Entre los despojos que los ingleses llevaron de la ciudad de Cádiz,
Clotaldo, un caballero inglés, capitán de una escuadra de navíos, llevó a
Londres una niña de edad de siete años, poco más o menos; y esto contra la
voluntad y sabiduría del conde de Leste, que con gran diligencia hizo
buscar la niña para volvérsela a sus padres, que ante él se quejaron de la
falta de su hija, pidiéndole que, pues se contentaba con las haciendas y
dejaba libres las personas, no fuesen ellos tan desdichados que, ya que
quedaban pobres, quedasen sin su hija, que era la lumbre de sus ojos y la
más hermosa criatura que había en toda la ciudad.
Mandó el conde echar bando por toda su armada que, so pena
de la vida, volviese la niña cualquiera que la tuviese; mas ningunas penas
ni temores fueron bastantes a que Clotaldo la obedeciese; que la tenía
escondida en su nave, aficionado, aunque cristianamente, a la incomparable
hermosura de Isabel, que así se llamaba la niña. Finalmente, sus padres se
quedaron sin ella, tristes y desconsolados, y Clotaldo, alegre sobremodo,
llegó a Londres y entregó por riquísimo despojo a su mujer a la hermosa niña.
Quiso la buena suerte que todos los de la casa de Clotaldo eran católicos
secretos, aunque en lo público mostraban seguir la opinión de su reina.
Tenía Clotaldo un hijo llamado Ricaredo, de edad de doce años, enseñado de
sus padres a amar y temer a Dios y a estar muy entero en las verdades de
la fe católica. Catalina, la mujer de Clotaldo, noble, cristiana y
prudente señora, tomó tanto amor a Isabel que, como si fuera su hija, la
criaba, regalaba e industriaba; y la niña era de tan buen natural, que con
facilidad aprendía todo cuanto le enseñaban. Con el tiempo y con los
regalos, fue olvidando los que sus padres verdaderos le habían hecho; pero
no tanto que dejase de acordarse y de suspirar por ellos muchas veces; y,
aunque iba aprendiendo la lengua inglesa, no perdía la española, porque
Clotaldo tenía cuidado de traerle a casa secretamente españoles que
hablasen con ella. Desta manera, sin olvidar la suya, como está dicho,
hablaba la lengua inglesa como si hubiera nacido en Londres.
Después de haberle enseñado todas las cosas de labor que puede y debe
saber una doncella bien nacida, la enseñaron a leer y escribir más que
medianamente; pero en lo que tuvo estremo fue en tañer todos los
instrumentos que a una mujer son lícitos, y esto con toda perfección de
música, acompañándola con una voz que le dio el cielo, tan estremada que
encantaba cuando cantaba.
Todas estas gracias, adqueridas y puestas sobre la natural suya, poco a
poco fueron encendiendo el pecho de Ricaredo, a quien ella, como a hijo de
su señor, quería y servía. Al principio le salteó amor con un modo de
agradarse y complacerse de ver la sin igual belleza de Isabel, y de
considerar sus infinitas virtudes y gracias, amándola como si fuera su
hermana, sin que sus deseos saliesen de los términos honrados y virtuosos.
Pero, como fue creciendo Isabel, que ya cuando Ricaredo ardía tenía doce
años, aquella benevolencia primera y aquella complacencia y agrado de
mirarla se volvió en ardentísimos deseos de gozarla y de poseerla: no
porque aspirase a esto por otros medios que por los de ser su esposo, pues
de la incomparable honestidad de Isabela (que así la llamaban ellos) no se
podía esperar otra cosa, ni aun él quisiera esperarla, aunque pudiera,
porque la noble condición suya, y la estimación en que a Isabela tenía, no
consentían que ningún mal pensamiento echase raíces en su alma.
Mil veces determinó manifestar su voluntad a sus padres, y otras tantas no
aprobó su determinación, porque él sabía que le tenían dedicado para ser
esposo de una muy rica y principal doncella escocesa, asimismo secreta
cristiana como ellos. Y estaba claro, según él decía, que no habían de
querer dar a una esclava (si este nombre se podía dar a Isabela) lo que ya
tenían concertado de dar a una señora. Y así, perplejo y pensativo, sin
saber qué camino tomar para venir al fin de su buen deseo, pasaba una vida
tal, que le puso a punto de perderla. Pero, pareciéndole ser gran cobardía
dejarse morir sin intentar algún género de remedio a su dolencia, se animó
y esforzó a declarar su intento a Isabela.
Andaban todos los de casa tristes y alborotados por la enfermedad de
Ricaredo, que de todos era querido, y de sus padres con el estremo
posible, así por no tener otro, como porque lo merecía su
mucha virtud y su gran valor y entendimiento. No le acertaban los médicos
la enfermedad, ni él osaba ni quería descubrírsela. En fin, puesto en
romper por las dificultades que él se imaginaba, un día que entró Isabela
a servirle, viéndola sola, con desmayada voz y lengua turbada le dijo:
-Hermosa Isabela, tu valor, tu mucha virtud y grande hermosura me tienen
como me vees; si no quieres que deje la vida en manos de las mayores penas
que pueden imaginarse, responda el tuyo a mi buen deseo, que no es otro
que el de recebirte por mi esposa a hurto de mis padres, de los cuales
temo que, por no conocer lo que yo conozco que mereces, me han de negar el
bien que tanto me importa. Si me das la palabra de ser mía, yo te la doy,
desde luego, como verdadero y católico cristiano, de ser tuyo; que, puesto
que no llegue a gozarte, como no llegaré, hasta que con bendición de la
Iglesia y de mis padres sea, aquel imaginar que con seguridad eres mía
será bastante a darme salud y a mantenerme alegre y contento hasta que
llegue el felice punto que deseo.
En tanto que esto dijo Ricaredo, estuvo escuchándole Isabela, los ojos
bajos, mostrando en aquel punto que su honestidad se igualaba a su
hermosura, y a su mucha discreción su recato. Y así, viendo que Ricaredo
callaba, honesta, hermosa y discreta, le respondió desta suerte:
-Después que quiso el rigor o la clemencia del cielo, que no sé a cuál
destos estremos lo atribuya, quitarme a mis padres, señor Ricaredo, y
darme a los vuestros, agradecida a las infinitas mercedes que me han
hecho, determiné que jamás mi voluntad saliese de la suya; y así, sin ella
tendría no por buena, sino por mala fortuna la inestimable merced que
queréis hacerme. Si con su sabiduría fuere yo tan venturosa que os
merezca, desde aquí os ofrezco la voluntad que ellos me dieren; y, en tanto que esto se dilatare o no fuere, entretengan vuestros
deseos saber que los míos serán eternos y limpios en desearos el bien que
el cielo puede daros.
Aquí puso silencio Isabela a sus honestas y discretas razones, y allí
comenzó la salud de Ricaredo, y comenzaron a revivir las esperanzas de sus
padres, que en su enfermedad muertas estaban.
Despidiéronse los dos cortésmente: él, con lágrimas en los ojos; ella, con
admiración en el alma de ver tan rendida a su amor la de Ricaredo, el
cual, levantado del lecho, al parecer de sus padres por milagro, no quiso
tenerles más tiempo ocultos sus pensamientos. Y así, un día se los
manifestó a su madre, diciéndole en el fin de su plática, que fue larga,
que si no le casaban con Isabela, que el negársela y darle la muerte era
todo una misma cosa. Con tales razones, con tales encarecimientos subió al
cielo las virtudes de Isabela Ricaredo, que le pareció a su madre que
Isabela era la engañada en llevar a su hijo por esposo. Dio buenas
esperanzas a su hijo de disponer a su padre a que con gusto viniese en lo
que ya ella también venía; y así fue; que, diciendo a su marido las mismas
razones que a ella había dicho su hijo, con facilidad le movió a querer lo
que tanto su hijo deseaba, fabricando escusas que impidiesen el casamiento
que casi tenía concertado con la doncella de Escocia.
A esta sazón tenía Isabela catorce y Ricaredo veinte años; y, en esta tan
verde y tan florida edad, su mucha discreción y conocida prudencia los
hacía ancianos. Cuatro días faltaban para llegarse aquél en el cual sus
padres de Ricaredo querían que su hijo inclinase el cuello al yugo santo
del matrimonio, teniéndose por prudentes y dichosísimos de haber escogido
a su prisionera por su hija, teniendo en más la dote de sus virtudes que
la mucha riqueza que con la escocesa se les ofrecía. Las galas estaban ya a punto, los parientes y los amigos convidados, y no
faltaba otra cosa sino hacer a la reina sabidora de aquel concierto;
porque, sin su voluntad y consentimiento, entre los de ilustre sangre, no
se efetúa casamiento alguno; pero no dudaron de la licencia, y así, se
detuvieron en pedirla.
Digo, pues, que, estando todo en este estado, cuando faltaban los cuatro
días hasta el de la boda, una tarde turbó todo su regocijo un ministro de
la reina que dio un recaudo a Clotaldo: que su Majestad mandaba que otro
día por la mañana llevasen a su presencia a su prisionera, la española de
Cádiz. Respondióle Clotaldo que de muy buena gana haría lo que su Majestad
le mandaba. Fuese el ministro, y dejó llenos los pechos de todos de
turbación, de sobresalto y miedo.
-¡Ay -decía la señora Catalina-, si sabe la reina que yo he criado a esta
niña a la católica, y de aquí viene a inferir que todos los desta casa
somos cristianos! Pues si la reina le pregunta qué es lo que ha aprendido
en ocho años que ha que es prisionera, ¿:qué ha de responder la cuitada que
no nos condene, por más discreción que tenga?
Oyendo lo cual Isabela, le dijo:
-No le dé pena alguna, señora mía, ese temor, que yo confío en el cielo
que me ha de dar palabras en aquel instante, por su divina misericordia,
que no sólo no os condenen, sino que redunden en provecho vuestro.
Temblaba Ricaredo, casi como adivino de algún mal suceso. Clotaldo buscaba
modos que pudiesen dar ánimo a su mucho temor, y no los hallaba sino en la
mucha confianza que en Dios tenía y en la prudencia de Isabela, a quien
encomendó mucho que, por todas las vías que pudiese escusase el
condenallos por católicos; que, puesto que estaban promptos con el
espíritu a recebir martirio, todavía la carne enferma rehusaba su amarga
carrera. Una y muchas veces le aseguró Isabela estuviesen seguros que por
su causa no sucedería lo que temían y sospechaban, porque, aunque ella
entonces no sabía lo que había de responder a las preguntas
que en tal caso le hiciesen, tenía tan viva y cierta esperanza que había
de responder de modo que, como otra vez había dicho, sus respuestas les
sirviesen de abono.
Discurrieron aquella noche en muchas cosas, especialmente en que si la
reina supiera que eran católicos, no les enviara recaudo tan manso, por
donde se podía inferir que sólo querría ver a Isabela, cuya sin igual
hermosura y habilidades habría llegado a sus oídos, como a todos los de la
ciudad. Pero ya en no habérsela presentado se hallaban culpados, de la
cual culpa hallaron sería bien disculparse con decir que desde el punto
que entró en su poder la escogieron y señalaron para esposa de su hijo
Ricaredo. Pero también en esto se culpaban, por haber hecho el casamiento
sin licencia de la reina, aunque esta culpa no les pareció digna de gran castigo.
