Capítulo I
Una frondosa magnolia, podada por el jardinero de la casa con manos demasiado
académicas, cubría aquel domingo por la mañana con su sombra a los familiares de
la casa de Lucía Jerez. Las grandes flores blancas de la magnolia, plenamente
abiertas en sus ramas de hojas delgadas y puntiagudas, no parecían, bajo aquel
cielo claro y en el patio de aquella casa amable, las flores del árbol, sino las
del día, ¡esas flores inmensas e inmaculadas, que se imaginan cuando se ama
mucho! El alma humana tiene una gran necesidad de blancura. Desde que lo blanco
se oscurece, la desdicha empieza. La práctica y conciencia de todas las
virtudes, la posesión de las mejores cualidades, la arrogancia de los más nobles
sacrificios, no bastan a consolar el alma de un solo extravío.
Eran hermosas de ver, en aquel domingo, en el cielo fulgente, la luz azul, y
por entre los corredores de columnas de mármol, la magnolia elegante, entre las
ramas verdes, las grandes flores blancas y en sus mecedoras de mimbre, adornadas
con lazos de cinta, aquellas tres amigas, en sus vestidos de mayo: Adela,
delgada y locuaz, con un ramo de rosas Jacqueminot al lado izquierdo de su traje
de seda crema; Ana, ya próxima a morir, prendida sobre el corazón enfermo, en su
vestido de muselina blanca, una flor azul sujeta con unas hebras de trigo; y
Lucía, robusta y profunda, que no llevaba flores en su vestido de seda carmesí,
«porque no se conocía aun en los jardines la flor que a ella le gustaba: ¡la
flor negra!».
Las amigas cambiaban vivazmente sus impresiones de domingo. Venían de misa;
de sonreír en el atrio de la catedral a sus parientes y conocidos; de pasear por
las calles limpias, esmaltadas de sol, como flores desatadas sobre una bandeja
de plata con dibujos de oro. Sus amigas, desde las ventanas de sus casas grandes
y antiguas, las habían saludado al pasar. No había mancebo elegante en la ciudad
que no estuviese aquel mediodía por las esquinas de la calle de la Victoria. La
ciudad, en esas mañanas de domingo, parece una desposada. En las puertas,
abiertas de par en par, como si en ese día no se temiesen enemigos, esperan a
los dueños los criados, vestidos de limpio. Las familias, que apenas se han
visto en la semana, se reúnen a la salida de la iglesia para ir a saludar a la
madre ciega, a la hermana enferma, al padre achacoso. Los viejos ese día se
remozan. Los veteranos andan con la cabeza más erguida, muy luciente el chaleco
blanco, muy bruñido el puño del bastón. Los empleados parecen magistrados. A los
artesanos, con su mejor chaqueta de terciopelo, sus pantalones de dril muy
planchado y su sombrerín de castor fino, da gozo verlos. Los indios, en verdad,
descalzos y mugrientos, en medio de tanta limpieza y luz, parecen llagas. Pero
la procesión lujosa de madres fragantes y niñas galanas continúa, sembrando
sonrisas por las aceras de la calle animada; y los pobres indios, que la cruzan
a veces, parecen gusanos prendidos a trechos en una guirnalda. En vez de las
carretas de comercio o de las arrias de mercaderías, llenan las calles, tirados
por caballos altivos, carruajes lucientes. Los carruajes mismos, parece que van
contentos, y como de victoria. Los pobres mismos, parecen ricos. Hay una quietud
magna y una alegría casta. En las casas todo es algazara. Los nietos ¡qué ir a
la puerta, y aturdir al portero, impacientes por lo que la abuela tarda! Los
maridos ¡qué celos de la misa, que se les lleva, con sus mujeres queridas, la
luz de la mañana! La abuela, ¡cómo viene cargada de chucherías para los nietos,
de los juguetes que fue reuniendo en la semana para traerlos a la gente menor
hoy domingo, de los mazapanes recién hechos que acaba de comprar en la dulcería
francesa, de los caprichos de comer que su hija prefería cuando soltera, qué
carruaje el de la abuela, que nunca se vacía! Y en la casa de Lucía Jerez no se
sabía si había más flores en la magnolia, o en las almas.
Sobre un costurero abierto, donde Ana al ver entrar a sus amigas puso sus
enseres de coser y los ajuares de niño que regalaba a la Casa de Expósitos,
habían dejado caer Adela y Lucía sus sombreros de paja, con cintas semejantes a
sus trajes, revueltas como cervatillos que retozan. ¡Dice mucho, y cosas muy
traviesas, un sombrero que ha estado una hora en la cabeza de una señorita! Se
le puede interrogar, seguro de que responde: ¡de algún elegante caballero, y de
más de uno, se sabe que ha robado a hurtadillas una flor de un sombrero, o ha
besado sus cintas largamente, con un beso entrañable y religioso! El sombrero de
Adela era ligero y un tanto extravagante, como de niña que es capaz de
enamorarse de un tenor de ópera: el de Lucía era un sombrero arrogante y
amenazador; se salían por el borde del costurero las cintas carmesíes,
enroscadas sobre el sombrero de Adela como una boa sobre una tórtola: del fondo
de seda negro, por los reflejos de un rayo de sol que filtraba oscilando por una
rama de la magnolia, parecían salir llamas.
Estaban las tres amigas en aquella pura edad en que los caracteres todavía no
se definen: ¡ay, en esos mercados es donde suelen los jóvenes generosos, que van
en busca de pájaros azules, atar su vida a lindos vasos de carne que a poco
tiempo, a los primeros calores fuertes de la vida, enseñan la zorra astuta, la
culebra venenosa, el gato frío e impasible que les mora en el alma!
La mecedora de Ana no se movía, tal como apenas en sus labios pálidos la
afable sonrisa: se buscaban con los ojos las violetas en su falda, como si
siempre debiera estar llena de ellas. Adela no sin esfuerzo se mantenía en su
mecedora, que unas veces estaba cerca de Ana, otras de Lucía, y vacía las más.
La mecedora de Lucía, más echada hacia adelante que hacia atrás, cambiaba de
súbito de posición, como obediente a un gesto enérgico y contenido de su
dueña.
— Juan no viene: ¡te digo que Juan no viene!
— ¿:Por qué, Lucía, si sabes que si no viene te da pena?
— ¿:Y no te pareció Pedro Real muy arrogante? Mira, mi Ana, dame el secreto que
tú tienes para que te quiera todo el mundo: porque ese caballero, es necesario
que me quiera.
En un reloj de bronce labrado, embutido en un ancho plato de porcelana de
ramos azules, dieron las dos.
— Lo ves, Ana, lo ves; ya Juan no viene — y se levantó Lucía; fue a uno de los
jarrones de mármol colocados entre cada dos columnas, de las que de un lado y
otro adornaban el sombreado patio; arrancó sin piedad de su tallo lustroso una
camelia blanca, y volvió silenciosa a su mecedora, royéndole las hojas con los
dientes.
— Juan viene siempre, Lucía.
Asomó en este momento por la verja dorada que dividía el zaguán de la
antesala que se abría al patio, un hombre joven, vestido de negro, de quien se
despedían con respeto y ternura uno de mayor edad, de ojos benignos y poblada
barba, y un caballero entrado en largos años, triste, como quien ha vivido
mucho, que retenía con visible placer la mano del joven entre las suyas:
— Juan, ¿:por qué nació usted en esta tierra?
— Para honrarla si puedo, don Miguel, tanto como usted la ha honrado.
Fue la emoción visible en el rostro del viejo; y aun no había desaparecido
del zaguán, de brazo del de la buena barba, cuando Lucía, demudado el rostro y
temblándole en las pestañas las lágrimas, estaba en pie, erguida con singular
firmeza, junto a la verja dorada, y decía, clavando en Juan sus dos ojos
imperiosos y negros:
— Juan, ¿:por qué no habías venido?
Adela estaba prendiendo en aquel momento en sus cabellos rubios un jazmín del
Cabo.
Ana cosía un lazo azul a una gorrita de recién nacido, para la Casa de
Expósitos.
— Fui a rogar — respondió Juan sonriendo dulcemente — , que no apremiasen por la
renta de este mes a la señora del Valle.
— ¿:A la madre de Sol? ¿:de Sol del Valle?
Y pensando en la niña de la pobre viuda, que no había salido aun del colegio,
donde la tenía por merced la Directora, se entró Lucía, sin volver ni bajar la
cabeza, por las habitaciones interiores, en tanto que Juan, que amaba a quien lo
amaba, la seguía con los ojos tristemente.
Juan Jerez era noble criatura. Rico por sus padres, vivía sin el encogimiento
egoísta que desluce tanto a un hombre joven, mas sin aquella angustiosa
abundancia, siempre menor que los gastos y apetitos de sus dueños, con que los
ricuelos de poco sentido malgastan en empleos estúpidos, a que llaman placeres,
la hacienda de sus mayores. De sí propio, y con asiduo trabajo, se había ido
creando una numerosa clientela de abogado, en cuya engañosa profesión, entre
nosotros perniciosamente esparcida, le hicieron entrar, más que su voluntad,
dada a más activas y generosas labores, los deseos de su padre, que en la
defensa de casos limpios de comercio había acrecentado el haber que aportó al
matrimonio su esposa. Y así Juan Jerez, a quien la Naturaleza había puesto
aquella coraza de luz con que reviste a los amigos de los hombres, vino, por
esas preocupaciones legendarias que desfloran y tuercen la vida de las
generaciones nuevas en nuestros países, a pasar, entre lances de curia que a
veces le hacían sentir ansias y vuelcos, los años más hermosos de una juventud
sazonada e impaciente, que veía en las desigualdades de la fortuna, en la
miseria de los infelices, en los esfuerzos estériles de una minoría viciada por
crear pueblos sanos y fecundos, de soledades tan ricas como desiertas, de
poblaciones cuantiosas de indios míseros, objeto más digno que las controversias
forenses del esfuerzo y calor de un corazón noble y viril.
Llevaba Juan Jerez en el rostro pálido, la nostalgia de la acción, la
luminosa enfermedad de las almas grandes, reducida por los deberes corrientes o
las imposiciones del azar a oficios pequeños; y en los ojos llevaba como una
desolación, que solo cuando hacía un gran bien, o trabajaba en pro de un gran
objeto, se le trocaba, como un rayo de sol que entra en una tumba, en
centelleante júbilo. No se le dijera entonces un abogado de estos tiempos, sino
uno de aquellos trovadores que sabían tallarse, hartos ya de sus propias
canciones, en el mango de su guzla la empuñadura de una espada. El fervor de los
cruzados encendía en aquellos breves instantes de heroica dicha su alma buena; y
su deleite, que le inundaba de una luz parecida a la de los astros, era solo
comparable a la vasta amargura con que reconocía, a poco que en el mundo no
encuentran auxilio, sino cuando convienen a algún interés que las vicia, las
obras de pureza. Era de la raza selecta de los que no trabajan para el éxito,
sino contra él. Nunca, en esos pequeños pueblos nuestros donde los hombres se
encorvan tanto, ni a cambio de provechos ni de vanaglorias cedió Juan un ápice
de lo que creía sagrado en él, que era su juicio de hombre y su deber de no
ponerlo con ligereza o por paga al servicio de ideas o personas injustas; sino
que veía Juan su inteligencia como una investidura sacerdotal, que se ha de
tener siempre de manera que no noten en ella la más pequeña mácula los
feligreses; y se sentía Juan, allá en sus determinaciones de noble mozo, como un
sacerdote de todos los hombres, que uno a uno tenía que ir dándoles perpetua
cuenta, como si fuesen sus dueños, del buen uso de su investidura.
Y cuando veía que, como entre nosotros sucede con frecuencia, un hombre
joven, de palabra llameante y talento privilegiado, alquilaba por la paga o por
el puesto aquella insignia divina que Juan creía ver en toda superior
inteligencia, volvía los ojos sobre sí como llamas que le quemaban, tal como si
viera que el ministro de un culto, por pagarse la bebida o el juego, vendiese
las imágenes de sus dioses. Estos soldados mercenarios de la inteligencia lo
tachaban por eso de hipócrita, lo que aumentaba la palidez de Juan Jerez, sin
arrancar de sus labios una queja. Y otros decían, con más razón aparente — aunque
no en el caso de él — , que aquella entereza de carácter no era grandemente
meritoria en quien, rico desde la cuna, no había tenido que bregar por abrirse
camino, como tantos de nuestros jóvenes pobres, en pueblos donde por viejas
tradiciones coloniales se da a los hombres una educación literaria, y aun esta
descosida e incompleta, que no halla luego natural empleo en nuestros países
despoblados y rudimentarios, exuberantes, sin embargo, en fuerzas vivas, hoy
desaprovechadas o trabajadas apenas, cuando para hacer prósperas a nuestras
tierras y dignos a nuestros hombres no habría más que educarlos de manera que
pudiesen sacar provecho del suelo providísimo en que nacen. A manejar la lengua
hablada y escrita les enseñan, como único modo de vivir, en pueblos en que las
artes delicadas que nacen del cultivo del idioma no tienen el número suficiente,
no ya de consumidores, de apreciadores siquiera, que recompensen, con el precio
justo de estos trabajos exquisitos, la labor intelectual de nuestros espíritus
privilegiados. De modo que, como con el cultivo de la inteligencia vienen los
gustos costosos, tan naturales en los hispanoamericanos como el color sonrosado
en las mejillas de una niña quinceña; como en las tierras calientes y floridas,
se despierta temprano el amor, que quiere casa, y lo mejor que haya en la
ebanistería para amueblarla, y la seda más joyante y la pedrería más rica para
que a todos maraville y encele su dueña; como la ciudad, infecunda en nuestros
países nuevos, retiene en sus redes suntuosas a los que fuera de ella no saben
ganar el pan, ni en ella tienen cómo ganarlo, a pesar de sus talentos, bien así
como un pasmoso cincelador de espadas de taza, que sabría poblar éstas de
castellanas de larga amazona desmayadas en brazos de guerreros fuertes, y otras
sutiles lindezas en plata y en oro, no halla empleo en un villorrio de gente
labriega, que vive en paz, o al puñal o a los puños remite el término de sus
contiendas; como con nuestras cabezas hispanoamericanas, cargadas de ideas de
Europa y Norteamérica, somos en nuestros propios países a manera de frutos sin
mercado, cual las excrecencias de la tierra, que le pesan y estorban, y no como
su natural florecimiento, sucede que los poseedores de la inteligencia, estéril
entre nosotros por su mala dirección, y necesitados para subsistir de hacerla
fecunda, la dedican con exceso exclusivo a los combates políticos, cuando más
nobles, produciendo así un desequilibrio entre el país escaso y su política
sobrada, o, apremiados por las urgencias de la vida, sirven al gobernante fuerte
que les paga y corrompe, o trabajan por volcarle cuando, molestado aquel por
nuevos menesterosos, les retira la paga abundante de sus funestos servicios. De
estas pesadumbres públicas venían hablando el de la barba larga, el anciano de
rostro triste, y Juan Jerez, cuando este, ligado desde niño por amores a su
prima Lucía, se entró por el zaguán de baldosas de mármol pulido espaciosas y
blancas como sus pensamientos.
La bondad es la flor de la fuerza. Aquel Juan brioso, que andaba siempre
escondido en las ocasiones de fama y alarde, pero visible apenas se sabía de una
prerrogativa de la patria desconocida o del decoro y albedrío de algún hombre
hollados; aquel batallador temible y áspero, a quien jamás se atrevieron a
llegar, avergonzadas de antemano, las ofertas y seducciones corruptoras a que
otros vociferantes de temple venal habían prestado oídos; aquel que llevaba
siempre en el rostro pálido y enjuto como el resplandor de una luz alta y
desconocida, y en los ojos el centelleo de la hoja de una espada; aquel que no
veía desdicha sin que creyese deber suyo remediarla, y se miraba como un
delincuente cada vez que no podía poner remedio a una desdicha; aquel amantísimo
corazón, que sobre todo desamparo vaciaba su piedad inagotable, y sobre toda
humildad, energía o hermosura prodigaba apasionadamente su amor, había cedido,
en su vida de libros y abstracciones, a la dulce necesidad, tantas veces
funesta, de apretar sobre su corazón una manecita blanca. La de esta o la de
aquella le importaban poco; y él, en la mujer, veía más el símbolo de las
hermosuras ideadas que un ser real.
Lo que en el mundo corre con nombre de buenas fortunas, y no son, por lo
común, de una parte o de otra, más que odiosas vilezas, habían salido, una que
otra vez, al camino de aquel joven rico a cuyo rostro venía, de los adentros del
alma, la irresistible belleza de un noble espíritu. Pero esas buenas fortunas,
que en el primer instante llenan el corazón de los efluvios trastornadores de la
primavera, y dan al hombre la autoridad confiada de quien posee y conquista;
esos amoríos de ocasión, miel en el borde, hiel en el fondo, que se pagan con la
moneda más valiosa y más cara, la de la propia limpieza; esos amores irregulares
y sobresaltados, elegante disfraz de bajos apetitos, que se aceptan por
desocupación o vanidad, y roen luego la vida, como úlceras, solo lograron en el
ánimo de Juan Jerez despertar el asombro de que, so pretexto o nombre de cariño,
vivan hombres y mujeres, sin caer muertos de odio a sí mismos, en medio de tan
torpes liviandades. Y no cedía a ellas, porque la repulsión que le inspiraba,
cualesquiera que fuesen sus gracias, una mujer que cerca de la mesa de trabajo
de su esposo o junto a la cuna de su hijo no temblaba de ofrecerlas, era mayor
que las penosas satisfacciones que la complicidad con una amante liviana produce
a un hombre honrado.
Era la de Juan Jerez una de aquellas almas infelices que solo pueden hacer lo
grande y amar lo puro. Poeta genuino, que sacaba de los espectáculos que veía en
sí mismo, y de los dolores y sorpresas de su espíritu, unos versos extraños,
adoloridos y profundos, que parecían dagas arrancadas de su propio pecho,
padecía de esa necesidad de la belleza que como un marchamo ardiente, señala a
los escogidos del canto. Aquella razón serena, que los problemas sociales o las
pasiones comunes no oscurecían nunca, se le ofuscaba hasta hacerle llegar a la
prodigalidad de sí mismo, en virtud de un inmoderado agradecimiento. Había en
aquel carácter una extraña y violenta necesidad del martirio, y si por la
superioridad de su alma le era difícil hallar compañeros que se la estimaran y
animasen, él, necesitado de darse, que en su bien propio para nada se quería, y
se veía a sí mismo como una propiedad de los demás que guardaba él en depósito,
se daba como un esclavo a cuantos parecían amarle y entender su delicadeza o
desear su bien.
Lucía, como una flor que el sol encorva sobre su tallo débil cuando esplende
en todo su fuego el mediodía; que como toda naturaleza subyugadora necesitaba
ser subyugada; que de un modo confuso e impaciente, y sin aquel orden y humildad
que revelan la fuerza verdadera, amaba lo extraordinario y poderoso, y gustaba
de los caballos desalados, de los ascensos por la montaña, de las noches de
tempestad y de los troncos abatidos; Lucía, que, niña aun, cuando parecía que la
sobremesa de personas mayores en los gratos almuerzos de domingo debía
fatigarle, olvidaba los juegos de su edad, y el coger las flores del jardín, y
el ver andar en parejas por el agua clara de la fuente los pececillos de plata y
de oro, y el peinar las plumas blandas de su último sombrero, por escuchar,
hundida en su silla, con los ojos brillantes y abiertos, aquellas aladas
palabras, grandes como águilas, que Juan reprimía siempre delante de gente
extraña o común, pero dejaba salir a caudales de sus labios, como lanzas
adornadas de cintas y de flores, apenas se sentía, cual pájaro perseguido en su
nido caliente, entre almas buenas que le escuchaban con amor; Lucía, en quien un
deseo se clavaba como en los peces se clavan los anzuelos, y de tener que
renunciar a algún deseo, quedaba rota y sangrando, como cuando el anzuelo se le
retira queda la carne del pez; Lucía que, con su encarnizado pensamiento, había
poblado el cielo que miraba, y los florales cuyas hojas gustaba de quebrar, y
las paredes de la casa en que lo escribía con lápices de colores, y el pavimento
a que con los brazos caídos sobre los de su mecedora solía quedarse mirando
largamente; de aquel nombre adorado de Juan Jerez, que en todas partes por donde
miraba le resplandecía, porque ella lo fijaba en todas partes con su voluntad y
su mirada como los obreros de la fábrica de Eibar, en España, embuten los hilos
de plata y de oro sobre la lámina negra del hierro esmerilado; Lucía, que cuando
veía entrar a Juan, sentía resonar en su pecho unas como arpas que tuviesen
alas, y abrirse en el aire, grandes como soles, unas rosas azules, ribeteadas de
negro, y cada vez que lo veía salir, le tendía con desdén la mano fría, colérica
de que se fuese, y no podía hablarle, porque se le llenaban de lágrimas los
ojos; Lucía, en quien las flores de la edad escondían la lava candente que como
las vetas de metales preciosos en las minas le culebreaban en el pecho; Lucía,
que padecía de amarle, y le amaba irrevocablemente, y era bella a los ojos de
Juan Jerez, puesto que era pura, sintió una noche, una noche de su santo, en que
antes de salir para el teatro se abandonaba a sus pensamientos con una mano
puesta sobre el mármol del espejo, que Juan Jerez, lisonjeado por aquella
magnífica tristeza, daba un beso, largo y blando, en su otra mano. Toda la
habitación le pareció a Lucía llena de flores; del cristal del espejo creyó ver
salir llamas; cerró los ojos, como se cierran siempre en todo instante de dicha
suprema, tal como si la felicidad tuviese también su pudor, y para que no cayese
en tierra, los mismos brazos de Juan tuvieron delicadamente que servir de apoyo
a aquel cuerpo envuelto en tules blancos, de que en aquella hora de nacimiento
parecía brotar luz. Pero Juan aquella noche se acostó triste, y Lucía misma, que
amaneció junto a la ventana en su vestido de tules, abrigados los hombros en una
aérea nube azul, se sentía, aromada como un vaso de perfumes, pero seria y
recelosa....
— Ana mía, Ana mía, aquí está Pedro Real. ¡Míralo qué arrogante!
— Arrodíllate, Adela: arrodíllate ahora mismo — le respondió dulcemente Ana,
volviendo a ella su hermosa cabeza de ondulantes cabellos castaños — ; mientras
que Juan, que venía de hacer paces con Lucía refugiada en la antesala, salía a
la verja del zaguán a recibir al amigo de la casa.
Adela se arrodilló, cruzados los brazos sobre las rodillas de Ana; y Ana hizo
como que le vendaba los labios con una cinta azul, y le dijo al oído, como quien
ciñe un escudo o ampara de un golpe, estas palabras:
— Una niña honesta no deja conocer que le gusta un calavera, hasta que no haya
recibido de él tantas muestras de respeto, que nadie pueda dudar que no la
solicita para su juguete.
Adela se levantó riendo, y puestos los ojos, entre curiosos y burlones, en el
galán caballero, que del brazo de Juan venía hacia ellas, los esperó de pie al
lado de Ana, que con su serio continente, nunca duro, parecía querer atenuar en
favor de Adela misma, su excesiva viveza. Pedro, aturdido y más amigo de las
mariposas que de las tórtolas, saludó a Adela primero.
Ana retuvo un instante en su mano delgada la de Pedro, y con aquellos
derechos de señora casada que da a las jóvenes la cercanía de la muerte.
— Aquí — le dijo — , Pedro: aquí toda esta tarde a mi lado — ¡Quién sabe si,
enfrente de aquella hermosa figura de hombre joven, no le pesaba a la pobre Ana,
a pesar de su alma de sacerdotisa, dejar la vida! ¡Quién sabe si quería solo
evitar que la movible Adela, revoloteando en torno de aquella luz de belleza, se
lastimase las alas!
Porque aquella Ana era tal que, por donde ella iba, resplandecía. Y aunque
brillase el sol, como por encima de la gran magnolia estaba brillando aquella
tarde, alrededor de Ana se veía una claridad de estrella. Corrían arroyos dulces
por los corazones cuando estaba en presencia de ella. Si cantaba, con una voz
que se esparcía por los adentros del alma, como la luz de la mañana por los
campos verdes, dejaba en el espíritu una grata intranquilidad, como de quien ha
entrevisto, puesto por un momento fuera del mundo, aquellas musicales claridades
que solo en las horas de hacer bien, o de tratar a quien lo hace, distingue
entre sus propias nieblas el alma. Y cuando hablaba aquella dulce Ana,
purificaba.
Pedro era bueno, y comenzó a alabarle, no el rostro, iluminado ya por aquella
luz de muerte que atrae a las almas superiores y aterra a las almas vulgares,
sino el ajuar de niño a que estaba poniendo Ana las últimas cintas. Pero ya no
era ella sola la que cosía, y armaba lazos, y los probaba en diferentes lados
del gorro de recién nacido: Adela súbitamente se había convertido en una gran
trabajadora. Ya no saltaba de un lugar a otro, como cuando juntas conversaban
hacía un rato ella, Ana y Lucía, sino que había puesto su silla muy junto a la
de Ana. Y ella también, iba a estar sentada al lado de Ana toda la tarde. En sus
mejillas pálidas, había dos puntos encendidos que ganaban en viveza a las cintas
del gorro, y realzaban la mirada impaciente de sus ojos brillantes y atrevidos.
Se le desprendía el cabello inquieto, como si quisiese, libre de redes, soltarse
en ondas libres por la espalda. En los movimientos nerviosos de su cabeza, dos o
tres hojas de la rosa encarnada que llevaba prendida en el peinado, cayeron al
suelo. Pedro las veía caer. Adela, locuaz y voluble, ya andaba en la canastilla,
ya revolvía en la falda de Ana los adornos del gorro, ya cogía como útil el que
acababa de desechar con un mohín de impaciencia, ya sacudía y erguía un momento
la ligera cabeza, fina y rebelde, como la de un potro indómito. Sobre las losas
de mármol blanco se destacaban, como gotas de sangre, las hojas de rosa.
