I. España como estilo
II El caballero cristiano
I. España como estilo
I CUATRO ASPECTOS DE LA HISTORIA DE ESPAÑA
Por cuatro veces en la historia universal ha sido España el centro y
eje de los acontecimientos mundiales.
La primera vez fué cuando Roma, la gran civilizadora de pueblos,
transcendió los límites de la península itálica y puso las plantas en la
ibérica. Entonces España no existía. Existía tan sólo como una realidad
geográfica. Pero los habitantes de las altas tierras que se extienden
desde el Pirineo hasta los confines del Africa poseían ya, sin duda,
algunas de las grandes virtudes que a lo largo de los siglos habían de
desenvolver magníficamente; porque los hispánicos opusieron al ingreso y
establecimiento de Roma en sus territorios tan tenaz y decidida
resistencia, que por inesperada sorprendió y conmovió profundamente a
los romanos. Fueron dos siglos de laboriosos esfuerzos – durante los cuales
Roma tuvo que enviar a España sus mejores legiones y sus más esclarecidos
generales – los que duró la conquista de España por los romanos. Y en
realidad cabría decir que no hubo en la contienda vencedores ni vencidos;
porque, como de Grecia más tarde, podría afirmarse también de España: que
el conquistado conquistó al conquistador. No por la fuerza, sino por la
superioridad de una cultura, de una civilización expansiva, fueron
domeñados los hispánicos, que consintieron al fin en entrar a formar parte
de ese consenso de pueblos que fué el Imperio Romano. Pero entonces los
españoles, recibiendo de Roma un cañamazo de cultura y de vida civilizada,
devolvieron a Roma, en energías creadoras y en típicas cualidades
espirituales, crecidos réditos como pago de los beneficios obtenidos. Los
españoles imprimieron su sello peculiar en la orientación histórica y
cultural de la vida romana, que se fué hispanizando, por decirlo así, al
tiempo que España se latinizaba. De España fueron a Roma hombres, ideas,
pensamientos, cualidades vitales y espirituales, que dejaron indelebles
huellas en la historia romana – entonces historia del mundo – . No hace
falta insistir en detalles. La serie de los emperadores, de los filósofos,
de los poetas, de los oradores españoles que marcaron rumbos en la
política y en la cultura del Imperio está en la mente de todos. España, en
su primer encuentro con un elemento extraño, supo, pues, maravillosamente
asimilar lo necesario, conservando, empero, y afirmando la peculiaridad de
sus propias esencias populares.
El segundo momento en que España ocupa el centro del escenario de la
historia universal fué cuando el mundo árabe, desencadenado en uno de los
vendavales más extraordinarios que registra la historia, invade por
Occidente Europa, inunda España y amenaza volcarse como catarata sobre
todo el resto del continente europeo y aniquilar la cristiandad. Entonces
un puñado de españoles conscientes de su alto misión histórica, un puñado
de españoles en quienes las virtudes futuras de la raza habíanse ya
depurado, fortalecido y acrisolado, oponen a la ola musulmana una
resistencia verdaderamente milagrosa. En las montañas de Asturias salvóse
la cristiandad y con ella la esencia de la cultura europea. Mas he aquí,
entonces, a España, constreñida durante ocho siglos a montar la
guardia en el baluarte de Europa, para permitir que el resto de los países
europeos vague en paz y tranquilidad a sus menesteres interiores. España,
a quien la Providencia confirió la misión de salvar la cultura cristiana
europea, asume su destino con plenitud de valor y de humildad; y durante
ocho siglos lleva a cabo, a la vez, dos empresas ingentes: la de oponer su
cuerpo y su sangre al empujón de los árabes, asegurando así la
tranquilidad de Europa, y la de hacerse a sí misma, crearse a sí misma
como nación consciente de su unidad y de su destino. La compenetración de
esas dos tareas históricas explica muchos de los caracteres más típicos de
la hispanidad; porque en la península, durante esos siglos de germinación
nacional, la vida ha debido manifestarse y desenvolverse siempre en dos
frentes, por decirlo así, en negación de lo ajeno y en simultánea
afirmación de lo propio, como repulsa de las formas mentales y
espirituales oriundas del mundo árabe y como tenaz mantenimiento de las
primordiales condiciones y aspiraciones de la naciente nacionalidad. Por
eso el espíritu religioso, cristiano, católico, llega a constituir un
elemento esencial de la nacionalidad española. Durante ocho siglos no
hay diferencia entre el no ser árabe y el ser cristiano; la negación
implica la afirmación, Ia afirmación lleva en si la negación. La nación
española, teniendo que forjar su ser, su más propia e intima esencia, en
la continua lucha contra una convicción religiosa ajena, contraria,
exótica e imposible, hubo de acentuar cada día más amorosamente, en el
seno de su profunda intimidad, el sentimiento cristiano de la vida. El
cristianismo desde entonces es algo consubstancial con la idea misma de la
hispanidad.
Pero además de la sensibilidad católica, esa lucha de ocho siglos
contra el peligro musulmán desenvuelve en el alma hispánica un modo de ser
peculiar, una acentuación de las virtudes guerreras en la persona
individual, unas cualidades típicas que, depuradas en años y siglos de
ejercicio real o imaginado, vienen a condensarse en el tipo humano del
caballero – tipo que, al finalizar este período, domina en el mundo y da la
pauta a las preferencias sociales.
Mas con esto llegamos al tercer gran momento de la historia española:
los siglos XVI y XVII Ya está terminada la secular tarea. Los
últimos mahometanos trasponen las fronteras de la península; y al mismo
tiempo el diseño psicológico del alma española acaba de redondear su traza
inmortal. las energías que durante los ocho siglos de la Reconquista
habían ido destilándose han constituido ya la nación española, han forjado
ya el ideal hispánico de vida, han pergeñado decisivamente el tipo de
hombre español. Ahora la hispanidad, terminada su labor interna, se
expande hacia fuera, sale de sus fronteras, toma en sus manos la dirección
del curso histórico y durante dos siglos lleva – por decirlo así – la batuta
en el concierto de la historia universal. España enseña al mundo, en este
período de su hegemonía, las tres ideas básicas en que se funda la vida
política moderna. En primer lugar, la idea del Estado nacional, que
los Reyes Católicos llevan a realización plena, antes que ninguna otra
monarquía de Europa. Justamente la gran tarea de la Reconquista había
preparado a España para ser en el mundo moderno la primera nación en donde
el Estado, la monarquía y el pueblo se fundieran como unidad política
actuante, eliminando la monarquía las fuerzas de todo poder disidente y
los últimos vestigios del feudalismo medieval. Cuando en Europa
todavía los señores son poderosos contra el rey, ya en España, en la
España de los Reyes Católicos, el poder real identificado con el pueblo y
constituyendo unidad sólida de Estado, reduce toda oposición y allana toda
asperidad de rebeldía. En segundo lugar, España bajo los Reyes
Católicos constituye, por vez primera en la historia moderna, el modelo de
un ejército nacional, órgano indispensable del nuevo Estado; el cual, en
efecto, no sería capaz de realizar su propia esencia política si no
dispusiera de una fuerza armada a las órdenes, no del rey como señor, sino
del rey como jefe indiscutido del Estado nacional. En tercer lugar
los españoles, la nación española, enseñan al mundo de entonces los
principios teóricos y la realización práctica de la moderna política
«imperialista». Desde los Reyes Católicos hasta Felipe IV, España expande
por el orbe su imperio universal, establece su predominio en las partes de
Europa, dilata sus posesiones por los nuevos mundos, que sus navegantes
descubren, circunda la tierra llevando la cruz y su bandera por las
comarcas más remotas conquista y coloniza continentes y construye el
imperio más vasto que la historia ha conocido. Y en estas tres
esenciales enseñanzas: concepto del Estado nacional monárquico, idea del
ejército nacional, expansión imperialista de la política exterior, España,
anticipándose a todos los demás pueblos, señala el programa que las demás
naciones se propondrán realizar después de ella y en contra de allá. Lo
que Inglaterra y Francia, seguidas luego por Alemania e Italia, hanse
esforzado por ser y hacer en la tierra es – no se olvide – una idea que
España pensó y realizó la primera en la historia del mundo moderno.
Por último, la cuarta ocasión en que España ocupa el centro y
constituye el eje de la historia universal es la coyuntura actual, la que
estamos viviendo en nuestros días. España se ha encontrado de pronto con
que el destino histórico le señalaba una misión de transcendental
importancia: la de dilucidar, la de demostrar experimentalmente la
imposibilidad de que una teoría, por apoyada que esté en fuerzas
materiales, prevalezca sobre la realidad histórica de la nacionalidad. Las
necesidades políticas de un Estado extranjero y las obligaciones
ideológicas de una teoría social exótica determinaron que desde 1931
España fuese invadida, sin previa declaración de guerra, por un
ejército invisible, pero bien organizado, bien mandado y abundantemente
provisto de las más crueles armas. La Internacional comunista de Moscú
resolvió ocupar España, apoderarse de España, destruir la nacionalidad
española, borrar del mundo la hispanidad y convertir el viejísimo solar de
tanta gloria y tan fecunda vida en una provincia de la Unión Soviética. De
esta manera el comunismo internacional pensaba conseguir dos fines
esenciales: instaurar su doctrina en un viejo pueblo culto de Occidente y
atenazar la Europa central entre Rusia por un lado y España soviética por
el otro, creando, al mismo tiempo, a las puertas mismas de Francia una
base eficaz para la próxima acometida a la nacionalidad francesa. Este
plan, cuya base principal era la sovietización – la deshispanización – de
España, es el que ha convertido a la nación española hoy en el centro o
eje de la historia universal. Porque las circunstancias en que se ha
procurado la ejecución de ese plan son tales, que su éxito o su fracaso
habría de decidir un punto capital para la historia futura del mundo: el
de si es posible o no que la teoría política y social del comunismo
prevalezca sobre la realidad vital de las nacionalidades y deshaga
– más o menos lentamente – la división de la humanidad en naciones. Y así,
de pronto, el problema de España ha quedado elevado a la categoría de un
verdadero experimento crucial de la historia. Este experimento histórico
ha sido, empero, concluyente. Iniciado en 1931, he aquí que durante los
siete años fatídicos las ruinas se han ido amontonando sobre España, los
cadáveres se han ido hacinando en piras gigantescas. Pero los vesánicos
esfuerzos de los «sin patria» se han estrellado, al fin, ante la secular
voluntad de una nación que no quiere morir asesinada. Al cabo de siete
años de esfuerzos formidables, el fracaso del comunismo internacional es
patente. Sobre las ruinas humeantes que los ejércitos comunistas dejan
atrás en su fuga, ondea victoriosa la bandera nacional; y la nacionalidad
hispana se siente hay más fuerte, más vigorosa, más decisiva que nunca.
España acaba, pues, de demostrar al mundo que ninguna teoría, por armada
que esté de recursos, puede destruir la nacionalidad, base indispensable
de toda vida colectiva humana. España ha asumido estoicamente el papel de
víctima ejemplar en el laboratorio de la historia y ha dado en su
propia carne y con su propia sangre una inolvidable lección al mundo, una
lección que ojalá, en efecto, no sea olvidada jamás.
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I ESPAÑA SUJETO ACTIVO DE LA HISTORIA
Considerad, señores, estos cuatro momentos capitales de la historia de
España. Un mismo rasgo esencial los emparenta y casi los identifica. En
las cuatro fundamentales ocasiones España ha actuado siempre de la misma
manera: aceptando estoicamente su destino, pero, al mismo tiempo,
reaccionando sobre los hechos reales, para imprimir en ellos la forma de
su propia esencia espiritual, afirmada por encima de cualesquiera
vicisitudes. La aceptación estoica del destino histórico es, pues, el
primer rasgo saliente de la actitud hispánica ante la vida. España ha sido
siempre fiel a su destino histórico. Jamás ha eludido los problemas que la
coyuntura de los hechos le planteaba. Pudo, por ejemplo, someterse sin
resistencia al yugo romano; no lo hizo sino que asumió con entereza
ejemplar la empresa de hacerse respetar por el poderoso e ingresar
sobre base de igualdad en el consenso jurídico de la cultura latina. Pudo
dejar pasar sobre sus lomos la avalancha musulmana; no lo hizo, sino que
descubrió en la lucha contra el Islam la razón misma de su propio ser
histórico. Pudo mantenerse quieta en la intimidad de sus fronteras,
después de terminada la tarea de la Reconquista; no lo hizo, sino que
aceptó impávida la misión, que el momento histórico le imponía, demostrar
al mundo – acaso prematuramente – lo que es y debe ser el Estado nacional
moderno. Por último, en el momento presente, pudo – admitámoslo como mera
posibilidad abstracta – recibir con pasiva mansedumbre la invasión
comunista soviética y dejarse anular como nación; no lo hizo, sino que se
irguió con todas sus energías, resolviendo en su provecho propio, y en
paradigma ejemplar para el mundo, el problema histórico planteado por el
comunismo internacional. En las cuatro ocasiones, pues, siempre España se
ha resuelto sin vacilación a asumir estoica, heroicamente, la tarea que el
destino histórico le planteaba.
Pero al mismo tiempo que fiel a su destino, España ha sido siempre
también fiel a su propia esencia, a su ser espiritual. Aceptando los
hechos, nunca ha permitido que los hechos se adueñasen de su alma, sino
que, por el contrario, ha sido ella, la hispanidad, la que, revolviéndose,
ha impreso sobre los hechos la huella indeleble de su esencia espiritual.
La fidelidad al destino no impidió jamás a España el ser también fiel a sí
misma y a su más íntima esencia. Dicho de otro modo: la historia de España
nos ofrece a cada instante – y más claramente en sus más preclaros
momentos – la imagen de un pueblo que no ha consentido nunca en ser mero
objeto pasivo de los acontecimientos, sino que ha querido ser sujeto
activo de ellos, un pueblo que nunca se ha dejado «hacer» por la historia,
sino que ha «hecho» él mismo la historia, su historia – y muchas veces la
ajena – . Habrá podido, en ciertos períodos de ideologías incongruentes con
su propio espíritu – por ejemplo en los siglos XVIII y XIX – apartarse del
tráfago universal y recluirse desdeñosa en el aislamiento de sí mismo.
Pero aun esa misma ausencia no puede considerarse como pasividad; es tan
sólo disconformidad, es decir, una nueva forma de afirmación propia. Y
así, a todo lo largo de los siglos, podríamos muy bien contemplar la
historia de España como un lento proceso de propia depuración, como
un continuo ejercicio ascético encaminado a perfeccionar, en la actuación
temporal, cierto «ser colectivo», cierto «modo de ser humano» típico y
peculiar, que llamaríamos la «hispanidad». En consonancia con los
caracteres fundamentales de lo orgánico, de lo viviente, cabría, pues,
decir que si la historia de España engendra la hispanidad, no menos cierto
es que a su vez la hispanidad engendra la historia de España; y que si los
hechos en el tiempo han ido creando esa esencia espiritual que llamamos
España, también, en sentido inverso, cabe considerar la evolución de la
historia como producto concreto de esa esencia eterna que llamamos la
hispanidad. La historia de España es, en suma, el ejemplo más puro que se
conoce de «ascetismo histórico», donde un pueblo entero hace lo que hace
porque es quién es y para ser quién es.
