MADRID. -- 1919.
@§ PROLOGO
COMO ERA LA VILLA DE URBIA EN EL ULTIMO TERCIO DEL SIGLO
XIX
Una muralla de piedra, negruzca y alta rodea a Urbia. Esta muralla sigue a lo
largo del camino real, limita el pueblo por el Norte y al llegar al río se tuerce,
tropieza con la iglesia, a la que coge, dejando parte del ábside fuera de su
recinto, y después escala una altura y envuelve la ciudad por el Sur.
Hay todavía, en los fosos, terrenos encharcados con hierbajos y espadañas,
poternas llenas de hierros, garitas desmochadas, escalerillas musgosas, y
alrededor, en los glacis, altas y románticas arboledas, malezas y boscajes y
verdes praderas salpicadas de florecillas. Cerca, en la aguda colina a cuyo pie se
sienta el pueblo, un castillo sombrío se oculta entre gigantescos olmos.
Desde el camino real, Urbia aparece como una agrupación de casas decrépitas,
leprosas, inclinadas, con balcones corridos de madera y miradores que asoman
por encima de la negra pared de piedra que las circunda.
Tiene Urbia una barriada vieja y otra nueva. La barriada vieja, la _calle_,
como se le llama por antonomasia en vascuence, está formada, principalmente,
por dos callejuelas estrechas, sinuosas y en cuesta que se unen en la plaza.
El pueblo viejo, desde la carretera, traza una línea quebrada de tejados
torcidos y mugrientos, que va descendiendo desde el Castillo hasta el río. Las
casas, encaramadas en la cintura de piedra de la ciudad, parece a primera vista
que se encuentran en una posición estrecha é incómoda, pero no es así, sino todo
lo contrario, porque, entre el pie de las casas y los muros fortificados, existe un
gran espacio ocupado por una serie de magníficas huertas. Tales huertas,
protegidas de los vientos fríos, son excelentes. En ellas se pueden cultivar
plantas de zona cálida como naranjos y limoneros.
La muralla, por la parte interior que da a las huertas, tiene un camino formado
por grandes losas, especie de acera de un metro de ancho con su barandado de
hierro.
En los intersticios de estas losas viejas, y desgastadas por las lluvias, crecen la
venenosa cicuta y el beleño; junto a las paredes brillan, en la primavera, las
flores amarillentas del diente del león y del verbasco, los gladiolos de hermoso
color carmesí y las digitales purpúreas. Otros muchos hierbajos, mezclados con
ortigas y amapolas, se extienden por la muralla y adornan con su verdura y con
sus constelaciones de flores pequeñas y simples las almenas, las aspilleras y los
matacanes.
Durante el invierno, en las horas de sol, algunos viejos de la vecindad, con
traje de casa y zapatillas, pasean por la cornisa, y al llegar Marzo o Abril
contemplan los progresos de los hermosos perales y melocotoneros de las
huertas.
Observan también, disimuladamente, por las aspilleras, si viene algún coche o
carro al pueblo, si hay novedades en las casas de la barriada nueva, no sin cierta
hostilidad, porque todos los habitantes del interior sienten una obscura y mal
explicada antipatía por sus convecinos de extra-muros.
La cintura de piedra del pueblo viejo se abre en unos sitios por puertas
ojivales; en otros se rompe irregularmente, dejando un boquete que por días se
ve agrandarse.
En algunas de las puertas, debajo, de la ojiva primitiva, se hizo
posteriormente, no se sabe con qué objeto, un arco de medio punto.
En las piedras de las jambas quedan empotrados hierros que sirvieron para las
poternas. Los puentes levadizos están substituídos por montones de tierra que
rellenan el foso hasta la necesaria altura.
Urbia ofrece aspectos varios según el sitio de donde se le contemple; desde
lejos y viniendo desde la carretera, sobre todo al anochecer, tiene la apariencia
de un castillo feudal; la ciudadela sombría, envuelta entre grandes árboles,
prolongada después por el pueblo con sus muros fortificados que chorrean agua,
presentan un aspecto grave y guerrero; en cambio, desde el puente y un día de
sol, Urbia no da ninguna impresión fosca, por el contrario, parece una diminuta
Florencia, asentada en las orillas de un riachuelo claro, pedregoso, murmurador y
de rápida corriente.
Las dos filas de casas bañadas por el río son casas viejas con galerías y
miradores negruzcos, en los cuales cuelgan ropas puestas a secar, ristras de ajos
y de pimientos. Estas galerías tienen en un extremo una polea y un cubo para
subir agua. Al finalizar las casas, siguiendo las orillas del río, hay algunos
huertos, por cuyas tapias verdosas surgen cipreses altos, delgados y espirituales,
lo que da a este rincón un mayor aspecto florentino.
Urbia intra-muros se acaba pronto; fuera de las dos calles largas, solo tiene
callejones húmedos y estrechos y la plaza. Esta es una encrucijada lóbrega,
constituida por una pared de la iglesia con varias rejas tapiadas, por la Casa del
Ayuntamiento con sus balcones volados y su gran portón coronado por el escudo
de la villa, y por un caserón enorme en cuyo bajo se halla instalado el almacén
de Azpillaga.
El almacén de Azpillaga, donde se encuentra de todo, debe dar a los aldeanos
la impresión de una caja de Pandora, de un mundo inexplorado y lleno de
maravillas. A la puerta de casa de Azpillaga, colgando de las negras paredes,
suelen verse chisteras para jugar a la pelota, albardas, jáquimas, monturas de
estilo andaluz; y en las ventanas, que hacen de escaparate frascos con caramelos
de color, aparejos complicados de pesca, con su corcho rojo y sus cañas, redes
sujetas a un mango, marcos de hojadelata, santos de yeso y de latón y estampas
viejas, sucias por las moscas.
En el interior hay ropas, mantas, lanas, jamón, botellas de Chartreuse
falsificado, loza fina... El Museo Británico no es nada, en variedad, al lado de
este almacén.
A la puerta suele pasearse Azpillaga, grueso, majestuoso, con su aire clerical,
unas mangas azules y su boina. Las dos calles principales de Urbia son estrechas,
tortuosas y en cuesta. La mayoría de los vecinos de esas dos calles son
labradores, alpargateros y carpinteros de carros. Los labradores, por la mañana,
salen al campo con sus yuntas. Al despertar el pueblo, al amanecer, se oyen los
mugidos de los bueyes; luego, los alpargateros sacan su banco a la acera, y los
carpinteros trabajan en medio de la calle en compañía de los chiquillos, de las
gallinas y de los perros.
Algunas de las casas de las dos calles principales muestran su escudo, otras,
sentencias escritas en latín, y la generalidad, un número, la fecha en que se
hicieron y el nombre del matrimonio que las mandó construir...
Hoy, el pueblo lo forma casi exclusivamente la parte nueva, limpia,
coquetona, un poco presuntuosa. El verano cruzan la carretera un sin fin de
automóviles y casi todos se paran un momento en la casa de Ohando, convertido
en Gran Hotel de Urbia. Algunas señoritas, apasionadas por lo pintoresco,
mientras el grueso papá escribe postales en el hotel, suben las escaleras del
portal de la Antigua, recorren las dos calles principales de la ciudad y sacan
fotografías de los rincones que les parecen románticos y de los grupos de
alpargateros que se dejan retratar sonriendo burlonamente.
Hace cuarenta años la vida en Urbia era pacífica y sencilla; los domingos
había el acontecimiento de la misa mayor, y por la tarde el acontecimiento de las
vísperas. Después, en un prado anejo a la Ciudadela y del cual se había
apoderado la villa, iba el tamborilero y la gente bailaba alegremente, al son del
pito y del tamboril, hasta que el toque del Angelus terminaba con la zambra y los
campesinos volvían a sus casas después de hacer una estación en la taberna.
LIBRO PRIMERO
La infancia de Zalacaín
@§ -- I -- CAPITULO PRIMERO
COMO VIVIO Y SE EDUCO MARTIN ZALACAIN
Un camino en cuesta baja de la Ciudadela pasa por encima del cementerio y
atraviesa el portal de Francia. Este camino, en la parte alta, tiene a los lados
varias cruces de piedra, que terminan en una ermita y por la parte baja, después
de entrar en la ciudad, se convierte en calle. A la izquierda del camino, antes de
la muralla, había hace años un caserío viejo, medio derruído, con el tejado
terrero lleno de pedruscos y la piedra arenisca de sus paredes desgastada por la
acción de la humedad y del aire. En el frente de la decrépita y pobre casa, un
agujero indicaba dónde estuvo en otro tiempo el escudo, y debajo de él se
adivinaban, más bien que se leían, varias letras que componían una frase latina:
_Post funera virtus vivit_.
En este caserío nació y pasó los primeros años de su infancia Martín Zalacaín
de Urbia, el que, más tarde, había de ser llamado Zalacaín el Aventurero; en este
caserío soñó sus primeras aventuras y rompió los primeros pantalones.
Los Zalacaín vivían a pocos pasos de Urbia, pero ni Martín ni su familia eran
ciudadanos; faltaban a su casa unos metros para formar parte de la villa.
El padre de Martín fué labrador, un hombre obscuro y poco comunicativo,
muerto en una epidemia de viruelas; la madre de Martín tampoco era mujer de
carácter; vivió en esa obscuridad psicológica normal entre la gente del campo, y
pasó de soltera a casada y de casada a viuda con absoluta inconsciencia. Al morir
su marido, quedó con dos hijos Martín y una niña menor, llamada Ignacia.
El caserío donde habitaban los Zalacaín pertenecía a la familia de Ohando,
familia la más antigua aristocrática y rica de Urbia.
Vivía la madre de Martín casi de la misericordia de los Ohandos.
En tales condiciones de pobreza y de miseria, parecía lógico que, por herencia
y por la acción del ambiente, Martín fuese como su padre y su madre, obscuro,
tímido y apocado; pero el muchacho resultó decidido, temerario y audaz.