Con esto se consolaron, y acordaron que Isabela no fuese vestida
humildemente, como prisionera, sino como esposa, pues ya lo era de tan
principal esposo como su hijo. Resueltos en esto, otro día vistieron a
Isabela a la española, con una saya entera de raso verde, acuchillada y
forrada en rica tela de oro, tomadas las cuchilladas con unas eses de
perlas, y toda ella bordada de ríquisimas perlas; collar y cintura de
diamantes, y con abanico a modo de las señoras damas españolas; sus mismos
cabellos, que eran muchos, rubios y largos, entretejidos y sembrados de
diamantes y perlas, le sirvían de tocado. Con este adorno riquísimo y con
su gallarda disposición y milagrosa belleza, se mostró aquel día a Londres
sobre una hermosa carroza, llevando colgados de su vista las almas y los
ojos de cuantos la miraban. Iban con ella Clotaldo y su mujer y Ricaredo
en la carroza, y a caballo muchos ilustres parientes suyos. Toda esta
honra quiso hacer Clotaldo a su prisionera, por obligar a la reina la
tratase como a esposa de su hijo.
Llegados, pues, a palacio, y a una gran sala donde la reina
estaba, entró por ella Isabela, dando de sí la más hermosa muestra que
pudo caber en una imaginación. Era la sala grande y espaciosa, y a dos
pasos se quedó el acompañamiento y se adelantó Isabela; y, como quedó
sola, pareció lo mismo que parece la estrella o exhalación que por la
región del fuego en serena y sosegada noche suele moverse, o bien ansí
como rayo del sol que al salir del día por entre dos montañas se descubre.
Todo esto pareció, y aun cometa que pronosticó el incendio de más de un
alma de los que allí estaban, a quien Amor abrasó con los rayos de los
hermosos soles de Isabela; la cual, llena de humildad y cortesía, se fue a
poner de hinojos ante la reina, y, en lengua inglesa, le dijo:
-Dé Vuestra Majestad las manos a esta su sierva, que, desde hoy más, se
tendrá por señora, pues ha sido tan venturosa que ha llegado a ver la
grandeza vuestra.
Estúvola la reina mirando por un buen espacio, sin hablarle palabra,
pareciéndole, como después dijo a su camarera, que tenía delante un cielo
estrellado, cuyas estrellas eran las muchas perlas y diamantes que Isabela
traía; su bello rostro y sus ojos, el sol y la luna, y toda ella una nueva
maravilla de hermosura. Las damas que estaban con la reina quisieran
hacerse todas ojos, porque no les quedase cosa por mirar en Isabela: cuál
acababa la viveza de sus ojos, cuál la color del rostro, cuál la gallardía
del cuerpo y cuál la dulzura de la habla; y tal hubo que, de pura envidia,
dijo:
-Buena es la española, pero no me contenta el traje.
Después que pasó algún tanto la suspensión de la reina, haciendo levantar
a Isabela, le dijo:
-Habladme en español, doncella, que yo le entiendo bien y gustaré dello.
Y, volviéndose a Clotaldo, dijo:
-Clotaldo, agravio me habéis hecho en tenerme este tesoro tantos años ha
encubierto; mas él es tal, que os haya movido a codicia: obligado estáis a
restituírmele, porque de derecho es mío.
-Señora -respondió Clotaldo-, mucha verdad es lo que
Vuestra Majestad dice: confieso mi culpa, si lo es haber guardado este
tesoro a que estuviese en la perfección que convenía para parecer ante los
ojos de Vuestra Majestad; y, ahora que lo está, pensaba traerle mejorado,
pidiendo licencia a Vuestra Majestad para que Isabela fuese esposa de mi
hijo Ricaredo, y daros, alta Majestad, en los dos, todo cuanto puedo daros.
-Hasta el nombre me contenta -respondió la reina-: no le faltaba más sino
llamarse Isabela la española, para que no me quedase nada de perfección
que desear en ella. Pero advertid, Clotaldo, que sé que sin mi licencia la
teníades prometida a vuestro hijo.
-Así es verdad, señora -respondió Clotaldo-, pero fue en confianza que los
muchos y relevados servicios que yo y mis pasados tenemos hechos a esta
corona alcanzarían de Vuestra Majestad otras mercedes más dificultosas que
las desta licencia; cuanto más, que aún no está desposado mi hijo.
-Ni lo estará -dijo la reina- con Isabela hasta que por sí mismo lo
merezca. Quiero decir que no quiero que para esto le aprovechen vuestros
servicios ni de sus pasados: él por sí mismo se ha de disponer a servirme
y a merecer por sí esta prenda, que ya la estimo como si fuese mi hija.
Apenas oyó esta última palabra Isabela, cuando se volvió a hincar de
rodillas ante la reina, diciéndole en lengua castellana:
-Las desgracias que tales descuentos traen, serenísima señora, antes se
han de tener por dichas que por desventuras. Ya Vuestra Majestad me ha
dado nombre de hija: sobre tal prenda, ¿:qué males podré temer o qué bienes
no podré esperar?
Con tanta gracia y donaire decía cuanto decía Isabela, que la reina se le
aficionó en estremo y mandó que se quedase en su servicio, y se la entregó
a una gran señora, su camarera mayor, para que la enseñase el modo de
vivir suyo.
Ricaredo, que se vio quitar la vida en quitarle a Isabela, estuvo a pique
de perder el juicio; y así, temblando y con sobresalto, se fue a poner de
rodillas ante la reina, a quien dijo:
-Para servir yo a Vuestra Majestad no es menester incitarme
con otros premios que con aquellos que mis padres y mis pasados han
alcanzado por haber servido a sus reyes; pero, pues Vuestra Majestad gusta
que yo la sirva con nuevos deseos y pretensiones, querría saber en qué
modo y en qué ejercicio podré mostrar que cumplo con la obligación en que
Vuestra Majestad me pone.
-Dos navíos -respondió la reina- están para partirse en corso, de los
cuales he hecho general al barón de Lansac: del uno dellos os hago a vos
capitán, porque la sangre de do venís me asegura que ha de suplir la falta
de vuestros años. Y advertid a la merced que os hago, pues os doy ocasión
en ella a que, correspondiendo a quien sois, sirviendo a vuestra reina,
mostréis el valor de vuestro ingenio y de vuestra persona, y alcancéis el
mejor premio que a mi parecer vos mismo podéis acertar a desearos. Yo
misma os seré guarda de Isabela, aunque ella da muestras que su honestidad
será su más verdadera guarda. Id con Dios, que, pues vais enamorado, como
imagino, grandes cosas me prometo de vuestras hazañas. Felice fuera el rey
batallador que tuviera en su ejército diez mil soldados amantes que
esperaran que el premio de sus vitorias había de ser gozar de sus amadas.
Levantaos, Ricaredo, y mirad si tenéis o queréis decir algo a Isabela,
porque mañana ha de ser vuestra partida.
Besó las manos Ricaredo a la reina, estimando en mucho la merced que le
hacía, y luego se fue a hincar de rodillas ante Isabela; y, queriéndola
hablar, no pudo, porque se le puso un nudo en la garganta que le ató la
lengua y las lágrimas acudieron a los ojos, y él acudió a disimularlas lo
más que le fue posible. Pero, con todo esto, no se pudieron encubrir a los
ojos de la reina, pues dijo:
-No os afrentéis, Ricaredo, de llorar, ni os tengáis en menos por haber
dado en este trance tan tiernas muestras de vuestro corazón: que una cosa es pelear con los enemigos y otra despedirse de
quien bien se quiere. Abrazad, Isabela, a Ricaredo y dadle vuestra
bendición, que bien lo merece su sentimiento.
Isabela, que estaba suspensa y atónita de ver la humildad y dolor de
Ricaredo, que como a su esposo le amaba, no entendió lo que la reina le
mandaba, antes comenzó a derramar lágrimas, tan sin pensar lo que hacía, y
tan sesga y tan sin movimiento alguno, que no parecía sino que lloraba una
estatua de alabastro. Estos afectos de los dos amantes, tan tiernos y tan
enamorados, hicieron verter lágrimas a muchos de los circunstantes; y, sin
hablar más palabra Ricaredo, y sin le haber hablado alguna a Isabela,
haciendo Clotaldo y los que con él venían reverencia a la reina, se
salieron de la sala, llenos de compasión, de despecho y de lágrimas.
Quedó Isabela como huérfana que acaba de enterrar sus padres, y con temor
que la nueva señora quisiese que mudase las costumbres en que la primera
la había criado. En fin, se quedó, y de allí a dos días Ricaredo se hizo a
la vela, combatido, entre otros muchos, de dos pensamientos que le tenían
fuera de sí: era el uno considerar que le convenía hacer hazañas que le
hiciesen merecedor de Isabela; y el otro, que no podía hacer ninguna, si
había de responder a su católico intento, que le impedía no desenvainar la
espada contra católicos; y si no la desenvainaba, había de ser notado de
cristiano o de cobarde, y todo esto redundaba en perjuicio de su vida y en
obstáculo de su pretensión.
Pero, en fin, determinó de posponer al gusto de enamorado el que tenía de
ser católico, y en su corazón pedía al cielo le deparase ocasiones donde,
con ser valiente, cumpliese con ser cristiano, dejando a su reina
satisfecha y a Isabela merecida.
Seis días navegaron los dos navíos con próspero viento, siguiendo la
derrota de las islas Terceras, paraje donde nunca faltan o
naves portuguesas de las Indias orientales o algunas derrotadas de las
occidentales. Y, al cabo de los seis días, les dio de costado un reciísimo
viento (que en el mar océano tiene otro nombre que en el Mediterráneo,
donde se llama mediodía), el cual viento fue tan durable y tan recio que,
sin dejarles tomar las islas, les fue forzoso correr a España; y, junto a
su costa, a la boca del estrecho de Gibraltar, descubrieron tres navíos:
uno poderoso y grande, y los dos pequeños. Arribó la nave de Ricaredo a su
capitán, para saber de su general si quería embestir a los tres navíos que
se descubrían; y, antes que a ella llegase, vio poner sobre la gavia mayor
un estandarte negro, y, llegándose más cerca, oyó que tocaban en la nave
clarines y trompetas roncas: señales claras o que el general era muerto o
alguna otra principal persona de la nave. Con este sobresalto llegaron a
poderse hablar, que no lo habían hecho después que salieron del puerto.
Dieron voces de la nave capitana, diciendo que el capitán Ricaredo pasase
a ella, porque el general la noche antes había muerto de una apoplejía.
Todos se entristecieron, si no fue Ricaredo, que le alegró, no por el daño
de su general, sino por ver que quedaba él libre para mandar en los dos
navíos, que así fue la orden de la reina: que, faltando el general, lo
fuese Ricaredo; el cual con presteza se pasó a la capitana, donde halló
que unos lloraban por el general muerto y otros se alegraban con el vivo.
Finalmente, los unos y los otros le dieron luego la obediencia y le
aclamaron por su general con breves ceremonias, no dando lugar a otra cosa
dos de los tres navíos que habían descubierto, los cuales, desviándose del
grande, a las dos naves se venían.
Luego conocieron ser galeras, y turquescas, por las medias
lunas que en las banderas traían, de que recibió gran gusto Ricaredo,
pareciéndole que aquella presa, si el cielo se la concediese, sería de
consideración, sin haber ofendido a ningún católico. Las dos galeras
turquescas llegaron a reconocer los navíos ingleses, los cuales no traían
insignias de Inglaterra, sino de España, por desmentir a quien llegase a
reconocellos, y no los tuviese por navíos de cosarios. Creyeron los turcos
ser naves derrotadas de las Indias y que con facilidad las rendirían.
