonó hacia la iglesia otro tiro que pareció un eco de los primeros.
@§
-- XXVIII --
Sicut vita...
>Mientras caminaba don Valentín, después de salir de casa de don Juan de Prezanes,
calleja arriba, por donde vino el tropel de que se hace mención en el capítulo
antecedente, resbalando en este morrillo y metiéndose en aquella poza, tropezando aquí y
estando a pique de caer allá, despechado y febril, reflexionaba de este modo:
-Nada espero, nada temo, nada quiero; en nadie confío sino en Dios y en el odio que
tengo al perjuro. Tristeza en mí; tristeza y soledad en mi casa; menosprecio y burlas en la
ajena; viejo, moribundo ya; envuelto en los hábitos de mis glorias- con la espada de
Luchana al costado... ¿:Qué mejor ocasión que ésta para dar el último grito de libertad,
delante del sempiterno enemigo de ella? ¿:Qué muerte más señalada para un hombre como
yo?... ¡Ah, si topara con ellos esta noche!
>Pensando así, andaba, andaba, y corría el sudor por los surcos de su cara rugosa, porque
la gimnasia que iba haciendo, el peso del uniforme y la brega que traía desde media
mañana, no eran para menos; y andaba maquinalmente y sin rumbo determinado, aunque
a veces creía oír en sus adentros una voz que le aconsejaba seguir adelante y apercibido,
porque por allí se iba.
Y andando, andando, llegó a un recodo que formaba la calleja, y oyó un ruido de voces y
de pasos inseguros al otro lado. Le latió el corazón con desusada fuerza. Llevó la diestra a
la empuñadura del sable, y detúvose. Los rumores se acercaron más. Don Valentín aguzó
entonces el oído, la vista, hasta el olfato. Parecía un sabueso delante de la barda." Cierto
que tenía, por don misterioso de la naturaleza, una nariz para conocer al perjuro por el
rastro, como el perro la tiene para el jabalí.
>-¡Él es! -dijo balbuciente y conmovido.
Sin otras averiguaciones, desenvainó el sable y plantose en mitad de la calleja, bien
alumbrada entonces por la luna.
Y no se equivocaba don Valentín: era él, o, por lo menos algo que lo aparentaba. A la
vuelta del recodo, a pocas varas de distancia, apareció un grupo armado y vestido como
el héroe suponía. El grupo no llegaba a una docena de hombres; pero era un ejército para
don Valentín, solo y viejo y casi inerme. Nada le importó esta reflexión que no pudo
menos de hacerse: antes le infundió mayores bríos en medio de aquella fiebre que le
estaba devorando horas hacía. Se afirmó sobre los pies, enderezó cuanto pudo el
encorvado cuerpecillo; y temblando de entusiasmo desde la coronilla hasta los talones,
gritó, resuelto a todo, presentando el jadeante pecho al enemigo:
-¡Alto ahí!
Y el enemigo se detuvo; y aún hizo más, para gloria de don Valentín: retrocedió, acaso
porque creyera que había fuerzas militares detrás de aquellos arreos, en cuya vetusta e
inusitada conformación no pudo reparar de pronto y a tan escasa luz como la intermitente
de la luna; pero es lo cierto que retrocedió, y a esto se atuvo el héroe.
>-¡Cobardes! -gritó en seguida, ebrio de entusiasmo, partiendo hacia los ocultos
invasores- ¡Huís de un hombre solo, viejo y desarmado!... ¡Dadme la cara, bandidos!
Esta baladronada, que puso en evidencia su pequeñez y su soledad, perdió a don
Valentín. Sin ella, acaso hubiera corrido aquella noche detrás del enemigo alucinado.
Pero éste se rehízo con la advertencia, y se encaró con el extraño retador.
>-¡Matadle -dijo el que mandaba allí-, si no se entrega callando!
>-¡Entregarme yo! -exclamó don Valentín-, ¡y a vosotros, infames!... ¡Muerto, sí; pero
rendido, nunca!... ¡Viva el Duque!
Y se lanzó, blandiendo el sable, al enemigo que, a su vez, le embestía.
-¡Viva la lib!...
El infeliz no acabó de dar este segundo grito de su heroico ardimiento, porque se sintió
oprimido y atropellado por aquellos hombres; los cuales, al verle -un momento después,
en el paroxismo de su rabia, caer de espaldas en la calleja y quedar inmóvil, creyéronle
muerto o poco menos, y allí le dejaron, continuando ellos el camino que antes llevaban.
Ya sabemos cómo respondieron dos de los más irreflexivos de la partida, al grito casual
de don Juan de Prezanes; y es de saberse ahora que el lance no hubiera concluido así, a
juzgar por las trazas, sin el otro tiro que sonó hacia la iglesia y puso en precipitada fuga a
los invasores, señal de que andaban con poca tranquilidad y perseguidos de cerca por
enemigos más serios que el pobre don Valentín.
El cual permaneció muy cerca de una hora tendido sobre el fango de la calleja; y allí se
hubiera muerto de frío, ya que no de los golpes o de la corajina que tal le habían puesto,
sin la llegada de Juanguirle y de algunas otras personas que le acompañaban, entre ellas
Nisco, armadas de sendos garrotes, excepto el montanero y el alguacil, que llevaban, para
estorbo y compromiso, como ellos decían, dos fusilones de chispa.