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I EL TEMA DE ESTAS CONFERENCIAS
Pero entonces, ante ese panorama histórico tan sorprendente de un
pueblo, cuyo desenvolvimiento se cifra en la fidelidad a sí mismo, el
problema inmediato que se plantea es el de descubrir, definir, explicar en
qué consiste ese «sí mismo», al cual la nación española ha permanecido
siempre fiel. ¿:En qué consiste la hispanidad? ¿:Qué es esa España idéntica
y diversa a lo largo del tiempo? ¿:Qué es ese «ser» de lo hispánico, al
cual la historia de España se subordina de una punta a otra de su largo
camino? En estas conferencias nos hemos propuesto, precisamente, responder
– con mayor o menor exactitud – a esas preguntas. Estas conferencias no son
otra cosa que un esfuerzo por apresar, en palabras y en conceptos, algo,
al menos, de esa impalpable esencia que venimos llamando la hispanidad. El
intento es, por la índole propia del problema, irrealizable. La esencia de
una nación, como la de un individuo, no se puede definir, no se puede
reducir a conceptos intelectuales; es tan característica, tan singular y
única, que resulta imposible subsumirla en un conjunto de notas
lógicamente inteligibles. Por eso lo único que podremos – acaso – lograr
será dar una sensación general de lo que es la hispanidad, ayudar al
lector a tener una intuición de lo hispánico; nunca, empero, definir en
conceptos ese germen, a la vez producto y productor, que ha
engendrado y engendrará todavía un indefinido número de formas concretas y
particulares en la sucesión del tiempo.
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I IDEA DE LA NACIONALIDAD. NATURALISMO
Sobre la esencia de la nacionalidad existen al presente dos grandes
grupos de teorías. Un primer grupo, que es el de las teorías que
llamaríamos naturalistas. Un segundo grupo, que es el de las teorías que
llamaríamos espiritualistas.
Las teorías naturalistas son aquellas que consideran que la esencia de
la nación consiste en una cosa natural; por ejemplo, la sangre, la raza, o
un determinado territorio de fronteras bien definidas geográficamente, o
el cuerpo material de un idioma, un montón de vocablos. Según estas
teorías la nación sería, pues, el producto histórico, la resultante de las
virtualidades inscritas en esas «cosas» naturales: sangre, raza,
territorio, idioma, &c. Un cierto número de caracteres primarios,
esenciales, inherentes a esos objetos naturales – por ejemplo los
caracteres somáticos, raciales, los geográficos, los idiomáticos –
imprimiríanse indefectiblemente en los grupos humanos partícipes y se
propagarían a todos los hechos sucesivos y simultáneos verificados por
esos hombres y grupos, constituyendo la unidad histórica que llamamos
nación. Ahora bien, a este grupo de teorías naturalistas es posible oponer
graves y, a mi parecer, decisivas objeciones.
Sin duda alguna la sangre, la raza, constituye un ingrediente
importante en la formación de la nacionalidad. Pero ¿:puede decirse que ese
ingrediente sea el que por sí solo haga la nación y la esencia
misma de la nación? De ninguna manera. Ahí están los hechos históricos que
lo desmienten. En España, por ejemplo, podemos enumerar un cierto número
de razas y sangres distintas que, sin embargo han ingresado en el crisol
de la nacionalidad y se han depurado en el más acendrado hispanismo. Los
iberos, procedentes del sur, se funden con los celtas septentrionales. Los
celtíberos se funden con los romanos. La población hispano-romana
presencia las efímeras invasiones de vándalos, de alanos y de suevos, pero
también el establecimiento definitivo de los visigodos. Todo ello sin
contar las colonizaciones fenicias y griegas en nuestras costas
mediterráneas. No puede decirse, por consiguiente, que la nacionalidad
española esté constituida sobre la base de una unidad y pureza absoluta de
raza. El elemento racial en una nación es, desde luego, importante; pero
no el único y, menos aún, el esencial. Un ejemplo característico
encontramos en la historia del arte. Viene de Grecia a España un pintor,
que no tiene ni una gota de sangre española, el Greco. Y este pintor se
asimila tan profundamente el espíritu español, la esencia de la
hispanidad, que sus cuadros constituyen uno de los más elevados exponentes
del alma hispánica. No digamos, pues, que la raza o la sangre sean los
elementos esenciales de la nacionalidad.
¿:Diremos, entonces, que esa esencia de la nación está formada por la
contigüidad de vida, por la base del territorio común? ¿:Diremos que forman
nación aquellos hombres que conviven un mismo territorio, bien definido
geográficamente, por sola su coexistencia telúrica? Pero tampoco podemos
decir esto. La historia, los hechos históricos se oponen a ello. Los
territorios nacionales varían a lo largo de la historia y sufren las
vicisitudes de la historia. Dependen de la nacionalidad; no la
nacionalidad depende de ellos. La doctrina de las «fronteras naturales»
encuentra una y otra vez en la historia su refutación. Francia no tiene
frontera natural con Bélgica y casi tampoco con Alemania. España no tiene
frontera natural con Portugal; y, sin embargo, el espíritu español, la
nacionalidad española es bien distinta y diferenciada de la portuguesa.
Galicia, región que geográficamente se asemeja más a Portugal que a
Castilla, pertenece, sin embargo, íntimamente a la unidad nacional
española y no a la portuguesa. Por consiguiente tampoco puede decirse que
la contigüidad de población o el territorio común constituya la esencia de
la nacionalidad.
¿:No será, pues, el idioma el que define y fundamente la nación? Pero,
evidentemente, el idioma es un producto del espíritu nacional, lejos de
ser la causa agente del mismo. El lenguaje, todo lenguaje, cambia,
evoluciona en el curso de la historia; justamente el estudio minucioso de
esos cambios históricos del idioma nacional revela la actuación sobre él
del espíritu, del alma nacional, que, preexistente en cada momento,
modifica el cuerpo del idioma acomodándolo a las necesidades
espirituales de la nación. Por eso pueden en una nación coexistir idiomas
distintos sin que ello infiera menoscabo a la unidad nacional; porque la
unidad nacional no depende de la unidad lingüística. No es, pues, tampoco
la lengua la que constituye la esencia que buscamos de la nacionalidad.
Ni la raza, ni la sangre, ni el territorio, ni el idioma bastan, pues,
para dilucidar el «ser» de una nación. La sangre, el territorio, el idioma
son «cosas», pertenecen a la naturaleza. La nación, empero, no es una
«cosa», sino algo superior a toda concreción natural. Sin duda, al amar a
nuestra patria amamos todos la sangre que corre por nuestras venas, por
las de nuestros padres y abuelos, por las de nuestros hijos. Sin duda, al
amar a nuestra patria, amamos todos el idioma familiar, los vocablos
luminosos con que nuestra madre nos enseñara a hablar con Dios y con ella,
los que ella, a su vez, había aprendido de sus padres, los que de
generación en generación se han transmitido como vaso sagrado de toda
nuestra cultura. Sin duda, al amar a nuestra patria, amamos todos la
material realidad telúrica de nuestro suelo, los paisajes dulces y tiernos
o ásperos y sublimes, que encantaron nuestra niñez. Pero la nación
española, que todos los españoles amamos por encima de nosotros mismos, la
patria española es algo superior a esa sangre, a ese suelo, a ese idioma.
La patria, la nación española es algo superior a todo eso, porque ha hecho
todo eso. Ese suelo, ese idioma, esa sangre, las formas que todo eso
tiene, la manera de convivir los hombres en ese territorio, el idioma de
esos hombres, el modo de expresarse, las costumbres, los monumentos, las
instituciones, todo, en suma, lo que se contiene visible o invisible en el
vocablo España, todo eso es producto concreto del espíritu hispánico, todo
eso es el cuerpo mismo de la nación. Pero ¿:cuál es su alma, cuál es su
esencia?
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I EL HOMBRE Y LA NATURALEZA
Las teorías naturalistas de la nacionalidad son, pues, en su fondo
radical erróneas; porque desde el primer instante cometen el error de
considerar la nación como una cosa, como una cosa natural, cuya
explicación, por lo tanto, tendría que hallarse, a su vez, en cosas
naturales. Ahora bien, la nacionalidad no es cosa; ni menos cosa natural.
La nación está por encima de las realidades naturales y de toda cosa
concreta; porque la nación es creación exclusivamente humana, con todos
los caracteres típicos de lo específicamente humano, es decir, de lo
anti-natural.
El hombre, en efecto, si por un lado pertenece a la naturaleza y
participa de las cosas, a cuyas leyes obedece, es, por otro lado, el único
ser natural dotado de la libertad; la cual consiste justamente en el poder
de superar la naturaleza. La libertad humana hace del hombre el ser capaz
de luchar contra la naturaleza y vencerla. La libertad humana convierte al
hombre en autor de su propia vida y en responsable de ella – lo que jamás
puede ser un ente meramente natural – . Considerad la diferencia capital que
existe entre el hombre y el animal. No busquéis esa diferencia ni en la
cuantía de los órganos o facultades, ni en la diversidad de las formas
visibles. No la busquéis en ninguna comparación basada sobre las dos
realidades «naturales». Pero, en cambio, buscadla y la encontraréis en la
índole peculiar de las diferentes vidas que el hombre y el animal
viven. La vida del animal transcurre toda ella constreñida por las leyes
naturales que imperan sobre la especie. En cada momento la vida del animal
está íntegramente predeterminada por la serie total de los antecedentes
reales, por el instinto, por la fisiología, la anatomía, la psicología de
la especie a que pertenece. Por eso dos animales de una misma especie
tienen vidas idénticas. El animal no se hace su propia vida, sino que la
recibe ya hecha, hasta en sus menores detalles; y se limita a ejecutarla.
Es como el comediante, que representa un papel escrito, pensado y
concebido por otro. Por eso el animal no es responsable de su propio ser,
de su propia vida; porque esa «su» vida no es en puridad suya, sino de...
la naturaleza.
El hombre, en cambio, porque es libre, necesita hacerse a sí mismo su
propia vida. La libertad humana consiste justamente en eso: en que la vida
del hombre no viene de antemano hecha por las leyes de la naturaleza, sino
que es algo que el hombre mismo, al vivirla, tiene que hacer y resolver en
cada instante y con anticipación. Vivir es para el animal hacer en cada
momento lo que por ley natural tiene que hacer. Vivir, en cambio, es para
el hombre resolver en cada momento lo que va a hacer en el
momento siguiente. Al animal no le compete, como viviente, sino ejecutar
la melodía ya pre-escrita de su vida. El hombre, en cambio, tiene que
pensar primero lo que quiere que su vida sea; tiene que decidir luego
serlo; y, por último, tiene que ejecutar esas sus propias resoluciones y
previos pensamientos. Por eso el animal, que no es libre, hállase
totalmente subsumido en el concepto de naturaleza; mientras que el hombre,
libre, supera en sí mismo y fuera de sí la naturaleza y se hace a sí mismo
– se inventa, se crea – su propia vida, que no puede en modo alguno
contemplarse y juzgarse con los conceptos sacados de la realidad natural.
Así la vida animal, como pura naturaleza, está sujeta a la uniformidad en
todos y cada uno de los individuos de cada especie; en cambio la vida del
hombre es estrictamente individual y cada vida humana representa un valor
infinito, precisamente porque es singularísima y propia de una
personalidad irreductible. (Obsérvese en este punto que la consecuencia
inmediata del comunismo sería el uniformismo de las vidas humanas, es
decir, la animalización del hombre; consecuencia a la que las premisas
«naturalistas» del marxismo – como de cualquier otra forma de
naturalismo – conducen inevitablemente. Por eso se ha dicho, con razón
profunda, que luchar contra el comunismo es tanto como luchar por la
cultura y civilización humanas.)
Así, el hombre es propiamente hombre por lo que tiene de no-animal,
esto es, de no-natural. Para vivir humanamente, el hombre necesita pensar
de antemano, prever de antemano lo que «quiere ser», a fin de serlo en su
vida. Necesita dominar la naturaleza, dar realidad a algo que naturalmente
no la tiene, esforzarse por imaginar un tipo de vida, un modo de ser, cuyo
modelo no encuentra en ninguna parte, en ningún lugar natural, sino sólo
en lo más profundo de su corazón. El hombre no tiene, pues, «naturaleza»,
sino que se hace a sí mismo en la vida; es más, su vida consiste
justamente en ese «hacerse a sí mismo». Desde que nacemos hasta que
morimos, los humanos somos responsables de cada momento y de todos los
momentos de nuestra vida; y ese comodín que llaman algunos «naturaleza
humana», no es, en realidad, sino la base sobre la cual ha de erguirse y
encumbrarse la verdadera y auténtica humanidad, la que consiste en superar
cuanto de meramente natural hay en nosotros.
Mas tan pronto como penetramos en los ámbitos de la libertad,
tropezamos con el espíritu, esto es, con la capacidad infinita y la
infinita diversidad de formas. En efecto, decir que la vida humana no es
animal, equivale a decir que la vida humana no es uniforme, sino
infinitamente diversa. Esa diversidad se manifiesta justamente en la
historia. La historia es la continua producción por el hombre de formas y
modos de ser nuevos, imprevistos, que no pueden derivarse de elementos
naturales. La historia es – como la vida del hombre – algo que ninguna ley
de la naturaleza predetermina. El hombre la hace libremente, al hacer su
propia vida. Por eso, en la historia humana encontramos un repertorio tan
variado de formas o modos de ser hombre – desde el faraón egipcio hasta el
cortesano de Luis XIV, desde el nómada árabe hasta el mandarín chino,
desde el filósofo griego hasta el conquistador español, desde el samurai
japonés hasta el labriego castellano – . Y aun le quedan a la humanidad
infinitas formas que discurrir y realizar – Dios sólo las conoce.
La nación, la nacionalidad, es también una de esas estructuras humanas,
no naturales, hijas legítimas de la libertad del hombre. La nación es
una creación del hombre. Por eso decíamos de ella que supera infinitamente
toda naturaleza, toda «cosa» natural, como la sangre, la raza, el
territorio, el idioma. La naturaleza, abandonada a sí misma, produciría
razas, quizá incluso organizaciones como las de los castores o las de los
hormigueros. Jamás empero, eso que llamamos nación, patria, pueblo.
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I TEORÍAS ESPIRITUALISTAS DE LA NACIONALIDAD
Así, pues, no pudiendo la esencia de la nacionalidad encontrarse en una
cosa natural, fuerza es resolverse a buscarla en un acto espiritual. Aquí
tropezamos, pues, con el segundo grupo de teorías a que hace un instante
me he referido. Son todas ellas teorías que, en efecto, reconocen la
imposibilidad de definir la nación como cosa natural y la necesidad
consiguiente de definirla como acto espiritual. Ahora bien, ¿:cuál es ese
acto espiritual en que la nación consistiría?
De entre las teorías espiritualistas de la nacionalidad
entresacaremos dos, que, por la prestancia de sus autores y por la
claridad de su diseño resultan adecuadísimas a los propósitos de nuestro
estudio. El filósofo frances Renan se propone buscar una definición de la
nación. Bien pronto, empero, se da cuenta de que los elementos naturales,
como raza o sangre, territorio, idioma, no bastan a explicar los
contenidos trascendentes de la nacionalidad. Entonces, como acabamos de
hacer nosotros, desecha las teorías naturalistas y encamina su indagación
hacia un acto espiritual. Y llega a la conclusión de que la nación es el
acto espiritual colectivo de adhesión que en cada momento verifican todos
los partícipes de una determinada nacionalidad. «Una nación – dice – es un
plebiscito cotidiano.» Fórmula feliz, sin duda, clara, breve, contundente
y que pone la esencia de la nación en el ápice íntimo de todos los
corazones que la componen. En efecto, una nación es eso, la adhesión
plebiscitaría que todas las almas tributan diariamente a la unidad
histórica de la patria. Pero no basta con esto. Hace falta concretar algo
más. ¿:Sobre qué objeto recae esa adhesión de todos? Para Renan, el objeto
a que el plebiscito cotidiano nacional presta su adhesión no puede
ser otro que el pretérito, la historia nacional, «un pasado de glorias y
de remordimientos». Nación es, pues, según Renan, todo grupo de hombres
que, conviviendo juntos desde hace mucho tiempo, prestan diariamente a la
unidad, que constituyen, una adhesión constante, referida a la integridad
de su pasado colectivo. Según esto, la nación española, por ejemplo, sería
el acto espiritual que diariamente prestamos todos los españoles – dignos
de tal nombre – a nuestro pasado integral, a toda nuestra historia
pretérita, es decir, a los malos como a los buenos lados, a las «glorias»
como a los «remordimientos», haciéndonos solidarios de todo lo que
nuestros antecesores han hecho, han pensado y han sido, inscribiéndonos en
la lista infinita de esos hombres que, desde Viriato hasta hoy,
constituyen una a modo de irrompible cadena.