Fuéronse entrando poco a poco, y de industria los dejó llegar Ricaredo
hasta tenerlos a gusto de su artillería, la cual mandó disparar a tan buen
tiempo, que con cinco balas dio en la mitad de una de las galeras, con
tanta furia, que la abrió por medio toda. Dio luego a la banda, y comenzó
a irse a pique sin poderse remediar. La otra galera, viendo tan mal
suceso, con mucha priesa le dio cabo, y le llevó a poner debajo del
costado del gran navío; pero Ricaredo, que tenía los suyos prestos y
ligeros, y que salían y entraban como si tuvieran remos, mandando cargar
de nuevo toda la artillería, los fue siguiendo hasta la nave, lloviendo
sobre ellos infinidad de balas. Los de la galera abierta, así como
llegaron a la nave, la desampararon, y con priesa y celeridad procuraban
acogerse a la nave. Lo cual visto por Ricaredo y que la galera sana se
ocupaba con la rendida, cargó sobre ella con sus dos navíos, y, sin
dejarla rodear ni valerse de los remos, la puso en estrecho: que los
turcos se aprovecharon ansimismo del refugio de acogerse a la nave, no
para defenderse en ella, sino por escapar las vidas por entonces. Los
cristianos de quien venían armadas las galeras, arrancando las branzas y
rompiendo las cadenas, mezclados con los turcos, también se acogieron a la
nave; y, como iban subiendo por su costado, con la arcabucería de los
navíos los iban tirando como a blanco; a los turcos no más,
que a los cristianos mandó Ricaredo que nadie los tirase. Desta manera,
casi todos los más turcos fueron muertos, y los que en la nave entraron,
por los cristianos que con ellos se mezclaron, aprovechándose de sus
mismas armas, fueron hechos pedazos: que la fuerza de los valientes,
cuando caen, se pasa a la flaqueza de los que se levantan. Y así, con el
calor que les daba a los cristianos pensar que los navíos ingleses eran
españoles, hicieron por su libertad maravillas. Finalmente, habiendo
muerto casi todos los turcos, algunos españoles se pusieron a borde del
navío, y a grandes voces llamaron a los que pensaban ser españoles
entrasen a gozar el premio del vencimiento.
Preguntóles Ricaredo en español que qué navío era aquél. Respondiéronle
que era una nave que venía de la India de Portugal, cargada de especería,
y con tantas perlas y diamantes, que valía más de un millón de oro, y que
con tormenta había arribado a aquella parte, toda destruida y sin
artillería, por haberla echado a la mar la gente, enferma y casi muerta de
sed y de hambre; y que aquellas dos galeras, que eran del cosario Arnaúte
Mamí, el día antes la habían rendido, sin haberse puesto en defensa; y
que, a lo que habían oído decir, por no poder pasar tanta riqueza a sus
dos bajeles, la llevaban a jorro para meterla en el río de Larache, que
estaba allí cerca.
Ricaredo les respondió que si ellos pensaban que aquellos dos navíos eran
españoles, se engañaban; que no eran sino de la señora reina de
Inglaterra, cuya nueva dio que pensar y que temer a los que la oyeron,
pensando, como era razón que pensasen, que de un lazo habían caído en
otro. Pero Ricaredo les dijo que no temiesen algún daño, y que estuviesen
ciertos de su libertad, con tal que no se pusiesen en defensa.
-Ni es posible ponernos en ella -respondieron-, porque, como se ha dicho, este navío no tiene artillería ni nosotros armas; así que,
nos es forzoso acudir a la gentileza y liberalidad de vuestro general;
pues será justo que quien nos ha librado del insufrible cautiverio de los
turcos lleve adelante tan gran merced y beneficio, pues le podrá hacer
famoso en todas las partes, que serán infinitas, donde llegare la nueva
desta memorable vitoria y de su liberalidad, más de nosotros esperada que temida.
No le parecieron mal a Ricaredo las razones del español; y, llamando a
consejo los de su navío, les preguntó cómo haría para enviar todos los
cristianos a España sin ponerse a peligro de algún siniestro suceso, si el
ser tantos les daba ánimo para levantarse. Pareceres hubo que los hiciese
pasar uno a uno a su navío, y, así como fuesen entrando debajo de
cubierta, matarle, y desta manera matarlos a todos, y llevar la gran nave
a Londres, sin temor ni cuidado alguno.
A esto respondió Ricaredo:
-Pues que Dios nos ha hecho tan gran merced en darnos tanta riqueza, no
quiero corresponderle con ánimo cruel y desagradecido, ni es bien que lo
que puedo remediar con la industria lo remedie con la espada. Y así, soy
de parecer que ningún cristiano católico muera: no porque los quiero bien,
sino porque me quiero a mí muy bien, y querría que esta hazaña de hoy ni a
mí ni a vosotros, que en ella me habéis sido compañeros, nos diese,
mezclado con el nombre de valientes, el renombre de crueles: porque nunca
dijo bien la crueldad con la valentía. Lo que se ha de hacer es que toda
la artillería de un navío destos se ha de pasar a la gran nave portuguesa,
sin dejar en el navío otras armas ni otra cosa más del bastimento, y no
lejando la nave de nuestra gente, la llevaremos a Inglaterra, y los
españoles se irán a España.
Nadie osó contradecir lo que Ricaredo había propuesto, y algunos le
tuvieron por valiente y magnánimo y de buen entendimiento;
otros le juzgaron en sus corazones por más católico que debía. Resuelto,
pues, en esto Ricaredo, pasó con cincuenta arcabuceros a la nave
portuguesa, todos alerta y con las cuerdas encendidas. Halló en la nave
casi trecientas personas, de las que habían escapado de las galeras. Pidió
luego el registro de la nave, y respondióle aquel mismo que desde el borde
le habló la vez primera, que el registro le había tomado el cosario de los
bajeles, que con ellos se había ahogado. Al instante puso el torno en
orden, y, acostando su segundo bajel a la gran nave, con maravillosa
presteza y con fuerza de fortísimos cabestrantes, pasaron la artillería
del pequeño bajel a la mayor nave. Luego, haciendo una breve plática a los
cristianos, les mandó pasar al bajel desembarazado, donde hallaron
bastimento en abundancia para más de un mes y para más gente; y, así como
se iban embarcando, dio a cada uno cuatro escudos de oro españoles, que
hizo traer de su navío, para remediar en parte su necesidad cuando
llegasen a tierra: que estaba tan cerca, que las altas montañas de Abala y
Calpe desde allí se parecían. Todos le dieron infinitas gracias por la
merced que les hacía, y el último que se iba a embarcar fue aquel que por
los demás había hablado, el cual le dijo:
-Por más ventura tuviera, valeroso caballero, que me llevaras contigo a
Inglaterra, que no que me enviaras a España; porque, aunque es mi patria y
no habrá sino seis días que della partí, no he de hallar en ella otra cosa
que no sea de ocasiones de tristezas y soledades mías.
« Sabrás, señor, que en la pérdida de Cádiz, que sucedió habrá quince años,
perdí una hija que los ingleses debieron de llevar a Inglaterra, y con
ella perdí el descanso de mi vejez y la luz de mis ojos; que, después que
no la vieron, nunca han visto cosa que de su gusto sea. El grave
descontento en que me dejó su pérdida y la de la hacienda,
que también me faltó, me pusieron de manera que ni más quise ni más pude
ejercitar la mercancía, cuyo trato me había puesto en opinión de ser el
más rico mercader de toda la ciudad. Y así era la verdad, pues fuera del
crédito, que pasaba de muchos centenares de millares de escudos, valía mi
hacienda dentro de las puertas de mi casa más de cincuenta mil ducados;
todo lo perdí, y no hubiera perdido nada, como no hubiera perdido a mi
hija. Tras esta general desgracia y tan particular mía, acudió la
necesidad a fatigarme, hasta tanto que, no pudiéndola resistir, mi mujer y
yo, que es aquella triste que allí está sentada, determinamos irnos a las
Indias, común refugio de los pobres generosos. Y, habiéndonos embarcado en
un navío de aviso seis días ha, a la salida de Cádiz dieron con el navío
estos dos bajeles de cosarios, y nos cautivaron, donde se renovó nuestra
desgracia y se confirmó nuestra desventura. Y fuera mayor si los cosarios
no hubieran tomado aquella nave portuguesa, que los entretuvo hasta haber
sucedido lo que él había visto. »
Preguntóles Ricaredo cómo se llamaba su hija. Respondióle que Isabel. Con
esto acabó de confirmarse Ricaredo en lo que ya había sospechado, que era
que el que se lo contaba era el padre de su querida Isabela. Y, sin darle
algunas nuevas della, le dijo que de muy buena gana llevaría a él y a su
mujer a Londres, donde podría ser hallasen nuevas de la que deseaban.
Hízolos pasar luego a su capitana, poniendo marineros y guardas bastantes
en la nao portuguesa.
Aquella noche alzaron velas, y se dieron priesa a apartarse de las costas
de España, porque el navío de los cautivos libres, entre los cuales
también iban hasta veinte turcos, a quien también Ricaredo dio libertad,
por mostrar que más por su buena condición y generoso ánimo se mostraba
liberal, que por forzarle amor que a los católicos tuviese.
Rogó a los españoles que en la primera ocasión que se ofreciese diesen
entera libertad a los turcos, que ansimismo se le mostraron agradecidos.
El viento, que daba señales de ser próspero y largo, comenzó a calmar un
tanto, cuya calma levantó gran tormenta de temor en los ingleses, que
culpaban a Ricaredo y a su liberalidad, diciéndole que los libres podían
dar aviso en España de aquel suceso, y que si acaso había galeones de
armada en el puerto, podían salir en su busca y ponerlos en aprieto y en
término de perderse. Bien conocía Ricaredo que tenían razón, pero,
venciéndolos a todos con buenas razones, los sosegó; pero más los quietó
el viento, que volvió a refrescar de modo que, dándole todas las velas,
sin tener necesidad de acanallas ni aun de templallas, dentro de nueve
días se hallaron a la vista de Londres; y, cuando en él, victorioso,
volvieron, habría treinta que dél faltaban.
No quiso Ricaredo entrar en el puerto con muestras de alegría, por la
muerte de su general; y así, mezcló las señales alegres con las tristes:
unas veces sonaban clarines regocijados; otras, trompetas roncas; unas
tocaban los atambores, alegres y sobresaltadas armas, a quien con señas
tristes y lamentables respondían los pífaros; de una gavia colgaba, puesta
al revés, una bandera de medias lunas sembrada; en otra se veía un luengo
estandarte de tafetán negro, cuyas puntas besaban el agua. Finalmente, con
estos tan contrarios estremos entró en el río de Londres con su navío,
porque la nave no tuvo fondo en él que la sufriese; y así, se quedó en la
mar a lo largo.
Estas tan contrarias muestras y señales tenían suspenso el infinito pueblo
que desde la ribera les miraba. Bien conocieron por algunas insignias que
aquel navío menor era la capitana del barón de Lansac, mas no podían
alcanzar cómo el otro navío se hubiese cambiado con aquella
poderosa nave que en la mar se quedaba; pero sacólos desta duda haber
saltado en el esquife, armado de todas armas, ricas y resplandecientes, el
valeroso Ricaredo, que a pie, sin esperar otro acompañamiento que aquel de
un inumerable vulgo que le seguía, se fue a palacio, donde ya la reina,
puesta a unos corredores, estaba esperando le trujesen la nueva de los navíos.
Estaba con la reina, con las otras damas, Isabela, vestida a la inglesa, y
parecía tan bien como a la castellana. Antes que Ricaredo llegase, llegó
otro que dio las nuevas a la reina de cómo Ricaredo venía. Alborozas
Isabela oyendo el nombre de Ricaredo, y en aquel instante temió y esperó
malos y buenos sucesos de su venida.