En esta época, los chicos no iban tanto a la escuela como ahora, y Martín pasó
mucho tiempo sin sentarse en sus bancos. No sabía de ella más si no que era un
sitio obscuro, con unos cartelones blancos en las paredes, lo cual no le animaba a
entrar. Le alejaba también de aquel modesto centro de enseñanza el ver que los
chicos de la calle no le consideraban como uno de los suyos, a causa de vivir
fuera del pueblo y de andar siempre hecho un andrajoso.
Por este motivo les tenía algún odio; así que cuando algunos chiquillos de los
caseríos de extramuros entraban en la calle y comenzaban a pedradas con los
ciudadanos, Martín era de los más encarnizados en el combate; capitaneaba las
hordas bárbaras, las dirigía y hasta las dominaba.
Tenía entre los demás chicos el ascendiente de su audacia y de su temeridad.
No había rincón del pueblo que Martín no conociera. Para él, Urbia era la
reunión de todas las bellezas, el compendio de todos los intereses y
magnificencias.
Nadie se ocupaba de él, no compartía con los demás chicos la escuela y
huroneaba por todas partes. Su abandono le obligaba a formarse sus ideas
espontáneamente y a templar la osadía con la prudencia.
Mientras los niños de su edad aprendían a leer, él daba la vuelta a la muralla,
sin que le asustasen las piedras derrumbadas, ni las zarzas que cerraban el paso.
Sabía dónde había palomas torcaces é intentaba coger sus nidos, robaba fruta y
cogía moras y fresas silvestres.
A los ocho años, Martín gozaba de una mala fama digna ya de un hombre. Un
día, al salir de la escuela, Carlos Ohando, el hijo de la familia rica que dejaba por
limosna el caserío a la madre de Martín, señalándole con el dedo, gritó:
-- ¡Ese ! Ese es un ladrón.
-- ¡Yo ! -- exclamó Martín.
-- Tú, sí. El otro día te vi que estabas robando peras en mi casa. Toda tu familia
es de ladrones.
Martín, aunque respecto a él no podía negar la exactitud del cargo, creyó no
debía permitir este ultraje dirigido a los Zalacaín y, abalanzándose sobre el joven
Ohando, le dió una bofetada morrocotuda. Ohando contestó con un puñetazo, se
agarraron los dos y cayeron al suelo, se dieron de trompicones, pero Martín, más
fuerte, tumbaba siempre al contrario. Un alpargatero tuvo que intervenir en la
contienda y, a puntapiés y a empujones, separó a los dos adversarios. Martín se
separó triunfante y el joven Ohando, magullado y maltrecho, se fué a su casa.
La madre de Martín, al saber el suceso, quiso obligar a su hijo a presentarse en
casa de Ohando y a pedir perdón a Carlos, pero Martín afirmó que antes lo
matarían. Ella tuvo que encargarse de dar toda clase de excusas y explicaciones a
la poderosa familia.
Desde entonces, la madre miraba a su hijo como a un réprobo.
-- ¡De dónde ha salido este chico así ! -- decía, y experimentaba al pensar en él
un sentimiento confuso de amor y de pena, solo comparable con el asombro y la
desesperación de la gallina, cuando empolla huevos de pato y ve que sus hijos se
zambullen en el agua sin miedo y van nadando valientemente.
@§ -- I -- CAPITULO II
DONDE SE HABLA DEL VIEJO CINICO MIGUEL DE TELLAGORRI
Algunas veces, cuando su madre enviaba por vino o por sidra a la taberna de
Arcale a su hijo Martín, le solía decir:
-- Y si le encuentras, al viejo Tellagorri, no le hables, y si te dice algo,
respóndele a todo que no.
Tellagorri, tío-abuelo de Martín, hermano de la madre de su padre, era un
hombre flaco, de nariz enorme y ganchuda, pelo gris, ojos grises, y la pipa de
barro siempre en la boca. Punto fuerte en la taberna de Arcale, tenía allí su
centro de operaciones, allí peroraba, discutía y mantenía vivo el odio latente que
hay entre los campesinos por el propietario.
Vivía el viejo Tellagorri de una porción de pequeños recursos que él se
agenciaba, y tenía mala fama entre las personas pudientes del pueblo. Era, en el
fondo, un hombre de rapiña, alegre y jovial, buen bebedor, buen amigo y en el
interior de su alma bastante violento para pegarle un tiro a uno o para incendiar
el pueblo entero.
La madre de Martín presintió que, dado el carácter de su hijo, terminaría
haciéndose amigo de Tellagorri, a quien ella consideraba como un hombre
siniestro. Efectivamente, así fué; el mismo día en que el viejo supo la paliza que
su sobrino había adjudicado al joven Ohando, le tomó bajo su protección y
comenzó a iniciarle en su vida.
El mismo señalado día en que Martín disfrutó de la amistad de Tellagorri,
obtuvo también la benevolencia de _Marqués. Marqués_ era el perro de
Tellagorri, un perro chiquito, feo, contagiado hasta tal punto con las ideas,
preocupaciones y mañas de su amo, que era como él; ladrón, astuto, vagabundo,
viejo, cínico, insociable é independiente. Además, participaba del odio de
Tellagorri por los ricos, cosa rara en un perro. Si _Marqués_ entraba alguna vez
en la iglesia, era para ver si los chicos habían dejado en el suelo de los bancos
donde se sentaban algún mendrugo de pan, no por otra cosa. No tenía veleidades
místicas. A pesar de su título aristocrático, _Marqués_, no simpatizaba ni con el
clero ni con la nobleza. Tellagorri le llamaba siempre _Marquesch_, alteración
que en vasco parece más cariñosa.
Tellagorri poseía un huertecillo que no valía nada, según los inteligentes, en el
extremo opuesto de su casa, y para ir a él le era indispensable recorrer todo el
balcón de la muralla. Muchas veces le propusieron comprarle el huerto, pero él
decía que le venía de familia y que los higos de sus higueras eran tan excelentes,
que por nada del mundo vendería aquel pedazo de tierra.
Todo el mundo creía que conservaba el huertecillo para tener derecho de pasar
por la muralla y robar, y esta opinión no se hallaba, ni mucho menos, alejada de
la realidad.
Tellagorri era de la familia de los Galchagorris, la familia de los pantalones
colorados, y este consonante, entre el mote de su familia y su nombre había
servido al padre de la sacristana, viejo chusco que odiaba a Tellagorri, de motivo
a una canción que hasta los chicos la sabían y que mortificaba profundamente a
Tellagorri.
La canción decía así:
Tellagorri Galchagorri Ongui etorri Onera. Ostutzale Erantzale Nescatzale Zu
cerá.
(Tellagorri, Galchagorri, bien venido seas aquí. Aficionado a robar, aficionado
a beber aficionado a las muchachas, eres tú.)
Tellagorri, al oir la canción, fruncía el entrecejo y se ponía serio.
Tellagorri era un individualista convencido, tenía el individualismo del vasco
reforzado y calafateado por el individualismo de los Tellagorris.
-- Cada cual que conserve lo que tenga y que robe lo que pueda -- decía.
Esta era la más social de sus teorías, las más insociables se las callaba.
Tellagorri no necesitaba de nadie para vivir. El se hacía la ropa, él se afeitaba
y se cortaba el pelo, se fabrica las abarcas, y no necesitaba de nadie, ni de mujer
ni de hombre. Así al menos lo aseguraba él.
Tellagorri, cuando le tomó por su cuenta a Martín, le enseñó toda su ciencia.
Le explicó la manera de acogotar una gallina sin que alborotase, le mostró la
manera de coger los higos y las ciruelas de las huertas sin peligro de ser visto, y
le enseñó a conocer las setas buenas de las venenosas por el color de la hierba en
donde se crían.
Esta cosecha de setas y la caza de caracoles constituía un ingreso para
Tellagorri, pero el mayor era otro.
Había en la Ciudadela, en uno de los lienzos de la muralla, un rellano formado
por tierra, al cual parecía tan imposible llegar subiendo como bajando. Sin
embargo, Tellagorri dió con la vereda para escalar aquel rincón y, en este sitio
recóndito y soleado, puso una verdadera plantación de tabaco, cuyas hojas secas
vendía al tabernero Arcale.
El camino que llevaba a la plantación de tabaco del viejo, partía de una
heredad de los Ohandos y pasaba por un foso de la Ciudadela. Abriendo una
puerta vieja y carcomida que había en este foso, por unos escalones cubiertos de
musgo, se llegaba al rincón de Tellagorri.
Este camino subía apoyándose en las gruesas raíces de los árboles,
constituyendo una escalera de desiguales tramos, metida en un túnel de ramaje.
En verano, las hojas lo cubrían por completo. En los días calurosos de Agosto
se podía dormir allí a la sombra, arrullado por el piar de los pájaros y el rezongar
de los moscones.
El foso era lugar también interesante para Martín; las paredes estaban
cubiertas de musgos rojos, amarillos y verdes; entre las piedras nacían la
lechetrezna, el beleño y el yezgo, y los grandes lagartos tornasolados se tostaban
al sol. En los huecos de la muralla tenían sus nidos las lechuzas y los mochuelos.
Tellagorri explicaba todo detenidamente a Martín.
Tellagorri era un sabio, nadie conocía la comarca como él, nadie dominaba la
geografía del río Ibaya, la fauna y la flora de sus orillas y de sus aguas como este
viejo cínico.
Guardaba, en los agujeros del puente romano, su aparejo y su red para cuando
la veda; sabía pescar al martillo, procedimiento que se reduce a golpear algunas
losas del fondo del río y luego a levantarlas, con lo que quedan las truchas que
han estado debajo inmóviles y aletargadas.
Sabía cazar los peces a tiros; ponía lazos a las nutrias en la cueva de
Amaviturrieta, que se hunde en el suelo y está a medias llena de agua; echaba las
redes en Ocin beltz, el agujero negro en donde el río se embalsa; pero no
empleaba nunca la dinamita porque, aunque vagamente, Tellagorri amaba la
Naturaleza y no quería empobrecerla.
