-- I --
Entonces no era mi pueblo la mitad de lo que es hoy. Componíanle cuatro barriadas de mala muerte, bastante separadas entre sí, y la mejor de sus casas era la de mi padre, con ser muy vieja y destartalada. Pero al cabo tenía dos balcones, ancho soportal, huerta al costado, pozo y lavadero en la corralada, y hasta su poco de escudo blasonado en la fachada principal. Nunca pude darme cuenta de lo que venían a representar aquellos monigotes carcomidos y polvorientos; pero mi padre, que afirmaba haberlos alcanzado en su prístina forma, me aseguró muchas veces que eran unas abarcas, a modo de las del país, es decir, almadreñas, y el busto de un gran señor con barbas y capisayo, y que todo aquel conjunto era como jeroglífico que significaba, en castellano corriente, Sancho Abarca, del cual descendíamos los Sánchez de mi familia. Parecíame ingeniosa y hasta agradable la interpretación, y aceptábala sin meterme en nuevas investigaciones, no tanto porque así complacía a mi padre, que se pagaba mucho de estas cosas, cuanto por lo que de ellas se mofaban los Garcías contiguos, gentes ordinarias que nos miraban por encima del hombro, porque contribuían por lo territorial algo más que nosotros, y nunca salían del ayuntamiento.
La verdad es que la hacienda de mi padre y el pelaje de su media levita no eran cosa mayor para echar grandes roncas a sus convecinos, toscos labradores, pero pobres felices, que tenían en mayor estima un pedazo de borona que los mejores timbres de nobleza esculpidos en un sillar ruinoso.
Pobres felices dije, puesto que no es desgraciado, por el mero hecho de no ser rico, el hombre que no tiene necesidad de ocultar su pobreza a los demás, que como pobre vive y trabaja, y para pobres educa a sus hijos. Desgraciado es el pobre que, por respetos humanos, necesita andar en hábitos y holganzas de rico, para sostener el prestigio de un don de bambolla que heredó de sus mayores, como censo irredimible.
Mucho de esto acontecía en mi casa. Eramos cuatro hermanos (tres hembras y yo). Para mantenernos a todos de señores, sólo contaba mi padre con cinco mil escasos reales que venían a producirle, en especie y en dinero, las tierras y ganados de su pertenencia, parte administrados por él, y parte dado a renta y aparcería, más otros dos mil, no completos, procedentes de una carga de justicia, tan pronto reconocida como puesta en tela de juicio por el Gobierno; por lo que se llevaba la mitad de su producto este incesante trabajo de sostener un derecho que jamás llegaba a ponerse enteramente claro.
Mis tres hermanas eran garridas mozas, bien afamadas de tales; pero como eran señoras pobres, se veían y se deseaban para acomodarse, pues se juzgaban demasiado altas para bajarse hasta los mocetones del lugar, y las tenían en poco los galanes ricos de las inmediaciones.
Al fin, partiendo la diferencia, acomodóse la mayor con un jándalo hacendoso que la conoció en una romería, no sin grandes repugnancias de mi padre, que tasaba el lustre de su alcurnia en mucho más, y ya transigente una vez en punto tan espinoso, casáronse las otras dos al año siguiente, con un arbitrista bien redondeado y con un procurador del partido, mozo de porvenir en la carrera, según informes de toda la curia del juzgado, sin que faltara el respetabilísimo y fehaciente de su Señoría.
Yo era el menor de los hijos de mi padre, y en mí tenía éste puestos los cinco sentidos, no solamente por ser el Benjamín de la casa, sino por mi calidad de varón, llamado, por ende, a conservar el apellido de familia, de lo cual se pagaba mucho el candoroso autor de mis días, ni más ni menos que si los Sánchez no abundasen en el mundo, o hubiera en la rama directa de los de mi casta alguna particularidad eminente que valiera la pena de irse esculpiendo en la memoria de las sucesivas generaciones de mi familia, o no pudiera ni debiera endosarse a cualquier otro Sánchez de los muchos que había en el lugar, o al primero con quien se topase al revolver la esquina, a faltas de otro mejor.
Con haberse aliviado mi padre del peso de mis hermanas (que no llevaron otra dote que las que debían a la naturaleza, y la parte ideal que les correspondía de los preclaros timbres del apellido), vime yo en casa más regalado y mejor vestido que antes; y hasta anduvo mi padre en tentaciones de darme una carrera literaria, aun a costa de someterse él a mayores y nuevas angosturas en lo de pura necesidad para la vida; pero, echadas bien las cuentas, no alcanzaban a tanto sus haberes, ni a mucho menos; y tras de que ello era poco, pidióse por entonces una nueva revisión de la desdichada carga de justicia, con lo que nos faltó también este importantísimo recurso.
Contaba yo a la sazón doce años bien cumplidos, y sabía cuanto podía aprenderse en la escuela del lugar, regida por un maestro del antiguo sistema, pero, afortunadamente, por ser yo hijo de quien era, amén de gozar gran fama de listo y amañado para todo, cogióme por su cuenta el párroco, no bien me dejó de la suya el pedagogo, y me enseñó casi todo el latín que él sabía, con algunas cosas más, que, aunque no muy nuevas, no eran malas, con lo que dicho queda que eran útiles. De este modo, y con leer a menudo la Clarisa Harlowe, El hombre feliz y el Quijote, que andaban algo empolvados en la alacena que en mi casa hacía las veces de librería, cobré señalada afición a la amena literatura, y comencé a abandonar mis hasta entonces ordinarios entretenimientos con los muchachos de mi edad, toscos motilones en quienes no entraba la gramática ni a puñetazos, y el catecismo a duras penas, no por falta de entendimiento seguramente, sino por la índole grosera de sus obligaciones ineludibles, mal avenidas siempre con toda clase de perfiles escolares.
Como además de esto, era yo, por naturaleza, blanco de color, pulido de facciones y bien contorneado de miembros (lo cual era el orgullo de mi padre, pues me creía cortado por la mano de Dios para ser un caballero), creyéronme a lo mejor enfatuado por tales prendas mis rústicos camaradas; dieron en mirarme recelosos, Y concluí por separarme de ellos y por hacer vida aparte, sin gran esfuerzo, aunque bien sabe Dios cuánto me gustó siempre tocar las campanas a vísperas los domingos y fiestas de guardar, y al mediodía casi todos los de la semana, acechar nidos, jugar a la cachurra, coger mayuelas, o fresas silvestres, en el monte; saltar las huertas; apedrear los nogales; calar la sereña en la cercana costa; hacer, en fin, cuanto hacer pudiera el más ágil, más duro y más revoltoso muchacho de mi lugar.
No por el nuevo rumbo que tomaban mis ideas llegaron éstas a volar tan alto que traspusieran las cumbres de los montes, entre los cuales y la costa, que por el lado opuesto me cerraba la salida, se desparramaba el pueblo, señor de un reducidísimo valle tapizado de verdor perenne, eterno jardín con callejos por sendas y manchas sombrías de espesos robledales, olorosos limoneros y laberintos de zarzas y madreselvas. En aquella fragante hondonada yacía desde que el mundo era mundo, al decir de mis viejos convecinos, tan resignado a su pobreza y tan satisfecho con ella, que ni siquiera se tomaba el trabajo de estirarse un poco hasta plantar una casa sobre la loma del Poniente para ver desde allí la mar que le pertenecía, y hacerse cargo de la hermosa y abrigada playa con que lindaba por aquella parte su término municipal. Un solo edificio parecía acometido de aquella mala tentación, pues se le veía arrastrándose cuesta arriba en dirección al mar, pero sin llegar a columbrarle, ni con la monterilla de la chimenea. Dijérase que, arrepentido de su temeridad a medio camino, se había quedado allí despatarrado y sin ánimos para volverse atrás, estribando en los pedruscos calcáreos de una pradera, y con la espalda guardada por un castañal frondoso. De los muchos años que llevaba en aquella actitud violenta e indecisa, eran irrevocable testimonio las yedras que le ceñían por un lado y le estrujaban hasta el punto de haber reducido a escombros entre sus brazos temibles, medio hastial del Oeste y el correspondiente alero del tejado. El tal edificio, mejor conservado por las fachadas de Este y Mediodía, era grande y tenía cierto aspecto señorial. Pertenecía, con las tierras que le circundaban y otras muchas desparramadas en las mieses del pueblo, a la casa del Infantado, bienes que administraban en mi lugar los ya citados Garcías: aquellos Garcías que se mofaban del escudo de armas de mi familia, y nunca salían del ayuntamiento.
Comunicábase el pueblo con los inmediatos por unas malas camberas, verdaderos caminos de cabras, donde sólo podían andar los pesados rodales y las cabalgad uras del país: así es que ver en aquellas callejas un jinete forastero o un carro entoldado con gente desconocida amontonada en el colchón de la pértiga, acontecimientos eran que ponían de punta la curiosidad de todo el vecindario, el cual no sosegaba hasta averiguar quiénes eran, de dónde venían y adónde se encaminaban.
Del movimiento y del hervor del mundo, sólo llegaba a la apacible y grata soledad aquélla lo que cabía en un periódico harto serio y formalote, que pagaban a medias el párroco y mi padre, en el cual periódico se leían las noticias de Madrid, la reseña de una sesión de Cortes borrascosa, los temores de un cambio ministerial, o las sospechas de un pronunciamiento, con la estoica tranquilidad, no exenta por eso de cierto asombro, con que hoy nos enteramos de lo que acontece en el corazón de la China o en las cumbres del Himalaya. Fuera de los muchachos que había en el ejército o en las tabernas de Sevilla, ganando un puñado de duros para volver hechos unos jándalos al pueblo (y no pasarían de cuatro entre unos y otros), ningún hijo de él andaba apartado de sus términos más allá de tres leguas, y eso para ir al mercado o a la feria o al molino, de modo que, sin el periódico de mi padre y del señor cura, y sin las tardías cartas de los cuatro ausentes, la estafeta del lugar hubiera sido innecesaria.
¡Y cuántos pueblos había en la provincia en igual estado de patriarcal inocencia que el mío entonces, y aun muchos años después!... hasta que, de repente y como por reflujo de lejana tempestad, allanáronse los montes, alzáronse los barrancos, taladráronse las rocas y llegó el bufido de la locomotora a confundirse con el bramar de las olas al estrellarse en la antes desierta y ociosa playa; el firme, llano y placentero arrecife sustituyó al áspero callejón, y el sonoro cascabeleo de los coches de colleras, al lento tintinar de los cencerrillos de la mansa yunta; descubrióse por las gentes cultas de Madrid que no se podía vivir ya sin los aires campestres y las aguas salobres de las costas del Norte en verano; invadiéronnos aquéllas y otras tales en alegre y regocijado tumulto; huyó de las arboledas el pastoril y rústico caramillo; y las vírgenes comarcas sometiéronse al imperio del invasor trashumante, que, sin imprimirles la cultura de que él alardea, les quitó, con la tranquilidad que era su mayor bien, cuanto de pintoresco y atractivo conservaban: el amor a sus costumbres indígenas, el color de localidad, el sello de raza.
No voy por este camino a acometer la harto desacreditada empresa de discurrir sobre las ventajas y desventajas de que se borren todas las fronteras y se reduzca la humanidad a un solo pueblo, regido por una sola ley: ¡en buen atolladero me metía!... La tal parrafada ha caído en el papel por sí sola, al venírseme a las mientes la increíble transformación obrada en el modo de ser de algunas comarcas del Norte, desde que yo era muchacho y aún se hallaba mi pueblo en el inocente y primitivo estado que tanto encarecía yo; y a este punto me vuelvo, pues quiero decir, porque debe tenerse en cuenta, que cuando me apuntó el bozo, y di en mirarme al espejo, y en pagarme mucho de mi persona, y me tuvo el párroco por regularmente instruido en letras humanas, ni por descuido me asaltó la tentación de ser ministro, ni siquiera diputado a Cortes, ni de meterme a periodista, ni a poeta dramático, ni a funcionario de la nación, aunque fuera de los de corto sueldo. Todas estas cosas y otras muchas más, estaban tan lejos de mi lugar, tan fuera del alcance de la máquina de mis pensamientos; tan limitado era el círculo de mis ideas; tan enclavado estaba en los angostos linderos del terruño nativo, que hubiera yo tomado a sueños febriles aquellas imaginaciones, si alguna vez se me hubiera metido entre los cascos.
Y no vaya a deducirse de aquí que, a pesar de las enseñanzas del párroco y de mis constantes lecturas de las mencionadas novelas y hasta de las que publicaba en su folletín el periódico de mi padre, estaba yo tan en barbecho como cualquiera de mis rústicos convecinos: nada de eso; para entonces ya escribía mis correspondientes versos a la luna, y al borrascoso mar, y a cuanto se me ponía por delante, y agotaba consonantes para llorar imaginadas amarguras y fingidos desengaños, y cansancios prematuros, mal, muy mal, por supuesto, aunque no me pareciera así; y hasta me ponía triste y llegaba a tomar mis pesadumbres por lo serio. ¡Pues poco me dieron que hacer y que escribir los amores de Grisóstomo y los desdenes de Marcela! Lo cual me demuestra que el hombre por sí, es tonto a cierta edad de la vida, sean cuales fueren los elementos que le rodeen; o lo que es lo mismo, que los resabios peculiares a la naturaleza humana pueden corregirse con la educación, pero no desarraigarse.
Volviendo al asunto, digo que cuando me vi bien trajeado, regularmente instruido, suelto de pluma y galán incipiente, todas mis ambiciones se cifraban en llegar a ser, andando los años, secretario del ayuntamiento, plaza que valía poco más de doscientos cincuenta ducados. Atrevíame también a pensar, pero sólo a pensar y a decírselo muy bajito a mi padre, que lo consideraba tan tentador y tan difícil como ganar un terno seco a la lotería de entonces; atrevíame, repito, a pensar en la administración de los mencionados bienes de la casa del Infantado, radicantes en el lugar: administración que andaba desde tiempo inmemorial en manos de los Garcías consabidos, y que no les produciría menos de onza y media cada año; la cual administración podía llegar a obtener yo, por influencias de mi cuñado el procurador con el juez de primera instancia, amigo particular del regente de la Audiencia del territorio, muy emparentado (el juez, no el territorio) con un sobrino del marqués del Perejil, pariente cercano del conde de la Chiribía; Y así sucesivamente. Y teniendo yo un sueldo fijo de tres mil quinientos reales, más los cuatro terrones que algún día habían de pertenecerme, ya estaba mi comida asegurada; y teniendo asegurada la comida, buscaría en los contornos una señorita que trajera la cena: y en hallándola así, ¿:quién me tosía en el mundo?
Así Dios me salve como no pasaban de aquí mis ambiciones, ni llegaban a tanto las de mí padre cuando trataba conmigo el delicado punto de «hacerme un hombre» sin salir de las fronteras de mi tierra nativa.
@§ -- II --
Los Garcías se llamaban así, en plural, siguiendo una costumbre muy añeja en el pueblo, como se dice los Osunas y los Oñates, aludiendo más a la casta en general que a sus individuos en particular; costumbre que revela cierta importancia en la cosa nombrada, por no ser ésta casual y transitoria, sino de influjo permanente y extensa envergadura. Por lo demás, en el tiempo a que me refiero, no había en mi lugar más que un solo García, de los Garcías temibles y manducones; pero este García era alcalde casi perpetuo, y administrador de los consabidos bienes del Infantado, y administrador y alcalde había sido su padre, y alcalde y administrador su abuelo, y todos ellos mercadistas, ferieros y gente de mucha trapisonda: ninguno de ellos fue más malo que su antecesor, y todos adolecían de los mismos achaques. De aquí la costumbre de nombrarlos a todos juntos aunque se tratara de uno solo.
Su no disimulada inquina a los Sánchez, también venía de padres a hijos, así como sus burlas y menosprecios. Y esto consistía, a mi entender, en la media levita de mi casta, hidalga aunque pobre distinción que inspiraba cierto respeto en el pueblo; el cual respeto jamás lograron conquistar ellos con sus interesadas y vejatorias demasías. A pesar de ellas, no levantaba su casa un dedo más que la nuestra, ni en el pico del arca atesoraban mayores caudales que mi padre en su viejo y claveteado pupitre, ni sus ganados eran más copiosos ni más lucidos que los de mi casa, ni llegaba a cuarenta carros de tierra la diferencia que nos sacaban en fincas de labranza, aun contando a su favor las heredades que llevaban en arrendamiento de las mismas que administraban. Pero ¡ya se ve! eran los tales de cepa labradora, y ellos se lo guisaban y ellos se lo comían; y como con lo que cuestan una mala levita de paño fino y unas faldas de alepín de la reina y una hornada de pan de trigo, se compran cuatro chaquetas de paño pardo, seis refajos de estameña del Carmen y una carga de maíz, siempre andaban ellos más nuevos y galanes que nosotros, y hasta si se quiere, más hartos y satisfechos de estómago, y, por ende, más alegres y descansados; es decir, que relativamente, vivían con mayor desahogo que nosotros, puesto que eran labriegos bien acomodados, al paso que los Sánchez éramos señores menesterosos. De aquí sus zumbas y menosprecios, y el andar mi padre muy retraído siempre y algo acoquinado, y sus hijos poco menos.
Pues de las garras de un enemigo tan temible había de sacar yo la plaza de secretario del ayuntamiento, cuando vacara, y la administración de los bienes de la casa del Infantado, cuando Dios quisiera. Hay que advertir además que mi padre no tenía en toda la provincia ni fuera de ella un apoyo que valiera dos cuartos. Los valedores de los hombres como mi padre, habían pasado para no volver, al decir de amigos y enemigos, al paso que los Garcías, como gentes activas en el nuevo curso de ideas y de sucesos en que iba entrando la sociedad más que deprisa, tenían, en primer lugar, a los Calderetas de la villa no lejana, familia en quien venía vinculándose la representación casi oficial, y sin casi omnímoda, de los altos poderes de «arriba» para cuanto en aquellas comarcas circundantes hubiera que cortar y que rajar, lo mismo en el orden político que en el administrativo, y aun sospecho que en el judicial, en bien del Estado, se entiende, y con la mejor de las intenciones, siendo muy de tenerse en cuenta que en la tal familia había ramas de todos colores, y hombres, por lo tanto, para todos los apuros; de modo que los Calderetas siempre estaban en candelero, y, por consiguiente, los Garcías de mi lugar, ¿:Cómo demonios había de conseguir yo arrancar a éstos una administración que conservaban ellos tanto por cuestión de honra como por razón de provecho? Por eso dije antes que aunque la tal administración tentaba mucho a mi padre, la consideraba tan difícil de alcanzar como acertar un terno seco a la lotería primitiva, no obstante la intimidad de mi cuñado el procurador con el juez del partido; la de éste con el regente de la Audiencia del territorio; el parentesco del regente con el marqués del Perejil...
No por tan dificultoso reputaba yo lo de la secretaría, pues como ésta había de proveerse por todo el ayuntamiento, tenía mi padre recursos propios para influir en la elección de concejales cuando llegara el caso, además de que en la casa de los Garcías no había por entonces ningún varón que sirviera para el cargo, a la sazón desempeñado por un hombre que a medida que envejecía iba apartándose del sempiterno alcalde que ya no podía verle. Era, pues, indudable que el cargo vacaría a la hora menos pensada, y no muy aventurado creer que al llegar el caso de proveerle, bien por medio de una lucha descarada o por virtud de un acomodamiento entre mi padre y el alcalde, me llevaría yo la plaza.
Felizmente ni mi padre ni yo teníamos prisa. Había en casa qué comer; yo andaba bien trajeadito, y entretenía mis ocios, que eran muchos, ora leyendo los libros de la alacena y los folletines del periódico, ora persiguiendo las codornices en la mies, las liebres y las sordas en el monte y las ánades en la costa. Pasaba también algunas temporadas, muy breves por no dejar solo a mi padre, con alguna de mis hermanas, especialmente la procuradora, en cuya casa no había los laberintos que en las de las otras, y éste mi cuñado, por la índole particular de sus ocupaciones, era de trato más atractivo para mí que el jándalo y el arbitrista, en quienes asomaban demasiado las costras del oficio, siendo muy de notarse que hasta sus mujeres se habían contaminado no poco de ellas, lo cual antes me complacía que me disgustaba; pues esa asimilación de las flaquezas de sus maridos les ahorraba la pesadumbre mortal de conocerlas.
Entre tanto, rayaba yo en los diez y ocho, y ¡asómbrense los imberbes de ahora, cansados de amar y rodar por el mundo! aún no tenía pizca de novia, ni trabajaba para tenerla, ni me acordaba de ello, ni había salido dos leguas más allá de los términos de mi lugar; y ¡asómbrense más todavía! el andar mi padre a la sazón empeñado en llevarme a dar un vistazo a Santander, me traía sin hora de sosiego, indeciso y turulato, sin poder darme cuenta yo mismo de si aquella impresión rarísima, por lo profunda y cosquillosa, me alegraba o me entristecía.
Llegó al fin el momento de decidirme, y, dos días después, el de sacar del fondo del baúl los trapitos de cristianar; meter, «por si acaso», una muda de mi padre y otra mía en la maleta; colocarla en el arzón trasero de la vieja silla de borrenes, puesta ya sobre el hirsuto lomo del manso tordillo del cura; cabalgar de un salto, mientras mi padre, con sombrero de felpa, alto y bien armado corbatín de raso negro, larga levita verde botella y botas de media caña, puesto el pie izquierdo en el estribo, pasaba con alguna dificultad su pierna derecha por encima de las vacías alforjas, atadas sobre la grupa de su peludo rocín, harto de roer los helechos de la sierra; dar un adiós de despedida a los curiosos que nos contemplaban, y salir del pueblo sacando lumbres de los morrillos de sus callejones con las herraduras de los jamelgos.
¡Válgame Dios, qué grande me parecía el mundo a medida que entraba yo en lo desconocido, y a una hondonada seguía una cumbre, y a la cumbre otra hondonada, y luego una sierra y después un valle, y otra vez la cumbre, y vuelta a la hondonada! ¡Qué variedad de contornos, de matices, de objetos, de luces y de horizontes! Aquí la aldehuela agazapada entre peñascos y robledales; allí el molino maquilero, debajo de una chopera, a la margen del río, manso y transparente, reflejando en sus aguas sus festones de laurel y zarzas, alisos y parra silvestre, y su puente de dislocados sillares, mal sostenidos por ligazones de compacta yedra; junto al fresco manantial encerrado en un arca de mohosos cantos, el solitario humilladero, obra de la piedad de un pueblo cristiano, si no de los remordimientos de un pecador arrepentido, pero reflejo siempre de una época de arraigada fe; sobre el camino que serpenteaba cuesta arriba, en lo alto de la sierra, un espeso cajigal con una ermita blanqueada: la ermita, para el santo patrono del lugar inmediato; el cajigal, para dar sombra a los romeros un día cada año. A cada paso algún signo de éstos, perenne testimonio de la fe de mis conterráneos. Y nada más puesto en razón en un país donde no hay un detalle cuya belleza, bien observada, no sea un himno de alabanza a la bondad y a la grandeza de Dios.
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Y anda, anda, siempre una loma por delante, que me parecía la última, y al trasponerla, otra nueva más allá.
Al fin se acabaron las alturas; fuese allanando el terreno; la senda áspera y tortuosa que seguíamos trocábase en sólida carretera, la carretera en ancha calzada, y los edificios próximos a ella iban perdiendo su aspecto rústico y aldeano, y enfilándose en ambas orillas. Del corralón de uno de ellos salió echando demonios el primer coche de colleras que yo había visto en mi vida.
Volaba delante de nosotros entre nubes de polvo, gritos del mayoral, matraqueo del herraje y sonar de las cascabeleras de las caballerías. Perdióse pronto de vista al fin de la calzada; y siguiéndola nosotros, llegamos al camino real, anchísimo arrecife, blanco como la nieve y duro como una peña. Había allí un parador de mala muerte, y entramos en él a descansar un rato de las tres largas horas de jornada que llevábamos; tomamos un refrigerio, y ofrecimos otro a los rendidos bucéfalos, consistente en un maquilero de maíz por boca, con la correspondiente paja, no de la fina de Castilla, pues algo tiraba, por lo negra y correosa, al trigo de la tierra.
Media hora después volvíamos a cabalgar y enderezábamos el rumbo a Santander. No se tome a exageración; pero es lo cierto que me sentí nueva y penosamente impresionado al verme entre gentes extrañas por completo para mí. Entre gentes extrañas digo, porque a los pocos pasos de nuestra salida del mesón topamos con la villa principal de la comarca, patria y residencia de los Calderetas consabidos. Advirtiómelo así mi padre; y como la carretera pasaba rozando la parte principal de la villa, vi casas aparatosas, calles que se me antojaron enormes, y personas que, por el atavío, me parecieron de mucha cuenta. Algo me tentó la curiosidad, y muchas preguntas hice a mi padre y hasta le apunté el deseo de ver un poco «lo de adentro»; pero como íbamos en busca de cosa más grande, y lo restante del día no daba ya para muchas detenciones si habíamos de llegar con sol a la ciudad, contentéme con poner el rocín al paso mientras atravesábamos aquel contorno de la población, y observar lo que buenamente se nos metía por los ojos.
Dejada la villa un buen trecho a la espalda comencé a sentir en los ojos, hechos a las dulces entonaciones y suaves tintas de la agreste naturaleza, la blancura deslumbrante del camino real, cuyos trozos, como los anillos de una inmensa serpiente columbraba a lo lejos, ya trepando la falda de una sierra, ya tendidos en la llanura de un valle, aspecto fatigoso, en verdad, para el que, como yo, estaba tan poco avezado a semejante monotonía, y llevaba encima la mejor ropa de su baúl, blanqueada ya por el corrosivo polvo que movían carros y viandantes de todas especies.