Era Ricaredo alto de cuerpo, gentilhombre y bien proporcionado. Y, como
venía armado de peto, espaldar, gola y brazaletes y escarcelas, con unas
armas milanesas de once vistas, grabadas y doradas, parecía en estremo
bien a cuantos le miraban; no le cubría la cabeza morrión alguno, sino un
sombrero de gran falda, de color leonado con mucha diversidad de plumas
terciadas a la valona; la espada, ancha; los tiros, ricos; las calzas, a
la esguízara. Con este adorno y con el paso brioso que llevaba, algunos
hubo que le compararon a Marte, dios de la batallas, y otros, llevados de
la hermosura de su rostro, dicen que le compararon a Venus, que, para
hacer alguna burla a Marte, de aquel modo se había disfrazado. En fin, él
llegó ante la reina; puesto de rodillas, le dijo:
-Alta Majestad, en fuerza de vuestra ventura y en consecución de mi deseo,
después de haber muerto de una apoplejía el general de Lansac, quedando yo
en su lugar, merced a la liberalidad vuestra, me deparó la suerte dos
galeras turquescas que llevaban remolcando aquella gran nave que allí se
parece. Acometíla, pelearon vuestros soldados como siempre,
echáronse a fondo los bajeles de los cosarios; en el uno de los nuestros,
en vuestro real nombre, di libertad a los cristianos que del poder de los
turcos escaparon; sólo truje conmigo a un hombre y a una mujer españoles,
que por su gusto quisieron venir a ver la grandeza vuestra. Aquella nave
es de las que vienen de la India de Portugal, la cual por tormenta vino a
dar en poder de los turcos, que con poco trabajo, o, por mejor decir, sin
ninguno, la rindieron; y, según dijeron algunos portugueses de los que en
ella venían, pasa de un millón de oro el valor de la especería y otras
mercancías de perlas y diamantes que en ella vienen. A ninguna cosa se ha
tocado, ni los turcos habían llegado a ella, porque todo lo dedicó el
cielo, y yo lo mandé guardar, para Vuestra Majestad, que con una joya sola
que se me dé, quedaré en deuda de otras diez naves, la cual joya ya
Vuestra Majestad me la tiene prometida, que es a mi buena Isabela. Con
ella quedaré rico y premiado, no sólo deste servicio, cual él se sea, que
a Vuestra Majestad he hecho, sino de otros muchos que pienso hacer por
pagar alguna parte del todo casi infinito que en esta joya Vuestra
Majestad me ofrece.
-Levantaos, Ricaredo -respondió la reina-, y creedme que si por precio os
hubiera de dar a Isabela, según yo la estimo, no la peteretes pagar ni con
lo que trae esa nave ni con lo que queda en las Indias. Deslayo porque os
la prometí, y porque ella es digna de vos y vos lo sois della. Vuestro
valor solo la merece. Si vos habéis guardado las joyas de la nave para mí,
yo os he guardado la joya vuestra para vos; y, aunque os parezca que no
hago mucho en volveros lo que es vuestro, yo sé que os hago mucha merced
en ello; que las prendas que se compran a deseos y tienen su estimación en
el alma del comprador, aquello valen que vale una alma: que no hay precio
en la tierra con que aprecialla. Isabela es vuestra, veisla
allí; cuando quisiéredes podéis tomar su entera posesión, y creo será con
su gusto, porque es discreta y sabrá ponderar la amistad que le hacéis,
que no la quiero llamar merced, sino amistad, porque me quiero alzar con
el nombre de que yo sola puedo hacerle mercedes. Idos a descansar y
venidme a ver mañana, que quiero más particularmente oír vuestras hazañas;
y traedme esos dos que decís que de su voluntad han querido venir a verme,
que se lo quiero agradecer.
Besóle las manos Ricaredo por las muchas mercedes que le hacía. Entróse la
reina en una sala, y las damas rodearon a Ricaredo; y una dellas, que
había tomado grande amistad con Isabela, llamada la señora Tansi, tenida
por la más discreta, desenvuelta y graciosa de todas, dijo a Ricaredo:
-¿:Qué es esto, señor Ricaredo, qué armas son éstas? ¿:Pensábades por
ventura que veníades a pelear con vuestros enemigos? Pues en verdad que
aquí todas somos vuestras amigas, si no es la señora Isabela, que, como
española, está obligada a no teneros buena voluntad.
-Acuérdese ella, señora Tansi, de tenerme alguna, que como yo esté en su
memoria -dijo Ricaredo-, yo sé que la voluntad será buena, pues no puede
caber en su mucho valor y entendimiento y rara hermosura la fealdad de ser
desagradecida
A lo cual respondió Isabela:
-Señor Ricaredo, pues he de ser vuestra, a vos está tomar de mí toda la
satisfación que quisiéredes para recompensaros de las alabanzas que me
habéis dado y de las mercedes que pensáis hacerme.
Estas y otras honestas razones pasó Ricaredo con Isabela y con las damas,
entre las cuales había una doncella de pequeña edad, la cual no hizo sino
mirar a Ricaredo mientras allí estuvo. Alzábale las escarcelas, por ver
qué traía debajo dellas, tentábale la espada y con simplicidad de niña
quería que las armas le sirviesen de espejo, llegándose a mirar de muy
cerca en ellas; y, cuando se hubo ido, volviéndose a las damas, dijo:
-Ahora, señoras, yo imagino que debe de ser cosa
hermosísima la guerra, pues aun entre mujeres parecen bien los hombres armados.
-¡Y cómo si parecen! -respondió la señora Tansi-; si no, mirad, a
Ricaredo, que no parece sino que el sol se ha bajado a la tierra y en
aquel hábito va caminando por la calle.
Riyeron todas del dicho de la doncella y de la disparatada semejanza de
Tansi, y no faltaron murmuradores que tuvieron por impertinencia el haber
venido armado Ricaredo a palacio, puesto que halló disculpa en otros, que
dijeron que, como soldado, lo pudo hacer para mostrar su gallarda bizarría.
Fue Ricaredo de sus padres, amigos, parientes y conocidos con muestras de
entrañable amor recebido. Aquella noche se hicieron generales alegrías en
Londres por su buen suceso. Ya los padres de Isabela estaban en casa de
Clotaldo, a quien Ricaredo había dicho quién eran, pero que no les diesen
nueva ninguna de Isabela hasta que él mismo se la diese. Este aviso tuvo
la señora Catalina, su madre, y todos los criados y criadas de su casa.
Aquella misma noche, con muchos bajeles, lanchas y barcos, y con no menos
ojos que lo miraban, se comenzó a descargar la gran nave, que en ocho días
no acabó de dar la mucha pimienta y otras riquísimas mercaderías que en su
vientre encerradas tenía.
El día que siguió a esta noche fue Ricaredo a palacio, llevando consigo al
padre y madre de Isabela, vestidos de nuevo a la inglesa, diciéndoles que
la reina quería verlos. Llegaron todos donde la reina estaba en medio de
sus damas, esperando a Ricaredo, a quien quiso lisonjear y favorecer con
tener junto a sí a Isabela, vestida con aquel mismo vestido que llevó la
vez primera, mostrándose no menos hermosa ahora que entonces. Los padres
de Isabela quedaron admirados y suspensos de ver tanta grandeza y bizarría
junta. Pusieron los ojos en Isabela, y no la conocieron,
aunque el corazón, presagio del bien que tan cerca tenían, les comenzó a
saltar en el pecho, no con sobresalto que les entristeciese, sino con un
no sé qué de gusto, que ellos no acertaban a entendelle. No consintió la
reina que Ricaredo estuviese de rodillas ante ella; antes, le hizo
levantar y sentar en una silla rasa, que para sólo esto allí puesta
tenían: inusitada merced, para la altiva condición de la reina; y alguno
dijo a otro:
-Ricaredo no se sienta hoy sobre la silla que le han dado, sino sobre la
pimienta que él trujo.
Otro acudió y dijo:
-Ahora se verifica lo que comúnmente se dice, que dádivas quebrantan
peñas, pues las que ha traído Ricaredo han ablandado el duro corazón de
nuestra reina.
Otro acudió y dijo:
-Ahora que está tan bien ensillado, más de dos se atreverán a correrle.
En efeto, de aquella nueva honra que la reina hizo a Ricaredo tomó ocasión
la envidia para nacer en muchos pechos de aquéllos que mirándole estaban;
porque no hay merced que el príncipe haga a su privado que no sea una
lanza que atraviesa el corazón del envidioso.
Quiso la reina saber de Ricaredo menudamente cómo había pasado la batalla
con los bajeles de los cosarios. Él la contó de nuevo, atribuyendo la
vitoria a Dios y a los brazos valerosos de sus soldados, encareciéndolos a
todos juntos y particularizando algunos hechos de algunos que más que los
otros se habían señalado, con que obligó a la reina a hacer a todos
merced, y en particular a los particulares; y, cuando llegó a decir la
libertad que en nombre de su Majestad había dado a los turcos y
cristianos, dijo:
-Aquella mujer y aquel hombre que allí están, señalando a los padres de
Isabela, son los que dije ayer a Vuestra Majestad que, con deseo de ver
vuestra grandeza, encarecidamente me pidieron los trujese conmigo. Ellos
son de Cádiz, y de lo que ellos me han contado, y de lo que
en ellos he visto y notado, sé que son gente principal y de valor.
Mandóles la reina que se llegasen cerca. Alzó los ojos Isabela a mirar los
que decían ser españoles, y más de Cádiz, con deseo de saber si por
ventura conocían a sus padres. Ansí como Isabela alzó los ojos, los puso
en ella su madre y detuvo el paso para mirarla más atentamente, y en la
memoria de Isabela se comenzaron a despertar unas confusas noticias que le
querían dar a entender que en otro tiempo ella había visto aquella mujer
que delante tenía. Su padre estaba en la misma confusión, sin osar
determinarse a dar crédito a la verdad que sus ojos le mostraban. Ricaredo
estaba atentísimo a ver los afectos y movimientos que hacían las tres
dudosas y perplejas almas, que tan confusas estaban entre el sí y el no de
conocerse. Conoció la reina la suspensión de entrambos, y aun el
desasosiego de Isabela, porque la vio trasudar y levantar la mano muchas
veces a componerse el cabello.
En esto, deseaba Isabela que hablase la que pensaba ser su madre: quizá
los oídos la sacarían de la duda en que sus ojos la habían puesto. La
reina dijo a Isabela que en lengua española dijese a aquella mujer y a
aquel hombre le dijesen qué causa les había movido a no querer gozar de la
libertad que Ricaredo les había dado, siendo la libertad la cosa más
amada, no sólo de la gente de razón, mas aun de los animales que carecen della.
Todo esto preguntó Isabela a su madre, la cual, sin responderle palabra,
desatentadamente y medio tropezando, se llegó a Isabela y, sin mirar a
respecto, temores ni miramientos cortesanos, alzó la mano a la oreja
derecha de Isabela, y descubrió un lunar negro que allí tenía, la cual
señal acabó de certificar su sospecha. Y, viendo claramente ser Isabela su
hija, abrazándose con ella, dio una gran voz, diciendo:
-¡Oh, hija de mi corazón! ¡Oh, prenda cara del alma mía!
Y, sin poder pasar adelante, se cayó desmayada en los brazos de Isabela.
Su padre, no menos tierno que prudente, dio muestras de su
sentimiento no con otras palabras que con derramar lágrimas, que
sesgamente su venerable rostro y barbas le bañaron. Juntó Isabela su
rostro con el de su madre, y, volviendo los ojos a su padre, de tal manera
le miró, que le dio a entender el gusto y el descontento que de verlos
allí su alma tenía. La reina, admirada de tal suceso, dijo a Ricaredo:
-Yo pienso, Ricaredo, que en vuestra discreción se han ordenado estas
vistas, y no se os diga que han sido acertadas, pues sabemos que así suele
matar una súbita alegría como mata una tristeza.