Le gustaba también a este viejo embromar a la gente: decía que nada gustaba
tanto a las nutrias como un periódico con buenas noticias, y aseguraba que si se
dejaba un papel a la orilla del río, estos animales salen a leerlo; contaba historias
extraordinarias de la inteligencia de los salmones y de otros peces. Para
Tellagorri, los perros si no hablaban era porque no querían, pero él los
consideraba con tanta inteligencia como una persona. Este entusiasmo por los
canes le había impulsado a pronunciar esta frase irrespetuosa:
-- « Yo le saludo con más respeto a un perro de aguas, que al señor párroco. »
La tal frase escandalizó el pueblo.
Había gente que comenzaba a creer que Tellagorri y Voltaire eran los
causantes de la impiedad moderna.
Cuando no tenían, el viejo y el chico, nada que hacer, iban de caza con
_Marquesch_ al monte. Arcale le prestaba a Tellagorri su escopeta. Tellagorri,
sin motivo conocido, comenzaba a insultar a su perro. Para esto siempre tenía
que emplear el castellano:
-- ¡Canalla ! ¡Granuja ! -- le decía -- . ¡Viejo cochino ! ¡Cobarde !
_Marqués_ contestaba a los insultos con un ladrido suave, que parecía una
quejumbrosa protesta, movía la cola como un péndulo y se ponía a andar en
zig-zag, olfateando por todas partes. De pronto veía que algunas hierbas se
movían y se lanzaba a ellas como una flecha.
Martín se divertía muchísimo con estos espectáculos. Tellagorri lo tenía como
acompañante para todo, menos para ir a la taberna; allí no le quería a Martín. Al
anochecer, solía decirle, cuando él iba a perorar al parlamento de casa de Arcale:
-- Anda, vete a mi huerta y coge unas peras de allí, del rincón, y llévatelas a
casa. Mañana me darás la llave.
Y le entregaba un pedazo de hierro que pesaba media tonelada por lo menos.
Martín recorría el balcón de la muralla. Así sabía que en casa de Tal habían
plantado alcachofas y en la de Cual judías. El ver las huertas y las casas ajenas
desde lo alto de la muralla, y el contemplar los trabajos de los demás, iba dando
a Martín cierta inclinación a la filosofía y al robo.
Como en el fondo el joven Zalacaín era agradecido y de buena pasta, sentía
por su viejo Mentor un gran entusiasmo y un gran respeto. Tellagorri lo sabía,
aunque daba a entender que lo ignoraba; pero en buena reciprocidad, todo lo que
comprendía que le gustaba al muchacho o servía para su educación, lo hacía si
estaba en su mano.
¡Y qué rincones conocía Tellagorri ! Como buen vagabundo era aficionado a la
contemplación de la Naturaleza. El viejo y el muchacho subían a las alturas de la
Ciudadela, y allá, tendidos sobre la hierba y las aliagas, contemplaban el extenso
paisaje. Sobre todo, las tardes de primavera era una maravilla. El río Ibaya,
limpio, claro, cruzaba el valle por entre heredades verdes, por entre filas de
álamos altísimos, ensanchándose y saltando sobre las piedras, estrechándose
después, convirtiéndose en cascada de perlas al caer por la presa del molino.
Cerraban el horizonte montes ceñudos y en los huertos se veían arboledas y
bosquecillos de frutales.
El sol daba en los grandes olmos de follaje espeso de la Ciudadela y los
enrojecía y los coloreaba con un tono de cobre.
Bajando desde lo alto, por senderos de cabras, se llegaba a un camino que
corría junto a las aguas claras del Ibaya. Cerca del pueblo, algunos pescadores de
caña, se pasaban la tarde sentados en la orilla y las lavanderas, con las piernas
desnudas metidas en el río, sacudían las ropas y cantaban.
Tellagorri conocía de lejos a los pescadores. -- Allí están Tal y Tal, decía -- .
Seguramente no han pescado nada. No se reunía con ellos; él sabía un rincón
perfumado por las flores de las acacias y de los espinos que caía sobre un sitio en
donde el río estaba en sombra y a donde afluían los peces.
Tellagorri le curtía a Martín, le hacía andar, correr, subirse a los árboles,
meterse en los agujeros como un hurón, le educaba a su manera, por el sistema
pedagógico de los Tellagorris que se parecía bastante al salvajismo.
Mientras los demás chicos estudiaban la doctrina y el catón, él contemplaba
los espectáculos de la Naturaleza, entraba en la cueva de Erroitza en donde hay
salones inmensos llenos de grandes murciélagos que se cuelgan de las paredes
por las uñas de sus alas membranosas, se bañaba en Ocin beltz, a pesar de que
todo el pueblo consideraba este remanso peligrosísimo, cazaba y daba grandes
viajatas.
Tellagorri hacía que su nieto entrara en el río cuando llevaban a bañar los
caballos de la diligencia, montado en uno de ellos.
-- ¡Más adentro ! ¡Más cerca de la presa, Martín ! -- le decía.
Y Martín, riendo, llevaba los caballos hasta la misma presa.
Algunas noches, Tellagorri, le llevó a Zalacaín al cementerio.
-- Espérame aquí un momento -- le dijo.
-- Bueno.
Al cabo de media hora, al volver por allí le preguntó:
-- ¿:Has tenido miedo, Martín ?
-- ¿:Miedo de qué ?
-- _¡Arrayua !_ Así hay que ser -- decía Tellagorri -- . Hay que estar firmes,
siempre firmes.
@§ -- I -- CAPITULO III
LA REUNION DE LA POSADA DE ARCALE
La posada de Arcale estaba en la calle del castillo y hacía esquina al callejón
Oquerra. Del callejón se salía al portal de la Antigua; hendidura estrecha y
lóbrega de la muralla que bajaba por una rampa en zig-zag al camino real. La
casa de Arcale era un caserón de piedra hasta el primer piso, y lo demás de
ladrillo, que dejaba ver sus vigas cruzadas y ennegrecidas por la humedad. Era,
al mismo tiempo, posada y taberna con honores de club, pues allí por la noche se
reunían varios vecinos de la _calle_ y algunos campesinos a hablar y a discutir y
los domingos a emborracharse. El zaguán negro tenía un mostrador y un armario
repleto de vinos y licores; a un lado estaba la taberna, con mesas de pino largas
que podían levantarse y sujetarse a la pared, y en el fondo la cocina. Arcale era
un hombre grueso y activo, excosechero, extratante de caballos y contrabandista.
Tenía cuentas complicadas con todo el mundo, administraba las diligencias,
chalaneaba, gitaneaba, y los días de fiesta añadía a sus oficios el de cocinero.
Siempre estaba yendo y viniendo, hablando, gritando, riñendo a su mujer y a su
hermano, a los criados y a los pobres; no paraba nunca de hacer algo.
La tertulia de la noche en la taberna de Arcale la sostenían Tellagorri y Pichía.
Pichía, digno compinche de Tellagorri, le servía de contraste. Tellagorri era
flaco, Pichía gordo; Tellagorri vestía de obscuro, Pichía, quizá para poner más
en evidencia su volumen, de claro; Tellagorri pasaba por pobre, Pichía era rico;
Tellagorri era liberal, Pichía carlista; Tellagorri no pisaba la iglesia, Pichía
estaba siempre en ella, pero a pesar de tantas divergencias Tellagorri y Pichía se
sentían almas gemelas que fraternizaban ante un vaso de buen vino.
Tenían estos dos oradores de la taberna de Arcale hablando en castellano un
carácter común y era que invariablemente trabucaban las efes y las pes. No había
medio de que las pronunciasen a derechas.
-- ¿:Qué te _farece_ a tí el médico nuevo ? -- le preguntaba Pichía a Tellagorri.
-- !Psé ! -- contestaba el otro -- . La _frática_ es lo que le _palta_.
-- Pues es hombre listo, hombre de alguna _portuna,_ tiene su _fiano_ en casa.
No había manera de que uno u otro pronunciaran estas letras bien.
Tellagorri se sentía poco aficionado a las cosas de iglesia, tenía poca
_apición_, como hubiera dicho él, y cuando bebía dos copas de más la primera
gente de quien empezaba a hablar mal era de los curas. Pichía parecía natural
que se indignara y no sólo no se indignaba como cerero y religioso, sino que
azuzaba a su amigo para que dijera cosas más fuertes contra el vicario, los
coadjutores, el sacristán o la cerora.
Sin embargo, Tellagorri respetaba al vicario de Arbea, a quien los clericales
acusaban de liberal y de loco. El tal vicario tenía la costumbre de coger su
sueldo, cambiarlo en plata y dejarlo encima de la mesa formando un montón, no
muy grande, porque el sueldo no era mucho, de duros y de pesetas. Luego, a todo
el que iba a pedirle algo, después de reñirle rudamente y de reprocharle sus
vicios y de insultarle a veces, le daba lo que le parecía, hasta que a mediados del
mes se le acababa el montón de pesetas y entonces daba maíz o habichuelas
siempre refunfuñando é insultando.
Tellagorri decía: -- Esos son curas, no como los de aquí, que no quieren más
que vivir bien y buenas _profinas_.
Toda la torpeza de Tellagorri hablando castellano se trocaba en facilidad, en
rapidez y en gracia cuando peroraba en vascuence. Sin embargo, él prefería
hablar en castellano porque le parecía más elegante.
Cualquier cosa llegaba a ser graciosa en boca de aquel viejo truhán; cuando
pasaba por delante de la taberna alguna chica bonita, Tellagorri lanzaba un
ronquido tan socarrón que todo el mundo reía.
Otro, haciendo lo mismo, hubiese parecido ordinario y grosero; él, no;
Tellagorri tenía una elegancia y una delicadeza innata que le alejaban de la
grosería.
Era también hombre de refranes, y cuando estaba borracho cantaba muy mal,
sin afinación alguna, pero dando a las palabras mucha malicia.
Las dos canciones favoritas suyas eran dos híbridas de vascuence y castellano;
traducidas literalmente no querían decir gran cosa, pero en sus labios
significaban todo. Una, probablemente de su invención, era así:
Ba dala sargentua Ba dala quefia. Erreguiñen bizcarretic Artzen ditu cafia.
(Ya sea sargento, ya sea jefe, a costa de la reina, toma su café).
Esto, en boca de Tellagori, quiería decir que todo el mundo era un pillo.