>Comenzaba a moverse un poco y a balbucir palabras inconexas en el momento de topar
con él la ronda.
>-¡Siempre me temí yo algo de esto, voto al chápiro verde! -dijo el alcalde al levantar a
don Valentín, cogiéndole por debajo de los brazos-; aunque nunca pensé que llegara a
tanto. El diablo me lleve si no está a punto de entregar el alma... ¡Agarray vusotros por las
patas, muchachos!... ¡Uf!..., ¡cómo está de barro, el infeliz, hasta el cogote! Vamos, señor
don Valentín, un poco de ánimo, que la cosa no es tanto como aparenta. Dígote que fue
suerte para todos que al demonio de Lambieta le moviera la curiosidad de los tiros y
saliera a tiempo de ver correr a los causantes vega abajo, y me diera parte y saliera yo
también, y se viera lo visto y se discurriera lo discurrido-, que si no, aquí fenece esta
noche el venturao del hombre, sin tus ni mus. ¡Voto a briosbaco y balillo, que hubiera
sido caso de andar en copias!... ¿:Estáis ya? Pues hágase ahora la silla con los brazos...
¡Ajá!... Tú, por aquí, Nisco... Sostenle tú la cabeza por atrás, Ogenio... ¡Jum!, mucho la
zarandea para cosa buena... Apanay vusotros esa espada y ese murrión... ¡Mil demonios si
no hace media fanega larga el sandifesio! Y a todo esto, el su hijo... ¡Por vida del chápiro
verde! Pondría las orejas a que anda por onde no debe. ¡Cuando no espante yo de una vez
a esa pingolondona, afrenta del lugar y acabación de las casas honradas..., voto a
briosbaco y balillo!... ¿:Qué tal vamos, señor don Valentín?
-Mal, -respondió el pobre hombre, con apagada voz, mientras con todo su cuerpo inerte,
movido arriba y abajo y de un lado a otro, marcaba el andar desconcertado de los mozos
que le conducían.
Así llegó a casa, donde le recibió Sidora entre aspavientos y declamaciones, y se trató de
desnudarle para meterle en la cama.
-¡Eso no! -dijo don Valentín- Nadie me despoje de lo que llevo encima. Ya que no me ha
valido para bandera, quiero que me sirva de mortaja. Con eso no lo profanará nadie,
vendiéndolo por un vaso de aguardiente.
-¿:Quién piensa en mortajas ahora, por vida del chápiro verde?
-Yo, hijo, yo..., yo, que me muero sin remedio... ¡Siento un frío... Y una debilidad!...
-¡Algo caliente, y un vaso de buen vino! -gritó Juanguirle encarándose con Sidora-; y si
no lo hay en casa, a la mía volando por ello, que guardadas tengo cuatro botellas de la
Nava rancio, para estas ocasiones.
Corrió Sidora a la cocina por una taza de caldo del que reservaba todos los días para
comienzo de la cena de don Valentín; y descerrajando la alacena de la sala, por no
parecer la llave, se sacó una botella de vino blanco que denunció la fámula.
Probó con dificultad uno y otro el extenuado y yerto veterano; reanimose un instante, y
dijo, mientras le envolvían en mantas sobre la cama, pero sin desnudarle:
-Estos fríos no se curan a la lumbre... Son los de la muerte. Por tanto, que venga el cura,
y a escape..., que cristiano soy ante todo... Y como cristiano debo y quiero morir.
Fueron en busca del cura dos mozos de los allí presentes, pues uno sólo no se atrevía en
noche de tales peripecias; y en tanto, preguntó don Valentín:
-¿:Y el perjuro?
-Ajuyó al monte tan aína como pisó a Cumbrales -respondió Juanguirle-. Y ello
¿:tropezole usté, o qué fue lo que así le puso?
-Topé con él, Juan..., por la misericordia divina... Acometile como debía..., solo, frente a
frente... Arrollome, porque eran muchos... Sentime golpeado... Caí... Acabome de aturdir
un golpe en la cabeza... Y no sé más... Pero si huye el inicuo... ¡Bendito sea Dios!...
¿:Quien piensa en otra cosa?... De todas maneras, yo bien conozco ahora que ciertos
asuntos... No debieran tomarse tan a pechos..., pero no lo puedo remediar... Muriendo
así, muero a mi gusto... Ésa es mi ley... Obscura fue la hazaña y no servirá de ejemplo...
Ni el Duque la conocerá..., pero Dios la ha visto... ¡Viva el Duque!... ¡Viva la!...
No pudo más el pobre hombre. Quedose inerte y amarillo, y todos pensaron que allí
acababa; pero volvió a revivir, y diéronle otro sorbo de vino.
En esto entró don Baldomero, que nada ignoraba ya, porque se lo habían dicho los mozos
que iban por el cura, al encontrarle en el Campo de la Iglesia. Presentose más encogido,
torvo y desaliñado que de costumbre; y con esto solo pintó la pena que le causaba el
suceso, si es que alguna sentía, real y verdaderamente. Así se acercó a la cama, sin
desplegar sus labios ni sacar las manos de los bolsillos.