Y, diciendo esto, se volvió a Isabela y la apartó de su madre, la cual,
habiéndole echado agua en el rostro, volvió en sí; y, estando un poco más
en su acuerdo, puesta de rodillas delante de la reina, le dijo:
-Perdone Vuestra Majestad mi atrevimiento, que no es mucho perder los
sentidos con la alegría del hallazgo desta amada prenda.
Respondióle la reina que tenía razón, sirviéndole de intéprete, para que
lo entendiese, Isabela; la cual, de la manera que se ha contado, conoció a
sus padres, y sus padres a ella, a los cuales mandó la reina quedar en
palacio, para que de espacio pudiesen ver y hablar a su hija y regocijarse
con ella; de lo cual Ricaredo se holgó mucho, y de nuevo pidió a la reina
le cumpliese la palabra que le había dado de dársela, si es que acaso la
merecía; y, de no merecerla, le suplicaba desde luego le mandase ocupar en
cosas que le hiciesen digno de alcanzar lo que deseaba. Bien entendió la
reina que estaba Ricaredo satisfecho de sí mismo y de su mucho valor, que
no había necesidad de nuevas pruebas para calificarle; y así, le dijo que
de allí a cuatro días le entregaría a Isabela, haciendo a los dos la honra
que a ella fuese posible. Con esto se despidió Ricaredo,
contentísimo con la esperanza propincua que llevaba de tener en su poder a
Isabela sin sobresalto de perderla, que es el último deseo de los amantes.
Corrió el tiempo, y no con la ligereza que él quisiera: que los que viven
con esperanzas de promesas venideras siempre imaginan que no vuela el
tiempo, sino que anda sobre los pies de la pereza misma. Pero en fin llegó
el día, no donde pensó Ricaredo poner fin a sus deseos, sino de hallar en
Isabela gracias nuevas que le moviesen a quererla más, si más pudiese. Mas
en aquel breve tiempo, donde él pensaba que la nave de su buena fortuna
corría con próspero viento hacia el deseado puerto, la contraria suerte
levantó en su mar tal tormenta, que mil veces temió anegarle.
Es, pues, el caso que la camarera mayor de la reina, a cuyo cargo estaba
Isabela, tenía un hijo de edad de veinte y dos años, llamado el conde
Arnesto. Hacíanle la grandeza de su estado, la alteza de su sangre, el
mucho favor que su madre con la reina tenía...; hacíanle, digo, estas
cosas más de lo justo arrogante, altivo y confiado. Este Arnesto, pues, se
enamoró de Isabela tan encendidamente, que en la luz de los ojos de
Isabela tenía abrasada el alma; y aunque, en el tiempo que Ricaredo había
estado ausente, con algunas señales le había descubierto su deseo, nunca
de Isabela fue admitido. Y, puesto que la repugnancia y los desdenes en
los principios de los amores suelen hacer desistir de la empresa a los
enamorados, en Arnesto obraron lo contrario los muchos y conocidos
desdenes que le dio Isabela, porque con su celo ardía y con su honestidad
se abrasaba. Y como vio que Ricaredo, según el parecer de la reina, tenía
merecida a Isabela, y que en tan poco tiempo se la había de entregar por
mujer, quiso desesperarse; pero, antes que llegase a tan infame y tan
cobarde remedio, habló a su madre, diciéndole pidiese a la
reina le diese a Isabela por esposa; donde no, que pensase que la muerte
estaba llamando a las puertas de su vida. Quedó la camarera admirada de
las razones de su hijo; y, como conocía la aspereza de su arrojada
condición y la tenacidad con que se le pegaban los deseos en el alma,
temió que sus amores habían de parar en algún infelice suceso. Con todo
eso, como madre, a quien es natural desear y procurar el bien de sus
hijos, prometió al suyo de hablar a la reina: no con esperanza de alcanzar
della el imposible de romper su palabra, sino por no dejar de intentar,
como en salir desahuciada, los últimos remedios.
Y, estando aquella mañana Isabela vestida, por orden de la reina, tan
ricamente que no se atreve la pluma a contarlo, y habiéndole echado la
misma reina al cuello una sarta de perlas de las mejores que traía la
nave, que las apreciaron en veinte mil ducados, y puéstole un anillo de un
diamante, que se apreció en seis mil escudos, y estando alborozadas las
damas por la fiesta que esperaban del cercano desposorio, entró la
camarera mayor a la reina, y de rodillas le suplicó suspendiese el
desposorio de Isabela por otros dos días; que, con esta merced sola que su
Majestad le hiciese, se tendría por satisfecha y pagada de todas las
mercedes que por sus servicios merecía y esperaba.
Quiso saber la reina primero por qué le pedía con tanto ahínco aquella
suspensión, que tan derechamente iba contra la palabra que tenía dada a
Ricaredo; pero no se la quiso dar la camarera hasta que le hubo otorgado
que haría lo que le pedía: tanto deseo tenía la reina de saber la causa de
aquella demanda. Y así, después que la camarera alcanzó lo que por
entonces deseaba, contó a la reina los amores de su hijo, y cómo temía que
si no le daban por mujer a Isabela, o se había de desesperar, 100v}> o hacer algún hecho escandaloso; y que si había pedido aquellos
dos días, era por dar lugar a su Majestad pensase qué medio sería a
propósito y conveniente para dar a su hijo remedio.
La reina respondió que si su real palabra no estuviera de por medio, que
ella hallara salida a tan cerrado laberinto, pero que no la quebrantaría,
ni defraudaría las esperanzas de Ricaredo, por todo el interés del mundo.
Esta respuesta dio la camarera a su hijo, el cual, sin detenerse un punto,
ardiendo en amor y en celos, se armó de todas armas, y sobre un fuerte y
hermoso caballo se presentó ante la casa de Clotaldo, y a grandes voces
pidió que se asomase Ricaredo a la ventana, el cual a aquella sazón estaba
vestido de galas de desposado y a punto para ir a palacio con el
acompañamiento que tal acto requería; mas, habiendo oído las voces, y
siéndole dicho quién las daba y del modo que venía, con algún sobresalto
se asomó a una ventana; y como le vio Arnesto, dijo:
-Ricaredo, estáme atento a lo que decirte quiero: la reina mi señora te
mandó fueses a servirla y a hacer hazañas que te hiciesen merecedor de la
sin par Isabela. Tú fuiste, y volviste cargadas las naves de oro, con el
cual piensas haber comprado y merecido a Isabela. Y, aunque la reina mi
señora te la ha prometido, ha sido creyendo que no hay ninguno en su corte
que mejor que tú la sirva, ni quien con mejor título merezca a Isabela, y
en esto bien podrá ser se haya engañado; y así, llegándome a esta opinión,
que yo tengo por verdad averiguada, digo que ni tú has hecho cosas tales
que te hagan merecer a Isabela, ni ninguna podrás hacer que a tanto bien
te levanten; y, en razón de que no la mereces, si quisieres contradecirme,
te desafío a todo trance de muerte.
Calló el conde, y desta manera le respondió Ricaredo:
-En ninguna manera me toca salir a vuestro desafío, señor conde, porque yo
confieso, no sólo que no merezco a Isabela, sino que no la merece ninguno
de los que hoy viven en el mundo. Así que, confesando yo
lo que vos decís, otra vez digo que no me toca vuestro desafío; pero yo le
acepto por el atrevimiento que habéis tenido en desafiarme.
Con esto se quitó de la ventana, y pidió apriesa sus armas. Alborotáronse
sus parientes y todos aquellos que para ir a palacio habían venido a
acompañarle. De la mucha gente que había visto al conde Arnesto armado, y
le había oído las voces del desafío, no faltó quien lo fue a contar a la
reina, la cual mandó al capitán de su guarda que fuese a prender al conde.
El capitán se dio tanta priesa, que llegó a tiempo que ya Ricaredo salía
de su casa, armado con las armas con que se había desembarcado, puesto
sobre un hermoso caballo.
Cuando el conde vio al capitán, luego imaginó a lo que venía, y determinó
de no dejar prenderse, y, alzando la voz contra Ricaredo, dijo:
-Ya vees, Ricaredo, el impedimento que nos viene. Si tuvieres gana de
castigarme, tú me buscarás; y, por la que yo tengo de castigarte, también
te buscaré; y, pues dos que se buscan fácilmente se hallan, dejemos para
entonces la ejecución de nuestros deseos.
-Soy contento -respondió Ricaredo.
En esto, llegó el capitán con toda su guarda, y dijo al conde que fuese
preso en nombre de su Majestad. Respondió el conde que sí daba; pero no
para que le llevasen a otra parte que a la presencia de la reina.
Contentóse con esto el capitán, y, cogiéndole en medio de la guarda, le
llevó a palacio ante la reina, la cual ya de su camarera estaba informada
del amor grande que su hijo tenía a Isabela, y con lágrimas había
suplicado a la reina perdonase al conde, que, como mozo y enamorado, a
mayores yerros estaba sujeto.
Llegó Arnesto ante la reina, la cual, sin entrar con él en razones, le
mandó quitar la espada y llevasen preso a una torre.
Todas estas cosas atormentaban el corazón de Isabela y de sus padres, que
tan presto veían turbado el mar de su sosiego. Aconsejó la camarera a la
reina que para sosegar el mal que podía suceder entre su parentela y la de
Ricaredo, que se quitase la causa de por medio, que era
Isabela, enviándola a España, y así cesarían los efetos que debían de
temerse; añadiendo a estas razones decir que Isabela era católica, y tan
cristiana que ninguna de sus persuasiones, que habían sido muchas, la
habían podido torcer en nada de su católico intento. A lo cual respondió
la reina que por eso la estimaba en más, pues tan bien sabía guardar la
ley que sus padres la habían enseñado; y que en lo de enviarla a España no
tratase, porque su hermosa presencia y sus muchas gracias y virtudes le
daban mucho gusto; y que, sin duda, si no aquel día, otro se la había de
dar por esposa a Ricaredo, como se lo tenía prometido.
Con esta resolución de la reina, quedó la camarera tan desconsolada que no
le replicó palabra; y, pareciéndole lo que ya le había parecido, que si no
era quitando a Isabela de por medio, no había de haber medio alguno que la
rigurosa condición de su hijo ablandase ni redujese a tener paz con
Ricaredo, determinó de hacer una de las mayores crueldades que pudo caber
jamás en pensamiento de mujer principal, y tanto como ella lo era. Y fue
su determinación matar con tósigo a Isabela; y, como por la mayor parte
sea la condición de las mujeres ser prestas y determinadas, aquella misma
tarde atosigó a Isabela en una conserva que le dio, forzándola que la
tomase por ser buena contra las ansias de corazón que sentía.
Poco espacio pasó después de haberla tomado, cuando a Isabela se le
comenzó a hinchar la lengua y la garganta, y a ponérsele denegridos los
labios, y a enronquecérsele la voz, turbársele los ojos y apretársele el
pecho: todas conocidas señales de haberle dado veneno. Acudieron las damas
a la reina, contándole lo que pasaba y certificándole que la camarera
había hecho aquel mal recaudo. No fue menester mucho para que la reina lo
creyese, y así, fue a ver a Isabela, que ya casi estaba
espirando. Mandó llamar la reina con priesa a sus médicos, y, en tanto que
tardaban, la hizo dar cantidad de polvos de unicornio, con otros muchos
antídotos que los grandes príncipes suelen tener prevenidos para
semejantes necesidades. Vinieron los médicos, y esforzaron los remedios y
pidieron a la reina hiciese decir a la camarera qué género de veneno le
había dado, porque no se dudaba que otra persona alguna sino ella la
hubiese avenenado. Ella lo descubrió, y con esta noticia los médicos
aplicaron tantos remedios y tan eficaces, que con ellos y con el ayuda de
Dios quedó Isabela con vida, o a lo menos con esperanza de tenerla.