Frente a esta teoría de Renan podemos colocar la tesis del filósofo
español José Ortega y Gasset. El ilustre pensador hispano comparte con
Renan la convicción de que ni la sangre, ni la raza, ni el territorio, ni
el idioma, ni elemento ninguno «natural», pueden considerarse como esencia
de la nacionalidad. También, como Renan, cree José Ortega y Gasset que un
acto espiritual tiene que ser el que constituya la esencia de la
nacionalidad. Ese acto es, por último, para el filósofo español, como para
el francés, un acto de adhesión plebiscitaria que los hombres actuales
tributan a la unidad de la patria. Pero la diferencia entre los dos
pensadores cuyas teorías analizamos es que, para Renan, la adhesión
plebiscitaría recae sobre el pasado histórico colectivo, mientras que para
José Ortega y Gasset recae sobre el porvenir histórico que va a
realizarse. La nación es, pues, según éste: «primero: un proyecto de
convivencia total en una empresa común; segundo: la adhesión de los
hombres a ese proyecto incitativo.» La idea, pues, de un futuro, que se
ofrece como forma deseable y preferible de convivencia total, sería lo
que, para José Ortega y Gasset, mejor definiría la esencia de la
nacionalidad; pues esa esencia, que en la historia se revela siempre
creadora, productora, fecunda en obras y formas nuevas, ha de ir
evidentemente orientada hacia el porvenir, si ha de ser, en efecto, como
siempre ha sido, propulsora de la vida social. La adhesión al pasado
histórico no bastaría a explicar el dinamismo creador de la naciónalidad.
Siendo ésta una forma de vida actual, tiene necesariamente que
orientarse hacia el futuro, al cual se encara por definición toda vida
humana.
He aquí, pues, las dos teorías más notorias del grupo espiritualista,
en lo referente a la esencia de la nacionalidad. Si las examinamos en
comparación una de otra, hallaremos ante todo que en muchas partes
coinciden, y que donde no coinciden no son tampoco incompatibles o
contradictorias. Coinciden en toda la parte que pudiéramos llamar
negativa: eliminación radical de las concepciones naturalistas y necesidad
de buscar la nacionalidad en un acto espiritual. Coinciden también en el
carácter de adhesión colectiva que dan a ese acto espiritual. Sólo
discrepan en el momento de determinar el objeto sobre el cual haya de
recaer la adhesión colectiva. Ese objeto es, para Renan, el pasado; para
José Ortega y Gasset es, en cambio, el futuro. Pero esta divergencia no
parece, en el fondo, irreductible. La adhesión a una «empresa futura» se
compadece perfectamente con la adhesión a un pasado de «glorias y
remordimientos». El acto de adhesión podría tener muy bien dos facetas: la
una que mirase al pasado y la otra que mirase al futuro. Así, pues, las
dos teorías espiritualistas que acabamos de examinar no sólo no se oponen,
sino que podrían de un modo relativamente fácil componerse en una
sola teoría mas amplia y comprensiva.
* * * * *
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I LA NACIÓN COMO ESTILO
Pero esta teoría más amplia y comprensiva tendría que superar las dos
tesis espiritualistas en el residuo que aun les queda de naturalismo, en
su concepto de acto espiritual o de adhesión. A mi juicio, el error
fundamental de cada una de estas dos tésis está en lo siguiente: La teoría
de Renan olvida que la adhesión plebiscitaría al pasado no tendría
eficacia ni virtualidad histórica, viva y activa – sería un mero
romanticismo contemplativo – , si no fuese completada por la adhesión a un
futuro incitante, a un proyecto de ulterior vida común. El patriotismo
nacionalista no se limita al pasado y al presente, sino que se ejercita
también sobre el futuro, sobre el ideal o propósito o programa de un
venturoso porvenir. Cada partícipe de un país siéntese, en efecto, desde
su juventud, peón y campeón del engrandecimiento nacional. Mas, por otra
parte, debemos preguntarnos: ¿:es que un proyecto cualquiera de futuro
puede merecer la adhesión de todos los nacionales? Evidentemente, no. Un
proyecto cualquiera de futuro no va a recibir, por el solo hecho de ser
proyecto futuro, la adhesión plebiscitaria de los nacionales. Puede
acontecer que en una nación un grupo de hombres proponga a la totalidad
nacional una determinada empresa a realizar y que la nación rechace esa
empresa. Mas no nos quedemos en esto. Sigamos preguntando: ¿:por qué la
nación rechaza ciertos proyectos que se le proponen y aprueba y abraza
otros? No hay más que una explicación posible: que esos proyectos de
empresa rechazados no guarden con el presente y el pasado del país íntima
y profunda afinidad u homogeneidad. Así, la nación rechazará aquellos
proyectos de empresa que contradigan el modo de ser del presente y del
pasado, aquellos proyectos que constituyan una ruptura con el modo de ser
de la nación, incesantemente confirmado en el presente y en el pasado. Si
a una nación como la española, cuyo discurrir a lo largo de la historia,
cuya actividad histórica, ostenta en su larguísimo pasado un sello o
carácter o modo de ser determinado, se le propone de pronto un proyecto de
empresa que no mantenga relación de congruencia u homogeneidad con lo
que la nación ha sido, esa nación rechazará el proyecto propuesto. Ahora
es cuando llegamos al punto culminante de toda esta discusión. Ahora vemos
que la adhesión espiritual plebiscitaria – de que hablan Renan y José
Ortega y Gasset – no constituye la esencia última de la nación, puesto que
ese acto espiritual de adhesión está él a su vez objetivamente
condicionado por cierto «carácter», cierto «modo de ser» que han de poseer
los proyectos propuestos. En realidad, la nación no es, pues, el acto de
adherir, sino aquello a que adherimos. Mas como aquello a que adherimos se
presenta a su vez como un proyecto de futuro, o como un estado o situación
presente, o un larguísimo pasado, resulta que, en verdad y profundamente,
aquello a que adherimos no es tampoco ni la realidad histórica pasada, ni
la realidad histórica presente, ni el concreto proyecto futuro, sino lo
que hay de común entre los tres momentos, lo que hace que los tres
sean homogéneos, lo que los liga en una unidad de ser, por encima de la
pluralidad de instantes en el tiempo. La nacionalidad no consiste, pues,
sólo en que cada uno de nosotros diga: «Soy español», y verifique el
acto de adhesión a esa realidad actual, pasada y futura, llamada España;
sino que consiste principalmente en la homogeneidad de esencia, que reúne
todos los hechos de España en el tiempo y hace de todos ellos aspectos o
facetas de una misma entidad. Ser español es actuar «a la española», de
modo homogéneo a como actuaron nuestros padres y abuelos. Ahora bien, esa
afinidad entre todos los hechos y momentos del pasado, del presente y del
futuro, esa homogeneidad entre lo que fué, lo que es y lo que será, esa
comunidad formal, no tiene realmente más que un nombre: estilo. Una nación
es un estilo; un estilo de vida colectiva.
* * * * *
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I ESPAÑA COMO ESTILO
Proponed a una nación, por ejemplo a la española, un proyecto de
empresa común cuyo estilo sea incongruente con el estilo español – con
España – . La nación lo rechazará; porque nación es justamente unidad
fundamental de estilo en todos los actos colectivos. Ahora ya llegamos a
un término claro en toda esta discusión. Hemos visto con evidencia que la
nación no es cosa natural, ni sangre o raza, ni territorio, ni
idioma. Ahora vemos que la nación no es tampoco el acto subjetivo de
adherir al pasado o al futuro; sino que es el estilo común a todo lo que
el pueblo hace, piensa y quiere y puede hacer, pensar y querer. Cuando en
la vida de un grupo humano a lo largo del tiempo existe unidad de estilo
en los diversos actos, en las empresas, en las producciones, entonces
puede decirse que existe una nación. España, la nación española, no es,
pues, un territorio mayor o menor; no es una determinada raza; no es un
determinado idioma; es un estilo de vida, el estilo español de vida. Todo
lo que en España hay y se hace, ese territorio con sus cultivos y sus
modificaciones humanas, esa raza con sus caracteres, sus modalidades, sus
gestos, sus preferencias, sus ritmos, ese idioma con todos sus vocablos,
sus giros, sus dichos, todos los actos que en España se han realizado
desde los tiempos remotos y primitivos hasta hoy, todas las creaciones que
se han engendrado, todas esas cosas, formas y productos, mantienen entre
sí cierta homogeneidad especial, un aire de familia, un carácter común
impalpable, invisible, indefinible, que es la comunidad de estilo.
Ese estilo común a todo lo español, eso es España.
Considerad, por ejemplo, las figuras de Guzmán el Bueno y del general
Moscardó. ¿:Qué hay de común entre ellas, si atendemos sólo al contenido
material de las dos vidas? Nada. Sin embargo, el estilo es el mismo. iQué
hay de común entre Numancia y la defensa heroica del Alcázar toledano? En
el contenido material, nada. Pero el estilo es el mismo. Repasad en
vuestra imaginación las más variadas producciones del arte y de la
literatura española. ¿:Qué hay de común entre un cuadro de Velázquez y la
mística de Santa Teresa? El estilo. Las cosas mismas no pueden ser más
diferentes. Sin embargo, en ellas palpita un mismo hálito; en ellas hay un
mismo modo de ser, el estilo de todo lo español. Los conquistadores, la
estatuas de Alonso Cano, el monasterio del Escorial, los cuadros de Goya,
la figura de Felipe II, el duque de Alba, San Ignacio de Loyola, las
costumbres de los estudiantes salmantinos, Lazarillo de Tormes, Don Juan
Tenorio, la colonización de América, la conquista de Méjico, nuestras
letras, nuestras artes, nuestros campos, nuestras iglesias, nuestros
oficios, nuestros talleres, nuestras instituciones, nuestras
diversiones, nuestros monarcas, nuestros gobiernos, nuestro teatro,
nuestro modo de andar, de hablar, de reír, de llorar, de cantar, de
vestir, de nacer y de morir, toda nuestra vida en cualquier época de la
historia que la tomemos y cualquiera que sea el corte que en ella demos a
lo largo del tiempo, ostenta siempre una modalidad común, una homogeneidad
indefinible, pero absolutamente evidente e innegable. Eso es el estilo, el
estilo en que la nación española consiste. España – como cualquier otra
nación auténtica – es un estilo de vida.
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I QUÉ ES EL ESTILO
Pero ¿:qué es estilo? Permitidme que, para resolver este difícil
problema, recuerde ahora algo de lo que hace pocos instantes decíamos al
hablar de la libertad humana. Decíamos que el hombre es, a diferencia del
animal, el inventor y autor de su propia vida – y el responsable de ella – .
Esto quiere decir que, cuando hacemos algo – y vivir es siempre hacer
algo – , imprimimos a todo lo que hacemos, a nuestros actos y a las cosas
que nuestros actos producen, una determinada modalidad peculiar que
la naturaleza misma no nos enseña, sino que se deriva de nuestra personal
participación en el espíritu de la inmortalidad. Así, cada uno de nuestros
actos y cada una de nuestras obras puede considerarse desde dos puntos de
vista: como medio para conseguir y obtener un determinado fin y como
expresión de un conjunto personal de preferencias absolutas. La estructura
general de cada acto y de cada obra viene primeramente determinada por el
fin propuesto – si es que se propone un fin – . Toda casa-habitación ha de
tener un tejado y unos muros o paredes. Hay, pues, estructuras de los
actos y de los productos humanos que encuentran su explicación y razón de
ser en el principio de finalidad. Pero la aplicación del principio de
finalidad no puede llegar a lo infinito. Hacemos un acto para lograr un
fin; el cual, a su vez, lo deseamos para el logro de otro fin; el cual, a
su vez, nos lo hemos propuesto como medio para la obtención de otro fin.
¿:Seguiremos así indefinidamente? No. No es posible. Tenemos que
detenernos. ¿:Dónde nos detendremos? Nos detendremos en cierta imagen, en
cierto pensamiento, que cada uno de nosotros lleva en el fondo de su
corazón acerca de lo que es absolutamerlte preferible. Ahora bien,
este conjunto de pensamientos o imagenes de lo absolutamente preferible
adopta en cada uno de nosotros la forma de una personalidad humana; es la
imagen ideal del ser humano, que quisiéramos ser; es la imagen del hombre
absolutamente valioso, infinitamente «bueno», del hombre perfecto. Esa
imagen transcendente e inmanente al mismo tiempo, esa imagen invisible,
pero presente en todos los momentos de nuestra vida, ese nuestro «mejor
yo», que acompaña de continuo a nuestro yo real y material, está siempie a
nuestro lado, en todo acto nuestro, en todo esfuerzo, en toda obra; e
imprime la huella de su ser ideal a todo lo que hacemos y producimos. Esa
huella indeleble es el estilo. Y así, en todo acto y en todo producto
humano hay, además de las formas o estructuras, determinadas por el nexo
objetivo de la finalidad, otras formas o estructuras o modalidades, por
decirlo así, libres, que vienen determinadas por las preferencias
absolutas residentes en el corazón del que hace el acto y produce la obra.
Estas modalidades, que expresan la íntima personalidad del agente y no la
realidad objetiva del acto o hecho, son las que constituyen el estilo.
Por eso decía muy razonabemente Buffon, que el estilo es el hombre.
Pero esta fórmula necesita aclaración. Porque «hombre» puede tomarse en
dos sentidos: en el sentido real o natural del hombre que efectivamente y
naturalmente somos, con todas las limitaciones de la carne, del pecado, de
la «naturaleza» humana; y en el sentido ideal, estimativo o moral del
hombre que quisiéramos ser, de la imagen o modelo en que nuestra mente
cifra todo el conjunto de lo que nuestro corazón considera como
absolutamente preferible. Este otro «mejor yo», que en nuestro yo real
reside, es el que inconscientemente se abre paso a cada instante en
nuestro obrar – o sea en nuestro vivir – y pone su firma en todo cuanto
hacemos. Esa rúbrica de nuestro más íntimo y auténtico ser moral es el
estilo. Por eso, todo lo que el hombre hace tiene estilo. Tiene estilo,
porque, además de estar determinado por aquello para que sirve, está
configurado por la invisible presencia y actuación de ese «mejor yo», que
condensa en una persona humana ideal – invisible y presente – nuestras más
profundas y auténticas preferencias. En cada hombre individual podemos,
pues, descubrir siempre un estilo propio, el sello de ese auténtico aunque
oculto ser, que se refleja en todo lo que el hombre real hace y
produce, desde el gesto, el ademán y el porte del cuerpo, hasta la obra
artística del poeta, el pintor o el escultor.
Ahora bien, cuando conviven juntos en intimidad de vida muchos hombres,
durante mucho tiempo, y entre ellos cuaja una como coincidencia esencial
en las preferencias absolutas, puede suceder que los ideales humanos de
todos y cada uno concuerden en ciertos rasgos generales; que un
determinado tipo o modo de «ser hombre» se repita en cada uno de los
ideales individuales; que en el fondo de cada estilo individual esté
latente y actuante un estilo colectivo. He aquí, entonces, la nación. Esos
hombres constituirán una unidad nacional, mientras en efecto posean y
conserven ese estilo colectivo común, por debajo de los estilos
individuales. Las vidas de esos hombres formarán un haz, tendrán la unidad
de un mismo modo de ser, de sentir, de preferir, de actuar y de querer, la
unidad colectiva de un mismo estilo, la unidad de una nacionalidad propia.
Esos hombres formarán una nación.