Se hablaba de aquellas cosas banales de que conversan en estas tertulias de
domingo, la gente joven de nuestros países. El tenor, ¡oh el tenor! había estado
admirable. Ella se moría por las voces del tenor. Es un papel encantador el de
Francisco I. Pero la señora de Ramírez, ¡cómo había tenido el valor de ir
vestida con los colores del partido que fusiló a su esposo!, es verdad que se
casa con un coronel del partido contrario, que firmó como auditor en el proceso
del señor Ramírez. Es muy buen mozo el coronel, es muy buen mozo. Pero la señora
Ramírez ha gastado mucho, ya no es tan rica como antes; tuvo a siete bordadoras
empleadas un mes en bordarle de oro el vestido de terciopelo negro que llevó a
Rigoletto, era muy pesado el vestido. ¡Oh! ¿:Y Teresa Luz? lindísima,
Teresa Luz: bueno, la boca, sí, la boca no es perfecta, los labios son demasiado
finos; ¡ah, los ojos! bueno, los ojos son un poco fríos, no calientan, no
penetran: pero qué vaguedad tan dulce; hacen pensar en las espumas de la mar. Y,
¡cómo persigue a María Vargas ese caballerete que ha venido de París, con sus
versos copiados de François Coppee, y su política de alquiler, que vino,
sirviendo a la oposición y ya está poco menos que con el Gobierno! El padre de
María Vargas va a ser Ministro y él quiere ser diputado. Elegante sí es. El
peinado es ridículo, con la raya en mitad de la cabeza y la frente escondida
bajo las ondas. Ni a las mujeres está bien eso de cubrirse la frente, donde está
la luz del rostro. Que el cabello la sombree un poco con sus ondas naturales;
pero ¿:a qué cubrir la frente, espejo donde los amantes se asoman a ver su propia
alma, tabla de mármol blanco donde se firman las promesas puras, nido de las
manos lastimadas en los afanes de la vida? Cuando se padece mucho, no se desea
un beso en los labios sino en la frente. Y ese mismo poetín lo dijo muy bien el
otro día en sus versos «A una niña muerta», era algo así como esto: las rosas
del alma suben a las mejillas; las estrellas del alma, a la frente. Hay algo de
tenebroso y de inquietante en esas frentes cubiertas. No, Adela, no, a usted le
está encantadora esa selva de ricitos: así pintaban en los cuadros de antes a
los cupidos revoloteando sobre la frente de las diosas. No, Adela, no le hagas
caso: esas frentes cubiertas, me dan miedo. Es que ya se piensan unas cosas, que
las mujeres se cubren la frente de miedo de que se las vean. Oh, no, Ana: ¿:qué
han de pensar ustedes más que jazmines y claveles? Pues que no, Pedro: rompa
usted las frentes, y verá dentro, en unos tiestitos que parecen bocas abiertas,
unas plantas secas, que dan unas florecitas redondas y amarillas. Y Ana iba así
ennobleciendo la conversación, porque Dios le había dado el privilegio de las
flores: el de perfumar. Adela, silenciosa hacía un momento, alzó la cabeza y
mantuvo algún tiempo los ojos fijos delante de sí, viendo como el perfil céltico
de Pedro, con su hermosa barba negra, se destacaba, a la luz sana de la tarde,
sobre el zócalo de mármol que revestía una de las anchas columnas del corredor
de la casa. Bajó la cabeza, y a este movimiento, se desprendió de ella la rosa
encarnada, que cayó deshaciéndose a los pies de Pedro.
Juan y Lucía aparecieron por el corredor, ella como arrepentida y sumisa, él
como siempre, sereno y bondadoso. Hermosa era la pareja, tal como se venían
lentamente acercando al grupo de sus amigas en el patio. Altos los dos, Lucía,
más de lo que sentaba a sus años y sexo, Juan, de aquella elevada estatura,
realzada por las proporciones de las formas, que en sí misma lleva algo de
espíritu, y parece dispuesta por la naturaleza al heroísmo y al triunfo. Y allá,
en la penumbra del corredor, como un rayo de luz diese sobre el rostro de Juan,
y de su brazo, aunque un poco a su zaga, venía Lucía, en la frente de él, vasta
y blanca, parecía que se abría una rosa de plata: y de la de Lucía se veían
solo, en la sombra oscura del rostro, sus dos ojos llameantes, como dos
amenazas.
— Está Ana imprudente — dijo Juan con su voz de caricia — : ¿:cómo no tiene miedo a
este aire del crepúsculo?
— ¡Pero si es ya el mío natural, Juan querido! Vamos, Pedro: deme el
brazo.
— Pero pronto, Pedro, que esta es la hora en que los aromas suben de las
flores, y si no la haces presa, se nos escapa.
— ¡Este Juan bueno! ¿:No es verdad, Juan, que Lucía es una loca? Ya Adela y
Pedro me están al lado cuchicheando, de apetito. Vamos, pues, que a esta hora la
gente dichosa tiene deseo de tomar el chocolate.
El chocolate fragante les esperaba, servido en una mesa de ónix, en la linda
antesala. Era aquel un capricho de domingo. Gustan siempre los jóvenes de lo
desordenado e imprevisto. En el comedor, con dos caballeros de edad, discutía
las cosas públicas el buen tío de Lucía y Ana, caballero de gorro de seda y
pantuflas bordadas. La abuelita de la casa, la madre del señor tío, no salía ya
de su alcoba, donde recordaba y rezaba.
La antesala era linda y pequeña, como que se tiene que ser pequeño para ser
lindo. De unos tulipanes de cristal trenzado, suspendidos en un ramo del techo
por un tubo oculto entre hojas de tulipán simuladas en bronce, caía sobre la
mesa de ónix la claridad anaranjada y suave de la lámpara de luz eléctrica
incandescente. No había más asientos que pequeñas mecedoras de Viena, de rejilla
menuda y madera negra. El pavimento de mosaico de colores tenues que, como el de
los atrios de Pompeya, tenía la inscripción «Salve» en el umbral, estaba lleno
de banquetas revueltas, como de habitación en que se vive: porque las
habitaciones se han de tener lindas, no para enseñarlas, por vanidad, a las
visitas, sino para vivir en ellas. Mejora y alivia el contacto constante de lo
bello. Todo en la tierra, en estos tiempos negros, tiende a rebajar el alma,
todo, libros y cuadros, negocios y afectos, ¡aun en nuestros países azules!
Conviene tener siempre delante de los ojos, alrededor, ornando las paredes,
animando los rincones donde se refugia la sombra, objetos bellos, que la
coloreen y la disipen.
Linda era la antesala, pintado el techo con los bordes de guirnaldas de
flores silvestres, las paredes cubiertas, en sus marcos de roble liso dorado, de
cuadros de Madrazo y de Nittis, de Fortuny y de Pasini, grabados en Goupil; de
dos en dos estaban colgados los cuadros, y entre cada dos grupos de ellos, un
estantillo de ébano, lleno de libros, no más ancho que los cuadros, ni más alto
ni bajo que el grupo. En la mitad del testero que daba frente a la puerta del
corredor, una esbelta columna de mármol negro sustentaba un aéreo busto de la
Mignon de Goethe, en mármol blanco, a cuyos pies, en un gran vaso de porcelana
de Tokio, de ramazones azules, Ana ponía siempre mazos de jazmines y de lirios.
Una vez la traviesa Adela había colgado al cuello de Mignon una guirnalda de
claveles encarnados. En este testero no había libros, ni cuadros que no fuesen
grabados de episodios de la vida de la triste niña, y distribuidos como un halo
en la pared en derredor del busto. Y en las esquinas de la habitación, en
caballetes negros, sin ornamentos dorados, ostentaban su rica encuadernación
cuatro grandes volúmenes: El Cuervo de Edgar Poe, el Cuervo desgarrador y
fatídico, con láminas de Gustavo Doré, que se llevan la mente por los espacios
vagos en alas de caballos sin freno: el Rubaiyat el poema persa, el poema
del vino moderado y las rosas frescas, con los dibujos apodícticos del
norteamericano Elihu Vedder; un rico ejemplar manuscrito, empastado en seda
lila, de Las Noches, de Alfredo de Musset; y un Wilhelm Meister el
libro de Mignon, cuya pasta original, recargada de arabescos insignificantes,
había hecho reemplazar Juan, en París, por una de tafilete negro mate embutido
con piedras preciosas: topacios tan claros como el alma de la niña, turquesas,
azules como sus ojos; no esmeraldas, porque no hubo en aquella vaporosa vida;
ópalos, como sus sueños; y un rubí grande y saliente, como su corazón hinchado y
roto. En aquel singular regalo a Lucía, gastó Juan sus ganancias de un año. Por
los bajos de la pared, y a manera de sillas, había, en trípodes de ébano,
pequeños vasos chinos, de colores suaves, con mucho amarillo y escaso rojo. Las
paredes, pintadas al óleo, con guirnaldas de flores, eran blancas. Causaba
aquella antesala, en cuyo arreglo influyó Juan, una impresión de fe y de
luz.
Y allí se sentaron los cinco jóvenes, a gustar en sus tazas de coco el rico
chocolate de la casa, que en hacerlo fragante era famosa. No tenía mucho azúcar,
ni era espeso. ¡Para gente mayor, el chocolate espeso! Adela, caprichosa, pedía
para sí la taza que tuviese más espuma.
— Esta, Adela — le dijo Juan, poniendo ante ella, antes de sentarse, una de las
tazas de coco negro, en la que la espuma hervía tornasolada.
— ¡Malvado! — le dijo Adela, mientras que todos reían — ; ¡me has dado la de la
ardilla!
Eran unas tazas, extrañas también, en que Juan, amigo de cosas, patrias,
había sabido hacer que el artífice combinara la novedad y el arte. Las tazas
eran de esos coquillos negros de óvalo perfecto, que los indígenas realzan con
caprichosas labores y leyendas, sumisas éstas como su condición, y aquellas
pomposas, atrevidas y extrañas, muy llenas de alas y de serpientes, recuerdos
tenaces de un arte original y desconocido que la conquista hundió en la tierra,
a botes de lanza. Y estos coquillos negros estaban muy pulidos por dentro, y en
todo su exterior trabajados en relieve sutil como encaje. Cada taza descansaba
en una trípode de plata, formada por un atributo de algún ave o fiera de
América, y las dos asas eran dos preciosas miniaturas, en plata también, del
animal simbolizado en la trípode. En tres colas de ardilla se asentaba la taza
de Adela, y a su chocolate se asomaban las dos ardillas, como a un mar de
nueces. Dos quetzales altivos, dos quetzales de cola de tres plumas, larga la
del centro como una flecha verde, se asían a los bordes de la taza de Ana: ¡el
quetzal noble, que cuando cae cautivo o ve rota la pluma larga de su cola,
muere! Las asas de la taza de Lucía eran dos pumas elásticos y fieros, en la
opuesta colocación dedos enemigos que se acechan: descansaba sobre tres garras
de puma, el león americano. Dos águilas eran las asas de la de Juan; y la de
Pedro, la del buen mozo Pedro, dos monos capuchinos.
Juan quería a Pedro, como los espíritus fuertes quieren a los débiles, y
como, a modo de nota de color o de grano de locura, quiere, cual forma suavísima
del pecado, la gente que no es ligera a la que lo es.
Los hombres austeros tienen en la compañía momentánea de esos pisaverdes
alocados el mismo género de placer que las damas de familia que asisten de
tapadillo a un baile de máscaras. Hay cierto espíritu de independencia en el
pecado, que lo hace simpático cuando no es excesivo. Pocas son por el mundo las
criaturas que, hallándose con las encías provistas de dientes, se deciden a no
morder, o reconocen que hay un placer más profundo que el de hincar los dientes,
y es no usarlos. Pues, ¿:para qué es la dentadura, se dicen los más; sobre todo
cuando la tienen buena, sino para lucirla, y triturar los manjares que se
lleguen a la boca? Y Pedro era de los que lucían la dentadura.
Incapaz, tal vez, de causar mal en conciencia, el daño estaba en que él no
sabía cuando causaba mal, o en que, siendo la satisfacción de un deseo, él no
veía en ella mal alguno, sino que toda hermosura, por serlo, le parecía de él, y
en su propia belleza, la belleza funesta de un hombre perezoso y adocenado, veía
como un título natural, título de león, sobre los bienes de la tierra, y el
mayor de ellos, que son sus bellas criaturas. Pedro tenía en los ojos aquel
inquieto centelleo que subyuga y convida: en actos y palabras, la insolente
firmeza que da la costumbre de la victoria, y en su misma arrogancia tal olvido
de que la tenía, que era la mayor perfección y el más temible encanto de
ella.
Viajero afortunado; con el caudal ya corto de su madre, por tierras de
afuera, perdió en ellas, donde son pecadillos las que a nosotros nos parecen con
justicia infamias, aquel delicado concepto de la mujer sin el que, por grandes
esfuerzos que haga luego la mente, no le es lícito gozar, puesto que no le es
lícito creer en el amor de la más limpia criatura. Todos aquellos placeres que
no vienen derechamente y en razón de los afectos legítimos, aunque sean champaña
de la vanidad, son acíbar de la memoria. Eso en los más honrados, que en los que
no lo son, de tanto andar entre frutas estrujadas, llegan a enviciarse los ojos
de manera que no tienen más arte ni placer que los de estrujar frutas. Solo Ana,
de cuantas jóvenes había conocido a su vuelta de las malas tierras de afuera, le
había inspirado, aun antes de su enfermedad, un respeto que en sus horas de
reposo solía trocarse en un pensamiento persistente y blando. Pero Ana se iba al
cielo: Ana, que jamás hubiera puesto a aquel turbulento mancebo de señor de su
alma apacible, como un palacio de nácar; pero que, por esa fatal perversión que
atrae a los espíritus desemejantes, no había visto sin un doloroso interés y una
turbación primaveral, aquella rica hermosura de hombre, airosa y firme, puesta
por la naturaleza como vestidura a un alma escasa, tal como suelen algunos
cantantes transportar a inefables deliquios y etéreas esferas a sus oyentes, con
la expresión en notas querellosas y cristalinas, blancas como las palomas o
agudas como puñales, de pasiones que sus espíritus burdos son incapaces de
entender ni de sentir. ¿:Quién no ha visto romper en actos y palabras brutales
contra su delicada mujer a un tenor que acababa de cantar, con sobrehumano
poder, el «Spirto Gentil» de la Favorita? Tal la hermosura sobre las
almas escasas.
Y Juan, por aquella seguridad de los caracteres incorruptibles, por aquella
benignidad de los espíritus superiores, por aquella afición a lo pintoresco de
las imaginaciones poéticas, y por lazos de niño, que no se rompen sin gran dolor
del corazón, Juan quería a Pedro.
Hablaban de las últimas modas, de que en París se rehabilita el color verde,
de que en París, decía Pedro, nada más se vive.
— Pues yo no — decía Ana — . Cuando Lucía sea ya señora formal, adonde vamos los
tres es a Italia y a España: ¿:verdad, Juan?
— Verdad, Ana. Adonde la Naturaleza es bella y el arte ha sido perfecto. A
Granada, donde el hombre logró lo que no ha logrado en pueblo alguno de la
tierra: cincelar en las piedras sus sueños; a Nápoles, donde el alma se siente
contenta, como si hubiera llegado a su término. ¿:Tú no querrás, Lucía?
— Yo no quiero que tú veas nada, Juan. Yo te haré en ese cuarto la Alhambra, y
en este patio Nápoles; y tapiaré las puertas, ¡y así viajaremos!
Rieron todos; pero Adela ya había echado camino de París, quién sabe con qué
compañero, los deseos alegres. Ella quería saberlo todo, no de aquella tranquila
vida interior y regalada, al calor de la estufa, leyendo libros buenos, después
de curiosear discretamente por entre las novedades francesas, y estudiar con
empeño tanta riqueza artística como París encierra; sino la vida teatral y
nerviosa, la vida de museo que en París generalmente se vive, siempre en pie,
siempre cansado, siempre adolorido; la vida de las heroínas de teatro, de las
gentes que se enseñan, damas que enloquecen, de los nababs que deslumbran con el
pródigo empleo de su fortuna.
Y mientras que Juan, generoso, dando suelta al espíritu impaciente, sacaba
ante los ojos de Lucía, para que se le fuese aquietando el carácter, y se
preparaba a acompañarle por el viaje de la existencia, las interioridades
luminosas de su alma peculiar y excelsa, y decía cosas que, por la nobleza que
enseñaban o la felicidad que prometían, hacían asomar lágrimas de ternura y de
piedad a los ojos de Ana-Adela y Pedro, en plena Francia, iban y venían, como
del brazo, por bosques y bulevares. «La Judic ya no se viste con Worth. La mano
de la Judic es la más bonita de París. En las carreras es donde se lucen los
mejores vestidos. ¡Qué linda estaría Adela, en el pescante de un coche de
carreras, con un vestido de tila muy suave, adornado con pasamanería de plata!
¡Ah, y con un guía como Pedro, que conocía tan bien la ciudad, qué pronto no se
estaría al corriente de todo! ¡Allí no se vive con estas trabas de aquí, donde
todo es malo! La mujer es aquí una esclava disfrazada: allí es donde es la
reina. Eso es París ahora: el reinado de la mujer. Acá, todo es pecado: si se
sale, si se entra, si se da el brazo a un amigo, si se lee un libro ameno. ¡Pero
esa es una falta de respeto, eso es ir contra las obras de la naturaleza!
¿:Porque una flor nace en un vaso de Sevres, se la ha de privar del aire y de la
luz? ¿:Porque la mujer nace más hermosa que el hombre, se le ha de oprimir el
pensamiento, y so pretexto de un recato gazmoño, obligarla a que viva,
escondiendo sus impresiones, como un ladrón esconde su tesoro en una cueva? Es
preciso, Adelita, es preciso. Las mujeres más lindas de París son las
sudamericanas. ¡Oh, no habría en París otra tan chispeante como ella!».
— Vea, Pedro — interrumpió a este punto Ana, con aquella sonrisa suya que hacía
más eficaces sus reproches — , déjeme quieta a Adela. Usted sabe que yo pinto,
¿:verdad?
— Pinta unos cuadritos que parecen música; todos llenos de una luz que sube;
con muchos ángeles y serafines. ¿:Por qué no nos enseñas el último, Ana mía? Es
lindísimo, Pedro, y sumamente extraño.
— ¡Adela, Adela!
— De veras que es muy extraño. Es como en una esquina de jardín y el ciclo es
claro, muy claro y muy lindo. Un joven... muy buen mozo... vestido con un traje
gris muy elegante, se mira las manos asombrado. Acaba de romper un lirio, que ha
caído a sus pies, y le han quedado las manos manchadas de sangre.
— ¿:Qué le parece, Pedro, de mi cuadro?
— Un éxito seguro. Yo conocí en París a un pintor de México, un Manuel
Ocaranza, que hacía cosas como esas.
— Entre los caballeros que rompen o manchan lirios quisiera yo que tuviese
éxito mi cuadro. ¡Quién pintara de veras, y no hiciera esos borrones míos!
Pedro: borrón y todo, en cuanto me ponga mejor, voy a hacer una copia para
usted.
— ¡Para mí! Juan, ¿:por qué no es este el tiempo en que no era mal visto que
los caballeros besasen la mano a las damas?
— Para usted, pero a condición de que lo ponga en un lugar tan visible que por
todas partes le salte a los ojos. Y ¿:por qué estamos hablando ahora de mis obras
maestras? ¡Ah! porque usted me le hablaba a Adela mucho de París. ¡Otro cuadro
voy a empezar en cuanto me ponga buena! Sobre una colina voy a pintar un
monstruo sentado. Pondré la luna en cenit, para que caiga de lleno sobre el lomo
del monstruo, y me permita simular con líneas de luz en las partes salientes los
edificios de París más famosos. Y mientras la luna le acaricia el lomo, y se ve
por el contraste del perfil luminoso toda la negrura de su cuerpo, el monstruo,
con cabeza de mujer, estará devorando rosas. Allá por un rincón se verán jóvenes
flacas y desmelenadas que huyen, con las túnicas rotas, levantando las manos al
cielo.
— Lucía — dijo Juan reprimiendo mal las lágrimas, al oído de su prima, siempre
absorta — : ¡y que esta pobre Ana se nos muera!
Pedro no hallaba palabras oportunas, sino aquella confusión y malestar que la
gente dada a la frivolidad y el gozo experimenta en la compañía íntima de una de
esas criaturas que pasan por la tierra, a manera de visión, extinguiéndose
plácidamente, con la feliz capacidad de adivinar las cosas puras, sobrehumanas,
y la hermosa indignación por la batalla de apetitos feroces en que se consume,
la tierra.
— De fieras, yo conozco dos clases — decía una vez Ana — : una se viste de pieles,
devora animales, y anda sobre garras; otra se viste de trajes elegantes, come
animales y almas y anda sobre una sombrilla o un bastón. No somos más que fieras
reformadas.
Aquella Ana, cuando estaba en la intimidad, solía decir de estas cosas
singulares. ¿:Dónde había sufrido tanto la pobre niña salida apenas del círculo
de su casa venturosa, que así había aprendido a conocer y perdonar? ¿:Se vive
antes de vivir? ¿:O las estrellas, ganosas de hacer un viaje de recreo por la
tierra, suelen por algún tiempo alojarse en un cuerpo humano? ¡Ay! por eso duran
tan poco los cuerpos en que se alojan las estrellas.
— ¿:Conque Ana pinta, y La Revista de Artes está buscando cuadros de
autores del país que dar a conocer, y este Juan pecador no ha hecho ya publicar
esas maravillas en La Revista?
— Esta Ana nuestra, Pedro, se nos enoja de que la queramos sacar a luz. Ella
no quiere que se vean sus cuadros hasta que no los juzgue bastante acabados para
resistir la crítica. Pero la verdad es, Ana, que Pedro Real tiene razón.
— ¿:Razón, Pedro Real? — dijo Ana con una risa cristalina, de madre generosa — .
No, Juan. Es verdad que las cosas de arte que no son absolutamente necesarias,
no deben hacerse sino cuando se pueden hacer enteramente bien, y estas cosas que
yo hago, que veo vivas y claras en lo hondo de mi mente, y con tal realidad que
me parece que las palpo, me quedan luego en la tela tan contrahechas y duras que
creo que mis visiones me van a castigar, y me regañan, y toman mis pinceles de
la caja, y a mí de una oreja, y me llevan delante del cuadro para que vea cómo
borran coléricas la mala pintura que hice de ellas. Y luego, ¿:qué he de saber
yo, sin más dibujo que el que me enseñó el señor Mazuchellí, ni más colores que
estos tan pálidos que saco de mí misma?
Seguía Lucía con ojos inquietos la fisonomía de Juan, profundamente
interesado en lo que, en uno de esos momentos de explicación de sí mismos que
gustan de tener los que llevan algo en sí y se sienten morir, iba diciendo Ana.
¡Qué Juan aquel, que la tenía al lado, y pensaba en otra cosa! Ana, sí, Ana era
muy buena; pero ¿:qué derecho tenía Juan a olvidarse tanto de Lucía, y estando a
su lado, poner tanta atención en las rarezas de Ana? Cuando ella estaba a su
lado, ella debía ser su único pensamiento. Y apretaba sus labios; se le
encendían de pronto, como de un vuelco de la sangre las mejillas; enrollaba
nerviosamente en el dedo índice de la mano izquierda un finísimo pañuelo de
batista y encaje. Y lo enrolló tanto y tanto, y lo desenrollaba con tal
violencia, que yendo rápidamente de una mano a la otra, el lindo pañuelo parecía
una víbora, una de esas víboras blancas que se ven en la costa yucateca.
— Pero no es por eso por lo que no enseño yo a nadie mis cuadritos — siguió
Ana — ; sino porque cuando los estoy pintando, me alegro o me entristezco como una
loca, sin saber por qué: salto de contento, yo que no puedo saltar ya mucho,
cuando creo que con un rasgo de pincel le he dado a unos ojos, o a la tórtola
viuda que pinté el mes pasado, la expresión que yo quería; y si pinto una
desdicha, me parece que es de veras, y me paso horas enteras mirándola, o me
enojo conmigo misma si es de aquellas que yo no puedo remediar, como en esas dos
telitas mías que tú conoces, Juan, La madre sin hijo y el hombre que se
muere en un sillón, mirando en la chimenea el fuego apagado: El hombre sin
amor. No se ría, Pedro, de esta colección de extravagancias. Ni diga que
estos asuntos son para personas mayores; las enfermas son como unas viejitas, y
tienen derecho a esos atrevimientos.
— Pero, ¿:cómo — le dijo Pedro subyugado — , no han de tener sus cuadros todo el
encanto y el color de ópalo de su alma?
— ¡Oh! ¡oh! a lisonja llaman: vea que ya no es de buen gusto ser lisonjero. La
lisonja en la conversación, Pedro, es ya como la Arcadia en la pintura: ¡cosa de
principiantes!
— Pero, ¿:por qué decías, puso aquí Juan, que no querías exhibir tus
cuadros?
— Porque como desde que los imagino hasta que los acabo voy poniendo en ellos
tanto de mi alma, al fin ya no llegan a ser telas, sino mi alma misma, y me da
vergüenza de que me la vean, y me parece que he pecado con atreverme a asuntos
que están mejor para nube que para colores, y como solo yo sé cuánta paloma
arrulla, y cuánta violeta se abre, y cuánta estrella lucen lo que pinto; como yo
sola siento cómo me duele el corazón, o se me llena todo el pecho de lágrimas o
me laten las sienes, como si me las azotasen alas, cuando estoy pintando; como
nadie más que yo sabe que esos pedazos de lienzo, por desdichados que me salgan,
son pedazos de entrañas mías en que he puesto con mi mejor voluntad lo mejor que
hay en mí, ¡me da como una soberbia de pensar que si los enseño en público, uno
de esos críticos sabios o cabalierines presuntuosos me diga, por lucir un nombre
recién aprendido de pintor extranjero, o una linda frase, que esto que yo hago
es de Chaplin o de Lefevre, o a mi cuadrito Flores vivas, que he
descargado sobre él una escopeta llena de colores! ¿:Te acuerdas? ¡como si no
supiera yo que cada flor de aquellas es una persona que yo conozco, y no hubiera
yo estudiado tres o cuatro personas de un mismo carácter, antes de simbolizar el
carácter en una flor; como si no supiese yo quién es aquella rosa roja, altiva,
con sombras negras, que se levanta por sobre todas las demás en su tallo sin
hojas, y aquella otra flor azul que mira al cielo como si fuese a hacerse pájaro
y a tender a él las alas, y aquel aguinaldo lindo que trepa humildemente, como
un niño castigado, por el tallo de la rosa roja. ¡Malos! ¡escopeta cargada de
colores!