Viole don Valentín, y díjole:
-Solo te quedas, Baldomero..., porque yo me voy... La verdad sea dicha, sin gran pena de
no volver a verte..., aunque un poco mayor que la tuya..., por perderme de vista... Eres un
adán, y no espero que te enmiendes..., pero, ya que por ti no lo hagas..., por el honor de tu
padre..., no acabes de perder la vergÜenza al acabar con lo que te dejo... Conserva a
Sidora, que ha sido muy fiel y cuidadosa... Págala en seguida la manda que le hago en el
testamento..., que hallarás entre mis papeles... Aléjate de ciertas compañías... Acércate
más a Dios... Y aparta allá un poco ahora, para que yo piense en Él mientras llega el
señor cura.
Fuese a la sala don Baldomero, y allí se dejó caer en una silla, con las piernas estiradas y
la cabeza caída sobre el pecho. Juanguirle mandó despejar por completo el cuarto, y él
mismo dio el ejemplo; pero sin perder de vista al moribundo hasta que llegó el señor cura.
Se confesó don Valentín despacio y bien, como hombre que era de mucha cuenta y razón,
aunque las de su conciencia las saldaba cada año, y no eran complicadas, según el lector
habrá ido comprendiendo; recibió después el Viático, y luego la Unción; hasta que, a
poco más de la media noche, apagándose el último soplo de su vida, entregó a Dios el
alma, limpia y candorosa como la de un niño.
Quedose Juanguirle con algunos de su ronda velando el cadáver, y se acostó don
Baldomero.
>Amanecía apenas, cuando llego a la puerta del estragal una mujer. Conociola en la voz
Juanguirle, salió a su encuentro y la apostrofó así, atravesado delante de ella:
-¿:Aónde vas? ¿:Qué buscas? ¿:Quién te llama aquí?
-¿:A usted que le importa? -respondió con desgarro la mujer.
-¡Voto a briosbaco y halillo -exclamó Juanguirle- que, si un poco me apuras, haré que
valga mi autoridad y te lleven aonde no te dé el sol en mucho tiempo!... ¡Taday,
moscalindrona!
-Sepa usted que vengo aonde puedo, y en busca de lo que es mío.
>-¡Taday, zarramplinga! Si algo te deben y de algo vos remuerde la concencia, bien que
lo cobres y la pongáis en gracia de Dios... Y aticuenta que poco se pierde, porque tal para
cual; pero a su tiempo: no ahora ni aquí... ¡Aguarda siquiera a que saquen de casa al que,
vivo, nunca te hubiera dejado entrar en ella!
-¡No es usté quién para mandar en este sitio!
-Para cerrarte la puerta a ti y a cuantos jedores como tú la quieren apestar, todas las casas
de Cumbrales son mías. ¿:Lo entiendes, cárabo? Pues vuélvete al monte, o te escurro yo a
guantás... ¡Y mira que a mí no me la dais con la pamema de lo del murio, como al
simplón de tu vecino! Con esto se volvió Juanguirle arriba, porque la mujer aquella se
largó hecha un veneno.
@§
-- XXIX --
Lo del murio
Al grito de don Juan de Prezanes y al fragor de las ventanas hechas trizas, acudieron las
criadas que estaban al otro extremo de la casa. Halláronle tendido en el suelo, juzgáronle
asesinado, aturdiéronse; y, sin otras averiguaciones, corrieron despavoridas a casa de don
Pedro Mortera.
Aunque no dijeron cuanto pensaban y sentían, sus palabras, y más que sus palabras, el
modo de decirlas, produjo el efecto que es de presumir; y entre aspavientos y gritos,
trasladose en un verbo la familia entera, con sirvientes y adherentes, a casa de don Juan
de Prezanes.
Ya estaba éste de pie- pero aturdido y medio alelado. Entro don Pedro delante; y al oírle
hablar con su amigo, los que detrás iban, llevando medio acongojada a Ana, avanzaron
en tropel. Todo lo que antes era angustia, se trocó en curiosidad al ver el aspecto que
ofrecía el cuarto sembrado de astillas y de cascos de vidrio, y en medio don Juan, que no
acababa de romper a hablar. Ana se colgó de su cuello; y aunque le colmaba de caricias,
anhelante y llorosa, el hombre parecía una estatua.
Al fin, respondió al torbellino de preguntas con que le acosaban por todas partes:
-¡Yo no sé que demonios puede haber sido!... Estaba poniéndome el sombrero..., es
decir, me te había puesto ya, para salir en busca tuya, hija mía... De pronto, oí ruido hacia
la calleja, abrí un poco esa ventana, y..., ¡pin!, ¡pan!..., todo fue estruendo a mi alrededor,
como si la casa se desplomara. No sé si alguna astilla..., o el sobresalto; pero es lo cierto
que aquí me vi, un momento hace, tendido en el suelo, sin poder darme cuenta de nada...
Luego entrasteis vosotros, y he recordado esto poco que os refiero. Nada en substancia,
como véis... Pero ¿:quién demonios soltó los tiros cuando yo..., es decir, cuando abrí la
ventana... ¿:Habéis oído algo vosotros, Pedro?