Lo de los carros me admiraba mucho, viéndolos en interminables hileras, todos entoldados, y tan arrimada la yunta del uno a la rabera del otro, que parecían eslabones de una larguísima cadena.
-Estos carros que tanto te llaman la, atención -me dijo mi padre-, van de Reinosa, o de Alar del Rey, cargados de harina, a Santander, donde se embarca para medio mundo: todos son montañeses que se dedican a este tráfico. Las filas que pasan por nuestra derecha van de vacío. Cuando se haga el ferrocarril, que ahora se proyecta, entre Alar y Santander, concluirá esta carretería. ¡Gran beneficio para la agricultura, harto descuidada en las comarcas vecinas al camino real!
Pasó un coche muy grande con seis mulas, enganchadas de dos en dos.
-Eso es una diligencia -díjome mi padre- que corre, en días alternos, entre la ciudad y la villa. La que va a Madrid desde Santander es enorme, y tiene más de doce bestias. Este río que llevarnos a la izquierda -continuó- es el Besaya, reunido al Saja media legua más atrás. Luego volveremos a verle, aunque desde lejos, en su desembocadura.
Más adelante vi salir de entre un monte y una llanura verde muchos mástiles de barcos. Asombréme. Sonrióse mi padre y me dijo:
-Es el puerto de Requejada. Aquí desemboca el río. Como la ría es angosta y tú y yo estamos lejos, desaparecen a nuestros ojos los cascos de los buques entre las dos orillas; pero mira más allá y la verás culebrear por la ribera, hasta perderse detrás de unos cerros. Verás luego un pueblo sobre el más alto: pues es Suances. Allí está el verdadero puerto: San Martín de la Arena. Estos grandes edificios junto a los cuales vamos pasando son almacenes para depositar el trigo de Castilla, que viene en carros, como la harina, y se embarca en esos buques cuyos mástiles te parecen salir del monte. También esto morirá cuando se haga el ferrocarril... si se hace.
De este modo seguimos caminando más de tres horas, durante las cuales anduvimos menos de cuatro leguas, pues las cabalgaduras no podían ya con el rabo, y a mí me dolían los talones de tanto machacar con ellos, inútilmente, los peludos ijares del tordillo. Aunque mi padre no cerraba boca diciéndome cómo se llamaba cada pueblo, cada sitio, cada venta que encontrábamos al pasar, mi atención llegó a dormirse por completo y mi cuerpo a no sentir otra cosa que un quebrantamiento muy grande en los riñones.
Al cabo, me dio en la nariz el tufillo de la mar; descubrieron mis ojos, siguiendo la dirección marcada por el índice de la diestra de mi padre, un trozo de bahía con medio bosque de mástiles; entramos bajo un toldo formado por gigantescos álamos, cargados sus troncos de verrugas, achaques de su vejez; y siguiendo aquella tenebrosa pero plácida senda, antes de un cuarto de hora llegamos a las puertas, como quien dice, de Santander, donde había un parador de mucha fama. Allí nos metimos con caballo y todo; allí descansé a mis anchas, y allí cenamos y dormimos, y de allí salimos al otro día, bien temprano, a dar el ofrecido vistazo a la ciudad, de la que sólo conocía hasta entonces los faroles del alumbrado, o mejor dicho, el alumbrado de los faroles contiguos al parador, el ruido insólito de la calle y el cantar dormilento y perezoso del sereno del barrio.
De casi toda aquella rápida inspección apenas me queda otro recuerdo que el de haberla hecho; ¡tan desorientado me encontraba yo y tan atropelladamente pasaban ante mis ojos puertas, establecimientos, encrucijadas y personas! Y yo creo que de esto tuvo más culpa que mi cortedad y atolondramiento de aldeano, el desmedido afán que había en mi padre de llamarme la atención hacia todo cuanto se nos ponía delante. No cesaba un punto el buen señor: «Este del sable es un policía... Mira esta casa ¡qué balconaje!... Repara esta tienda ¡qué riquezas contiene!... Cinco soldados juntos: son de infantería... Mira a la izquierda: la casa del ayuntamiento... Mira a la derecha: la catedral... El muelle: ¡qué grandiosidad, qué palacios!... La bahía: parece un mar. Lo menos hay en ella quinientos barcos de cruz... Esta es la pescadería: tápate las narices... Por debajo de este puente ¿:le ves bien? se va a la plaza de la Verdura... Este señor de borlas en el bastón pudiera ser muy bien el jefe político. Por si acaso, salúdale como yo, pues nobleza obliga.» En fin, no cerraba boca.
Ocurriésele llevarme a oír la misa mayor de la catedral, y por esta ocurrencia sola no dije yo al comienzo del precedente párrafo que de toda aquella rápida inspección no me queda otro recuerdo que el de haberla hecho, sino de casi toda, porque es de saberse que aquella misa, que aquella hora pasada en la catedral, me dejó impresión tan honda, que no han logrado borrarla ni las peripecias más culminantes de mi vida.
A un mozo de regular sentido le es fácil construir en su imaginación una ciudad, sin haber visto otra como ella; llenarla de tiendas aparatosas, de caballeros principales... y aun de lo que no existe sino en los cuentos maravillosos; cabe, en fin, hasta mejorar la realidad, y con frecuencia se observa este fenómeno en las gentes sencillas que han soñado mucho y han visto poco. Pero es imposible adivinar hasta dónde puede elevarse, cuánto puede sentir el espíritu humano excitado por el concurso de agentes externos, de los cuales no se tiene la menor idea. Yo me vi en este caso entonces. No me maravilló el templo con sus tres naves góticas, su coro bajo frente al altar mayor, su suelo de mármoles y sus capillas sombrías; pues si he de hablar con verdad, cosa más grande y más rica me había imaginado yo para una catedral de población tan renombrada e importante; pero comenzó la misa, y ya el ir y venir de los canónigos arrastrando las negras colas; el solemne y ostentoso ceremonial del presbiterio; los preludios del órgano; las nubes y el olor de los incensarios agitados por los inquietos monaguillos vestidos de rojo y blanco, y la templada luz que se descomponía en todos los colores, del prisma al atravesar los vidrios de las ojivas, imprimieron un nuevo rumbo a mis ideas, sacándolas de sus ordinarios y naturales cauces. Después, a medida que la misa adelantaba, crecía la fuerza de mi atención, porque nuevas ceremonias y no soñadas impresiones la sorprendían y la cautivaban, sin poder yo darme cuenta todavía de si aquel arrobamiento en que comenzaba a caer era solamente una inesperada excitación de mis sentimientos religiosos en ocasión y sitio tan señalados, o si en él influía también un exceso de curiosidad. Pero llegó un momento en que a las voces estentóreas de los sochantres, y a las atipladas de los niños de coro, y al sonar de las campanillas de los monagos, y al cántico trémulo e inseguro del oficiante se unió el estruendo de toda la trompetería del órgano, formando el conjunto un verdadero torrente de armonías que se desbordaba de las naves del templo y parecía estrellarse en inmensas oleadas contra los fustes, y saltar en ecos resonantes desde los mármoles del pavimento hasta los rosetones de las bóvedas. Entonces sentí un extraño cosquilleo que se deslizaba por todas las fibras de mi cuerpo; perdí la noción racional de cuanto tenía delante y en derredor de mí; hundí la cabeza en el pecho; parecióme que los haces de columnas se alargaban y crecían hasta perderse de vista, diáfanos y aéreos, y que la tempestad de sonidos se extendía por todo el espacio hasta llenar los ámbitos del mundo, como la voz terrible de Jehová...; Y LE Vi, Sí, LE vi flotando sobre nubes de incienso y de armonías, entre las desvanecidas bóvedas del templo, Y LE sentí en mi corazón y en mi conciencia, y crecieron en ella las más leves faltas hasta la magnitud de enormes culpas, al ardor de la fe, que también crecía en mi pecho; humillé mi cabeza... (creo que toqué con la frente el duro mármol en que se hincaban mis rodillas); negóse mi labio trémulo a pronunciar las plegarias que salían de mi corazón; brotaron mudas lágrimas de mis ojos; y al verme en presencia de Juez tan grande y majestuoso, avergonzóme la altura del suelo que me sostenía, y envidié la obscuridad y bajeza del mísero gusano que se arrastra bajo las costras de la tierra.
Doliente y quebrantado salí de aquel éxtasis extraño cuando el silencio volvió a reinar en el templo, y, mi padre, después de plegar en tres dobleces el pañuelo de yerbas sobre el cual se había arrodillado, me tocó en el hombro para advertirme que era hora de marcharnos, pues se había concluido la misa y no quedábamos allí más que nosotros y cuatro viejas rezadoras.
-Parece que te ha gustado la solemnidad -me dijo al llegar a los claustros-. ¡Nunca te vi oír una misa con tanta devoción!
En toda mi vida he vuelto a sentir impresiones como aquéllas.
De vuelta para la posada, compró mi padre medio queso de bola, una docena de lechugas y dos bacaladas de langueta; comimos a las doce, cabalgamos a la una, después de meter las compras en las alforjas; y al cerrar la noche, quebrantados los cuerpos y dolorida mi cabeza de mirar cara a cara el sofocante sol de junio durante siete horas, nos apeábamos en la nativa aldea, debajo del balcón solariego.
A esto se llamaba entonces dar un vistazo a la ciudad. Ya he dicho que sólo traje a mi casa el recuerdo de haberla visto, recuerdo vago y confuso, como el de un sueño febril que en nada alteró las apacibles realidades de mi vida en el angosto recinto de mí lugar. Ni un solo punto se extendió el horizonte de mis ambiciones en aquella mi primera exploración del mundo.
@§ -- III --
Pasaron años sin que yo volviera a salir de mi pueblo sino para hacer breves excursiones a algunos de los inmediatos, y pasó con ellos el tan temido riesgo de que la mala fortuna me llevara a ser soldado de la patria, u obligara a mi padre a vender lo mejor de la hacienda para librarme de ello. Este feliz acontecimiento que me dejó dueño y señor de mi voluntad, causa fue de que los nunca dormidos intentos de aspirar a la secretaría, por de pronto, y a la administración en hora favorable, renacieran con nuevo calor en nuestras conversaciones, y hasta de que se pensara en llevar a vías de ejecución procedimientos tantas veces examinados y discutidos. Pero quiso el azar que en aquellos meses los ya casi rotos vínculos de unión entre el alcalde y el secretario volvieran a reanudarse por no sé qué fechoría administrativa de entrambos, que reclamaba este mutuo esfuerzo de abnegación para librarlos de una causa criminal con todas sus consecuencias, y héteme otra vez resignado y tranquilo con la esperanza de lograr más propicias coyunturas, y vuelto a la vida de caballero descuidado, mozo ya de bien nutrido bigote, muy fornido de miembros, y según público decir (no del todo desmentido por el espejillo de mi cuarto, ni por los más amplios de las pozas del lugar), la mejor estampa de galán que se paseaba en muchas leguas a la redonda. Podría haber sobre esto algo de exageración en los dichos de las gentes y un poquillo de vanidosa ceguedad en mí; pero lo que no tiene duda es que yo continuaba siendo, entre tantos estímulos para ser un haragán completo, un inverosímil ejemplar de bien arreglado y edificante doncel, perseverante en aquellas literarias aficiones insinuadas bien temprano en mí, con el aditamento de otra nueva, hacia las faenas campestres, que últimamente comenzaba a solicitarme con vivísimas fuerzas.
En esto, el tan debatido plan de unir las áridas llanuras de Castilla con el mejor puerto del Cantábrico por medio de un ferrocarril, iba a dar el primer paso en el terreno de los hechos consumados. ¡Y de qué manera!: «bajando» la corte, o una parte muy integrante de ella, a solemnizar con su presencia y concurso un acto ya, por su naturaleza, solemne y trascendental. Con tan fausto motivo los santanderienses echaban la casa por la ventana, y se agitaba y se conmovía la providencia entera, entre la curiosidad y los recelos, hijos una y otros de esas hondas impresiones que causan en los hombres pacíficos y sedentarios los misteriosos rumores que le anuncian un súbito cambio de vida y costumbres, la invasión inmediata de extraños elementos que han de borrar en breves días de febril actividad la obra de tantos siglos de inmovilidad y de sosiego. Los periódicos de la capital, henchidos de programas de fiestas y jolgorios, inundaban pueblos y caseríos, y el aldeano más apático y remolón daba un tiento a la enjuta bolsa por si topaba en ella algo con qué vivir dos días fuera de su casa, para satisfacer la tentación de ver las anunciadas maravillas, entre las que descollaba la de un rey, no en su trono precisamente, rodeado de ostentosos magnates, con el cetro en la mano, la corona en la cabeza y el manto sobre los hombros (pues, tratándose de reyes, así se los imaginaban en mi lugar), sino en medio de una pradera, hiriendo el suelo con el azadón, cargando la removida tierra en una carretilla, y conduciéndola con su augusto esfuerzo, entre sus regias manos, algunas varas más allá. Verdad que el azadón sería de plata, y de plata la pala, y de barnizada madera la carretilla; pero ¿:no consistía en esto mismo la novedad del lance? ¡Un monarca cavando la tierra como un simple ganapán, y sus cortesanos formándole la cuadrilla! Hay que advertir que así, al pie de la letra, tomaban el suceso mis toscos convecinos, entre quienes abundaban los que ya veían los chorros de sudor cayendo por la augusta faz abajo. Y todo esto iba a suceder dentro de breves días, y a las puertas, como quien dice, de sus hogares, y en unos tiempos en que los monarcas españoles no se codeaban todavía con los simples mortales, ni dejaban el alcázar de Madrid sino para habitar alguno de los de sus cuatro sitios celebérrimos. Así es que se despoblaron materialmente las aldeas con motivo de aquel memorable acontecimiento. El cual también me sacó a mí de casa y me arrastró a la ciudad con grandísima complacencia de mi padre, que se resistió a acompañarme so pretexto de que, a sus años, más le molestaban que le divertían estruendos y baraúndas tales, aunque yo jurara que se privó de ellos porque luciera en mí solo el puñado de duros de que podía disponer a la sazón y que cariñosamente deslizó en mi bolsillo.
Esta fue mi segunda salida del paterno hogar. Hícela a caballo hasta el camino real, y en diligencia desde la villa.
¡Bueno estuvo aquello! Dígolo por el estruendo y revoltijo de cosas y de gentes; pues de las funciones apuntadas en los prospectos no vi pizca, unas veces porque no era de los llamados, otras, porque, siendo públicos los actos, o llegaba tarde a ellos, o me perdía en el mar de curiosos que se ponían de puntillas para lograr, a lo sumo, ver los sudorosos pestorejos de los que nos precedían y también se estiraban sin enterarse de cosa mucho más divertida.
-¡Ahí va! -oí decir varias veces, mientras asomaba por una bocacalle un tropel de gentes a todo correr; y enseguida:
-¡Ese es!
-¿:Cuál de ellos? -preguntaba yo, hecho todo ojos y curiosidad.
-¡Ese que va en coche!
Pero pasaban por delante de mí, con la rapidez del viento, entre nubes de polvo y turbas de desocupados jadeantes, lo menos cuatro coches llenos de personajes hechos un ascua de oro;
fijábame en el más relumbrante de todos ellos, y resultaba luego que no era aquél, sino el otro; otro que iba en el primer coche, en cuyo coche no reparó yo creyéndole ocupado por gentes de poco más o menos.
Al principio no dejaba de entretenerme el bullicioso y pintoresco hervor de la ciudad, y hasta me asombraban, por lo incansables y resistentes, aquellas oleadas de curiosos que invadían calles y paseos al solo impulso de un vago rumor de que por allí iba a pasar; conmovíanme aquellos racimos de pudientes señorones, de granujas entremetidos y de populacho sencillote, colgados de rejas y faroles, victoreando, enronquecidos ya, al augusto huésped desde que le columbraban a lo lejos hasta que le perdían de vista; me entusiasmaba el acendrado realismo de aquella elegante juventud que alfombraba con sus levitas las gradas de la catedral al subir por ellas el egregio visitante, o se vestía de simple marinero para tener la honra de hogar en la regia falúa, o siquiera en las que le servían de cortejo, desde el sitio de la inauguración de las obras hasta la rampa larga del muelle-, despistojábame leyendo los lemas de los arcos de laurel y los versos arrojados a cada instante por ventanas y balcones, como espesa lluvia, en papel de lo más majo; versos, dicho sea sin ofensa, no mucho mejores que los que en mi lugar escribía yo de cuando en cuando... ¿:y cómo no entretenerme y fascinarme a mí, sencillote aldeano, tal revoltijo de cosas, estruendos, jerarquías y colores?
-Pero al cabo, el esfuerzo mismo de la curiosidad, siempre excitada y tirante, y rara vez satisfecha, llegó a producirme un mortal cansancio de espíritu y de cuerpo. Mareábanme las muchedumbres, y hube de sentir algo como indigestión de uniformes, marciales ruidos de tambores y charangas, flámulas de percalina, lugareños papanatas, cruces, bandas y libreas, víctores de todas clases, cañonazos y cohetes. Latíame la cabeza, dolíanme los músculos del pescuezo, y las piernas me flaqueaban. Entristecíme, y hasta me asaltó la nostalgia de mi lugar.
Desde entonces huí de los bullicios y algaradas, y busqué los puntos donde la población estaba en reposo y en silencio, en sus hábitos de trabajo y con su cara de todos los días. Con este procedimiento conseguí dar descanso a mi imaginación, meter en sus quicios las dislocadas ideas y ver cada cosa a la luz que le pertenecía. Logré separar en el cuadro lo postizo y casual de lo permanente y necesario; y entones fue cuando comencé a entretenerme con fruto observando lo que jamás había observado: en la aldea, por su natural obscuridad y la propia sencillez de mis ambiciones; en la ciudad, por un deslumbramiento de mis sentidos. Observé que con la sociedad acontece lo que con la naturaleza contemplada desde lejos: atraen la atención los altivos picachos, los agudos perfiles, las grandes moles; el resto del panorama es una masa descolorida, de triste aridez y penosa monotonía; júzgase inaccesible lo saliente; y no hay en lo vago y confuso nada que mueva la curiosidad; y a lo uno y a lo otro se va acostumbrando la vista sin el más leve escozor del deseo. Pero acércase el observador al cuadro; y en aquellos antes vagos y descoloridos términos, piérdese la consideración en un cúmulo de no soñadas maravillas: la pintoresca roca entre rozagantes arbustos, el aterciopelado suelo, el parlanchín arroyo, la sombría cañada, el silvestre rosal, el gigantesco roble... y el más insignificante de estos y otros mil detalles, le seduce y atrae más que la admirada eminencia, que de cerca es triste por escabrosa y árida.
Contemplada la sociedad desde el agreste retiro, colúmbranse las figuras de primera magnitud; los monarcas, los guerreros de fortuna, los magnates, los atletas de la política, los héroes de la riqueza; nombres que la fama trae y lleva a su antojo. Todo lo restante es masa deforme que bulle y se agita a merced de aquellas irresistibles voluntades, como las aguas del mar a los caprichos del viento. Pero salga el observador de su retiro; métase entre el bullir de las gentes, y ¡cuán distinta de lo imaginado verá la realidad!
Cavilando yo sobre esto, después que, terminadas las fiestas, se quedó la ciudad como escenario de teatro cuando se retiran los actores y se apagan las candilejas; cavilando sobre esto, repito, de vuelta a mi lugar, caballero en el paterno rocín que hallé esperándome al apearme de la diligencia en la villa de los Calderetas, según lo convenido antes de salir de casa.
-¡Válgame Dios! -exclamaba para mis adentros-: sin ser rey, ni ministro, ni general, ni diputado a Cortes, ni gobernador de provincia, ni escritor de fama, ¡cuántas cosas puede ser un hombre además de secretario de ayuntamiento y administrador de unas cuantas fincas de la casa del Infantado! ¡Cuántas posiciones existen en el mundo al alcance de la mano, con un poco de fortuna o con mucha fuerza de voluntad!
Y exclamaba yo de esta manera, porque en aquel instante desfilaban en mi memoria los átomos y burbujitas de la masa deforme; los pintorescos detalles del término indeciso del consabido panorama; cuantos representantes había visto de las ciencias, de las artes, del comercio, de la industria, ya en la ostentosa comitiva, ya en medio de los afanes de sus respectivas ocupaciones; cuya manifestación palpable era aquella varia riqueza que yo admiraba citando las muchedumbres desaparecían y quedaba el barrio entregado a sus propios y naturales elementos.
Pero no se deduzca de este mi modo de discurrir, que al volver de la ciudad a mi casa paterna llevaba ya conmigo el roedor gusano de las desmedidas ambiciones. Nada más lejos de mí. Juro a Dios que me entregaba a aquellas meditaciones tan fresco y desimpresionado como si nada tuviera yo que ver con ellas; y que al llegar a mi casa, ni en lo más mínimo lastimó su pobreza ni conturbó la serenidad de mi espíritu el recuerdo que tan fresco traía de las pompas y relumbrones que durante tres días habían estado pasando en la ciudad por delante de mis ojos. Ni por esto que afirmo se me tenga por un admirador romántico de la paz y hermosura de mi aldea, téngaseme sencillamente, y se estará en lo cierto, por un mozo con las mejores condiciones de carácter para vivir muy a gusto en el elemento que me había tocado en suerte; siendo también de advertir que nada de ello era obra de enrevesadas filosofías, ni del esfuerzo de virtudes sobrehumanas, sino pura, simple y prosaicamente, porque de ese barro quiso hacerme Dios.
@§ -- IV --
Pocos días después de esta mi llegada al pueblo, aparecieron en él, en sendos caballos poderosos, desempedrando los callejones y excitando la curiosidad de todo el vecindario, el señor de Calderetas y otro personaje de gran estampa, con los correspondientes espoliques. Uno de éstos se adelantó, corriendo a más no poder, hasta la casa de los Garcías. Llamó recio con dos garrotazos a la puerta del estragal; salió el alcalde, oyó el recado, vistióse apresuradamente la chaqueta que tenía echada sobre los hombros, y siguió a buen andar al emisario; alcanzaron ambos a los caballeros al revolver de una calleja; saludóles muy fino y reverente el alcalde; contestáronle ellos lo menos que pudieron, y todos juntos, después de breves palabras enderezadas al García por el señor de Calderetas, echaron barrio arriba, sin parar hasta la casona solitaria.
Allí permanecieron largo rato, examinándola el desconocido personaje por afuera y por adentro, y el castañar contiguo y la huerta y el prado, desde cuya loma contempló después, con grandes aspavientos, el mar y la playa y cuanto desde aquel observatorio alcanzaba la vista en todas direcciones.
Tras esto y algunas preguntas sueltas dirigidas por el mismo personaje al alcalde, descendieron a la casona los señores, cabalgaron otra vez, y salieron del lugar entre las sombreradas del alcalde y el asombro de los vecinos.
¡Cuánto hubiera dado mi padre, y cuánto hubiera dado yo por estar a la sazón en buenas amistades con los Garcías, para saber inmediatamente de su boca a qué habían venido al lugar aquellos personajes!
Afortunadamente no se pasaron muchas horas sin que lo supieran hasta los sordos; porque a los hombres vanos, como el susodicho García, no se les pudren en el cuerpo las noticias de tal calibre. Piensan que publicándolas crecen ellos muchos codos en la consideración del vulgo; y por eso se supo antes del mediodía que el acompañado del señor de Calderetas era un personaje de Madrid que quería comprar la casona solitaria, para componerla y habitarla después con su familia durante los veranos.
Y el dicho se confirmó, porque, transcurridas dos semanas, vinieron gentes extrañas, y con la del pueblo que a ello se prestó, comenzaron a remendar lo ruinoso, a afirmar lo débil, a revocar por aquí y a tillar por allá, con tal apresuramiento, que antes de mediar julio parecía nueva la casa, y hasta contenía los necesarios muebles para ser habitada inmediatamente.
El efecto que aquella noticia y estos acontecimientos causaron en el lugar, parecería increíble en estos tiempos en que tan acostumbrados están los montañeses de la costa a rozarse en callejas y desfiladeros con gentonas veraniegas, de altísimo y hasta egregio copete. Pero todos mis convecinos echaron la impresión a buena parte: sólo mi padre y yo la recibimos como una pesadumbre, porque, bien examinado el asunto y vista la intervención de los Garcías en él, perdimos las pocas esperanzas que teníamos de arrancarles la administración de los consabidos bienes.
Antes de acabarse el mes de julio, nueva y más honda impresión en todo el lugar, con la llegada de los señores a la casa restaurada, en entoldado carro del país, con otros tres que le seguían cargados, de sirvientes y equipajes.
En los ocho primeros días no se vivió de traza en la aldea, ocupado hasta el más perezoso y esquivo en averiguar lo que se hacía y se guisaba en el remozado palacio, cuyos dueños se dejaban ver muy poco y a lo lejos, y se reducían al personaje ya mencionado, y a una jovenzuela, su hija, algo desmedrada y enclenque, a la cual, según rumores, se le habían prescrito, por la ciencia de curar, los aires de la costa cantábrica, precisamente de la costa cantábrica; mucha aldea, mucho ejercicio, poca sociedad y bastante agua ferruginosa.
Entre tanto, hubo en mi casa largas y calurosas porfías entre mi padre y yo, sobre si debíamos o no debíamos ir a ofrecer nuestros respetos y servicios a aquellos señores. La voluntad, bien sabe Dios que era inmejorable; pero temiéndonos un recibimiento frío y desdeñoso, el condenado puntillo montañés se sublevaba y no sabíamos en qué acertar. Al fin, mi padre, invocando su lema sempiterno de «nobleza obliga», disipóme las no muy arraigadas repugnancias que yo sentía; resolvióse él también, y allá nos fuimos una mañana, muy planchados, eso sí, y con lo mejor del baúl a cuestas; pero harto recelosos, y hasta conmovidos, por no habernos visto jamás en otra.