La otra canción la tenía el viejo para los momentos solemnes, y era así:
Manuelacho, escasayozu Barcasiyua Andresí.
(Manolita, pídele perdón a Andrés).
Y hacía, al decir esto Tellagorri, una reverencia cómica, y continuaa con voz
gangosa:
Beti orrela ibilli gabe majo sharraren iguesí.
(Sin andar siempre, de esa manera, huyendo de un viejecito tan majo).
Y después, como una consecuencia grave de lo que había dicho antes, añadía:
Napoleonen pauso gaiztoac ondó dituzu icasi.
(Los malos pasos de Napoleón, bien los has aprendido).
No era fácil comprender qué malos pasos de Napoleón habría aprendido
Manolita. Probablemente Manolita no tendría ni la más remota idea de la
existencia del héroe de Austerlitz, pero esto no era obstáculo para que la canción
en boca de Tellagorri tuviese muchísima gracia.
Para los momentos en que Tellagorri estaba un tanto excitado o borracho,
tenía otra canción bilingü
e, en que se celebraba el abrazo de Vergara y que
concluía así:
¡Viva Espartero ! ¡Viva erreguiña ! ¡Ojalá de repente ilcobalizaque Bere ama
ciquiña !
(¡Viva Espartero ! ¡Viva la reina ! Ojalá de repente se muriese su sucia madre !).
Este adjetivo, dirigido a la madre de Isabel I, indicaba cómo había llegado el
odio por María Cristina hasta los más alejados rincones de España.
@§ -- I -- CAPITULO IV
QUE SE REFIERE A LA NOBLE CASA DE OHANDO
A la entrada del pueblo nuevo, en la carretera, y por lo tanto, fuera de las
murallas, estaba la casa más antigua y linajuda de Urbia: la casa de Ohando.
Los Ohandos constituyeron durante mucho tiempo la única aristocracia de la
villa; fueron en tiempo remoto grandes hacendados y fundadores de capellanías,
luego algunos reveses de fortuna y la guerra civil, amenguaron sus rentas y la
llegada de otras familias ricas les quitó la preponderancia absoluta que habían
tenido.
La casa Ohando estaba en la carretera, lo bastante retirada de ella para dejar
sitio a un hermoso jardín, en el cual, como haciendo guardia, se levantaban seis
magníficos tilos. Entre los grandes troncos de estos árboles crecían viejos rosales
que formaban guirnaldas en la primavera cuajadas de flores.
Otro rosal trepador, de retorcidas ramas y rosas de color de té, subía por la
fachada extendiéndose como una parra y daba al viejo casarón un tono delicado
y aéreo. Tenía además este jardín, en el lado que se unía con la huerta, un
bosquecillo de lilas y saúcos. En los meses de Abril y Mayo, estos arbustos
florecían y mezclaban sus tirsos perfumados, sus corolas blancas y sus racimillos
azules.
En la casa solar, sobre el gran balcón del centro, campeaba el escudo de los
fundadores tallado en arenisca roja; se veían esculpidos en él dos lobos
rampantes con unas manos cortadas en la boca y un roble en el fondo. En el
lenguaje heráldico, el lobo indica encarnizamiento con los enemigos; el roble,
venerable antigü
edad.
A juzgar por el blasón de los Ohandos, estos eran de una familia antigua, feroz
con los enemigos. Si había que dar crédito a algunas viejas historias, el escudo
decía únicamente la verdad.
La parte de atrás de la casa de los hidalgos daba a una hondonada; tenía una
gran galería de cristales y estaba hecha de ladrillo con entramado negro; enfrente
se erguía un monte de dos mil pies, según el mapa de la provincia, con algunos
caseríos en la parte baja, y en la alta, desnudo de vegetación, y sólo cubierto a
trechos por encinas y carrascas.
Por un lado, el jardín se continuaba con una magnífica huerta en declive,
orientada al mediodía.
La familia de los Ohandos se componía de la madre, doña Agueda, y de sus
hijos Carlos y Catalina.
Doña Agueda, mujer débil, fanática y entermiza, de muy poco carácter, estaba
dominada constantemente en las cuestiones de la casa por alguna criada antigua
y en las cuestiones espirituales por el confesor.
En esta época, el confesor era un curita joven llamado don Félix, hombre de
apariencia tranquila y dulce que ocultaba vagas ambiciones de dominio bajo una
capa de mansedumbre evangélica.
Carlos de Ohando el hijo mayor de doña Agueda, era un muchacho cerril,
obscuro, tímido y de pasiones violentas. El odio y la envidia se convertían en el
en verdaderas enfermedades.
A Martín Zalacaín le había odiado desde pequeño cuando Martín le calentó las
costillas al salir de la escuela, el odio de Carlos se convirtió en furor. Cuando le
veía a Martín andar a caballo y entrar en el río, le deseaba un desliz peligroso.
Le odiaba frenéticamente.
Catalina, en vez de ser obscura y cerril como su hermano Carlos, era pizpireta,
sonriente, alegre y muy bonita. Cuando iba a la escuela con su carita sonrosada,
un traje gris y una boina roja en la cabeza rubia, todas las mujeres del pueblo la
acariciaban, las demás chicas querían siempre andar con ella y decían que, a
pesar de su posición privilegiada, no era nada orgullosa.
Una de sus amigas era Ignacita, la hermana de Martín.
Catalina y Martín se encontraban muchas veces y se hablaban; él la veía desde
lo alto de la muralla, en el mirador de la casa, sentadita y muy formal, jugando o
aprendiendo a hacer media. Ella siempre estaba oyendo hablar de las calaveradas
de Martín.
-- Ya está ese diablo ahí en la muralla -- decía doña Agueda -- . Se va a matar el
mejor día. ¡Qué demonio de chico ! ¡Qué malo es !
Catalina ya sabía que diciendo ese demonio, o ese diablo, se referían a Martín.
Carlos alguna vez le había dicho a su hermana:
-- No hables con ese ladrón.
Pero a Catalina no le parecía ningún crimen que Martín cogiera frutas de los
árboles y se las comiese, ni que corriese por la muralla. A ella se le antojaban
extravagancias, porque desde niña tenía un instinto de orden y tranquilidad y le
parecía mal que Martín fuese tan loco.
Los Ohandos eran dueños de un jardín próximo al río, con grandes magnolias
y tilos y cercado por un seto de zarzas.
Cuando Catalina solía ir allí con la criada a coger flores, Martín las seguía
muchas veces y se quedaba a la entrada del seto.
-- Entra si quieres -- le decía Catalina.
-- Bueno -- y Martín entraba y hablaba de sus correrías, de las barbaridadas que
iba a hacer y exponía las opiniones de Tellagorri, que le parecían artículos de fe.
-- ¡Más te valía ir a la escuela ! -- le decía Catalina.
-- ¡Yo ! ¡A la escuela ! -- exclamaba Martín -- . Yo me iré a América o me iré a la
guerra.
Catalina y la criada entraban por un sendero del jardín lleno de rosales y
hacían ramos de flores. Martín las veía y contemplaba la presa, cuyas aguas
brillaban al sol como perlas y se deshacían en espumas blanquísimas.
-- Ya andaría por ahí, si tuviera una lancha -- decía Martín.
Catalina protestaba.
-- ¿:No se te van a ocurrir más que tonterías siempre ? ¿:Por qué no eres como
los demás chicos ?
-- Yo les pego a todos -- contestaba Martín, como si esto fuera una razón.
...En la primavera, el camino próximo al río era una delicia. Las hojas nuevas
de las hayas comenzaban a verdear, el helecho lanzaba al aire sus enroscados
tallos, los manzanos y los perales de las huertas ostentaban sus copas nevadas
por la flor y se oían los cantos de las malvices y de los ruiseñores en las
enramadas. El cielo se mostraba azul, de un azul suave, un poco pálido y sólo
alguna nube blanca, de contornos duros, como si fuera de mármol, aparecía en el
cielo.
Los sábados por la tarde, durante la primavera y el verano, Catalina y otras
chicas del pueblo, en compañía de alguna buena mujer, iban al campo santo.
Llevaba cada una un cestito de flores, hacían una escobilla con los hierbajos
secos, limpiaban el suelo de las lápidas en donde estaban enterrados los muertos
de su familia y adornaban las cruces con rosas y con azucenas. Al volver hacia
casa todas juntas, veían cómo en el cielo comenzaban a brillar las estrellas y
escuchaban a los sapos, que lanzaban su misteriosa nota de flauta en el silencio
del crepúsculo...
Muchas veces, en el mes de Mayo, cuando pasaban Tellagorri y Martín por la
orilla del río, al cruzar por detrás de la iglesia, llegaba hasta ellos las voces de las
niñas, que cantaban en el coro las flores de María.
Emenche gauzcatzu ama
(Aquí nos tienes, madre.)
Escuchaban un momento, y Martín distinguía la voz de Catalina, la chica de
Ohando.
-- Es _Cataliñ_, la de Ohando -- decía Martín.
-- Si no eres tonto tú, te casarás con ella -- replicaba Tellagorri.
Y Martín se echaba a reir.
@§ -- I -- CAPITULO V
DE COMO MURIO MARTIN LOPEZ DE ZALACAIN, EN EL AÑO DE
GRACIA DE MIL CUATROCIENTOS Y DOCE.
Uno de los vecinos que con más frecuencia paseaba por la acera de la muralla
era un señor viejo, llamado don Fermín Soraberri. Durante muchísimos años,
don Fermín desempeñó el cargo de secretario del Ayuntamiento de Urbia, hasta
que se retiró, cuando su hija se casó con un labrador de buena posición.
El señor don Fermín Soraberri era un hombre alto, grueso, pesado, con los
párpados edematosos y la cara hinchada. Solía llevar una gorrita con dos cintas
colgantes por detrás, una esclavina azul y zapatillas. La especialidad de don
Fermín era la de ser distraído. Se olvidaba de todo. Sus relaciones estaban
cortadas por este patrón:
-- Una vez en Oñate... (para el señor Soraberri, Oñate era la Atenas
moderna. -- En España hay veinte o treinta Atenas modernas.) Una vez en Oñate
pude presenciar una cosa sumamente interesante. Estábamos reunidos el señor
vicario, un señor profesor de primera enseñanza y... -- y el señor Soraberri miraba
a todas partes, como espantado, con sus grandes ojos turbios, y decía: -- ¿:En qué
iba ?... Pues... se me ha olvidado la especie.