>-Nosotros -respondió éste-, oímos esos tiros de que hablas, y
otro más hacia la iglesia; y
precisamente estábamos disputando sobre si habían sido tres o dos y el
eco de ellos, cuando llegaron tus criadas que te vieron aquí tendido al
acudir al grito que diste. -¿:A qué grito, hombre? -saltó don Juan
apresuradamente- ¡Si yo no dije una palabra! -Por lo que refirieron las
muchachas -añadió don Pedro con socarronería-, lanzaste un ¡ay!,
terrible, sin duda al caer...
>-¡Vamos!..., al caer. Sí, porque lo que es antes de los tiros...
Al decir esto don Juan se estremeció de pies a cabeza, en una convulsión nerviosa.
-Lo esencial es que hayas salido ileso de la catástrofe -prosiguió don Pedro mientras los
demás no apartaban los ojos de don Juan, que, poco a poco, iba serenándose-. ¿:Quieres
tomar algo?
-Nada, nada..., una taza de salvia, si acaso, porque estoy algo nervioso.
Voló Ana a preparar el antiespasmódico, y tornó a preguntar don Pedro a su compadre:
-¿:Estás seguro de no haber recibido herida ni golpe?
-Ya lo veis..., nada siento, nada me duele... Digo mal, un coscorrón debo tener aquí...
Tenía, en efecto, don Juan un chichón en la cabeza; pero cosa insignificante.
-Sin duda contribuyó este golpe -dijo don Pedro, -a que perdieras el sentido cuando
caíste.
Y añadió por lo bajo, al oído de su mujer:
>-Apostaría las orejas a que tu compadre hizo una barbaridad. Aquella voz que yo oí
antes de los tiros, fue la suya, no me cabe duda.
-Pero, a todo esto -insistió don Juan de Prezanes-, ¿:de dónde salieron aquellos dos tiros
cuando yo grité..., es decir, cuando abrí la ventana?
Y se estremeció de nuevo, como si le asaltara un escalofrío.
-Pues nadie lo sabe -respondiéronle-, como no se sabe quién soltó el de hacia la iglesia.
-¡El demonio ha andado suelto aquí esta noche!
-Días hace que no huelga en Cumbrales.
-En fin, de buena te has librado.
-Sí, sí... Y hablemos de otra cosa, si queréis, -concluyó don Juan volviendo a
estremecerse.
-Es que el asunto es grave, y hay que averiguar...
-¡Vaya si lo es! Pero dejad siquiera que me tranquilice antes un poco.
Llegó luego Ana con la infusión de salvia; tomola el sobrexcitado señor, y se entonó
mucho; pero no dejó de temblar cada vez que salía a colación el caso de los tiros, caso
que no cesaba de salir.
Media hora después apareció Juanguirle en la sala con la gente de que le hemos visto
acompañado en el capítulo anterior. Iba desalado porque le habían referido horrores de lo
ocurrido en aquella casa.
>-¡Pícaros! -dijo cuando se enteró de la verdad- ¡Si la intención es lo que vale, en garrote
vil acabéis!
-Pero ¿:quién fue? ¿:Llegaremos a saberlo al fin? -preguntaron a Juanguirle.
-¡Quién había de ser, voto a briosbaco y balillo! El faicioso mesmo, -respondió el
alcalde.
>-¡Demonio! -exclamó don Pedro, mientras don Juan se estremecía y las mujeres se
miraban sobresaltadas.
-Pero ¿:dónde está ahora? -preguntó Pablo.
-Camino del monte, según mis noticias.
-Así me lo explico yo todo -decía, en tanto, don Juan-: siendo ellos, naturalmente habían
de responder..., es decir, tenían que hacer una de las suyas. Vieron luz, vendrían
acosados...
-¡Vea usted si don Valentín estaba en lo cierto!
-¡Don Valentín! -gritó don Juan de Prezanes-. Ahora recuerdo que, poco antes del
suceso, estuvo aquí, de gran uniforme. ¡Desdichado de él si le han visto con aquella
arboladura!
-Pues a rondar vamos, señor don Juan -dijo el alcalde-:y si no se le llevaron, que lo dudo,
con él hemos de dar. Conque, ya que no hacemos falta aquí, después de dar el parabién
por lo poco que ha sido en comparanza de lo que pudo ser...
-Pero ¿:quién los ahuyentó, Juan? -preguntó don Pedro.
-Se cree que un tiro que oyeron hacia la iglesia, o que creyeron oír: tal venían ellos de
recelosos y perseguidos. El intento era, según voces, llegar a mi casa y pedir raciones, o
cosa que lo valiera... Conque lo dicho, y a la paz de Dios, que vamos a recorrer el pueblo
para ver el rastro que han dejado.
Salió Juanguirle con su gente, y ya sabemos que halló a don Valentín; cómo le halló y lo
que aconteció en su casa, hasta que amaneció el nuevo día.
Una hora después, mientras las campanas doblaban a muerto, el alcalde, acompañado
solamente de Nisco y del alguacil, continuó la ronda, interrumpida durante la noche por
los narrados sucesos; pero la mayor parte de los vecinos ni siquiera tenían noticia de lo
acontecido. Felicitábase de ello el alcalde; y ya iba a dar por concluida su exploración,
cuando se le ocurrió detenerse delante de la choza de la Rámila. Digo que se le ocurrió,
porque su primera intención, por consejo de sus acompañantes, fue pasar de largo. ¿:Qué
había de buscar allí nadie, y mucho menos gente hambrienta y fugitiva? Y aunque
hubiera ido alguien... Y aunque hubiera matado a la bruja, ¿:qué? Esta reflexión no se la
hizo Juanguirle, pero se la hicieron sus acompañantes, y por eso le aconsejaron tan
inhumanamente.