A la puerta del estragal nos encontramos con el alcalde que salía, como Pedro de su casa, muy orondo y satisfecho; y aun se infló mucho más cuando nos vio llegar bajo la mal disimulada impresión de timidez y recelo ya mencionados. Verdaderamente nos contristó mucho aquel encuentro, no tanto por lo que contribuyó a encrespar la vanidad del García, cuanto por lo que en presencia de éste nos apocaba a nosotros.
Subimos, y un criado con más que ribetes de grosero, nos introdujo en la sala, en la cual se presentó, antes de media hora, el señorón de Madrid, de bata chinesca, gorro por el estilo y pantuflas coloradas. Era hombre de buena edad, frescachón, patilludo, protuberante de estómago y rollizo y blanco de manos y pescuezo. Saludámosle muy reverentes; correspondió fino y suelto a nuestras reverencias y sombreradas; sentóse a nuestro lado, y diose comienzo a la visita en los términos que sabrá cualquiera de corrido, por ser los mismos, los mismísimos que ahora se usan, y se usarán probablemente en todos los casos parecidos a aquél; pues en este particular no han adelantado las gentes un solo paso.
En un dos por tres nos dijo el personaje:
-El país me encanta. Jamás le había visto hasta que vine a Santander con Su Majestad. (Estas palabras las recalcó mucho.) Necesitaba yo un rincón tranquilo, de aires puros e inmediato al mar; hablóme mi amigo el señor de Calderetas de este pueblo y de esta casa; la vimos, compréla al punto... y aquí me tienen ustedes a su disposición. (Aquí nos descoyuntamos a reverencias mi padre y yo.) Pero, amigos, no quiero ocultarles que si lo de los aires puros y los campos risueños y los bosques frondosos y el mar sin límites me enamora, como a buen manchego que soy, lo de la soledad y el reposo ha resultado mucho más de lo imaginado, y hasta de lo que se puede resistir. Verdaderamente es esto insoportable para un hombre que lleva veinte, años metido en el hervor de la vida madrileña, entre los combates de la política y las agitaciones del gran mundo. Así es que devoro los periódicos que recibo cada tres días, y los libros que conmigo traje; cuento desde el balcón los árboles del monte, y de noche las estrellitas del cielo, y aún me sobran horas que no sé en qué invertir.
Compadecimos de veras al ostentoso y contrariado manchego, y le deseamos días más llevaderos, hasta por la honrilla del lugar, único alivio que podíamos ofrecerle, y con poco más que esto y menos de otro tanto que él nos dijo, nos levantamos para despedirnos.
Levantóse también el personaje, y apretando una mano de mi padre, y otra mía con lar, suyas, nos rogó que le visitáramos a menudo, porque en ello recibiría gran merced.
A lo cual mi padre, como si le hubieran pisado el dedo malo, respondió sin poder contenerse:
-Gran honor sería para nosotros esa merced que usted recibiera con nuestra humilde presencia en esta casa; pero como ya hay quien se nos ha anticipado, y no nos gusta molestar...
-¡Anticipado! -exclamó el señorón algo sorprendido-. Como no sea el alcalde, única persona del pueblo que nos ha visitado antes que ustedes... Por cierto que, sin ofensa de su señoría, paréceme un tantico entrometido, y un si es no es impertinente.
Miróme aquí mi padre, cargada su faz de mal disimulado júbilo, y replicó al instante:
-Ya ve usted... la falta de cuna, de educación...
Y sin considerar que acaso dijera de nosotros cosa semejante al otro día, prometímosle acompañarle a menudo, y nos retiramos sospechando yo, y en ello no me equivocaba, que el personaje de Madrid había pescado en el dicho de mi padre la mala ley que éste y el alcalde se tenían.
A todo esto no habíamos visto a la joven delicada de salud, aunque oportunamente preguntamos muy finos por ella a su padre, el cual se limitó a respondernos que se encontraba mejor desde que había llegado a la Montaña, y bastante menos aburrida que él; pero al salir del estragal a la corralada, la vimos que llegaba envuelta en una bata blanca, con el pelo negro y abundante, desmadejado sobre los hombros y la espalda, y defendiendo del sol la cabeza con una sombrilla, blanca también, de largo y torneado palo. Descubrímonos al pasar junto a ella; respondiónos, creo que sin mirarnos, con una ligera inflexión de pescuezo, y entró en su casa mientras nosotros salíamos a la calle.
Parecióme esbelta y de no vulgar continente; descolorida en extremo, dura de faz y más que medianamente descarnada. En nada de esto te fijó mi padre, puesto que lo que me dijo, tan pronto como pusimos los pies en la calleja, revelaba que no había pensado en otra cosa desde que se despidió del personaje; y lo que me dijo fue:
-Ya lo has oído, Pedro: vino «con Su Majestad»; vive hace veinte años en Madrid «entre las batallas de la política y las agitaciones del gran mundo»; le ha gustado la Montaña; necesitaba aires puros y proximidad al mar, y ha comprado esta casa, ¡la que nos parecía invendible!... ¡la del Infantado!... ¡y sin regatearla! y en ella nos ofrece sus servicios, y solicita nuestro trato, y, por añadidura, le desagrada el del alcalde...
-Bien, ¿:y qué? -respondí yo.
-Pues nada, si te parece -repuso mi padre dando un fuerte golpe en un canto del suelo con el regatón de su vieja caña de Indias con puño de plata y borlas de seda negra-: un personaje de tales requilorios, que se hace servir, casi de espolique, por un señor como el que le acompañó a este pueblo el primer día que vino a él... ¡digo si será pájaro de cuenta!
-Por tal le tuve desde que le conocimos; y por eso no me sorprende ahora, como le sorprende a usted...
-Hombre, tanto como sorprenderme, tampoco a mí, si bien se apura el caso; pero, vistas las condiciones extraordinarias del caballero, eso de no tragar al alcalde, al paso que a ti y a mí nos ruega que le visitemos a menudo, me parece, Pedro, me parece...
-Es verdad -dije, adivinando la intención de mi padre-. Pero, a todo esto -añadí, mientras caminábamos muy ufanos hacia nuestra casa-, ¿:quién será?
-Por lo que rezan los sobres de la correspondencia, que llega a montones para él a la cartería, el «Excelentísimo Señor Don Augusto Valenzuela».
-Ya lo sé -añadí-. Pero quiero yo decir qué pito tocará ese hombre en el mundo.
-Hijo -respondióme mi padre humillando la cabeza-, sobre ese particular nada puedo yo decirte en este momento; pero -añadió, irguiéndose con la fuerza de un profundísimo convencimiento-, ¡pito muy principal debe de ser!
@§ -- V --
No se le cocía el pan a mi padre hasta hablar con aquel caballero tan atento y campechano que le había pedido a él, pobre y obscuro fidalguete de lugar, la merced de sus visitas. Así fue que le hicimos la segunda sin cumplirse dos días desde que tan satisfechos salimos de la primera.
Acababan de llegar, padre e hija, de la playa, donde habían pasado lo mejor de la tarde jugueteando con las olas, echando firmas en el arenal y acopiando cascaritas y pedrezuelas. Descansaban ambos de la fatigosa tarea cuando llegamos nosotros; el padre muy repantigado en un sillón, dándose aire con un periódico, y la hija arrimada a una mesa, sobre la cual clasificaba, por especies y tamaños, el pintoresco botín de su campaña.
-¡Muy señores míos! -exclamó al vernos el personaje, sin dejar de abanicarse, con grandes extremos de alegría, de seguro falsa. Pero falsa o verdadera, nos animó muchísimo, lo cual nos hacía buena falta; pues al notar, cuando entramos, la desmadejada actitud del uno, y tan absorta, lacia y taciturna a la otra, entendimos que más ganosos estarían de quietud y de silencio, que de la insulsa conversación de dos extraños impertinentes.
-¡Vean, vean, amigos! -añadió el Excelentísimo, señalando hacia la mesa, después de los obligados cumplimientos de una y otra parte-: ¡vean si esta tarde se ha perdido el tiempo!
Vimos, en efecto, como era nuestro deber, lo señalado; y en cumplimiento de otro no menos ineludible, en nuestro concepto, hartámonos de ponderar la riqueza del acopio; y ya, puestos a ponderar, ponderamos la playa también que lo daba, y hasta lo divertido y lo saludable y aun lo instructivo que era correr por ella y atropar litos y concharras; de modo que llegamos a convenir sin dificultad los cuatro, en que era una ganga tener a las puertas del hogar una playa así, con unas olas tan bonitas, un rumor tan agradable y unas brisas tan higiénicas.
Por remate de estas cosas y otras no menos divertidas, nos dijo el señor de Valenzuela que aquel día era uno de los más agradables que había pasado en la Montaña, puesto que, para que nada le faltara, había tenido carta de Pilita, de la cual no había sabido cosa alguna en toda la semana, a lo que observó tímidamente mi padre:
-Pues creí que no tenía usted más hijos que esta señorita.
-Pilita es mamá -dijo aquí la aludida, tomando parte por vez primera en la conversación.
-Pilita es mi señora -confirmó casi al mismo tiempo el personaje.
-Vamos -se atrevió a añadir mi padre-, se ha quedado en Madrid.
-No, señor -repuso el otro-: está en Vichy con Manolo, nuestro hijo. Tiene esa costumbre hace mucho tiempo, y no puede prescindir de tomar aquellas salutíferas aguas.
-Quiere decir, que nos honrará con su presencia cuando termine su temporada.
-Escasamente -respondió el Excelentísimo-. Desde Vichy irá a Biarritz a pasar el resto del verano con su pariente y amiga la duquesa del Pico... Es su costumbre. Nos reuniremos en Madrid ya bien entrado el otoño... a la apertura de los salones.
Confieso que antes que en lo, para mí, insólito de aquel modo de vivir en familia, me fijé en lo dispendioso que era y en el caudal que necesitaba poseer el personaje, en cuya casa me hallaba, para atender a tantas necesidades con la abundancia que éstas exigían. A mi padre le sucedió lo mismo, según me confesó después.
Poco a poco se fue reduciendo el tema de la conversación; llegóse a la política, manjar muy del gusto de mi padre; y mientras los dos se entretenían en saborearle, afirmando y exponiendo dogmáticamente el uno y asintiendo a puño cerrado el otro, parecióme a mí que debía acercarme a la mesa donde continuaba la joven arreglando su tesoro de pitas, cáscaras y caracolillos, y así lo hice, bien sabe Dios con cuánta desconfianza y cortedad.
Para entonces había tenido yo ocasión de observarla detenidamente, muy de cerca; y por venir ella de su expedición harto desencajada y porosa, en las mejores condiciones para no equivocarme en mi juicio. Así, pues, afirmo que, más que delgada, era flaca, bastante angulosa por ende; obra, si vale la comparación, más de azuela, y garlopa que de torno. Era, no obstante, armónico y agradable el conjunto de todas sus partes. Su rostro, en el cual brillaban como dos centellas los ojos negros rasgados, bajo unas cejas negrísimas también, de las cuales parecían la sombra unas ojeras cárdenas, y casi relucían, por lo limpio del esmalte, dos filas de menudos dientes entre unos labios finos con un ligerísimo matiz de rosa pálida, hubiera sido hasta hermoso, algo más lleno y menos descolorido; pero de los que se imponen, no de los que atraen y enamoran. Faltaba a sus ojos la dulzura, que es el mayor encanto de la belleza; antes eran de mirar duro y osado, y muy poco codicioso de lo que tenían delante, y a menudo se reflejaba en ellos un espíritu desabrido e indómito. Echábase de menos también en aquella cara seca el ambiente de la sonrisa, compañera inseparable de la dulzura de los ojos. La sonrisa de Clara (así se llamaba la joven) era un acto mecánico de su voluntad, una mueca, una simple contracción de los músculos faciales. Acompañábala ordinariamente una palabra dura, en un timbre de voz áspero y varonil, y esta condición hacía doblemente desagradable la sonrisa, las pocas veces que ésta se dejaba ver en la faz de Clara.
En fin, que me pareció la hija del Excelentísimo señor don Augusto Valenzuela, considerada en conjunto y en detalle, una mujer desenfadada, imperiosa y tesonuda, especie de alma de acero encerrada en un estuche de alambre, condición siempre temible, aun cuando en ese temple excepcional tengan mucha parte los golpes de la experiencia en las batallas de una larga vida mundana; pero de incalculable poder cuando le da formado ya la naturaleza en una joven casi niña. Quizá era éste el verdadero atractivo de Clara, no para mí, bien lo sabe Dios, sino para los hombres que pudieran tratarla con la experiencia que yo también adquirí después en las borrascas de la vida.
Por entonces, si se me hubiera obligado a hacer su retrato, hubiérame limitado a decir que la hija del personaje de Madrid no me gustaba, sintiendo instintivamente lo que hoy trato de explicar en este breve análisis de su carácter.
Digo que me aproximé a Clara desconfiado y corto, y he de añadir que hasta trémulo, pues no se me ocultaba a mí, aunque inexperto, que cuando un galán se acerca a una señorita está obligado a decirle algo que la distraiga y entretenga, siquiera para que el acto de cortesía no resulte pesada cruz para quien es objeto de él; y daba la maldita casualidad de que yo ni entonces fui, ni después de rodar por el mundo he sido gran repentista en esto de sutilezas y perfiles galantes. Siempre pequé de soso al acercarme a una dama, y jamás se me venían a los labios las buenas ocurrencias hasta apartarme de ella, es decir, cuando ya no las necesitaba. ¡Cómo envidiaba yo en aquel apurado trance las donosuras y bizarrías de ciertos diálogos que había leído en las novelas de mi casa! Hasta recordaba algunas de ellas que podían aplicarse al caso que me apuraba tanto, y aun tentado me vi en los primeros trasudores a encajarlas allí de corrido; pero felizmente (y no se tome esto a vanidosa jactancia), a faltas de las apuntadas condiciones de travesura, he tenido siempre cierto buen sentido, del cual me he amparado para salir de apuros de este jaez, ya que no triunfante ni muy airoso, tampoco abochornado ni corrido; es decir, que me he limitado a seguir mi canto llano y no meterme en contrapuntos «que suelen quebrar de sotiles», como diría el buen maese Pedro; lo cual se consigue hablando poco y a tiempo y de aquello que se le alcance a uno algo; y eso es lo que hice entonces, tomar pie del interés con que la joven continuaba escogiendo y agrupando en montoncitos lo atropado en el arenal, y decirla cuál de aquellas chapucerías se llamaba almeja, cuál peregrina, cuál burión, cuál era un chinarro que no merecía la honra de ser recogido por tales manos; en qué sitios y en qué épocas del año se pescaban vivos los animalejos correspondientes a aquéllos y otros despojos que también abundaban en la playa; cómo se guisaban y a qué sabían. Jamás historia curiosa ni cuento peregrino fueron escuchados de oídos infantiles con la atención y el interés que prestó la hija del señor de Valenzuela a aquellas mis prosaicas observaciones; merced a lo cual, tornéme sereno y animoso, como dueño que era de mí mismo, y no fue esto poco adelantar.
Presumo yo que al llegar aquí quien estos apuntes acertara a leer, había de asombrarse de que pretenda yo, en estos tiempos en que la curiosidad necesita, para ser excitada, muchísima sal y pimienta, entretenerle con inocentadas que desdeñan los precoces galanes al uso, que se levantan la tapa de los sesos antes de apuntarles el bozo; y aunque pudiera disculparme con el ejemplo de tal cual relato novelesco contemporáneo, no mucho más interesante, reconozco humildemente la increpada delincuencia, y digo que incurro en ella arrastrado por mi inquebrantable propósito de apuntar aquí cuantos acontecimientos dejaron alguna impresión en el fondo de mi alma, como éste que voy refiriendo, no seguramente por su magnitud absoluta, sino por mi pequeñez y blandura en aquella edad y en medio de las condiciones apacibles y sosegadas de mi existencia... Y ahora añado que si muy satisfecho quedó yo por haber vencido tan fácilmente los pasos del temido atolladero, mucho, pero muchísimo más quedó mi padre de su conversación con el señor de Valenzuela.
-¡Estos son hombres, Pedro! -me decía mientras tornábamos a nuestra casa- ¡Qué afabilidad, qué penetración, qué tino, qué experiencia... qué palabra! ¡Si vieras lo que me ha dicho, lo que me ha confiado! ¡Cómo me ha puesto delante de los ojos el cuadro en esqueleto de la gobernación del Estado, con sus gobernantes de ayer, sus gobernantes de hoy y los que trabajan para serlo en el día de mañana! ¡Qué pericia, Pedro, y qué ojo! ¡Es un asombro cómo desde la altura de su importancia atendía y consideraba la menor de mis observaciones! Para todas tenía fácil y pronta respuesta, y a cada momento me decía: «porque usted, con su buen juicio e ilustrado criterio, no podrá desconocer esto y aquello... porque a su penetración no puede ocultarse lo otro y lo de más allá». Te digo, Pedro, que después de oír a estos personajes que tantos motivos tienen para ser altaneros y desdeñosos con obscuros aldeanos como nosotros, asco, verdadero aseo da el acordarse, no más que acordarse, de los humos de un chapucero pelagatos como los Garcías.
Convine en ello sin dificultad; y el resultado final de aquella visita y de los subsiguientes comentarios fue decirme mi padre, al acabar de cenar y estando cada uno de los dos palmatoria en mano, con el correspondiente cabo de vela de sebo comenzando a correrse y a oler mal:
-Si esto sigue como empieza, dentro de un par de días se podrá ir preparando el terreno.
-¿:Para qué? -respondí.
-Para tantear el vado.
-¿:Qué vado?
-El de la administración... En mi juicio, va a ser, Pedro, coser y cantar. Con este hombre no se conciben imposibles. Nada te digo de la secretaría, porque en cuanto le haga una seña con el dedo al señor de Calderetas, ya está el alcalde boca abajo.
Repliqué a esto, aunque me halagaba muchísimo, que, en mi opinión, convenía dejarlo para más adelante, porque no creyera el Excelentísimo señor que el interés de la ganga era lo que nos movía a ser tan atentos y obsequiosos con él. Túvose por bueno mi reparo; y sin otros particulares que dignos de narrar sean, nos fuimos a la cama.
@§ -- VI --
Continuando sin perder día el trato de aquellas empingorotadas gentes, llegó a establecerse entre ellas y nosotros cierta familiaridad que, sin menoscabo del debido respeto, quitaba de nuestras conversaciones y empresas la estudiada ceremonia y la artificiosa etiqueta, estorbos de gran monta para llegar a conocerse y estimarse las personas.
Con esto se me venían a las manos las ocasiones de acompañar a los forasteros; y como yo cuidaba de no pasar más allá de aquello en que se me alcanzaba alguna cosa y para lo cual era llamado, quedábame la seguridad de no ser impertinente, ya que en punto a la calidad de la estimación que me iba conquistando, me conformaba con muy poco.
Era asaz poltrón y perezoso el señor de Valenzuela; pero, en cambio, su hija era una andarina de grandes alientos; y como de complacerla en todo se trataba, y se le había recomendado el ejercicio por la ciencia de curar, todos los días los acompañaba en sus expediciones, que yo mismo proponía, por conocer los sitios merecedores de la visita de nuestros huéspedes. Yo les enseñaba el mejor camino, ya para llegar más pronto, ya para dar mayor regalo a la vista en la contemplación de hermosos paisajes o pintorescos horizontes. Yo les conducía a la ignorada fuente forruginosa en lo más hondo y obscuro de la sombría cañada, o a la gruta de estalactitas cerca de los abruptos peñascos de la costa. Yo les informaba, cruzando el valle, de las labores campestres, y les decía el nombre, calidad y valor positivo de los frutos del país; les apuntaba cuanto sabía de sus costumbres, y colocado entre ambos en lo alto de la pradera que dominaba el mar, les hablaba de sus temibles veleidades, de sus arrullos mentirosos, de sus tempestades imponentes, y de la arriesgada y espinosa vida de los marineros. ¡Y cómo brillaba entonces en los ojos de la madrileña, de ordinario mudos y sombríos, el fuego de los agitados pensamientos! ¡Qué poder tan asombroso el de sus pupilas al registrar los pliegues misteriosos de la inquieta superficie! ¡Qué actitudes tan resueltas y bizarras las de aquel débil cuerpecillo mientras el aire fresco y pegajoso agitaba sus mal prendidos cabellos y los largos pliegues de la falda, y se clavaba su vista en los agudos peñascos donde las olas se estrellaban convirtiéndose en blanca y hervorosa espuma!
En una de estas ocasiones me preguntó, con su voz áspera, sin dejar de contemplar una gaviota que se cernía sobre las rompientes:
-¿:Hace usted versos?
Al oír esta pregunta me puse más rojo que un tomate, porque, como si temiera que Clara los estuviera leyendo por encima de mi hombro, recordé cuantos había escrito en mi vida, y todos me parecieron a cual peor. Así es que, sin titubear, respondí:
-¡Jamás!
-Me alegro -añadió sin mirarme siquiera-: eso prueba que es usted hombre de gusto. Me encanta la verdad, y jamás la hallo en los copleros, en su afán de vestirla de arlequín y de medirla por sílabas. Ya no se hacen versos más que en España... y en Turquía.
Confieso que me gustó poco esta sinceridad en boca de una mujer tan joven; porque entendía yo, por instinto natural, que para elevación del alma, singularmente la de la mujer, hay mentiras necesarias y hasta indispensables, como son las del arte en cuanto tienden a embellecer la naturaleza y dar mayor expansión y nobleza a los humanos sentimientos.
Lo cierto es que aquella respuesta seca y prosaica, juntamente con lo resuelto y aun airado de la actitud de Clara en el momento de pronunciarla con sus labios marmóreos, infundióme algo como temor, semejante al que producen la soledad de los páramos o la yerta aridez del invierno. Sin embargo, la pregunta misma, hecha en tal ocasión, revelaba que el alma de Clara no era insensible a los encantos de la naturaleza: no en el ritmo dulcísimo de su reposo, sino en el fragor y estrago de sus tempestuosos desconciertos, en los cuales quizá soñaba el espíritu bravío de la joven en el instante en que contemplaba el acompasado batir de las olas sobre los peñascos de la orilla.
Por lo demás, todo iba para mi padre y para mí a pedir del deseo; quiero decir, que cada día intimábamos más con los madrileños, y parecíamos serles más útiles y agradables. A menudo me llamaban «Pedro» a secas, y «señor don Juan» a mi padre, en vez del ceremonioso «Sánchez» o «señor de Sánchez» con que al principio se nos nombraba, las pocas veces que se nos hacía dignos de servir para algo a aquellos señores. El cura les había perdido también el miedo y les hacía la tertulia con nosotros. El señor don Augusto, cuando le faltaba el resuello breña arriba, se colgaba familiarmente del brazo de mi padre, no muy sobrado de alientos por la pesadez de los años, mientras que Clara me desafiaba a hundir la vista con mayor serenidad en el negro fondo de un abismo desde la peña más escarpada y resbaladiza. Habíamos comido tres veces con ellos en su casa, y más de otras tantas habíanse ellos refrescado a la sombra de nuestros limoneros, con los limones cogidos por Clara y el agua traída por mí de un fresco manantial encajonado entre esponjosos cantos, en el rincón más frondoso de la huerta.
Con todo lo cual y mucho más que omito por innecesario, el alcalde no asomaba a la restaurada casona sino cuando a ella era llamado por el señor de Valenzuela para que hiciera componer tal callejón mal empedrado, o llegar en posta alguna carta a manos del señor de Calderetas, encargos que desempeñaba el García con la misma sumisión y diligencia que si emanaran del soberano en cuyo nombre ejercía la autoridad en el pueblo. ¡Figúrense ustedes si con estos lances y aquel alejamiento le retozaría a mi padre el alma dentro del cuerpo! Como que llegó a decirme una mañana entrando en mi cuarto, espoleado por la vehemencia misma de su propósito:
-Pedro, de hoy no paso sin dejar arreglado ese punto.
Entendíle yo, por constarme que no pensaba en otra cosa, y no le opuse el menor reparo. La verdad es que o don Augusto Valenzuela no podía cosa mayor en el asunto de que se trataba, o la administración iba a ser mía tan pronto como se le apuntara el deseo de conseguirla.
¡Y qué feliz casualidad! Precisamente fue aquel día cuando se le antojó al señorón de Madrid, hallándonos mi padre y yo a su lado aguardando una coyuntura favorable para entrar en materia, preguntarme por mi plan de vida para lo porvenir. Verdad que la tal pregunta fue originada por una insinuación, no del todo pertinente, de mi padre, sobre la corrupción de los tiempos y los peligros de la juventud ociosa en los pueblos, por falta de medios o valedores.
Conmovióse de los pies a la cabeza el bendito señor, pues vio llegado el instante de que sonara la voz del oráculo que había de revelar el misterio de mis destinos, y expuso a la vista del personaje el cuadro de todas mis ambiciones. Mientras no supo el señor de Valenzuela qué casta de administración era aquella que se pretendía, nada dijo en bien ni en mal de la pretensión; pero cuando averiguó que entre ella y la secretaría del ayuntamiento no producirían arriba de tres mil quinientos reales, no acababa de asombrarse de nuestra pequeñez de miras. Clara se santiguó al oírme que con aquello me bastaba para vivir hecho un príncipe en mi lugar.