— Ana: yo sí que te recogería a ti, con tu raíz, como una flor, y en aquel
gran vaso indio que hay en mi mesa de escribir, te tendría perpetuamente, para
que nunca se me desconsolase el alma.
— Juan — dijo Lucía, como a la vez conteniéndose y levantándose — : ¿:quieres venir
a oír el «M'odi tu» que me trajiste el sábado? ¡No lo has oído todavía!
— ¡Ah! y a propósito, no saben ustedes — dijo Pedro como poniéndose ya en pie
para despedirse — , que la cabeza ideal que ha publicado en su último número La
Revista de Artes....
— ¿:Qué cabeza? — preguntó Lucía — ¿:una que parece de una virgen de Rafael, pero
con ojos americanos, con un talle que parece el cáliz de un lirio?
— Esa misma, Lucía: pues no es una cabeza ideal, sino la de una niña que va a
salir la semana que viene del colegio, y dicen que es un pasmo de hermosura: es
la cabeza de Leonor del Valle.
Se puso en pie Lucía con un movimiento que pareció un salto; y Juan alzó del
suelo, para devolvérselo, el pañuelo, roto.
@§ Capítulo II
Como veinte años antes de la historia que vamos narrando, llegaron a la
ciudad donde sucedió, un caballero de mediana edad y su esposa, nacidos ambos en
España, de donde, en fuerza de cierta indómita condición del honrado don Manuel
del Valle, que le hizo mal mirado de las gentes del poder como cabecilla y
vocero de las ideas liberales, decidió al fin salir el señor don Manuel; no
tanto porque no le bastase al Sustento su humilde mesa de abogado de provincia,
cuanto porque siempre tenía, por moverse o por estarse quedo, al guindilla, como
llaman allá al policía, encima; y porque, a consecuencia de querer la libertad
limpia y para buenos fines, se quedó con tan pocos amigos entre los mismos que
parecían defenderla, y lo miraban como a un celador enojoso, que esto más le
ayudó a determinar, de un golpe de cabeza, venir a «las Repúblicas de América»,
imaginando, que donde no había reina liviana, no habría gente oprimida, ni
aquella trabilla de cortesanos perezosos y aduladores, que a don Manuel le
parecían vergüenza rematada de su especie, y, por ser hombre él, como un pecado
propio.
Era de no acabar de oírle, y tenerle que rogar que se calmase, cuando con
aquel lenguaje pintoresco y desembarazado recordaba, no sin su buena cerrazón de
truenos y relámpagos y unas amenazas grandes como torres, los bellacos oficios
de tal o de cual marquesa, que auxiliando ligerezas ajenas querían hacer, por lo
comunes, menos culpables las propias; o tal historia de un capitán de guardias,
que pareció bien en la corte con su ruda belleza de montañés y su cabello
abundante y alborotado, y apenas entrevió su buena fortuna tomó prestados unos
dineros, con que enrizarse, en lo del peluquero la cabellera, y en lo del sastre
vestir de paño bueno, y en lo del calzador comprarse unos botitos, con que estar
galán en la hora en que debía ir a palacio, donde al volver el capitán con estas
donosuras, pareció tan feo y presumido que en poco estuvo que perdiese algo más
que la capitanía. Y de unas jiras, o fiestas de campo, hablaba de tal manera don
Manuel, así como de ciertas cenas en la fonda de un francés, que cuando contaba
de ellas no podía estar sentado; y daba con el puño sobre la mesa que le andaba
cerca, como para acentuar las palabras, y arreciaban los truenos, y abría
cuantas ventanas o puertas hallaba a mano. Se desfiguraba el buen caballero
español, de santa ira, la cual, como apenado luego de haberle dado riendas en
tierra que al fin no era la suya, venía siempre a parar en que don Manuel tocase
en la guitarra que se había traído cuando el viaje, con una ternura que solía
humedecer los ojos suyos y los ajenos, unas serenatas de su propia música, que
más que de la rondalla aragonesa que le servía como de arranque y
ritornello, tenía de desesperada canción de amores de un trovador muerto
de ellos por la dama de un duro castellano, en un castillo, allá tras de los
mares, que el trovador no había de ver jamás.
En esos días la linda doña Andrea, cuyas largas trenzas de color castaño eran
la envidia de cuantas se las conocían, extremaba unas pocas habilidades de
cocina, que se trajo de España, adivinando que complacería con ellas más tarde a
su marido. Y cuando en el cuarto de los libros, que en verdad era la sala de la
casa, centelleaba don Manuel, sacudiéndose más que echándose sobre uno y otro
hombro alternativamente los cabos de la capa que so pretexto de frío se quitaba
raras veces, era fijo que andaba entrando y saliendo por la cocina, con su
cuerpo elegante y modesto, la buena señora doña Andrea, poniendo mano en un
pisto manchego, o aderezando unas farinetas de Salamanca que a escondidas había
pedido a sus parientes en España, o preparando, con más voluntad que arte, un
arroz con chorizo, de cuyos primores, que acababan de calmar las iras del
republicano, jamás dijo mal don Manuel del Valle, aun cuando en sus adentros
reconociese que algo se había quemado allí, o sufrido accidente mayor: o los
chorizos, o el arroz, o entrambos. ¡Fuera de la patria, si piedras negras se
reciben de ella, de las piedras negras parece que sale luz de astro!
Era de acero fino don Manuel, y tan honrado, que nunca, por muchos que fueran
sus apuros, puso su inteligencia y saber, ni excesivos ni escasos, al servicio
de tantos poderosos e intrigantes como andan por el mundo, quienes suelen estar
prontos a sacar de agonía a las gentes de talento menesterosas, con tal que
éstas se presten a ayudar con sus habilidades el éxito de las tramas con que
aquellos promueven y sustentan su fortuna: de tal modo que, si se va a ver, está
hoy viviendo la gente con tantas mañas, que es ya hasta de mal gusto ser
honrado.
En este diario y en aquel, no bien puso el pie en el país, escribió el señor
Valle con mano ejercitada, aunque un tanto febril y descompuesta, sus azotainas
contra las monarquías y vilezas que engendra, y sus himnos, encendidos como
cantos de batalla, en loor de la libertad, de que «los campos nuevos y los altos
montes y los anchos ríos de esta linda América, parecen natural sustento».
Mas a poco de esto, hacía veinticinco años a la fecha de nuestra historia
tales cosas iba viendo nuestro señor don Manuel que volvió a tomar la capa, que
por inútil había colgado en el rincón más hondo del armario, y cada día se fue
callando más, y escribiendo menos, y arrebujándose mejor en ella, hasta que
guardó las plumas, y muy apegado ya a la clemente temperatura del país y al
dulce trato de sus hijos para pensar en abandonarlo, determinó abrir escuela; si
bien no introdujo en el arte de enseñar, por no ser aun este muy sabido tampoco
en España, novedad alguna que acomodase mejor a la educación de los
hispanoamericanos fáciles y ardientes, que los torpes métodos en uso, ello es
que con su Iturzaeta y su Aritmética de Krüger y su Dibujo Lineal, y unas
encendidas lecciones de Historia, de que salía bufando y escapando Felipe
Segundo como comido de llamas, el señor Valle sacó una generación de discípulos,
un tanto románticos y dados a lo maravilloso, pero que fueron a su tiempo
mancebos de honor y enemigos tenaces de los gobiernos tiránicos. Tanto que hubo
vez en que, por cosas como las de poner en su lugar a Felipe Segundo, estuvo a
punto el señor don Manuel de ir, con su capa y su cuaderno de Iturzaeta, a dar
en manos de los guindillas americanos «en estas mismísimas Repúblicas de
América». A la fecha de nuestra historia, hacía ya unos veinticinco años de
esto.
Tan casero era don Manuel, que apenas pasaba año sin que los discípulos
tuviesen ocasión de celebrar, cuál con una gallina, cuál con un par de pichones,
cuál con un pavo, la presencia de un nuevo ornamento vivo de la casa.
— Y ¿:qué ha sido, don Manuel? ¿:Algún Aristogitón que haya de librar a la
patria del tirano?
— ¡Calle usted, paisano, calle usted; un malakoff más! — Malakoff, llamaban
entonces, por la torre famosa en la guerra de Crimea, a lo que en llano se ha
llamado siempre miriñaque o crinolina.
Y don Manuel quería mucho a sus hijos, y se prometía vivir cuanto pudiese
para ellos; pero le andaba desde hacía algún tiempo por el lado izquierdo del
pecho un carcominillo que le molestaba de verdad, como una cestita de llamas que
estuviera allí encendida, de día y de noche, y no se apagase nunca. Y como
cuando la cestita le quemaba con más fuerza sentía él un poco paralizado el
brazo del corazón, y todo el cuerpo vibrante como las cuerdas de un violín, y
después de eso le venían de pronto unos apetitos de llorar y una necesidad de
tenderse por tierra, que le ponían muy triste, aquel buen don Manuel no veía sin
susto cómo le iban naciendo tantos hijos, que en el caso de su muerte habían de
ser más un estorbo que una ayuda para «esa pobre Andrea, que es mujer muy señora
y bonaza, pero ¡para poco, para poco!».
Cinco hijas llegó a tener don Manuel del Valle, mas antes de ellas le había
nacido un hijo, que desde niño empezó a dar señales de ser alma de pro. Tenía
gustos raros y bravura desmedida, no tanto para lidiar con sus compañeros,
aunque no rehuía la lidia en casos necesarios, como para afrontar situaciones
difíciles, que requerían algo más que la fiereza de la sangre o la presteza de
los puños. Una vez, con unos cuantos compañeros suyos, publicó en el colegio un
periodiquín manuscrito, y por supuesto revolucionario, contra cierto pedante
profesor que prohibía a sus alumnos argumentarles sobre los puntos que les
enseñaba; y como un colegial aficionado al lápiz pintase de pavo real a este
maestrazo, en una lámina repartida con el periodiquín, y don Manuel, en vista de
la queja del pavo real, amenazara en sala plena con expulsar del colegio en
consejo de disciplina al autor de la descortesía, aunque fuese su propio hijo,
el gentil Manuelillo, digno primogénito del egregio varón, quiso quitar de sus
compañeros toda culpa, y echarla entera sobre sí; y levantándose de su asiento,
dijo, con gran perplejidad del pobre don Manuel, y murmullos de admiración de la
asamblea:
— Pues, señor Director: yo solo he sido.
Y pasaba las noches en claro, luego que se le extinguía la vela escasa que le
daban, leyendo a la luz de la luna. O echaba a caminar, con las Empresas
de Saavedra Fajardo bajo el brazo, por las calles umbrosas de la Alameda, y
creyéndose a veces nueva encarnación de las grandes figuras de la historia,
cuyos gérmenes le parecía sentir en sí, y otras desesperando de hacer cosa que
pudiera igualarlo a ellas, rompía a llorar, de desesperación y de ternura. O se
iba de noche a la orilla de la mar, a que le salpicasen el rostro las gotas
frescas que saltaban del agua salada al reventar contra las rocas.
Leía cuanto libro le caía a la mano. Montaba en cuanto caballo veía a su
alcance: y mejor si lo hallaba en pelo; y si había que saltar una cerca mejor.
En una noche se aprendía los libros que en todo el año escolar no podían a veces
dominar sus compañeros; y aunque la Historia Natural y la Universal y cuanto
añadiese algo útil a su saber y le estimulase el juicio y la verba, eran sus
materias preferidas, a pocas ojeadas penetraba el sentido de la más negra
lección de Álgebra, tanto que su maestro, un ingeniero muy mentado y brusco, le
ofreció enseñarle, en premio de su aplicación, la manera de calcular lo
infinitésimo.
Escribía Manuelillo, en semejanza de lo que estaba en boga entonces, unas
letrillas y artículos de costumbres que ya mostraban a un enamorado de la buena
lengua; pero a poco se soltó por natural empuje, con vuelos suyos propios, y
empezó a enderezar a los gobernantes que no dirigen honradamente a sus pueblos,
unas odas tan a lo pindárico, y recibidas con tal favor entre la gente
estudiantesca, que en una revuelta que tramaron contra el Gobierno unos
patricios que andaban muy solos, pues llevaban consigo la buena doctrina, fue
hecho preso don Manuelillo, quien en verdad tenía en la sangre el microbio
sedicioso; y bien que tuvieron que empeñarse los amigos pudientes de don Manuel
para que en gracia de su edad saliese libre el Pindarito, a quien su padre,
riñéndole con los labios, en que le temblaban los bigotes, como los árboles
cuando va a caer la lluvia, y aprobándole con el corazón, envió a seguir, en lo
que cometió grandísimo error, estudios de Derecho en la Universidad de
Salamanca, más desfavorecida que otras de España, y no muy gloriosa ahora, pero
donde tenía la angustiada doña Andrea los buenos parientes que le enviaban las
farinetas.
Se fue el de las odas en un bergantín que había venido cargado de vinos de
Cádiz; y sentadito en la popa del barco, fijaba en la costa de su patria los
ojos anegados de tan triste manera, que a pesar del águila nueva que llevaba en
el alma, le parecía que iba todo muerto y sin capacidad de resurrección y que
era él como un árbol prendido a aquella costa por las raíces, al que el buque
llevaba atado por las ramas pujando mar afuera, de modo que sin raíces se
quedaba el árbol, si lograba arrancarlo de la costa la fuerza del buque, y
moría: o como el tronco no podía resistir aquella tirantez, se quebraría al fin,
y moría también; pero lo que don Manuelillo veía claro, era que moría de todos
modos. Lo cual, ¡ay! fue verdad, cuatro años más tarde, cuando de Salamanca
había hallado aquel niño manera de pasar, como ayo en la casa de un conde
carlista, a estudiar a Madrid. Se murió de unas fiebres enemigas, que le
empezaron con grandes aturdimientos de cabeza, y unas visiones dolorosas y
tenaces que él mismo describía en su cama revuelta, de delirante, con palabras
fogosas y desencajadas, que parecían una caja de joyas rotas; y sobre todo, una
visión que tenía siempre delante de los ojos, y creía que se le venía encima, y
le echaba un aire encendido en la frente, y se iba de mal humor, y se volvía a
él de lejos, llamándole con muchos brazos: la visión de una palma en llamas. En
su tierra, las llanuras que rodeaban la ciudad estaban cubiertas de palmas.
No murió don Manuel del pesar de que hubiese muerto su hijo, aunque bien pudo
ser; sino que dos años antes, y sin que Manuelillo lo supiese, se sentó un día
en su sillón, muy envuelto en su capa, y con la guitarra al lado, como si
sintiese en el alma unas muy dulces músicas, a la vez que un frescor húmedo y
sabroso, que no era el de todos los días, sino mucho más grato. Doña Andrea
estaba sentada en una banqueta a sus pies, y, lo miraba con los ojos secos, y
crecidos, y le tenía las manos. Dos hijas lloraban abrazadas en un rincón: la
mayor, más valiente, le acariciaba con la mano los cabellos, o lo entretenía con
frases zalameras, mientras le preparaba una bebida; de pronto, desasiéndose
bruscamente de las manos de doña Andrea, abrió don Manuel los brazos y los
labios como buscando aire; los cerró violentamente alrededor de la cabeza de
doña Andrea, a quien besó en la frente con un beso frenético; se irguió como si
quisiera levantarse, con los brazos al cielo; cayó sobre el respaldo del
asiento, estremeciéndosele el cuerpo horrendamente, como cuando en tormenta
furiosa un barco arrebatado sacude la cadena que lo sujeta al muelle; se le
llenó de sangre todo el rostro, como si en lo interior del cuerpo se le hubiese
roto el vaso que la guarda y distribuye; y blanco, y sonriendo, con la mano
casualmente caída sobre el mango de su guitarra, quedó muerto. Pero nunca se lo
quiso decir doña Andrea a Manuelillo, a quien contaban que el padre no escribía
porque sufría de reumatismo en las manos, para que no le entrase el miedo por
las angustias de la casa, y quisiese venir a socorrerlas, interrumpiendo antes
de tiempo sus estudios. Y era también que doña Andrea conocía que su pobre hijo
había nacido comido de aquellas ansias de redención y evangélica quijotería que
le habían enfermado el corazón al padre, y acelerado su muerte, y como en la
tierra en que vivían había tanto que redimir, y tanta cosa cautiva que libertar,
y tanto entuerto que poner derecho, veía la buena Madre, con espanto, la hora de
que su hijo volviese a su patria, cuya hora, en su pensar, sería la del
sacrificio de Manuelillo.
— ¡Ay! — decía doña Andrea — , una vez que un amigo, de la casa le hablaba con
esperanzas del porvenir del hijo. Él será infeliz, y nos hará aun más infelices
sin quererlo. Él quiere mucho a los demás, y muy poco a sí mismo. Él no sabe
hacer víctimas, sino serlo. Afortunadamente, aunque de todos modos, por desdicha
de doña Andrea, Manuelillo había partido de la tierra antes de volver a ver la
suya propia, ¡detrás de la palma encendida!
¿:Quién que ve un vaso roto, o un edificio en ruina, o una palma caída, no
piensa en las viudas? A don Manuel no le habían bastado las fuerzas, y en tierra
extraña esto había sido mucho, más que para ir cubriendo decorosamente con los
productos de su trabajo las necesidades domésticas. Ya el ayudar a Manuelillo a
mantenerse en España le había puesto en muy grandes apuros.
Estos tiempos nuestros están desquiciados, y con el derrumbe de las antiguas
vallas sociales y las finezas de la educación, ha venido a crearse una nueva y
vastísima clase de aristócratas de la inteligencia, con todas las necesidades de
parecer y gustos ricos que de ella vienen, sin que haya habido tiempo aun, en lo
rápido del vuelco, para que el cambio en la organización y repartimiento de las
fortunas corresponda a la brusca alteración en las relaciones sociales,
producidas por las libertades políticas y la vulgarización de los conocimientos.
Una hacienda ordenada es el fondo de la felicidad universal. Y búsquese en los
pueblos, en las casas, en el amor mismo más acendrado y seguro, la causa de
tantos trastornos y rupturas, que los oscurecen y afean, cuando no son causa del
apartamiento, o de la muerte, que es otra forma de él: la hacienda es el
estómago de la felicidad. Maridos, amantes, personas que aun tenéis que vivir y
anheláis prosperar: ¡organizad bien vuestra hacienda!
De este desequilibrio, casi universal hoy, padecía la casa de don Manuel,
obligado con sus medios de hombre pobre a mantenerse, aunque sin ostentación ni
despilfarro, como caballero rico. ¿:Ni quién se niega, si los quiere bien, a que
sus hijos brillantes e inteligentes, aprendan esas cosas de arte, el dibujar, el
pintar, el tocar piano, que alegran tanto la casa, y elevan, si son bien
comprendidas y caen en buena tierra, el carácter de quien las posee, esas cosas
de arte que apenas hace un siglo eran todavía propiedad casi exclusiva de reinas
y princesas? ¿:Quién que ve a sus pequeñines finos y delicados, en virtud de esa
aristocracia del espíritu que en estos tiempos nuevos han sustituido a la
aristocracia degenerada de la sangre, no gusta de vestirlos de linda manera, en
acuerdo con el propio buen gusto cultivado, que no se contenta con
falsificaciones y bellaquerías, y de modo que el vestir complete y revele la
distinción del alma de los queridos niños? Uno, padrazo ya, con el corazón
estremecido y la frente arrugada, se contenta con un traje negro bien cepillado
y sin manchas, con el cual, y una cara honrada, se está bien y se es bien
recibido en todas partes; pero, ¡para la mujer, a quien hemos hecho sufrir
tanto! ¡para los hijos, que nos vuelven locos y ambiciosos, y nos ponen en el
corazón la embriaguez del vino, y en las manos el arma de los conquistadores!
¡para ellos, oh, para ellos, todo nos parece poco!
De manera que, cuando don Manuel murió, solo había en la casa los objetos de
su uso y adorno, en que no dejaba de adivinarse más el buen gusto que la
holgura, los libros de don Manuel, que miraba la madre como pensamientos vivos
de su esposo, que debían guardarse íntegros a su hijo ausente, y los enseres de
la escuela, que un ayudante de don Manuel, que apenas le vio muerto se alzó con
la mayor parte de sus discípulos, halló manera de comprar a la viuda, abandonada
así por el que en conciencia debió continuar ayudándola, en una suma corta, la
mayor, sin embargo, que después de la muerte de don Manuel se vio nunca en
aquella pobre casa. Hacen pensar en las viudas las palmas caídas.
Este o aquel amigo, es verdad, querían saber de vez en cuando qué tal le iba
yendo a la pobre señora. ¡Oh! se interesaban mucho por su suerte. Ya ella sabía:
en cuanto le ocurriese algo no tenía más que mandar. Para cualquier cosa, para
cualquier cosa estaban a su disposición. Y venían en visita solemne, en día de
fiesta, cuando suponían que había gente en la casa; y se iban haciendo muchas
cortesías, como si con la ceremonia de ellas quisiesen hacer olvidar la mayor
intimidad que podría obligarlos a prestar un servicio más activo. Da espanto ver
cuán sola se queda una casa en que ha entrado la desgracia: da deseos de
morir.
¿:Qué se haría doña Andrea, con tantas hijas, dos de ellas ya crecidas; con el
hijo en España, aunque ya el noble mozo había prohibido, aun suponiendo a su
padre vivo, que le enviasen dinero? ¿:qué se haría con sus hijas pequeñas, que
eran, las tres, por lo modestas y unidas, la gala del colegio; con Leonor, la
última flor de sus entrañas, la que las gentes detenían en la calle para mirarla
a su placer, asombradas de su hermosura? ¿:qué se haría doña Andrea? Así, cortado
el tronco, se secan las ramas del árbol, un tiempo verdes, abandonadas sobre la
tierra. ¡Pero los libros de don Manuel no! esos no se tocaban: nada más que a
sacudirlos, en la piececita que les destinó en la casa pobrísima que tomó luego,
permitía la señora que entrasen una vez al mes. O cuando, ciertos domingos, las
demás niñas iban a casa de alguna conocida a pasar la tarde, doña Andrea se
entraba sola en la habitación, con Leonor de la mano, y allí a la sombra de
aquellos tomos, sentada en el sillón en que murió su marido, se abandonaba a
conversaciones mentales, que parecían hacerle gran bien, porque salía de ellas
en un estado de silenciosa majestad, y como más clara de rostro y levantada de
estatura; de tal modo que las hijas cuando volvían de su visita, conocían
siempre, por la mayor blandura en los ademanes, y expresión de dolorosa
felicidad de su rostro, si doña Andrea había estado en el cuarto de los libros.
Nunca Leonor parecía fatigada de acompañar a su madre en aquellas entrevistas:
sino que, aunque ya para entonces tenía sus diez años, se sentaba en la falda de
su madre, apretada en su regazo o abrazada a su cuello, o se echaba a sus pies,
reclinando en sus rodillas la cabeza, con cuyos cabellos finos jugaba la viuda,
distraída. De vez en cuando, pocas vedes, la cogía doña Andrea en un brusco
movimiento en sus brazos, y besando con locura la cabeza de la niña rompía en
amarguísimos sollozos. Leonor, silenciosamente, humedecía en todo este tiempo la
mano de su madre con sus besos.
De España se trajo pocas cosas don Manuel, y doña Andrea menos, que era de
familia hidalga y pobre. Y todo, poco a poco, para atender a las necesidades de
la casa, fue saliendo de ella: hasta unas perlas margaritas que había llevado de
América a Salamanca un tío, abuelo de doña Andrea, y un aguacate de esmeralda de
la misma procedencia, que recibió de sus padres como regalo de matrimonio; hasta
unas cucharas y vasos de plata que se estrenaron cuando se casó la madre de don
Manuel, y este solía enseñar con orgullo a sus amigos americanos, para probar en
sus horas de desconfianza de la libertad, cuánto más sólidos eran los tiempos,
cosas y artífices de antaño.
Y todas las maravillas de la casa fueron cayendo en manos de inclementes
compradores; una escena autógrafa de El Delincuente Honrado de
Jovellanos; una colección de monedas romanas y árabes de Zaragoza, de las cuales
las árabes estimulaban la fantasía y avivaban las miradas de Manuelillo cada vez
que el padre le permitía curiosear en ellas; una carta de doña Juana la Loca,
que nunca fue loca, a menos que amar bien no sea locura, y en cuya carta,
escrita de manos del secretario Passamonte, se dicen cosas tan dignas y tan
tiernas que dejaban enamorados de la reina a los que las leían, y dulcemente
conmovidas las entrañas.
Así se fueron otras dos joyas que don Manuel había estimado mucho, y mostraba
con la fruición de un goloso que se complace traviesamente en hacer gustar a sus
amigos un plato cuya receta está decidido a no dejarles conocer jamás: un
estudio en madera de la cabeza de San Francisco, de Alonso Cano, y un dibujo de
Goya, con lápiz rojo, dulce como una cabeza del mismo Rafael.
Con las cucharas de plata se pagó un mes la casa; la esmeralda dio para tres
meses; con las monedas fueron ayudándose medio año. Un desvergonzado compró la
cabeza, en un día de angustia, en cinco pesos. Un tanto se auxiliaban con unos
cuantos pesos que, muy mal cobrados y muy regañados, ganaban doña Andrea y las
hijas mayores enseñando a algunas niñas pequeñas del barrio pobre donde habían
ido a refugiarse en su penuria. Pero el dibujo de Goya, ese si se vendió bien.