>-Criatura es de Dios como nosotros -dijo el alcalde después de vacilar un momento-, y
derecho tiene a mi amparo como la que más.
Y entró resuelto en la choza; cosa que le costó bien poco trabajo, porque la puerta
estaba entreabierta y desquiciada.
En el rincón de la izquierda había una mísera cama sobre un zarzo viejo, sostenido por
cuatro estacas; y en aquella cama yacía la Rámila, quejándose y con la cabeza
entrapajada. A las preguntas de Juanguirle respondió:
-Yo no sé qué decirte, hijo de Dios. En la cama estaba y oí golpes a la puerta y el hablar
de mucha gente. Pedían agua para beber, y pareciome entenderles que querían saber por
dónde se iba a casa del alcalde. Levantéme; los porrazos iban a más; y al ir a correr la
llave, saltó la puerta, diome en la cabeza, caí, descalabreme de esta otra parte, y medio
me descoyunté este brazo. Atontecióme el golpe... Y ahí me estuve en el suelo, lo más de
la noche, sin saber lo que hicieron aquellos hombres, que me parecieron armados, aunque
no lo jurara, porque con el golpe de la puerta sobró para que yo no viera más por
entonces... Creo que esto no sea cosa de muerte; pero me resquema y me duele mucho.
Sola me veo y sin más amparo que el de Dios. Ya que Él te trae acá, hazme la
misericordia de decir en casa del señor don Pedro cómo me hallo... Y de enquiciar esa
puerta, siquiera para que las bestias no entren aquí mientras yo no pueda salir de la
cama... Si está de Dios que he de salir, para jalar otro poco de la cruz que arrastro por el
mundo.
El bueno del alcalde, por de pronto, y al saber que la pobre vieja estaba en ayunas,
mandó a su hijo y al alguacil a buscar a las casas más próximas lo que con mayor
urgencia reclamaba el estado de la infeliz; le reconoció, mientras aquéllos volvían, las
heridas de la cabeza, que eran varias aunque no graves; las lavó cuidadosamente y las
cubrió de nuevo, único bálsamo de que podía disponer allí donde no había gota de aceite
en la alcuza, ni casco que revelara que había contenido jamás un sorbo de vino; y cuando,
pasado un rato, estuvo más consolado el estómago de la Rámila con lo que trajeron el
alguacil y Nisco, fuéronse los tres, no sin enquiciar antes la puerta, bien seguro
Juanguirle de que, tan pronto como relatara aquella gran necesidad en casa de don Pedro
Mortera, de nada carecería ya la infeliz menesterosa.
Cerca de la iglesia, de vuelta para su casa, encontró Juanguirle a Tablucas. Preguntole éste
por el resultado de su exploración, y controle el alcalde el percance de la Rámila, dándole
por remate y en chanza la enhorabuena. Tablucas se puso pálido.
-¿:Onde tiene las heridas? -preguntó al alcalde.
-En la cabeza, -respondió éste.
>-¿:Muchas?
>-Varias.
-¿:No muy grandes?
-Así, así..., regulares.
-Conque regulares... Y ¿:no se queja de más?
-Un brazo del mismo lado tiene también de mala manera. ¡Del mismo lado!... ¡Y puede
que sea el derecho!
-El derecho es.
>-¡Corcia! ¡El derecho! ¡Conque el derecho!... ¡Y puede que diga que todo ello resultó de
una caída!...
-Eso afirma, y verdad será; no porque lo que yo he visto no pudiera ser lo mismo de arma
de fuego, y de refilón, según está el pellejo como una criba.
-¡De arma de fuego!..., ¡de refilón! ¡María, madre de gracia!... ¡Corcia!... ¡Corcia!...
¡Corcia!...
-¿:Qué mil demonios de piojera te roe, que no paras, alma de Dios?
-¡No es cosa, no es cosa!... Es que ando yo así tiempo hace; y luego ¡tanto se corre hoy de
unos y otros!... Y ¿:no barrunta ella cómo fue?
-¿:Pues no te relato punto por punto? ¿:A que acabas por llorarla después de haberla
plagado de maldiciones? ¡Por vida del chápiro verde, que si te entiendo me atenacen!
>-¡Corcia!... ¡Y luego dirán de uno que si torna, que si vira!... ¡La luz mesma no es más
clara que ello! ¡María Santísima de la Encarnación y el Sursumcorda Paráclito y
Unigénito!...
Esto dijo Tablucas santiguándose aturrullado y tembloroso; se volvió hacia su casa, y
apretó a andar, sin despedirse del alcalde que le vio alejarse, santiguándose del asombro,
a su vez.
¡Era muy singular aquel Tablucas!