Mandó la reina prender a su camarera y encerrarla en un aposento estrecho
de palacio, con intención de castigarla como su delito merecía, puesto que
ella se disculpaba diciendo que en matar a Isabela hacía sacrificio al
cielo, quitando de la tierra a una católica, y con ella la ocasión de las
pendencias de su hijo.
Estas tristes nuevas oídas de Ricaredo, le pusieron en términos de perder
el juicio: tales eran las cosas que hacía y las lastimeras razones con que
se quejaba. Finalmente, Isabela no perdió la vida, que el quedar con ella
la naturaleza lo comutó en dejarla sin cejas, pestañas y sin cabello; el
rostro hinchado, la tez perdida, los cueros levantados y los ojos
lagrimosos. Finalmente, quedó tan fea que, como hasta allí había parecido
un milagro de hermosura, entonces parecía un monstruo de fealdad. Por
mayor desgracia tenían los que la conocían haber quedado de aquella manera
que si la hubiera muerto el veneno. Con todo esto, Ricaredo se la pidió a
la reina, y le suplicó se la dejase llevar a su casa, porque el amor que
la tenía pasaba del cuerpo al alma; y que si Isabela había perdido su
belleza, no podía haber perdido sus infinitas virtudes.
-Así es -dijo la reina-, lleváosla, Ricaredo, y haced
cuenta que lleváis una riquísima joya encerrada en una caja de madera
tosca; Dios sabe si quisiera dárosla como me la entregastes, pero, pues no
es posible, perdonadme: quizá el castigo que diere a la cometedora de tal
delito satisfará en algo el deseo de la venganza.
Muchas cosas dijo Ricaredo a la reina desculpando a la camarera y
suplicándola la perdonase, pues las desculpas que daba eran bastantes para
perdonar mayores insultos. Finalmente, le entregaron a Isabela y a sus
padres, y Ricaredo los llevó a su casa; digo a la de sus padres. A las
ricas perlas y al diamante, añadió otras joyas la reina, y otros vestidos
tales, que descubrieron el mucho amor que a Isabela tenía, la cual duró
dos meses en su fealdad, sin dar indicio alguno de poder reducirse a su
primera hermosura; pero, al cabo deste tiempo, comenzó a caérsele el cuero
y a descubrírsele su hermosa tez.
En este tiempo, los padres de Ricaredo, pareciéndoles no ser posible que
Isabela en sí volviese, determinaron enviar por la doncella de Escocia,
con quien primero que con Isabela tenían concertado de casar a Ricaredo; y
esto sin que él lo supiese, no dudando que la hermosura presente de la
nueva esposa hiciese olvidar a su hijo la ya pasada de Isabela, a la cual
pensaban enviar a España con sus padres, dándoles tanto haber y riquezas,
que recompensasen sus pasadas pérdidas. No pasó mes y medio cuando, sin
sabiduría de Ricaredo, la nueva esposa se le entró por las puertas,
acompañada como quien ella era, y tan hermosa que, después de la Isabela
que solía ser, no había otra tan bella en toda Londres. Sobresaltóse
Ricaredo con la improvisa vista de la doncella, y temió que el sobresalto
de su venida había de acabar la vida a Isabela; y así, para templar este
temor, se fue al lecho donde Isabela estaba, y hallóla en compañía de sus
padres, delante de los cuales dijo:
-Isabela de mi alma: mis padres, con el grande amor que me tienen, aún no
bien enterados del mucho que yo te tengo, han traído a casa una doncella
escocesa, con quien ellos tenían concertado de casarme antes que yo
conociese lo que vales. Y esto, a lo que creo, con intención que la mucha
belleza desta doncella borre de mi alma la tuya, que en ella estampada
tengo. Yo, Isabela, desde el punto que te quise fue con otro amor de aquel
que tiene su fin y paradero en el cumplimiento del sensual apetito; que,
puesto que tu corporal hermosura me cautivó los sentidos, tus infinitas
virtudes me aprisionaron el alma, de manera que, si hermosa te quise, fea
te adoro; y, para confirmar esta verdad, dame esa mano.
Y, dándole ella la derecha y asiéndola él con la suya, prosiguió diciendo:
-Por la fe católica que mis cristianos padres me enseñaron, la cual si no
está en la entereza que se requiere, por aquélla juro que guarda el
Pontífice romano, que es la que yo en mi corazón confieso, creo y tengo, y
por el verdadero Dios que nos está oyendo, te prometo, ¡oh Isabela, mitad
de mi alma!, de ser tu esposo, y lo soy desde luego si tú quieres
levantarme a la alteza de ser tuyo.
Quedó suspensa Isabela con las razones de Ricaredo, y sus padres atónitos
y pasmados. Ella no supo qué decir, ni hacer otra cosa que besar muchas
veces la mano de Ricaredo y decirle, con voz mezclada con lágrimas, que
ella le aceptaba por suyo y se entregaba por su esclava. Besóla Ricaredo
en el rostro feo, no habiendo tenido jamás atrevimiento de llegarse a él
cuando hermoso.
Los padres de Isabela solenizaron con tiernas y muchas lágrimas las
fiestas del desposorio. Ricaredo les dijo que él dilataría el casamiento
de la escocesa, que ya estaba en casa, del modo que después verían; y,
cuando su padre los quisiese enviar a España a todos tres, no lo
rehusasen, sino que se fuesen y le aguardasen en Cádiz o en Sevilla dos años, dentro de los cuales les daba su palabra de ser
con ellos, si el cielo tanto tiempo le concedía de vida; y que si deste
término pasase, tuviese por cosa certísima que algún grande impedimento, o
la muerte, que era lo más cierto, se había opuesto a su camino.
Isabela le respondió que no solos dos años le aguardaría, sino todos
aquéllos de su vida, hasta estar enterada que él no la tenía, porque en el
punto que esto supiese, sería el mismo de su muerte. Con estas tiernas
palabras, se renovaron las lágrimas en todos, y Ricaredo salió a decir a
sus padres cómo en ninguna manera se casaría ni daría la mano a su esposa
la escocesa, sin haber primero ido a Roma a asegurar su conciencia. Tales
razones supo decir a ellos y a los parientes que habían venido con
Clisterna, que así se llamaba la escocesa, que, como todos eran católicos,
fácilmente las creyeron, y Clisterna se contentó de quedar en casa de su
suegro hasta que Ricaredo volviese, el cual pidió de término un año.
Esto ansí puesto y concertado, Clotaldo dijo a Ricaredo cómo determinaba
enviar a España a Isabela y a sus padres, si la reina le daba licencia:
quizá los aires de la patria apresurarían y facilitarían la salud que ya
comenzaba a tener. Ricaredo, por no dar indicio de sus designios,
respondió tibiamente a su padre que hiciese lo que mejor le pareciese;
sólo le suplicó que no quitase a Isabela ninguna cosa de las riquezas que
la reina le había dado. Prometióselo Clotaldo, y aquel mismo día fue a
pedir licencia a la reina, así para casar a su hijo con Clisterna, como
para enviar a Isabela y a sus padres a España. De todo se contentó la
reina, y tuvo por acertada la determinación de Clotaldo. Y aquel mismo
día, sin acuerdo de letrados y sin poner a su camarera en tela de juicio,
la condenó en que no sirviese más su oficio y en diez mil escudos de oro
para Isabela; y al conde Arnesto, por el desafío, le
desterró por seis años de Inglaterra. No pasaron cuatro días, cuando ya
Arnesto se puso a punto de salir a cumplir su destierro y los dineros
estuvieron juntos. La reina llamó a un mercader rico, que habitaba en
Londres y era francés, el cual tenía correspondencia en Francia, Italia y
España, al cual entregó los diez mil escudos, y le pidió cédulas para que
se los entregasen al padre de Isabela en Sevilla o en otra playa de
España. El mercader, descontados sus intereses y ganancias, dijo a la
reina que las daría ciertas y seguras para Sevilla, sobre otro mercader
francés, su correspondiente, en esta forma: que él escribiría a París para
que allí se hiciesen las cédulas por otro correspondiente suyo, a causa
que rezasen las fechas de Francia y no de Inglaterra, por el contrabando
de la comunicación de los dos reinos, y que bastaba llevar una letra de
aviso suya sin fecha, con sus contraseñas, para que luego diese el dinero
el mercader de Sevilla, que ya estaría avisado del de París.
En resolución, la reina tomó tales seguridades del mercader, que no dudó
de no ser cierta la partida; y, no contenta con esto, mandó llamar a un
patrón de una nave flamenca, que estaba para partirse otro día a Francia,
a sólo tomar en algún puerto della testimonio para poder entrar en España,
a título de partir de Francia y no de Inglaterra; al cual pidió
encarecidamente llevase en su nave a Isabela y a sus padres, y con toda
seguridad y buen tratamiento los pusiese en un puerto de España, el
primero a do llegase.
El patrón, que deseaba contentar a la reina, dijo que sí haría, y que los
pondría en Lisboa, Cádiz o Sevilla. Tomados, pues, los recaudos del
mercader, envió la reina a decir a Clotaldo no quitase a Isabela todo lo
que ella la había dado, así de joyas como de vestidos. Otro día, vino
Isabela y sus padres a despedirse de la reina, que los
recibió con mucho amor. Dioles la reina la carta del mercader y otras
muchas dádivas, así de dineros como de otras cosas de regalo para el
viaje. Con tales razones se lo agradeció Isabela, que de nuevo dejó
obligada a la reina para hacerle siempre mercedes. Despidióse de las
damas, las cuales, como ya estaba fea, no quisieran que se partiera,
viéndose libres de la envidia que a su hermosura tenían, y contentas de
gozar de sus gracias y discreciones. Abrazó la reina a los tres, y,
encomendándolos a la buena ventura y al patrón de la nave, y pidiendo a
Isabela la avisase de su buena llegada a España, y siempre de su salud,
por la vía del mercader francés, se despidió de Isabela y de sus padres,
los cuales aquella misma tarde se embarcaron, no sin lágrimas de Clotaldo
y de su mujer y de todos los de su casa, de quien era en todo estremo bien
querida. No se halló a esta despedida presente Ricaredo, que por no dar
muestras de tiernos sentimientos, aquel día hizo con unos amigos suyos le
llevasen a caza. Los regalos que la señora Catalina dio a Isabela para el
viaje fueron muchos, los abrazos infinitos, las lágrimas en abundancia,
las encomiendas de que la escribiese sin número, y los agradecimientos de
Isabela y de sus padres correspondieron a todo; de suerte que, aunque
llorando, los dejaron satisfechos.
Aquella noche se hizo el bajel a la vela; y, habiendo con próspero viento
tocado en Francia y tomado en ella los recados necesarios para poder
entrar en España, de allí a treinta días entró por la barra de Cádiz,
donde se desembarcaron Isabela y sus padres; y, siendo conocidos de todos
los de la ciudad, los recibieron con muestras de mucho contento.
Recibieron mil parabienes del hallazgo de Isabela y de la libertad que
habían alcanzado, ansí de los moros que los habían cautivado (habiendo
sabido todo su suceso de los cautivos que dio libertad la
liberalidad de Ricaredo), como de la que habían alcanzado de los ingleses.