Al señor Soraberri siempre se le olvidaba la especie. Casi todos los días el
exsecretario se encontraba con Tellagorri y cambiaban un saludo y algunas
palabras acerca del tiempo y de la marcha de los árboles frutales. Al comenzar a
verle acompañado de Martín, el señor Soraberri se extrañó y miraba al muchacho
con su aire de elefante hinchado y reblandecido.
Pensó en dirigirle alguna pregunta, pero tardó varios días, porque el señor
Soraberri era tardo en todo. Al último le dijo, con su majestuosa lentitud:
-- ¿:De quién es este niño, amigo Tellagorri ?
-- ¿:Este chico ? Es un pariente mío.
-- ¿:Algún Tellagorri ?
-- No; se llama Martín Zalacaín.
-- ¡Hombre ! ¡Hombre ! Martín López de Zalacaín.
-- No, López no -- dijo Tellagorri.
-- Yo sé lo que me digo. Este niño se llama realmente Martín López de
Zalacaín y será de ese caserío que está ahí cerca del portal de Francia.
-- Sí, señor; de ahí es.
-- Pues conozco su historia, y López de Zalacaín ha sido y López de Zalacaín
será, y si quiere usted mañana vaya usted a mi casa y le leeré a usted un papel
que copié del archivo del Ayuntamiento acerca de esa cuestión.
Tellagorri dijo que iría y, efectivamente, al día siguiente, pensando que quizá
lo dicho por el exsecretario tuviese alguna importancia, se presentó con Martín
en su casa.
Al señor Soraberri se le había olvidado la especie, pero recordó pronto de qué
se trataba; encargó a su hija que trajese un vaso de vino para Tellagorri, entró él
en su despacho y volvió poco después con unos papeles viejos en la mano; se
puso los anteojos, carraspeó, revolvió sus notas, y dijo:
-- ¡Ah ! Aquí están. Esto -- añadió -- es una copia de una narración que hace el
cronista Iñigo Sánchez de Ezpeleta acerca de cómo fué vertida la primera sangre
en la guerra de los linajes, en Urbia, entre el solar de Ohando y el de Zalacaín, y
supone que estas luchas comenzaron en nuestra villa a fines del siglo XIV o a
principios del XV.
-- ¿:Y hace mucho tiempo de eso ? -- preguntó Tellagorri.
-- Cerca de quinientos años.
-- ¿:Y ya existían Zalacaín entonces ?
-- No sólo existían, sino que eran nobles.
-- Oye, oye -- dijo Tellagorri dando un codazo a Martín, que se distraía.
-- ¿:Quieren ustedes que lea lo que dice el cronista ?
-- Sí, sí.
-- Bueno. Pues dice así: « Título: De cómo murió Martín López de Zalacaín, en
el año de gracia de mil cuatrocientos y doce. »
Leído esto, Soraberri tosió, escupió y comenzó esta relación con gran
solemnidad:
« Enemistad antigua señalada avya entre el solar d'Ohando, que es del reino de
Navarra, é el de Zalacaín, que es en tierra de la Borte. E dícese que la causa della
foe sobre envidia é a cual valía mas, é ficieron muchos malheficios é los de
Zalacaín quemaron vivo al senyor de Sant Pedro en una pelea que ovyeron en el
llano del Somo é porque no dexo fijo el dicho senyor de Sant Pedro casaron una
su fija con Martín López de Zalacaín, home muy andariego.
E dicho Martín López seyendo venido a la billa d'Urbia foe desafiado por
Mosen de Sant Pedro, del solar d'Ohando, que era sobrino del otro senyor de
Sant Pedro é que había fecho muchos malheficios, acechanzas é rrobos.
E Martín López contestole a su desafiamiento: Como vos sabedes yo so
contado aquí por el mas esforzado ome y ardite en el fecho de las armas en toda
esta tierra y paresce que los d'Ohando a vos han traído por la mejor lanza de
Navarra por vengar la muertte de mi suegro que foe en la pelea peleada con
lealtad en el Somo é como el cuibdaba matar a mi, yo a el.
E por ende si a vos pluguiese que nos probemos vos é yo, uno para otro, fasta
que uno de nos o ambos por ventura muramos, a mi plasera mucho é aquí presto.
E respondiole Mosen de Sant Pedro que le plasia é se citaron en el prado de
Sant Ana. En esta sazon venya dicho Martín López encima de su cavallo como
esforzado cavallero é antes de pelear con Mosen de Sant Pedro foe ferido de una
saeta que le entró por un ojo é cayo muertto del cavallo en medio del prado. E lo
desjarretaron. E preparo la asechanza é armo la ballestta é la disparo Velche de
Micolalde, deudo é amigo de Mosen de Sant Pedro d'Ohando. E los omes de
Martín López como lo veyeron muertto é eran pocos enfrente de los de Ohando,
ovyeron muy grant miedo é comenzaron todos a fugir.
E cuando lo supo la muger de Martín López fué la triste al prado de Sant Ana,
é cuando vido el cuerpo de su marido, sangriento y mutilado, se afinojó, prísole
en sus brazos é comenzó a llorar, maldiciendo la guerra é su mala fortuna. E esto
pataba en el año de Nuestro Senyor de mil cuatrociensos y doce. »
Cuando concluyó el señor Soraberri, miro a través de sus anteojos a sus dos
oyentes. Martín no se había enterado de nada; Tellagorri dijo:
-- Sí, esos Ohandos es gente _palsa_. Mucho ir a la iglesia, pero luego matan a
traición.
Soraberri recomendó eficazmente a su amigo Tellagorri que no hiciera nunca
juicios aventurados y temerarios, y con este motivo comenzó a contar una
historia, precisamente ocurrida en Oñate, pero al ir a especificar los que habían
intervenido en su historia, se le olvidó la especie, y lo sintió, verdaderamente lo
sintió, porque, según dijo, tenía la seguridad de que el hecho era sumamente
interesante y, además, muy digno de mención.
@§ -- I -- CAPITULO VI
DE COMO LLEGARON UNOS TITIRITEROS Y DE LO QUE SUCEDIO
DESPUES
Un día de Mayo, al anochecer, se presentaron en el camino real tres carros,
tirados por caballos flacos, llenos de mataduras y de esparavanes. Cruzaron la
parte nueva del pueblo y se detuvieron en lo alto del prado de Santa Ana.
No podía Tellagorri, gaceta de la taberna de Arcale, quedar sin saber en
seguida de qué se trataba; así que se presentó al momento en el lugar, seguido de
_Marqués_.
Trabó inmediatamente conversación con el jefe de la caravana, y después de
varias preguntas y respuestas y de decir el hombre que era francés y domador de
fieras, Tellagorri se lo llevó a la taberna de Arcale.
Martín se enteró también de la llegada de los domadores con sus fieras
enjauladas, y a la mañana siguiente, al levantarse, lo primero que hizo fué
dirigirse al prado de Santa Ana.
Comenzaba a salir el sol cuando llegó al campamento del domador.
Uno de los carros era la casa de los saltimbanquis. Acababan de salir de dentro
el domador, su mujer, un viejo, un chico y una chica. Sólo una niña de pocos
meses quedó en la carreta-choza jugando con un perro.
El domador no ofrecía ese aire, entre petulante y grotesco, tan común a los
acróbatas de barracas y gentes de feria; era sombrío, joven, con aspecto de
gitano, el pelo negro y rizoso, los ojos verdes, el bigote alargado en las puntas
por una especie de patillas pequeñas y la expresión de maldad siniestra y
repulsiva.
El viejo, la mujer y los chicos tenían sólo carácter de pobres, eran de esos
tipos y figuras borrosas que el troquel de la miseria produce a millares.
El hombre, ayudado por el viejo y por el chico, trazó con una cuerda un
círculo en la tierra y en el centro plantó un palo grande, de cuya punta partían
varias cuerdas que se ataban en estacas clavadas fuertemente en el suelo.
El domador buscó a Tellagorri para que le proporcionara una escalera; le
indicó éste que había una en la taberna de Arcale, la sacaron de allí y con ella
sujetaron las lonas, hasta que formaron una tienda de campaña de forma cónica.
Los dos carros con jaulas en donde iban las fieras los colocaron dejando entre
ellos un espacio que servía de puerta al circo, y encima y a los lados pusieron los
saltimbanquis tres carteles pintarrajeados. Uno representaba varios perros
lanzándose sobre un oso, el otro una lucha entre un león y un búfalo y el tercero
unos indios atacando con lanzas a un tigre que les esperaba en la rama de un
árbol como si fuera un jilguero.
Dieron los hombres la última mano al circo, y el domingo, en el momento en
que la gente salía de vísperas, se presentó el domador seguido del viejo en la
plaza de Urbia, delante de la iglesia. Ante el pueblo congregado, el domador
comenzó a soplar en un cuerno de caza y su ayudante redobló en el tambor.
Recorrieron los dos hombres las calles del barrio viejo y luego salieron fuera
de puertas, y tomando por el puente, seguidos de una turba de chicos y chicas
llegaron al prado de Santa Ana, se acercaron a la barraca y se detuvieron ante
ella.
A la entrada la mujer tocaba el bombo con la mano derecha y los platillos con
la izquierda, y una chica desmelenada agitaba una campanilla. Uniéronse a estos
sonidos discordantes las notas agudísimas del cuerno de caza y el redoble del
tambor, produciendo entre todo una algarabía insoportable.
Este ruido cesó a una señal imperiosa del domador, que con su instrumento de
viento en el brazo izquierdo se acercó a una escalera de mano próxima a la
entrada, subió dos o tres peldaños, tomó una varita y señalando las monstruosas
figuras pintarrajeadas en los lienzos, dijo con voz enfática:
-- Aquí verán ustedes los osos, los lobos, el león y otras terribles fieras. Verán
ustedes la lucha del oso de los Pirineos con los perros que saltan sobre él y
acaban por sujetarle. Este es el león del desierto cuyos rugidos espantan al más
bravo de los cazadores. Sólo su voz pone espanto en el corazón más valiente...