-Señor don Juan -exclamó el Excelentísimo don Augusto encarándose con mi padre-, hay que distinguir de tiempos; y entienda usted que en los que corren, eso que quiere hacer su hijo de usted equivale a un suicidio, del que Dios le ha de pedir cuentas.
Aquí fuimos nosotros dos los asombrados.
-No comprendo la razón -balbució mi padre, descolorido.
-Un suicidio he dicho, y lo sostengo -continuó el señor de Valenzuela-. ¿:Usted sabe lo que son tres mil reales hoy... ¡tres mil reales! que los gasta una familia, por modesta que sea, en un par de semanas? Las generaciones, señor don Juan, y hoy con doble motivo que en los tiempos que usted alcanzó y va dejando atrás, se siguen y no se parecen. A usted le bastó la hacienda que tiene para crear una familia y sostenerla con cierta independencia, porque las costumbres de entonces en estos pacíficos retiros no exigían cosa mayor; pero su hijo de usted no puede conformarse con eso sólo, porque las circunstancias han variado mucho y han de variar mucho más. Mientras viva al lado de usted, vaya con Dios, pero a la hora menos pensada deseará casarse, y se casará... y tendrá hijos... quizá muchos hijos; y para entonces se habrá transformado completamente este pueblo, porque llegará hasta él, en día no lejano, el movimiento de la nueva vida que comienza a extenderse desde el corazón a las extremidades de la península; verá sus hijos vagar medios desnudos por estos callejones, y crecer bravíos entre la cultura y el lujo de los forasteros que han de veranear aquí, no muy tarde, atraídos por la hermosura de la playa. Mas aunque estuviera decretado que este pueblo no saliera jamás del aislamiento en que hoy se halla, la transformación de los comarcanos dejaría sentir en él su influjo avasallador. Pedro no podría soportar las cargas que le impusiera la vanidad de su alcurnia, y sin abnegación bastante para decidirse a labrar la tierra con sus manos, acaso se corrompiera la bondad de su corazón, movido de las tentaciones a que le arrastraría la calidad de su empleo. ¿:Qué mayor suicidio que éste, señor don Juan? Además, y aun suponiendo que le bastara con los tres mil y pico de reales del sueldo y de la administración, más los cuatro terrones que le pertenezcan de la hacienda de su padre, para vivir sin ahogos y sin trampas, ¿:no es un dolor, un verdadero pecado mortal, que un mozo de sus prendas, tan gallardo y despierto (¡qué de reverencias hice yo aquí!) se conforme con vivir y morir en esta obscura soledad, como el árbol en el monte?... Me dirá a esto el señor don Juan que así ha vivido él sin corromperse ni encanallarse; pero a eso le replicaré repitiéndole que a otros tiempos, otras costumbres. Usted fue entonces por donde iban todas las gentes de su condición, porque no había otro camino que seguir ni otras ambiciones que acariciar; pero hoy se van abriendo muchas puertas antes cerradas a las empresas de los hombres como ustedes, y es hasta un deber de hidalguía en los jóvenes, como Pedro, salir a romper una lanza en ese palenque donde los mozos de corazón conquistan honra y provecho.
Todas estas reflexiones, expuestas, al parecer, con cariñosa vehemencia, eran completamente nuevas para mí; quedéme absorto al oírlas, como paleto ante cuyos ojos se descorre por primera vez la cortina de un escenario lleno de mágicas maravillas, y no me atreví a replicar una palabra. Mi padre, no menos asombrado que yo, dijo al terminar su discurso el señor de Valenzuela:
-Muy al caso está todo eso, señor don Augusto; pero usted sabe muy bien que no siempre es la suerte para quien la busca.
-Si no se halla la suerte -repuso el personaje-, se halla algo que se le parezca, y, de seguro, mucho que valga más que la secretaría de este ayuntamiento. Cuando menos, se ve el mundo, se aprende algo y se cumple con el deber de luchar por la vida.
-Bien está -tornó a decir mi padre-; pero ¿:si se pierde lo cierto y no se logra pizca de lo dudoso?
-Se vuelve a empezar y se lucha de nuevo.
-Ya; pero usted no considera que para lanzarse a esas aventuras, para dar los primeros pasos, para proveerse, digámoslo así, de las indispensables armas, no todos cuentan con los recursos necesarios, a falta de valedores de generosos...
-En plata, señor don Juan -exclamó aquí el manchego personaje-: el buscarle a Pedro un destinillo en Madrid con que pueda ir viviendo mientras la suerte y sus merecimientos le pongan más arriba es para mí cosa facilísima. Díganme ahora, con franqueza, sí les conviene la oferta que les hago con todo mi corazón.
Miróme aquí mi padre y miréle yo a él, y no me atrevo a asegurar quién de los dos estaba más conmovido y desencajado.
El resultado final de aquella memorable escena fue rogar al señor de Valenzuela, después de agradecer, cuanto cabía en pechos hidalgos, la protección con que me brindaba, que nos permitiera meditarlo despacio, antes de darle la respuesta, que no pasaría del día siguiente.
¡Meditarlo! ¿:Para qué, si antes de salir de casa del personaje ya me imaginaba yo ser otro que tal, y no andaba mi padre a dos dedos de mis figuraciones, según colegí de lo primero que me dijo al poner los pies en la calleja?
Al día siguiente, muy temprano, monté a caballo, y no corrí, sino volé a casa de mi hermana la procuradora: referíle el caso, pedíle su parecer delante de su marido, y antes que yo concluyera de hablar, ya me estaban empujando los dos, locos de contentos, para que volviera a coger al rumboso don Augusto por la palabra. Brindáronse también a ayudarme con cuanto fuera necesario en todo aquello para lo cual no alcanzasen los ahorros de mi padre; tomélo muy en cuenta, y de otro tirón me planté en casa de la jándala. Alegróse también ésta de la suerte que se me metía por las puertas, y me excitó a que, cuanto antes, aceptara la oferta del señorón; Pero ni ella ni su marido soltaron la menor prenda referente al auxilio pecuniario que yo pudiera necesitar. Tenía el jándalo fama bien ganada de roñoso, y ya he dicho en otra ocasión que esta mí hermana iba asimilándose poco a poco todos los resabios de su marido. También el arbitrista y su mujer me aconsejaron que aceptara el destino; pero en lo tocante a lo otro, no fueron más rumbosos que la jándala.
Volvíme a casa antes del mediodía, no sin haber sacado a espolazos los pocos bríos que le quedaban al cuartago de mi padre; referí a éste el éxito feliz de mi viaje; comimos luego bastante desganados y muy pensativos, y fuímonos por la tarde a dar al señorón de Madrid, afirmativamente, la respuesta que le habíamos prometido.
En esto avanzaba el mes de septiembre; el tiempo iba refrescando, y se comenzaba en el caserón restaurado a preparar la vuelta de sus dueños a Madrid.
-De manera -dijo mi padre al despedirnos aquel día-, que usted avisará desde Madrid cuándo ha de ir Pedro a tomar posesión del destino.
-Nada de eso -respondió don Augusto-. Lo más acertado es que Pedro vaya a Madrid tan pronto como yo esté allá. Su presencia será para mí el mejor aguijón en medio del cúmulo de negocios que me rodea en cuanto pongo los pies en aquel infierno de ocupaciones.
Y en ello quedamos.
@§ -- VII --
Hubo algunos días después un solemne consejo de familia, convocado por mi padre, al cual consejo asistieron mis tres hermanas con los correspondientes maridos. El punto sometido a examen en aquella patriarcal asamblea abarcaba dos extremos principales: 1º Ventajas y desventajas de que saliera yo a correr las aventuras por esos mundos de Dios. 2º Recursos indispensables y modo de adquirirlos para mi equipo, viaje y fondo de reserva, por lo que pudiera acontecer. El primer extremo, ya ventilado y resuelto en lo más substancial, dio poco que hacer y menos que discurrir al consejo; pero, en cambio, el segundo a pique nos puso a todos de que acabara aquello como el rosario de la aurora. Pedir dinero al jándalo y al arbitrista era sacarles una tira de pellejo; así es que, lejos de ofrecérmelo, me echaron en cara la sopa boba que estaba dándome mi padre, con perjuicio grande de los intereses de sus hijas. Indignóme la grosería, terció el procurador en el lance mientras mi padre se contenía a duras penas en obsequio a la necesidad; y como la del dinero que solicitábamos era imperiosísima, aviniéronse a darme hasta tres mil reales mis dos avarientos cuñados, merced a un compromiso que les firmé de pagarles en el día de mañana con mi legítima, si antes no lo adquiría por otra parte.
Ofrecióse el procurador a darme graciosamente hasta dos mil reales; y con éstos y los otros, más lo que aprontó mi padre, y un viaje que hice con la procuradora a la villa antes de acabarse septiembre, me hallé con un equipo como jamás le soñé, y un billete de interior de las diligencias Peninsulares, para la que debía pasar por la villa, desde Santander, el día 5 de octubre.
Entre tanto, los huéspedes de la casona iban disponiendo su marcha; la cual emprendieron acompañándolos el cura, mi padre y yo hasta la villa, nosotros a caballo y ellos en carro del país, ocho días antes del en que había de salir yo de la Montaña.
De ella iban muy contentos padre e hija; y en verdad que con muchísima razón, porque si alguna vez los aires han hecho milagros, fue aquélla en la enfermiza, pálida y angulosa Clara. ¡Qué otra volvía de la que había venido dos meses antes a mi lugar! Don Augusto no se cansaba de mirarla y de decirnos:
-Vean ustedes, vean ustedes, y enorgullézcanse de ser hijos de tan benéfico país. ¡Cómo la apuntan los colores, y se nutre y redondea!... ¿:eh?... Pero si ha dado en comer como un sabañón: ¡ella que comía menos que una calandria cuando vino de Madrid! ¡Los aires, amigos, los aires... y el ejercicio; y, sobre todo, la libertad y las aguas!... ¡Prodigioso, prodigioso!... Otro veranito aquí, y revientas el corsé, hija mía... ¡jajajá!... Te aseguro que no te va a conocer tu madre.
Y en esto, y mientras se reía a carcajadas, el Excelentísimo señor daba golpecitos en la espalda de Clara, cuya sonrisa había ganado bien poco con las ganancias evidentes del rostro en que brillaba, sin duda porque los achaques del espíritu piden otra terapéutica que los del cuerpo.
Poco o nada nos dijo la joven en todo el camino; y verdaderamente parecía ser ella, a juzgarla por su continente, la que menos importancia daba a lo que había ganado durante el verano en encantos y salud.
Cerca de la villa ya, nos salió al encuentro el señor de Calderetas, en cuya casa habían de pernoctar los madrileños para tomar la diligencia al otro día muy temprano; y media hora después, a las puertas de la morada de aquel personaje, despedímonos todos muy afectuosos, y volvímonos a mi lugar el señor cura, mi padre y yo, haciéndonos lenguas del señor de Valenzuela, sin haber logrado averiguar todavía qué pito tocaba en la cosa pública este caballero; pero sin asomo de duda de que bajo su amparo había de lograr yo, en menos de tres tirones, encaramarme sobre los mismos cuernos de la luna.
¡Qué días los ocho que siguieron a éste! ¡Cuánta ansiedad! ¡Qué insomnios! ¡Qué incesante tensión la de mi espíritu! Veinticinco años, los primeros de mi vida, corridos en el apartamiento, en el sosiego, en la obscuridad, sin deseos, sin ambiciones, al dulce calor del hogar paterno; avezado a abarcar con la mirada, desde la solana de mi casa, todo el escenario en que bahía de desenvolverse la insulsa comedia de mi vida, por larga que ella hubiera sido... De pronto, el mundo entero ante mis ojos; el mundo, con sus estruendos, sus confusiones, sus azares, sus halagos, sus inclemencias, sus risas, sus dolores, sus grandezas, sus miserias... Póngase cualquiera en mi lugar, y dígame si el trance no era para andar caviloso, inapetente y desvelado, como andaba yo... Pero mucho más desvelado, inapetente y caviloso andaba mi padre, aunque hacía heroicos esfuerzos para ocultármelo.
Acabóse septiembre, comenzó octubre, y llegó la hora tremenda. Era ésta la del amanecer. El bien provisto baúl de mi equipaje estaba en la villa desde la tarde anterior, el viejo cuartago me esperaba en el corral con todos los arreos encima, la cabeza gacha, el belfo lacio, las riendas sobre la enmarañada crin, y a su lado el mozo que había de servirme de espolique.
Acercóseme mi padre, que no había dormido en toda la noche; y, sin decirme una palabra, deslizó en mi diestra dos roñosas onzas de oro, que quizá eran las economías de toda su vida. Pasaba de dos mil quinientos reales lo que yo tenía ya en el bolsillo, y me pareció una escandalosa y hasta inhumana gollería recibir aquella nueva suma que tanta falta podía hacer a mi padre a la hora menos pensada.
-Para ti las tenía guardadas: tuyas habían de ser de todos modos -me dijo para vencer mis reiteradas resistencias-. Vas a un mundo desconocido; pueden fallar los cálculos que hemos hecho; puedes enfermar, ¡quién sabe!... y ¿:qué sería de ti, solo, desconocido y sin dinero?
Enseguida nos abrazamos descoloridos, convulsos, como si nos despidiéramos para la eternidad; y bajé al corral precipitadamente, huyendo de los pensamientos que me asaltaban, a la vista del honrado y amoroso anciano, que se quedaba solo y triste, cuando más necesitaba el amparo y el calor de la familia.
Salí del pueblo sin atreverme a volver los ojos hacia él. ¡Nunca me parecieron más hermosas sus campiñas, ni sus aires más fragantes, ni sus celajes más pintorescos!... Envidiaba al pobre campesino y a la mansa bestia que conducía a la sierra, y al árbol solitario, destinados a morir sobre el misino terruño que los nutría. Refrenaba con ímpetu al achacoso bruto en que cabalgaba yo, pareciéndome que era la rapidez del viento su derrengado trote... y, en fin, hasta le pedí a Dios que me enviara de pronto aunque no fuera más que un dolor de tripas para tener un pretexto racional de volverme a casa y no salir jamás de mi pueblo. ¡Tanto me abrumaba el recuerdo de mi padre y me consumía el fuego del amor a la tierra nativa, en el instante de abandonarla, quizá para siempre, después de haber pasado lo mejor de la juventud soñando vivir y morir en ella!
Pero llevaba yo tres mil reales mal contados en el bolsillo, para mis necesidades y recreos, cantidad fabulosa en un mozo de mis condiciones; un baúl atestado de ropa nueva, fina y a la moda; ancho mundo por delante y libertad omnímoda para gozarla; la protección de un personaje de gran cuantía; veinticinco arios apenas, y una salud de bronce, con las cuales ventajas no es obra del otro jueves descargar el corazón de penas y melancolías.
Muy llevaderas eran ya las que sobre el mío pesaban, tan pronto como traspuse la primera cumbre, y con ingenuidad declaro que al llegar a la villa podían más las risueñas imaginaciones que habían vuelto a bullir en mi cabeza, que el sentimiento de abandonar los patrios lares, y los recelos temerosos a lo desconocido.
Recogí el baúl donde se hallaba depositado desde la víspera, convidé y gratifiqué rumbosamente al espolique, y hasta le di un abrazo de despedida para que se lo transmitiera a mi padre, cuyo recuerdo volvió a conmoverme, y quedéme solo, cerca del camino real, esperando la diligencia que debía llegar de un momento a otro.
@§ -- VIII --
Cuando la tuve delante, arrastrada por diez o doce briosas mulas, con su postillón en la izquierda de las dos primeras, entendí que era una casa ambulante con gentes asomadas a sus balcones, incluso el de la buhardilla, que tal me pareció el altísimo cupé. Mostró mi billete al mayoral, subieron mi baúl con e auxilio de una escalera de pinos al desván de la casa, alzando por un costado el tejadillo de cuero, y embutiéronme a mí en el departamento central, técnicamente interior, en el que había ya cinco personas, las cuales me recibieron como debía recibir el atormentado la cuña destinada a apretar la prensa de sus huesos. Cedióseme una esquina que me pertenecía de las cuatro del local, como lo rezaba el billete, acomodéme del mejor modo posible en la parte de cojín que me correspondía en aquel banco, y por entonces no me pareció muy duro que digamos, ni tampoco me lo parecieron las paredes del coche, revestidas, como el almohadón, de bayeta encarnada, con un poco de mullida, Dios sabe de qué.
En esto se oyeron hacia el pescante cuatro gritos, diez interjecciones de cuadra, el restallar del látigo y mucho cascabeleo, viniéronse los tres que iban de espaldas a las mulas sobre los otros tres que las llevábamos de frente, como si un huracán los empujara, y comenzó a rodar el coche camino de Madrid, con un ruido de cristales, de muelles envejecidos y de portezuelas mal ajustadas, que verdaderamente ensordecía y atolondraba.
Poco a poco me acostumbré a él, y hasta fuimos, a fuerza de sacudidas y cerneduras, entrando en caja los seis pasajeros que poco antes íbamos casi en vilo de puro apretados, y con este relativo bienestar, pude enterarme de las cataduras que me acompañaban en aquel departamento de la diligencia. El pasajero de mi derecha era un medio señor gordo y poroso, tipo de lo que era, como andando las horas se supo allí: traficante en caldos; bufaba muy a menudo, y chupaba de vez en cuando una punta de cigarro puro de infame calidad, que llevaba ordinariamente entre el índice y pulgar de su mano izquierda, apoyada ésta ligeramente sobre el muslo del mismo lado. Además de bufar se bamboleaba mucho, y cada vez que se me venía encima parecía un brasero por el calor que despedía. Ocupaba más de asiento y medio, y no nos reventó a los dos colaterales, porque el que le seguía por la derecha era un estudiantillo enclenque que cabía sin apreturas en la media plaza, no cabal, que le quedaba libre. Enfrente de mí iba una joven poco notable a primera vista, por la misma corrección y armonía de sus facciones y contornos: verdaderamente no había una tacha que poner en ella. Vestía con mucha modestia, y bajaba los ojos, negros y dulces, en cuanto yo fijaba la vista en ellos. Cambiaba a menudo algunas palabras y sonrisas con una mujer, ya cincuentona, pequeñita y fea, que iba a su izquierda, inmóvil, casi rígida, pero curioseándolo todo sin cesar, dentro y fuera del coche, con sus ojillos de rámila. Por último, ocupaba el cuarto rincón un hombrecillo inquieto, limpio y muy impresionable, enjuto y moreno de faz, de crespo y entrecano bigote, cadena de similor y gorro de terciopelo. Este personaje llamativo y simpático, era, según luego supe, padre de la joven, y la mujer pequeñita, su ama de llaves y servidora única desde muchos años atrás.
Como no podía estarse callado, y el estudiante dormitaba, y el caldista solamente le respondía por monosílabos... cuando le respondía, y lo de casa no le llenaba mayormente, encaróse conmigo, y en un dos por tres supo quién era yo, de dónde venía y adónde iba, y cuando nada de esto le quedó por saber, comenzó a hablarme de las mieses entre las cuales corría la diligencia, del maíz, de las calabazas, del fresco y aterciopelado retoño, del rústico caserío, del ganado vacuno... en fin, de cuanto veía, y él se lo hablaba y se lo aplaudía; y tan pronto entonaba himnos de admiración a la belleza de la Montaña, como tristes lamentos al escaso valer de sus productos en relación con el penoso trabajo que exigían al labrador. Empeñábase mucho en interesar con sus observaciones a todos los viajeros que le acompañábamos, y por eso su vista saltaba rápida y bullidora de semblante en semblante. Siguiéndola yo en sus vertiginosas exploraciones con infantil curiosidad, más de dos veces se encontraron tope a tope mis ojos con los de la joven, que me pagaba con una sonrisa cada gesto con que yo demostraba mí aquiescencia a los pareceres de su padre. El cual hablaba tanto como con la lengua, con las manos, con los ojos, con las piernas, y hasta con el gorro de terciopelo. No he visto jamás hombre que más dueño fuera de todos los músculos de su cuerpo, ni que mejor supiera armonizar el menor de sus movimientos con las inflexiones de su voz. Lo del gorro, especialmente, me tenía cautivo. ¡Con qué facilidad le bamboleaba sobre su cabeza sin tocarle con las manos! ¡Cómo lo echaba sobre la frente en cuanto apuntaba una sospecha maliciosa, o lo arrojaba hacia el cogote al confundirnos con una conclusión irrefutable, o lo derribaba sobre una oreja mientras exponía un antecedente o soltaba un chiste!... Porque era también chistoso el hombrecillo aquél, y agudo hasta no poder más; sobre todo, pintoresco y entretenido.
Se fue estrechando el valle poco a poco, hasta que nos vimos en las angosturas de las Hoces de Bárcena, cuyo paso duró hasta media tarde. Llegamos a Reinosa, y allí nos apeamos para comer en un parador, del cual salirnos casi de noche y tiritando de frío; por lo que, bien comidos y al calorcillo consolador que producíamos los seis viajeros apretados en el interior de la diligencia, a pesar de la incesante charla del hombre del gorro, no tardamos en arrimar la cabeza a las paredes del coche y en dormirnos profundamente.
Cuando me despertó el sol del nuevo día estábamos rodando sobre las llanuras de Castilla la Vieja. Nunca olvidaré la aflictiva impresión que me produjo en el ánimo la contemplación de aquel paisaje negro y esponjoso, como rimero de escorias: ni un ser viviente, ni un sonido, ni un árbol, ni un pájaro, ni un arroyo en cuanto alcanzaba la vista. Cediendo a un impulso de mi corazón tendí la mía sacando el busto por la ventanilla, hacia lo que quedaba atrás; y allá lejos, muy lejos, formando la barrera del horizonte, columbré una cordillera de montes plomizos que parecían nubes, y una faja de nubes que parecían montes. Entre los picachos muy altos observé una mancha tenue y azulada, recortada en línea horizontal por el cielo; y al fijarme en ella, a punto estuve de lanzar un grito desde lo más hondo de mi pecho. La fuerza del deseo, el amor a la tierra nativa, el profundo aunque acallado dolor de abandonarla, me hicieron ver en aquel instante los perfiles de sus montañas, y el mar cuyos estruendos habían arrullado los mejores sueños de mi vida. Contemplé con los ojos de la imaginación la apacible y pintoresca aldea, y en ella el hogar querido, y en el hogar a mi padre triste y errabundo y solo. Pronto me convencí de que todo ello era una alucinación de mis sentidos; la nostalgia de la patria se apoderó nuevamente de mí, y a pique estuve de que publicaran mis ojos la negra pesadumbre que me abrumaba el ánimo. Quizás no comprendieran bien este exceso de sentimiento todos los lectores y lo achacaran muchos de ellos a un vicio de mi educación patriarcal, cuando no tomaran mis palabras por un pueril alarde romántico. Algo puede haber de lo primero; lo segundo no tendría disculpa hoy en mi pluma. De cualquier manera, no serían montañeses los que se asombraran de lo que refiero; porque un montañés de pura raza es capaz de todo, menos de contemplar sin pesadumbre un suelo tapizado de secos rastrojos, sin árboles que le asombren, sin arroyos que le refresquen, sin verdes colinas que le limiten y sin pájaros que le alegren.
De esto hablé un poquillo con mi linda compañera de viaje, no tanto por desahogar mi corazón, cuanto por dar a mis ojos, cansados de la aridez del paisaje que me rodeaba, el regalo de su belleza.
De tarde en tarde hallábamos un pueblo derramado sobre la llanura, como las fichas en un tablero de damas, sin una mata, ni un ribazo, ni un muro, ni una huerta, ni una desigualdad que rompiera antes, al fin o alrededor de él, la triste monotonía de su forma escueta y de su color negro terroso, como el suelo que le sustentaba, y los pocos seres humanos que perezosamente discurrían entre sus moradas, y el rebaño de ovejas que herbajeaba en la era, y el cabizbajo, taciturno y embrutecido pastor que cuidaba de ellas.
En uno de estos pueblos, después de habernos desayunado en Palencia con los famosos bollos del parador de Pampín, nos detuvimos a comer, a las dos de la tarde. Entramos en el parador por la cuadra, con las mulas del tiro que se reanudaba allí, y pasamos a un comedor de adobes, como todo el edificio, donde nos sirvieron en larga mesa, regularmente limpia, tras de los clásicos garbanzos, pollos y palominos en varios condimentos, queso ovejuno, dulce de membrillo y una infusión de salvia que allí denominan té. ¡Con qué minuciosa exactitud recuerdo todas estas cosas al cabo de tantos años, y con qué placer las revuelvo en la memoria! Bien sabe Dios el trabajo que me cuesta cerrar la válvula para que no salten sobre el papel otras infinitas de la misma casta; y con qué recelos apunto las pocas que se me escapan en el relato, temiéndome que ni aun por su interés histórico y arqueológico las aceptarían de buen grado, si llegaran a verlas, los jóvenes que hoy van en diez y ocho horas de Santander a Madrid, en cómodos vagones de ferrocarril, y tienen la fortuna de no haber rodado nunca en diligencia sobre aquel interminable camino, verdadero río de polvo zurcido en un mar de paño pardo.
Que, entre tanto, el señor del gorro no cerraba boca, no necesito decirlo; pero he de declarar que, aunque continuaba entreteniéndome mucho su expresiva y pintoresca conversación, me entretenía mucho más la de su hija, que para entonces me había perdido el miedo y hablaba conmigo a ratos sin cortedad alguna. Me encantaba por ingenua, por sencilla... y por todas y cada una de las cualidades y prendas que iba descubriendo en ella. Era la más acabada antítesis de Clara; y no sé si esta observación que se me impuso súbitamente, influyó algo en el juicio que de ella formé entonces. Si esto no, el ser la segunda mujer de aquel pelaje que yo había tratado en mi vida, y la intimidad que se establece entre los compañeros de un largo y nada cómodo viaje, bien pudieron ser parte a que mi imaginación la viera sobre más alto pedestal que el que en buena justicia le pertenecía.