Ya Isabela en este tiempo comenzaba a dar grandes esperanzas de volver a
cobrar su primera hermosura. Poco más de un mes estuvieron en Cádiz,
restaurando los trabajos de la navegación, y luego se fueron a Sevilla por
ver si salía cierta la paga de los diez mil ducados que, librados sobre el
mercader francés, traían. Dos días después de llegar a Sevilla le
buscaron, y le hallaron y le dieron la carta del mercader francés de la
ciudad de Londres. Él la reconoció, y dijo que hasta que de París le
viniesen las letras y carta de aviso no podía dar el dinero; pero que por
momentos aguardaba el aviso.
Los padres de Isabela alquilaron una casa principal, frontero de Santa
Paula, por ocasión que estaba monja en aquel santo monasterio una sobrina
suya, única y estremada en la voz, y así por tenerla cerca como por haber
dicho Isabela a Ricaredo que, si viniese a buscarla, la hallaría en
Sevilla y le diría su casa su prima la monja de Santa Paula, y que para
conocella no había menester más de preguntar por la monja que tenía la
mejor voz en el monasterio, porque estas señas no se le podían olvidar.
Otros cuarenta días tardaron de venir los avisos de París; y, a dos que
llegaron, el mercader francés entregó los diez mil ducados a Isabela, y
ella a sus padres; y con ellos y con algunos más que hicieron vendiendo
algunas de las muchas joyas de Isabela, volvió su padre a ejercitar su
oficio de mercader, no sin admiración de los que sabían sus grandes pérdidas.
En fin, en pocos meses fue restaurando su perdido crédito, y la belleza de
Isabela volvió a su ser primero, de tal manera que, en hablando de
hermosas, todos daban el lauro a la española inglesa; que, tanto por este nombre como por su hermosura, era de toda la ciudad
conocida. Por la orden del mercader francés de Sevilla, escribieron
Isabela y sus padres a la reina de Inglaterra su llegada, con los
agradecimientos y sumisiones que requerían las muchas mercedes della
recebidas. Asimismo, escribieron a Clotaldo y a su señora Catalina,
llamándolos Isabela padres, y sus padres, señores. De la reina no tuvieron
respuesta, pero de Clotaldo y de su mujer sí, donde les daban el parabién
de la llegada a salvo, y los avisaban cómo su hijo Ricaredo, otro día
después que ellos se hicieron a la vela, se había partido a Francia, y de
allí a otras partes, donde le convenía a ir para seguridad de su
conciencia, añadiendo a éstas otras razones y cosas de mucho amor y de
muchos ofrecimientos. A la cual carta respondieron con otra no menos
cortés y amorosa que agradecida.
Luego imaginó Isabela que el haber dejado Ricaredo a Inglaterra sería para
venirla a buscar a España; y, alentada con esta esperanza, vivía la más
contenta del mundo, y procuraba vivir de manera que, cuando Ricaredo
llegase a Sevilla, antes le diese en los oídos la fama de sus virtudes que
el conocimiento de su casa. Pocas o ninguna vez salía de su casa, si no
para el monasterio; no ganaba otros jubileos que aquellos que en el
monasterio se ganaban. Desde su casa y desde su oratorio andaba con el
pensamiento los viernes de Cuaresma la santísima estación de la cruz, y
los siete venideros del Espíritu Santo. Jamás visitó el río, ni pasó a
Triana, ni vio el común regocijo en el campo de Tablada y puerta de Jerez
el día, si le hace claro, de San Sebastián, celebrado de tanta gente, que
apenas se puede reducir a número. Finalmente, no vio regocijo público ni
otra fiesta en Sevilla: todo lo libraba en su recogimiento
y en sus oraciones y buenos deseos esperando a Ricaredo. Este su grande
retraimiento tenía abrasados y encendidos los deseos, no sólo de los
pisaverdes del barrio, sino de todos aquellos que una vez la hubiesen
visto: de aquí nacieron músicas de noche en su calle y carreras de día.
Deste no dejar verse y desearlo muchos crecieron las alhajas de las
terceras, que prometieron mostrarse primas y únicas en solicitar a
Isabela; y no faltó quien se quiso aprovechar de lo que llaman hechizos,
que no son sino embustes y disparates. Pero a todo esto estaba Isabela
como roca en mitad del mar, que la tocan, pero no la mueven las olas ni
los vientos.
Año y medio era ya pasado cuando la esperanza propincua de los dos años
por Ricaredo prometidos comenzó con más ahínco que hasta allí a fatigar el
corazón de Isabela. Y, cuando ya le parecía que su esposo llegaba y que le
tenía ante los ojos, y le preguntaba qué impedimentos le habían detenido
tanto; cuando ya llegaban a sus oídos las disculpas de su esposo, y cuando
ya ella le perdonaba y le abrazaba, y como a mitad de su alma le recebía,
llegó a sus manos una carta de la señora Catalina, fecha en Londres
cincuenta días había; venía en lengua inglesa, pero, leyéndola en español,
vio que así decía:
Hija de mi alma: bien conociste a Guillarte, el paje de Ricaredo. Éste se
fue con él al viaje, que por otra te avisé, que Ricaredo a Francia y a
otras partes había hecho el segundo día de tu partida. Pues este mismo
Guillarte, a cabo de diez y seis meses que no habíamos sabido de mi hijo,
entró ayer por nuestra puerta con nuevas que el conde Arnesto había muerto
a traición en Francia a Ricaredo. Considera, hija, cuál quedaríamos su
padre y yo y su esposa con tales nuevas; tales, digo, que aun no nos
dejaron poner en duda nuestra desventura. Lo que Clotaldo y yo te rogamos
otra vez, hija de mi alma, es que encomiendes muy de veras
a Dios la de Ricaredo, que bien merece este beneficio el que tanto te
quiso como tú sabes. También pedirás a Nuestro Señor nos dé a nosotros
paciencia y buena muerte, a quien nosotros también pediremos y
suplicaremos te dé a ti y a tus padres largos años de vida.
Por la letra y por la firma, no le quedó que dudar a Isabela para no creer
la muerte de su esposo. Conocía muy bien al paje Guillarte, y sabía que
era verdadero y que de suyo no habría querido ni tenía para qué fingir
aquella muerte; ni menos su madre, la señora Catalina, la habría fingido,
por no importarle nada enviarle nuevas de tanta tristeza. Finalmente,
ningún discurso que hizo, ninguna cosa que imaginó, le pudo quitar del
pensamiento no ser verdadera la nueva de su desventura.
Acabada de leer la carta, sin derramar lágrimas ni dar señales de doloroso
sentimiento, con sesgo rostro y, al parecer, con sosegado pecho, se
levantó de un estrado donde estaba sentada y se entró en un oratorio; y,
hincándose de rodillas ante la imagen de un devoto crucifijo, hizo voto de
ser monja, pues lo podía ser teniéndose por viuda. Sus padres disimularon
y encubrieron con discreción la pena que les había dado la triste nueva,
por poder consolar a Isabela en la amarga que sentía; la cual, casi como
satisfecha de su dolor, templándole con la santa y cristiana resolución
que había tomado, ella consolaba a sus padres, a los cuales descubrió su
intento, y ellos le aconsejaron que no le pusiese en ejecución hasta que
pasasen los dos años que Ricaredo había puesto por término a su venida;
que con esto se confirmaría la verdad de la muerte de Ricaredo, y ella con
más seguridad podía mudar de estado. Ansí lo hizo Isabela, y los seis
meses y medio que quedaban para cumplirse los dos años, los pasó en
ejercicios de religiosa y en concertar la entrada del monasterio, habiendo
elegido el de Santa Paula, donde estaba su prima.
Pasóse el término de los dos años y llegóse el día de tomar el hábito,
cuya nueva se estendió por la ciudad; y de los que conocían de vista a
Isabela, y de aquéllos que por sola su fama, se llenó el monasterio y la
poca distancia que dél a la casa de Isabela había. Y, convidando su padre
a sus amigos y aquéllos a otros, hicieron a Isabela uno de los más
honrados acompañamientos que en semejantes actos se había visto en
Sevilla. Hallóse en él el asistente, y el provisor de la Iglesia y vicario
del arzobispo, con todas las señoras y señores de título que había en la
ciudad: tal era el deseo que en todos había de ver el sol de la hermosura
de Isabela, que tantos meses se les había eclipsado. Y, como es costumbre
de las doncellas que van a tomar el hábito ir lo posible galanas y bien
compuestas, como quien en aquel punto echa el resto de la bizarría y se
descarta della, quiso Isabela ponerse la más bizarra que le fue posible; y
así, se vistió con aquel vestido mismo que llevó cuando fue a ver la reina
de Inglaterra, que ya se ha dicho cuán rico y cuán vistoso era. Salieron a
luz las perlas y el famoso diamante, con el collar y cintura, que asimismo
era de mucho valor.
Con este adorno y con su gallardía, dando ocasión para que todos alabasen
a Dios en ella, salió Isabela de su casa a pie, que el estar tan cerca del
monasterio escusó los coches y carrozas. El concurso de la gente fue
tanto, que les pesó de no haber entrado en los coches, que no les daban
lugar de llegar al monasterio. Unos bendecían a sus padres, otros al
cielo, que de tanta hermosura la había dotado; unos se empinaban por
verla; otros, habiéndola visto una vez, corrían adelante por verla otra; y
el que más solícito se mostró en esto, y tanto que muchos echaron de ver
en ello, fue un hombre vestido en hábito de los que vienen rescatados de
cautivos, con una insignia de la Trinidad en el pecho, en
señal que han sido rescatados por la limosna de sus redemptores. Este
cautivo, pues, al tiempo que ya Isabela tenía un pie dentro de la portería
del convento, donde habían salido a recebirla, como es uso, la priora y
las monjas con la cruz, a grandes voces dijo:
-¡Detente, Isabela, detente!; que mientras yo fuere vivo no puedes tú ser religiosa.
A estas voces, Isabela y sus padres volvieron los ojos, y vieron que,
hendiendo por toda la gente, hacia ellos venía aquel cautivo; que,
habiéndosele caído un bonete azul redondo que en la cabeza traía,
descubrió una confusa madeja de cabellos de oro ensortijados, y un rostro
como el carmín y como la nieve, colorado y blanco: señales que luego le
hicieron conocer y juzgar por estranjero de todos. En efeto, cayendo y
levantando, llegó donde Isabela estaba; y, asiéndola de la mano, le dijo:
-¿:Conócesme, Isabela? Mira que yo soy Ricaredo, tu esposo.
-Sí conozco -dijo Isabela-, si ya no eres fantasma que viene a turbar mi reposo.
Sus padres le asieron y atentamente le miraron, y en resolución conocieron
ser Ricaredo el cautivo; el cual, con lágrimas en los ojos, hincando las
rodillas delante de Isabela, le suplicó que no impidiese la estrañeza del
traje en que estaba su buen conocimiento, ni estorbase su baja fortuna que
ella no correspondiese a la palabra que entre los dos se habían dado.
Isabela, a pesar de la impresión que en su memoria había hecho la carta de
su madre de Ricaredo, dándole nuevas de su muerte, quiso dar más crédito a
sus ojos y a la verdad que presente tenía; y así, abrazándose con el
cautivo, le dijo:
-Vos, sin duda, señor mío, sois aquel que sólo podrá impedir mi cristiana
determinación. Vos, señor, sois sin duda la mitad de mi alma, pues sois mi verdadero esposo; estampado os tengo en mi memoria y guardado en mi alma.
Las nuevas que de vuestra muerte me escribió mi señora, y
vuestra madre, ya que no me quitaron la vida, me hicieron escoger la de la
religión, que en este punto quería entrar a vivir en ella. Mas, pues Dios
con tan justo impedimento muestra querer otra cosa, ni podemos ni conviene
que por mi parte se impida. Venid, señor, a la casa de mis padres, que es
vuestra, y allí os entregaré mi posesión por los términos que pide nuestra
santa fe católica.