¡Oid !
El domador se detuvo un momento y se oyeron en el interior de la barraca
terribles rugidos, y como contestándolos, el ladrar feroz de una docena de perros.
El público quedó aterrorizado.
-- En el desierto...
El domador iba a seguir, pero viendo que el efecto de curiosidad en el público
estaba conseguido y que la multitud pretendía pasar sin tardanza al interior del
circo, gritó:
-- La entrada no cuesta más que un real. ¡Adelante, señores ! ¡Adelante !
Y volvió a atacar con el cuerno de caza un aire marcial, mientras el viejo
ayudante redoblaba en el tambor.
La mujer abrió la lona que cerraba la puerta y se puso a recoger los cuartos de
los que iban pasando.
Martín presenció todas estas maniobras con una curiosidad creciente, hubiera
dado cualquier cosa por entrar, pero no tenía dinero.
Buscó una rendija entre las lonas para ver algo, pero no la pudo encontrar; se
tendió en el suelo y estaba así con la cara junto a la tierra cuando se le acercó la
chica haraposa del domador que tocaba la campanilla a la puerta.
-- Eh, tú ¿:qué haces ahí ?
-- Mirar -- dijo Martín.
-- No se puede.
-- ¿:Y por qué no se puede ?
-- Porque no. Si no quédate ahí, ya verás si te pesca mi amo.
-- ¿:Y quién es tu amo ?
-- ¿:Quién ha de ser ? El domador.
-- ¡Ah ! ¿:Pero tú eres de aquí ?
-- Sí
-- ¿:Y no sabes pasar ?
-- Si no dices a nadie nada ya te pasaré.
-- Yo también te traeré cerezas.
-- ¿:De dónde ?
-- Yo sé donde las hay.
-- ¿:Cómo te llamas ?
-- Martín, ¿:y tú ?
-- Yo, Linda.
-- Así se llamaba la perra del médico -- dijo poco galantemente Martín.
Linda no protestó de la comparación; fué detrás de la entrada del circo, tiró de
una lona, abrió un resquicio, y dijo a Martín:
-- Anda, pasa.
Se deslizó Martín y luego ella.
-- ¿:Cuando me darás las cerezas ? -- preguntó la chica.
-- Cuando esto se concluya iré a buscarlas.
Martín se colocó entre el público. El espectáculo que ofrecía el domador de
fieras era realmente repulsivo.
Alrededor del circo, atados a los pies de un banco hecho con tablas, había diez
o doce perros flacos y sarnosos. El domador hizo restallar el látigo, y todos los
perros a una comenzaron a ladrar y a aullar furiosamente. Luego el hombre vino
con un oso atado a una cadena, con la cabeza protegida por una cubierta de
cuero.
El domador obligó a ponerse de pie varias veces al oso, y a bailar con el palo
cruzado sobre los hombros y a tocar la pandereta. Luego soltó un perro que se
lanzó sobre el oso, y después de un momento de lucha se le colgó de la piel. Tras
de éste soltó otro perro y luego otro y otro, con lo cual el público se comenzó a
cansar.
A Martín no le pareció bien, porque el pobre oso estaba sin defensa alguna.
Los perros se echaban con tal furia sobre el oso que para obligarles a soltar la
presa el domador o el viejo tenían que morderles la cola. A Martín no le agradó
el espectáculo y dijo en voz alta, y algunos fueron de su opinión, que el oso
atado no podía defenderse.
Después todavía martirizaron más a la pobre bestia. El domador era un
verdadero canalla y pegaba al animal en los dedos de las patas, y el oso babeaba
y gemía con unos gemidos ahogados.
-- ¡Basta ! ¡Basta ! -- gritó un indiano que había estado en California.
-- Porque tiene el oso atado hace eso -- dijo Martín -- , sino no lo haría.
El domador se fijó en el muchacho y le lanzó una mirada de odio.
Lo que siguió fué más agradable, la mujer del domador, vestida con un traje
de lentejuelas, entró en la jaula del león, jugó con él, le hizo saltar y ponerse de
pie, y después Linda dió dos o tres volatines y vino con un monillo vestido de
rojo a quien obligó a hacer ejercicios acrobáticos.
El espectáculo concluía. La gente se disponía a salir. Martín vió que el
domador le miraba. Sin duda se había fijado en él. Martín se adelantó a salir, y el
domador le dijo:
-- Espera, tú no has pagado. Ahora nos veremos. Te voy a echar los perros
como al oso.
Martín retrocedió espantado; el domador le contemplaba con una sonrisa
feroz. Martín recordó el sitio por donde entró y empujando violentamente la lona
la abrió y salió fuera de la barraca. El domador quedó chasqueado. Dió después
Martín la vuelta al prado de Santa Ana, hasta detenerse prudentemente a quince
o veinte metros de la entrada del circo.
Al ver a Linda le dijo:
-- ¿:Quieres venir ?
-- No puedo.
-- Pues ahora te traeré las cerezas.
En el momento que hablaban apareció corriendo el domador, pensó sin duda
en abalanzarse sobre Martín, pero comprendiendo que no le alcanzaría se vengó
en la niña y le dió una bofetada brutal. La chiquilla cayó al suelo. Unas mujeres
se interpusieron é impidieron al domador siguiera pegando a la pobre Linda.
-- Tó lo has metido dentro, ¿:verdad ? -- gritó el domador en francés.
-- No; ha sido él que ha entrado.
-- Mentira. Has sido tú. Confiesa o te deslomo.
-- Sí, he sido yo.
-- ¿:Y por qué ?
-- Porque me ha dicho que me traería cerezas.
-- Ah, bueno -- y el domador se tranquilizó -- , que las traiga, pero si te las comes
te hartaré de palos. Ya lo sabes.
Martín, al poco rato, volvió con la boina llena de cerezas. La Linda las puso en
su delantal y estaba con ellas cuando se presentó el domador de nuevo. Martín se
apartó dando un salto hacia atrás.
-- No, no te escapes -- dijo el domador con una sonrisa que quería ser amable.
Martín se quedó. Luego, el hombre le preguntó quién era, y él al saber su
parentesco con Tellagorri, le dijo:
-- Ven cuando quieras, te dejaré pasar.
Durante los demás días de la semana, la barraca del domador estuvo vacía. El
domingo, los saltimbanquis hicieron dar un bando por el pregonero diciendo que
representarían un número extraordinario é interesantísimo. Martín se lo dijo a su
madre y a su hermana. La chica se asustaba al escuchar el relato de las fieras y
no quiso ir.
Acudieron solo la madre y el hijo. El número sensacional era la lucha de la
Linda con el oso. La chiquilla se presentó desnuda de medio cuerpo arriba y con
unos pantalones de percal rojo. Linda se abrazó al oso y hacía que luchaba con
él, pero el domador tiraba a cada paso de una cuerda atada a la nariz del
plantigrado.
A pesar de que la gente pensaba que no había peligro para la niña, producía
una horrible impresión ver las grandes y peludas garras del animal sobre las
espaldas débiles de la niña.
Después del número sensacional que no entusiasmó al público, entró la mujer
en la jaula del león.
La fiera debía estar enferma, porque la domadora no halló medio de que
hiciese los ejercicios de costumbre.
Viendo semejante fracaso el domador, poseído de una rabiosa furia, entró en
la jaula, mandó salir a la mujer y empezó a latigazos con el león. Este se levantó
enseñando los dientes, y lanzando un rugido se echó sobre domador; el viejo
ayudante metió, por entre los barrotes de la jaula, una palanca de hierro para
aislar el hombre de la fiera, pero con tan poca fortuna, que la palanca se
enganchó en las ropas del domador y en vez de protegerle le inmovilizó y le dejó
entregado a la fiera.
El público vió al domador echando sangre, y se levantó despavorido y se
dispuso a huir.
No había peligro para los espectadores, pero un pánico absurdo hizo que todos
se lanzasen atropelladamente a la salida; alguien, que luego no se supo quién
fué, disparó un tiro contra el león, y en aquel momento insensato de fuga
resultaron magullados y contusos varias mujeres y niños.
El domador quedó también gravemente herido.
Dos mujeres fueron recogidas con contusiones de importancia, una de ellas,
una vieja de un caserío lejano que hacía diez años que no había estado en Urbia,
la otra, la madre de Martín, que además de las magulladuras y golpes, presentaba
una herida en el cuello, ocasionada, según dijo el médico, por un trozo del
barrote de la jaula, desprendido al choque de la bala disparada por una persona
desconocida.
Se trasladó a la madre de Martín a su casa, y fuera que las contusiones y la
herida tuviesen gravedad, fuera como dijeron algunos que no estuviese bien
atendida, el caso fué que la pobre mujer murió a la semana del accidente de la
barraca, dejando huérfanos a Martín y a la Ignacia.
@§ -- I -- CAPITULO VII
COMO TELLAGORRI SUPO PROTEGER A LOS SUYOS
A la muerte de la madre de Martín, Tellagorri, con gran asombro del pueblo,
recogió a sus sobrinos y se los llevó a su casa. La señora de Ohando dijo que era
una lástima que aquellos niños fuesen a vivir con un hombre desalmado, sin
religión y sin costumbres, capaz de decir que saludaba con más respeto a un
perro de aguas que al señor párroco.
La buena señora se lamentó, pero no hizo nada, y Tellagorri se encargó de
cuidar y alimentar a los huérfanos.
La Ignacia entró en la posada de Arcale de niñera y hasta los catorce años
trabajó allí.
Martín frecuentó la escuela durante algunos meses, pero le tuvo que sacar
Tellagorri antes del año porque se pegaba con todos los chicos y hasta quiso
zurrar al pasante.
Arcale, que sabía que el muchacho era listo y de genio vivo, le utilizó para
recadista en el coche de Francia, y cuando aprendió a guiar, de recadista le
ascendieron a cochero interino y al cabo de un año le pasaron a cochero en
propiedad.