Ese, él solo, produjo tanto como las margaritas y las cucharas de plata, y el
aguacate. El dibujo de Goya, única prenda que no se arrepintió doña Andrea de
haber vendido, porque le trajo un amigo, lo compró Juan Jerez; Juan Jerez que
cuando murió en Madrid Manuelillo, y la madre extremada por los gastos en que la
puso una enfermedad grave de su niña Leonor, se halló un día pensando con
espanto en que era necesario venderlos, compró los libros a doña Andrea, mas no
se los llevó consigo, sino que se los dejó a ella «porque él no tenía donde
ponerlos, y cuando los necesitase, ya se los pediría». Muy ruin tiene que ser el
mundo, y doña Andrea sabía de sobra que suele ser ruin, para que ese día no
hubiese satisfecho su impulso de besar a Juan la mano.
Pero Juan, joven rico y de padres y amistades que no hacían suponer que
buscase esposa en aquella casa desamparada y humilde, comprendió que no debía
ser visita de ella, donde ya eran alegría de los ojos y del corazón, más por lo
honestas que por lo lindas, las dos niñas mayores, y muy distraído el
pensamiento en cosas de la mayor alteza, y muy fino y generoso, y muy sujeto ya
por el agradecimiento del amor que le mostraba a su prima Lucía, ni visitaba
frecuentemente la casa de doña Andrea, ni hacía alarde de no visitarla, como que
le llevó su propio médico cuando la enfermedad de Leonor, y volvió cuando la
venta de los libros, y cuando sabía alguna aflicción de la señora, que con su
influjo, el no con su dinero que solía escasearle, podía tener remedio.
Lo que, como un lirio de noche en una habitación oscura, tuvo en medio de
todas estas agonías iluminada el alma de doña Andrea, y le aseguró en su
creencia bondadosa en la nobleza de la especie humana, fue que, ya porque en
realidad le apenase la suerte de la viuda, ya porque creyera que había de
parecer mal, siendo como el don Manuel bien querido, y maestro como ella, que
permitieran la salida de sus hijas del colegio por falta de paga, la directora
del Instituto de la Merced, el más famoso y rico del país, hizo un día, en un
hermoso coche, una visita, que fue muy sonada, a casa de doña Andrea, y allí le
dijo magnánimamente, cosa que enseguida vociferó y celebró mucho la prensa, que
las tres niñas recibirían en su colegio, si ella no lo mandaba de otro modo,
toda su educación, como externas, sin gasto alguno. Aquella vez sí que doña
Andrea, sin los miramientos que en el caso de Juan habían más tarde de
impedírselo, cubrió de besos la mano de la directora, quien la trató con una
hermosa bondad pontificia, y como una mujer inmaculada trata a una culpable,
tras de lo cual se volvió muy oronda a su colegio, en su arrogante coche.
Es verdad que las niñas no decían a doña Andrea que, aunque no las había en
el colegio más aplicadas que ellas, ni que llevaran los vestiditos más blancos y
bien cuidados, ni que, en la clase y recreo mostrasen mayor compostura, los
vales a fin de semana, y los primeros puestos en las competencias, y los premios
en los exámenes, no eran nunca para ellas; los regaños, sí. Cuando la niña del
ministro había derramado un tintero, de seguro que no había sido la niña del
ministro, ¿:cómo había de ser la hija del ministro? había sido una de las tres
niñas del Valle. La hija de Mr. Floripond, el poderoso banquero, la fea, la
huesuda, la descuidada, la envidiosa Iselda, había escondido, donde no pudiese
ser hallado, su caja de lápices de dibujar: por supuesto, la caja no aparecía:
«¡Allí todas las niñas tenían dinero para comprar sus cajas! ¡las únicas que no
tenían dinero allí eran las tres del Valle!» y las registraban, a las
pobrecitas, que se dejaban registrar con la cara llena de lágrimas, y los brazos
en cruz, cuando por fortuna la niña de otro banquero, menos rico que Mr.
Floripond, dijo que había visto a Iselda poner la caja de lápices en la bolsa de
Leonor. Pero tan buenas, y serviciales fueron, tan apretaditas se sentaban
siempre las tres, sin jugar, o jugando entre sí, en la hora de recreo; con tal
mansedumbre obedecían los mandatos más destemplados e injustos; con tal
sumisión, por el amor de su madre, soportaban aquellos rigores, que las
ayudantes del colegio, solas y desamparadas ellas mismas, comenzaron a tratarlas
con alguna ternura, a encomendarles la copia de las listas de la clase, a darles
a afilar sus lápices, a distinguirlas con esos pequeños favores de los maestros
que ponen tan orondos a los niños, y que las tres hijas de del Valle
recompensaban con una premura en el servirlos y una modestia y gracia tal, que
les ganaba las almas más duras. Esta bondadosa disposición de las ayudantes
subió de punto cuando la directora, que no tenía hijos, y era aun una muy bella
mujer, dio muestras de aficionarse tan especialmente a Leonor, que algunas
tardes la dejaba a comer a su mesa, enviándola luego a doña Andrea con un
afectuoso recado; y un domingo la sacó a pasear en su carruaje, complaciéndose
visiblemente aquel día en responder con su mejor sonrisa a todos los
saludos.
Porque los que poseen una buena condición, si bien la persiguen
implacablemente en los demás cuando por causa de la posición o edad de estos,
teman que lleguen a ser rivales, se complacen, por el contrario, por una especie
de prolongación de egoísmo y por una fuerza de atracción que parece
incontrastable y de naturaleza divina, en reconocer y proclamar en otros la
condición que ellos mismos poseen, cuando no puede llegar a estorbarles.
Se aman y admiran a sí propios en los que, fuera ya de este peligro de
rivalidad, tienen las mismas condiciones de ellos. Los miran como una renovación
de sí mismos, como un consuelo de sus facultades que decaen, como si se viesen
aun a sí propios tales como son aquellas criaturas nuevas, y no como ya van
siendo ellos. Y las atraen a sí, y las retienen a su lado, como si quisiesen
fijar, para que no se les escapase, la condición que ya sienten que los
abandona. Hay, además, gran motivo de orgullo en oír celebrar la especie de
mérito por que uno se distingue.
Verdad es que no había tampoco mejor manera de llamar la atención sobre sí
que llevar cerca a Leonor. ¡Qué mirada, que parecía una plegaria! ¡Qué óvalo el
del rostro, más perfecto y puro! ¡Qué cutis, que parecía que daba luz! ¡Qué
encanto en toda ella, y qué armonía! De noche doña Andrea, que como a la menor
de sus hijas la tuvo siempre en su lecho, no bien la veía dormida, la descubría
para verla mejor; le apartaba los cabellos de la frente y se los alzaba por
detrás para mirarle el cuello, le tomaba las manos, como podía tomar dos
tórtolas, y se las besaba cuidadosamente; le acariciaba los pies, y se los
cubría a lentos besos.
Alfombra hubiera querido ser doña Andrea, para que su hija no se lastimase
nunca los pies, y para que anduviese sobre ella. Alfombra, cinta para su cuello,
agua, aire, todo lo que ella tocase y necesitase para vivir, como si no tuviese
otras hijas, quería ser para ella doña Andrea. Solía Leonor despertarse cuando
su madre estaba contemplándola de esta manera; y entreabriendo dichosamente los
ojos amantes y atrayéndola a sí con sus brazos, se dormía otra vez, con la
cabeza de su madre entre ellos; de su madre que apenas dormía.
¡Cómo no padecería la pobre señora cuando la directora del colegio, estando
ya Leonor en sus trece años, la vino a ver, como quien hace un gran servicio, y
en verdad para el porvenir de Leonor lo era, para que lo permitiese retener a
Leonor en el colegio como alumna interna! En el primer instante, doña Andrea se
sintió caer al suelo, y, sin palabras, se quedó mirando a la directora
fijamente, como a una enemiga. De pensarlo no más, ya le pareció que le habían
sacado el corazón del pecho.
Balbuceó las gracias. La directora entendió que aceptaba.
— Leonor, doña Andrea, está destinada por su hermosura a llamar la atención de
una manera extraordinaria. Es niña todavía, y ya ve usted cómo anda por la
ciudad la fama de su belleza. Usted comprende que a mí me es más costoso tenerla
en el colegio como a interna; pero creo de mi deber, por cariño a usted y al
señor don Manuel, acabar mi obra.
Y la madre parecía que quería adelantar una objeción; y la mujer hermosa, que
en realidad, en fuerza de la plácida beldad de Leonor, había concebido por ella
un tierno afecto, decía precipitadamente estas buenas razones, que la madre veía
lucir delante de sí, como puñales encendidos.
— Porque usted ve, doña Andrea, que la posición de Leonor en el mundo, va a
ser sumamente delicada. La situación a que están ustedes reducidas las obliga a
vivir apartadas de la sociedad, y en una esfera en que, por su misma distinción
natural y por la educación que está recibiendo, no puede encontrar marido
proporcionado para ella. Acabando de educarse en mi colegio como interna, se
rozará mucho más, en estos tres años, con las niñas más elegantes y ricas de la
ciudad, que se harán sus amigas íntimas; yo misma iré cuidando especialmente de
favorecer aquellas amistades que le puedan convenir más cuando salga al mundo, y
le ayuden a mantenerse en una esfera a que de otro modo, sin más que su belleza,
en la posición en que ustedes están, no podría llegar nunca. Hermosa e
inteligente como es, y moviéndose en buenos círculos, será mucho más fácil que
inspire el respeto de jóvenes que de otro modo la perseguirían sin respetarla, y
encuentre acaso entre ellos el marido que la haga venturosa. ¡Me espanta, doña
Andrea — dijo la directora que observaba el efecto de sus palabras en la pobre
madre — , me espanta pensar en la suerte que correría Leonor, tan hermosa como va
a ser, en el desamparo en que tienen ustedes que vivir, sobre todo si llegase
usted a faltarle! Piense usted en que necesitamos protegerla de su misma
hermosura.
Y la directora, ya apiadada del gran dolor reflejado en las facciones de doña
Andrea, que no tenía fuerzas para abrir los labios, ya deseosa de alcanzar con
halagos su anhelo, había tomado las manos de doña Andrea, y se las acariciaba
bondadosamente.
Entró Leonor en este instante, y en el punto de verla, fue como si los
torrentes de llanto apretados por la agonía se saliesen al fin de sus ojos; no
dijo palabras, sino inolvidables sollozos; y se lanzó al encuentro de su hija, y
se abrazó con ella estrechísimamente.
— Yo no iré, mamá, yo no iré — le decía Leonor al oído — , sin que lo oyese la
directora; aunque ya Leonor le había dicho a esta que, si quería doña Andrea,
ella quería ir.
A los pocos momentos doña Andrea, pálida, sentada ya junto a Leonor, a quien
tenía de la mano, pudo por fin hablar. ¡Porque era ceder a cuanto le quedaba de
don Manuel, a aquellas noches queridas suyas de silencio, en que su alma, a
solas con su amargura y con su niña, recordaba y vivía; porque conforme se había
ido apartando de todo, en sus hijas, y en Leonor, como un símbolo de todas
ellas, se había refugiado, con la tenacidad de las almas sencillas que no tienen
fuerza más que para amor; porque dar a Leonor era como dar todas las luces y
todas las rosas de la vida!
Por fin pudo hablar, y con una voz opaca y baja, como de quien habla de muy
lejos, dijo:
— Bueno, señora, bueno. Y Dios le pagará su buena intención. Leonor se quedará
en el colegio.
Y ya hemos visto en los comienzos de esta historia que estaba Leonor a punto
de salir de él.
@§ Capítulo III
¿:De qué ha de estar hablando toda la ciudad, sino de Sol del Valle? Era como
la mañana que sigue al día en que se ha revelado un orador poderoso. Era como el
amanecer de un drama nuevo. Era esa conmoción inevitable que, a pesar de su
vulgaridad ingénita, experimentan los hombres cuando aparece súbitamente ante
ellos alguna cualidad suprema. Después se coligan todos, en silencio primero,
abiertamente luego, y dan sobre lo que admiraron. Se irritan de haber sido
sorprendidos. Se encolerizan sordamente, por ver en otro la condición que no
poseen. Y mientras más inteligencia tengan para comprender su importancia, más
la abominan, y al infeliz que la alberga. Al principio, por no parecer
envidiosos, hacen como que la acatan: y, como que es de fuertes no temer, ponen
un empeño desmedido en alabar al mismo a quien envidian, pero poco a poco, y sin
decirse nada, reunidos por el encono común, van agrupándose, cuchicheando,
haciéndose revelaciones. Se ha exagerado. Bien mirado, no es lo que se decía. Ya
se ha visto eso mismo. Esos ojos no deben ser suyos. De seguro que se recorta la
boca con carmín. La línea de la espalda no es bastante pura. No, no es bastante
pura. Parece como que hay una verruga en la espalda. No es verruga, es
lobanillo. No es lobanillo, es joroba. Y acaba la gente por tener la joroba en
los ojos, de tal modo que llega de veras a verla en la espalda, ¡porque la lleva
en sí! Ea; eso es fijo: los hombres no perdonan jamás a aquellos a quienes se
han visto obligados a admirar.
Pero allá, en un rincón del pecho, duerme como un portero soñoliento la
necesidad de la grandeza. Es fama que, para dar al champaña su fragancia,
destilan en cada botella, por un procedimiento desconocido, tres gotas de un
licor misterioso. Así la necesidad de la grandeza, como esas tres gotas
exquisitas, está en el fondo del alma. Duerme como si nunca hubiese de
despertar, ¡oh, suele dormir mucho! ¡oh, hay almas en que el portero no
despierta nunca! Tiene el sueño pesado, en cosas de grandeza, y sobre todo en
estos tiempos, el alma humana. Mil duendecillos, de figuras repugnantes, manos
de araña, vientre hinchado, boca encendida, de doble hilera de dientes, ojos
redondos y libidinosos, giran constantemente alrededor de portero dormido, y le
echan en los oídos jugo de adormideras, y se lo dan a respirar, y se lo untan en
las sienes, y con pinceles muy delicados le humedecen las palmas de las manos, y
se les encuclillan sobre las piernas, y se sientan sobre el respaldo del sillón,
mirando hostilmente a todos lados, para que nadie se acerque a despertar al
portero: ¡mucho suele dormir la grandeza en el alma humana! Pero cuando
despierta, y abre los brazos, al primer movimiento pone en fuga a la banda de
duendecillos de vientre hinchado. Y el alma entonces se esfuerza en ser noble,
avergonzada de tanto tiempo de no haberlo sido. Solo que los duendecillos están
escondidos detrás de las puertas, y cuando les vuelve a picar el hambre, porque
se han jurado comerse al portero poco a poco, empiezan a dejar escapar otra vez
el aroma de las adormideras, que a manera de cendales espesos va turbando los
ojos y velando la frente del portero vencido; y no ha pasado mucho tiempo desde
que puso a los duendes en fuga, cuando ya vuelven estos en confusión, se
descuelgan de las ventanas, se dejan caer por las hojas de las puertas, salen de
bajo las losas descompuestas del piso, y abriendo las grandes bocas en una risa
que no suena, se le suben agilísimamente por las piernas y brazos, y uno se le
para en un hombro, y otro se le sienta en un brazo, y todos agitan en alto, con
un ruido de rata que roe, las adormideras. Tal es el sueño del alma humana.
¿:De qué ha de estar hablando toda la ciudad, sino de Sol del Valle?
De ella, porque hablan de la fiesta de anoche: de ella, porque la fiesta
alcanzó inesperadamente, a influjo de aquella niña ayer desconocida, una
elevación y entusiasmo que ni los mismos que contribuyeron a ello volverían a
alcanzar jamás. Tal como suelen los astros juntarse en el cielo, ¡ay! para
chocar y deshacerse casi siempre, así, con no mejor destino, suelen encontrarse
en la tierra, como se encontraron anoche, el genio, y ese otro genio, la
hermosura.
De fama singular había venido precedido a la ciudad el pianista húngaro
Keleffy. Rico de nacimiento, y enriquecido aun más por su arte, no viajaba, como
otros, en busca de fortuna. Viajaba porque estaba lleno de águilas, que le
comían el cuerpo, y querían espacio ancho, y se ahogaban en la prisión de la
ciudad. Viajaba porque casó con una mujer a quien creyó amar, y la halló luego
como una copa sorda, en que las armonías de su alma no encontraban eco, de lo
que le vino postración tan grande que ni fuerzas tenía aquel músico-atleta, para
mover las manos sobre el piano: hasta que lo tomó un amigo leal del brazo, y le
dijo «Cúrate», y lo llevó a un bosque, y lo trajo luego al mar, cuyas músicas se
le entraron por el alma medio muerta, se quedaron en ella, sentadas y con la
cabeza alta, como leones que husmean el desierto, y salieron al fin de nuevo al
mundo en unas fantasías arrebatadas que en el barco que lo llevaba por los mares
improvisaba Keleffy, las que eran tales, que si se cerraban los ojos cuando se
las oía, parecía que se levantaban por el aire, agrandándose conforme subían,
unas estrellas muy radiosas, sobre un cielo de un negro hondo y temible, y otras
veces, como que en las nubes de colores ligeros iban dibujándose unas como
guirnaldas de flores silvestres, de un azul muy puro, de que colgaban unos
cestos de luz: ¿:qué es la música sino la compañera y guía del espíritu en su
viaje por los espacios? Los que tienen ojos en el alma, han visto eso que hacían
ver las fantasías que en el mar improvisaba Keleffy: otros hay, que no ven, por
lo que niegan muy orondos que lo que ellos no han visto, otros lo vean. Es
seguro que un topo no ha podido jamás concebir un águila.
Keleffy viajaba por América, porque le habían dicho que en nuestro cielo del
Sur lucen los astros como no lucen en ninguna otra parte del cielo, y porque le
hablaban de unas flores nuestras, grandes como cabeza de mujer y blancas como la
leche, que crecen en los países del Atlántico, y de unas anchas hojas que se
crían en nuestra costa exuberante, y arrancan de la madre tierra y se tienden
voluptuosamente sobre ella, como los brazos de una divinidad vestida de
esmeraldas, que llamasen, perennemente abiertas, a los que no tienen miedo de
amar los misterios y las diosas.
Y aquel dolor de vivir sin cariño, y sin derecho para inspirarlo ni
aceptarlo, puesto que estaba ligado a una mujer a quien no amaba; aquel dolor
que no dormía, ni tenía paces, ni le quería salir del pecho, y le tenía la
fantasía como apretada por serpientes, lo que daba a todo su música un aire de
combate y tortura que solía privarla del equilibrio y proporción armoniosa que
las obras durables de arte necesitan; aquel dolor, en un espíritu hermoso que,
en la especie de peste amatoria que está enllagando el mundo en los pueblos
antiguos, había salvado, como una paloma herida, un apego ardentísimo a lo
casto; aquel dolor, que a veces con las manos crispadas se buscaba el triste
músico por sobre el corazón, como para arrancárselo de raíz, aunque se tuviera
que arrancar el corazón con él; aquel dolor no le dejaba punto de reposo, le
hacía parecer a las veces extravagante y huraño, y aunque por la suavidad de su
mirada y el ardor de su discurso se atrajese desde el primer instante, como un
domador de oficio, la voluntad de los que le veían, poco a poco sentía él que en
aquellos afectos iba entrando la sorda hostilidad con que los espíritus comunes
persiguen a los hombres de alma superior, y aquella especie de miedo, si no de
terror, con que los hombres, famélicos de goces, huyen, como de un apestado, de
quien, bajo la pesadumbre de un infortunio, ni sabe dar alegrías, ni tiene el
ánimo dispuesto a compartirlas.
Ya en la ciudad de nuestro cuento, cuya gente acomodada había ido toda, y en
más de una ocasión, de viaje por Europa, donde apenas había casa sin piano, y,
lo que es mejor, sin quien tocase en él con natural buen gusto, tenía Keleffy
numerosos y ardientes amigos; tanto entre los músicos sesudos, por el arte
exquisito de sus composiciones, como entre la gente joven y sensible, por la
melodiosa tristeza de sus romanzas. De modo que cuando se supo que Keleffy
venía, y no como un artista que se exhibe sino como un hombre que padece,
determinó la sociedad elegante recibirle con una hermosísima fiesta, que
quisieron fuese como la más bella que se hubiera visto en la ciudad, ya porque
del talento de Keleffy se decían maravillas, ya porque esta buena ciudad de
nuestro cuento no quería ser menos que otras de América, donde el pianista había
sido ruidosamente agasajado.
En la «casa de mármol» dispusieron que se celebrase la gran fiesta: con un
tapiz rojo cubrieron las anchas escaleras; los rincones, ya en las salas, ya en
los patios, los llenaron de palmas; en cada descanso de la escalera central
había un enorme vaso chino lleno de plantas de camelia en flor; todo un
saloncito, el de recibir, fue colgado de seda amarilla; de higares ocultos por
cortinas venía un ruido de fuentes. Cuando se entraba en el salón, en aquella
noche fresca de la primavera, con todos los balcones abiertos a la noche, con
tanta hermosa mujer vestida de telas ligeras de colores suaves, con tanto
abanico de plumas, muy de moda entonces, moviéndose pausadamente, y con aquel
vago rumor de fiesta que comienza, parecía que se entraba en un enorme cesto de
alas. La tapa del piano, levantado para dar mayor sonoridad a las notas,
parecía, como dominándolas a todas, una gran ala negra.
Keleffy, que discernía la suma de verdadero afecto mezclada en aquella fiesta
de la curiosidad y sentía desde su llegada a América como si constantemente
estuviesen encendidos en su alma dos grandes ojos negros; Keleffy a quien fue
dulce no hallar casa, donde sus últimos dolores, vaciados en sus romanzas y
nocturnos, no hubiesen encontrado manos tiernas y amigas, que se las devolvían a
sus propios oídos como atenuados y en camino de consuelo, porque «en Europa se
toca — decía Keleffy — , pero aquí se acaricia el piano»; Keleffy, que no notaba
desacuerdo entre el casto modo con que quería él su magnífico arte, y aquella
fiesta discreta y generosa, en que se sentía el concurso como penetrado de
respeto, en la esfera inquieta y deleitosa de lo extraordinario; Keleffy, aunque
de una manera apesarada y melancólica, y más de quien se aleja que de quien
llega, tocó en el piano de madera negra, que bajo sus manos parecía a veces
salterio, flauta a veces, y a veces órgano, algunas de sus delicadas
composiciones, no aquellas en que se hubiera dicho que el mar subía en montes y
caía roto en cristales, o que braceaba un hombre con un toro, y le hendía el
testuz, y le doblaba las piernas, y lo echaba por tierra, sino aquellas otras
flexibles fantasías que, a tener color, hubieran sido pálidas, y a ser cosas
visibles, hubiesen parecido un paisaje de crepúsculo.
En esto, se oyó en todo el salón un rumor súbito, semejante al que en días de
fiestas nacionales se oye en la muchedumbre de las plazas cuando rompe en un
ramo de estrellas en el aire un fuego de artificio. ¡Ya se sabía que en el
Instituto de la Merced había una niña muy bella! que era Sol del Valle; ¡pero no
se sabía que era tan bella! Y fue al piano; porque ella era la discípula querida
del Instituto y ninguna como ella entendía aquella plegaria de Keleffy, «¡Oh,
madre mía», y la tocó, trémula al principio, olvidada después en su música y por
esto más bella; y cuando se levantó del piano, el rumor fue de asombro ante la
hermosura de la niña, no ante el talento de la pianista, no común por otra
parte; y Keleffy la miraba, como si con ella se fuese ya una parte de él; y, al
verla andar, la concurrencia aplaudía, como si la música no hubiera cesado, o
como si se sintiese favorecida por la visita de un ser de esferas superiores, u
orgullosa de ser gente humana, cuando había entre los seres humanos tan grande
hermosura.
¿:Cómo era? ¡Quién lo supo mejor que Keleffy! La miró, la miró con ojos
desesperados y avarientos. Era como una copa de nácar, en quien nadie hubiese
aun puesto los labios. Tenía esa hermosura de la aurora, que arroba y ennoblece.
Una palma de luz era. Keleffy no la hablaba, sino la veía. La niña, cuando se
sentó al lado de la directora, casi rompió en lágrimas. La revelación, la
primera sensación del propio poder, lisonjea y asusta. Se tuvo miedo la niña, y
aunque muy contenta de sí, halagada por aquel rumor como si le rozasen la frente
con muy blandas plumas, se sintió sola y en riesgo, y buscó con los ojos, en una
mirada de angustia a doña Andrea, ¡ay! a doña Andrea que, conforme iban pasando
los años, se hundía en sí misma, para ver mejor a don Manuel, de tal manera que
ya, si sonreía siempre, apenas hablaba. Se conversaba apresuradamente. Todos los
ojos estaban sobre ella. ¿:Quién es? ¿:Quién es? Las mujeres no la celebraban, se
erguían en sus asientos para verla; movían rápidamente el abanico, cuchicheaban
a su sombra con su compañera; se volvían a mirarla otra vez. Los hombres,
sentían en sí como una rienda rota; y algunos, como un ala. Hablaban con
desusada animación. Se juntaban en corrillos. La median con los ojos. Ya la
veían de su brazo ostentándola en el salón, y le estrechaban el talle en el
baile ardiente y atrevido; ya meditaban la frase encomiástica con que habían de
deslumbrar al ser presentados a ella. «¿:Conque esa es Sol del Valle?». «¿:En qué
casas visita?». «¿:Va a casa de Lucía Jerez?». «Juan Jerez es amigo de la
señora». «Allí está Juan Jerez; que nos presente». «Yo soy amigo de la
directora: vamos». «¿:Quién nos presentará a ella?». ¡Pobre niña! Su alcoba no la
vio nunca como la dejaron aquellos curiosos. No es para la mayor parte de los
hombres una obra santa, y una copa de espíritu la hermosura; sino una manzana
apetitosa. Si hubiera un lente que permitiese a las mujeres ver, tales como les
pasean por el cráneo los pensamientos de los hombres, y lo que les anda en el
corazón, los querrían mucho menos.