Por ella supe que su padre era un empleado del Gobierno, declarado cesante en Santander cuatro meses antes. Iban a Madrid, donde ella había nacido, porque su padre había logrado en empleíllo particular allí, al amparo del cual pensaba vivir mientras trabajaba para que le repusiera el Gobierno en su destino. El cesante se llamaba don Serafín Balduque; su hija, Carmen, y la mujercilla fea, criada antiquísima de la familia y casi aya de la joven, como ya queda dicho, Quica.
En otro poblachón como en el que habíamos, comido, cenamos a deshora de la noche los mismos pollos, los mismos palominos, el propio queso con membrillo en dulce, y la mismísima salvia por remate... Y vuelta a dormir y a rodar en llano, hasta que amaneció el nuevo día entre polvo del camino real y campos de desolación. Sobre ellos, como sobre los que iban quedando atrás, descollaban acá y allá muy de tarde en tarde, tal cual tumor, plomizo y rapado, encima de alguno de los cuales se erguía un castillete coronado de unos barrotes, entre los que subía y bajaba una cosa negra, a modo de caldero. Eran los telégrafos ópticos, que, lejos de alegrar el paisaje, le entristecían todavía más; pues a la contemplación del insulso detalle iba unida la consideración de que dentro de aquella jaula de sólidas paredes, había seres humanos incomunicados con el resto del mundo; y para mayor burla de la desgracia, ellos, los encargados de conducir maquinalmente la palabra de los demás a través de la tierra, estaban condenados a no hablar con nadie, fuera de lo que hablaran entre sí.
No sé por qué comparaba yo aquellos destellos de luz, relativamente al sitio en que brillaban, con la mocosa candileja que se deja ver en el fondo negro de un vasto subterráneo.
Nos explicó don Serafín cuanto se le alcanzaba del modo de funcionar de aquellos aparatos; y llegando a decirnos la miserable retribución con que pagaba el Gobierno el suplicio moral de los empleados que los manejaban, puso a todos los gobiernos españoles como no digan dueñas; y una vez enzarzado con ellos por aquel motivo, despellejólos vivos por todos los imaginables, y especialmente por los que a él le atañían.
Entonces nos refirió su historia con todos sus pormenores el bueno de don Serafín Balduque, historia que me puso a mí los pelos de punta, y no era para menos.
Según su relato, el tal don Serafín había comenzado a servir al Estado, bajo la protección de un personaje influyente, a la edad de diez y siete años y con cuatro mil reales de gratificación. Desde entonces hasta la fecha en que nos lo decía, cuarenta y siete años justos, con una hoja de servicios limpia como una patena, había sido cesante veintitrés veces, que representan veintitrés larguísimas temporadas de angustiosas privaciones, y otras tantas batallas rudísimas para conseguir la reposición. Como la necesidad le obligaba a aceptar lo que le ofrecían, cada vez que le empleaban, vuelta a tejer el pobre hombre casi de nuevo la destejida tela de su oficio en otro ramo diferente de la Administración del Estado. Así saltaron sobre él todos sus contemporáneos, y jamás pudo llegar a la categoría que le pertenecía de derecho, para jubilarse con un sueldecillo mediocre, y descansar de una vez. Había sido empleado en casi todas las poblaciones de España en que hay oficinas del Estado, y pasaban de tres las ocasiones en que al ir a tomar posesión de su nuevo destino, atravesando para ello toda la península, antes de presentar sus credenciales al fin de la jornada, ya era cesante otra vez.
-Es cosa sabida -concluyó-, y hasta proverbial entre las gentes del oficio: ¿:hay que hacer un hueco para colocar a un intruso recién llegado? Pues Serafín Balduque cesante. ¿:Ambiciona alguien el puesto mío en una capital determinada? Al día siguiente ya está Serafín Balduque trasladado a los quintos infiernos. ¿:Se habla de crisis? Balduque al agua. ¿:Se arma un tiberio político en cualquiera parte del mundo? Don Serafín sin empleo.
-Eso es ya mucho exagerar -apuntó aquí el caldista con voz de sochantre.
-¡Exagerar! -exclamó don Serafín mirándole con ojos de lástima, después de haber echado con un rápido movimiento de cabeza el gorro sobre el entrecejo-. ¿:Y por qué?
-Porque no tiene nada que ver el destino que usted desempeña con lo que suceda por esos mundos.
-¿:Y cree usted -volvió a preguntar el cesante echando el gorro hacia la oreja derecha- que tiene algo que ver mi empleo con la venida del rey a Santander?
-Maldita la cosa -respondió el caldista.
-Pues bueno -continuó don Serafín-: en cuanto supe yo que S. M. venía a inaugurar el ferrocarril, y vi la ciudad en movimiento y la gente alborotada, me di por muerto.
-¡Vaya una aprensión!
-Aprensión, ¿:eh?... En mayo estuvo el rey en Santander, ¡bien sabe Dios lo que yo le aclamé, y las visitas que hice al jefe de mi negociado que le acompañaba, y lo puntual y asiduo que estuve siempre y para todo!... pues a mediados de junio ya me habían limpiado el comedero.
-Casualidad.
-Enhorabuena; pero, como la capa del otro, tan llena está mi vida de esas casualidades, que han llegado a ser la ley por que me rijo.
No perdía yo ripio en esta conversación, puesto que el asunto de ella tenía bastante más concomitancia con mis proyectos que las crisis europeas con el destino de don Serafín. Metí mi baza en la porfía, y dije al sempiterno cesante:
-Carecerá usted de valedores.
-¡Calabaza, careceré! -respondióme al punto echando el gorro hacia la nuca-. Los tengo como todo hijo de vecino.
-Pues no lo comprendo.
-Lo que hay es, que así como en fuerza de aburrirlos, no dejándolos a sol ni a sombra, me ayudan algo para colocarme, es decir, para verse libres de mí, después, si te he visto no me acuerdo.
-Corriente -dije yo-; pero esa serie de casualidades que le persiguen a usted, aunque para usted han llegado a ser una ley ineludible, no lo serán para todos los empleados del Gobierno.
-Hombre -replicó don Serafín con nerviosa viveza-, no diré que a cada cuarenta y siete años de servicio correspondan en España, irremisiblemente, mis veintitrés cesantías; pero lo que es veinte, docena y media siquiera, no se las quita a nadie el lucero del alba... salvo, se entiende, los niños mimados de la suerte, que comienzan por donde uno acaba y llegan a la cumbre en un dos por tres. Pues si no fuera así, la carrera de empleado era una canonjía para los hombres como yo, de pocas necesidades.
-Gran consuelo es todo eso que usted dice para los aspirantes a esa carrera -expuse yo aquí con la ingenuidad que puede presumirse.
-Le aseguro a usted, señor don Pedro -me dijo Balduque con toda la solemnidad que cabía en él-, que no tiene vergüenza el hombre que, con salud y mediano entendimiento, se echa hoy en España por ese camino. Cuando vuelvo los ojos atrás y cuento los años que llevo sirviendo al Estado; la burla que sus gobernantes han hecho de mí; los apuros, los ahogos en que estas burlas me han puesto tantas veces; las privaciones a que me he sometido; la fe... hasta el entusiasmo con que he trabajado en los múltiples cargos que se me han cometido; la edad que tengo, lo atrasado que estoy en la carrera; lo que será de esa infeliz (y miraba conmovido a su hija, no muy serena), si Dios me quita la vida a la hora menos pensada, me asombro del buen humor que tengo, de no deber un céntimo a nadie... y de lo honrado que soy... De lo honrado que soy, sí; porque conmigo se ha hecho todo lo posible para que no lo fuera. ¡Cuantas veces mi pobre mujer... (de resultas de un forzado viaje penoso por el puerto de Pajares, en el corazón del invierno, la perdí), cuántas veces me aconsejó que abandonara la carrera, sólo en desdichas fecunda para la familia, por cualquiera de las ocupaciones que, a Dios gracias, he tenido siempre en Madrid durante mis cesantías...! La verdad es que a remendón de portal que me hubiera dedicado cuando tuve el mal acierto de aceptar el primer destino que me ofrecieron, tendría a la presente fecha mejor pelaje del que tengo, y, sobre todo, hogar y reposo... Dicen que reina cierto malestar en el mundo político y que se temen acontecimientos graves... Bien sabe Dios que no soy hombre de matices ni de pasiones de ese género; pero les aseguro a ustedes que, hoy por hoy, me creo capaz de echarme a la calle con el moro Muza, si el moro Muza lo fuera de exterminar a garrotazo seco la pillería que medra con todos los partidos, y manda y dispone y es causa de mis desventuras, y de otras mucho mayores, que también me duelen porque las llora la patria.
¡Pobre don Serafín! ¡Qué lástima me daba de él en estos casos, y cuando, quizá por no tener con qué pagar las comidas y las cenas, le veía yo, mientras los demás pasajeros de todos los departamentos de la diligencia nos regodeábamos con los vulgares, pero abundantes y calientes condumios de la mesa de los paradores, comprar, medio a escondidas, un poco de pan para volver a comerlo en la diligencia, en compañía de Carmen y de Quica, con los míseros fiambres que éstas sacaban cuidadosamente de un saquito de alfombra que llevaban sujeto entre las correas del techo! ¡A qué tristes consideraciones me arrastraba el ejemplo de aquella desdichada familia, cada vez que pensaba yo con alguna serenidad en los propósitos que me habían sacado de mi lugar!
En una ocasión, y no sé a cuento de qué, cité yo el nombre de don Augusto Valenzuela. Preguntóme don Serafín si le conocía; respondíle muy hueco que tenía la honra de ser gran amigo suyo por haberle tratado mucho aquel verano en mi lugar; díjome si pensaba visitarle en Madrid; contesté que tan pronto como llegara, aunque me guardé mucho de decirle el porqué de la visita; y desde aquel instante don Serafín, Carmen y hasta la misma Quica, no supieron ya dónde ponerme, ni cómo contemplarme; y al oír a don Serafín ponderar el influjo del orondo manchego en la política dominante, y el valor de una amistad como la suya, verdaderamente me acusaba la conciencia de haberme dejado arrastrar con exceso del demonio de la vanidad al hablar de mis intimidades con el personaje; pero sirva como atenuación de mi pecado el cordial propósito que hice de emplear en beneficio de don Serafín, tanto como en el mío propio, cuanta estimación hubiera conquistado yo hasta aquella fecha, y pudiera conquistar en adelante, en el corazón del influyente manchego. No se lo oculté a don Serafín, y esto acabó de darme una importancia colosal a los ojos de aquella apreciable familia, con la cual departía yo a todas horas con la más patriarcal franqueza, especialmente desde que, habiéndose quedado el gordo caldista en Olmedo, y no estorbándonos para nada el imberbe estudiantillo, vivíamos los cinco en el interior de la diligencia como en el propio hogar. A los demás viajeros sólo los veíamos a las horas de comer. Conocíamonos todos de vista, y nos tratábamos con la cortesía de vecinos de una misma escalera, pero nada más. Y no es de tachar la comparación, pues los mismos puntillos de etiqueta que entre las familias de una misma vecindad, se observaban entre nosotros: quiero decir, que los pasajeros de la berlina nos miraban con cierto desdén a los del interior, al paso que éstos, es decir, nosotros, nos creíamos un tantico más entonados que los de la rotonda, y mucho más que los del cupé.
Y andando andando, es decir, rodando rodando, concluyéronse las llanuras, y comenzó la subida del áspero y largo Guadarrama. A la bajada de él me dijo don Serafín, echándome una mano sobre el hombro derecho y señalando con la izquierda hacia el horizonte del Sur:
-¡Allí le tiene usted...! La cúpula de San Francisco el Grande, la torre de Santa Cruz, la mole de Palacio...
Miré con ansiedad hacia donde me señalaba el dedo de don Serafín, y, en efecto, vi cuanto el cesante me iba nombrando, alzándose sobre un cerro amarillento y pelado, y recortándose sus perfiles en el azul purísimo de un cielo incomparable.
-Aquello es Madrid -añadió mirando hacia allá asido con las dos manos al marco de la ventanilla, y bamboleando el encorvado cuerpecillo, según lo pedían los tumbos y vaivenes que daba la diligencia en su rápido y estruendoso descenso -¡Ah! ¡si yo tuviera poder para tanto...! Un recadito secreto a las gentes honradas para que escurrieran el bulto; luego una lluvia espesa de pólvora fina; enseguida otra lluvia de rescoldo... y como en la gloria todos los españoles.
Hízome reír y diome que pensar esta ocurrencia, y ya no se habló más que de Madrid en todo lo restante de la jornada. El estudiantillo metió la cuchara en la conversación muchas veces, Y aun se me antojó más versado en las cosas de Madrid que en los códigos de Justiniano. Oyóme decir que me gustaría vivir en la corte entre paisanos, y me recomendó cierta posada de estudiantes montañeses, mozos de buen humor, en la calle del Caballero de Gracia. Tomé nota de ello en mi cartera, y tomóla también don Serafín, porque pensaba visitarme a menudo, tanto como se lo permitieran sus ocupaciones en la corte, entre cuyos laberintos y encrucijadas quería servirme de piloto. Diome en justa correspondencia las señas de la casa donde él iba a parar (Olmo, 42 duplicado, cuarto 4º interior de la derecha); y en éstas y otras tales, al rayar el mediodía, sin un árbol, ni un sembrado, ni un detalle de los mil que anuncian en toda tierra de cristianos la proximidad a una gran población, llegamos a la puerta de San Vicente, y veinte minutos después, a la calle de Alcalá, parador de las Peninsulares, en cuyo patio nos apeamos entumecidos, polvorientos y desgreñados. Hubo allí, tras el registro de ordenanza, las acostumbradas despedidas entre los viajeros de cada departamento: me dolió de veras la que hice de la hermosa Carmen, en cuyos ojos leí un vivísimo deseo de que volviéramos a vernos pronto; prometíselo con otra mirada no menos elocuente, mientras estrechaba en mi diestra la suya blanquísima, suave y menuda; y encomendando mi baúl a las espaldas de un forzudo mozo de cordel, seguíle a la posada, cuyas señas le di, tropezando con el espeso oleaje de transeúntes de la calle de la Montera, ensordecido con el estruendo que producía el rodar de los coches y el hablar de tantas gentes, y deslumbrado y borracho por la novedad del sitio, del movimiento y de los colores; extraño mar en que yo me zambullía de repente, desde el fondo de un cajón con ruedas, venido de las agrestes soledades de mi lugar atravesando interminables arideces, tristes como las estepas de Rusia.
@§ -- IX --
Hallé cuarto en la posada aquélla, aunque obscuro y angosto; y por él y la comida ajustéme en siete reales diarios. Por de pronto me sirvieron un tentempié; a las tres de la tarde, después de escribir a mi padre, me metí en la cama, y del primer tirón dormí hasta las, ocho de la mañana siguiente. Tal necesidad tenía yo de dar descanso y mullida a mis huesos machacados.
A las diez me llamó la patrona para almorzar; y la misma mujer, ajamonada y no fea ni sucia, me condujo al comedor a través de un tortuoso, nada claro y estrecho pasadizo. Estaba la mesa preparada para ocho personas, en una estancia reducidísima, con luces a un patio.
-Siéntese usted -me dijo-, que enseguida vendrán los demás; todos chicos cariñosos y paisanos de usted.
Sentéme en la silla indicada por la patrona, y marchóse ésta. Momentos después comenzaron a llegar «los demás». ¡Sorpresa jamás olvidada por mí! Primeramente llegó un joven repolludo, blancote y de afeminadas facciones, en calzoncillos de punto, con botas de charol de altas cañas de tafilete encarnado; una levitilla corta puesta del revés; una toalla por corbata, y gorrita de jockey: cabalgaba sobre el lomo de una silla de paja, y con ella entre piernas caracoleaba y daba brincos y hasta botes de carnero; castigábala a menudo con un latiguillo, y no sin grandes fatigas consiguió arrimar a la mesa la contrahecha cabalgadura. Apeóse de ella, enderezóla, me saludo muy fino, volvióse junto a la puerta, y allí se cuadró. Apareció enseguida en el hueco de ella un mozo moreno, de rizada melena negra, altísimo sombrero de copa, tirillas de papel, a la inglesa, corbata blanca, ceñido frac azul con botones dorados, pantalón negro, tan raído y maltrecho como el frac, guantes blancos de algodón y zapatillas de badana. Andaba este personaje a paso trágico, y miraba con altivo gesto. Inclinóse el lacayo delante de él, y después de recibir de sus manos el sombrero y los guantes, preparóle una silla junto a la mesa. Sentóse el caballero grave y solemne; saludóme también muy fino, y se acomodó a su lado el fingido jockey después de arrojar debajo de la mesa los guantes y el sombrero de su señor. Tras éste llegó un mozo de negra barba, tipo árabe, con un viejo albornoz sobre los hombros, boina blanca en la cabeza, un diccionario de la Lengua debajo del brazo y una guitarra en la mano; al cual mozo acompañaba un cuarto personaje, asaz largo y macilento, despechugado, mal ceñido de calzones y peor trajeado de cintura arriba; pero muy armado de espadín de veras al costado, y con un sombrero de tres picos de lo más superior y neto, sobre la cabeza. Casi al mismo tiempo que estos dos comensales vinieron otros tres: el uno rehecho, musculoso, chispeante de mirada, muy crespo de bigote, envueltos el cuello y las quijadas en una bufanda de veinticinco colores, y sobre el occipucio una montera asturiana; el otro cubría el suyo con un raído bonete de doctor, cuya amarilla borla, grasienta y deshilada, parecía un ataque de ictericia mortal: no recuerdo al pormenor lo demás de su vestido, aunque puedo jurar que todo ello no valía tres pesetas. Acaso no valiera tanto lo que llevaba encima el último estudiante que entró en el comedor, y cuya especialidad digna de mención era el ir tocado con una papalina.
Con estos tres huéspedes se llenó la mesa, y yo me vi entre todos ellos dudando si soñaba o si era lo que delante tenía un anticipado carnaval... o una burla que querían dedicar a mi rustiquez de lugareño aquellos endiablados montañeses. Esta sospecha me desconcertó un poquillo, por ser cosa muy distinta lo que yo me prometía al acomodarme en aquella posada, y no contar con paciencia bastante para tomar a risa zumbas de tal calibre y tan inmerecidas. Afortunadamente me convencí muy pronto de que las sospechas me engañaban, pues una vez arrimados a la mesa los estudiantes, mostráronse conmigo atentos conterráneos y corteses camaradas, sin ajustar, para maldita de Dios la cosa, su comportamiento al tono de sus raros disfraces, antes bien, olvidados de ellos como si ya no los llevaran encima, o el llevarlos así fuera la cosa más natural del mundo; incongruencia que daba al cuadro el aire más cómico y pintoresco que puede imaginarse. En adelante observé que ni un solo día se sentaron a almorzar aquellos mis compañeros de posada vestidos como Dios manda, y por eso cito el hecho; que de haber ocurrido una vez sola con aire de calaverada, no tendría gracia maldita.
Noté que las prendas más codiciadas de todos eran el espadín y el sombrero de tres picos, piezas correspondientes al uniforme que usaban entonces los alumnos de la Escuela de Ingenieros civiles, a la cual pertenecía el mozo de la bufanda pintoresca y de la montera asturiana, que jamás en casa quitaba de su cabeza. Algo más incomprensible era la tenaz afición del taciturno del albornoz y la cara moruna al diccionario de la Lengua y a la guitarra. No conocía dentro de casa otros entretenimientos que puntear la una y hojear el otro. Qué conexión misteriosa podía haber entre ambos instrumentos, nunca lo supimos, ni nos lo quiso decir entonces el aficionado a ellos, ni muchos años después me lo ha podido explicar, ni se explicará en los siglos de los siglos. Pero es un hecho que no negarán el interesado ni los testigos de él que aún viven y pueden dar fe de la exactitud de todos estos y los otros mis asertos, en la confianza de que no he de sacar a relucir aquí otras menudencias de los mismos tiempos y del propio lugar por respetos fáciles de presumir.
También este pasaje de mis apuntes es de los que habían de provocar desdeñosa sonrisa en los imberbes escolares al uso; y sin embargo, merece algún respeto como dato curioso para la historia de las costumbres; pues han de saber estos hombres precoces, que aquellos muchachos recalcitrantes no eran menos listos, ni más tontos, ni menos ingeniosos que ellos; pero les daba por las susodichas inocentadas, porque no era costumbre entonces entre los estudiantes fundar periódicos batalladores ni asaltar las cátedras del Ateneo y de las Academias para difundir la luz de la ciencia por todos los ámbitos de la patria; tarea peliaguda, cuyo intento estaba, con mediana suerte, encomendado a unos cuantos hombres con canas y de reconocida autoridad.
Durante el almuerzo, supe de qué pueblo de la Montaña era cada uno de los estudiantes, y supieron ellos de dónde era yo. Recuerdo que el jockey (muerto pocos meses después, de una tisis galopante), su amo (médico de nota hoy) y el larguirucho del espadín (años ha desaparecido del mundo de los mortales), eran de la capital: el árabe de la guitarra y del diccionario, malogrado arquitecto entonces y hoy encanecido entre los azares de los negocios, trasmerano; el de la bufanda pintoresca y la montera asturiana (capaz de improvisar ahora un camino de hierro sobre dos hilos de araña), de Toranzo; el de la papalina, de Torrelavega, y el de la amarilla borla, pasiego.
Diéronme por de pronto minuciosas señas de la calle del Príncipe, porque yo les dije que en ella vivía don Augusto Valenzuela, a quien necesitaba visitar; me explicaron cómo podría yo, recién llegado a Madrid, con algún dinero en el bolsillo, pasarlo regularmente entretenido, de día brujuleando por las calles, de noche con ellos, a primera hora en el café de La Esmeralda, en la calle de la Montera, y más tarde en Capellanes o en el paraíso del Teatro Real, etc., etc., y para matar las horas sobrantes dentro de la posada, brindáronme con una copiosa colección de novelas, cuyos títulos me cautivaron desde luego. No podían ofrecerme comidilla más de mi agrado: la novela era mi tentación... ¡y cuánta había en aquella casa donde apenas existía un libro de texto!
Estando de sobremesa todavía, entró en el comedor un joven muy bien vestido, hasta elegante. Saludó breve y expresivamente a todos los comensales a la vez, y se dejó caer en el desvencijado sofá que estaba debajo de las vidrieras por donde pasaba la luz del patio. El tal mozo era pequeñito y flaco, blanco de tez, de mirar sutil y malicioso; barba corta, pero negra y espesa; el cabello ralo, y muy limpio y bien aliñado todo su traje. Recibiéronle muy regocijados mis siete compañeros de mesa, y tuvo para cada uno de ellos algún apóstrofe picaresco y bien adecuado al caso y a la persona. Continuando el tiroteo de frases, no siempre de color de rosa, acertó alguien a preguntarle por «el poema»; respondió que «así» le tenía aún; rogóle el estudiante del frac azul que les recitara otra vez la introducción, y no hubo necesidad de repetirle el ruego. Con reposado y solemne ademán, sonora voz y magistral acento, comenzó a soltar octavas reales por aquella boca. No he oído jamás cosas más indecentes ni versos más gallardos, robustos y armoniosos. Quevedo no los hizo mejores. Terminada la introducción del poema, que a mí, pobre o inexperto provinciano, me puso colorado de vergüenza, comenzó el poeta a recitar epigramas de su cosecha contra todo lo existente y otro tanto más: graciosísimos, punzantes o ingeniosos. Yo estaba asombrado. Estrujando el chirumen en mi aldea y royéndome hasta las puntas de los, dedos, había logrado escribir media resmilla de ternezas quejumbrosas, insulsas y descoloridas, ¡y aquel mozo tenía en la cabeza una fábrica de versos y otra de malicias y donaires!
El empecatado poeta era extremeño: se llamaba Mata; llamábanle Matica, y estudiaba medicina en el colegio de San Carlos, es decir, debía estudiarla, porque llevaba nueve años matriculándose en la facultad, y aún no había llegado a la mitad de la carrera. Conocía a todo Madrid, y tuteaba a la cuarta parte de él. Era mozo de verdadera chispa; pero sin señales de juicio, y muy capaz de poner en solfa la misma Summa Theologica. Había acometido muchas obras serias; recitaba comienzos magníficos, estrofas incomparables de composiciones épicas y místicas, trozos en los cuales parecía emular la entonación robusta de Herrera y la dulzura y suavidad de Fray Luis de León; pero de allí no pasaba jamás: destellos, chispazos de un fuego cubierto de frías y sucias cenizas; lo vulgar, lo grotesco, lo brutalmente carnal le solicitaba; desvanecíale la altura; el águila perdía sus bríos, y descendía rápida a manchar sus alas en los lodazales de la tierra. Frecuentaba las redacciones de los principales periódicos de Madrid, y en todas ellas se hubieran recibido con palmas las flores de su ingenio, si éste hubiera sido capaz de amoldarse a las condiciones sanitarias, digámoslo así, en que vivían los suscriptores y la ley de imprenta; se le tentó con halagos de todas especies, hasta con pingües sueldos... todo inútil; aquel pájaro no sabía cantar dentro de la jaula, ni podía sujetar los raudales de sus armonías a ninguna ley; necesitaba la libertad del monte para dar al viento toda la rica variedad de los registros de su numen, y así cantaba como un salvaje.