La nación, pues, es un estilo. De no ser esto, habría que sucumbir
nuevamente a las teorías naturalistas. Porque el error fundamental de
Renan y de José Ortega y Gasset es creer que escapan al naturalismo
definiendo la nación como el acto espiritual de «adherir» – a una realidad
histórica pasada o a un proyecto de historia futura – . Tan «natural»,
empero, es el acto de adhesión, como otro fenómeno psíquico cualquiera, o
como la constitución fisiológica o anatómica, o la raza, o el territorio,
o la lengua. En cambio, lo que radicalmente no es «natural», lo que
incluso se contrapone a todo naturalismo, es eso que hemos llamado estilo,
la huella que sobre nuestro hacer real deja siempre el propósito ideal, el
sesgo que a toda realidad imprime nuestro íntimo sistema de preferencias
absolutas.
* * * * *
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I NACIONALISMO Y TRADICIONALISMO
Por eso, la responsabilidad que a los gobernantes de una nación incumbe
es realmente tremebunda; y, en ciertos momentos históricos trágica. Ellos
son, en efecto, los encargados de administrar la vida común de la nación;
y para cumplir su cometido debidamente han de permanecer en todo instante
absolutamente fieles al estilo nacional, lo cual quiere decir, fieles
a la nacionalidad, a la patria. El buen gobernante prolonga el pasado en
el futuro y conduce la nación a novedades que tienen siempre el aire, el
estilo de la más rancia prosapia nacional. No ha de hacer lo que él
personalmente quiera, sino lo que esté dentro de la línea histórica,
dentro del modo de ser nacional. En el gobierno de una nación la voluntad
individual es siempre capricho; y el capricho es justamente el salto
incomprensible, la incoherencia, la infidelidad, la falta de estilo. De un
hombre cuyos actos sucesivos no tienen la cohesión de una homogeneidad en
la forma, en el modo, en el estilo, decimos justamente que carece de
personalidad, que es infiel a su propio ser, que no tiene ser o esencia
propios, es decir, que es poco hombre. Pues, del mismo modo, el
nacionalismo, el patriotismo, el gobierno patriótico de una nación,
consisten esencialmente en la fidelidad del pueblo y de los gobernantes al
propio estilo secular, que es la propia esencia eterna. Y cuando acontece
que un pueblo comete grave infidelidad a su estilo propio, entonces, este
acto equivale a su suicidio como nación. La historia nos ofrece algunos
ejemplos de ello. Por el contrario, los pueblos que en su vivir son
siempre fieles a sí mismos, a su estilo nacional, pueden aguantar
impávidos las más borrascosas vicisitudes de la historia y son capaces
incluso de absorber, digerir, asimilar, nacionalizar, en suma, a sus
propios conquistadores.
Pero si la perpetuación del estilo nacional es la condición primaria y
fundamental para la existencia y persistencia de una nación; si la falta
más grave que un gobernante puede cometer es la ruptura con la tradición
del estilo nacional, esto no quiere decir que nacionalismo y gobierno
nacionalista equivalgan a estancamiento, inmovilidad, y menos a un
retroceso. Desde nuestro punto de vista, la palabra tradición adquiere
ahora un sentido claro, transparente, inequívoco. Tradición es, en
realidad, la transmisión del «estilo» nacional de una generación a otra.
No es, pues, la perpetuación del pasado; no significa la repetición de los
mismos actos en quietud durmiente; no consiste en seguir haciendo o en
volver a hacer «las mismas cosas». La tradición, como transmisión del
estilo nacional, consiste en hacer todas las cosas nuevas que sean
necesarias, convenientes, útiles; pero en el viejo, en el secular estilo
de la nación, de la hispanidad eterna. El tradicionalismo no
significa, pues, ni estancamiento ni reacción; no representa hostilidad al
progreso, sino que consiste en que todo el progreso nacional haya de
llevar en cada uno de sus momentos y elementos el cuño y estilo que
definen la esencia de la nacionalidad.
* * * * *
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I CUÁL ES EL ESTILO HISPÁNICO
España es, pues, un estilo, como toda auténtica nación. Hay en la
nación española, sin duda, cierta afinidad de raza entre sus componentes
humanos; hay en la nación española un idioma común, un territorio común,
un pasado común, «glorias y remordimientos» comunes, un porvenir común; y,
sin duda, también cada día la unidad nacional se manifiesta en la íntima
adhesión que cada buen español tributa al pasado, al presente y al
porvenir de España. Pero todos esos contenidos de la nacionalidad no son
la nacionalidad misma. La nacionalidad se cifra y compendia en el
«estilo», en cierto «modo de ser» que por igual ostentan todos y cada uno
de los hechos, de las cosas, de los productos españoles. Ahora se nos
plantea, pues, la segunda parte de nuestro empeño. ¿:Cuál es ese estilo
hispánico? ¿:En qué consiste el estilo propio de la hispanidad? Problema
difícil y aún diríamos, en puridad, imposible de resolver. Porque los
conceptos de que nos valemos para definir algo, aplícanse bien a las
«cosas», a los «seres»; pero no pueden servir para aprehender un estilo;
el cual no es ni cosa ni ser, sino un «modo» de las cosas, un modo del
ser. Por eso, ni siquiera intentaremos «definir» el estilo español
y habremos de limitarnos al esfuerzo de «mostrarlo», de hacerlo intuitivo,
mediante un símbolo que lo manifieste. A mi parecer, la imagen intuitiva
que mejor simboliza la esencia de la hispanidad es la figura del caballero
cristiano. En la segunda conferencia procuraré desentrañar el contenido
simbólico de esta imagen.
* * * * *
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II EL CABALLERO CRISTIANO
Decíamos ayer que la nación no es ninguna cosa material de las que hay
en la naturaleza. No es una raza, ni una sangre. No es un territorio, ni
un idioma. Tampoco, como creen algunos pensadores modernos, puede
definirse como la adhesión a un determinado pasado o a un determinado
futuro. La nación, por el contrario, es algo que comprende por igual el
pasado, el presente y el futuro; está por encima del tiempo; está por
encima de las cosas materiales, naturales; por encima de los hechos y de
los actos que realizamos. La nación es el estilo común a una infinidad de
momentos en el tiempo, a una infinidad de cosas materiales, a una
infinidad de hechos y de actos, cuyo conjunto constituye la historia, la
cultura, la producción de todo un pueblo. La nación española es, pues, el
estilo de vida que ostentan todos los españoles y todo lo español, en los
actos, en los hechos, en las cosas, en el pensamiento, en las
producciones, en las creaciones, en las resoluciones históricas.
* * * * *
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II SIMBOLIZACIÓN DEL ESTILO ESPAÑOL
Ahora bien; ¿:en qué consiste ese estilo propio de España y de lo
hispánico? ¿:Qué es la hispanidad? Tal fué el problema que dejamos
planteado ayer para la conferencia de hoy: el de evocar – puesto que
definir no es posible – ante ustedes la esencia del estilo español. Y digo
que un estilo no puede definirse, porque el estilo no es un ser – ni real,
ni ideal – ; no es una cosa, no es un posible término ni de nuestra
conceptuación, ni de nuestra intuición. Hay cosas que no pueden definirse
– como por ejemplo, un color – , pero que son objeto de intuición directa. El
estilo no es tampoco de estas cosas; porque el estilo no es cosa, sino
«modalidad» de cosas; ni es ser, sino «modo» de ser. No es un objeto que
nosotros podamos circunscribir conceptualmente, ni señalar intuitivamente
en el conjunto o sistema de los objetos. El estilo no puede, pues, ni
definirse ni intuirse. Entonces, ¿:qué podemos hacer para conocerlo?
¿:Cómo podremos formarnos alguna noción, o idea, o evocación, o
sentimiento, de lo que es el estilo hispánico?
Lo mejor que podríamos hacer sería, sin duda, entrar en trato profundo
y continuado con ese estilo; sumergirnos durante largas semanas y meses en
el estudio de la historia de España; estar con los españoles, que fueron,
en un largo comercio de íntima familiaridad; recorrer la península
ibérica; contemplar sus paisajes; visitar sus ciudades, sus pueblos, sus
aldeas; conversar con sus habitantes; admirar los cuadros que los
españoles han pintado, las estatuas que han labrado y los edificios que
han construído; leer las obras de su literatura y de su ciencia; oír sus
cantos y sus músicas; mirar sus bailes; en suma, convivir real e
intuitivamente con todas las manifestaciones de su vida pasada y presente.
Y, al cabo de esa larga y variada convivencia con todo lo hispánico, con
todas esas cosas en que está impreso el estilo, el modo de ser hispánico,
tendríamos en nuestro espíritu una noción clara, precisa, intuitiva,
aunque inefable e indefinible, del estilo español.
Pero este camino sería extraordinariamente largo y sólo practicable
para contadísimas personas. Hay, pues, que buscar un sustituto.
¿:Cuál? El único que en este caso se ofrece a las posibilidades humanas: la
simbolización. Busquemos un símbolo, esto es, una figura que descifre y
evoque todo ese montón de formas, esas modalidades en las cuales el estilo
de la nacionalidad española se documenta. Cuando algo no puede ni
definirse ni señalarse con el dedo; cuando algo no tiene posible concepto
ni posible intuición, entonces la única manera de descifrarlo y evocarlo
consiste en descubrirle algún símbolo adecuado. Símbolo es una figura real
– objeto o persona – que, además de lo que ella es en sí y por sí misma,
desempeña la función de descifrar y evocar algo distinto de ella. La
bandera es un símbolo. La balanza de la justicia es un símbolo. De igual
manera, ¿:no podríamos descubrir alguna figura de cosa o de persona que nos
empujase irremediablemente hacia ciertos pensamientos, ciertos
sentimientos, ciertas emociones e intuiciones similares o idénticas a esa
«modalidad» del ser hispánico? Intentémoslo y preguntemos, ante todo: ¿:en
qué figura podría simbolizarse lo español, el estilo de la hispanidad?
No podrá, desde luego, simbolizarse en una cosa. Para simbolizar un
modo de ser viviente, una cosa inánime no sirve. La figura simbólica
tendrá, pues, que ser figura de persona viva, un ser humano, un hombre.
Puesto que lo que se trata de simbolizar aquí es un estilo de vida, el
camino para hallar el símbolo no podrá ser otro que el de buscar en el
arsenal de nuestra historia y de nuestra cultura españolas alguna figura
humana que sea típica y que, sin ser real – pues sería entonces harto
limitada – , designe en su diseño psicológico, con amplitud suficiente, la
modalidad particular del alma española. ¿:Dónde encontraremos semejante
figura, que no siendo real se aplique, sin embargo, a la realidad
hispánica y que no caiga en el peligro de la fría abstracción y del mero
esquema? Lo primero en que se nos ocurre pensar es el arte. En las
producciones del arte tenemos, efectivamente, un buen repertorio de
figuras irreales y, sin embargo, concretas, y bien llenas de
espiritualidad y de estilo hispánicos. Una solución muy atractiva sería,
por ejemplo, la de simbolizar el estilo español en las figuras de Don
Quijote y Sancho. Encontraríamos, sin duda, en ellas, un gran número de
alusiones y evocaciones de la eterna hispanidad. También podría elegirse
la figura artística del Cid. Acaso, igualmente, alguna traza sacada
de un cuadro español famoso. Así no sería mal símbolo del estilo español
la figura central del cuadro de Velázquez denominado las Lanzas. En esta
escena vemos a Espínola recibiendo con gesto de suprema elegancia y
benevolencia las llaves que entrega el burgomaestre de la ciudad de Breda.
El contraste entre los dos personajes es notabilísimo. Velázquez ha
sabido, con intuición genial, cifrar en esas dos figuras los estilos de
dos pueblos completamente dispares. También el retrato del Greco, conocido
bajo el nombre de «el caballero de la mano al pecho», nos proporcionaría
quizás un elocuente símbolo de la humanidad española.
* * * * *
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II EL CABALLERO CRISTIANO
Pero todas estas figuras, tomadas del tesoro artístico de España,
tienen un grave inconveniente: su excesiva determinación, su adscripción
marcada a un momento, a un lugar o a una esfera de la realidad vital. Y
esta determinación excesiva les impide desempeñar con plenitud de valor la
función de símbolos de la hispanidad integral. Podrán, sin duda,
plasmar con acusado relieve, en trazos inolvidables, una o dos o tres
cualidades de la índole hispánica; pero no es fácil que tengan la
universalidad que para nuestro intento se requiere. Nuestro intento,
efectivamente, no es sólo de evocación concreta, sino también de sugestión
amplia; es, a un tiempo mismo, sentimental, intuitivo e intelectual,
discursivo. Los símbolos procedentes de esferas demasiadamente acusadas y
de concreciones demasiadamente limitadas, correrían el riesgo de reducir
con exceso el área de su vigencia y aplicación. Más que una figura, lo que
necesitamos, pues, para simbolizar la hispanidad, es un tipo, un tipo
ideal; es decir, el diseño de un hombre que, siendo en sí mismo individual
y concreto, no lo sea, sin embargo, en su relación con nosotros; un hombre
que, viviendo en nuestra mente con todos los caracteres de la realidad
viva, no sea, sin embargo, ni éste, ni aquél, ni de este tiempo, ni de
este lugar, ni de tal hechura, ni de cual condición social o profesional;
un hombre, en suma, que represente, como en la condensación de un foco,
las más íntimas aspiraciones del alma española, el sistema típicamente
español de las preferencias absolutas, el diseño ideal e individual de lo
que en el fondo de su alma todo español quisiera ser. Los antiguos
griegos, para representar plástica e intuitivamente el estilo de su
nación, forjaron el término bien expresivo de kalós kai agathos; el
hombre bello y bueno. La síntesis de esas dos virtudes, material y
corpórea la una, moral y cordial la otra, simbolizan perfectamente el
ideal humano, que, más o menos claro, se cernía ante la mirada de todos
los griegos clásicos. Del mismo modo, el ideal humano, que los romanos
clásicos aspiraban a realizar, puede también condensarse o simbolizarse en
los dos términos famosos del otium cum dignitate, que dibujan
inequívocamente la gravedad honorable del patricio, alejado de todo
negocio (nego otium) y exclusivamente dedicado a la administración
de sus bienes, de la república y de la honra personal y familiar. Y para
no citar sino un solo ejemplo de naciones modernas, recordad la
significación de infinitas resonancias que tiene para los ingleses la
palabra gentleman, donde se concreta y a la vez se condensa toda
una ética, una estética, una sociología y, en suma, la manera misma de ser
típica del pueblo inglés.
Pues bien, yo pienso que todo el espíritu y todo el estilo de la nación
española pueden también condensarse y a la vez concretarse en un tipo
humano ideal, aspiración secreta y profunda de las almas españolas, el
caballero cristiano. El caballero cristiano – como el gentleman
inglés, como el ocio y dignidad del varón romano, como la belleza y bondad
del griego – expresa en la breve síntesis de sus dos denominaciones el
conjunto o el extracto último de los ideales hispánicos. Caballerosidad y
cristiandad en fusión perfecta e identificación radical, pero concretadas
en una personalidad absolutamente individual y señera, tal es, según yo lo
siento, el fondo mismo de la psicología hispánica. El español ha sido, es
y será siempre el caballero cristiano. Serlo constituye la íntima
aspiración más profunda y activa de su auténtico y verdadero ser – que no
es tanto el ser que real y materialmente somos, como el ser que en el
fondo de nuestro corazón quisiéramos ser.
Vamos, pues, a intentar un análisis psicológico del caballero
cristiano, de ese ser irreal, que nadie ha sido, es, ni será, pero que
– sépanlo o no – todos los españoles quisieran ser. Vamos a intentar
describir a grandes rasgos la figura del caballero cristiano, como
representación, símbolo o imagen del estilo español, de la
hispanidad. ¿:Qué siente, qué piensa, qué quiere el caballero cristiano?
¿:Cómo concibe la vida y la muerte? ¿:Cómo cree en Dios y en la
inmortalidad? ¿:Cuál es el matiz de su religiosidad? ¿:Cuál es, en suma, su
sistema de preferencias absolutas? Esta descripción interior del caballero
cristiano es la única manera posible de determinar – en cierto modo – la
esencia de la hispanidad, el estilo de la nación española.