Todas estas razones oyeron los circunstantes, y el asistente, y vicario, y
provisor del arzobispo; y de oírlas se admiraron y suspendieron, y
quisieron que luego se les dijese qué historia era aquélla, qué estranjero
aquél y de qué casamiento trataban. A todo lo cual respondió el padre de
Isabela, diciendo que aquella historia pedía otro lugar y algún término
para decirse. Y así, suplicaba a todos aquellos que quisiesen saberla,
diesen la vuelta a su casa, pues estaba tan cerca; que allí se la
contarían de modo que con la verdad quedasen satisfechos, y con la
grandeza y estrañeza de aquel suceso admirados. En esto, uno de los
presentes alzó la voz, diciendo:
-Señores, este mancebo es un gran cosario inglés, que yo le conozco; y es
aquel que habrá poco más de dos años tomó a los cosarios de Argel la nave
de Portugal que venía de las Indias. No hay duda sino que es él, que yo le
conozco, porque él me dio libertad y dineros para venirme a España, y no
sólo a mí, sino a otros trecientos cautivos.
Con estas razones se alborotó la gente y se avivó el deseo que todos
tenían de saber y ver la claridad de tan intricadas cosas. Finalmente, la
gente más principal, con el asistente y aquellos dos señores
eclesiásticos, volvieron a acompañar a Isabela a su casa, dejando a las
monjas tristes, confusas y llorando por lo que perdían en [no] tener en su
compañía a la hermosa Isabela; la cual, estando en su casa, en una gran
sala della hizo que aquellos señores se sentasen. Y,
aunque Ricaredo quiso tomar la mano en contar su historia, todavía le
pareció que era mejor fiarlo de la lengua y discreción de Isabela, y no de
la suya, que no muy expertamente hablaba la lengua castellana.
Callaron todos los presentes; y, teniendo las almas pendientes de las
razones de Isabela, ella así comenzó su cuento; el cual le reduzgo yo a
que dijo todo aquello que, desde el día que Clotaldo la robó de Cádiz,
hasta que entró y volvió a él, le había sucedido, contando asimismo la
batalla que Ricaredo había tenido con los turcos, la liberalidad que había
usado con los cristianos, la palabra que entrambos a dos se habían dado de
ser marido y mujer, la promesa de los dos años, las nuevas que había
tenido de su muerte: tan ciertas a su parecer, que la pusieron en el
término que habían visto de ser religiosa. Engrandeció la liberalidad de
la reina, la cristiandad de Ricaredo y de sus padres, y acabó con decir
que dijese Ricaredo lo que le había sucedido después que salió de Londres
hasta el punto presente, donde le veían con hábito de cautivo y con una
señal de haber sido rescatado por limosna.
-Así es -dijo Ricaredo-, y en breves razones sumaré los inmensos trabajos
míos:
« Después que me partí de Londres, por escusar el casamiento que no podía
hacer con Clisterna, aquella doncella escocesa católica con quien ha dicho
Isabela que mis padres me querían casar, llevando en mi compañía a
Guillarte, aquel paje que mi madre escribe que llevó a Londres las nuevas
de mi muerte, atravesando por Francia, llegué a Roma, donde se alegró mi
alma y se fortaleció mi fe. Besé los pies al Sumo Pontífice, confesé mis
pecados con el mayor penitenciero; absolvióme dellos, y diome los recaudos
necesarios que diesen fe de mi confesión y penitencia y de la reducción
que había hecho a nuestra universal madre la Iglesia. Hecho esto, visité
los lugares tan santos como inumerables que hay en aquella ciudad santa; y de dos mil escudos que tenía en oro, di los mil y
seiscientos a un cambio, que me los libró en esta ciudad sobre un tal
Roqui Florentín. Con los cuatrocientos que me quedaron, con intención de
venir a España, me partí para Génova, donde había tenido nuevas que
estaban dos galeras de aquella señoría de partida para España.
»Llegué con Guillarte, mi criado, a un lugar que se llama Aquapendente,
que, viniendo de Roma a Florencia, es el último que tiene el Papa, y en
una hostería o posada, donde me apeé, hallé al conde Arnesto, mi mortal
enemigo, que con cuatro criados disfrazado y encubierto, más por ser
curioso que por ser católico, entiendo que iba a Roma. Creí sin duda que
no me había conocido. Encerréme en un aposento con mi criado, y estuve con
cuidado y con determinación de mudarme a otra posada en cerrando la noche.
No lo hice ansí, porque el descuido grande que yo [pen]sé que tenían el
conde y sus criados, me aseguró que no me habían conocido. Cené en mi
aposento, cerré la puerta, apercebí mi espada, encomendéme a Dios y no
quise acostarme. Durmióse mi criado, y yo sobre una silla me quedé medio
dormido; mas, poco después de la media noche, me despertaron, para hacerme
dormir el eterno sueño, cuatro pistoletes [que], como después supe,
dispararon contra mí el conde y sus criados; y, dejándome por muerto,
teniendo ya a punto los caballos, se fueron, diciendo al huésped de la
posada que me enterrase, porque era hombre principal; y, con esto, se fueron.
»Mi criado, según dijo después el huésped, despertó al ruido, y con el
miedo se arrojó por una ventana que caía a un patio; y, diciendo
′′¡desventurado de mí, que han muerto a mi señor!′′, se salió del mesón; y
debió de ser con tal miedo, que no debió de parar hasta Londres, pues él
fue el que llevó las nuevas de mi muerte. Subieron los de la hostería y
halláronme atravesado con cuatro balas y con muchos
perdigones; pero todas por partes, que de ninguna fue mortal la herida.
Pedí confesión y todos los sacramentos como católico cristiano;
diéronmelos, curáronme, y no estuve para ponerme en camino en dos meses;
al cabo de los cuales vine a Génova, donde no hallé otro pasaje, sino en
dos falugas que fletamos yo y otros dos principales españoles: la una para
que fuese delante descubriendo, y la otra donde nosotros fuésemos.
»Con esta seguridad nos embarcamos, navegando tierra a tierra con
intención de no engolfarnos; pero, llegando a un paraje que llaman las
Tres Marías, que es en la costa de Francia, yendo nuestra primera faluga
descubriendo, a deshora salieron de una cala dos galeotas turquescas; y,
tomándonos la una la mar y la otra la tierra, cuando íbamos a embestir en
ella, nos cortaron el camino y nos cautivaron. En entrando en la galeota,
nos desnudaron hasta dejarnos en carnes. Despojaron las falugas de cuanto
llevaban, y dejáronlas embestir en tierra sin echallas a fondo, diciendo
que aquéllas les servirían otra vez de traer otra galima, que con este
nombre llaman ellos a los despojos que de los cristianos toman. Bien se me
podrá creer si digo que sentí en el alma mi cautiverio, y sobre todo la
pérdida de los recaudos de Roma, donde en una caja de lata los traía, con
la cédula de los mil y seiscientos ducados; mas la buena suerte quiso que
viniese a manos de un cristiano cautivo español, que las guardó; que si
vinieran a poder de los turcos, por lo menos había de dar por mi rescate
lo que rezaba la cédula, que ellos averiguaran cúya era.
»Trujéronnos a Argel, donde hallé que estaban rescatando los padres de la
Santísima Trinidad. Hablélos, díjeles quién era, y, movidos de caridad,
aunque yo era estranjero, me rescataron en esta forma: que dieron 110r}> por mí trecientos ducados, los ciento luego y los docientos cuando
volviese el bajel de la limosna a rescatar al padre de la redempción, que
se quedaba en Argel empeñado en cuatro mil ducados, que había gastado más
de los que traía. Porque a toda esta misericordia y liberalidad se
estiende la caridad destos padres, que dan su libertad por la ajena, y se
quedan cautivos por rescatar los cautivos. Por añadidura del bien de mi
libertad, hallé la caja perdida con los recaudos y la cédula. Mostrésela
al bendito padre que me había rescatado, y ofrecíle quinientos ducados más
de los de mi rescate para ayuda de su empeño.
»Casi un año se tardó en volver la nave de la limosna; y lo que en este
año me pasó, a poderlo contar ahora, fuera otra nueva historia. Sólo diré
que fui conocido de uno de los veinte turcos que di libertad con los demás
cristianos ya referidos, y fue tan agradecido y tan hombre de bien, que no
quiso descubrirme; porque, a conocerme los turcos por aquél que había
echado a fondo sus dos bajeles, y quitádoles de las manos la gran nave de
la India, o me presentaran al Gran Turco o me quitaran la vida; y de
presentarme al Gran Señor redundara no tener libertad en mi vida.
Finalmente, el padre redemptor vino a España conmigo y con otros cincuenta
cristianos rescatados. En Valencia hicimos la procesión general, y desde
allí cada uno se partió donde más le plugo, con las insignias de su
libertad, que son estos habiticos. Hoy llegué a esta ciudad, con tanto
deseo de ver a Isabela, mi esposa, que, sin detenerme a otra cosa,
pregunté por este monasterio, donde me habían de dar nuevas de mi esposa.
Lo que en él me ha sucedido ya se ha visto. Lo que queda por ver son estos
recaudos, para que se pueda tener por verdadera mi historia, que tiene
tanto de milagrosa como de verdadera. »
Y luego, en diciendo esto, sacó de una caja de lata los recaudos 110v}> que decía, y se los puso en manos del provisor, que los vio junto
con el señor asistente; y no halló en ellos cosa que le hiciese dudar de
la verdad que Ricaredo había contado. Y, para más confirmación della,
ordenó el cielo que se hallase presente a todo esto el mercader Florentín,
sobre quien venía la cédula de los mil y seiscientos ducados, el cual
pidió que le mostrasen la cédula; y, mostrándosela, la reconoció y la
aceptó para luego, porque él muchos meses había que tenía aviso desta
partida. Todo esto fue añadir admiración a admiración y espanto a espanto.
Ricaredo dijo que de nuevo ofrecía los quinientos ducados que había
prometido. Abrazó el asistente a Ricaredo y a sus padres de Isabela y a ella, ofreciéndoseles a todos con corteses razones. Lo mismo hicieron los
dos señores eclesiásticos, y rogaron a Isabela que pusiese toda aquella
historia por escrito, para que la leyese su señor el arzobispo; y ella lo prometió.
El grande silencio que todos los circunstantes habían tenido, escuchando
el estraño caso, se rompió en dar alabanzas a Dios por sus grandes
maravillas; y, dando desde el mayor hasta el más pequeño el parabién a
Isabela, a Ricaredo y a sus padres, los dejaron; y ellos suplicaron al
asistente honrase sus bodas, que de allí a ocho días pensaban hacerlas.
Holgó de hacerlo así el asistente, y, de allí a ocho días, acompañado de
los más principales de la ciudad, se halló en ellas.
Por estos rodeos y por estas circunstancias, los padres de Isabela
cobraron su hija y restauraron su hacienda; y ella, favorecida del cielo y
ayudada de sus muchas virtudes, a despecho de tantos inconvenientes, halló
marido tan principal como Ricaredo, en cuya compañía se piensa que aún hoy
vive en las casas que alquilaron frontero de Santa Paula, que después las
compraron de los herederos de un hidalgo burgalés que se llamaba Hernando de Cifuentes.
Esta novela nos podría enseñar cuánto puede la virtud, y cuánto la
hermosura, pues son bastantes juntas, y cada una de por sí, a enamorar aun
hasta los mismos enemigos; y de cómo sabe el cielo sacar, de las mayores
adversidades nuestras, nuestros mayores provechos.
FIN de La española inglesa
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