Es muy de notar que en su trato ordinario era culto, y revelaba sus instintos de artista de raza hasta en las cosas más nimias; su conversación era siempre amena, su imaginación fecundísima; su habilidad para trazar en cuatro rasgos la biografía de un personaje de los infinitos que él conocía en la política, en las artes y en las ciencias, tremenda; sacaban sangre sus trazos, y levantaba ampollas su colorido. Oyéndole pocas veces, se le creía capaz de las más altas empresas; frecuentando su trato, se caía bien pronto en la cuenta de que tenía dos enemigos invencibles: la sujeción y el método. Era un vagabundo incurable que derrochaba su ingenio a borbotones en las mesas de los cafés y entre estudiantes desenfadados. Estaba bien por su casa, y de eso vivía holgadamente en Madrid, pues no era vicioso ni gastador. Había sido condiscípulo de algunos de mis compañeros de posada, y por eso la visitaba de vez en cuando.
Todo esto me contaron de él, enseguida que se marchó, los que creían conocerle más a fondo. No tardé mucho en persuadirme de que el retrato moral, aunque parecido, no era exacto. Matica valía mucho más.
Deshecha la tertulia de sobremesa, vestíme con lo mejor del baúl, y lancéme a la calle, buscando, medio a tientas, la del Príncipe, donde vivía el Excelentísimo señor don Augusto Valenzuela, causa tentadora de mi presencia en Madrid, y faro, luz y guía de todas mis esperanzas.
@§ -- X --
Con las indicaciones que llevaba yo bien impresas en la memoria, no me costó gran trabajo dar con la calle del Príncipe. Una vez en ella, pronto encontré la casa. El portal era grande, la escalera ancha y vieja, de ladrillo el suelo de los descansos, y acuarteronada y sarpullidas de gruesos clavos las puertas de los pisos. Llamé a la del segundo, y me abrió un criado a quien yo conocía de haberle visto en mi lugar. Mostróseme un si es no es risueño, y díjome que el señor no estaba en casa; preguntéle por la familia, y me respondió que aguardara la respuesta. Fuese por aquellos pasillos adelante, y volvió luego para conducirme a la sala, en la cual me dejó encerrado y a media luz. La estancia aquélla era amplísima; tenía rica alfombra en el suelo, lujosos cortinones en las puertas, grandes espejos en las paredes; brillaban el oro y la seda en los sillones, y estaban mesas y veladores cubiertos de cachivaches y muñecos tan varios como artísticos. Jamás me había visto entre tanto lujo, ni le había soñado siquiera; me daba lástima pisar aquel finísimo vellón con mis botas de becerro, y no me atreví a sentarme sobre el pulido raso de la sillería. La dudosa calidad de mi vestido, aunque flamante, realzaba su ordinariez y aspereza entre aquellas tintas brillantes y delicadas, y yo mismo, aunque de buen cutis y no mal perfilado, me veía en los espejos con un no sé qué de montaraz y palurdo, que me hacía sudar de congoja. Viéndome en tal guisa y tomándolo muy a pechos, sentí que también me iba embruteciendo por dentro, y temí que cuando llegara el caso de hablar en aquel aparatoso escenario, mis palabras y mi estilo, y hasta mis ideas, habían de disonar tanto como mi persona. ¡Tan pobre concepto había formado de mí mismo en presencia de aquellas inesperadas y desconocidas grandezas, testimonios deslumbrantes de la altísima importancia de las personas a quienes iba a molestar, recordándoles el mendrugo que me habían ofrecido en mi pueblo! Malo es el pecado de la petulancia y del atrevimiento desfachatado, pero el de la modestia que raya en sandez, como el que yo cometía entonces, creo que es mucho peor.
Cerca de media hora pasé sumido en aquel espanto; y ya me asaltaba también el de que me dejaran allí olvidado, lo cual hubiera tenido que ver, cuando reapareció el consabido sirviente; abrió las puertas que daban a un gabinete, alzó el pesado cortinaje, y apartando el cuerpo a un lado, me dijo, mostrándome con la zurda la despejada senda:
-Pase usted.
Y pasé a otra estancia más pequeña, pero no menos lujosa que la que dejaba atrás. Había allí tres personas arrellanadas en sendas butacas de rica tapicería. Una de las personas era Clara, no con aquel desgaire en que yo solía verla en mi pueblo, sino cargada de moños y follados muy sobresalientes; tenía delante un lindo costurero y entre manos una labor casi invisible por su tenuidad y sutileza. En buena justicia, no debí quejarme del recibimiento que me hizo, pues siendo ella la misma sequedad, quiso como sonreírse, y hasta me presentó a su madre, que se sentaba cerca de ella. La turbación en que yo me hallaba no me impidió ver, a la primera ojeada, los afeites y perifollos con que aquella señora quería falsificar su fe de bautismo. Después acá he conocido muchas mujeres de su tipo, viejas presumidas y rebeldes contumaces al poder de los años y a la ley de la naturaleza; madres frívolas que ven con mayor pesadumbre la caída de un diente o la aparición de una nueva arruga que la muerte de un hijo. Ya se sabe que la señora de Valenzuela se llamaba Pilita; y bastaba verla una vez, afectando aires y hasta formas de niña dengosa y elegante, para comprender la razón del diminutivo con que se la conocía.
Vuelta de espaldas a la poca luz que entraba en el gabinete por una vidriera oculta entre cortinajes, entreteníase en juguetear con un abanico, que abría y cerraba sin cesar, inmóvil en la postura estudiada que parecía haber elegido para lucir a un tiempo su afectada altivez, su vestido, su pie pequeño y su busto de Ceres trasnochada. a la presentación hecha por Clara, respondió con un imperceptible movimiento de cabeza, mirándome al mismo tiempo con los ojos fruncidos y con un gesto entre desdeñoso y de asco, como si contemplara un bicho raro y molesto. Recuerdo perfectamente, porque fue uno de los detalles que más me desconcertaron, que al sonar mi nombre en los labios de Clara, le subrayó su madre con un riiichsss-raaachsss de su abanico, que me hizo el mismo efecto que si me te barriera con una escoba.
Detrás de Pilita estaba su hijo Manolo, a quien también me presentó Clara al mismo tiempo que a su madre. Era un mozo encanijado y escrofuloso, con una barbucha lacia, mucha nuez poco pelo, largas uñas, dientes rancios, gran pechera, poca corbata, largo talle y ojos saltones. Hojeaba un grueso volumen con láminas, respondió a mi saludo, desconcertado y humilde, con un amago de levantarse de la butaca en que estaba repantigado, y una inflexión de pescuezo; pero ni acabó de incorporarse, ni me dijo una palabra, ni cerró el libro por entero.
Yo me senté en una silla que estaba desocupada cerca de Clara, y pregunté por don Augusto. Respondióme su hija que estaba en el ministerio... y se acabó la conversación. Como Pilita no cesaba de mirarme con los ojos fruncidos, ni cesaban tampoco los riiichsss-raaachssg de su abanico, únicos rumores que se oían en la estancia, no contando tal cual ronco carraspeo de Manolo, y Clara no levantaba la vista de su labor, convencíme de que mi presencia era allí un estorbo, pero un estorbo ridículo, por haberme metido donde no me llamaban. De todas maneras, ya fuera esto la pura verdad, ya que mi cortedad de aldeano me hiciera ver visiones, el hecho innegable era que yo estaba representando en la visita un desairadísimo papel, sin que hubiera en mi derredor un alma caritativa que me prestase su auxilio para salir del atolladero; y esta fundadísima consideración acabó de desconcertarme: no sabía qué postura tornar en la silla, ni cómo romper aquel silencio enloquecedor, más bien medido que roto por el diabólico charrasqueo del abanico de Pilita; y, sobre todo, cómo preparar una despedida decorosa que no dejara entre aquellas gentes un recuerdo grotesco de mí. Si no por echarlo a perder, yo hubiera dicho a aquellas desatentas señoras, y muy especialmente para que me oyera el grosero mozo que no cesaba de hojear el librote con láminas:
-Han de saber ustedes que yo he venido aquí en virtud de lo convenido en mi lugar con el señor de Valenzuela, que me lo propuso, y con usted, Clara, que lo aplaudió, muy pocos días hace, cuando mi padre y yo nos despepitábamos por hacerles llevadera la vida de la aldea, y ustedes parecían muy satisfechos de nuestras cordialísimas y desinteresadas atenciones. Si mi inexperiencia y cortedad de aldeano me han puesto en este trance angustioso al pisar por primera vez en mi vida alfombrados salones, y verme entre gentes encopetadas a quienes jamás he saludado, a usted, Clara, que me ha tratado y sabe por qué vengo y a lo que vengo a esta casa, y que no en todo soy tan zafio como en el arte de presentarme con desembarazo en ella; a usted, repito, le toca sacarme del apuro, apuntando la única conversación que aquí vendría al caso ahora, o diciéndome cuándo y en dónde podría yo hablar con el señor de Valenzuela.
Pensaba yo todo esto, cuando la ruda voz de Clara se dejó oír de este modo:
-¿:Va usted a estar muchos días en Madrid?
No podían darse unas palabras más opuestas a las que, en mi concepto, debían salir de los labios de Clara, puesto que la tal pregunta revelaba un completo olvido del asunto que me llevaba a Madrid y a aquella casa. Prodújome este desencanto cierta irritación de espíritu, y respondí al punto:
-Eso dependerá de lo que disponga el señor don Augusto.
Un fortísimo riiisch, terminado en seco, me hizo volver los ojos hacia Pilita, y observé que no sólo fruncía los suyos para mirarme, sino también las cejas, como si, al oírme, la moviera la curiosidad tanto como el desdén. No replicándome Clara una palabra, pensaba yo explicar mi respuesta, y de este modo encarrilar a mi gusto la conversación, cuando se presentó a la puerta del gabinete el sempiterno criado, y dijo con voz solemne, mientras hacia media reverencia:
-El coche.
Estas palabras, dos charrasqueos muy briosos del abanico de Pilita, una mirada harto dura de Clara, y el arrojar Manolo su libraco sobre un velador, me dieron a entender en el acto que yo estaba allí de sobra. Levantéme, y de muy buena gana, puesto que la casualidad deparaba a mi visita un término menos ridículo que el que yo estaba temiéndome; mas no quise despedirme sin preguntar dónde y a qué hora podía yo ver al señor don Augusto.
-En el ministerio toda la tarde -me respondió Clara.
-¿:Está usted segura -volví a preguntar, escarmentado con lo que acababa de pasarme allí-, de que me recibirá en su despacho, o me dejarán llegar a él?
-¿:Y por qué no? -me preguntó a su vez Clara con ceño adusto.
-Por sus muchas ocupaciones, verbigracia -respondí tratando de enmendar el efecto de la sequedad de mi reparo.
Entonces Clara, abriendo las portezuelas de un mueble adornado de ricos embutidos, que estaba cerca de mí arrimado a la pared, sacó una tarjeta con su nombre, y me la dio después de escribir algunas palabras en ella con lápiz.
-Haga usted que le entreguen ésta -me dijo al dármela.
Agradecí el obsequio, y me despedí con toda la finura y elegancia de que me juzgué capaz.
Ya en la calle, por demás se entiende que no pensé en otra cosa sino en analizar por átomos el quid de la visita que acababa de hacer. ¿:Debía yo tomarlo en cuenta para calcular el éxito de mis planes? Verdaderamente que lo acontecido en casa del Excelentísimo señor de Valenzuela no se parecía en nada a lo que yo esperaba de la cuasi intimidad que en mi pueblo me unía al encopetado personaje, y aun a su hija, ni guardaba la más mínima relación con las espontáneas y reiteradas ofertas de amparo, hechas por el aparatoso manchego; pero ¿:qué mayor afabilidad podía esperar yo del seco y desabrido carácter de Clara? ¿:Fue, por ventura, en mi lugar, mucho más expresiva y afectuosa conmigo, cuando faltaba alguna circunstancia externa cuyo peso rompiese el hielo de su naturaleza esquiva? En cuanto a su madre y a su hermano, ¿:qué obligación tenían ellos, fatuos o insubstanciales madrileños, de ser corteses y obsequiosos con un ente como yo, que comienza por sudar gotas de angustia en cuanto se ve entre alfombras y tapices, y se ataruga y atraganta con el charrasqueo de un abanico en manos de una vieja presumida? Lo que a mí me importaba era que el señor don Augusto Valenzuela me cumpliera lo ofrecido; y hasta entonces nada había acontecido que a ello se opusiera. Del repolludo manchego, hombre sencillote y locuaz, atento y cariñoso, tenía yo que esperarlo todo; y con él iba a tratar tan pronto como las puertas de su despacho se abrieran con el talismán que guardaba en mi bolsillo.
Discurriendo así y tropezando con todo el mundo, llegué al ministerio, cuyas señas había pedido yo oportunamente. ¡Dios sabe las vueltas que di en el laberinto de sus escaleras, pasadizos y encrucijadas, hasta llegar al departamento de que era jefe el señor de Valenzuela! Preguntó por él a un portero soez que apenas se dignó responderme. Mostréle la tarjeta: y al ver el nombre litografiado en ella, desarrugó un poco el fruncido ceño, la tomó en la mano, y diciéndome que le aguardara allí, fuese; abrió, con el rechinamiento de un mastín que se despierta, una mampara que se veía enfrente, y desapareció a la parte de allá, cerrándose sola también entre gruñidos, y por la virtud de un resorte, la mugrienta y resobada hoja.
Poco después volvió el portero.
-Que venga usted otro día -me dijo-, porque hoy está muy ocupado.
-¿:Cuándo? -preguntó con las alas del corazón caídas.
El adusto cancerbero se encogió de hombros y me volvió la espalda.
@§ -- XI --
Si me hubiera dejado llevar de las impresiones que me dominaban en aquel momento, en lugar de irme derechamente a mi posada, me hubiera detenido en la administración de las Peninsulares para comprar un billete de vuelta a la Montaña; pero como el que no se consuela es porque no quiere, yo me consolé bien pronto aceptando por buena la disculpa del señor don Augusto. Porque bien considerada, ¿:en qué se oponía a lo convenido entre él y yo en mi lugar? Que estaba muy ocupado y no podía recibirme aquella tarde: ¿:no me había dicho él cien veces que no le dejaban en Madrid un instante de sosiego los asuntos de su cargo? Verdad es que pudo haberme recibido siquiera para demostrarme con un apretón de manos que no me tenía olvidado, y para decirme a cuántos estábamos del asunto o cuándo podríamos tratar de él... pero ¡vaya usted a saber con quién estaría entretenido en aquellos momentos -acaso con el ministro-, y qué negocios traerían entre manos! Decididamente me cegaba un poquito la quisquillosidad montañesa, y otro tanto la novedad del elemento en que había caído de repente.
Discurriendo así y andando hacia mi casa, me encontré con el bueno de don Serafín Balduque en la calle de la Montera. Abalanzóse a mí, y me abrazó por el pecho, por no alcanzar sus brazos más arriba. Abracéle yo casi por el cogote, por no poder hacerlo más abajo sin encorvarme mucho, y me dijo el pintoresco cesante, tan pronto como nos desenredamos:
-Vengo de casa de usted. Dos veces he estado allá esta tarde.
-¿:Para verme a mí?
-Para verle a usted.
-¿:Algún asunto urgente, quizá?
-¡Qué asunto ni qué calabaza! El simple deseo de verle, de preguntarle si ha descansado de las fatigas del viaje, de ponerme a su disposición para acompañarle...
-Tantísimas gracias, señor don Serafín...
-¡Qué gracias ni qué calabazas, hombre!... Conozco a Madrid a palmos; no tengo en estos primeros días maldita la cosa que hacer, porque del destinillo de temporero que se me ha proporcionado en una empresa particular, no puedo tomar posesión hasta mediados de mes, por no dejarle hasta entonces el sujeto que hoy lo desempeña; y, por último, tendría un grandísimo placer en servirle a usted de algo... y aquí estoy a su disposición.
Si en estas fervorosas declaraciones no entraba para nada, la circunstancia de mi supuesta intimidad con el señor de Valenzuela, la conducta de don Serafín era por todo extremo digna de mi mayor gratitud.
-¿:Y Carmen? -le pregunté.
-Tan buena y tan guapa -me respondió-; quiero decir, tan alegre y entretenida, arreglando los cuatro cachivaches de nuestra casita... que es de usted también.
-No he olvidado la oferta, señor don Serafín; y sepa usted que si no he ido a visitarlos ya, es porque no he tenido tiempo.
-¡Calabaza!, pues si llegó usted ayer, y es además forastero en la corte... Pero más días hay que longanizas; y sépase usted que tanto Carmen como yo contamos con la visita.
-Ahora mismo, si usted quiere, voy a pagar con el mayor gusto esa deuda de cortesía.
-Poco a poco, señor don Pedro: hoy no está mi casa en disposición de que la honren personas tan distinguidas como usted.
-¡Señor don Serafín!...
-La verdad pura, amiguito: nunca me perdonaría Carmen que yo le permitiera a usted asaltar hoy nuestro chiribitil.
-¿:Por qué?
-Porque ya usted sabe que las mujeres transigen con todo menos con que se las sorprenda desaliñadas y con los trastos de la hacienda patas arriba... ¡y le aseguro a usted que tiene que ver la pobre muchacha en su afán de acabar para mañana el arreglo de la casa sin otra ayuda, que la de Quica!... Ello es poco; pero como la gracia está en que se ha de ver la cara hasta en los suelos...
-¿:De manera que usted conservaba su casa puesta en Madrid?
-¡Calabaza!... ¡Pues buenos están los tiempos para esos lujos!... Lo que hay es que tengo cuatro trapitos y media docena de trastos viejos aquí, hace ya muchos años, en poder de un amigo, comerciante de ultramarinos. Me dejan cesante en provincias, donde, si lo puedo remediar, vivo con los muebles alquilados, y si no, hago almoneda de ellos, como me ha sucedido ahora en Santander, y le digo al amigo de Madrid: «dómame una casita barata y pásame a ella el pobre ajuar que me tienes recogido»; y el amigo me sirve, mirando por mis pobres intereses como si fueran los suyos propios, mientras llego yo de provincias... porque ya usted sabe que tan pronto como me dejan cesante, me vuelvo aquí a pretender de nuevo, con el surplús de un empleíllo particular que nunca suele faltarme... el mendrugo del día, como si dijéramos... Esto me sale mucho más barato que vivir de posada... Pero ¿:por qué estamos parados en medio de la acera, señor de Sánchez? Lo mismo podemos echar un párrafo andando... ¿:Iba usted a su casa?
-Sí, señor; pero como nada tengo que hacer en ella hasta la hora de comer, y son las tres de la tarde, lo mismo me da ir con otro rumbo, si usted quiere.
-Pues vamos a brujulear un poco por esas calles para que comience usted a conocerlas.
Esto dicho, retrocedí yo; y mientras bajábamos hacia la Puerta del Sol, me dijo, entre otras cosas, el bueno de don Serafín:
-¿:Y cómo va de visitas?
-¿:De qué visitas? -pregunté a mi vez.
-¡Calabaza!, de las innumerables que tendrá usted que hacer en Madrid... porque ustedes, los pudientes de la Montaña, son el mismo demonio en este particular.
¡Los pudientes de la Montaña!... ¡Pudiente yo!... Este piropo me hizo recordar que por un escrúpulo, hijo a medias de mi vanidad y del triste efecto que me causó la historia de don Serafín, este pobre hombre ignoraba que era yo en la corte tan pretendiente como él, y acaso más desvalido, pues que ni siquiera me recomendaban sus años de servicios y sus grandes desventuras. Oyóme decir que era mi íntimo amigo el Excelentísimo señor don Augusto Valenzuela; me vio caminando hacia Madrid, bien vestido y guapo mozo, y túvome por algo.
¡Si me hubiera visto una hora antes sudar de congoja en casa del resonante manchego, y lacio y desvaído a la puerta de su despacho, después de darme con ella en las narices!... Parecióme un pecado mortal la falsa idea que había hecho concebir de mi importancia al pobre cesante, y allí mismo le hubiera sacado de su error, si un vago presentimiento que comenzaba a dominarme, no me hiciera reputar por inútil la rectificación. Pero le dije, tratando de hablar en verdad, sin ser la verdad misma:
-Ni soy pudiente, señor don Serafín, ni tengo que hacer en Madrid más que una sola visita, que, por cierto, está ya medio hecha.
-¿:La del señor de Valenzuela, acaso? -preguntó el cesante clavando en los míos sus ojos vivarachos.
-La misma -le respondí-. Y digo que está ya medio hecha, porque, aunque he saludado a su familia, no le he visto a él todavía, por estar muy ocupado en su despacho.
-Como siempre -respondió mi acompañante, metiendo ambas manos en los correspondientes bolsillos del pantalón- Esos señores jamás se desocupan... ¡Pues si tuviera usted que pedirle algo!... ¡Como no le cogiera usted a tenazón, calabaza, ya podía aguardarle sentado!... Lo mejor de mi vida me he pasado yo enamorando porteros y volviendo «mañana» a contemplar la puerta de todos los Valenzuelas habidos hasta ese amigo de usted. A esas gentes hay que apretarlas por arriba.
-¿:Cómo por arriba?
-Quiero decir, con recomendaciones que manden, no que supliquen... Pero esto tiene que ver conmigo, pobre menesteroso, no con usted, que, por su suerte, nada. tiene que pedir a estos farsantes...
Con un pretexto cualquiera atajé a don Serafín en estos razonamientos, que me descorazonaban lo que él no podía imaginarse, y manifestéle mi deseo de que consagráramos el resto de la tarde puramente a brujulear por las calles, como él me había dicho, para que empezara yo a conocerlas. Y así lo hicimos durante dos horas, al cabo de las cuales me volví a la posada, acompañándome don Serafín hasta la puerta, donde nos despedimos después de haber convenido en que al día siguiente iría a buscarme para continuar el «brujuleo» y conducirme él a su propia casa.
A las seis de la tarde, o más bien de la noche, y tan pronto como llegó el último de mis compañeros de posada, comimos. Encontrábame yo bastante rendido y muy perezoso todavía, y no quise aceptar ninguno de los modos que aquellos buenos paisanos me propusieron de pasar la noche en su compañía. Resuelto a no salir de casa y a acostarme temprano, pedíles una novela, y me dieron a elegir entre más de ciento que me fueron mostrando, llevándome de alcoba en alcoba. Todo Paul de Kock andaba por allí; lo más crudo de Pigault-Lebrun; lo selecto de Dumas y Soulié; El judío errante, a la sazón objeto de las más terribles anatemas de la censura eclesiástica, y Nuestra Señora de París, prohibido también por el Ordinario.
¡Inexplicables contubernios de juveniles y veleidosas fantasías! Revueltas con aquel fárrago de malas pasiones y de libidinosas profanidades, andaban las Confesiones, de San Agustín, y la Guía de Pecadores, de Fray Luis de Granada.
Tomé al azar unos cuantos volúmenes de los profanos, y me encerré con ellos en mi alcoba, mal alumbrada por la luz vacilante y perezosa de un velón de tres mecheros, pero con una sola mecha, que la patrona había colocado sobre una mesita de pino, muy arrimada a la pared. Allí, engurruñado en una silla de paja, con la cabeza entre las manos, los codos sobre la mesa, y el libro debajo de las narices, devorando páginas y más páginas, engolosinado con las travesuras, no siempre santas, de estudiantes y grisetas, y seducido por los lances, tan inverosímiles como descomunales, de Los tres mosqueteros, me dieron las doce de la noche, y quizá me la hubiera pasado toda en vilo, si las continuas oscilaciones de la llama del velón, que no parecía sino que andaba bregando por no caerse, como cuerpo escaso de vida, no me hubieran advertido que iba a quedarme a obscuras. Aproveché los últimos destellos de la luz, que se moría por momentos, para meterme en la cama; y tan deprisa anduve, que aún me sobró tiempo para ver desde ella las fantásticas sombras que dibujaba en techo y paredes el incesante caer y levantarse de la expirante llama, que al fin se extinguió con un débil chirrido, mientras comenzaban a confundirse en mi cerebro amodorrado las monstruosas sombras que aún conservaba en mis retinas sensibilizadas, y el recuerdo de las pendencias, liviandades, estocadas y travesuras, cuyos relatos acababa de devorar yo sin punto de sosiego.
@§ -- XII --
Era muy entrada la mañana del día siguiente cuando desperté; y bien puedo asegurar que a medida que por una puerta de mi cerebro se largaban las visiones quiméricas engendradas en él durante el sueño por la lectura de las novelas, por otra le invadían las imágenes del mundo real con la necesaria carga de pensamientos ajustados a las impresiones que más honda mella me habían hecho el día anterior. Así fue que, no bien abrí los ojos, ya me sentí verdaderamente poseído, repleto de la familia Valenzuela con todos sus memorables adherentes, como las alfombras y los cortinajes de la sala; el gesto dengoso y el abanico rechinante de Pilita; la barba lacia, la nuez picuda y los ojos saltones del descortés Manolo; las «ocupaciones» de su padre, y el portero brutal de su oficina.
Este hartazgo súbito me costó un suspiro con largos dejos de honda pesadumbre. Yo no sé qué atractivo pueda tener el momento de despertar para todos los pensamientos tristes; pero lo cierto es que hasta los más remotos acuden a él volando a porfía; y para mayor tortura del que despierta, vestidos con lo peor y más negro de la casa... Pero, en cambio, ¡qué recuerdos tan dulces me asaltaron de la mía paterna, y qué tentadora la vi, para complemento de mi pesadumbre, a través de la bruma de mis tristes pensamientos!
Poco a poco se fue disgregando cada parte del abigarrado montón que me abrumaba el juicio; sentíme fuerte y animoso tan pronto como sacudí la modorra y me vi dueño de toda mi razón; entraron en sus quicios mis ideas, y obra fue de escasísimos minutos el ver barrido de nubes el sonrosado cielo de mis ilusiones.