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II PALADÍN
Los siglos de Reconquista han impregnado de religiosidad hasta el
tuétano el alma del caballero cristiano; infundiéndole, además, la
convicción de que la vida es, en efecto, lucha; la lucha por imponer a la
realidad circundante una forma buena, una manera de ser excelente, que por
sí misma la realidad no tendría. El caballero cristiano es, pues,
esencialmente un paladín defensor de una causa, deshacedor de entuertos e
injusticias, que va por el mundo sometiendo toda realidad – cosas y
personas – al imperativo de unos valores supremos, absolutos,
incondicionales. Y lo que lo caracteriza y designa como paladín no es
solamente su condición de esforzado propugnador del bien, sino, sobre
todo, el método directo con que lo procure. El caballero cristiano
no tiene aguante, no aguarda, no espera; no busca, para transformar la
realidad mala en realidad buena, algunos rodeos más o menos largos que de
un modo, por decirlo así, mecánico, metódico y natural, vayan produciendo
la deseada modificación de la realidad. El caballero cristiano cree
ciegamente en la virtud y eficacia inmediata de su propia voluntad y
esforzada resolución para transformar las cosas. Otras mentalidades más
lentas, menos ejecutivas y más propensas a acatar el sistema de las leyes
naturales, pensarán que toda modificación de la realidad por el hombre
requiere tiempo, exige primero una sumisión aparente a la legalidad física
y material, hasta descubrir, poco a poco, las coyunturas por donde se
pueda obligar a la naturaleza a asumir la forma y función determinada por
el pensamiento humano de lo mejor. Esta manera de actuar sobre las cosas
reales postula, empero, la necesidad de esperar; requiere tiempo y trae
como consecuencia la idea de una evolución lenta en el proceso de
modificación de las cosas por el hombre. Mas el método evolutivo y
paciente de influir sobre la realidad repugna al caballero cristiano, que
quiere ahora mismo y sin más tardar, por sólo el imperio de su voluntad y
poder, que el mal desaparezca y el bien sea, y que todo se someta a la
fórmula contundente de sus palabras. Hay en la mentalidad del paladín al
mismo tiempo optimismo e impaciencia; optimismo como fe absoluta en el
poder moral de la voluntad; impaciencia como demanda de transformación
inmediata y total, no gradual y progresiva. Para el caballero cristiano,
en suma, el ideal moral no es la norma a que se somete un proceso de
transformación lento y progresivo, sino el imperativo de realización
inmediata, completa y perfecta.
Esta manera de sentir y de pensar implica, a su vez, un cierto
desprecio de la realidad intrínseca; no sólo en el sentido de considerarla
mala o indiferente, sino también en el sentido de tenerla por fácilmente
vencible, transformable, dominable. La materia, el cuerpo, los cuerpos
están o deben estar a las órdenes del espíritu; si se niegan a obedecer a
éste, es preciso obligarles, por la violencia, si fuera necesario, o
por la penitencia o por el castigo sobre sí mismo y sobre los demás. El
caballero cristiano no duda de poder transformar la realidad, de acuerdo
con los imperativos de las preferencias absolutas; justamente porque
desprecia esa realidad y la considera incapaz de verdadera y
autónoma existencia. La vida, pues, toda la vida habrá de consistir
esencialmente en una constante enmienda de las cosas, de acuerdo con los
dictados de lo mejor, de lo más perfecto.
Ahora bien, ¿:qué es lo mejor, lo más perfecto? ¿:Quién dice al caballero
cristiano lo que tiene que preferir, lo que debe hacer, la ley a que debe
someter a los demás y a sí mismo? Ahora llegamos a otro punto capital de
nuestro análisis. Esos valores, esas preferencias absolutas, esa ley a que
el caballero cristiano somete a los demás y se somete a sí mismo, no
proceden de ningún código escrito, ni de costumbres, ni de convenciones
humanas; proceden exclusivamente de la propia conciencia del caballero. El
caballero no los encuentra hechos y vigentes, sino que los hace e impone
él por sí mismo. No están «ahí», como las leyes públicas; sino que
florecen en el corazón del caballero, el cual no conoce otra
legalidad que la ley de Dios y su propia convicción. El caballero
cristiano es el paladín de una causa, que se cifra en Dios y su
conciencia. No acata leyes que no sean «sus» leyes; no se rige por otro
faro que la luz encendida en su propio pecho.
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II GRANDEZA CONTRA MEZQUINDAD
De esa condición primaria del caballero, paladín de su propio ideal,
derívanse un cierto número de preferencias más concretas, que vamos a
enumerar rápidamente. En primer lugar la preferencia de la grandeza sobre
la mezquindad. Pero ¿:qué es la grandeza y qué la mezquindad? Grandeza es
el sentimiento de la personal valía; es el acto por el cual damos un valor
superior a lo que somos sobre lo que tenemos. Mezquindad es justo lo
contrario, esto es, el acto por el cual preferimos lo que tenemos a lo que
somos. El caballero cristiano cultiva la grandeza, porque desprecia las
cosas, incluso las suyas, las que él posee. Pone siempre su ser por encima
de su haber. Se confiere a sí mismo un valor infinito y eterno. En cambio
no concede valor ninguno a las cosas que tiene. Vale uno por lo que
es y no por lo que posee. Don Quijote lo afirma: «dondequiera que yo esté,
allí está la cabecera».
Antes, pues, consentirá el caballero cristiano sufrir toda clase de
penurias y de pobrezas y verse privado de toda cosa, que rebajar su ser
con el gesto vil, innoble, de la mezquindad, que es adulación a las cosas
materiales. El adulador atribuye falsamente al adulado valores y
modalidades que éste no tiene; de igual modo el mezquino supone falsamente
en las cosas materiales valores que éstas no poseen. El caballero
cristiano no adula ni a las personas ni a las cosas. Su grandeza le
protege de cualquier mezquindad. Prefiere padecer toda escasez y sufrir
trabajos que doblegar la conciencia que de sí mismo tiene.
Esta preferencia por lo grande sobre lo mezquino, documentaríase
fácilmente en mil hechos de la historia española, en innumerables
productos del arte y de la vida españoles. El Escorial, por ejemplo, es la
ilustración en piedra de esa preferencia; es pura grandeza pobre. La
sobriedad de las formas personales y estéticas – a veces rayana en
austeridad y aun en tosquedad – impresiona a todo el que se acerca a
la vida española; y no es sino un derivado inmediato de esa preferencia
esencial de lo grande a lo mezquino. La generosidad, a veces loca, del
español; el desprecio impresionante con que trata las cosas materiales; la
sencillez sublime con que se despoja de todo; la disposición tranquila al
sacrificio de todo bien material; he aquí algunas de las consecuencias
prácticas de esa condición hispánica que hemos llamado grandeza. El alma
española no puede nunca conceder a lo material más valor que el de un
simple medio para realzar y engarzar el valor supremo de la persona.
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II ARROJO CONTRA TIMIDEZ
Otra consecuencia del «ser» caballeresco es la preferencia del arrojo a
la timidez o de la valentía al apocamiento. El caballero cristiano es
esencialmente valeroso, intrépido. No siente miedo más que ante Dios y
ante sí mismo. Pero ¿:qué sentido tiene esta valentía? O dicho de otro
modo: ¿:por qué no conoce el miedo el caballero cristiano?
Lo característico, a mi juicio, de la intrepidez hispánica es, en
términos generales, su carácter espiritualista o ideológico, o
también podríamos decir religioso. En efecto, se puede ser valiente – o por
lo menos dar la impresión de la valentía – de dos maneras: por una especie
de embotamiento del cuerpo y de la conciencia al dolor físico, o por un
predominio decisivo de ciertas convicciones ideales. En el primer caso
situaríamos la valentía de los primitivos, de los hombres toscos, rudos,
endurecidos, encallecidos física y psíquicamente; es una valentía hecha en
su mayor parte de inconsciencia y de anestesia fisiológica; es una
propiedad – ¿:cualidad o defecto? – de la raza, de la fisiología, de la
constitución somática. En el segundo caso situaríamos la valentía de los
que van a la lucha y a la muerte sostenidos por una idea, una convicción,
la adhesión a una causa. Estos saben bien lo que sacrifican; pero saben
también por qué lo sacrifican. Tipo supremo: los mártires. Sin duda alguna
este segundo modo de la valentía es la que merece más propiamente el
nombre de humana. La primera es animal; está en relación con el sexo, con
la fisiología, con la anatomía, con la especie o la variedad biológica. La
segunda, la humana, es superior a esas limitaciones o condicionalidades
«naturales»; es superior al sexo, a la edad, a la efectividad
fisiológica y anatómica. Depende exclusivamente del poder que la idea – la
convicción – ejerza sobre la voluntad – la resolución.
Ahora bien, una de las características esenciales del caballero
cristiano – y por consiguiente del alma hispánica – es la tenacidad y
eficacia de las convicciones. Precisamente porque el caballero no toma sus
normas fuera, sino dentro de sí mismo, en su propia conciencia individual,
son esas normas acicates eficacísimos y tenaces, es decir capaces de
levantar el corazón por encima de todo obstáculo. La valentía del
caballero cristiano deriva de la profundidad de sus convicciones y de la
superioridad inquebrantable en su propia esencia y valía. De nadie espera
y de nadie teme nada el caballero, que cifra toda su vida en Dios y en sí
mismo, es decir en su propio esfuerzo personal. Escaso y escueto, o
abundante y rico en matices, el ideario del caballero tiene la suprema
virtud de ser suyo, de ser auténtico, de estar íntimamente incorporado a
la personalidad propia. Por eso es eficaz, ejecutivo y sustentador de la
intrépida acción. El caballero no conoce la indecisión, la vacilación
típica del hombre moderno, cuya ideología, hecha de lecturas
atropelladas, de pseudocultura verbal, no tiene ni arraigo ni orientación
fija. El hombre moderno anda por la vida como náufrago; va buscando
asidero de leño en leño, de teoría en teoría. Pero como en ninguna de esas
teorías cree de veras, resulta siempre víctima de la última ilusión y
traidor a la penúltima. El caballero, en cambio, cree en lo que piensa y
piensa lo que cree. Su vida avanza con rumbo fijo, neto y claro, sostenida
por una tranquila certidumbre y seguridad, por un ánimo impávido y sereno,
que ni el evidente e inminente fracaso es capaz de quebrantar.
Esa seguridad en sí mismo del caballero cristiano es por una parte
sumisión al destino y por otra parte desprecio de la muerte. Ahora bien,
la sumisión del caballero a su destino no debe entenderse como fatalismo.
Ni su desprecio de la muerte como abatimiento. Ya iremos viendo más
adelante el sentido completo de estas cualidades. Baste, por ahora,
observar que esa sumisión al destino no se basa en una idea fatalista o
determinista del universo, sino que, por el contrario, se funda en la idea
opuesta, en la idea de que el destino personal es obra personal, es decir,
congruente con el ser o esencia de la persona, que «hace» su propio
destino. Cada caballero se forja su propia vida; pero no una vida
cualquiera, sino la que está en lo profundo de su voluntad, es
decir, de su índole personal. Y de su congruencia entre lo que cada cual
es y lo que cada cual hace, o entre la índole personal y los hechos de la
vida, responde en el fondo la Providencia, Dios eterno, juez universal e
infinitamente justo. La fe tranquila, sin nubes, del caballero cristiano
es el fundamento de su tranquila y serena sumisión a la voluntad de Dios.
El desprecio a la muerte tampoco precede ni de fatalismo ni de
abatimiento o embotamiento fisiológico, sino de firme convicción
religiosa; según la cual el caballero cristiano considera la breve vida
del mundo como efímero y deleznable tránsito a la vida eterna. ¿:Cómo va a
conceder valor a la vida terrenal quien, por el contrario, percibe en ella
un lugar de esfuerzo, un seno de penitencia, un valle de lágrimas, hecho
sólo para prueba de la santificación creciente? Así la fe religiosa del
caballero cristiano, compenetrada estrechamente con su personal fe y
confianza en sí mismo, es la que sirve de base a la virtud de la valentía
o del arrojo.
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II ALTIVEZ CONTRA SERVILISMO
La combinación de la confianza en sí mismo con la grandeza y el arrojo
dan de sí, inevitablemente, la altivez y casi diríamos el orgullo. En esta
cualidad el caballero cristiano peca un tanto por exceso – aunque hay casos
en que, como dice Aristóteles, es preferible pecar por exceso que por
defecto – . El caballero cristiano, huyendo del servilismo, incide gustoso
en la altivez. Como no estima ninguna cosa nunca tanto como su propia
persona, guardaráse muy mucho siempre de mostrar aprecio a cosas ajenas,
de aparecer rendido, obsequioso, y de manifestar que encuentra fuera de sí
mismo valores que apeteciera poseer. El caballero, si es rico, se ufana de
menospreciar su riqueza; y si es pobre, se ufana de serlo y subraya su
pobreza con su altivez. En todo caso el caballero se precia de ser más que
de poseer, y opone el desdén a todo oropel adventicio y material.
Esta altivez, en unión con el arrojo, de donde procede, manifiéstase
también como afirmación inquebrantable del propósito. El caballero no
gusta de componendas, apaños ni medias tintas. Aparece en la vida – y es en
verdad – intransigente y a veces terco. Pero es la intransigencia y la
terquedad del que se siente llamado a cumplir una misión. Es la
intransigencia que abre vía a las iniciativas particulares, individuales.
Es la intransigencia fecunda que permite a todo propósito sincero
desenvolver su propia esencia hasta el término final y completo.
Mas como el caballero funda su acción y su conducta en la alta idea que
de sí mismo tiene, resulta que nunca aspira a ser otro que el que es; y si
se complace y alegra en el trato de los demás hombres, es sólo en cuanto
que son en efecto hombres y caballeros, pero no porque ocupen puestos
elevados o sean de categoría o alcurnia superior. Nada más lejos del alma
española que el moderno vicio del snobismo. El español no puede ser
snob. Tiene de sí harto elevada opinión y tan profunda conciencia
de su ser personal, que prefiere ser quien es – por humilde que sea su
condición y posición – a incidir en ridículas y serviles actitudes,
saliéndose de su media y categoría humana. El español ha sabido realizar
con maravillosa naturalidad y sencillez la síntesis más difícil que pueda
imaginarse: servir con dignidad, estar en su sitio sin humillación ni
vergüenza y desempeñar con desenvoltura y gravedad al mismo tiempo los más
humildes menesteres.
Dos matices de conducta completarán el cuadro de la altivez del
caballero: el silencio y la grandilocuencia. El caballero castellano es
hombre silencioso y aun taciturno, grave en su apostura y de pocas
palabras en el comercio común. Pero cuando se ofrece ocasión solemne o
momento de emoción punzante, el caballero sabe alzar la voz y encumbrarse
a formas superiores de la elocuencia y de la retórica. Gustará, entonces,
de hablar en términos escogidos y aun, si se quiere, rebuscados; en los
términos que él juzga congruentes con el valor de su persona, pensamiento
y voluntad.
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II Más pálpito que cálculo
Este tipo de hombre, que se precia de llevar dentro de sí el guía
certero de su vida por el mundo, ha de tomar sus resoluciones más por
obediencia a los dictados misteriosos de esa voz interna, que por estudio
prudente de las probabilidades. Vosotros tenéis aquí, en América, una
palabra lindísima para expresar lo que quiero decir, la palabra
pálpito. El caballero es hombre de pálpitos más que de cálculos.
¿:Imagináis a los conquistadores calculando y computando sabiamente las
posibilidades de conquistar Méjico o el Perú? Si tal hubiesen hecho no
habrían acometido jamás la empresa, porque el número de probabilidades de
fracasar era tan grande y el de triunfar tan ridículamente pequeño, que un
cálculo somero bastara para hacerles abandonar el propósito. Pero el
caballero cristiano no echa semejantes cuentas; no se pregunta si es
fácil, si es difícil y ni aun siquiera si es posible la empresa que tiene
ante los ojos. Bástale con que su corazón le mande ejecutarla, para que la
acometa, sin detener ni contener su ánimo en el estudio exacto de las
probabilidades. Sin duda el caballero fracasa y fenece muchas veces. Pero
muchas veces también triunfa por ventura y casi por milagro; y si no fuese
por ese arrojo increíble y esa obediencia ciega a los dictados del
corazón, la historia no registraría entre sus páginas muchas de las más
estupendas hazañas que el género humano ha llevado a cabo.