Pero no era un hombre, no, el que con más insistencia, y un cierto encono
mezclado ya de amor, miraba a Sol del Valle, y con dificultad contenía el llanto
que se le venía a mares a los ojos, abiertos, en los que se movían los párpados
apenas. La conocía en aquel momento, y ya la amaba y la odiaba. La quería como a
una hermana; ¡qué misterios de estas naturalezas bravías e iracundas! y la
odiaba con un aborrecimiento irresistible y trágico. Y cuando un caballero
apuesto y cortés, que saludaba mucha gente a su paso, se acercó, por lo mismo
que vivía en esfera social más alta, más que a saludar, a proteger a Sol del
Valle, cuando Juan Jerez llegó al fin al lado de la niña, y Lucía Jerez, que era
quien de aquella manera la miraba, los vio juntos, cerró los ojos, inclinó la
cabeza sobre el hombro como quien se muere; se le puso todo el rostro amarillo;
y solo al cabo de algún tiempo, al influjo del aire que agitaban sus compañeras
con los abanicos, volvió a abrir los ojos, que parecían turbios, como si hubiera
cruzado por su pensamiento un ave negra.
Y Keleffy en aquellos instantes tenía subyugada y muda a la concurrencia.
Allí sus esperanzas puras de otros tiempos; sus agonías de esposo triste; el
desorden de una mente que se escapa; el mar sereno luego; la flora toda
americana, ardiente y rica; el encogimiento sombrío del alma infeliz ante la
naturaleza hermosa; una como invasión de luz que encendiese la atmósfera, y
penetrase por los rincones más negros de la tierra, y a través de las ondas de
la mar, a sus cuevas de azul y corales; una como águila herida, con una llaga en
el pecho que parecía una rosa, huyendo, a grandes golpes de ala, cielo arriba,
con gritos desesperados y estridentes. Así, como un espíritu que se despide,
tocó Keleffy el piano. Jamás pudo tanto, ni nadie le oyó así segunda vez. Para
Sol era aquella fantasía; para Sol, a quien ni volvería a ver nunca, ni dejaría
de ver jamás. Solo los que persiguen en vano la pureza, saben lo que regocija y
exalta el hallarla. Solo los que mueren de amor a la hermosura entienden cómo,
sin vil pensamiento, ya a punto de decir adiós para siempre a la ciudad amiga,
tocó aquella noche en el piano Keleffy. Pero tocó de tal manera que, aun para la
gente inculta, es todavía aquel un momento inolvidable. «Nos llevaba como un
triunfador», decía un cronista al día siguiente, «sujetos a su carro. ¿:Adónde
íbamos? nadie lo sabía. Ya era un rayo que daba sobre un monte, como el acero de
un gigante sobre el castillo donde supone a su dama encantada; ya un león con
alas, que iba de nube en nube; ya un sol virgen que de un bosque temido, como de
un nido de serpientes, se levanta; ya un recodo de selva nunca vista, donde los
árboles no tenían hojas, sino flores; ya un pino colosal que, con estruendo de
gemidos, se quebraba; era una grande alma que se abría. Mucho se había hecho
admirar el apasionado húngaro en el comienzo de la fiesta; mas, aquella
arrebatadora fantasía, aquel desborde de notas; ora plañideras, ora terribles,
que parecían la historia de una vida, aquella, que fue su última pieza de la
noche, porque nadie después de ella osó pedirle más, vino tan inmediatamente
después de la aparición de la señorita Sol del Valle, orgullo desde hoy de la
ciudad que todos reconocimos en la improvisación maravillosa del pianista el
influjo que en él, como en cuantos anoche la vieron, con su vestido blanco y su
aureola de inocencia, ejerció la pasmosa hermosura de la niña. Nace bien esta
beldad extraordinaria, con el genio a sus plantas».
Dos amigas están sentadas a la sombra de la magnolia, nuestra antigua
conocida. En un sillón está sentada Lucía. Otras sillas de mimbre esperan a sus
dueñas, que andan preparando dulces por los adentros de la casa, o con Ana, que
no está bien hoy. Está muy pálida. No se espera gente de afuera aquella tarde;
Juan Jerez no está en la ciudad: fue el viernes a defender en el tribunal de un
pueblo vecino los derechos de unos indios a sus tierras, y aun no ha vuelto.
Lucía hubiera estado más triste, si no hubiera tenido a su amiga a su lado. Juan
no puede venir. Ferrocarril no hay hoy. A caballo, es muy lejos. A los pies de
Lucía, en una banqueta, con los brazos cruzados sobre las rodillas de la niña,
¿:quién es la que está sentada, y la mira con largas miradas, que se entran por
el alma como reinas hermosas que van a buscar en ella su aposento, y a quedarse
en ella; y la deja jugar con su cabeza, cuya cabellera castaña destrenza y
revuelve, y alisa luego hacia arriba con mucho cuidado, de modo que se le vea el
noble cuello? A los pies de Lucía está Sol del Valle.
Desde la noche de la fiesta de Keleffy, Lucía y Sol se han visto muchas
veces. ¿:De conocerla, cómo había de librarse, en estas ciudades nuestras en que
todo el mundo se conoce? Aquella misma noche, y no fue Juan por cierto, Lucía,
muy adulada por la directora del Instituto de la Merced, de donde había salido
tres años antes, se vio en brazos de Sol, que la miraba llena de esperanza y
ternura. Se levantó la directora y llevó a Sol de la mano a donde Lucía estaba,
taciturna. Las vio venir, y se echó atrás.
— ¡Vienen a mí, a mí! — se dijo.
— Lucía, aquí te traigo una amiga, para que te la pongas en el corazón, y me
la cuides como cosa de tu casa. En tus manos la puedo dejar: tú no eres
envidiosa.
Y a Sol se le encendía el rostro, sin saber qué decir, y a Lucía se le
desvanecía el color, buscando en balde fuerzas con que mover la mano y abrir los
labios en una sonrisa.
— Pero esto no ha de ser así, no.
Y la directora puso el brazo de Sol en el de Lucía, y acompañadas de miradas
celosas, se refugió por algunos momentos con ellas en un balcón, cuya baranda de
granito estaba oculta bajo una enredadera florecida de rosas salomónicas. El
balcón era grande y solemne; la noche, ya muy entrada, y el cielo, cariñoso y
locuaz, como se pone en nuestros países cuando el aire está claro, y parece como
que platican y se hacen visitas las estrellas.
— Y ante todo, Lucía y Sol, dense un beso.
— Mira, Lucía — dijo la directora juntando en sus manos las de las los niñas y
hablando como si no estuviese Sol con ellas, quien se sentía las mejillas
ardientes, y el pecho apretado con lo que la maestra iba diciendo, tanto, que
por un instante vio el cielo todo negro, y como que desde su casita la estaba
llamando doña Andrea — . Mira, Lucía, tú sabes cómo entra en la vida Sol del
Valle, como lo sabe todo el mundo. Su padre se ha muerto. Su madre está en la
mayor pobreza. Yo, que la quiero como a una hija, he procurado educarla para que
se salve del peligro de ser hermosa siendo tan pobre.
Sintió Lucía en aquel instante como si la mano de Sol le temblase en la suya,
y hubiese hecho un movimiento por retirarla y ponerse en pie.
— Señora....
— No, no, Lucía. La que va a ser mujer de Juan Jerez....
La sombra de una de las cortinas de la enredadera, que flotaba al influjo del
aire, escondió en este instante el rostro de Sol.
— ... merece que yo ponga en sus manos, para que me la enseñe al mundo a su
lado y me la proteja, la joya de la casa con que ha sido Juan Jerez tan
bueno.
Aquí la cortina flotante de la enredadera cubrió con su sombra el rostro de
Lucía.
— Juan....
— Juan ha sido muy bueno — dijo como con cierta prisa voluntaria la directora — .
Él apenas conoce a Sol, porque ha ido muy poco a casa de doña Andrea; pero como
es tan generoso, se alegrará de que tú ampares a esta niña, con el respeto de tu
casa, de los que, porque la verán desvalida....
Más blanco que su vestido pudo verse en este momento, el rostro de Sol.
— ... querrán faltarle al respeto. Ya Sol ha acabado su colegio; pero para que
mi obra no quede incompleta, voy a dejarla en él como profesora, y así ayudará a
su madre a llevar los gastos de la casa, y le hemos tomado ya a doña Andrea una
casita mejor, cerca del Instituto. Yo espero — añadió la señora gravemente, y como
si las estrellas no estuviesen brillando en el cielo — , que Sol será una buena
maestra. Yo, Lucía, no podré llevarla a todas partes, porque ya he dejado de ser
joven, y los cuidados del colegio me lo impiden; pero quiero que tú hagas mis
veces, y ya lo sabes — dijo con una ligera emoción en la voz dando un beso en la
mejilla de Lucía — , cuídamela. Que sientan que el que no pueda llegar hasta ti,
no puede llegar hasta ella. Cuando haya una fiesta, llévala. Ella se vestirá
siempre linda, porque yo la he enseñado a hacérselo todo y es maestra en coser.
Convídala a tu casa, para que nadie tenga reparo en convidarla a la suya: que el
que entra en tu casa puede entrar en todas partes. Sol es tan bonita como
agradecida.
— Sí, sí, señora — interrumpió Lucía que en sus mejillas propias estaba
sintiendo la palidez de las de Sol — . Yo la llevaré conmigo. Yo sí, yo sí, ahora
mismo la presentaré a todas mis amigas. Iremos juntas la Semana Santa. No me
digas que no, Sol. Iremos al teatro siempre juntas.
Y el cariño le iba creciendo con las palabras, que decía amontonadamente,
como si tuviese prisa por olvidarse de algo, o quisiese vengarse de sí
misma.
— Bueno, vamos entonces, que yo veo que la gente curiosea porque estamos
cuchicheando tanto tiempo. Vamos.
Sol no hablaba. Lucía, como que quería defenderla de la directora, que
entraba ya en el salón con su paso pomposo.
— Enseguida, señora, enseguida. Entre usted y detrás vamos nosotras. Voy a
coger dos rosas de esta enredadera: esta para Sol — y se la prendió con mucha
ternura, mirándola amorosamente en los ojos — ; esta, que es la menos bonita, para
mí.
— ¡Oh, usted es tan buena!
— ¿:Usted? No, Sol, yo soy tu hermana. No hagas caso de lo que dice la
directora. Yo te querré siempre como una hermana — y abrió los brazos, y apretó en
ellos a Sol, a la que llevaba sin miedo, prestísimamente.
— ¡Oh! — dijo Sol de pronto ahogando un grito. Y se llevó la mano al seno, y la
sacó con la punta de los dedos roja. Era que al abrazarla Lucía, se le clavó en
el seno una espina de la rosa.
Con su propio pañuelo secó Lucía la sangre, y de brazo las dos entraron en la
sala. Lucía también estaba hermosa.
— ¿:Cómo entenderte, Lucía? — decía Juan a su prima unos quince días después de
la noche de la fiesta, con una intención severa en las palabras que él con Lucía
nunca había usado — . Desde hace unos quince días, espera, creo que me acuerdo,
desde la noche de Keleffy, te encuentro tan injusta, que a veces, creo que no me
quieres.
— ¡Juan! ¡Juan!
— Bueno, Lucía: tú sí me quieres. Pero ¿:qué te hago yo que explique esas
durezas tuyas de carácter, para mí que vengo a ti como viene el sediento a un
vaso de ternuras? Más cariño no puedes desear. Pensar, yo sí pienso en todo lo
más difícil y atrevido; pero querer, Lucía, yo no quiero más que a ti. Yo he
vivido poco; pero tengo miedo de vivir y sé lo que es, porque veo a los vivos.
Me parece que todos están manchados, y en cuanto alcanzan a ver un hombre puro
empiezan a correrle detrás para llenarle la túnica de manchas. La verdad es que
yo, que quiero mucho a los hombres, vivo huyendo de ellos. Siento a veces una
melancolía dolorosa. ¿:Qué me falta? La fortuna me ha tratado bien. Mis padres me
viven. Me es permitido ser bueno. Y además, te tengo — le dijo tomándola,
cariñosamente de la mano que Lucía le abandonó como apenada y absorta.
— Te tengo, y de ti me vienen, y en ti busco, las fuerzas frescas que necesito
para que el corazón no se me espante y debilite. Cada vez que me asomo a los
hombres, me echo atrás como si viera un abismo; pero de cada vez que vengo a
verte, saco un brío para batallar y un poder de perdón que hacen que nada me
parezca difícil para que yo lo acometa. No te rías, Lucía; pero es la verdad.
¿:Tú has leído unos versos de Longfellow que se llaman «Excelsior»? Un joven, en
una tempestad de nieve, sube por un puerto pobre, montaña arriba, con una
bandera en la mano que dice: «Excelsior». No te sonrías: yo sé que sabes tú
latín: «¡Más alto!». Un anciano le dice que no vaya adelante, que el torrente
ruge abajo y la tempestad ¡se viene encima: «¡Más alto!». Una joven linda, ¡no
tan linda como tú!, le dice: «Descansa la cabeza fatigada en mi seno». Y al
joven se le humedecen los ojos azules, pero aparta de sí a la enamorada y le
dice: «¡Más alto!».
— ¡Ah no! pero tú no me apartarás a mí de ti. Yo te quito la bandera de las
manos. Tú te quedas conmigo. ¡Yo soy lo más alto!
— No, Lucía: los dos juntos llevaremos la bandera. Yo te tomo para todo el
viaje. Mira que, como soy bueno, no voy a ser feliz. ¡No te me canses! — y le besó
la mano.
Lucía le acariciaba con los ojos la cabeza.
— Y el joven al fin siguió adelante: y los monjes lo hallaron muerto al día
siguiente, medio sepultado en la nieve; pero con la mano asida a la bandera, que
decía: «¡Más alto!». Pues bien, Lucía: cuando no te me pones majadera, cuando no
me haces lo que ayer, que me miraste de frente como con odio y te burlaste de mí
y de mi bondad, y sin saberlo llegaste hasta dudar de mi honradez, cuando no te
me vuelves loca como ayer, me parece cuando salgo de aquí, que me brilla en las
manos la bandera. Y veo a todo el mundo pequeño, y a mí como un gigante dichoso.
Y siento mayor necesidad, una vehemente necesidad de amar y perdonar a todo el
mundo. En la mujer, Lucía, como que es la hermosura mayor que se conoce, creemos
los poetas hallar como un perfume natural todas las excelencias del espíritu;
por eso los poetas se apegan con tal ardor a las mujeres a quienes aman, sobre
todo a la primera a quien quieren de veras, que no es casi nunca la primera a
quien han creído querer, por eso cuando creen que algún acto pueril o
inconsiderado las desfigura, o imaginan ellos alguna frivolidad o impureza, se
ponen fuera de sí, y sienten unos dolores mortales, y tratan a su amante con la
indignación con que se trata a los ladrones y a los traidores, porque como en su
mente las hicieran depositarias de todas las grandezas y claridades que
apetecen, cuando creen ver que no las tienen, les parece que han estado
usurpándoles y engañándoles con maldad refinada, y creen que se derrumban como
un monte roto, por la tierra, y mueren aunque sigan viviendo, abrazados a las
hojas caídas de su rosa blanca. Los poetas de raza mueren. Los poetas
segundones, los tenientes y alféreces; de la poesía, los poetas falsificados,
siguen su camino por el mundo besando en venganza cuantos labios se les ofrecen,
con los suyos, rojos y húmedos en lo que se ve, ¡pero en lo que no se ve tintos
de veneno! Vamos, Lucía, me estás poniendo hoy muy hablador. Tú ves, no lo puedo
evitar. Si me oyeran otras gentes, dirían que era un pedante. Tú no lo dices,
¿:verdad? Es que en cuanto estoy algún tiempo cerca de ti, de ti que nadie ha
manchado, de ti en quien nadie ha puesto los labios impuros, de ti en quien mido
yo como la carne de todas mis ideas y como una almohada de estrellas donde
reclino, cuando nadie me ve, la cabeza cansada, estas cosas extrañas, Lucía, me
vienen a los labios tan naturalmente que lo falso sería no recordarlas. Por
fuera me suelen acusar de que soy rebuscado y exagerado, y tú habrás notado que
ya yo hablo muy poco. ¿:Qué culpa tengo yo de que sea así mi naturaleza, y de que
al influjo de tu cariño enseñe todas sus flores?
Y le besó las dos manos, como pudiera un niño haber besado dos tórtolas.
Así, aunque no parezca cierto, suelen hablar y sentir algunos seres «vivos y
efectivos», como dicen las lápidas de los nichos en que están enterrados los
oficiales militares muertos en el servicio de la corona española. Así
exactamente, y sin quitar ni poner ápice, era como sentía y hablaba Juan
Jerez.
— Tú me perdonas, Juan — dijo Lucía antes de que hubieran pasado algunos
momentos, bajos los ojos y la voz, como pecador contrito que pide humildemente
la absolución de su pecado — . Juan yo no sé que es, ni sé para qué te quiero,
aunque si sé que te quiero por lo mismo que vivo, y que si no te quisiera no
viviría. Y mira, Juan, te miento; ahora mismo te estoy mintiendo, yo creo que no
sé por qué te quiero, pero debo saberlo muy bien, sin notarlo yo, porque sé por
qué pueden quererte los demás. Y como si te conocen, han de quererte como yo te
quiero, ¡no me regañes Juan! ¡yo no quisiera que tú conocieses a nadie! ¡Yo te
querría mudo, yo te querría ciego: así no me verías más que a mí, que le
cerraría el paso a todo el mundo, y estaría siempre ahí, y como dentro de ti, a
tus pies donde quisiera estar ahora! ¿:Tú me perdonas, Juan? Luego, yo no soy
soberbia, y no creo que yo solo soy hermosa: ¡tú dices que yo soy hermosa! yo sé
que fuera de mí hay muchas cosas y muchas personas bellas y grandes; yo sé que
no están en mí todas las hermosuras de la tierra, y como a ti te caben en el
alma todas, y eres tan bueno que te he visto recoger las flores pisadas en las
calles y ponerlas con mucho cuidado donde nadie las pise, creo, Juan, que yo no
te basto, que cualquier cosa o persona hermosa, te gustaría tanto como yo, y
odio un libro si lo lees, y un amigo si lo vas a ver, y una mujer si dicen que
es bella y puedes verla tú. Quisiera reunir yo en mí misma todas las bellezas
del mundo, y que nadie más que yo tuviera hermosura alguna sobre la tierra.
Porque te quiero, Juan, lo odio todo. Y yo no soy mala, Juan; yo me avergüenzo
de eso, y luego me entran remordimientos, y besaría los pies de los que un
momento antes quería no ver vivos, y de mi sangre les daría para que viviesen si
se muriesen; ¡pero hay instantes, Juan, en que odio a todas las cosas, a todos
los hombres y a todas las mujeres! ¡Oh, a todas las mujeres! Cuando no estás a
mi lado, y pienso en alguien que pueda agradar tus ojos u ocupar tu pensamiento,
creémelo, Juan; ¡ni sé lo que veo, ni sé qué es lo que me posee, pero me das
horror, Juan y te aborrezco entonces, y odio tus mismas cualidades, y te las
echo en cara, como ayer, para ver si llegas tú a odiarlas, y a no ser tan bueno,
y si así no te quieren! Eso es, Juan, no es más que eso. A veces, y te lo diré a
ti solo, sufro tanto que me tiendo en el suelo en mi cuarto, cuando no me ven,
como una muerta. Necesito sentir en las sienes mucho tiempo el frío del mármol.
Me levanto, como si estuviera por dentro toda despedazada. Me muero de una
envidia enorme por todo lo que tú puedas querer y lo que pueda quererte. Yo no
sé si eso es malo, Juan: ¿:tú me perdonas?
La magnolia, nuestra antigua conocida oyó, a las últimas luces de la tarde,
el final de esta conversación congojosa.
Lindo es el montecito que domina por el Este a la ciudad, donde a brazo
partido lucharon antaño, macana contra lanza y carne contra hierro, el jefe de
los indios y el jefe de los castellanos, y de barranco en barranco abrazados,
matándose y admirándose iban cayendo, hasta que al fin, ya exhausto, e
hiriéndose con su propia macana la cabeza, cayó el indio a los pies del español,
que se levantó la visera, dejando ver el rostro bañado en sangre, y besó al
indio muerto en la mano. Luego, como que era recio de subir, le escogieron para
sus penitencias los devotos, y es fama que por su falda pedregosa subían de
rodillas en lo más fuerte del sol, los penitentes, contando el rosario.
Vinieron gentes nuevas, y como que el monte es corto y de forma bella, y
desde él se ve a la ciudad, con sus casas bajas, de patios de arbolado, como una
gran cesta de esmeraldas y ópalos, limpiaron de piedras y yerbajos la tierra
que, bien abonada, no resultó ingrata; y de la mejor parte del monte hicieron un
jardín que entre los pueblos de América no tiene rival, puesto que no es uno de
esos jardinuelos de flores enclenques, y arbustos podados, con trocitos de
césped entre enverjados de alambre, que más que cosa alguna dan idea de
esclavitud y artificio, y de los que con desagrado se aparta la gente buena y
discreta; sino uno como bosque de nuestras tierras, con nuestras propias y
grandes flores y nuestros árboles frutales, dispuestos con tal arte que están
allí con gracia y abandono, y en grupos irregulares y como poco cuidados, de tal
manera que no parece que aquellos bambúes, plátanos y naranjos han sido llevados
allí por las manos de jardinero, ni aquellos lirios de agua, puestos como en
montón que bordan el estrecho arroyo cargado de aguas secas, fueron allí
trasplantados como en realidad fueron: antes bien, parece que todo aquello
floreció allí de suyo y con libre albedrío, de modo que allí el alma se goza y
comunica sin temor, y no bien hay en la ciudad una persona feliz, ya necesita ir
a decírselo al montecito que nunca se ve solo, ni de día ni de noche.
Por allí, en la tarde en que vamos caminando, halló Pedro Real razón para
encontrarse a caballo, el cual dejó en la cumbre, mientras que, golpeándose con
el latiguillo los botines, se perdía, sin recordar el cuadro de Ana, por la
calle de los lirios. Por allí, y sin saber por cierto que Pedro andaba cerca,
acababa Adela, con tres amigas suyas, que estrenaban unos sombreros de paja
crema adornados con lilas, de bajar del carruaje, que en la cumbre, con los
caballos, esperaba. Por allí, sin que lo supiese Adela tampoco, aunque sí lo
sabía Pedro, andaban lentamente, con las dos niñas menores, Sol y doña Andrea:
doña Andrea, que desde que el colegio le devolvió a su Sol y podía a su sabor
recrear los ojos, con cierto pesar de verle el alma un poco blanda y perezosa,
en aquella niña suya de «cutis tan trasparente — decía ella — como una nube que vi
una vez, en París, en un medio punto de Murillo», andaba siempre hablando
consigo en voz baja, como si rezase; y otras regañaba por todo, ella que no
regañaba antes jamás, pues lo que quería en realidad, sin atreverse, era regañar
a Sol, de quien se encendía en celos y en miedos, cada vez que oía preparativos
de fiesta o de paseo, que por cierto no eran muchos, pero sobrados ya para que
temiese con justicia doña Andrea por su tesoro. Ni con el mayor bienestar que
con el sueldo de Sol en el colegio había entrado en la casa, se contentaba doña
Andrea; y a veces se dio la gran injusticia de que aquella hermosura que ella
tanto mimaba, y que desde la infancia de la niña cuidaba ella y favorecía, se la
echase en cara como un pecado, que le llevó un día a prorrumpir en este
curiosísimo despropósito, que a algunas personas pareció tan gracioso como
cuerdo: «Si Manuel viviera, tú no serías tan hermosa». Enojábase, doña Andrea,
cuando oía, allá por la hora en que Sol volvía con una criada anciana del
colegio, la pisada atrevida del caballo de cierto caballero que ella muy
especialmente aborrecía; y si Sol hubiese mostrado, que nunca lo mostró, deseos
de ver la arrogante cabalgadura, fuera de una vez que se asomó sonriendo y no
descontenta, a verla pasar detrás de sus persianas, es seguro que por allí
hubieran encontrado salida las amarguras de doña Andrea, que miraba a aquel
gallardísimo galán, a Pedro Real, como a abominable enemigo. Ni a galán alguno
hubiera soportado doña Andrea, cuyos pesares aumentaba la certidumbre de que
aquel que ella hubiera querido por tenerlo muy en el alma, que poseyese a su
Sol, no sería de Sol nunca, por lo alto que estaba, y porque era ya de otra. Mas
aquella mansísima señora se estremecía cuando pensaba que, por parecer
proporcionados en la gran hermosura externa, pudiesen algún día acercarse en
amores aquel catador de labios encendidos y aquella copa de vino nuevo. Sentía
fuerzas viriles doña Andrea, y determinación de emplearlas, cada vez que el
caballo de Pedro Real piafaba sobre los adoquines de la calle. ¡Como si los
cuerpos enseñasen el alma que llevan dentro! Una vez, en una habitación recamada
de nácar, se encontró refugiado a un bandido. Da horror asomarse a muchos
hombres inteligentes y bellos. Se sale huyendo, como de una madriguera. Y ya se
sabía por toda la ciudad, con envidia de muchas locuelas, que tras de Sol del
Valle había echado Pedro Real todos sus deseos, sus ojos melodiosos, su varonil
figura, sus caballos caracoleadores, sus ímpetus de enamorado de leyenda. Y lo
despótico de la afición se le conocía en que, bruscamente, y como si no hubiera
estado perturbando con vislumbres de amor sus almas nuevas, cesó de decir
gallardías, a afectar desdenes a aquellas que más de cerca le tuvieron desde su
llegada de París, ya porque de público se las señalase como las conquistas más
apetecidas, ya porque lo picante de su trato le diese fácil ocasión para
aquellas conversaciones salpimentadas que son muy de uso entre aquellos de
nuestros caballeros jóvenes que han visto tierras, y suplen con lo atrevido del
discurso la escasez de la gracia y el intelecto. La conversación con las damas
ha de ser de plata fina, y trabajada en filigrana leve, como la trabajan en
Génova y México.