Ya nos dijo en una ocasión que tenía en el magín un proyecto para acabar con el mal
demonio que le perseguía. Desde entonces, como también sabemos, su vida fue una
incesante agonía: cada noche, los tamborilazos a la puerta; cada luna, el perro en el
murio. A todo esto, solo con una familia y entregado con ella a los horrores de su
tribulación; porque pensar que nadie entrara en aquella corralada después de anochecer,
era pensar los imposibles. ¿:Quién era el guapo que a tanto se atrevía? Alguien, bien
acompañado, por supuesto, se aventuró a pasar por la calleja, muy cerca del murio,
mientras brillaba la luna a más y mejor; pero nada vio encima del ruinoso paredón, sino
los mencionados cantos, que se bamboleaban cuando apretaba el viento, y un ramajo
tísico de laurel que asomaba entre ellos, de medio lado. De aquello no resultaba forma de
perro ni de cosa que se le pareciera, y esto convenció al valiente explorador y a las gentes
que le oyeron después, de que lo que veían Tablucas y su familia lo veían ellos solos,
porque para ellos solos se mostraba allí, por arte del demonio.
Lo cierto es que Tablucas no pudo más, y que un día le pidió la escopeta a Resquemín.
Díjole, en confianza, para qué la quería; y el tabernero, que era supersticioso, no
solamente se la dio, sino que le aplaudió el intento.
-Apunta bien y a cañón posao -le dijo al entregarle el arma-: de oreja a peletilla; que en
estos casos no está el mal en tirar al enemigo, sino en dejarle vida para vengarse...
¡Jinojo!
El mismo Resquemín cargó la escopeta con un puñado de pólvora y medio maquilero de
metralla. Un palmo asomaba la baqueta fuera del cañón después de apretado el último
taco. Puso también la cápsula en la chimenea, y, por si fallaba, dio a Tablucas media
docena de ellas.
Pues, señor, que se fue Tablucas a casa al anochecer, precisamente cuando el pobre don
Valentín salía de la suya a la del alcalde. Reunió la familia en la cocina; declaró ante ella
su pensamiento, y terminó el discurso con estas palabras:
>-Porque, hijos míos, esta vida no es para llevada mucho tiempo; y aquí traigo la muerte
o la salvación de todos. Si retingla mucho, taparvos las orejas..., lo peor será para mí;
pero lo que es tirar, ¡Corcia!, lo que es tirar, tiro aunque se me venga la casa encima.
Después se trató de cenar: ¡para cenar estaba la familia de Tablucas! Así como así, no
había qué, sino un poco de borona fría y unos cascos de cebolla. De modo que cuando
salió la luna y se oyeron los tamborilazos a la puerta, y, entre la consternación de su
mujer y sus hijos, empuñó la escopeta y subió al desván Tablucas, casi podía éste
comulgar. ¡Y bien le hubiera venido al pobre, según lo trasudado, amarillo y congojoso
que iba!
Por último, se acercó a la ventana, se tumbó en el suelo boca abajo, y por una rendija muy
ancha miró... ¡Allí estaba el perrazo, mitad blanco, mitad negro, con la boca abierta y los
ojos saltones, fijos en la ventana; de medio adelante, echado sobre las manos tendidas; de
medio atrás, empinado y con el rabo tieso, en actitud de lanzarse sobre la presa a la menor
provocación! Tablucas cerró los ojos y pensó desmayarse. Luego se reanimo un poco.
-Veamos -se dijo-, qué cara me pone, haciendo que tiro.
Y sacó con mucho pulso el extremo del cañón por la rendija; le apoyó en la misma tabla;
hizo la puntería... Y nada: el perro inmóvil como un canto. Alentó aquello al hombre;
resolviose; apuntó donde le dijo Resquemín, y ¡Virgen de los Milagros, qué estruendo
bajo aquel techo carcomido! ¡Qué llover cascotes el tejado, y qué rodar Tablucas por el
suelo con una astilla de la culata en la mano, única porción que a la vista quedaba de la
escopeta, tan bestialmente cargada por el tabernero!
Aquel tiro fue el que se oyó casi al mismo tiempo que los otros dos enderezados a don
Juan de Prezanes.
Pero el perro no estaba ya en el murio.
-¡Ya lleva lo que necesita, corcia! -exclamó Tablucas cuando se cercioró de ello, y no le
vieron tampoco su mujer y sus hijos, que subieron al desván inmediatamente- Lo peor es
que de la escopeta no queda más que esta pizca; pero él se empeño en cargarla tanto, y
con su pan se lo coma.
Un muchacho tropezó luego con el resto del arma en un rincón del desván. No había
reventado el cañón; solamente se había partido la caja, y esto afirmó a Tablucas en la idea
de que el tiro no se había extraviado en el camino que llevaba.
Que el suceso causó verdadero regocijo en la familia, no hay que decirlo. Hasta se atrevió
Tablucas a salir fuera de la portalada, pensando hallar el perro descuartizado al pie del
murio.
-Aquí hay unos cantos que antes no había; pero no hay señal de perro, muerto ni vivo dijo
la mujer, que le acompañaba- ¡Toma!... ¡Y son los de arriba que ya no están allí!