Esa preferencia del pálpito al cálculo significa en el caballero
simplemente la fe inquebrantable en sí mismo y en su destino personal. El
caballero cristiano acaricia como supremo ideal de vida el de ser él mismo
autor, actor y total responsable de su propia existencia. En dos grupos
podrían generalmente dividirse los hombres en lo que al régimen y
dirección de la vida se refiere: los que hacen ellos mismos su propia vida
y los que la reciben pasivamente ya hecha. Los primeros buscan sus
directivas en el fondo de sus propios corazones; actúan de dentro a fuera;
influyen sobre el medio y el contorno; imponen a las cosas la huella de su
voluntad soberana. Los segundos acatan normas ajenas, a que el medio
social u otros individuos les constriñen; viven al dictado; son materia
plástica y sumisa. Al primer grupo, sin vacilación alguna, pertenece el
caballero cristiano, cuya existencia es una alternativa entre la acción
denodada y la abstención orgullosa. El caballero es lo que quiere ser o no
es nada. No, empero, consiente transacciones en que su autónoma actividad
menoscabe y melle la eficacia de su poder plástico. Hay en el fondo del
alma del caballero un residuo indestructible de estoicismo – Seneca era
español – que, hermanado íntimamente con el cristianismo, ha enseñado
a los hombres de España a sufrir y a aguantar por una parte, a acometer y
a dominar por otra. En la historia de nuestra nación hispana adviértese,
en efecto, una como oscilación pendular entre el heroísmo y el
abstencionismo, entre la hazaña y la inmovilidad, que encuentra bella
expresión de sus contrastes en múltiples aspectos de nuestra pintura y de
nuestra literatura. Sólo una cosa se mantiene firma: la resolución de no
ser vulgar, de ser auténtico, de no sucumbir a la mediocridad de lo común,
informe y mostrenco.
Por eso, también – y perdonad esta digresión hacia lo adjetivo – el
caballero cristiano es elegante en su porte e indumentaria. La elegancia
de los españoles es proverbial desde hace siglos. Ya Baltasar Castiglione
la pondera. Nuestro arte la documenta. Y la raíz de esta cualidad vital se
encuentra justamente en la acentuación enérgica que el español reclama de
su propia autonomía. Al español le preocupa sin duda – y mucho – el que
dirán. Pero no lo teme. En la aprobación ajena, que espera y desea,
encuentra la confirmación de la valiosa idea que tiene de sí mismo. Pero
si lo que hace o dice obtuviere la reprobación ajena, no por eso
cambiaría ni su conducta ni la opinión que de sí mismo ha formado. Así las
actitudes del caballero, su porte, su indumentaria llevan siempre el sello
de la más perfecta desenvoltura y son la expresión más sencilla, directa y
espontánea de la seguridad con que su alma siente y piensa. La elegancia
del caballero español no consiste ni en el minucioso cuidado del atuendo
ni en el aspecto artístico de la indumentaria; estriba toda ella en la
perfecta naturalidad, en la adecuación perfecta de lo exterior con lo
interior. Dijérase que el vestido cae sobre el español como si
perteneciera a su propia esencia, como si fuere la prolongación natural de
su alma. En este caso – al parecer nimio – se realiza plenamente el hondo
ideal del caballero: que la envoltura exterior sea fiel imagen y producto
de la esencia interna.
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II PERSONALIDAD
Todas estas cualidades del caballero van, en resumidas cuentas, a parar
a una característica fundamental: la afirmación enérgica de la
personalidad individual. El caballero español se siente vivir con
fuerza; se sabe a sí mismo existiendo como un poder de acción y de
creación. El caballero español es regularmente una personalidad fuerte. No
cede, no se doblega, no se somete. Afirma su yo con orgullo, con altivez,
con tesón; a veces con testarudez. Pero siempre con nobleza; es decir,
sobre la base de una honda convicción y de una honrada estimación de la
propia valía. Es un carácter enérgico, violento y tenaz; pero noble y
generoso. Y así como cultiva en sí mismo las virtudes de la resistencia y
de la dureza, así también las admira en los demás. Acaso sea la única cosa
ajena que él admira.
Una ilustración del temple acerado con que está hecha el alma del
caballero español encuéntrase en los innumerables ejemplos de predominio
vital de los españoles y de lo español. En un conjunto de individuos
pertenecientes a varias nacionalidades, si uno de ellos es español, raro
será que no imponga insensiblemente a los demás sus normas de vida y de
conducta; y más raro aún que se deje imponer esas mismas normas por los
demás. A lo sumo se segregará del grupo y emprenderá su camino solitario,
si la divergencia entre él y los restantes componentes del conjunto
se hace muy tirante. Así, por ejemplo, el idioma español cuando entra en
contacto con otros idiomas suele desenvolver un extraño poder de
prevalencia – o desaparece en seguida y por completo – . Y se da el caso
curioso de que los habitantes franceses de la frontera hispanofrancesa
entiendan y hablen el español, mientras que los españoles no entienden ni
hablan el francés. Hay en lo hispánico – en los hombres, en las costumbres,
en todo lo que contenga átomos de espiritualidad – una especie de poderío
afirmativo, una capacidad de prevalecimiento, un poder de imperar y
sobreponerse, que se refleja en los más menudos rasgos de la vida
individual y colectiva.
Se refleja, desde luego, en la preferencia resuelta que los españoles
dan a las relaciones reales sobre las relaciones formales. Llamo reales a
aquellas relaciones entre los hombres, que se fundan en lo que cada
persona es realmente, en lo que uno siente y piensa y en cómo siente y
piensa, en lo que uno es y en lo que uno vale. Llamo, en cambio, formales
a aquellas relaciones que se basan en la abstracción pura, en el mero «ser
ciudadano», o «ser hombre» o «ser prójimo»; es decir, en una simple forma,
despojada de toda realidad personal, individual, concreta y reducida
a mero concepto del derecho o de la moral. El caballero español no siente
y casi no comprende la relación abstracta: por ejemplo, la de ciudadanía
pura o la de pura humanidad. Necesita cuanto antes «conocer» al otro,
hacerse amigo – o enemigo – del otro; establecer con el otro una relación
que se funde en la singular persona del otro y no en su simple carácter de
«hombre», o de «ciudadano». Por eso entre españoles el trato puede más que
el contrato, y las obligaciones de amistad pesan mucho más que las
obligaciones jurídicas.
La virtud de la obediencia – por ejemplo – no será fácilmente practicada
por el español cuando el jefe, a quien deba obedecer, no tenga en su
persona cualidades reales, individuales, que lo impongan naturalmente como
jefe. El español se somete con gusto y entusiasmo a otro yo real, en quien
percibe fuerza, energía, poder de mando, dureza y superioridad de
carácter. Pero no se inclina ante la autoridad puramente metafísica de un
concepto; no se somete a la mera idea jurídica de la soberanía, basada,
por ejemplo, en voto o sufragio o procedimiento cualquiera de tipo
formalista. Entre españoles manda el que «puede»; no el «elegido» por
votación. La ley tiene que ir acompañada de otras fuerzas reales, para que
su predominio sea efectivo: prestigio personal, tradición secular,
superioridad psicológica, jerarquía religiosa. Pero la simple abstracción
legal no tiene acceso en el ánimo de los hispanos, siempre propensos a
cotejar toda cosa o idea con la íntima realidad de su propia persona
individual.
Esta condición radicalmente individualista – y diríamos realista, si
este término no fuera expuesto a confusiones – del caballero cristiano,
podría fácilmente dar lugar a una falsa apreciación del carácter español.
Adelantémonos, pues, a declarar que el caballero español no conoce el
«resentimiento». Es raro, muy raro, que un español sea «resentido».
Justamente porque el español tiene una conciencia muy elevada de sí mismo
y de su valía – conciencia a veces excesiva y exagerada – no incide con
facilidad en la envidia y muda codicia rencorosa de lo ajeno. El
resentimiento – como el snobismo – no es vicio español. El resentimiento es
defecto natural de almas reptantes o trepadoras. Pero el caballero
cristiano podrá caer en cualquiera otra aberración antes que en la bajeza
o vileza del espíritu reptil. Lo que sucede es que entre el
resentimiento o envidia reprimida y el profundo sentimiento de la propia
estimación y superioridad, las diferencias externas, visibles y palpables,
son sutiles y no siempre claras. El hombre que tiene de sí mismo una alta
idea, un profundo sentimiento, propende naturalmente a no percibir los
valores ajenos y aun a menospreciarlos. Ahora bien, precisamente esa
actitud de menosprecio a lo ajeno es la que el resentido o envidioso
adopta también. La conducta es, pues, la misma en los dos casos. Por eso
se explica fácilmente la confusión. Pero la diferencia interna es
profundísima. El resentido finge ese menosprecio, porque
siente su propia inferioridad. El hombre de honda conciencia
personal siente de veras ese menosprecio, porque no reconoce nada ni nadie
superior a sí mismo. El español, que lleva consigo por el mundo el
repertorio personal de sus gustos, de sus preferencias, de sus
admiraciones, niégase terminantemente a reconocer valor a todo lo que no
coincida con su propia norma. Pero esto, lejos de ser resentimiento, es,
por el contrario, la ingenua y a veces pueril manera de manifestar la
obstinada afirmación de su índole personal.
Este hermetismo ante la vida puede tener en ocasiones su lado
deplorable y aun doloroso. Así, por ejemplo, entre los españoles, el
reconocimiento de la superioridad artística, literaria o científica del
poeta, del pintor, del pensador, tarda mucho tiempo – a veces mucho más que
la vida de un hombre – en expandirse y consolidarse; precisamente porque es
difícil forzar la admiración de un hombre que, como el caballero español,
está dispuesto de antemano a no admirar. Casos ilustres conoce nuestra
historia. Citemos uno solo: Cervantes. Pero este aspecto se compensa por
otros favorables del mismo sentimiento. Ese recato, ese retraimiento, ese
intimismo del caballero español, imprime, en cambio, a la producciones del
arte y de la vida hispanos un peculiar carácter de espontánea sencillez,
opuesta a toda convención falsa y vacía. El español – tanto en su arte como
en los momentos de su vida – huye siempre de lo resobado, de lo
convencional, de lo falso. Podrá ser, a veces, ampuloso y exagerado; pero
nunca inauténtico, nunca preparado, aderezado y – para decirlo de una vez –
cursi. La poderosa impresionante sinceridad del arte español
constituye el anverso del hermetismo y recogimiento del ánimo en la
psicología del caballero.
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II CULTO AL HONOR
Esa estimación superior que el caballero cristiano concede a su
personalidad individual encuentra su expresión y manifestación extrema en
el culto del honor. El caballero cristiano cultiva con amoroso cuidado su
honra. ¡Como que la honra es propiamente el reconocimiento en forma
exterior y visible de la valía individual interior e invisible! El honrado
es el que recibe honores, esto es, signos exteriores que reconocen y
manifiestan el valor interno de su persona. El mecanismo psicológico del
sentimiento del honor consiste – brevemente expresado – en lo siguiente:
Entre lo que cada uno de los hombres es realmente y lo que en el fondo de
su alma quisiera ser, hay un abismo. Ennoblécese, empero, nuestra vida
real por el continuo esfuerzo de acercar lo que en efecto somos a ese ser
ideal que quisiéramos ser. En la tierra la limitación humana no permite al
hombre realizar la perfección, esto es, la identificación entre el ser
real que efectivamente somos y el ser ideal que quisiéramos llegar a
ser; por eso justamente la vida humana consiste en una imitación o
recuerdo imperfecto de la vida ideal divina – Imitación de Cristo – . Honra
es, pues, toda aquella manifestación externa que alienta al hombre en su
afán y propósito de perfección, ocultando en lo posible el abismo entre la
maldad real y la bondad ideal, haciendo como si ese abismo no
existiera, como si cada hombre – mientras no se patentice lo
contrario – fuese ya el ser perfecto del ideal, el caballero cumplido. La
honra, el honor es, pues, ese reconocimiento externo del valor interior de
la persona. En cambio, el menosprecio es todo acto o manifestación externa
que hace patente bien a las claras el abismo entre el ser real y el ser
ideal perfecto, y que tiene por consecuencia un «menor aprecio» de la
persona individual. Puede, pues, una persona deshonrarse o ser deshonrada.
Se deshonra cuando es ella misma, por su conducta o sus palabras, la que
pone de manifiesto su menor valía, la gran distancia entre el ideal de
bondad y la realidad de maldad. Es deshonrada cuando otros, por su
conducta o sus palabras, son los que ponen de manifiesto esa menor valía o
menor aprecio, el abismo entre la realidad íntima de su persona y el
ideal a cuyo servicio está o debe estar.
Siendo esto así, fácil es comprender que la psicología propia del
caballero cristiano, su profunda confianza y fe en sí mismo, han de
llevarle a consagrar al honor, a la honra, un culto singularmente intenso
y profundo. En el caballero el sentimiento del honor se manifiesta de dos
maneras complementarias: primero como exigencia de los honores que le son
debidos, de los respetos máximos a su persona y función; y segundo, como
extraordinario cuidado de mantener ocultas a todo el mundo las flaquezas,
las máculas que pueda haber en su ser y conducta. Y de ninguna manera se
piense que haya en esto hipocresía. El sentimiento del honor no consiste
en que el caballero finja ser lo que no es; sino en que el
caballero, por respeto al ser ideal que se ha propuesto ser, prefiere que
las imperfecciones de su ser real permanezcan ocultas en el recato de la
conciencia y en el secreto de la confesión. El caballero cristiano se
sabe, como todo hombre, caña frágil, expuesta al quebranto del pecado;
pero ha puesto su vida al servicio de un elevado ideal humano, y la
grandeza de su misión es para él tan respetable que exige la ocultación de
las humanas miserias. Las debilidades, los pecados queden entre el
caballero, su confesor y Dios; y nadie sea osado de descubrirlos y
afrentarle con ellos, pues, entonces, la afrenta recae sobre ese mismo
ideal perfecto a que el caballero pecador sirve rendidamente. No hay aquí
ni disimulo, ni doblez, ni hipocresía. Recordad, por ejemplo, los grandes
dramas del honor en Calderón. Encontraréis, sin duda, hombres terribles y
quizá excesivos, hombres que lavan su honra en sangre. Pero ninguno es
innoble, hipócrita ni disimulado. En la idea que del honor tiene Calderón
– índice en esto de todo el pensamiento castellano – , el honor es
«patrimonio del alma»; es decir, la forma con que acatamos y reverenciamos
exteriormente nuestra misión ideal, ese «mejor yo» hacia cuya imagen
enderezamos los actos todos de nuestro yo real histórico.
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II IDEA DE LA MUERTE
En la idea que el caballero cristiano tiene de la muerte puede
condensarse el conjunto de su psicología y actitud ante la vida. Porque
una de las cosas que más y mejor definen a los hombres es su relación
con la muerte. El animal difiere esencialmente del hombre en que nada sabe
de la muerte. Ahora bien, las concepciones que el hombre se ha formado de
la muerte pueden reducirse a dos tipos: aquellas para las cuales la muerte
es término o fin, y aquellas para las cuales la muerte es comienzo o
principio. Hay hombres que consideran la muerte como la terminación de la
vida. Para esos hombres, la vida es esta vida, que ellos ahora viven y de
la cual tienen una intuición inmediata, plena e inequívoca. La muerte no
es, pues, sino la negación de esa realidad inmediata. ¿:Qué hay allende la
muerte? ¡Ah! Ni lo saben, ni quieren saberlo; no hay probablemente nada,
según ellos; y sobre todo, no vale la pena cavilar sobre lo que haya,
puesto que es imposible de todo punto averiguarlo.