En ser visto donde Sol del Valle había de verlo, ponía Pedro Real el mayor
cuidado; en que no se la viera sin que se le viese a él; si al teatro, bajo el
palco a que fue Sol, que fue el de la directora, y no más que dos veces, estaba
la luneta de Pedro; si en Semana Santa, por donde Sol iba con Lucía y Adela,
Pedro, sin piedad por Adela, aparecía. Decirle, nada le había dicho. Ni
escribirle. Ni nadie afectaba, al saludarla en público, encogimiento y
moderación mayores. Y parecía más arrogante, porque no iba tan pulido. Ni le
decía, ni le escribía; pero quería llenarle el aire de él. A la salida del
teatro, la segunda noche que fue a él Sol, ofrecía un pequeñuelo de sombrero de
pita y pies descalzos un ramo de camelias color de rosa, que eran allí muy
apreciadas y caras. Y en el punto en que salió Sol, y con rapidez tal que
pareció a todos cosa artística, tomó el ramo Pedro Real, lo deshizo de modo que
las camelias cayeron al suelo, casi a los pies de Sol, y dijo, como si no
quisiera ser oído más que del amigo que tenía al lado: «Puesto que no es de
quien debe ser, que no sea de nadie». Y como la fantasía que la hermosura de Sol
arrancó a Keleffy era ya a manera de leyenda en la ciudad, Pedro Real, con tacto
y profundidad mayores de los que pudieran suponérsele, compró, para que nadie
volviese a tocar en él, el piano en que habían tocado aquella noche Sol y
Keleffy.
Sonaban por la ciudad alegremente las chirimías, los pífanos y los tambores.
Los balcones de la calle de la Victoria eran cestos de rosas, con todas las
damas y niñas de la ciudad asomadas a ellos. Por cada bocacalle entraba en la de
la Victoria, con su banda de tamborines a la cabeza, una compañía de milicianos.
Unos llevaban pantalón blanco de dril, con casaquín de lana perla, cruzado el
pecho de anchas correas blancas, con asta plateada. Otros iban de blanco y rojo,
blanco el pantalón, la casaca roja. Iban otros más de ciudadanos, y aunque menos
brillantes, más viriles: llevaban un pantalón de azul oscuro y uno como gabán
corto y justo, cerrado con doble hilera de botones de oro por delante: el
sombrero era de fieltro negro de alas anchas, con un delgado cordón de oro, que
caía con dos bellotas a la espalda. En las esquinas iban las compañías tomando
puesto. ¡Qué conmovedoras las banderas rotas! ¡Qué arrogantes, y como
sacerdotes, los que las llevaban! Parecían altos aunque no lo fueran. No
parecían bien, cerca de aquellos pabellones desgarrados, los banderines de seda
y flores de oro en que con letras de realce iban bordados los números de las
compañías. ¡Qué correr desalados, el de los muchachos por las calles! Verdad que
hasta los hombres mayores, periódico en mano y bastón al aire, corrían. A
algunos, se les saltaban las lágrimas. Parecía como que de adentro empujaba
alguien a las gentes. Cuando una banda sonaba a distancia, como si estuviera
yéndose, los muchachos, aun los más crecidos, corrían tras ella, con la cara
angustiada, como si se les fuera la vida. Y los más pequeños, cruzando de un
lado para otro, mirados desde los balcones, parecían los granos sueltos de un
racimo de uvas. Las nueve serían de la mañana, y el cielo estaba alegre, como si
le pareciese bien lo que sucedía en la tierra. Era el día del año señalado para
llevar flores a las tumbas de los soldados muertos en defensa de la
independencia de la patria. Entre compañía y compañía, iban carros enormes en la
procesión, tirados por caballos blancos, y henchidos de tiestos de flores. Allá
en el cementerio había, sobre cada tumba, clavada una bandera.
¿:Qué caballerín, de los elegantes de la ciudad, no estaba aquella mañana, con
un ramo de flores en el ojal, saludando a las damas y niñas desde su caballo?
Los estudiantes, no, esos no estaban por las calles, aunque en los balcones
tenían a sus hermanas y a sus novias: los estudiantes estaban en la procesión,
vestidos de negro, y entre admirados y envidiosos de los muertos a quienes iban
a visitar, porque estos, al fin, ya habían muerto en defensa de su patria, pero
ellos todavía no: y saludaban a sus hermanas y novias en los balcones, como si
se despidieran de ellas. Los estudiantes fueron en masa a honrar a los muertos.
Los estudiantes que son el baluarte de la Libertad, y su ejército más firme. Las
universidades parecen inútiles, pero de allí salen los mártires y los apóstoles.
Y en aquella ciudad ¿:quién no sabía que cuando había una libertad en peligro, un
periódico en amenaza, una urna de sufragio en riesgo, los estudiantes se
reunían, vestidos como para fiesta, y descubiertas las cabezas y cogidos del
brazo, se iban por las calles pidiendo justicia; o daban tinta a las prensas en
un sótano, e imprimían lo que no podían decir; se reunían en la antigua Alameda,
cuando en las cátedras querían quebrarles los maestros el decoro, y de un tronco
hacían silla para el mejor de entre ellos, que nombraban catedrático, y al amor
de los árboles, por entre cuyas ramas parecía el cielo como un sutil bordado,
sentado sobre los libros decía con gran entusiasmo sus lecciones; o en silencio,
y desafiando la muerte, pálidos como ángeles, juntos como hermanos, entraban por
la calle que iba a la casa pública en que habían de depositar sus votos, una vez
que el Gobierno no quería que votaran más que sus secuaces, y fueron cayendo uno
a uno, sin echarse atrás, los unos sobre los otros, atravesados pechos y cabezas
por las balas, que en descargas nutridas desataban sobre ellos los soldados?
Aquel día quedó en salvo por maravilla Juan Jerez, porque un tío de Pedro Real
desvió el fusil de un soldado que le apuntaba. Por eso, cuando los estudiantes
pasaban en la procesión, vestidos de negro, con una flor amarilla en el ojal,
los pañuelos de todos los balcones soltábanse al viento, y los hombres se
quitaban los sombreros en la calle, como cuando pasaban las banderas; y solían
las niñas desprenderse del pecho, y echar sobre los estudiantes, sus ramos de
rosas.
En un balcón, con sus dos hermanas mayores y la directora, estaba Sol del
Valle. En otro, con un vestido que la hacía parecer como una imagen de plata,
una linda imagen pagana, estaba Adela. Más allá, donde Sol y Adela podían
verlas, ocupaba un ancho balcón, amparado del sol por un toldo de lona, Lucía
con varias personas de la familia de su madre, y Ana. En una silla de manos
habían traído a Ana hasta la casa. Muy mala estaba, sin que ella misma lo
supiese bien; estaba muy mala. Pero ella quería ver, «con su derecho de artista,
aquella fiesta de los colores; a la tierra le faltaba ahora color, ¿:verdad,
Juan? Mira, si no, como todo el mundo se viste de negro. Quiero oír música,
Lucía: quiero oír mucha música. Quiero ver las banderas al viento». Y allí
estaba en el ancho balcón, vestida de blanco, muy abrigada, como si hubiese
mucho frío, mirando avariciosamente, como si temiera no volver a ver lo que
veía, y sintiendo como dentro del pecho, porque no se las viesen, le estaban
cayendo las lágrimas.
Lucía distinguió a Sol, y miró si estaba en el balcón, o dentro, Juan Jerez.
Sol, no bien vio a Lucía, no quitó de ella los ojos, para que supiese que estaba
allí, y cuando le pareció que Lucía la estaba viendo, la saludó cariñosamente
con la mano, a la vez que con la sonrisa y con los ojos. Prefería ella que Lucía
la mirase, a que la miraran los jóvenes mejor conocidos en la ciudad, que
siempre hallaban manera de detenerse más de lo natural frente a su balcón. A
Pedro Real, pagó con un movimiento de cabeza, su humilde saludo, cuando pasó a
caballo; y no lo vio con pena, ni con afecto que debiera afligir a doña Andrea,
todo lo cual vio Adela desde su balcón, aunque estaba de espaldas. Pero Lucía se
había entrado por el alma de Sol, desde la noche en que le pareció sentir goce
cuando se clavó en su seno la espina de la rosa. Lucía, ardiente y despótica,
sumisa a veces como una enamorada, rígida y frenética enseguida sin causa
aparente, y bella entonces como una rosa roja, ejercía, por lo mismo que no lo
deseaba, un poderoso influjo en el espíritu de Sol, tímido y nuevo. Era Sol como
para que la llevasen en la vida de la mano, más preparada por la Naturaleza para
que la quisiesen que para querer, feliz por ver que lo eran los que tenía cerca
de sí, pero no por especial generosidad, sino por cierta incapacidad suya de ser
ni muy venturosa ni muy desdichada. Tenía el encanto de las rosas blancas. Un
dueño le era preciso, y Lucía fue su dueña.
Lucía había ido a verla; a buscarla en su coche para que paseasen juntas; a
que fuese a su casa a que la conociera Ana; y Ana la quiso retratar; pero Lucía
no quiso «porque ahora Ana estaba fatigada, y la retrataría cuando estuviese más
fuerte», lo que, puesto que Lucía lo decía, no pareció mal a Sol. Lucía fue a
vestirla una de las noches que iba Sol al teatro, y no fue ella: ¿:por qué no
iría ella? Juan Jerez tampoco fue esa noche; y por cierto que esa vez Lucía le
llevó, para que lo luciese, un collar de perlas: «A mí no me lo conocen, Sol: yo
nunca me pongo perlas»; pero doña Andrea, que ya había comenzado a dar muestras
de una brusquedad y entereza desusadas, tomó a Lucía por las dos manos con que
estaba ofreciendo el collar a Sol, que no veía mucho pecado en llevarlo, y
mirando a la amiga de su hija en los ojos, y apretando sus manos con cariño a la
vez que con firmeza, le dijo con acento que dejaba pocas dudas: «No, mi niña,
no», lo que Lucía entendió muy bien, y quedó como olvidado el collar de perlas.
A la mañana siguiente, a la hora de que Sol fuese a sus clases, fue Lucía a
buscarla para que diesen una vuelta en el coche por cerca del colegio, y le
preguntó con ahínco sobresaltado y doloroso, que a quién vio, que quién subió a
su palco, que a quién llamó la atención, que dónde estaba Pedro Real: «¡Oh!
Pedro Real, tan buen mozo; ¿:no te gusta Pedro Real? Yo creo que Pedro Real
llamaría la atención en todas partes. Has visto cómo desde que te conoce no se
ocupa de nadie Pedro Real»; pero pronto acabó de hablar de esto Lucía. Quién
estaba en el teatro, no le importaba mucho saberlo: Juan no había estado; pero
¿:a la salida quién estaba? ¿:no recuerdas quién estaba a la salida? ¿:Estaba...? y
no acababa de preguntar quién había estado. Ni sabía Sol por quién le
preguntaba. No: Sol no había visto a nadie. Iba muy contenta. La directora la
había tratado con mucho cariño. Sí, Pedro Real había estado; pero no a
saludarla: nadie había subido a saludarla. La habían mirado mucho. Decían que el
cónsul francés había dicho una cosa muy bonita de ella. Pero al salir, no, no
vio a nadie. Sol quería llegar pronto, porque se había quedado triste doña
Andrea. Y al llegar en esta conversación al colegio, Lucía besó a Sol con tanta
frialdad, que la niña se detuvo un momento mirándola con ojos dolorosos, que no
apearon el ceño de su amiga. Y de pronto, por muchos días, cesó Lucía de verla.
Sol se había afligido, y doña Andrea no; aunque la ponía orgullosa que le
quisiesen a su hija; pero Lucía no: ella no veía nunca con gusto a Lucía. Un día
antes de la procesión Lucía había vuelto a la casa de Sol. Que la perdonase. Que
Ana estaba muy sola. Que Sol estaba más linda que nunca. «Mira, mañana te
mandaré la camelia más linda que tenga en casa. Yo no te digo que vengas a mi
balcón, porque.... Yo sé que tú vas al balcón de la directora. Pero mira, vas a
estar lindísima; ponte la camelia en la cabeza, a la derecha, para que yo pueda
vértela desde mi balcón». Y le tomó las manos, y se las besó; y conforme
conversaba con Sol, se pasaba suavemente la mano de ella por su mejilla; y
cuando le dijo adiós, la miraba como si supiera que corría algún peligro, y le
avisase de él, y cuando fue hacia el coche, ya se le iban desbordando las
lágrimas.
— ¡Allí está, allí está! — dijo como involuntariamente, y reprimiéndose
enseguida que lo había dicho, una de las hermanas de Sol, la mayor, la que no
era bella, la que no tenía más que dos ojos muy negros y acariciadores,
expresivos y dulces como los de la llama, el animal que muere cuando le hablan
con rudeza.
— ¿:Quién?
— No, no era nadie: Juan Jerez, en el balcón de Lucía.
— Sí, ya lo veo. Lucía está mirando para acá — y se desprendió, y volvió a
prender, para que Lucía lo notase, y supiera que pensaba en ella — .
Hermanita — dijo de pronto Sol en voz baja — ; hermanita, ¿:no te parece que Juan
Jerez es muy bueno? Yo quisiera verlo más. Nunca lo he visto cuando he ido a
casa de Lucía. Yo no sé qué tiene, pero me parece mejor que todos los demás. ¿:Tú
crees que él querrá mucho a Lucía?
Hermanita no quería decir nada, hacía como que no oía.
— Juan Jerez iba antes algunas veces a casa, antes de que yo saliese del
colegio; ¿:verdad? Cuéntame, tú que lo conoces. Yo sé que él se va a casar con
Lucía, aunque ella no me habla de él nunca; pero a mí me gusta hablar de él. A
Lucía no me atrevo a preguntarle, como ella no me dice... Él ha sido muy bueno
con mamá, ¿:no? ¡La directora lo quiere tanto! Mira, allí vuelve a pasar Pedro
Real: ¡es buen mozo de veras! pero yo le hallo unos ojos extraños, no son tan
dulces como los de Juan. No sé; pero el único que me dijo algo la noche de
Keleffy, que no se me ha olvidado, fue Juan Jerez.
Hermanita no decía palabra. Se le habían puesto los ojos muy negros y grandes
como para contener algo que se salía a ellos.
Ella, que no miraba hacia el balcón, sentía que Juan Jerez había tenido
puesta buen tiempo su mirada larga y bondadosa en Sol. Juan, que acariciaba los
mármoles, que seguía por las calles a los niños descalzos hasta que sabía donde
vivían, que levantaba del suelo las flores pisadas, si no lo veían, y les
peinaba los pétalos, y las ponía donde no pudiesen pisarlas más. De la misma
manera, y con aquel deleite honrado que produce en un espíritu fino la
contemplación de la hermosura, había Juan mirado a Sol largamente.
Lucía no estaba allí entonces. ¡Pobre Ana! Cuando ya iban pasando los últimos
soldados, palideció, se le cubrió el rostro de sudor, cerró los ojos, y cayó
sobre sus rodillas. La llevaron cargada para adentro, a volverle el sentido.
Parecía una santa, vestida de blanco, con su cara amarilla. Lucía no se apartaba
de su lado; Ana había vuelto en sí; Lucía había mirado ya muchas veces a la
puerta, como preguntándose dónde estaría Juan. «¿:En el balcón? ¡Que no esté en
el balcón!». Y aun desmayada Ana, por poco no le abandona la mano.
— ¡Vete, vete con Juan! — le dijo Ana, apenas abrió los ojos, y le notó el
trastorno; y con la mano y la sonrisa la echaba hacia la puerta suavemente.
— Bueno, bueno, vengo enseguida.
Y fue al balcón derechamente.
— ¡Juan!
— ¿:Y Ana? ¿:Cómo está Ana?
El balcón de la directora estaba ya vacío.
— Ya está bien: ya está bien. ¡Yo no sabía dónde tú estabas!
Y volvemos ahora al pie de la magnolia, cuando ya llevaba días de sucedido
todo esto, y Sol estaba en una banqueta a los pies de Lucía, sentada en un
sillón de hierro. Ana, con sus caprichos de madre, había querido que le llevasen
aquel domingo a Sol. «¡Es tan buena, Lucía! Tú no tienes que tenerle miedo: tú
también eres hermosa. Mira: yo veo a las personas hermosas como si fueran
sagradas. Cuando son malas no: me parecen vasos japoneses llenos de fango; pero
mientras son buenas, no te rías, me parece, cuando estoy delante de ellas, que
soy un monaguillo y que le estoy alzando la cogulla, como en la misa, a un
sacerdote. Vamos, tráeme a Sol; ¿:pero es de veras que Juan no viene hoy?».
— ¡Es de veras! Sí, sí; ahora mismo voy, y te traigo a Sol.
Sol vino, y otras amigas de Ana, mas no Adela. Vivía ya Ana en un sillón de
enfermo, porque andar le era penoso, y reclinarse no podía. Ya, como las tardes
cuando se está yendo la luz, tenía el rostro a la vez claro y confuso, y todo él
como bañado de una dulce bondad. Ni deseos tenía, porque de la tierra deseó poco
mientras estuvo en ella, y lo que Ana le hubiera pedido a la tierra, de seguro
que en ella no estaba, y tal vez estaría fuera de ella. Ni sentía Ana la muerte,
porque no le parecía a ella que fuese muerte aquello que dentro de sí sentía
crecientemente, y era como una ascensión. Cosas muy lindas debía ver, conforme
se iba muriendo, sin saber que las veía, porque se le reflejaban en el rostro.
La frente la tenía como de cera, alta y bruñida, y hundidas las paredes de las
sienes. Aquellos ojos eran una plegaria. Tenía fina la nariz, como una línea.
Los labios violados y secos, eran como una fuente de perdón. No decía sino
caridades. Sola, sí, no quería estar ella. Tampoco se quiere estar solo cuando
se va a entrar en un viaje: tampoco, cuando se está en las cercanías de la boda.
Es lo desconocido, y se le teme. Se busca la compañía de los que nos aman. Y más
que con otras se había encariñado Ana, en su enfermedad, con Sol, cuya perfecta
hermosura lo era más, si cabe, por aquel inocente abandono que de todo interés y
pensamiento de sí tenía la niña. Y Ana estaba mejor cuando tenía a Sol cogida de
la mano, en cuyas horas Lucía, sentada cerca de ellas, era buena.
Dormía Ana en aquellos momentos, cuando en el patio hablaban Lucía y Sol.
Hablaban del colegio, que había dado su examen en aquella semana, y dejaba a Sol
libre durante dos meses: y a Sol no le gustaba mucho enseñar, no, «pero sí me
gusta: ¿:no ves que así no pasa mamá apuros? ¡Mamá!». Y Sol contaba a Lucía, sin
ver que a esta al oírlo se le arrugaba el ceño, cómo inquietaban a doña Andrea
los cuidados de Pedro Real, de que no hablaba la señora, porque la niña no se
fijase más en él; pero ella no, ella no pensaba en eso.
— No, ¿:por qué no?
— No sé: yo no pienso todavía en eso; me gusta, sí, me gusta verle pasear la
calle y cuidarse de mí; pero más me gusta venir acá, o que tú vayas a verme, y
estar con Ana y contigo. Luego, Pedro Real me da miedo. Cuando me mira, no me
parece que me quiere a mí. Yo no sé explicarlo, pero es como si quisiera en mí
otra cosa que no soy yo misma. Porque a mí me parece, ¡anda, Lucía, tú puedes
decirme de eso! a mí me parece que cuando un hombre nos quiere, debemos como
vernos en sus ojos, así como si estuviéramos en ellos, y dos veces que he visto
de cerca a Pedro Real, pues no me ha parecido encontrarme en sus ojos. ¿:No es,
verdad, Lucía, que cuando a uno lo quieren le sucede a uno eso?
En la mano de Lucía se encogió de pronto el cabello de Sol con que
jugaba.
— ¡Ay! me haces daño.
— ¿:Quieres que vayamos a ver cómo está Ana?
Y ya se estaba poniendo en pie para ir a verla, y arreglándose Sol los
cabellos, aquellos cabellos suyos finos, de color castaño con reflejos dorados,
cuando a un tiempo se oyeron dos diversos ruidos: uno en el cuarto de Ana, como
de mucha gente que se moviera y hablara agitadamente, otro a la puerta de la
calle, donde, con aire desembarazado, saltaba un hombre opuesto, de una mula de
camino.
— ¡Juan! — murmuró Lucía, poniéndose más blanca que las camelias.
— ¿:Juan Jerez? — dijo Sol alegrándosele el rostro, y acabando apresuradamente de
sujetarse las trenzas.
Lucía, en pie y ceñuda, y con los ojos puestos sobre Sol, a quien turbaba
aquel silencio, aguardó apoyada en la silla de hierro, a Juan que, reparando
apenas en Sol, venía hacía su prima con las manos tendidas.
— Señorita Sol, ¿:qué me le ha hecho a mi Lucía? ¿:Por qué no sales a recibirme?
¿:para castigarme porque por verte hoy he andado veintidós leguas en mula?
A Lucía se le veían temblar los labios imperceptiblemente, y como crecer los
ojos. Su mano se sacudía entre las de Juan, que la miraba con asombro.
Sol hacía como que sobre una mesita un poco alejada arreglaba las flores de
un vaso.
— Lucía, ¿:qué tienes?
— ¡Sol, Lucía, vengan! — dijo acercándose a ellas una de sus amigas que salía
del cuarto de Ana precipitadamente — . Ah, Juan, que bueno que esté aquí. Ve,
Lucía, ve, yo creo que Ana se muere.
— ¡Ana!
— Sí, mande enseguida por el médico.
Saltó Juan en la mula, y echó a escape. Sol ya estaba al lado de Ana, Lucía
miró muy despacio a la puerta de la calle, miró con ira a aquella por donde
había entrado Sol, y se quedó unos momentos de pie, sola en el patio, los dos
brazos caídos, y apretados a los costados, fijos los ojos delante de sí
tenazmente. Y echó a andar hacia el cuarto de Ana después de haber mirado a su
alrededor a todos los lados, como si temiese.
¡Al campo! ¡al campo! Todos van al campo. Todos, sí, todos. Adela y Pedro
Real, Lucía y Juan, y Ana y Sol. Y, por supuesto, las personas mayores que por
no influir directamente en los sucesos de esta narración no figuran en ella. ¡Al
campo todos!
El médico llegó aquel domingo en momentos en que Ana abría los ojos, que a
Sol arrodillada al borde de su cama fue lo primero que vieron.
— ¡Ah, tú, Sol! — y Sol le pasaba la mano por la frente, y le apartaba de ella
los cabellos húmedos.
Lucía arreglaba las almohadas de manera que Ana pudiera estar como sentada.
Sus amigas todas rodeaban la cama, y Ana, sin fuerzas aun para hablar, les
pagaba sus miradas de angustia con otras de reconocimiento. Parecía que era
dichosa. Sol quiso retirar la mano con que tenía asida la de Ana; pero Ana la
retuvo.
— ¿:Qué ha sido, eh, qué ha sido? Sentí como si todo un edificio se hubiese
derrumbado dentro de mí. Ya, ya pasó. Ya estoy bien. Y se le cayó la cabeza al
otro lado de las almohadas.
El médico la halló de esta manera, le puso el oído sobre el corazón, abrió de
par en par la ventana y las puertas, y aconsejó que solo quedase junto a ella la
persona que ella desease.
Ana, que parecía no oír, abrió los ojos, como si el aire le hubiese hecho
bien, y dijo:
— Juan ha llegado, Lucía.
— ¿:Cómo sabes?
— Vete con Juan, Lucía. Sol, tú te quedas.
Miró Sol a Lucía, como preguntándole; a Lucía, que estaba en pie al lado de
la cama, duros los labios y los brazos caídos.
Juan llamaba a la puerta en este instante, y el médico lo entró en el cuarto,
de la mano.
— Venga a decirme si no es locura pensar que corre riesgo esta linda niña — y
con los ojos, desdecía el médico sus palabras — . Pero es indispensable que la
enfermita vea el campo. Es indispensable. No me pregunte usted qué remedio
necesita — dijo el médico clavando los ojos en Juan — . Mucho reposo, mucho aire
limpio, mucho olor de árboles. Llévenmela donde haya calor, estos tiempos
húmedos pueden hacerle mucho daño. Si mañana mismo pueden ustedes disponer el
viaje, sea mañana mismo. Pero, niña, no se me vaya a ir sola. Lleve gente que la
quiera, y que la arrope bien por las mañanitas y por las tardes. ¿:Y esta
señorita? — añadió volviéndose a Sol — . Y creo que usted se me pone buena si lleva
consigo a esta señorita.
— Oh, sí, Sol va conmigo; ¿:no, Juan?
— Por supuesto — dijo Juan vivamente, pensando con placer en que así se
regocijaría Ana, cuya afición a Sol le era ya conocida, y se daría una prueba de
estimación a la pobre viuda — : por supuesto que la llevamos. Va a ser una gala de
los ojos ver ir por un caminito de rosales que yo me sé, cogidas del brazo, a
Sol, Ana y Lucía. Lucía, mañana nos vamos. Sol, voy ahora a su casa a pedirle
permiso a doña Andrea. ¿:Te parece, Lucía que invitemos a Adela y a Pedro Real?
¡Upa, Ana, upa! Allá tengo unos inditos en el pueblo que te van a dar asunto
para un cuadro delicioso. ¿:Vamos, doctor? — acarició Juan una mano de Ana, besó la
de Lucía, con un beso que la regañaba dulcemente y salió al corredor, hablando
como muy contento, con el médico.
Ana llamó a Lucía con una mirada, y así que la tuvo cerca de sí, sin decir
palabra, y sonriendo felizmente, trajo sobre su seno con un esfuerzo las manos
de Lucía y de Sol, que estaban cada una a un lado de ella, y paseando sus ojos
por sobre sus cabezas, como conversándoles, retuvo largo tiempo unidas las manos
de ambas niñas bajo las suyas.
Y Sol miró a Lucía de tan linda manera, que no bien Ana se quedó como
dormida, se acercó Lucía a Sol, la tomó por el talle cariñosamente, y una vez en
su cuarto, empezó a vaciar con ademanes casi febriles sus cajas y gavetas.
— Todo, todo, todo es para ti — y Sol quería hablar, y ella no la dejaba — . Mira,
pruébate este sombrero. Yo nunca me lo he puesto. Pruébatelo, pruébatelo. Y
este, y este otro. Esos tres son tuyos. Sí, sí, no me digas que no. Mira,
trajes: uno, dos, tres. Este es el más bonito para ti. ¿:Oyes? Yo quiero mucho a
Pedro Real. Yo quiero que tú quieras a Pedro Real. Que te vea muy bonita. Que te
vean siempre más bonita que yo. Pero óyeme, a Juan no me lo quieras. Tú déjame a
Juan para mí sola. Enójalo. Trátalo mal. Yo no quiero que tú seas su amiga. ¡No,
no me digas nada! sí, es chanza, sí, es chanza. ¿:Ves? Este vestido malva sí te
va a estar bien. A ver, qué bien hace con tu pelo castaño. ¿:Ves? Es muy nuevo.