-Habrán caído con el perro -contestó Tablucas con el mayor
convencimiento-. Y el que él no esté aquí, no te pasme. ¡Corcia!, que
esas gentes no fenecen como nusotros, y
suelen convertirse en jumera hidionda... Pus mira que algo de ella me
da en la nariz, o yo
no sé agoler ya... De toas suertes, mañana amanecerá Dios y se verá lo
cierto. ¡Ah, corcia, lo que va a verse! Ahora comprenderá el lector por
qué a Tablucas le causaron tan
honda impresión las noticias que de la Rámila le dio el alcalde.
>Llevolas a casa y después a la taberna, muy en confianza; y como aquella noche,
aunque alumbró la luna, ni hubo tamborilazos a la puerta ni perro en el murio, afirmose
más Tablucas en sus trece; y fue rodando la bola, y todo Cumbrales lo supo al día
siguiente; y muy pocos dejaban de creer que lo que a la Rámila le dolía era el metrallazo
de Tablucas.
Mas el triunfo de este pobre hombre no fue completo. Había logrado demostrar que la
bruja no era invulnerable; quizá dejar descubierto un camino por donde otros podían
llegar hasta matarla, o matar a otras tan brujas como ella; pero la Rámila vivía; y aunque
en el murio no se la vio más ni en la puerta se oyeron sus garrotazos, la bruja no podía
dejar de vengarse; y el temor de aquella venganza fue el espadón que tuvo sobre su
cabeza el pobre Tablucas; temor tan insufrible como las apariciones del perro, hasta que
Dios dispuso de la infeliz anciana y se la llevó a mejor vida que la que le cupo en suerte
entre los crédulos campesinos de Cumbrales, que no se han curado todavía, ni se curarán
jamás, de esas flaquezas, como tantas otras gentes que no son de Cumbrales, ni
montañesas, ni campesinas.
@§
-- XXX --
Rebanaduras
Esto se acaba, lector, y ¡ojalá te pese de ello! Por mi gusto, hubiera soltado la pluma
después de escrito el capítulo que antecede, pues, en rigor de verdad, todo lo que a decir
voy no vale dos cominos, y ya no ha de salvarme si lo que atrás queda tira de mi pobre
fama hacia lo hondo. Pero allá va, porque, al fin, soy hombre de cuenta y razón, y hay
lectores que no perdonan ni los maravedís del pico.
>Enterrado don Valentín; exterminado el perro del murio; hartos los vecinos todos de
Cumbrales de hablar de los sucesos de aquella noche, que hicieron palidecer el recuerdo
de los del domingo de marras, y atreviéndose ya Tablucas a volver solo a su casa a todas
horas, acabó el pueblo de normalizarse con la noticia, oficial y auténtica, de que no
quedaba rastro de facioso en muchas leguas a la redonda, y con la no menos grata y
comprobada de que, al marcharse, se había llevado por delante al Sevillano, que, desde la
felonía hecha a Pablo, andaba fugitivo de pueblo en pueblo y de encrucijada en
encrucijada, en una de las que fue atrapado y metido en filas; lance que deploró Chiscón
en gran manera, porque pensaba resarcirse de todas sus pesadumbres descoyuntando los
huesos al pícaro matasiete que tanto le había comprometido y desacreditado a él.
Estando así las cosas y reinando otra vez el Sur, aunque con intermitencias de chubascos,
porque, al cabo, asomaba diciembre; restablecido Pablo por completo y terminados los
pertrechos de boda, don Juan de Prezanes...
¡Era muy raro lo que le acontecía a este señor desde los tiros aquellos! Se había
convertido en una malva. Tan suave y tan dócil era. Por de pronto, le dijo a don
Rodrigo Calderetas, después de ponerse de acuerdo con don Pedro Mortera:
-Que no cuente conmigo el marqués de la Cuérniga, ni ahora ni nunca. Por lo demás,
aquí le queda el campo para que le explote a su gusto; pero será mejor que no se acuerde
de ello, por si acaso. Lo mismo digo por el barón de Siete-Suelas y por cuantos
personajes de su calaña traten de merodear por esta tierra bajo el amparo de usted o de
cualquier otro en quien recaiga el virreinato cuando usted le deje o le pierda. Yo me
permito aconsejarle otra vez más que le deje, en alivio de todos y especialmente de usted
mismo. ¡Qué bien se está así, como yo estoy ahora, en paz y en gracia de Dios y con los
nervios en reposo perfecto!
No era perfecto, sin embargo, el reposo, puesto que a menudo le acometían aquellos
estremecimientos momentáneos, que ya observamos en él en la noche de los tiros. De
tarde en cuando le decía el temperamento: «aquí estoy», y quería el jurisconsulto como
emberrinchinarse; pero en seguida recordaba la última corajina que había tenido;
asaltábale el temblor de arriba a abajo; pedía por Dios que se cambiara de conversación;
complacíanle todos de buena gana, y se quedaba hecho unas dulzuras.
Pues digo que estando así don Juan de Prezanes, Pablo restablecido y los preparativos
terminados, tal ansia mostró porque las bodas se celebraran pronto, y tan de acuerdo
estuvieron con él los cuatro novios, que no hubo manera de contrariarle... Y se celebraron
las bodas antes que mediara diciembre, en un día de sof esplendoroso, aunque muy frío
de crepúsculos. Pero ¿:qué importaban estas leves crudezas a los que llevaban la
primavera en la mente y el estío en el corazón?