Pero aun en el supuesto de no encerrar malicia lo acontecido en las dos visitas hechas a la familia Valenzuela, ¿:debía yo insistir inmediatamente en la de don Augusto, o aplazarla para algunos días más allá? Todo tenía sus inconvenientes y sus ventajas; y en apreciar las unas y los otros, sin resolver cosa alguna, se me fue lo mejor de la mañana.
Vestíme, llamáronme para almorzar; y almorzando estaba entre mis paisanos, tan pintorescamente ataviados como el día anterior, cuando llegó don Serafín. Su presencia me recordó el compromiso con él contraído de ir a saludar a su hija aquel mismo día, y esto acabó de decidirme a dejar para otro la visita a mi empingorotado protector. Así como así, ningún remedio podía buscarse tan oportuno y eficaz como la dulce y atractiva belleza de Carmen para templar en mi memoria el molesto recuerdo de las caras de vinagre de la familia Valenzuela.
Y a todo esto, ¿:por qué le había caído yo tan en gracia a don Serafín Balduque? ¿:Tendríame él y su hija por algún primogénito ricacho que iba a Madrid a despilfarrar el oro que me sobraba? ¿:Serían frecuentes en el mundo, que yo desconocía, las intimidades de escopetazo, como la que parecía unirnos al sempiterno cesante y a mí?
¿:No habría en las afectuosas demostraciones de este hombre algún propósito de mala ley... egoista siquiera?... ¿:Y por qué no habían de bastar su carácter campechano, su genial impetuosidad, y mi desembozada y campesina sencillez para crear profundas simpatías entre ambos, durante tres días de viaje, dando tumbos sobre las mismas ruedas, dentro de un mismo cajón, sorbiendo polvo de una misma nube, contemplando las mismas arideces y despertándonos las mismas interjecciones y los propios trallazos del mismísimo mayoral?
Así pensaba yo mientras bajaba las escaleras de mi casa delante de don Serafín, que no cesaba de hablar; y como bastaba mirarle para creerle, y era yo mozo incapaz de inclinarme a lo malo en los dudosos juicios acerca de los hombres, y me acordaba de Carmen, retrato vivo de los corazones sin hiel, y de la historia narrada por el pobre cesante, sentíme algo avergonzado de las dudas con que por un instante le había agraviado, y me faltó muy poco para pedirle perdón por aquellos recelillos que jamás volvieron a asaltarme las mientes.
Mostréme de propio intento muy afable y cariñoso, y así, en regocijada plática, atravesando calles y enterándome del nombre y calidad de cada una de ellas, llegamos al número 42 de la del Olmo. Guiándome don Serafín, entramos en el portal, no muy ancho ni limpio, del cual arrancaba, a la derecha, la escalera que daba acceso a los cuartos con luz a la calle, a la izquierda estaba el tabuco del portero, sastre remendón de oficio, a juzgar por la obra que traía a la sazón entre manos. Entre la portería y la escalera había un pasadizo angosto, y por él salirnos nosotros a un patio descubierto, pero más grande que el portal, verdadero fondo de un pozo, en cuyo brocal, a una altura de sesenta o setenta pies, se quebraba un rayo de sol, dádiva de la madre naturaleza, que sólo servía de tortura a los habitantes de aquel agujero: en el frío invierno, porque le veían sin sentir su calor; en el sofocante estío, porque era un tizón más de la hoguera en que se abrasaban. Atravesando el patio, entramos en un portalillo lóbrego, en el que comenzaba una escalera angosta, sin más luz que la necesaria para no subir por ella a tientas.
-Perdone usted por lo poco -me dijo don Serafín-, que no es culpa mía, sino de los infames gobiernos que me ponen en tales estrecheces.
Y comenzamos a subir tramos y más tramos. En el cuarto piso, con cuyo techo andaba mi sombrero si toca o llega, nos detuvimos. Tiró don Serafín de un cordelillo que colgaba de la pared; sonó dentro una campanilla; abrióse momentos después la puerta, y apareció Quica en el claro resultante, con pañuelo a la cofia y amplio mandil de cocina. Fea estaba como un demonio, pero limpia como la plata. Despepitóse conmigo en saludos y reverencias; y por mi parte, creo que hasta le di un abrazo. Oyónos Carmen desde adentro, y salió a recibirnos... ¡Qué monísima estaba! Jurara yo que se le enrojecieron un poco las mejillas al encararse conmigo. Parece que la estoy viendo todavía con su cabellera abundosa, un poquito rizada naturalmente, los labios húmedos y rosados, los dientes como la más limpia porcelana, los ojos dulces y rasgados, la nariz un si es no es aguileña, en cada carrillo un hoyuelo, el cutis fino y transparente, y el cuello como de rosas y azucenas; después una pañoleta azul sobre el seno túrgido, y un vestidillo de percal, fresco y almidonado, cuyos pliegues descendían del esbelto talle hasta el suelo, formando cola por detrás, y no tan largos por delante que, al andar, los pisaran unos pies como dos almendras, prisioneros en sendos zapatitos bajos, sobre unas medias como los ampos de la nieve. Reiríanse de ello, si a leerlo acertaran, los libertinos al uso; pero la verdad es que sólo me atreví a tocar ligeramente con la mía, la suavísima y ebúrnea mano que me tendió, un poquillo ruborizada, la hija de don Serafín. Tal respeto me infundió la irradiación de su fragante y casta hermosura en aquella lóbrega mansión de la pobreza.
Pasamos inmediatamente a lo que llamaban sala Carmen y su padre, reducidísima estancia que casi se llenaba con un menguado sofá, cuatro sillas de Vitoria y una consola de nogal, y recibía la luz por una ventana que daba al patio. Esta salita, un gabinete contiguo, dos alcobas en el corredor, enfrente de la puerta de la escalera, y la cocina y el comedor al otro extremo, componían toda la casa. Pero ¡qué limpio, oreado y hasta fragante estaba cuanto de ella vi! Sobre el sofá de la sala había, colgado en la pared, un cuadrito con la estampa de la Virgen del Carmen; en la consola un vaso de porcelana con musgo y siemprevivas, y encima, en la pared se entiende, un espejillo de dos pies en cuadro; delante del sofá un felpudo nuevo, y otro debajo de la ventana, junto a una silla de labor y un canastillo con obra de costura; pobre defensa contra el frío de las baldosas del suelo que, más que fregadas, parecían bruñidas. Unas cortinillas blancas, de muselina rameada, en las vidrieras, completaban el lujo visible de aquella humilde vivienda que, sin exagerar, cabía toda en el ostentoso salón de la familia Valenzuela.
Mientras nos sentábamos don Serafín y yo en el sofá, Carmen lo hizo en la sillita que estaba debajo de la ventana, muy cerca de él; y sin dejar de mirarme a menudo con su cara dulce y placentera, ni de tomar parte en el interrogatorio de lugares comunes con que nos acribillábamos los tres, cogió del canastillo una prenda a medio hacer, que era un enorme chaleco, y comenzó a coserla por donde sin duda lo había dejado para salir a recibirme a mí. Lo de ser tan grande el chaleco, siendo tan exiguo el tórax de don Serafín, ya me llamó un poquito la atención; pero me la llamó mucho más el hecho de que, al tomarle Carmen en sus manos, quedaron al descubierto, sobre el canastillo, otras dos piezas preparadas, que me parecieron chalecos también.
-¡Cáspita! -dije a don Serafín, señalándolos con el bastón-: veo que se pertrecha usted de firme para el invierno.
Cruzóse cierta sonrisa triste entre Carmen y su padre, y me respondió éste:
-Si hubiera de romperlos yo, con más gusto trabajaría en ellos la pobre Carmen. ¿:No es verdad, hija mía?
Comprendí por estas palabras y aquella sonrisa que había cometido una imprudencia al decir lo que dije, y añadí para enmendarla:
-Perdóneme la franqueza, si con ella me he metido donde no me llamaban.
-¡Perdonarle! ¿:Y de qué, calabaza? -saltó don Serafín muy asombrado-. ¿:De haber descubierto que Carmen me ayuda con su trabajo a levantar las cargas domésticas en mis largas cesantías? Ya ve usted cómo ella lo oculta... ¿:y por qué lo había de ocultar? ¿:Es un pecado trabajar honradamente para comer? Pecado fuera quitarlo de la boca para emplearlo en moños, o morirse de hambre por no confesar la pobreza, que no viene de despilfarros viciosos, sino de maldades de pícaros ministros... Que me diga usted que es duro, eso es ya diferente; porque duro, muy duro es, y hasta frío como un puñal, para mí que lo veo, el que un ángel de Dios como ése le quite al sueño muchas horas para... ¡calabaza!; pero que diga ella si yo le he impuesto, ni siquiera aconsejado, el sacrificio, y si le consiento tan pronto como me emplean y da el sueldo para todo. Allá con su madrina, la señora del comerciante de ultramarinos que me recoge los muebles y me busca casa cuando es necesario, lo arreglaron durante una de mis cesantías. Desde entonces, un sastre de rumbo le proporciona cuanta obra se le pide, y de la menos penosa, como esos chalecos que usted ve... Ayer los trajo Quica en cuanto acabaron de arreglar la casa: ya está el uno temblando... También hay quien proporciona ropa blanca; en fin, se hace a todo; y cuando hay apuros, ayuda Quica, que cose como unas perlas. Estas faenas dice Carmen que la entretienen mucho, y que sin ellas no sabría qué hacerse en una casa que tan poco entretenimiento da por sí sola, como la nuestra... Y el caso es que yo he llegado a creerlo, porque en cuanto se halla ociosa se le hacen las horas siglos... y no me extraña, que en las jaulas a obscuras, sin sol y sin cielo, como ésta y cuantas habitamos aquí en tiempos de estrechez y penuria, están de más los ojos y el entendimiento, si no se emplean de puertas adentro.
-Pero esta vida de encierro y de trabajo -interrumpí yo mirando a Carmen con honda pesadumbre-, no es para continuada mucho tiempo, porque el cuerpo no es de bronce.
-Sana es como unos corales -respondió Balduque-, y ya verá usted cómo hasta la engordan estas faenas... ¡La Providencia de Dios!
-Pero -insistí-, la procurará usted en tales casos algunas distracciones...
-Eso sí -respondió su padre-: de movimiento, siempre que tenemos una hora de sobra en día de trabajo; en los festivos, de sol a sol, como quien dice: por la mañana, después de oír misa tempranito, entre calles; por la tarde no nos cabe en Madrid, y nos vamos los tres al Príncipe Pío, o al Retiro, hacia el cerrillo de San Blas, o a Chamberí... en fin, adonde haya más luz que ver y más aire que respirar... Solemos permitirnos también, en estas ocasiones, la calaveradilla, a la vuelta, de un café por barba, y alicuando alicuando, es decir, de mes a mes, si hay cunquibus, el escándalo de unas delanteritas de grada por la noche en el teatro donde trabajen Romea o Arjona... porque ha de saber usted que esta mi hija, en materia de funciones dramáticas, o las quiere buenas o no quiere nada, en lo cual va con mi gusto, y también con el de Quica, que, por gustarle todo, se acomoda perfectamente al nuestro. Es raro, calabaza, lo que le pasa a esta mujer en el teatro: todo cuanto ocurre de telón adentro le causa las mismas impresiones; todo la hace llorar; que muera en el drama hasta el apuntador, o que a los personajes les toque la lotería, y Mariano Fernández haga desternillarse de risa a los espectadores, la cara de Quica no se limpia de goteras.
Reíase Carmen como una chiquilla al oír a su padre, y continuó éste:
-Ya comprenderá usted que me refiero, en este cuadro de vida que le trazo, a los tiempos calamitosos de mis cesantías, pues tantas han sido y tan periódicas, que me han permitido establecer un plan de existencia inalterable durante ellas... Porque mientras estoy empleado, le aseguro a usted, calabaza, que vivimos como príncipes: tenemos casa con vistas a la calle, tomamos el sol cuando nos da la gana, y vamos al teatro, si le hay en la población, todos los domingos; porque entonces Carmen no cose más que para nosotros; yo tengo horas cómodas de oficina, y ahorro una buena parte del sueldo... Conque ya ve usted, mi buen amigo, cómo, por fas o por nefas, no somos tan dignos de compasión como a primera vista parece... Hasta tenemos nuestro correspondiente vicio.
-En efecto -dije siguiéndole el humor a don Serafín-, tienen ustedes el vicio de la luz y del aire libre.
-Y el del teatro -añadió Carmen con cierta sonrisilla entre picaresca y codiciosa.
-¿:Le gusta a usted mucho? -le pregunté, comprendiendo su intención.
-¡Muchísimo! -respondió-. Si fuera rica no perdería noche. Ya ve usted si soy viciosa.
-Ese no es vicio, Carmen: antes es afición que enaltece.
-¿:Lo cree usted así?
-Sin la menor duda. El teatro es escuela de moral y buenas costumbres -exclamé con gran aplomo, lo mismo que si hubiera visto un teatro en todos los días de mi vida, y no hubiera tomado la máxima del periódico de mi padre, que la repetía a menudo, aunque con minuciosas salvedades.
Rodando la conversación sobre este tema, asaltóme el deseo (puesto que me sobraban medios de realizarle, y realizándole satisfacía yo la curiosidad que comenzaba a sentir) de ofrecer a aquella singular familia un extraordinario esparcimiento de los que tanto apetecía Carmen. Busqué el modo que me pareció más prudente para decirlo sin ofensa de ninguna fibra sensible, y logré que conviniéramos don Serafín y yo, con visible regocijo de Carmen, en que iríamos todos juntos al teatro en la noche del día siguiente, con dos condiciones que impuso Balduque: primera, que, por entenderlo mejor que yo, recién llegado a Madrid, habíamos de ir a las localidades que él eligiera (sin duda para serme menos gravoso el obsequio); segunda, que había de aceptar yo la recíproca cuando llegara el caso.
¡Si me hubiera sido tan fácil reponer a don Serafín en su destino como proporcionarle a su hija tres horas de descanso y de recreo...! Y bien sabe Dios que, al asaltarme entonces el enojoso recuerdo de mi malograda visita al influyente Valenzuela, no fue por lo que me interesaba personalmente.
Algo hablamos de él allí, y de mis cordialísimos propósitos de recomendarle la reposición del mísero cesante; algo también de los primeros pasos dados por éste, sin éxito alguno, en el terreno de sus particulares conexiones; y mucho más de ciertas generalidades que me entretuvieron grandemente, por ser Carmen quien hizo el mayor gasto en la conversación.
Llegó la hora de despedirme de ella, y salí con don Serafín a la calle. Recorrimos otras muchas, siempre bajo la dirección de mi amigo, que se complacía en no llevarme dos veces por una misma; y en la de la Magdalena nos detuvimos delante de una fachada medio cubierta de carteles.
-Este es el teatro de Variedades -me dijo Balduque-. Veamos qué función habrá en él mañana... La misma de esta noche, Adriana: ¡soberbio! Verá usted qué Teodora Lamadrid y qué Joaquín Arjona. Es cosa de partírsele a uno el alma, según dicen los que han visto la tragedia... Tomando de víspera la localidad, cuesta una friolerilla de surplús; pero tiene uno la seguridad de no quedarse sin asiento y la ventaja de escogerle a su gusto.
Entramos en el vestíbulo, y pasando a la contaduría del teatro, pidió y escogió don Serafín cuatro delanteras de grada, que importaban menos de treinta reales, que me apresuré a pagar con sumo gusto.
-Ahora, a brujulear otra vez -me dijo el cesante mientras salíamos a la calle y me guardaba yo los cartoncitos que, según me informó don Serafín, y no me pesó de ello, pues jamás las había visto más gordas, acreditaban mi derecho a entrar en el teatro y a sentarme en la localidad pagada.
-Mañana cuidaré yo de ir a recogerle a usted a su casa; pues si se lanza solo en busca de la mía, se expone a extraviarse.
Y brujuleando estuvimos, viendo yo nuevos barrios y nuevas calles, hasta que anocheció, y se despidió don Serafín a la puerta de mi casa.
Aquella noche, o porque estuvieran más insinuantes mis paisanos, o porque me hallara yo mejor dispuesto para todo, no solamente los acompañó al café después de comer, sino a los recién inaugurados salones de Capellanes, de donde no salimos hasta muy cerquita de la media noche.
No eran entonces aquellos famosos bailes lo que han llegado a ser después acá los de su misma categoría; pero así y todo, es fácil calcular cuál sería el estupor que me produjo la inesperada contemplación de aquel mar de frenéticos, corriendo entrelazados alrededor del deslumbrante salón, al compás de una música encaramada allá arriba, entre gritos, porrazos y estridentes algarabías, teniendo presente que jamás había visto yo otros bailes que los aldeanos de mi tierra, al son del encascabelado pandero; bailes en que el demonio tiene poquísimo o nada que hacer, porque es imposible que, con toda su infernal astucia, logre extraer un adarme de malicia de aquel piafar inocente, ni de aquellas respetuosas y acompasadas mudanzas, sin asomo de contacto entre ambos sexos.
Muy a menudo me asaltaban, sin saber por qué, el recuerdo de mi padre y el de la linda costurera de la calle del Olmo, y hasta observé que coincidían estos asaltos con los instantes en que más infernal y libidinoso me parecía el cuadro; y notaba en mí, al propio tiempo, un instintivo e inconsciente empeño de ahuyentar aquellas consoladoras, pero severas imágenes de la honradez y del pudor, como se oculta, por un movimiento maquinal, la cadena del reloj en cuanto se oye gritar ¡ladrones! Pero lo cierto es que aunque me sucedían estas cosas y me pasé la noche sin tomar parte más que con la vista en el jolgorio, no me parecieron largas las horas.
Volviendo hacia mi casa con dos de mis compañeros y paisanos, pues los restantes por allá se quedaron todavía, lamentábame yo de la corrupción de los tiempos y de la perversión de las costumbres, en vista de lo visto.
-Cuando se observa de lejos, como usted lo ha observado esta noche -me respondió uno-; pero desde adentro parece muy distinto.
-Lo cierto es -concluí con la mayor ingenuidad-, que si he de sacar partido de estas cosas, necesito aprender a bailar.
Por conclusión, y después de acostarme, me, di un hartazgo de novela de Paul de Kock. Me leí Zizina de punta a cabo.
@§ -- XIII --
Mi segunda visita a mi protector no alcanzó mejor éxito que la primera. Había salido de su despacho, y el desabrido portero no supo o no quiso decirme adónde, ni si volvería ni cuándo; de volver a su casa, no me había quedado gana maldita, y para esperarle en los pasadizos del Ministerio y echarle el alto de sopetón, no servía yo, corto y apocado aldeano lleno de desconfianzas y miramientos. Dolíame perder un día más, y aquello no me gustaba; pero como no era mía la culpa ni el remedio estaba en mis fuerzas, tornéme a la posada y arremetí con las novelas, las cuales no dejé de la mano hasta la hora de comer.
Después llegó don Serafín vestido de día de fiesta; y según lo convenido, me acompañó a su casa, donde ya nos esperaban Carmen y Quica: aquélla poniéndose los guantes, y ésta, a su lado, abanicándose maquinalmente, tiesa, muy tiesa, como clavada en el suelo, la boca fruncida, la mirada de asombro, y algo conmovida, cual si su espíritu estuviera meciéndose ya entre las emociones que barruntaba. Con su actitud jeremíaca y sus atavíos estrepitosos estaba horrible: lo mismo que un muñeco de esos que asustan a los niños alzándose de un brinco dentro de una caja, en cuanto salta la tapadera. A Carmen le sucedía entonces lo que a todas las chicas guapas per se: cuanto más se acicalan y se atusan y se prensan, más se desfiguran. Valía mucho menos vestida de señorita pobre, que de simple costurera. Sin embargo, estaba muy linda, porque lo mucho da para todo.
Renuncio a pintar las impresiones de asombro, de gusto y de curiosidad que me causó el teatro lleno de luz, de caras, de vestidos y de rumores desde que penetró en él hasta que, a fuerza de propósito, logré, a media función, orientarme en la forma, usos y procedimientos de aquella maravillosa región en que me encontraba por primera vez en mi vida; porque si doy en aficionarme a este género de pinturas, va a ser el cuento de nunca acabar, hallándome, como entonces me hallaba, en un mundo enteramente nuevo para mí, y en la edad en que con mayor actividad se piensa y se siente. Digo que logré orientarme allí a fuerza de empeñarme en ello, porque careciendo yo de virtud bastante para confesar que nunca me había visto en otra, observaba hasta el menor de los detalles, para deducir yo solo la ley por que se regía el mecanismo del escenario, y la relación establecida entre este mundo ficticio y las gentes de telón afuera.
Recorriendo con la vista las localidades del teatro, repletas de elegantes damas, de caballeros presumidos y de vulgo sencillote y embelesado, topé con la familia Valenzuela, acomodada en uno de los palcos de preferencia: Clara ceñuda e impasible como siempre; Pilita con la espalda vuelta al escenario, el fastidio pintado en su faz, y zarandeando el abanico: lo mismo que en su casa; Manolo, en el fondo del palco, muy bien vestido, pero muy mal sentado. Don Augusto no pareció por allí en toda la noche; pero, en cambio, entraban y salían, durante los entreactos, jovenzuelos del pelaje de Manolo, a hacer reverencia y cortesía a las señoras, quienes, especialmente Pilita, se mostraban con ellos bastante más atentas y risueñas que se habían mostrado conmigo. Entró también a lo último, y allí se quedó como si fuera de la familia, un señor entrejoven, de gran estampa, muy planchado y reluciente, guapote, y. al parecer, muy pagado de su marcialidad y elegante postura. Pensé yo si sería el ministro, porque de aquel corte me los imaginaba a todos los del oficio.
Observé que casi todas las damas de copete y la mayor parte de los caballeros distinguidos veían con la misma indiferencia que la familia Valenzuela lo que ocurría en el escenario, y que cuanto más nutrido era el aplauso que arrancaba al sencillote público un arrebato apasionado de Teodora Lamadrid, más se acentuaba el desdén en las gentes principales. Andando el tiempo me persuadí de que la moda impone a sus esclavos exigencias verdaderamente inconcebibles.
¡Qué contraste formaba aquella estudiada frialdad con las profundísimas emociones que estábamos experimentando nosotros! Quica era un goterial de lágrimas y un incesante puchero. Don Serafín, electrizado y nervioso, no cabía en su asiento, y se revolvía como si le punzasen agujas las asentaderas; sacaba el busto fuera de la barandilla, estiraba el pescuezo, y con los ojos fijos en el actor, hacía embudos con los labios mientras éste hablaba: remedábale todos los gestos, marcaba las cadencias con la cabeza, y parecía trazar en el aire, con la mano derecha, todos los signos ortográficos del diálogo. Carmen, en las situaciones de apuro, volvía hacia mí sus grandes ojos algo empañados, y yo le respondía con una sonrisa contrahecha, inútil disfraz del nudo que me ponía en la garganta la extremada tensión de mi espíritu, partícipe verdadero de todos los fingidos infortunios de la heroína del drama que se representaba.
Para mí, aficionado hasta la pasión a las ficciones novelescas, aquello que estaba presenciando era la realidad de un suceso. En el libro hallaba el relato sobre el cual tenía yo que construir con la imaginación cuanto no podía darme el libro; allí estaba todo hecho, vivo, real y tangible: el hombre en cuerpo y alma, con sus vicios y sus virtudes: un cómodo rinconcito del mundo, donde se exponían a la contemplación de los curiosos las batallas de la vida humana, sus grandezas, sus caídas, lo noble y lo bajo, lo serio y lo cómico. Aquella noche, me tocaba padecer; otra noche, o en otro teatro, me tocaría reír. ¡Admirable espectáculo...! Y el gozar de él a menudo no era dificultoso para un hombre solo que, como yo, tuviera el bolsillo bien repleto y pocas necesidades de otra especie.
Expongo estas reflexiones en el mismo orden en que me las iba haciendo yo insensiblemente, y a medida que las peripecias del espectáculo me cautivaban; las cuales reflexiones fueron germen de otras muchas del propio género a que me entregué después de salir del teatro, y base de muy largos y detenidos razonamientos, cuyo resultado fue el engolosinarme de tal manera a este deleitoso pasatiempo, que en menos de quince días conseguí (si vale la frase) tomar la embocadura a los diversos géneros dramáticos que se cultivaban en los pocos teatros que entonces existían en Madrid, y familiarizarme con los nombres y aptitudes artísticas de los respectivos actores.
Con esto quiero decir que no era sólo el atractivo del argumento ni el de la disposición material del espectáculo lo que, me seducía y cautivaba; había en mí un instinto artístico, cierto gusto pasivo, algo como tentación de análisis, que me arrastraba a investigar el porqué y la calidad de las cosas. Evidente es que mis juicios, por mi inexperiencia y por mi ignorancia, no podían ser completos ni enteramente atinados; pero, al cabo, eran juicios, que me procuraban, sobre el placer de admirar lo desconocido, el más sabroso de cotejarlo a mi manera con los preceptos rudimentarios de unas leyes que yo llamaba mi parecer.