Tiene el corpiño como un cáliz de flor, un poco recto; no como esos de ahora,
que parecen una copa de champaña: muy delgados en la cintura, y muy anchos en
los hombros. La saya es lisa; no tiene tableados ni pliegues; cae con el peso de
la seda hasta los pies. ¿:Ves? a mí me está muy corta. A ti te estará bien. Es un
poco ancha, a lo Watteau. ¡Mi pastorcita! ¡mi pastorcita! Yo nunca me la he
puesto. ¿:Tú sabes? A mí no me gustan los colores claros. ¡Ah! mira: aquí
tienes — y escondía algo con las dos manos cerradas detrás de su espalda — , aquí
tienes, y no te lo vas a quitar nunca, aunque se nos enoje doña Andrea. Cierra
los ojos.
Los cerró Sol venturosa de verse tan querida por su amiga, y cuando los
abrió, se vio en el brazo, e hizo por quitarse con un gesto que Lucía le detuvo,
un brazalete de cuatro aros de perlas margaritas.
— Sí, sí, es muy rico; pero yo quiero que tú lo tengas. No: nada, nada que me
digas: ¿:ves? yo tengo aquí otro, de perlas negras. ¡Y nunca, nunca te lo quites!
Yo quiero ser muy buena — y la tomó de las dos manos, y la besó en las dos
mejillas apasionadamente — . ¡Ven, vamos a ver a Ana!
Y salieron del cuarto, cogidas del talle.
¡Al campo, al campo! Doña Andrea no sabe que va Pedro Real; que si lo
supiese, no dejaría ir a Sol: aunque a Juan ¿:qué le negaría ella? ¡A Juan! Ese,
ese era el que ella hubiera querido para Sol. «Bueno, Juan: que no salga al sol
mucho». Juan preguntó en vano por la hermana mayor, por Hermanita. Ella estaba
en la casa cuando entró él; pero ahora no: estará en casa de alguna vecina. ¡No,
Hermanita estaba allí; estaba en el comedor, detrás de las persianas! Ella veía
a quien no la veía. «¡Cierra los ojos, Hermanita, no veas a lo que no debes
ver!». Y cuando Juan salió, las persianas se entornaron, como unos ojos que se
cierran.
¡Al campo, al campo! Cuatro mulas tiran del carruaje, con collares de plata y
cencerro, porque Ana vaya alegre: y las mulas llevan atadas en el anca izquierda
unas grandes moñas rojas, que lucen bien sobre su piel negra. El cochero es
Pedro Real, que lleva al lado a Adela, en la imperial, Juan y Lucía, adentro,
con la gente mayor, que es muy respetable, pero no nos hace falta para el curso
de la novela, Ana sentada entre almohadas, muy mejor con el gozo del viaje, con
su cuaderno de apuntes en la falda, para copiar lo que le guste del camino, que
ya le perece que está buena, y Sol a su lado, con un vestido de sedilla color de
ópalo, tranquila y resplandeciente como una estrella.
Pedro Real se mordió el bigote rizado cuando vio que no iba a ser Sol su
compañera en el pescante. Y con Adela iba muy cortés. Pero ¿:Ana no necesitaría
nada? Juan, ¿:irá Ana bien? Deberíamos bajar. ¡Voy a bajar un momento, a ver si
Ana va bien! Bajó muchos momentos. Y las mulas, aunque diestras, más de una vez
se iban un poco del camino, como si no estuviese bastante puesto en ellas el
pensamiento del cochero.
Era como de seis leguas el camino, y todo él a un lado y otro de tan frondosa
vegetación que no había manera de tener los ojos sino en constante regalo y
movimiento. Porque allá al fondo era un bosque de cocoteros, o una hilera de
palmas lejanas que iba a dar en la garganta de dos montes; ya era, al borde
mismo del camino, una pendiente llena de flores azules y amarillas que remataba
en un río de espumas blancas, nutrido con las aguas de la sierra, o eran ya a la
distancia, imponentes como dos mensajes de la tierra al cielo, dos volcanes
dormidos, a cuya falda serpeada por arroyuelos de agua blanca viva y traviesa,
se recogían, como siervos azotados a los pies de sus dueños, las ciudades
antiguas, desdentadas y rotas, en cuyos balcones de hierro labrado, mantenidos
como por milagro sin paredes que los sustentasen sobre las puertas de piedra,
crecían en hilos que llegaban hasta el suelo copiosas enredaderas de ipomea. De
una iglesia que tuvo los techos pintados, y dorados de oro fino de lo más viejo
de América los capiteles de los pilares, quedaba en pie, como una concha clavada
en tierra por el borde, el fondo del altar mayor, cobijado por una media bóveda:
un bosquecillo había crecido al amor del altar; la pared interior, cubierta de
musgo, le daba desde lejos apariencia de cueva formidable; y era cosa común y
sumamente grata ver salir de entre los pedruscos florecidos, al menor ruido de
gente o de carruajes, una bandada de palomas. Otra iglesia, de que no había
quedado en pie más que el crucero, tenía el domo completamente verde, y las
paredes de un lado rosadas y negras, como los bordes de una herida. Y por el
suelo no podía ponerse el pie sin que saltase un arroyo.
Llegaron a los volcanes; pasaron por las ciudades antiguas: más allá iban; y
no se detuvieron. Lucía, a la sombra de su quitasol rojo, se sentía como la
señora de toda aquella natural grandeza, y como si el mundo entero, de que tenía
a los ojos hermosa pintura, no hubiera sido fabricado más que para cantar con
sus múltiples lenguas los amores de Lucía Jerez y de su primo. Y se veía ella
misma lo interior del cráneo como si estuviese lleno de todas aquellas flores:
lo que le sucedía siempre que estaba sola, con Juan Jerez al lado. Adela y Pedro
hablaban de formalísimos sucesos, que tenían la virtud de poner a Adela
contemplativa y silenciosa, dando a Pedro ocasión para ir callado buena parte
del camino, lo cual aprovechaba él en celebrar consigo mismo animados coloquios:
y a cada instante era aquello de: «Juan, ¿:cómo estará Ana? Bajaré un instante, a
ver si se le ofrece algo a Ana». Y Lucía reía, y daba por cosa cierta que,
aunque Sol era niña recatada, ya le había dicho que Pedro Real le parecía muy
bien, y se la veía que le llevaba en el alma: lo que a Juan no parecía un feliz
suceso, aunque prudentemente lo callaba. Adentro del carruaje, la dichosa Sol
era toda exclamaciones: jamás, jamás, en su vida de huérfana pobre, había visto
Sol correr los ríos, vestirse a los bosques fuertes de campanillas moradas y
azules, y verdear y florecer los campos. De un color de rosa de coral se le
teñían las mejillas, y el ónix de México no tuvo nunca mayor transparencia que
la tez fina de Sol, en aquella mañana de ventura en la naturaleza. ¡Ay! la buena
Ana sonreía mucho, pero había olvidado levantar de su falda el cuaderno de
notas.
Y de pronto sonaron unas músicas; se oscureció el camino como por una sombra
grata, y refrenaron las mulas el paso, con gran ruido de hebillas y cencerros.
De un salto estaba Pedro a la portezuela del carruaje, al lado de Sol,
preguntándole a Ana qué se le ofrecía. Pero aquí bajaron todos, y Sol misma, que
se volvió pronto al carruaje, para acompañar a Ana, y animarla a tomar del breve
almuerzo que los demás, sentados en torno de una mesa rústica, gustaban con
vehemente apetito, sazonado por chistes que el piadoso Juan encabezaba y atraía,
porque los oyese Ana desde su asiento en el coche, traído a este propósito cerca
de la mesa.
Allí, en las tazas de güiro posadas en trípodes de bejuco recién cortado de
las cercanías, hervía la leche que, a juzgar por lo fragante y espumosa, acababa
de salir de la vaca de Durham que asomó su cabeza pacífica por uno de los claros
de la enredadera. Porque era aquel lugar un lindo parador, techado y emparrado
de verdura, puesto allí por los dueños de la finca, para que los visitantes
hiciesen de veras, al llegar de la ciudad, su almuerzo a la manera campesina.
Allí el queso, que manaba la leche al ser cortado, y sabía ricamente con las
tortas de maíz humeantes que servía la indita de saya azul, envueltas en paños
blancos. Allí unos huevos duros, o blanquillos, que venían recostados, cada uno
en su taza de güiro, sobre unas yerbas de grata fragancia, que olían como
flores. Allí, en la cáscara misma del coco recién partido en dos, la leche de la
fruta, con una cucharilla de coco labrado que la desprendía de sus tazas
naturales. Y mientras duraba el almuerzo, unos indios, descalzos y en sus trajes
de lona, puestos en tierra sus sombreros de palma, tocaban, bajo otro
paradorcillo más lejano, dispuesto para ellos, unos aires muy suaves de música
de cuerda, que blandamente templada por el aire matinal y la enredadera espesa,
llegaba a nuestros alegres caminantes como una caricia. Adela solo reía
forzadamente. Violencia tenía que hacerse Sol para no palmotear en el carruaje.
Muy feamente arrugó el ceño Lucía una vez que se acercó Juan a la portezuela del
lado de Ana, y habló con ella, haciéndola reír, unos minutos: y en cuanto oyó
reír a Sol, dejó Lucía su asiento, y se fue ella también a la portezuela. ¡Ea!
¡Ea! ya tocan diana, que es el toque de bienvenida y adiós, los indios
habilidosos. La indita de saya azul da a gustar a la vaca mirona una de las
tazas de coco abandonadas. Al pescante van Pedro y Adela: Lucía, menos contenta,
a la imperial con Juan. Ya la casa de la finca, toda blanca, de techo encarnado,
se ve a poca distancia. Ana ya va muy pálida; y las mulas, al olor del pesebre,
vuelan camino arriba, bajo la bóveda de espesos almendros que llenan la avenida
con sus hojas redondas y sus verdes frutas.
Mucha, mucha alegría. Lucía también estaba alegre, aunque no estaba Juan
allí. Porque no estaba Juan: el pleito de los indios, aunque aquellos eran días
de receso en tribunales como en escuelas, le había obligado a volver al
pueblecito, si no quería que un gamonal del lugar, que tenía grandes amigos en
el Gobierno, hurtase con una razón u otra a los indios la tierra que la energía
de Juan había logrado al fin les fuese punto menos que reconocida en el pleito.
Los indios habían salido de la iglesia con su música, el domingo antes, apenas
se supo que Juan no esperaría el tren del día siguiente: y cuando le trajeron a
Juan la mula, vio que la habían adornado toda con estrellas y flores de palma, y
que todo el pueblo se venía tras él, y muchos querían acompañarle hasta la
ciudad. Una viejita, que venía apoyada en su palo, le trajo un escapulario de la
Virgen, y una guapa muchacha, con un hijo a la espalda y otro en brazos, llegó
con su marido, que era un bello mancebo, a la cabeza de la mula, puso al indito
en alto para que le diese la mano al «caballero bueno»; y muchos venían con
jarras de miel cubiertas con estera bien atada, u otras ofrendas, como si
pudiesen dar para tanto las ancas de la caballería, muy oronda de toda aquella
fiesta; y otro viejito, el padre del lugar, mi señor don Mariano, que jamás
había bebido de licor alguno, aunque él mismo trabajaba el de sus plantíos
propios, llegó, apoyado en sus dos hijos, que eran también como senadores del
pueblo, y con los brazos en alto desde que pudo divisar a Juan, y como si
hubiera al cabo visto la luz que había esperado en vano toda su vida:
«Abrazarlo — decía — . ¡Déjenme abrazarlo! ¡Señor, todito este pueblo lo quiere como
a su hijo!». De modo que Juan, a quien había conmovido aquellos cariños, dejó la
finca, dos días después de haber llegado a ella, no bien supo que los indios, a
pesar de su esfuerzo, corrían peligro de que se les quitase de las manos la
posesión temporal que, en espera de la definitiva, había Juan obtenido que el
juez les acordase — el juez, que había recibido el día anterior de regalo del
gamonal un caballo muy fino.
Mucha, mucha alegría. Lucía misma, que en los dos días que estuvo allí Juan
le dio ocasión de extrañeza con unos cambios bruscos de disposición que él no
podía explicarse, por ser mayores y menos racionales que los que ya él le
conocía, estaba ahora como quien vuelve de una enfermedad.
Era la casa toda de los visitantes, por no estar en ella entonces sus dueños,
que eran como de la familia de Juan Pedro, al anochecer, salía de caza, porque
era el tiempo de la de los conejos, por allí abundantísimos. De los que traía
muertos en el zurrón no hablaba nunca, porque Ana no se lo había de perdonar,
por haber todavía en este mundo almas sencillas que no hallan placer en que se
mate, a la entrada misma de la cueva donde tiene a su compañera y a su prole, a
los pobres animales que han salido a descubrir, para mudarse de casa, algún
rincón del bosque rico en yerbas.
Pero los conejos, de puro astutos, suelen caer en las manos del cazador;
porque no bien sienten ruido, se hacen los muertos, como para que no los delate
el ruido de la fuga, y cierran los ojos, cual si con esto cerrase el cazador los
suyos, quien hace por su parte como que no ve, y echada hacia la espalda la
escopeta, por no alarmar al conejo que suele conocerla, se va, mirando a otro
lado, sobre la cama del conejo, hasta que de un buen salto le pone el pie encima
y así lo coge vivo: una vez cogió tres, muy manso el uno, de un color de humo,
que fue para Ana: otro era blanco, al cual halló manera de atarle una cinta azul
al cuello, con que lo regaló a Sol; y a Lucía trajo otro, que parecía un rey
cautivo, de un castaño muy duro, y de unos ojos fieros que nunca se cerraban,
tanto que a los dos días, en que no quiso comer, bajó por primera vez las orejas
que había tenido enhiestas, mordió la cadenilla que lo sujetaba, y con ella en
los dientes quedó muerto.
Paseos, había pocos. Sin Ana, ¿:quién había de hacerlos? Con ella no se podía.
Ni Sol dejaba a Ana de buena voluntad; ni Lucía hubiera salido a goce alguno
cuando no estaba Juan con ella. Adela, sí, había trabado amistades con una
gruesa india que tenía ciertos privilegios en la casa de la finca, y vivía en
otra cercana, donde pasaba Adela buena parte del día, platicando de las
costumbres de aquella gente con la resuelta Petrona Revolorio: «y no crea la
señorita que le converso por servicio, sino porque le he cobrado afición». Era
mujer robusta y de muy buen andar, aunque esto lo hacía sobre unos pies tan
pequeños que no había modo de que Petrona llegara a ver a «sus niños» sin que le
pidieran que los enseñase, lo cual ella hacía como quien no lo quiere hacer,
sobre todo cuando estaba delante el niño Pedro. Las manos corrían parejas con
los pies, tanto que algunas veces las niñas se las pedían y acariciaban; llevaba
una simple saya de listado, y un camisolín de muselina transparente, que le
ceñía los hombros y le dejaba desnudos los hermosos brazos y la alta garganta.
Era el rostro de facciones graciosas y menudas, de tal modo que la boca, medio
abierta en el centro y recogida en dos hoyuelos a los lados, no era en todo más
grande que sus ojos. La naricilla, corta y un tanto redonda y vuelta en el
extremo, era una picardía. Tenía la frente estrecha, y de ella hacia atrás, en
dos bandas no muy lisas, el cabello negro, que en dos trenzas copiosas, veteadas
de una cinta roja, llevaba recogida en cerquillo, como una corona, sobre lo alto
de la cabeza. Un chal de listado tenía siempre puesto y caído sobre un hombro; y
no había quien, cuando remataba una frase que le parecía intencionada, se echase
por la espalda con más brío el chal de listado. Luego echaba a correr, riendo y
hablando en una jerga que quería ser muy culta y ciudadana; y se iba a preparar
a la niña Ana, lo cual hacía muy bien, unos tamales de dulce de coco y un
chocolatillo claro, que era lo que con más gusto tomaba, por lo limpio y lo
nuevo, nuestra linda enferma. Y mientras Ana los gustaba, Petrona Revolorio, con
el chal cruzado, se sentaba a sus pies «no por servicio, sino porque le había
cobrado afición» y le hacía cuentos.
¿:El alba, sin que Petrona Revolorio estuviese a la puerta del cuarto de la
niña Ana con su cesta de flores, que ella misma quería ponerle en el vaso y ver
con sus propios ojos, cómo seguía la niña? «¡Mi niñita: mírenla que galana está
hoy!; se lo voy a decir al niño Pedro que nos dé un baile de convite a las
señoras, y vamos a sacarla a bailar con el niño Pedro. ¡Y él sí que es galán
también, el niño Pedro! Mire, mi niñita: no le traigo de esos jazminotes
blancos, porque los de acá huelen muy fuerte; pero aquí le pongo, en este vaso
azul, esos jazmines de San Juan, que acá se dan todo el año y huelen muy bien de
noche. Con que, mi niñita, prepárese para el baile, y que le voy a prestar un
chal de seda encarnada que yo tengo, que me la va a poner más linda que la misma
niña Sol. ¡Cómo está que se muere el niño Pedro por la niña Sol! Pero yo no sé
qué tiene la niña Adela, que está como aburrida. ¿:Quiere mi niñita los tamales
hoy de coco, o de carnecita fresca? Ayer maté un cochito, que está de lo más
blando: era el cochito rosado, ¡y la carne está como merengue! ¡Jesús, mi
niñita, no me diga eso! Si yo me muero por servirla: mire que yo soy como las
tacitas de coco, que dicen en letras muy guapas: 'yo sirvo a mi dueña'. Voy a
poner la puerta de mi casa llena de tiestos de flores, y a alquilar a los
músicos, el día que mi niñita vaya a verme. ¡Y, eso que yo no se lo hago a
nadie: porque no lo hago por servicio, sino porque le he cobrado mucha
afición!».
Y Pedro, como que con la ausencia de Juan venía a ser el caballero servidor
de las cuatro niñas, ¿:qué había de hacer sino estarlas sirviendo, y mucho mejor
cuando no estaba cerca Adela, y mejor aun cuando no estaba junto a Ana, que no
ponía buenos ojos cuando miraba a la vez a Sol y a Pedro, y mejor que nunca
cuando por algún acaso Lucía y Sol estaban solas? Y siempre entonces tenía Lucía
algo que hacer, ir de puntillas a ver si seguía durmiendo Ana, ver si habían
puesto de beber a los pajaritos azules, preguntar si habían traído la leche
fresca que debía tomar Ana al despertarse: siempre tenía Lucía, cuando Pedro y
Sol podían quedarse solos, alguna cosa que hacer.
Era el lugar de conversación un colgadizo espacioso, de tablilla bruñida el
pavimento: la baranda — como toda la casa, de madera — abierta en tres lados para
las tres escalerillas que llevaban al jardín que había al frente de la casa.
Estaba el colgadizo siempre en sombra, porque lo vestía de verdor una enredadera
copiosísima, esmaltada de trecho en trecho por unos ramos de florecitas rojas.
Colgaban del techo pintado el fresco de unas caprichosas guirnaldas de hojas y
flores como las de la enredadera, unos cestos de alambre cubiertos de cera roja,
que les hacía parecer de coral, todos llenos de florecillas naturales,
brillantes y pequeñas, y a menudo adornados con las hebras de una parásita que
crecía sobre los árboles viejos de la finca, y era, por su verde blancuzco y por
crecer en hilos, como las canas de aquella arboleda. En los tramos de pared,
entre las ventanas interiores, realzadas con unas líneas de vivo encarnado,
había unos grandes estudios de flores en madera, pintada con los colores
naturales por los artistas del país, con propiedad muy grande: dos de los
cuadros eran de magnolia, la una casi abierta, y con cierta hermosura de
emperatriz; la otra aun cerrada en su propia rama: y otros dos cuadros eran de
las flores pomposas del marpacífico, con sus hojas de rojo encendido, agrupadas
de modo que realzase su natural tamaño y hermosura.
Y allí, a la suave sombra, contaba Pedro maravillas y glorias europeas a Ana,
que le oía con cariño — a Adela, que hacía como si no le interesasen — , a Lucía,
que pensaba con amorosa cólera en Juan, en Juan, que no debía venir, porque
estaba allí Sol, en Juan, que debía venir puesto que estaba Lucía — y a Sol
contaba también aquellas historias, quien sin desagrado ni emoción las escuchaba
y con sus hábitos de niña huérfana, azorada a veces de la súbita rudeza que
templaba Lucía luego con arrebatos afectuosos, solo se sentía dueña de sí cerca
de quien la necesitaba, y ni con Adela, que parecía esquivarla, ni con la misma
Lucía, aunque esto le pesaba mucho, tenía ya la naturalidad y abandono que con
Ana, con Ana a quien aquellos aires perfumados y calurosos habían vuelto, si no
el color al rostro, cierta facilidad a los movimientos y unos como asomos de
vida.
Hallaba Pedro con asombro que el atrevimiento desvergonzado y celebración
excesiva a que se reduce, casi siempre pagado deprisa y con usura por las
mujeres, todo el arte misterioso de los enamoradores, no le eran posibles ante
aquella niña recién salida del colegio, que con franca sencillez, y mirándole en
los ojos sin temor, decía en alto como materia de general conversación lo que
con más privado propósito dejaba Pedro llegar discretamente a su oído. Era la
niña de tal hermosura que llevaba consigo, y de sí misma, la majestad que la
defiende; y lo usual iba siendo que cuando Lucía encontraba modo de ir a ver si
los pajaritos azules tenían agua, o si había llegado la leche fresca, no mudarse
la conversación entre Sol y Pedro, abierta por lo demás y no muy amena, del
asunto en que se estaba antes de que Lucía fuera a ver los pájaros. Ni había
cosa que a Lucía pusiese en mayor enojo que hallarlos conversando, cuando
volvía, de la caza de ayer, del jabalí en preparación, de las fiestas de cacería
en los castillos señoriales de Europa, de la pobre Ana, de los tamales de
Petrona Revolorio. Y Pedro, de otras mujeres tan temido, era con la mayor
tranquilidad puesto por Sol, ya a que le leyese la Amalia de Mármol o la
María de Jorge Isaacs, que de la ciudad les habían enviado, ya, para unos
cobertores de mesa que estaba bordando a la directora, a que devanase el
estambre.
— Sí, sí, hoy estaba muy hermosa. Dime, tú, espejo: ¿:la querrá Juan? ¿:la
querrá Juan? ¿:Por qué no soy como ella? Me rasgaría las carnes: me abriría con
las uñas las mejillas. Cara imbécil, ¿:por qué no soy como ella? Hoy estaba muy
hermosa. Se le veía la sangre y se le sentía el perfume por debajo de la
muselina blanca.
Y se sentaba Lucía, sola en su cuarto en una silla sin espaldar, sin quitarse
los vestidos, ya a más de medianoche, y a poco rato se levantaba, se miraba otra
vez al espejo, y se sentaba nuevamente, la cara entre las manos, los codos en
las rodillas. Luego rompía a hablarse:
— Yo me veo, sí, yo me veo. ¿:Qué es lo que tengo, que me parezco fea a mí
misma? Y yo no lo soy, pero lo estoy siendo. Juan lo ha de ver; Juan ha de ver
que estoy siendo fea. ¡Ay! ¡por qué tengo este miedo! ¿:Quién es mejor que Juan
en todo el mundo? ¿:Cómo no me ha de querer él a mí, si él quiere a todo el que
lo quiere? ¿:quién, quién lo quiere a él más que yo? Yo me echaría a sus pies. Yo
le besaría siempre las manos. Yo le tendría siempre la cabeza apretada sobre mi
corazón. ¡Y esto ni se puede decir, esto que yo quisiera hacer! Si yo pudiera
hacer esto, él sentiría todo lo que yo lo quiero, y no podría querer a más
nadie. ¡Sol! ¡Sol! ¿:quién es Sol para quererlo como yo lo quiero? ¡Juan!...
¡Juan!...
Y conteniendo la voz se iba hacia la ventana abierta, y tendía las manos como
sin querer, llamando a Juan a quien acababa de escribir sin decirle que
viniese.
Empujó violentamente las dos hojas de la ventana, y arrodillándose de repente
junto a ella, sacó afuera, como a que el aire se la humedeciese, la cabeza; y la
tuvo apoyada algún tiempo sobre el marco, sin que le molestase aquella almohada
de madera.
— ¡No puede ser! ¡no puede ser! — dijo levantándose de pronto — : Juan va a
quererla. Lo conozco cada vez que la mira. Se sonríe, con un cariño que me
vuelve loca. Se le ve, se le ve que tiene placer en mirarla. Y luego ¡esa
imbécil es tan buena! No es mentira, no: es buena. ¿:Yo misma, yo misma no la
quiero? ¡Sí, la quiero, y la odio! ¿:Qué sé yo qué es lo que me pasa por la
cabeza? ¡Juan, Juan, ven pronto; Juan, Juan, no vengas!
¿:Cómo no ha de quererla Juan? — decía la infeliz, entre golpes de lágrimas, a
los pocos momentos, siendo aquel llanto de Lucía extraño, porque no venía a
raudal y de seguida, aliviando a la que lloraba, sino a borbotones e intervalos,
sofocándola y exaltándola, parecido al agua que baja, tropezando entre peñas,
por los torrentes — . ¿:Cómo no ha de quererla Juan, si no hay quien ame lo hermoso
más que él, y la Virgen de la Piedad no es tan hermosa como ella? Juan....
Juan... — decía en voz baja, como para que Juan viniese sin que nadie lo viera — ;
¡sin que Sol lo viera!