El otro grupo de hombres, en cambio, ven en la muerte un comienzo, la
iniciación de una vida más verdaderamente vida, la vida eterna. La muerte,
para éstos, no cierra, sino que abre. No es negación, sino afirmación, y
el momento en que empiezan a cumplirse todas las esperanzas. El caballero
cristiano, porque es cristiano y porque es caballero, está resueltamente
adscripto a este segundo grupo, al de los hombres que conciben la
muerte como aurora y no como ocaso. Mas ¿:qué consecuencias se derivan de
esta concepción de la muerte? En primer lugar, una concepción
correspondiente y pareja de la vida. Porque es claro que, para quien la
muerte sea el término y fin de la vida, habrá de ser la vida algo
supremamente positivo, lo más positivo que existe y el máximo valor de
cuantos valores hay reales. En cambio, el hombre que en la muerte vea el
comienzo de la vida eterna, de la verdadera vida, tendrá que considerar
esta vida humana terrestre – la vida que la muerte suprime – como un mero
tránsito o paso o preparación efímera para la otra vida decisiva y eterna.
Tendrá, pues, esta vida, un valor subalterno, subordinado, condicionado,
inferior. Y así, los primeros se dispondrán a hacer su estada en la vida
lo más sabrosa, gustosa y perfecta posible; mientras que los segundos
estarán principalmente gobernados por la idea de hacer converger todo en
la vida hacia la otra vida, hacia la vida eterna.
Para el caballero cristiano, la vida no es sino la preparación de la
muerte, el corredor estrecho que conduce a la vida eterna, un simple
tránsito, cuanto más breve mejor, hacia el portalón que se abre sobre
el infinito y la eternidad. El «muero porque no muero» de Santa Teresa
expresa perfectamente este sentimiento de la vida imperfecta. En cambio,
hay colectividades humanas que han propendido y propenden más bien a
hacerse una idea positiva de la vida terrestre. Ven la vida como algo
estante, duradero – aunque no perdurable – , que merece toda nuestra atención
y todos nuestros cuidados. Estos pueblos, que saben paladear la «douceur
de vivre», cuidan bien de aderezar y realzar las formas diversas de
nuestra vida terrenal; aplican su espíritu y su esfuerzo a cultivar la
vida, convierten, por ejemplo, la comida en un arte, el comercio humano en
un sistema de refinados deleites y la hondura santa del amor en una
complicada red de sutilezas delicadas. Son gentes que aman la vida por sí
misma y le dan un valor en sí misma, y la visten, la peinan, la perfuman,
la engalanan, la envuelven en músicas y en retóricas, la sublimizan; en
suma, le tributan el culto supremo que se tributa a un valor supremo.
Pero el caballero cristiano siente en el fondo de su alma asco y desdén
por toda esta adoración de la vida. El caballero cristiano ofrenda su vida
a algo muy superior, a algo que justamente empieza cuando la vida
acaba y cuando la muerte abre las doradas puertas del infinito y de la
eternidad. La vida del caballero cristiano no vale la pena de que
se la acicale, vista y perfume. No vale nada; o vale sólo en tanto en
cuanto que se pone al servicio del valor eterno. Es fatiga y labor y
pelear duro y sufrimiento paciente y esperanza anhelosa. El caballero
quiere para sí todos los trabajos en esta vida; justamente porque esta
vida no es lugar de estar, sino tránsito a la eternidad.
Y así, la concepción de la muerte como acceso a la vida eterna
descalifica o desvaloriza, para el caballero cristiano, esta vida
terrestre, y la reduce a mero paso o tránsito, harto largo, ¡ay!, para
nuestros anhelos de eternidad. Y esta manera de considerar la muerte y la
vida viene a dar la razón, en último término, de las particularidades que
ya hemos enumerado en el carácter del caballero español. En efecto, un
tránsito o paso no vale por sí mismo, sino sólo por aquello a que da
acceso. Así, la vida del caballero no vale por sí misma, sino por el fin
ideal a cuyo servicio el caballero ha puesto su brazo de paladín. Así, el
caballero despreciará como mezquina toda adhesión a las cosas y cultivará
en sí mismo la grandeza, o sea la conciencia de su dedicación a una
gran obra. Así, el caballero será valiente y arrojado; lejos de temer a la
muerte, la aceptará con alegría, porque ve en ella el ingreso en la vida
eterna. El caballero no será servil y, antes, pecará por exceso de orgullo
que por excesiva humildad; y en la vida, nada, sino su ideal eterno, le
parecerá digno de aprecio. El caballero vivirá sustentado en su fe más
bien que en los cómputos de la razón y de la experiencia en esta vida.
Afirmará su personalidad ideal, la que ha de vivir en lo eterno, ocultando
pudorosamente y con vergüenza la individualidad real, manchada por el
pecado, que sería deshonroso exhibir. En suma, el caballero cristiano
extrae la serie toda de sus virtudes – y defectos – de su concepción de la
muerte y de la vida. Porque subordina toda la vida a lo que empieza
después de la muerte.
* * * * *
@§
II VIDA PRIVADA Y VIDA PÚBLICA
Pero ahondemos algo más en la concepción que de la vida sustenta
nuestro caballero cristiano, preguntándonos cómo entiende el conjunto de
sus relaciones con los demás hombres. %% 0$ En este punto es esencial el
ángulo desde el cual se enfoque la idea de ese trato o relación. La cual
puede verificarse entre dos personalidades reales o entre dos
personalidades abstractas. En el primer caso, tenemos la relación privada.
En el segundo caso, la relación pública. Nuestra vida, en efecto, oscila
entre los dos polos extremos de lo absolutamente privado – que es lo más
íntimo y personal mío, mi soledad – y de lo absolutamente público – que es
lo que no me pertenece ni a mí ni a ningún sujeto en particular – . Entre
esos dos polos, los varios momentos de la vida se agrupan, según se
aproximen más al uno que al otro. Así, las relaciones conmigo mismo, con
las personas de mis familias, con mis amigos, con mis conocidos,
pertenecen al hemisferio de lo privado; porque las personas que entran en
ellas tienen necesariamente que conservar en ellas sus peculiaridades
reales, individuales. En cambio, las relaciones que mantengo con
desconocidos, pertenecen al hemisferio de lo público; porque las personas,
al entrar en ellas, se han despojado previamente de todas sus
peculiaridades reales, para reducirse estrictamente a una mera función
abstracta. El trato entre amigos supone que el uno sabe del otro no sólo
que uno y %% 0$ otro son seres humanos, sino qué seres humanos son. El
trato con un transeúnte, con un funcionario, con un empleado de Banco,
&c., no supone, en cambio, nada más sino que el uno sabe del otro que
es ciudadano, transeúnte, funcionario, empleado de Banco, es decir, puras
abstracciones funcionales. Lo que distingue a un funcionario de otro – el
llamarse Pedro o Juan, el tener tales o cuales aficiones, tales parientes
y amigos, tales cualidades personales, tanta o cuanta ciencia, &c.,
&c. – no entra para nada en la relación pública. En cambio, constituye
el contenido esencial de la relación privada. La relación pública es,
pues, tanto más pública cuanto más vacía de contenido real están las
abstracciones humanas que en ella se relacionan. La relación entre dos
seres humanos, que en absoluto se desconocen, es más pública que entre dos
ciudadanos que se saben conciudadanos; y ésta es más pública que entre dos
conciudadanos que se saben colegas; y ésta más pública que entre dos
colegas que se saben paisanos. Y así, la relación irá perdiendo el
carácter de pública conforme vayan siendo más abundantes en ella los
elementos de mutuo conocimiento. Llegará a tener carácter de privada
cuando los elementos mutuamente %% 0$ conocidos den ya el tono fundamental
a la relación; que irá siendo tanto más privada cuanto más íntimos,
individuales, singulares e incomparables sean los elementos de mutuo
conocimiento. En el ápice de la vida privada está la relación que yo
mantengo conmigo mismo; en donde la intimidad es absoluta y el
conocimiento de lo individual es completo y total.
De aquí, empero, se deduce inmediatamente que cada uno de nosotros,
puesto que tiene esas dos vidas, la pública y la privada, ofrece a los
demás humanos dos aspectos, o mejor dicho, dos personalidades: la pública
y la privada. Pero entre estas dos personalidades hay una diferencia
fundamental. La personalidad pública está hecha de ideas, pensamientos,
conocimientos, acciones, reacciones, &c., que, en rigor, no me
pertenecen a mí, sino a la función abstracta – ser humano, ciudadano,
funcionario – que estoy desempeñando. En la relación pública no soy
yo el que piensa, siente y actúa, sino ese ser humano, ese
funcionario, ese ciudadano, cuyo papel estoy desempeñando. Mas como lo
mismo exactamente puede decirse de cualquier otro hombre, resulta entonces
que «nadie» es el funcionario, el ciudadano; resulta que esa personalidad
pública pertenece a todos %% 0$ y a ninguno, y es una personalidad
mostrenca, irreal, pura forma o ficción del pensamiento jurídico
formalista. Conclusión: que la personalidad privada es la única auténtica
y real, y que la pública no significa sino la unidad abstracta de un
cierto número de convenciones y de formas pertenecientes a todos y a
ninguno; es decir, en realidad, a nadie.
Nuestra conducta, empero, se rige por leyes. Estas leyes o normas, ¿:de
dónde proceden? Unas proceden del poder soberano, que las impone a toda la
colectividad; son las leyes promulgadas debidamente y de obediencia
obligatoria. Su infracción está sancionada por el poder público. Otras
proceden del conjunto viviente de la comunidad; son costumbres, opiniones,
reacciones, modos de conducta que se sustentan sobre el sentir general y
reciben la sanción difusa de la sociedad. Otras, en fin, proceden de
nosotros mismos; son leyes que nosotros nos damos a nosotros mismos; son
normas de conducta que extraemos cada uno de nosotros de nuestra propia
conciencia. Ahora bien, si consideramos lo anteriormente dicho, es claro
que las dos primeras clases de leyes son leyes públicas. La tercera
especie de leyes es, en cambio, ley privada. Así, pues, la ley pública
rige %% 0$ para todos los hombres considerados en su personalidad pública;
es ley de todos – y de nadie – ; vale para esa pura «forma» irreal que
llamamos la vida pública. En cambio, la ley privada vale para la persona
privada, es decir, para la persona real, íntima, para cada persona
individual, en la intimidad profunda de su ser auténtico.
Pero hay épocas en la historia y hay pueblos o naciones que dan a su
vida general un tinte preferentemente público o predominantemente privado.
Uno de los rasgos que más ampliamente imprimen carácter en la fisonomía de
un pueblo o de una época es, justamente, el predominio de la vida pública
sobre la privada o de la vida privada sobre la pública. Nuestra época
actual, desde 1850, propende a reducir al mínimum la vida privada,
concediendo, en cambio, un amplísimo margen a la vida pública. Un
sinnúmero de relaciones que antes eran privadas – individuales o
familiares – se han convertido hoy en públicas-sociales. Puede decirse, en
general, que en nuestra época la vida pública tiende a absorber la vida
privada. En cambio, la época histórica llamada Edad Media se caracteriza
esencialmente por el gran predominio de lo privado sobre lo público; la
mayor %% 0$ parte de las relaciones humanas en esa época medieval
propenden a constituirse como relaciones personales privadas, de hombre
real a hombre real. Por eso, el proceso de «modernización», el paso de la
Edad Media a la época actual, se señala por la «publificación» – perdónese
el algo bárbaro neologismo – de la vida; es decir, por la creciente e
incesante conversión de lo privado en público. Los historiadores de la
Revolución francesa usan, para señalar esta conversión o paso hacia lo
público, una palabra muy expresiva: abolición de los privilegios.
Privilegio significa, en efecto, ley privada. La abolición de los
privilegios es, efectivamente, la conversión de las leyes privadas en
leyes públicas; es justamente ese proceso histórico que hemos llamado
«publificación» de la vida. La época actual representará en la historia
del mundo los antípodas de la Edad Media. Pero el ideal del caballero
cristiano está, como hemos visto, arraigado en la confianza en sí mismo,
en la afirmación de la personalidad propia – de la personalidad real,
efectiva, no la jurídica y formal – . Esto quiere decir que el caballero
percibe la vida colectiva preferentemente bajo el ángulo de la %% 0$
relación privada. El caballero camina por el mundo sin más norma que su
ley propia, su ley privada, su «privilegio». A esta ley particular,
inscrita en su pecho y mantenida por su brazo, obedece únicamente el
caballero, y a ella somete uno tras otro los casos que en el mundo se le
presentan; y en ella vacía sus relaciones con los demás hombres. El
caballero hace justicia; pero la ley de esa justicia caballeresca no está
escrita en códigos ni en seculares costumbres de la sociedad, sino en la
conciencia del justiciero mismo. El caballero se vincula por lazos de
amistad, conoce a los hombres, los trata, convive con ellos; pero no como
frías abstracciones del derecho político o del código civil, sino como
cálidas realidades de amor y de dolor. Las relaciones entre los caballeros
son esencialmente las que hemos llamado privadas; fúndanse exclusivamente
en lo que cada uno es y vale en realidad; nacen del ser individual y
conforman la vida de dentro a fuera, de manera que la vida viene a tener
la forma que su esencia íntima reclama. Al caballero cristiano le es, en
el fondo de su alma, profundamente antipático todo socialismo, o sea, la
tendencia a vaciar en moldes de relación y vida públicas lo que por
esencia constituye el %% 0$ producto más granado de la persona particular,
real y viviente. Para el caballero cristiano, la justicia es un modo
inferior de la caridad; y la más sagrada obligación es la que libremente
se impone el hombre a sí mismo; como el más intangible derecho es el que
cada cual, por su propio esfuerzo, mérito o valor, llega a conquistarse
para sí y los suyos.
En esta concepción de la vida como vida privada, hay, sin duda, hoy,
cierto anacronismo. Pero no sabemos si por retraso o por adelanto. Algunas
de las consecuencias que de esta concepción se derivan, cuentan entre las
naciones más adelantadas del momento actual. La hostilidad profunda del
caballero español a todo formalismo falso, se compadece mal, claro está,
con eso que se ha llamado democracia y con la ridícula farsa del
parlamentarismo. El caballero no puede ser demócrata ni parlamentario.
Estas dos formas de relación son el prototipo justamente de eso que hemos
llamado «publificación de la vida». He aquí que se atribuye soberanía y
mando, no al o a los que más valen y pueden y saben, sino a los «elegidos»
por sufragio. La falsedad es tan patente, que llega a ser irritante. La
competencia, la capacidad, la valía personal son sustituidas por una
designación %% 0$ hija del soborno material o espiritual, por un
nombramiento que se encomienda – locura insigne – a la masa irresponsable,
caprichosa e irracional. A tal y tan absurda consecuencia tenía que llegar
una doctrina que empieza por escamotear la realidad de cada hombre, para
substituirla por la abstracción irreal de los «ciudadanos», todos iguales
entre sí. Mas para que dos hombres sean entre sí iguales, claro está que
hay que empezar por despojarlos de todo lo que cada uno de ellos es en
realidad y reducirlos así a la mera función abstracta de los
conceptos. Aquí tocamos, por decirlo así, con la mano la diferencia
radical que existe entre la personalidad privada y la personalidad
pública; y vemos, por decirlo así, con nuestros propios ojos la realidad
de aquélla y la abstracción irreal de ésta. El caballero cristiano no
podrá jamás comprender la idea del contrato social, ni la lista de los
derechos del hombre y del ciudadano.
Por eso, en el fondo, el pueblo español ha sido siempre rebelde a ese
tipo de normas o leyes que se fundan en abstracciones puramente
doctrinales. Durante el siglo XVIII, y más aún, durante el XIX, España se
aparta de la marcha que el mundo emprende hacia una concepción
racionalista de la vida. El aislamiento español durante esos siglos
consistió precisamente en eso. El ideario profundo de España repugnaba
esas formas de vida pública. Y justamente la reaparición de la España
actual en el gran escenario del mundo histórico, coincide con un instante
de profunda crisis, en que ya se ven despuntar concepciones nuevas y más
congruentes con el sentido realista de la hispanidad eterna.