El cual hizo a mi gusto esclavo de Julián Romea, desde la primera vez que con su asombrosa naturalidad (que después se ha llamado realismo) le vi interpretar una de las mejores obras de su repertorio, El hombre de mundo, movió mis manos para aplaudir al ya decrépito Guzmán, en El enfermo de aprensión; a su heredero único en los donaires de gracioso del castizo teatro español, Mariano Fernández, y me infundió cierta repugnancia que jamás he podido vencer, a la híbrida zarzuela, sostenida entonces, y casi creada, por Salas y Caltañazor, en el Circo de la Plaza del Rey; con lo cual podría ver cualquier persona de buen gusto, que el mío no se manifestaba mal encaminado por lo que al teatro se refiere; y válgame esta confesión, si se tacha de presuntuosa, en gracia de la que también hago de que, en cambio, en el ramo de novelas entraba con todas, y no era yo otra cosa que un glotón insaciable, sin pizca de paladar: todas me sabían lo mismo; mejor dicho, todas me gustaban con tal que me interesasen de cualquier modo; y aun prefería las más farragosas y descomunales.
¡Teníamos que oír don Serafín y yo, durante los intermedios, haciendo comentarios sobre lo visto, y pronósticos sobre lo que nos faltaba que ver, mientras Quica lanzaba suspiros entrecortados, como los niños recordando una azotina! Y aún duraron los comentarios, y hasta con notas de las dos mujeres, mientras caminábamos hacia su casa, después de terminada la función con harta pesadumbre de todos. De aquella noche me pasé en claro la mayor parte, poseído, repleto de los lances de la tragedia, de los acordes de la música, de las luces de la araña, del rumor y apiñamiento del público, de Quica, de Carmen, de Balduque... Todo lo sentía junto y revuelto en la cabeza, y me rechispeaba en los ojos, aunque estaba a obscuras, y en los oídos, aunque los tapara. ¡Memorable noche!
Durante los tres días que la siguieron, continuó don Serafín acompañándome por las calles de Madrid, en su tenaz propósito de que le conociera yo como la palma de la mano. No quedó rincón que no visitáramos, ni paseo, ni camino de ronda que no midiéramos con los pies. Era incansable el hombrecillo aquél; y yo me congratulaba de su empeño, por lo mucho que me entretenía. Al fin tuvo que tomar posesión de su destinillo transitorio, y ya no le veía sino muy de tarde en tarde.
Quedéme, durante el día, solo, como quien dice, y dime a observar con sosiego mucho de lo que me había ido mostrando bastante más deprisa mi complaciente amigo; y cuando se me pasó el atolondramiento de recién llegado a aquel populoso centro tan distinto de cuanto yo conocía, y logré separar las cosas de los ruidos y de los colores y del movimiento, porque al principio todo caía revuelto y en oleadas sobre mí por dondequiera que andaba, comencé a escribir largas cartas a mi padre, especie de crónica minuciosa de viajero impresionable y reparón; con la cual tarea, además de estar yo seguro de complacerle mucho, entretenía mis diurnos ocios y mis murrias, producto necesario del sospechoso aspecto que iba tomando el asunto que yo perseguía en la capital de las Españas.
Era por entonces ésta, en lo que atañe a sus condiciones exteriores, bien diferente de lo que es hoy; y la altísima idea que yo tenía de las grandezas de una corte, por razón de la misma pobreza y angostura del pueblo en que yo había vivido siempre, hacía que saltaran a mis ojos, en doble tamaño del verdadero, las muchísimas deformidades y miserias de que adolecía la famosa villa del oso y del madroño, al paso que se me antojaban bastante menos que sorprendentes sus decantadas maravillas. Por cierto que si la generación que ha venido después y se ha formado en el Madrid de ahora, o le ha conocido siquiera de vista, echara la suya sobre aquellos mis bocetos del Madrid de entonces, fieles copias de la verdad, no obstante lo fuerte y recargado de algunos de sus trazos o perfiles de escasa monta, tomáralos por invención de mi fantasía, costándole mucho trabajo creer que en un lapso de tiempo, relativamente tan corto, pudiera obrarse el casi milagro de haberse convertido en lo que es actualmente, aquel lugarón desmantelado, viejo, sucio y árido, que parecía no tener enmienda ni compostura por ninguna parte. De lo que hablé mucho, muchísimo, a mi padre, fue del ferrocarril de Aranjuez. No había en España más que él, y otro de Barcelona a Mataró.
Digo que así me entretenía y pasaba las horas, hasta que llegaban las de la noche y me iba al teatro, después de un buen rato de tertulia en el café con mis amigos, o a algún baile público, sin privarme por eso del café ni del teatro; pues la noche, que no se entendía allí como en mi tierra, daba para todo... y mucho más. ¡Gran vida!
Pero ¿:había ido yo a Madrid para eso? ¿:Podía, en conciencia, entregarme a aquellos lujos y crearme tantas necesidades mientras no adquiriera con mi propio esfuerzo los medios suficientes para satisfacerlas? Pero ¿:tenía yo la culpa de que el señor don Augusto no me abriera las puertas de su despacho? ¿:No había llamado también a las de su casa, y hasta penetrando en ella inútilmente? ¿:Había de tomarlas por asalto y exigir mi credencial a bofetones?
¡Ah, si este medio hubiera valido...
@§ -- XIV --
Al fin, logré romper el cerco misterioso, no sé si a la undécima o a la duodécima tentativa, y penetrar en el encantado recinto. Allí estaba el santón pomposo, repantigado en alto y bien mullido sillón, sobre peluda alcatifa, algo raída a trechos y no del todo limpia, entre cónicos cestos de papeles rotos, medio embutido en la panza de un escritorio negro, cerca de una chimenea, negra también, debajo de un retrato de la soberana, y con un puro de a tercia entre los labios.
Soltó unos papelotes que examinaba cuando yo entré; y tomando con la zurda el cigarro que chupaba, díjome, sin hacer caso de las palabras de cortesía que, pálido y temblando, le dirigí:
-Ya sé que anda usted por aquí a menudo. ¿:Qué se le ocurre?
-¡Buenas y gordas! -dije para mí, sintiendo a modo de un escalofrío en todo el cuerpo; y respondí en voz alta y tartamudeando:
-Pensé que Vuecencia (no me apeó el tratamiento) recordaría lo que tuvo a bien ofrec... prop... digo, indicarme en mi lugar... Por eso vine desde allá hace tres semanas...
-Creo recordar, en efecto, que, deseando usted un destinillo, le prometí hacer algo en su favor.
-Eso es -respondí, con el alma a los pies.
-Pues estoy en ello, señor Sánchez, estoy en ello -añadió serio y aparatoso, y dejando caer sus palabras como si me las diera de limosna-; pero no puedo en estos días... ¡no puedo!... ¡no puedo!... Veremos si un poco más adelante... Vuélvase usted por ahí a menudo para recordármelo...
En esto, cogió otra vez los papelotes, llevó de nuevo el cigarro a la boca, y viendo que yo permanecía enfrente de él atusando la felpa del sombrero.
-¡Vuélvase, vuélvase! -me dijo casi en el mismo tono con que se echa un perro a la calle.
En virtud de lo cual, hice una reverencia y salí, temblándome las piernas y viendo chiribitas delante de los ojos.
¡Qué hombre, Dios mío! Bien que no me cumpliera lo que me habla ofrecido; pero ¿:por qué me trataba con aquella frialdad y aquel desdén? ¡Ni siquiera las buenas palabras y la afabilidad de otras veces! ¿:Le cogería en mal cuarto de hora? ¿:Le abrumaría el peso de los negocios? ¿:Le habrían incomodado mis asedios? ¡Pero si él me los aconsejó en mi lugar... y acababa de aconsejármelos de nuevo; y por eso precisamente había ido yo a Madrid, y desvalijado a mi padre y a mis hermanas, y estaba gastando lo que no me pertenecía! ¿:Cómo me callé como un idiota, cuando pude haberle confundido respondiéndole esto y lo otro y lo de más allá? Pero bien mirado, mejor era así, porque si se sulfuraba de veras y me cerraba las puertas y renegaba de mí... Después de todo, estaba al comienzo de la empresa; y con un poco de tacto, mucha paciencia, otra visita a Clara que, al cabo, era lo más atento de la familia... Y con esto, y mucha fuerza de voluntad y el apego que iba tomando a la corte, consoléme; y tan pronto como llegué a la posada, escribí a mi padre diciéndole que el asunto marchaba bien, aunque despacio; que el señor don Augusto acababa de repetirme, después de colmarme de atenciones (como me colmaba toda su familia, cada vez que la visitaba), que no me olvidaba un momento, y que pronto me daría pruebas de ello...
Verdad que aquel día andaba yo un poco preocupado con una empresa que debía acometer por la noche; la cual empresa consistía en bailar por primera vez en Capellanes, considerándome ya muy apto para ello, no sólo por el propio convencimiento, sino por el dictamen de mis amigos y compañeros de hospedaje, uno de los cuales, al son de la flauta que tocaba otro, me había dado las necesarias lecciones prácticas de baile en la salita de la posada, que estaba siempre a disposición de los huéspedes y de los amigos de los huéspedes, que eran muchos, aunque ninguno de ellos valía a mis ojos lo que Matica.
Este endiablado extremeño me sorbió los sesos desde el día en que le conocí. Me daban miedo su frialdad de espíritu, su imperturbable continente, lo crudo de sus ideas políticas, su fe sospechosa, las liviandades de su obscena musa, y su lengua acerada y mordicante; pero me arrastraban cautivo los donaires de su conversación, su altísimo ingenio, su frase castiza y pintoresca, su elocución fácil y sobria, la originalidad de sus juicios, el vigor artístico con que los imponía y acreditaba, y, sobre todo, la agudeza, fluidez y gallardía de sus versos incomparables. Hasta su cuerpecillo delicado, por lo armónico de sus partes y el aseo y buen gusto con que le ataviaba, me atraía.
¿:Cómo, cuándo y de qué nació la estimación en que me tuvo desde que nos tratamos superficialmente en la posada, y la cordial y bien notoria amistad en que esta estimación se convirtió después? ¿:Conoció la admiración que yo sentía por él y halagó esto su vanidad? No es creíble en un mozo de tan superior entendimiento. La razón del cariño subsiguiente ya es más obvia: hice de él, poco a poco, mi guía y mi consejero en todo lo intelectual y recreativo; y como no pecaba yo de impertinente ni dejaba de sacar fruto de las lecciones recibidas, Matica se complacía en dármelas a cada instante; de la cual manera nació en nosotros el mutuo y arraigado afecto que a menudo se ve entre un maestro entusiasta por la profesión, y un discípulo dócil y muy aprovechado, sin que la intensidad de este afecto altere las distancias ni confunda las jerarquías.
Debía yo a Matica, entre otras atenciones delicadas, la de no traer a cuento jamás, en nuestras particulares conversaciones, las verdes crudezas de su especial humorismo; no sé si porque conocía mi repugnancia instintiva a ese género de desnudeces, o por no desprestigiar delante del discípulo su autoridad de maestro. Inclínome a lo primero, porque se aviene mejor con una cualidad, especie de pudor artístico, que brillaba en Matica como una de las mayores contradicciones aparentes de su carácter. Es, pues, de saberse, que aquel empecatado mozo que en la intimidad de sus amigos, de sobremesa o en la de un café, despellejaba con una frase la honra mejor acorazada, o enrojecía a la misma desvergüenza con una copla indecente, no podía sufrir una palabra mal sonante en medio de la calle, ni un pasaje de sospechosa pulcritud en un periódico o en un libro o en el teatro; detestaba la zarzuela, y no había que mentarle los bailes públicos. Llamo yo a esta cualidad «aparente contradicción» de su carácter, porque cabe en lo humano, y hasta es usual y corriente, tener el sentimiento de lo bello, admirar el orden y todas las virtudes fuera de casa, y pecar del vicio contrario dentro de la propia. Juraría que en los mejores códigos del mundo han andado algunas manos así.
He vuelto a sacar a colación a Matica, porque desde la hora y punto en que las despabiladeras de mi protector me demostraron bien claramente que mi pleito, aun ganándole yo al fin, había de durar mucho, me propuse sacar el mejor partido posible, en bien de mis gustos o inclinaciones, del terreno en que me hallaba y de los recursos que tenía a mi disposición. El principal de éstos era, a mi entender, Matica; y a él acudí tan pronto como hube satisfecho mi brutal antojo de estrenarme en Capellanes como danzante. Sucedió lo que yo esperaba: cogí un hartazgo de restregones y zancadas, y una ronquera al salir a la calle con la camisa pegada al cuerpo, los huesos macerados y las narices atascadas de polvo y de pelusa, y en ocho días no quise ni que me hablaran de semejante barbaridad. En descargo de mi conciencia, declaro que nunca fui gran devoto de ese pasatiempo, más propio de salvajes que de hombres cultos que se estiman en algo.
Ya he dicho que mi pasión dominante fue el teatro desde que le hube gustado por vez primera; pero aún lo fue en más alto grado en cuanto logró satisfacerla en compañía de Matica, el cual tenía entrada libre y asiento gratis en los principales coliseos de Madrid, por sus intimidades con poetas, actores, empresarios y periodistas, y era tan aficionado como yo a esta clase de entretenimientos. Digo que experimentaba en tales ocasiones y al lado del agudo extremeño nuevo y más sabroso placer, porque sus advertencias y juicios, lo mismo sobre las obras que sobre sus intérpretes y accesorios escénicos, iban perfeccionando poco a poco mis rudimentarias y naturales aptitudes, depurando mi gusto, educando mi sentimiento y poniendo a su alcance y al de mi percepción las bellezas y los secretos del arte; comparaba pasajes con pasajes, obras con obras, autores con autores, comediantes con comediantes, géneros con géneros, estilos con estilos, y épocas con épocas; y de este modo iba haciéndome insensiblemente explorador y casi ciudadano de una región totalmente ignorada de mí hasta que la columbré por casualidad desde una galería del teatro de Variedades, y sin idea alguna de su extensión y riqueza hasta que el experto guía me puso dentro de sus linderos. Vi varias comedias del teatro antiguo, y leí muchas más, y hasta hube a las manos, siempre por mediación de Matica, los inapreciables Orígenes, de Böhl de Faber, en una hermosa edición de Hamburgo; con lo cual, los nombres de Naharro, Lope de Rueda, Juan del Encina, etc., me fueron tan queridos y familiares como los de Lope de Vega, Tirso, Moreto, Rojas y Calderón. No estaba tan boyante el teatro español como en aquel siglo de colosales ingenios, en las humildes calendas a que me refiero; mas no por ello me merecían menos respeto y admiración los escasos poetas que sostenían la patria escena con sus creaciones. ¡Cuán exiguo era el número de éstos, y qué escaso el positivo valor de la mayor parte de las obras!
Lo que más abundaba eran las traducciones y arreglos del francés; y como la zarzuela comenzaba a estar de moda, a pergeñar libretos de zarzuelas se daban no solamente los escritores que no valían para otra cosa, sino muchos de los que preferían a los lauros de Talía, el lucro positivo con que les brindaba la musa cascabelera de la plaza del Rey.
Volviendo a lo interrumpido, digo que también me hablaba Matica, en ocasión oportuna, de las damas y caballeros que ocupaban las principales localidades. De muchas y de muchos sabía curiosísimas historias y anécdotas muy interesantes; y como el Madrid de entonces era pequeño, y relativamente exigua su buena sociedad, y a ésta pertenecían las gentes que eran «ornamento de los teatros», y este ornamento no pasaba de ser un simple trasiego de un mismo público a diferente vasija, resultaba que con verme siempre entre las mismas personas y conocer las respectivas historias, parecíame estar viviendo en familia, lo cual doblaba a mis ojos el interés del espectáculo.
Que en muchos de ellos tropecé con la familia Valenzuela, no necesito decirlo. ¡Y de qué buena gana le hubiera dicho a Matica alguna vez: «¡Cuénteme usted algo de esas gentes»; pero el temor de que el desenfadado cronista confirmara mis recelos, y con ello deshiciera el castillo de mis esperanzas, me contenía. Lo extraño es que no se le ocurriera a él ese algo sin que se lo apuntara yo. ¿:Me juzgaba, por lo que me había oído hablar de esa familia, recién llegado yo a Madrid, más ligado a ella de lo que en rigor estaba, y me guardaba la consideración de no desollarla viva delante de mí?... Porque era imposible que aquellas gentes, siquiera Pilita Y Manolo, no tuvieran flaco en que cebarse la acerada lengua de mi amigo.
Como el buen mozo del teatro de Variedades no solía faltar nunca entre los más asiduos concurrentes al palco de esta familia, pregunté una noche a Matica:
-¿:Quién es ése?
-Ese es Barrientos -me respondió.
-¿:Y quién es Barrientos? -insistí.
-Pues Barrientos -insistió él también.
-Ya me entero.
-Pues no se dan otras, señas, sin ofensa del que pregunta, del sol, de la lluvia, del aire; y ese mozo es aquí como el aire, como la lluvia, como el sol, porque es Barrientos, nombre que tiene usted obligación de conocer, llevando dos meses de residencia en Madrid.
-Pero ¿:es pariente de esa familia, o amigo o qué?..., porque le veo muy a menudo con ella.
-Barrientos es un personaje que «revienta de buen mozo», concepto que se lee en su frontispicio resplandeciente, tan pronto como se le mira; pertenece en cuerpo y alma a esa región de preferencia que se llama gran mundo; y tal es la fama de sus galantes proezas en él, que no hay familia en Madrid, con derecho a llamarse distinguida, si te falta, especialmente en público, la intimidad de Barrientos, el cual explota a maravilla las ventajas de tan alta preeminencia. Además, monta bien a caballo, y cuenta, según la fama, algunos triunfos de mérito en otros tantos lances de honor; tiene todas las grandes cruces, un cargo de lustre en Palacio, y, sobre todo, mucho dinero. Un dato que puede ahorrarle a usted una pregunta: a veces juega por tabla; quiero decir que no siempre que toma una posición es para quedarse en ella, sino para batir otra con mayor comodidad.
Dime por enterado, y no preguntó más a mi amigo.
Recorriendo las calles se valía éste del mismo procedimiento para lo que llamaba yo desasnarme, y él ponerme al uso. Delante de las librerías hablábamos de los libros de recreo, y especialmente de la novela, que entonces estaba menos que en pañales en la patria del Quijote. Me indicaba las menos malas entre el inmenso fárrago de las traducidas, y las rarísimas buenas de las españolas, y hasta me largaba substanciosos párrafos sobre la historia y vicisitudes de este ramo de la literatura nacional, y me exponía sus caracteres propios, sus peculiarísimas condiciones, y los puntos en que debía diferenciarse una novela de costumbres españolas de las que con tal rótulo se exponían en los escaparates, escritas a destajo en perverso castellano, y vaciadas en moldes extranjeros, por literatos salidos de pronto del mostrador de una botica, y hasta de los talleres de los sastres. Pero en este particular, aunque me lo callaba muy bien, rara vez íbamos de acuerdo el maestro y el discípulo, no porque no reputara yo por muy cuerdos sus dictámenes, sino porque en lo referente a novelas, y como ya lo tengo advertido, contra lo que el buen sentido propio y el parecer de Matica me aconsejaban, entraba con todas; y cuanto más farragosa y más novelón era la obra, más me seducía. En la comedia, en cualquier otro libro de imaginación, saboreaba la frase y el estilo, los donaires y las filigranas; pero en las novelas, siempre los argumentos... ¡Ah los argumentos!... Las sorpresas, lo desconocido... lo inesperado, las anagnórisis, que dijo el pedante: ¡sobre todo, las anagnórisis! Andar tres docenas de personajes, blancos unos, negros otros, éste banquero, mendigo aquél, duquesa aquélla, menestrala la otra; aquí un niño sin madre, allá un padre sin mujer, y media carta resobada, y el relato de un incendio, con un cadáver calcinado y un pastor que lo vio y se quedó mudo de repente, y es el único personaje que podía delatar al criminal, que es un caballero tétrico e intratable que vive en una quinta solitaria... ¡y el diluvio de cosas!; andar, digo, deslizándose todo ello, sombrío y altisonante al mismo tiempo, por las encrucijadas misteriosas del asunto, dejando un cabo suelto en cada bardal, quiero decir, capítalo; y cuando ya nadie se entiende allí, y la novela es un montón de acontecimientos y una maraña de personajes, y están las pasiones para reventar, las víctimas extenuadas de hambre, rotas y descalzas y a las puertas de la cárcel, y los pícaros con el fruto de su rapiña asegurado, y el pastor haciendo contorsiones delante del juez conmovido, para romper a hablar, porque de pronto se descubrió un medallón o una cicatriz en el pecho del niño desvalido, o una marca con corona en el pañuelo de la menestrala, los rencores se calman, el acero se cae de las manos, el hombre malo prorrumpe: ¡hijo mío!; el hijo: ¡padre!; la duquesa: ¡hija!; la menestrala: ¡madre mía!, confundiéndose todos en un cuádruple abrazo, mientras el pastor exclama con un bramido formidable: ¡bendita sea la providencia de Dios!, y el juez, soltando la vara, repite, mirando al cielo: ¡bendita sea! ¿:Hay nada más dramático y conmovedor? Todos estos lances me ponían a mí carne de gallina, me oprimían el corazón y la garganta, y arrancaban mudas lágrimas de mis ojos.
Pues no digamos nada de las de intriga caballeresca, y las románticas de amor fino, como una que todavía recuerdo, en un tomo colosal, si no eran dos, obra de la triste imaginación de un poeta muy sonado en aquellos tiempos, no sé si por lo resonante de su firma o por lo mucho que gemía en verso y en prosa en liceos y en periódicos. Titulábase la novela La enferma del corazón, y a pique me puso su lectura de padecer yo la misma enfermedad que la heroína. De El judío errante, Los misterios de París, Los tres mosqueteros con todas sus consecuencias, El hijo del diablo, El conde de Montecristo, y otras que por entonces imperaban en el gusto público, no necesito decir hasta qué extremo me emborrachaban.
De líricos, tampoco andábamos sobrados; pues los buenos, o estaban ausentes de España o dados a la política o tenían enfundado el laúd; y de los malos no quiero hablar, aunque mucho me habló de ellos Matica para ponérmelos por ejemplo de lo abominable y vitando.
A todo esto, tenía yo un memorión colosal, y una singular disposición para asimilarme el estilo y la estructura de las obras ajenas. Y lo declaro aquí, porque en virtud de esta memoria y de este poder de asimilación, en poniéndome a escribir hacía cosas que me asombraban; y, sin embargo, no valían dos pitos, como me lo demostró Matica en más de una ocasión y con motivo de pedirle yo su parecer sobre lo que había hecho.
-Esto es de Bretón -me dijo una vez.
Juré lo contrario creyendo jurar verdad; pero me dejó confundido recitándome una letrilla del famoso vate, de la cual era la mía un remedo. Sin embargo, yo no había pensado en la una al escribir la otra, y así lo afirmó.
-Lo creo -replicó mi censor-, porque hasta ahora no ha hecho usted sino engullir, amontonar en el almacén de su memoria; y de ese montón es lo que sale, por su propio peso, en cuanto abre usted la puerta, creyendo abrir la del ingenio. No hay que confundirlas.
Otra vez resultó calco de Zorrilla lo que yo presenté a mi amigo como de propia cosecha. Entonces me dijo:
-Por esto, por lo otro y por todo cuanto conozco a usted, le aconsejo que no caiga por ahora en la tentación de echar a la calle sus engendros poéticos; pues si entre los ignorantes ganaría algún lauro de alquimia, los entendidos le molerían a palos. Y digo «por ahora», porque quizá más adelante, cuando haya adquirido mayor caudal de ideas propias, si es que las hay, y digerido bien las ajenas, logre vencer con ello el mal enemigo de su buena memoria. Donde ésta sea el único almacén de la casa, jamás se producirán acabadas obras de arte, pues no puede haberlas sin la condición que las distingue y enaltece: la originalidad, el sello de fábrica. De distinto modo le hablara si tratáramos de la metralla periodística, o de peroraciones de tribuno de ocasión, o de cualquiera de esos empeños en que sólo se busca el efecto inmediato, y de los cuales no queda a las pocas horas sino el recuerdo de sus relumbrones. Pompas de jabón. Por cierto que las hace usted primorosas cuando llega el caso. Tiene usted hermosa voz, fácil y bien acentuada palabra, mirada firme y valiente, gallardas actitudes..., en fin, cuanto se necesita para hacerse oír, arrancar aplausos y falsificar la razón cuando se habla sin ella. Lo he observado en sus porfías de sobremesa y del café de La Esmeralda. Y no le pese de ello, que estas dotes, que acaso le envanecen poco por no habérselas tasado yo en mucho, no se adquieren a ningún precio, y pueden llegar a ser eminentísimas, al paso que las otras, que tanto ambiciona, se consiguen a veces por hombres como usted, o, cuando menos, algo que las aparenta y ofrece sus mismos goces. Conque ánimo, y no le ofendan mis claridades, que yo no puedo ser de otro modo. Si le tuviera a usted por ladrón, lo mismo se lo diría.
A veces interrumpía sus razonamientos para ensenarme, con las ilustraciones y comentarios de costumbre, un literato de nota, un personaje político o una mujer de historia que acertase a pasar por la acera de enfrente; o un edificio notable, un pecado de ornato, un buen mozo famoso, o un desdichado sin vergüenza, de gran celebridad, no ya en Madrid, sino en toda España. Entonces la gozaba un grotesco personaje llamado Don Pepito, como la gozó luego Cepedita; no sé quién después, y últimamente el perro Paco.
De esta manera hablábamos de todo lo imaginable y mucho más, y siempre había para cada cosa su merecido en el inagotable saco del mordaz extremeño.
Entre tanto, yo que nada le ocultaba y me complacía en oírle hasta cuando fustigaba mis debilidades y resabios, no le había dicho todavía el verdadero motivo de mi estancia en la corte. Sólo sabía de mí que era un montañés de pocas rentas, que había ido a Madrid por asuntos particulares. Lo mismo que sabían en la posada y en casa de Balduque. ¡Singular escrúpulo el mío!
FIN |