Martín, a los diez y seis años, ganaba su vida y estaba en sus glorias. Se
jactaba de ser un poco bárbaro y vestía un tanto majo, con la elegancia garbosa
de los antiguos postillones. Llevaba chalecos de color, y en la cadena del reloj
colgantes de plata. Le gustaba lucirse los domingos en el pueblo; pero no le
gustaba menos los días de labor marchar en el pescante por la carretera
restallando el látigo, entrar en las ventas del camino, contar y oir historias y
llevar encargos.
La señora de Ohando y Catalina se los hacían con mucha frecuencia, y le
recomendaban que les trajese de Francia telas, puntillas y algunas veces alhajas.
-- ¿:Qué tal, Martín ? -- le decía Catalina en vascuence.
-- Bien -- contestaba él rudamente, haciéndose más el hombre -- . ¿:Y en vuestra
casa ?
-- Todos buenos. Cuando vayas a Francia, tienes que comprarme una puntilla
como la otra. ¿:Sabes ?
-- Sí, sí, ya te compraré.
-- ¿:Ya sabes francés ?
-- Ahora empiezo a hablar.
Martín se estaba haciendo un hombretón, alto, fuerte, decidido. Abusaba un
poco de su fuerza y de su valor, pero nunca atacaba a los débiles. Se distinguía
también como jugador de pelota y era uno de los primeros en el trinquete.
Un invierno hizo Martín una hazaña, de la que se habló en el pueblo. La
carretera estaba intransitable por la nieve y no pasaba el coche. Zalacaín fué a
Francia y volvió a pie, por la parte de Navarra, con un vecino de Larrau. Pasaron
los dos por el bosque de Iraty y les acometieron unos cuantos jabalíes.
Ninguno de los hombres llevaba armas, pero a garrotazos mataron tres de
aquellos furiosos animales, Zalacaín dos y el de Larrau otro.
Cuando Martín volvió triunfante, muerto de fatiga y con sus dos jabalíes, el
pueblo entero le consideró como un héroe.
Tellagorri también fué muy felicitado por tener un sobrino de tanto valor y
audacia. El viejo, muy contento, aunque haciéndose el indiferente, decía:
Este sobrino mío va a dar mucho que hablar. De casta le viene al galgo.
Porque yo no sé si vosotros habréis oído hablar de López de Zalacaín. ¿:No ? Pues
preguntadle a ese viejo Soraberri, ya veréis lo que os cuenta...
-- ¿:Y qué tiene que ver ese López con tu sobrino ? -- le replicaban.
-- Pues que es antepasado de Martín. No comprendéis nada.
Tellagorri pagó caro el triunfo obtenido por su sobrino en la caza de los
jabalíes, porque de tanto beber se puso enfermo.
La Ignacia y Martín, por consejo del médico, obligaron al viejo a que
suprimiese toda bebida, fuese vino o licor; pero Tellagorri, con tal procedimiento
de abstinencia, languidecía y se iba poniendo triste.
-- Sin vino y sin _patharra_ soy un hombre muerto -- decía Tellagorri -- ; y,
viendo que el médico no se convencía de esta verdad, hizo que llamaran a otro
más joven.
Este le dió la razón al borracho, y no sólo le recomendó que bebiera todos los
días un poco de aguardiente, sino que le recetó una medicina hecha con ron. La
Ignacia tuvo que guardar la botella del medicamento, para que el enfermo no se
la bebiera de un trago. A medida que entraba el alcohol en el cuerpo de
Tellagorri, el viejo se erguía y se animaba.
A la semana de tratamiento se encontraba tan bien, que comenzó a levantarse
y a ir a la posada de Arcale, pero se creyó en el caso de hacer locuras, a pesar de
sus años, y anduvo de noche entre la nieve y cogió una pleuresía.
-- De esta no sale usted -- le dijo el médico incomodado, al ver que había faltado
a sus prescripciones.
Tellagorri lo comprendió así y se puso serio, hizo una confesión rápida,
arregló sus cosas y, llamando a Martín, le dijo en vascuence:
-- Martín, hijo mío, yo me voy. No llores. Por mí lo mismo me da. Eres fuerte
y valiente y eres buen chico. No abandones a tu hermana, ten cuidado con ella.
Por ahora, lo mejor que puedes hacer es llevarla a casa de Ohando. Es un poco
coqueta; pero Catalina la tomará. No le olvides tampoco a _Marquesch_; es
viejo, pero ha cumplido.
-- No, no le olvidaré -- dijo Martín sollozando.
-- Ahora -- prosiguió Tellagorri -- te voy a decir una cosa y es que antes de poco
habrá guerra. Tú eres valiente, Martín, tú no tendrás miedo de las balas. Vete a la
guerra, pero no vayas de soldado. Ni con los blancos, ni con los negros. ¡Al
comercio, Martín ! ¡Al comercio ! Venderás a los liberales y a los carlistas, harás
tu pacotilla y te casarás con la chica de Ohando. Si tenéis un chico, llamadle
como yo, Miguel, o José Miguel.
-- Bueno -- dijo Martín, sin fijarse en lo extravagante de la recomendación.
-- Dile a Arcale -- siguió diciendo el viejo -- dónde tengo el tabaco y las setas.
Ahora acércate más. Cuando yo me muera, registra mi jergón y encontrarás en
esta punta de la izquierda un calcetín con unas monedas de oro. Ya te he dicho,
no quiero que las emplees en tierras, sino en géneros de comercio.
-- Así lo haré.
-- Creo que te lo he dicho todo. Ahora dame la mano. Firmes, ¿:eh ?
-- Firmes.
El pobre Tellagorri se olvido de decir _Pirmes_, como hubiera dicho estando
sano.
-- A esa sosa de la Ignacia -- añadió poco después el viejo -- le puedes dar lo que
te parezca cuando se case.
A todo dijo Martín que sí. Luego acompañó al viejo, contestando a sus
preguntas, algunas muy extrañas, y por la madrugada dejó de vivir Miguel de
Tellagorri, hombre de mala fama y de buen corazón.
@§ -- I -- CAPITULO VIII
COMO AUMENTO EL ODIO ENTRE MARTIN ZALACAIN Y CARLOS
OHANDO
Cuando murió Tellagorri, Catalina de Ohando, ya una señorita, habló a su
madre para que recogiera a la Ignacia, la hermana de Martín. Era ésta, según se
decía, un poco coqueta y estaba acostumbrada a los piropos de la gente de casa
de Arcale.
La suposición de que la muchacha, siguiendo en la taberna, pudiese echarse a
perder, influyó en la señora de Ohando para llevarla a su casa de doncella.
Pensaba sermonearla hasta quitarla todos los malos resabios y dirigirla por la
senda de la más estrecha virtud.
Con el motivo de ver a su hermana, Martín fué varias veces a casa de Ohando
y habló con Catalina y doña Agueda. Catalina seguía hablándole de tú y doña
Agueda manifestaba por él afecto y simpatía, expresados en un sin fin de
advertencias y de consejos.
El verano se presentó Carlos Ohando, que venía de vacaciones del colegio de
Oñate.
Pronto notó Martín que, con la ausencia, el odio que le profesaba Carlos más
había aumentado que disminuído. Al comprobar este sentimiento de hostilidad,
dejó de presentarse en casa de Ohando.
-- No vas ahora a vernos -- le dijo alguna vez que le encontró en la calle,
Catalina.
-- No voy, porque tu hermano me odia -- contestó claramente Martín.
-- No, no lo creas.
-- ¡Bah ! Yo sé lo que me digo.
El odio existía. Se manifestó primeramente en el juego de pelota.
Tenía Martín un rival en un chico navarro, de la Ribera del Ebro, hijo de un
carabinero.
A este rival le llamaban _el Cacho_, porque era zurdo.
Carlos de Ohando y algunos condiscípulos suyos, carlistas que se las echaban
de aristócratas, comenzaron a proteger al _Cacho_ y a excitarlo y a lanzarlo
contra Martín.
_El Cacho_ tenía un juego furioso de hombre pequeño é iracundo; el juego de
Martín, tranquilo y reposado, era del que está seguro de sí mismo. _El Cacho_, si
comenzaba a ganar, se exaltaba, llevaba el partido al vuelo; en cambio,
desanimado, no tiraba una pelota que no fuese falta.
Eran dos tipos, Zalacaín y _el Cacho_, completamente distintos; el uno, la
serenidad y la inteligencia del montañés, el otro, el furor y el brío del ribereño.
Semejante rivalidad, explotada por Ohando y los señoritos de su cuerda,
terminó en un partido que propusieron los amigos del _Cacho_. El desafío se
concertó así; _el Cacho_ é Isquiña, un jugador viejo de Urbia, contra Zalacaín y
el compañero que éste quisiera tomar. El partido sería a cesta y a diez juegos.
Martín eligió como zaguero a un muchacho vasco francés que estaba de oficial
en la panadería de Archipi y que se llamaba Bautista Urbide.
Bautista era delgado, pero fuerte, sereno y muy dueño de sí mismo.
Se apostó mucho dinero por ambas partes. Casi todo el elemento popular y
liberal estaba por Zalacaín y Urbide; los señoritos, el sacristán y la gente carlista
de los caseríos por _el Cacho_.
El partido constituyó un acontecimiento en Urbia; el pueblo entero y mucha
gente de los alrededores se dirigió al juego de pelota a presenciar el espectáculo.
La lucha principal iba a ser entre los dos delanteros, entre Zalacaín y _el
Cacho. El Cacho_ ponía de su parte su nerviosidad, su furia, su violencia en
echar la pelota baja y arrinconada; Zalacaín se fiaba en su serenidad, en su buena
vista y en la fuerza de su brazo, que le permitía coger la pelota y lanzarla a lo
lejos.
La montaña iba a pelear contra la llanura.
Comenzó el partido en medio de una gran expectación; los primeros juegos
fueron llevados a la carrera por _el Cacho_, que tiraba las pelotas como balas
unas líneas solamente por encima de la raya, de tal modo que era imposible
recogerlas.
A cada jugada maestra del navarro, los señoritos y los carlistas aplaudían
entusiasmados; Zalacaín sonreía, y Bautista le miraba con cierto mal disimulado
pánico.