Ahora bien, esta preferencia de la vida privada – de la lex
privata – sobre la pública, tiene, por otra parte, algunos
inconvenientes. Es innegable, por ejemplo, la imperfección de que siempre
han adolecido en España aquellas formas de vida que indispensablemente
tienen que ser públicas. Así, en épocas normales, España es un país
difícil de gobernar; porque obtener la obediencia a la ley no es fácil en
un pueblo para quien la ley no es lo supremo, ni la vida pública la más
alta norma. Cada español propende un poco a considerarse, en efecto, como
«privilegiado» y exento. Pues, ¿:qué tiene que ver con Don Quijote la Santa
Hermandad? En cambio, cuando en algún momento punzante de la historia las
circunstancias aprietan a España y a los españoles, entonces, ¡qué
magníficos ejemplos de cohesión, de heroica abnegación y de disciplinada
eficacia! Entonces, la ley privada de cada español coincide y armoniza con
la de todos los demás, y se produce el caso de un país entero alzado en
suprema tensión, para afirmarse radicalmente contra la amenaza a su
nacionalidad.
También en el orden de la vida artística y personal produce sus efectos
esta preferencia de lo privado sobre lo público. El caballero cristiano
propende un poco a recluirse en su soledad. Si Don Quijote no hubiese
muerto, al curarse de su locura se habría hecho fraile. Y no sería
superfluo dedicar algunas meditaciones al estudio del solitarismo en
nuestra literatura y en nuestro arte. Acaso resultaran, de este estudio,
conclusiones bien interesantes; por ejemplo, lo poco que el escritor
español lee a los demás escritores de su tiempo, y, por consiguiente, la
escasa influencia que in concreto ejercen unos sobre otros. El arte
y la literatura de nuestro país gustan de los grandes genios solitarios y
aislados, hitos magníficos sin escuela ni secuela. Y en sus producciones,
esos genios de España afirman en todo y por todo el intimismo, la
personalidad privada, el realismo del caballero. Nuestro arte penetra en
el %% 1$ interior de las cosas; es arte del «dentro», no arte del «fuera».
Nuestro realismo es la afirmación de lo individual, de lo estrictamente
singular, de lo que, más que cualquier otra cosa, merece la denominación
de «ser substancial y real». Nuestro arte huye de la abstracción, de los
convencionalismos, que ocultan la auténtica y verdadera realidad. Nuestros
pintores no pintan ni ideas, ni conceptos; pintan individuos reales, en un
momento real de su vida. Nuestros escultores no esculpen «la virgen» o «el
santo», sino esta virgen concreta y este santo real. Y, para
ellos, la divinidad de Jesucristo está tan íntimamente unida con su real
humanidad, que ningún crucifijo del mundo puede parangonarse con los
nuestros en conmovedora y apasionada concreción humana.
Ha habido en la historia de Europa una época en la cual la organización
de la sociedad estaba fundada esencialmente sobre la realidad personal y
efectiva de los hombres, sobre la ley privada o privilegio. Esa época se
ha llamado feudalismo. En el período feudal de nuestra historia europea,
la vida era – contrariamente a lo que es hoy – sobre todo vida privada. La
mayor parte de las relaciones humanas habíanse vaciado en el molde de la
relación personal, %% 1$ particular. Pues bien, yo diría que, por
naturaleza propia, el caballero cristiano propende al feudalismo. El alma
española obedece a preceptos reales más gustosamente que a leyes formales
y abstractas; antepone la amistad a la juridicidad; la caridad a la
obligación; el valor personal al derecho; la vida privada a la pública.
Pero el feudalismo ha desaparecido del mundo hace ya muchos siglos. ¿:Se
dirá entonces que el caballero español es, en el fondo de su corazón,
retrógrado y reaccionario? No. De ninguna manera.
¿:Qué significa eso de retrógrado o reaccionario? Evidentemente, esta
palabra designa la condición espiritual de quienes anhelan retraer la vida
a algún momento ya pretérito de la historia. Pero eso no es posible. La
historia no vuelve jamás sobre sus pasos, y, en realidad, nadie puede ser
reaccionario si se da cuenta exacta del sentido de esta palabra. Pero si
la historia no vuelve jamás sobre sus pasos, es lo cierto, sin embargo,
que los pasos de la historia materializan o concretan o singularizan, por
decirlo así, un cierto repertorio fijo y determinado de aspiraciones
eternas humanas. Cada época de la historia realiza en una modalidad o
forma particular unas cuantas %% 1$ actitudes fundamentales del hombre. El
feudalismo del siglo XIII fué un modo especial y concreto de dar forma
plástica al ideal de la vida privada; como el democratismo socializante de
1890-1930 ha sido un modo especial y concreto de dar forma plástica al
ideal de la vida pública. Pero los ideales humanos no caducan, aunque
hayan caducado las formas que hubieron de asumir concretamente en los
períodos históricos anteriores. Y muchos síntomas de la época presente
parecen indicar que la humanidad está quizá llegando ya al punto de
saturación de vida pública. Ha de venir pronto un momento en que la
actitud humana comience a cambiar; un momento en que los hombres se
sientan más atraídos por la vida íntima, privada, personal; un momento en
que las relaciones y organizaciones busquen sus fundamentos en las
realidades personales, en vez de buscarlos en las formas vacías de los
conceptos racionales. Entonces surgirán nuevas maneras de organizar y
realizar el ideal de la vida privada. El feudalismo desaparecido fué uno
de los múltiples modos posibles de manifestarse ese ideal eterno. El
feudalismo no puede retornar. Pero el ideal de la vida privada buscará y
encontrará formas nuevas para su manifestación concreta. %% 1$ La
civilización humana volverá a pasar por una especie de Edad Media. Claro
está que en la historia no hay regresos ni retrocesos. Pero también sería
erróneo representarse la historia como una línea recta tendida siempre en
la misma dirección; más exacto fuera imaginarla a modo de espIral, cuyos
amplios giros pasaran una y otra vez – bien que en planos totalmente
diferentes – por ciertos ejes ideales, que serían como las categorias
permanentes de la vida humana.
El caballero español expresa y representa una de esas categorías, que
en la historia obtuvo ya varias veces plena realización – por ejemplo, una
vez en la Edad Media europea – . Representa una concepción de la vida basada
en el predominio de la realidad sobre la abstracción, del ser individual
sobre la definición racional, de la persona sobre la especie, de lo
privado sobre lo público. Es muy posible – y aun muy probable – que este
modo de enfocar la vida vuelva otra vez a prevalecer en la historia
próxima del hombre. Sin duda, ya no será con las formas del siglo XIII; no
será en la concreta modalidad del feudalismo medieval. Pero en formas que
aun no sospechamos y con caracteres que no podemos ni vislumbrar, %% 1$ la
afirmación de la vida peculiar y privada sobre la vida genérica y
abstracta constituirá la esencia de la nueva organización humana. Y,
entonces, el caballero español, el caballero cristiano, cuya concepción de
la vida es justamente ésa, oirá sonar otra vez su hora en el reloj de la
historia. El sentido hispánico de la vida puede ser muy bien el que, de
nuevo, dé la pauta al mundo.
* * * * *
@§
II RELIGIOSIDAD DEL CABALLERO
No es posible poner término a esta conferencia sin intentar – aunque sea
superficialmente – caracterizar en sus grandes rasgos la religiosidad
peculiar del caballero cristiano. Porque el caballero cristiano es
esencialmente religioso. Lo es de modo tan profundo y auténtico, que, en
efecto, el serlo constituye una de sus características radicales, y
resulta imposible separar y discernir en él la religiosidad y la
caballerosidad. Y no podía por menos de ser así. En la psicología del
pueblo español, la fe religiosa, cristiana católica, está tan
indisolublemente unida y fundida con el sentimiento nacional, que no le es
nada fácil al español ser %% 1$ español y no ser cristiano. ¡Como que el
pueblo español se ha forjado en la lucha por salvaguardar su fe, en la
preocupación secular de mantener su fe frente al invasor musulmán! La
nacionalidad española, el «estilo» hispánico, ha tenido que afirmarse y
consolidarse desde un principio, y a lo largo de muchos siglos, justamente
en y por la negación de lo no-español. Mas como lo no-español era
principalmente lo musulmán, lo español hubo necesariamente de
identificarse, desde luego, con lo cristiano, y la hispanidad con la
cristiandad.
Pero no basta decir que el caballero español es esencialmente
religioso; hace falta, además, caracterizar un tanto en qué consiste esa
religiosidad. Para resumir brevemente mi pensamiento, condensaré en tres
formas principales el carácter de la religiosidad española.
La primera es la confianza ilimitada en Dios y su providencia. El
caballero español fía fundamentalmente en Dios. Por eso es paladín de
grandes causas; por eso menosprecia la mezquindad y cultiva la grandeza;
por eso antepone el arrojo a la timidez y la resolución heroica a la lenta
ejecución prudente; por eso, en suma, quiere en todo momento hacer él la
vida y la historia, en vez de ser hecho por la vida %% 1$ y por la
historia. Frente al fatalismo oriental o al determinismo racionalista, el
caballero opone su propio poderío ejecutivo, pero fundado sobre la
confianza omnímoda en la asistencia de Dios.
La segunda forma o modalidad de la religiosidad hispánica consiste en
el peculiar matiz que la fe tiene en ella. La fe constituye el centro, el
eje en torno del cual gira todo el pensamiento y sentimiento religioso. En
dos sentidos: como sólido fundamento de todo lo demás y como inequívoca
certidumbre de sí misma. Otras almas religiosas conocen las tormentas
terribles del corazón y son escenario de dramáticas, de angustiosas luchas
entre la voluntad de creer y las acometidas de la duda. Pero la fe del
caballero español no sufre jamás de tales vacilaciones y congojas. Es una
fe tan segura de sí misma, que ni necesita ni teme las razones. Es, por
decirlo así, previa a la razón; más honda que la razón, y arraigada tan en
el centro del ser, que su pérdida equivaldría a la destrucción del ser
mismo. Es una fe pura, como el puro azul del cielo, sin nubes de duda que
la empañen; y tan certera y entera, que podría decirse, en cierto modo,
que todo el edificio o estructura de la religiosidad hispánica %% 1$
empieza en la fe y sobre la fe, no antes de la fe; y se desenvuelve a
partir de la fe, no como puntal para asegurar la fe. En este carácter del
sentimiento religioso español encontraríase seguramente el origen de otros
muchos matices propios y peculiares.
* * * * *
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II IMPACIENCIA DE ETERNIDAD
La tercera forma en que se determina la estructura del sentimiento
religioso español es algo que yo llamaría «impaciencia de la eternidad».
¡Impaciencia de la eternidad! ¿:Qué quiere decir esto? Quiere decir que el
caballero cristiano siente en su alma un anhelo tan ardoroso de eternidad,
que no puede ni esperar siquiera el término de la breve vida humana; y
«muere porque no muere». Quisiera estar ya mismo en la gloria eterna; y si
no fuera pecado mortal, poco le faltaría para suicidarse. Ahora bien, esta
premura le conduce a una consideración de los hechos y de las cosas, que
es bien típica y característica de su modo de ser. Consiste en poner cada
acto y cada cosa en relación inmediata y directa con Dios. Otros tipos
humanos consideran y determinan cada cosa y cada acto en relación
con la cosa siguiente y el acto siguiente. Construyen así una curva de la
vida, una especie de parábola, en donde los hechos y momentos se integran,
formando un conjunto singular, personal, individual, la vida histórica de
un hombre. Y cabe entonces proponer, como ideal de vida, ese ideal de una
«vida bella» que Goethe, el gran pagano, encomiaba y quiso realizar. Pero
el caballero español, que tiene mucha prisa por estar en Dios y con Dios y
siente insaciable afán de eternidad y quiere la eternidad ya mismo, ahora
mismo, procederá en la vida de muy distinto modo. No colocará los actos y
las cosas en relación con los siguientes, para tenderlos a lo largo del
tiempo en una curva plástica o estética, sino que querrá poner cada acto y
cada cosa en relación directa e inmediata con Dios mismo; querrá
«santificar» su vida santificando uno por uno cada acto de su vida; querrá
vivir cada momento «como si» ya perteneciese a la eternidad misma; querrá
«consagrar» a Dios cada instante por separado, precisamente para
descoyuntarlo de todo sentido y relación humanos y henchirlo, desde ahora
mismo, de eternidad divina.
Para satisfacer esta su impaciencia de la eternidad, el caballero
español necesita, empero, abolir toda distancia entre el ser temporal y el
ser eterno. Necesita unir indisolublemente su vida personal con Dios. Y
esto, de dos maneras complementarias: viendo, percibiendo, descubriendo a
Dios en cada uno de los momentos y hechos de su vida terrestre; y, por
otra parte, encumbrando hasta Dios, hasta la eternidad de Dios, cada uno
de esos momentos y hechos. ¡Doble movimiento del misticismo hispánico, que
descubre al Señor en los «cacharros» y sabe elevar hasta Dios los
repliegues más humildes de la realidad humana! Así, más o menos vagamente,
la conciencia religiosa del caballero concibe la gloria eterna no tanto
como una recompensa que ha de merecer, sino más bien como un «estado» del
alma, al cual desde ya mismo puede por lo menos aspirar. Al «muero porque
no muero» hay que añadir el «no me mueve mi Dios para quererte». La vida
terrestre se le aparece al caballero como una especie de anticipación de
la gloria eterna; o mejor dicho: el caballero se esfuerza por impregnar él
mismo de gloria eterna su actual vida terrestre – tal y tanta es la
premura, la impaciencia que siente por estar con Dios – . A diferencia de
otras almas humanas, que aspiran a lo infinito por el lento camino
de lo finito, el caballero cristiano español anhela colocarse de un salto
en el seno mismo de la infinita esencia.
Y si meditáis, señoras y señores, esta condición espiritual del
sentimiento religioso español, fácilmente encontraréis en ella la raíz más
profunda de todas las demás propiedades que hemos señalado en el caballero
cristiano, o, lo que es lo mismo, en el estilo español. Porque es
cristiano, y porque lo es con ese dejo o rasgo profundo que llama
impaciencia de la eternidad, es por lo que el hispánico es caballero y
todo lo demás. Dijérase un desterrado del cielo, que, anhelando la
infinita beatitud divina, quisiera divinizar la tierra misma y todo en
ella; un desterrado del cielo, que, sabiendo inmediatamente próximo su
ingreso en el seno de Dios, renuncia a organizar terrenalmente esta vida
humana y se desvive por anticipar en ella los deliquios celestiales. La
impaciencia de la eternidad, he aquí la última raíz de la actitud
hispánica ante la vida y el mundo. Mientras prepondere entre los hombres
el espíritu racionalista de organización terrestre y el apego a las
limitaciones; mientras los hombres estén de lleno entregados a los
menesteres %% 2$ de la tierra y aplacen para un futuro infinitamente
lejano la participación en el ser absoluto, la hispanidad desde luego
habrá de sentirse al margen del tiempo, lejos de esos hombres, de ese
mundo y de ese momento histórico. Pero cuando, por el contrario, el soplo
de lo divino reavive en las almas las ascuas de la caridad, de la
esperanza y de la fe; cuando de nuevo los hombres sientan inaplazable la
necesidad de vivir no para ésta sino para la otra vida, y sean capaces de
intuir en esta vida misma los ámbitos de la eternidad, entonces habrá
sonado la hora de España otra vez en el reloj de la historia; entonces, la
hispanidad asumirá otra vez la representación suprema del hombre en este
mundo, y sacará de sus inagotables virtualidades formas inéditas para dar
nueva expresión a los inefables afanes del ser humano.
Se sigue el texto de la primera edición de Idea de la
Hispanidad, Espasa-Calpe Argentina S. A., Buenos Aires 1938 (acabado
de imprimir el día 30 de octubre de 1938), 123 páginas.
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