Y si viene... y si la mira... ¡yo, no puedo soportar que la mire!... ¡ni que
la mire siquiera! Y si está aquí un mes, dos meses. Y si ella no quiere a Pedro
Real, porque no lo quiere, y Ana le dice que no lo quiera. Y ella va a querer a
Juan ¿:cómo no va a quererlo? ¿:Quién no lo quiere desde que lo ve? Ana lo hubiera
querido, si no supiese que ya él me quería a mí; ¡porque Ana es buena! Adela lo
quiso como una loca; yo bien lo vi, pero él no puede querer a Adela. Y Sol ¿:por
qué no lo ha de querer? Ella es pobre; él es muy rico. Ella verá que Juan la
mira. ¿:Qué marido mejor puede tener ella que Juan? Y me lo quitará, me lo
quitará si quiere. Yo he visto que me lo quiere quitar. Yo veo como se queda
oyéndole cuando habla; así me quedaba yo oyéndole cuando era niña. Yo veo que
cuando él sale, ella alza la cabeza para seguirle viendo. ¡Y van a estar aquí un
mes, dos meses! ella siempre con Ana, todos con Ana siempre. Él recreando los
ojos en toda su hermosura. Yo, callada a su lado, con los labios llenos de
horrores que no digo, odiosa y fiera. Esto no ha de ser, no ha de ser, no ha de
ser. O Sol se va, o yo me iré. Pero ¿:cómo me he de ir yo?; ¡que me lo robe
alguien si puede! — y abrió los brazos en la mitad del cuarto, como desafiando, y
le cayó por las espaldas desatada la cabellera negra.
¡Que no se sienten juntos: que yo no lo vea!
Y con los labios apoyados sobre el puño cerrado, quedó dormida en un sillón
cerca de la ventana, sombreándole extrañamente el rostro, al agitarse movida por
el aire, la cabellera negra.
¿:A quién vio la mañana siguiente Lucía, sentado en el colgadizo, con Sol y
con Ana? Venía con paso lento, y como si no hubiera querido venir.
— ¡No le diga, no le diga!... — a Sol que se levantaba como para avisarle.
Venía Lucía con paso lento, y Ana y Sol, que conocían las habitaciones de la
casa, sabían que era ella quien venía. Volvió Sol a su asiento. Juan hizo como
que hablaba muy animadamente con Ana y con ella. Lucía llegó a la puerta. Los
vio sentados juntos, y como que no la veían. Tembló toda. ¿:Entra? ¿:Sale? ¡Juan!
¡allí Juan! ¡Juan así! Se clavó los dientes en el labio, y los dejó clavados en
él. Volvió la espalda, se entró por el corredor que iba a su habitación; a Sol
que fue corriendo detrás de ella: «¡Vete! ¡vete!», y entró en su cuarto,
cerrando tras de sí con llave la puerta.
¡A Juan que, suponiéndola apenada, no bien acabó con cuanta prisa pudo su
empeño en el pueblo de los indios volvió a la ciudad, y de allí, aprovechando la
noche por sorprender a Lucía con la luz de la mañana, emprendió sin descansar el
camino de la finca a caballo y de prisa! ¡A Juan, que con amores muy altos en el
alma, consentía, por aquella piedad suya que era la mayor parte de su amor, en
atar sus águilas al cabello de aquella criatura, no tanto por lo que la amaba
él, sin que por eso dejase de amarla, sino por lo que lo amaba ella! ¡A Juan
que, puestos en las nubes del cielo y en los sacrificios de la tierra sus
mejores cariños, no dejaba, sin embargo, por aquella excelente condición suya,
de hacer, pensar u omitir cosa con que él pudiera creer que sería agradable a su
prima Lucía, aunque no tuviese él placer en ella! ¡A Juan que, joven como era,
sentía, por cierto anuncio del dolor que más parece recuerdo de él, como si
fuera ya persona muy trabajada y vivida, quienes a las mujeres, sobre todo en la
juventud, parecían encantadores enfermos! ¡A Juan, que se sentía crecer bajo del
pecho, a pesar de lo mozo de sus años, unas como barbas blancas muy crecidas, y
aquellos cariños pacíficos y paternales que son los únicos que a las barbas
blancas convienen! ¡A Juan, que tenía de su virtud idea tan exaltada como la
mujer más pudorosa, y entendía que eran tan graves como las culpas groseras los
adulterios del pensamiento!
¡A Juan, porque, ya después de aquellas cartas extrañas que Lucía le había
escrito a la finca sin hablarle de su vuelta, recibirlo de aquel modo, con
aquella mirada, con aquella explosión de cólera, con aquel desdén! ¿:Pues cuándo
había cesado de pensar Juan, cuándo, que aquel cariño que con tanta ternura
prodigaba, sin fatiga ni traición, sobre su prima, era como una concesión de él,
como un agradecimiento de él, como una tentativa, a lo sumo, de asir en cuerpo y
ver con los ojos de la carne las ideas de rostro confuso y vestidura de perlas,
que cogidas del brazo y con las alas tendidas, le vagaban en giros majestuosos
por los espacios de su mente? Pues sin el alma tierna y fina que de propia
voluntad suya había supuesto, como natural esencia de un cuerpo de mujer, en su
prima Lucía, ¿:qué venía a ser Lucía? ¿:Qué hombre, que lo sea, ama a una mujer
más que por el espíritu puro que supone en ella, o por el que cree ver en sus
acciones, y con el que le alivia y levanta el suyo de sus tropiezos y espantos
en la vida? Pues una mujer sin ternura ¿:qué es sino un vaso de carne, aunque lo
hubiese moldeado Cellini, repleto de veneno? Así, en un día, dejan de amar los
hombres a la mujer a quien quisieron entrañablemente, cuando un acto claro e
inesperado les revela que en aquella alma no existen la dulzura y superioridad
con que la invistió su fantasía.
— Estará enferma Lucía. Ana — dile que la saludaré luego — . Voy a ver a Pedro
Real. Sol, gracias por lo buena que es usted con Ana. Usted tiene ya fama de
hermosa, pero yo le voy a dar fama de buena.
Lucía oyó esto, que hizo que le zumbasen las sienes y le pareciese que caía
por tierra: Lucía, que sin ruido había abierto la puerta de su cuarto, y había
venido hasta la de la sala, para oír lo que hablaban, en puntillas.
Violentos fueron, a partir de entonces, los días en la finca. Ni Ana misma
sabía, puesto que tenía a Sol constantemente a su lado, qué causaba la ira de
Lucía. Esta cesó cuando Juan, tomándola a la tarde de la mano, la llevó,
mientras que Pedro y Adela buscaban flores de saúco para Ana, a la sombra de un
camino de rosales que daba al saucal, y donde había de trecho en trecho unos
bancos de piedra, y al lado unos atriles, de piedra también, como para poner un
libro. En la mirada y en la voz se conocía a Juan que algo se le había roto en
lo interior, y le causaba pena; pero con voz consoladora persuadía a Lucía
quien, con pretextos fútiles, que no acertaba Juan a entender ni excusar,
ocultaba la razón verdadera de su ira, que ella a la vez quería que Juan
adivinase y no supiese: «¡porque si no lo es, y se lo digo, tal vez sea! Y no lo
es, no, yo creo ahora que no lo es; pero si no sabe lo que es ¿:cómo me va a
perdonar?». Y airada ya contra Juan irrevocablemente, como si las nubes que
pasan por el cielo del amor fueran sus lienzos funerarios, se levantaron como si
hubieran hecho las paces, pero sin alegría.
Pusiéronse en esto los días tan lluviosos, que ni Pedro iba a casa, ni Adela
a la de la Revolorio, ni podía Ana salir al colgadizo, ni Sol y Lucía, sino
estar cerca de ella; ni Juan, fuera de sus horas de leer, que le fatigaban ahora
que no estaba contento, tenía modo de estar alejado de la casa. Ni había con
justicia para Juan placer más grato, ahora que en Lucía había entrevisto aquel
espíritu seco y altanero, que estar cerca de Ana, cuyo espíritu puro con la
vecindad de la muerte se esclarecía y afinaba. Y se asombraba Juan, con razón,
de haber pasado, libre aun, cerca de aquella criatura que se desvanecía, sin
rendirle el alma. Esta misma contemplación del espíritu de Ana, cuya cabalidad y
belleza entonces más que nunca le absorbían, le apartaron del riesgo, en otra
ocasión acaso inevitable, de observar en cuán grata manera iban unidas en Sol,
sin extraordinario vuelo de intelecto, la belleza y la ternura.
Con Lucía, no había paces. Lo que no penetraba Ana, ¿:cómo lo había de
entender Sol? En vano, Sol, aunque ya asustadiza, aprovechando los momentos en
que Ana estaba acompañada de Juan o de Pedro y Adela, se iba en busca de Lucía,
que hallaba ahora siempre modo de tener largos quehaceres en su cuarto, en el
que un día entró Sol casi a la fuerza, y vio a Lucía tan descompuesta que no le
pareció que era ella, sino otra en su lugar: en el talle un jirón, los ojos como
quemados y encendidos, el rostro todo como de quien hubiese llorado.
Y ese día Lucía y Juan estaban en paz: ni permitía Juan, por parecerle como
indecoro suyo, aquel llevar y traer de cóleras, que le sacaban el alma de la
fecunda paz a que por la excelencia de su virtud tenía derecho. Pero ese día,
como que Ana se fatigase visiblemente de hablar, y Adela y Pedro estuviesen
ensayando al piano una pieza nueva para Ana, Juan, un tanto airado con Lucía que
se le mostraba dura, habló con Sol muy largamente, y se animó en ello, al ver el
interés con que la enferma oía de labios de Juan la historia de Mignon, y a
propósito de ella, la vida de Goethe. No era esta para muy aplaudida, del lado
de que Juan la encaminaba entonces, y tan hermosas cosas fue diciendo, con aquel
arrebatado lenguaje suyo, que se le encendía y le rebosaba en cuanto sentía
cerca de sí almas puras, que Pedro y Adela, ya un tanto reconciliados, vinieron
discretamente a oír aquel nuevo género de música, no señalada por el artificio
de la composición ni pedantesca pompa, sino que con los ricos colores de la
naturaleza salía a caudales de un espíritu ingenuo, a modo de confesiones
oprimidas. Lucía se levantaba, se mostraba muy solícita para Ana, interrumpía a
Juan melosamente. Salía como con despecho. Entraba como ya iracunda. Se sentaba,
como si quisiera domarse. «Sol, ¿:habrán puesto agua a los pájaros?». Y Sol fue,
y habían puesto agua. «Sol, ¿:habrán traído la leche fresca para Ana?». Y Sol
fue, y habían traído la leche fresca para Ana. Hasta que, al fin, salió Lucía, y
no volvió más: Sol la halló luego, con los ojos secos y el talle desgarrado.
Y aquello crecía. Hoy era una dureza para Sol. Otra mañana. A la tarde otra
mayor. La niña, por Ana y por Juan, no las decía. Juan, apenas bajaba. Lucía,
con grandes esfuerzos, lograba apenas, convertido en odio aparente todo el
cariño que por Juan sentía, disimularlo de modo que no fuese apercibido. ¿:Quién
había de achacar a Sol tanta mudanza, a Sol cuya pacífica belleza en el campo se
completaba y esparcía, pues era como si la vertiese en torno suyo, y por donde
ella anduviese fueran, como sus sombras, la fuerza y la energía? ¿:A Sol, que
sobre todos levantaba sus ojos limpios, grandes y sencillos, sin que en alguno
se detuviesen más que en otro; con Lucía, siempre tierna; para Ana, una
hermanita; con Pedro, jovial y buena; con Juan, como agradecida y respetuosa?
Pero ese era su pecado: sus ojos grandes, limpios y sencillos, que cada vez que
se levantaban, ya sobre Juan, ya sobre otros donde Juan pudiese verlos, se
entraban como garfios envenenados por el corazón celoso de Lucía; y aquella
hermosura suya, serena y decorosa, que sin encanto no se podía ver, como la de
una noche clara.
Hasta que una noche:
— No, Sol, no: quédate aquí.
— ¿:Ana, adónde vas? ¿:Qué tienes, Ana? ¿:Salir tú del cuarto a estas horas?
¡Ana! ¡Ana!
— Déjame, niña, déjame. Hoy, yo tengo fuerzas. Llévame hasta la mitad del
corredor.
— ¿:Del corredor?
— Sí: voy al cuarto de Lucía.
— Pues bueno, yo te llevo.
— No, mi niña, no — se sentó un momento, con Sol a sus pies, le abrazó la
cabeza, y la besó en la frente. Nada le dijo, porque nada debía decirle. Y se
levantó, del brazo de ella.
— Es que sé lo que tiene triste a Lucía. Déjame ir. De ningún modo vayas. Es
por el bien de todos.
Fue, tocó, entró.
— ¡Ana!
Ana, casi lívida y tendiendo los brazos para no caer en tierra, estaba de
pie, en la puerta del cuarto oscuro, vestida de blanco.
— Cierra, cierra.
Se habló mucho, se oyeron gemidos, como de un pecho que se vacía, se lloró
mucho.
Allá a la madrugada, la puerta se abría, Lucía quería ir con Ana.
— No, no, quiero llevarte; ¿:cómo has de ir sola si no puedes tenerte en pie?
Sol estará despierta todavía. Yo quiero ver a Sol ahora mismo.
— ¡Loca! ¡Hasta cuándo eres buena, loca! A Juan, sí, en cuanto lo veas mañana,
que será delante de mí, bésale la mano a Juan. A Sol, que no sepa nunca lo que
te ha pasado por la mente. Vamos: acompáñame hasta la mitad del corredor.
— ¡Mi Ana, madrecita mía, mi madrecita!
Y lloró Lucía aquella mañana, como se llora cuando se es dichoso.
¡Fiesta, fiesta! El médico lo ha dicho; el médico, que vino desde la ciudad a
ver a la enferma, y halló que pensaba bien Petrona Revolorio. ¡Fiesta de flores
para Ana!
¡Todos los músicos de las cercanías! ¡Telegramas a los sinsontes! ¡Recados a
los amarillos! ¡Mensajeros por toda la comarca, a que venga toda la canora
pajarería! Ana, ya se sabe de Ana: ¡Aquí no está bien, y debe ir adonde está
bien! Pero es buena idea esa de Petrona Revolorio, y la enferma quiere que se dé
un baile que haga famosa la finca. Petrona, por supuesto, no estará en la sala,
ni ese es el baile que debía dar el niño Pedro Real; pero ella estará donde la
pueda ver su niñita Ana, y mandarle todo lo que necesite, porque «ella baila con
ver bailar, y lo que hace no lo hace por servicio, sino porque ha cobrado mucha
afición». Ya está tan contenta como si fuese la señora. Tiene un jarrón de
China, que hubo quién sabe en qué lances, y ya lo trajo, para que adorne la
fiesta; pero quiere que esté donde lo vea la niña Ana.
¡Ahora sí que ha empezado la temporada en la finca! Andar, bien, andar, Ana
no puede; pero Petrona la acompaña mucho y Sol, siempre que van Juan y Lucía a
pasear por la hacienda, porque entonces ¡qué casualidad! entonces siempre
necesita Ana de Sol.
El médico vino, después de aquella noche. El baile lo quiere Ana para sacudir
los espíritus, para expulsar de las almas suspicaces la pena pasada, para que
con el roce solitario no se enconen heridas aun abiertas, para que viendo a
Lucía tierna y afable, torne de nuevo la seguridad en el alma de Juan alarmado,
para que Lucía vea frente a frente a Sol en la hora de un triunfo, y como Ana le
hablará antes a Juan, Lucía no tiemble. ¡Ana se va, y ya lo sabe!: ella no
quiere el baile para sí, sino para otros.
¡Qué semana, la semana del baile! Pedro ha ido a la ciudad. Lucía quiso por
un momento que fuera Juan, hasta que la miró Ana.
— ¡Oh, no, Juan! tú no te vayas.
Una tristeza había en los ojos de Juan Jerez, que acaso ya nada haría
desaparecer: la tristeza de cuando en lo interior hay algo roto, alguna creencia
muerta, alguna visión ausente, algún ala caída. Mas se notó en los ojos de Juan
una dulce mirada, y no como de que se alegraba él por sí, sino por placer de ver
tierna a Lucía. ¡Son tan desventurados los que no son tiernos!
De la ciudad vendría lo mejor; para eso iba Pedro. ¿:Quién no quería alegrar a
Ana? Y ver a Sol del Valle, que estaba ahora más hermosa que nunca ¿:quién no
querría? Carruajes, los tenían casi todos los amigos de la casa. El camino,
salvo el tramo de las ciudades antiguas, era llano. Allí habría caballerías para
ayuda o repuesto. Cerca de la casa, como a dos cuadras de ella, aderezaron para
caballerizas dos grandes caserones de madera, construidos años atrás para
experimentos de una industria que al fin no dio fruto. Pedro, antes de salir,
había encargado que por todas las calles del jardín que había frente a la casa,
pusieran unas columnas, como media vara más altas que un hombre, que habían de
estar todas forradas de aquella parásita del bosque, sembrada acá y allá de
flores azules; y sobre los capiteles, se pondrían unos elegantes cestos,
vestidos de guías de enredadera y llenos de rosas. Las luces vendrían de donde
no se viesen, ya en el jardín, ya en la casa; y estaba en camino Mr. Sherman, el
americano de la luz eléctrica, para que la hubiese bien viva y abundante: los
globos se esconderían entre cestos de rosas. De jazmines, margaritas y lirios
iban a vestirle a Ana, sin que ella lo supiese, el sillón en que debía sentarse
en la fiesta. Con una hoja de palma, puesta a un lado de los marcos y encorvada
en ondulación graciosa por la punta en el otro, vistieron los indios todas las
puertas y ventanas, y hubo modo de añadir a las enredaderas del colgadizo, otras
parecidas por un buen trecho a ambos lados de las tres entradas, en cada uno de
cuyos peldaños, como por toda esquina visible del colgadizo o de las salas,
pusieron grandes vasos japoneses y chinos con plantas americanas. En las paredes
del salón como desusada maravilla, colgó Juan cuatro platos castellanos, de los
que los conquistadores españoles embutían en las torres. Era por dentro la casa
blanca, como por fuera, y toda ella, salvo el colgadizo, tenía el piso cubierto
por una alfombra espesa como de un negro dorado, que no llegaba nunca a negro,
con dibujos menudos y fantásticos, de los que el del ancho borde no era el menos
rico, rescatando la gravedad y monotonía que le hubiera venido sin ellos de
aquella masa de color oscuro.
¡Gentes, carruajes, caballos! Pedro y Juan jinetean sin cesar toda la tarde,
de la casa al parador, y de este a aquella. En las ciudades antiguas donde aun
hay alegres posadas, y cierto indio que sabe francés, han comido casi todos los
invitados. A las ocho de la noche empieza el baile. Toda la noche ha de durar.
Al alba, el desayuno va a ser en el parador. ¡Oh qué tamales, de las especies
más diversas, tiene dispuestos Petrona Revolorio! esta tarde, cuando los hizo,
se puso el chal de seda. Ana no ha visto su sillón de flores. ¿:Adónde ha de
estar Adela, sino por el jardín correteando, enseñando cuanto sabe, a la cabeza
de un tropel de flores, de flores de ojos negros?
¿:Y Lucía? Lucía está en el cuarto de Ana, vistiendo ella misma a Sol. Ella,
se vestirá luego. ¡A Sol, primero! Mírala, Ana, mírala. Yo me muero de celos.
¿:Ves? el brazo en encajes. Tomo; ¡te lo beso! ¡Qué bueno es querer! Dime, Ana,
aquí está el brazo, y aquí está la pulsera de perlas: ¿:cuáles son las perlas? Y
¿:de qué iba vestida Sol? De muselina; de una muselina de un blanco un poco
oscuro y transparente, el seno abierto apenas, dejando ver la garganta sin
adorno; y la falda casi oculta por unos encajes muy finos de Malines que de su
madre tenía Ana.
— Y la cabeza ¿:cómo te vas a peinar por fin? Yo misma quiero peinarte.
— No, Lucía, yo no quiero. No vas a tener tiempo. Ahora voy a ayudarte yo. Yo
no voy a peinarme. Mira; me recojo el cabello, así como lo tengo siempre, y me
pongo ¿:te acuerdas? como en el día de la procesión, me pongo una camelia.
Y Lucía, como alocada, hacía que no la oía. Le deshacía el peinado, le
recogía el cabello a la manera que decía. «¿:Así? ¿:No? Un poco más alto, que no
te cubra el cuello. ¡Ah! ¿:y las camelias?... ¿:Esas son? ¡Qué lindas son! ¡qué
lindas son!». Y la segunda vez dijo esto más despacio y lentamente como si las
fuerzas le faltaran y se le fuera el alma en ello.
— ¿:De veras que te gustan tanto? ¿:Qué flores te vas a poner tú?
Lucía, como confusa:
— Tú sabes: yo nunca me pongo flores.
— Bueno: pues si es verdad que ya no estás enojada conmigo, ¿:qué te hice yo
para que te pusieras enojada? si es verdad que ya no estas enojada, ponte hoy
mis camelias.
— ¡Yo, camelias!
— Sí, mis camelias. Mira, aquí están; yo misma te las llevo a tu cuarto.
¿:Quieres?
¡Oh! si se pusiera toda aquella hermosura de Sol la que se pusiese tus
camelias. ¿:Quién, quién llegaría nunca a ser tan hermosa como Sol? ¡Qué lindas,
qué lindas, son esas camelias! «Pero tú, ¿:qué flores te vas a poner?».
— Yo, mira: Petrona me trajo unas margaritas esta mañana, estas
margaritas.
¡Gentes, caballos, carruajes! Las cinco, las seis, las siete. Ya está lleno
de gente el colgadizo.
Caballeros y niñas vienen ya del brazo, de las habitaciones interiores.
Carruajes y caballos se detienen a la puerta del fondo, de la que por un
corredor alfombrado, con grabados sencillos adornadas las paredes, se va a la
vez a los cuartos interiores que abren a un lado y a otro, y a la sala. Ya desde
él, al apearse del carruaje, se ve a la entrada de la sala, donde hay un doble
recodo para poner dos otomanas, como si hubiese allí ahora un bosquecillo de
palmas y flores. En un cuarto dejan las señoras sus abrigos y enseres, y pasan a
otro a reparar del viaje sus vestidos o a cambiarlos algunas por los que han
enviado de antemano. A otro cuarto entran a aliñarse y dejar sus armas los que
han venido a caballo. Una panoplia de armas indias, clavada a un lado de la
puerta de los caballeros, les indica su cuarto. Un gran lazo de cintas de
colores y un abanico de plumas medio abierto sobre la pared, revelan a las
señoras los suyos.
Ya suenan gratas músicas, que los indios de aquellas cercanías, colocados en
los extremos del colgadizo, arrancan a sus instrumentos de cuerdas. Del jardín
vienen los concurrentes; del cuarto de las señoras salen; Ana llega del brazo de
Juan. «Juan, ¿:quién ha sido? ¿:para mí ese sillón de flores?». No la rodean
mucho; se sabe que no deben hablarle. Y ¿:Lucía que no viene? Ella vendrá
enseguida. ¿:Y Sol? ¿:Dónde está Sol? Dicen que llega. Los jóvenes se precipitan a
la puerta. No viene aun. Se está inquieto. Se valsa. Sol viene al fin: viene,
sin haberla visto, de llamar al cuarto de Lucía. «¡Voy! ¡Ya estoy!». Así
responde Lucía de adentro con una voz ahogada. No oye Sol los cumplimientos que
le dicen: no ve la sala que se encorva a su paso; no sabe que la escultura no
dio mejor modelo que su cabeza adornada de margaritas, no nota que, sin ser
alta, todas parecen bajas cerca de ella. Camina como quien va lanzando
claridades, hacia Juan camina:
— Juan ¡Lucía no quiere abrirme! Yo creo que le pasa algo. La criada me dice
que se ha vestido tres o cuatro veces, y ha vuelto a desvestirse, y a
despeinarse, y se ha echado sobre la cama, desesperada, lastimándose la cara y
llorando. Después despidió a la criada, y se quedó vistiéndose sola. ¡Juan!
¡vaya a ver qué tiene!
En este instante, estaban Juan y Sol, de pie en medio de la sala, y otras
parejas, pasando, en espera de que rompiese el baile, alrededor de ellos.
— ¡Allí viene! ¡allí viene! — dijo Juan, que tenía a Sol del brazo, señalando
hacia el fondo del corredor, por donde a lo lejos venía al fin Lucía. Lucía,
todo de negro. A punto que pasaba por frente a la puerta del cuarto de vestir,
interrumpiendo el paso a un indio, que sacaba en las manos cuidadosamente, por
orden que le había dado Juan, una cesta cargada de armas, vio, viniendo hacia
ella del brazo, solos, en pleno luz de plata, en mitad del bosquecillo de flores
que había a la entrada de la sala, a Juan y a Sol, a la hermosísima pareja. Se
afirmó sobre sus pies como si se clavase en el piso. «¡Espera! ¡Espera!», dijo
al indio. Dejó a Juan y a Sol adelantarse un poco por el corredor estrecho, y
cuando les tenía como a unos doce pasos de distancia, de una terrible sacudida
de la cabeza desató sobre su espalda la cabellera: «¡Cállate, cállate!», le dijo
al indio, mientras haciendo como que miraba adentro, ponía la mano tremenda en
la cesta; y cuando Sol se desprendía del brazo de Juan y venía a ella con los
brazos abiertos....
¡Fuego! Y con un tiro en la mitad del pecho, vaciló Sol, palpando el aire con
las manos, como una paloma que aletea, y a los pies de Juan horrorizado, cayó
muerta.
— ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús! — y retorciéndose y desgarrándose los vestidos, Lucía
se echó en el suelo, y se arrastró hasta Sol de rodillas, y se mesaba los
cabellos con las manos quemadas, y besaba a Juan los pies; a Juan, a quien Pedro
Real, para que no cayese, sostenía en su brazo. ¡Para Sol, para Sol, aun después
de muerta, todos los cuidados! ¡Todos sobre ella! ¡Todos queriendo darle su
vida! ¡El corredor lleno de mujeres que lloraban! ¡A ella, nadie se acercaba a
ella!
— ¡Jesús, Jesús! — entró Lucía por la puerta del cuarto de vestir de las
señoras, huyendo, hasta que dio en la sala, por donde Ana cruzaba medio muerta,
de los brazos de Adela y de Petrona Revolorio, y exhalando un alarido, cayó,
sintiendo un beso, entre los brazos de Ana.
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