>Casáronse, pues, Ana y María, y casose también, al mismo tiempo, Nisco con Catalina,
a quien llenaron de regalos las dos venturosas jóvenes, como Pablo llenó a Nisco de otros
no menos valiosos y adecuados. Fue aquél un día de fiesta para Cumbrales; pues entre
deudos, amigos y curiosos, se llevaron de calle todo el vecindario. ¡Bien le fue entonces
a la Rámila! ¡Bien les fue a todos los pobres! ¡Bien le fue al cura, y, sobre todo, a los
muchachos que le ayudaron! Entre ellos-andaban Cabra y Lambieta. A más de cinco
reales partieron, ¡que ya es partir!, pues nunca llegó a seis cuartos lo que sacó en los
casorios y bautizos más solemnes cada muchacho de los arrimados allá.
A propósito de la Rámila. Don Pedro Mortera le habilitó -una casita con huerto que tenía
cerca de la suya, y allí pasó los poquísimos años que vivió todavía, relativamente feliz y
descuidada. Resquemín la surtía de pan, no de muy buena gana. aunque por cuenta de
don Pedro, y Tablucas lo censuraba altamente. María no se cansó nunca de mirar por ella,
aunque la Cotorrona se le arrimó muchas veces al salir de misa para aconsejarla que
llevara sus caridades hacia otro lado, porque hacer bien al demonio era ofender a Dios y
perder la limosna.
Ya ve el lector cómo va acabando esto no del todo mal que digamos, por lo que toca al
paradero de cada personaje. Casi resulta un cuento ejemplar de lo más edificante, porque
hay que añadir a lo dicho que la mujer aquélla que despabiló Juanguirle desde la escalera
de don Valentín, volvió a insistir al día siguiente; y como no estaba allí el alcalde
entonces, entró, y no volvió a salir; porque don Baldomero, después de pagar a Sidora la
manda de su amo, la plantó en la calle y dejó en su lugar a la otra, que era la viuda de
marras. Y quedándose allí la viuda, comenzó a mandar en casa más que su dueño; y
mandando así, mandole un día que se casara con ella; y casose don Baldomero, que a
aquellas fechas (dos semanas después de la muerte de su padre) dio en tomar cada curda'
de aguardiente, que ardía. Pero las tomaba en casa, a cuenta y mitad con su mujer; y esto
siempre era una circunstancia atenuante.
Excuso decir a ustedes que a Juanguirle no pudo hincarte el diente el secretario; antes fue
éste quien estuvo a pique de ir a presidio, porque el alcalde le rebuscó los pliegues y le
halló el contrabando. ¡Qué cosas descubrió! Pero tuvo lástima del pícaro, que era padre
de familia, y se conformó con quitarle el destino, a ruego de don Rodrigo Calderetas, que
se comprometió, en cambio, a no volver a amparar a ningún tunante; y lo cumplió
entonces uniéndose a sus amigos de Cumbrales para perseguir a Asaduras y a su
protegido el de Siete-Suelas; por lo que aquel año no hubo elecciones allí por falta de
candidato.
Y en esto, avanzaba diciembre; desapareció por completo el Sur; y
aunque la alfombra de
verdura, con todos los imaginables tonos de este color, cubría la vega,
la sierra y los montes, porque estas galas no las pierde jamás el
incomparable paisaje montañés, los
desnudos árboles lloraban gota a gota por las mañanas el rocío o la
lluvia de la noche; relucía el barro de las callejas, porque el sol que
alumbraba en los descansos de los aguaceros no calentaba bastante para
secarle; andaba errabunda y quejumbrosa de bardal
en bardal, arisca y azorada, la negra miruella, que en mayo alegra las
enramadas con
armoniosos cantos; picoteaba ya el nevero' en las corraladas, y
acercábase el colorín al
calorcillo de los hogares; derramábanse por las mieses nubes de
tordipollos y otras aves
de costa, arrojadas por los fríos y los temporales de sus playas del
Norte; blanqueaban los
altos picos lejanos cargados de nieve; cortaban las brisas; reinaba la
soledad en los
campos y la quietud en las barriadas; iba la pación de capa caída; y
mientras al anochecer
se arrimaban las gentes al calor de la zaramada, ardiendo sobre la
borona que se cocía en
el llar, y se estrellaba contra las paredes del vendaval la fría
cellisca, la aguantaba el
ganado, de vuelta de las encharcadas y raídas mieses, rumiando a la
puerta del corral, con
el lomo encorvado, erizado el pelo, la cabeza gacha, el cuello
retorcido y el rabo entre las patas; señales, éstas y aquéllas, de que
se estaba en el corazón del invierno, nunca tan triste ni tan crudo
como la fama le pinta, ni tan malo como muchos de ultrapuertos, que la
gozan de buenos sin merecerla. Pero otras
injusticias mayores comete todavía esa señora con la Montaña.
¡Qué suerte la mía si con este librejo, ya que no lo haya logrado con tantos otros
informados del mismo sentimiento, consiguiera yo, lector extraño y pío, darte siquiera
una idea, pero exacta, de las gentes, de las costumbres y de las cosas; del país y sus
celajes; en fin, del sabor de la tierruca!
FIN
POLANCO, octubre de 1881.