Iban cuatro juegos por nada, y ya parecía el triunfo del navarro casi seguro
cuando la suerte cambió y comenzaron a ganar Zalacaín y su compañero.
Al principio, _el Cacho_ se defendía bien y remataba el juego con golpes
furiosos, pero luego, como si hubiese perdido el tono, comenzó a hacer faltas
con una frecuencia lamentable y el partido se igualó.
Desde entonces se vió que _el Cacho_ é Isquiña perdían el juego. Estaban
desmoralizados. _El Cacho_ se tiraba contra la pelota con ira, hacía una falta y
se indignaba; pegaba con la cesta en la tierra enfurecido y echaba la culpa de
todo a su zaguero.
Zalacaín y el vasco francés, dueños de la situación, guardaban una serenidad
completa, corrían elásticamente y reían.
-- Ahí, Bautista -- decía Zalacaín -- . ¡Bien !
-- Corre, Martín -- gritaba Bautista -- . ¡Eso es !
El juego terminó con el triunfo completo de Zalacaín y de Urbide.
-- _¡Viva gutarrac_. (¡Vivan los nuestros !) -- gritaron los de la _calle_ de Urbia
aplaudiendo torpemente.
Catalina sonrió a Martín y le felicitó varias veces.
-- ¡Muy bien ! ¡Muy bien !
-- Hemos hecho lo que hemos podido -- contestó él sonriente.
Carlos Ohando se acerco a Martín, y le dijo con mal ceño:
-- _El Cacho_ te juega mano a mano.
-- Estoy cansado -- contestó Zalacaín.
-- ¿:No quieres jugar ?
-- No. Juega tú si quieres.
Carlos, que había comprobado una vez mas la simpatía de su hermana por
Martín, sintió avivarse su odio.
Había venido aquella vez Carlos Ohando de Oñate más sombrío, más fanático
y más violento que nunca.
Martín sabía el odio del hermano de Catalina y, cuando lo encontraba por
casualidad, huía de él, lo cual a Carlos le producía más ira y más furor.
Martín estaba preocupado, buscando la manera de seguir los consejos de
Tellagorri y de dedicarse al comercio; había dejado su oficio de cochero y
entrado con Arcale en algunos negocios de contrabando.
Un día, una vieja criada de casa de Ohando, chismosa y murmuradora, fué a
buscarle y le contó que la Ignacia, su hermana, coqueteaba con Carlos, el
señorito de Ohando.
Si doña Agueda lo notaba iba a despedir a la Ignacia, con lo cual el escándalo
dejaría a la muchacha en una mala situación.
Martín, al saberlo, sintió deseos de presentarse a Carlos y de insultarle y
desafiarle. Luego, pensando que lo esencial era evitar las murmuraciones, ideó
varias cosas, hasta que al último le pareció lo mejor ir a ver a su amigo Bautista
Urbide.
Había visto al vasco francés muchas veces bailando con la Ignacia y creía que
tenía alguna inclinación por ella.
El mismo día que le dieron la noticia se presentó en la tahona de Archipi en
donde Urbide trabajaba. Lo encontró al vasco francés desnudo de medio cuerpo
arriba en la boca del horno.
-- Oye, Bautista -- le dijo.
-- ¿:Qué pasa ?
-- Te tengo que hablar.
-- Te escucho -- dijo el francés mientras maniobraba con la pala.
-- ¿:A ti te gusta la _Iñasi_, mi hermana ?
-- ¡Hombre !... sí. ¡Qué pregunta ! -- exclamó Bautista -- .¿:Para eso vienes a
verme ?
-- ¿:Te casarías con ella ?
-- Si tuviera dinero para establecerme ya lo creo.
-- ¿:Cuánto necesitarías ?
-- Unos ochenta o cien duros.
-- Yo te los doy.
-- ¿:Y por qué es esa prisa ? ¿:Le pasa algo a la Ignacia ?
-- No, pero he sabido que Carlos Ohando la está haciendo el amor. ¡Y como la
tiene en su casa !...
-- Nada, nada. Hablale tú y, si ella quiere, ya está. Nos casamos en seguida.
Se despidieron Bautista y Martín, y éste, al día siguiente, llamó a su hermana y
le reprochó su coquetería y su estupidez. La Ignacia negó los rumores que habían
llegado hasta su hermano, pero al último confesó que Carlos la pretendía, pero
con buen fin.
-- ¡Con buen fin ! -- exclamó Zalacaín -- . Pero tú eres idiota, criatura.
-- ¿:Por qué ?
-- Porque te quiere engañar, nada mas.
-- Me ha dicho que se casará conmigo.
-- ¿:Y tú le has creído ?
-- ¡Yo ! Le he dicho que espere y que te preguntaré a ti, pero él me ha
contestado que no quiere que te diga a ti nada.
-- Claro. Porque yo echaría abajo sus planes. Te quiere engañar, y quiere
deshonrarnos, y que el pueblo entero nos desprecie porque me odia a mí. Yo no
te digo más que una cosa, que si pasa algo entre ese sacristán y tú, te despellejo a
ti y a él, y le pego fuego a la casa, aunque me lleven a presidio para toda la vida.
La Ignacia se echó a llorar, pero cuando Martín le dijo que Bautista se quería
casar con ella y que tenía dinero, se secaron pronto sus lágrimas.
-- ¿:Bautista quiere casarse ? -- preguntó la Ignacia asombrada.
-- Sí.
-- ¡Pero si no tiene dinero !
-- Pues ahora lo ha encontrado.
La idea del casamiento con Bautista no soló consoló a la muchacha, sino que
pareció ofrecerle un halagador porvenir.
-- ¿:Y qué quieres que haga ? ¿:Salir de la casa ? -- preguntó la Ignacia, secándose
las lágrimas y sonriendo.
-- No, por de pronto sigue ahí, es lo mejor, y dentro de unos días Bautista irá a
ver a doña Agueda y a decirla que se casa contigo.
Se hizo lo acordado por los dos hermanos. En los días siguientes, Carlos
Ohando vió que su conquista no seguía adelante, y el domingo, en la plaza, pudo
comprobar que la Ignacia se inclinaba definitivamente del lado de Bautista.
Bailaron la muchacha y el panadero toda la tarde con gran entusiasmo.
Carlos esperó a que la Ignacia se encontrara sola y la insultó y la echó en cara
su coquetería y su falsedad. La muchacha, que no tenía gran inclinación por
Carlos, al verle tan violento cobró por él desvío y miedo.
Poco después, Bautista Urbide se presentó en casa de Ohando, habló a doña
Agueda, se celebró la boda, y Bautista y la Ignacia fueron a vivir a Zaro, un
pueblecillo del país vasco francés.
@§ -- I -- CAPITULO IX
COMO INTENTO VENGARSE CARLOS DE MARTIN ZALACAIN
Carlos Ohando enfermó de cólera y de rabia. Su naturaleza, violenta y
orgullosa, no podía soportar la humillación de ser vencido; sólo el pensarlo le
mortificaba y le corroía el alma.
Al intentar seducir Carlos a la Ignacia, casi podía más en él su odio contra
Martín que su inclinación por la chica. Deshonrarle a ella y hacerle a él la vida
triste, era lo que le encantaba. En el fondo, el aplomo de Zalacaín, su contento
por vivir, su facilidad para desenvolverse, ofendían a este hombre sombrío y
fanático.
Además, en Carlos la idea de orden, de categoría, de subordinación, era
esencial, fundamental, y Martín intentaba marchar por la vida sin cuidarse gran
cosa de las clasificaciones y de las categorías sociales.
Esta audacia ofendía profundamente a Carlos y hubiese querido humillarle
para siempre, hacerle reconocer su inferioridad. Por otra parte, el fracaso de su
tentativa de seducción le hizo más malhumorado y sombrío.
Una noche, aún no convaleciente de su enfermedad, producida por el
despecho y la cólera, se levantó de la cama, en donde no podía dormir, y bajó al
comedor.
Abrió una ventana y se asomó a ella. El cielo estaba sereno y puro. La luna
blanqueaba las copas de los manzanos, cubiertos por la nieve de sus menudas
flores. Los melocotoneros extendían a lo largo de las paredes sus ramas, abiertas
en abanico, llenas de capullos. Carlos respiraba el aire tibio de la noche, cuando
oyó un cuchicheo y prestó atención.
Estaba hablando su hermana Catalina, desde la ventana de su cuarto, con
alguien que se encontraba en la huerta. Cuando Carlos comprendió que era con
Martín con quien hablaba, sintió un dolor agudísimo y una impresión sofocante
de ira.
Siempre se había de encontrar enfrente de Martín. Parecía que el destino de
los dos era estorbarse y chocar el uno contra el otro.
Martín contaba bromeando a Catalina la boda de Bautista y de la Ignacia, en
Zaro, el banquete celebrado en casa del padre del vasco francés, el discurso del
alcalde del pueblecillo...
Carlos desfallecía de cólera. Martín le había impedido conquistar a la Ignacia
y deshonraba, además, a los Ohandos siendo el novio de su hermana, hablando
con ella de noche. Sobre todo, lo que más hería a Carlos, aunque no lo quisiera
reconocer, lo que más le mortificaba en el fondo de su alma era la superioridad
de Martín, que iba y venía sin reconocer categorías, aspirando a todo y
conquistándolo todo.
Aquel granuja de la calle era capaz de subir, de prosperar, de hacerse rico, de
casarse con su hermana y de considerar todo esto lógico, natural... Era una
desesperación.
Carlos hubiera gozado conquistando a la Ignacia, abandonándola luego,
paseándose desdeñosamente por delante de Martín; y Martín le ganaba la partida
sacando a la Ignacia de su alcance y enamorando a su hermana.
¡Un vagabundo, un ladrón, se la había jugado a él, a un hidalgo rico heredero
de una casa solariega ! Y lo que era peor, ¡esto no sería más que el principio, el
comienzo de su carrera espléndida !
Carlos, mortificado por sus pensamientos, no prestó atención a lo que
hablaban; luego oyó un beso, y poco después las ramas de un árbol que se
movían.
Tras de esto, se vió bajar un hombre por el tronco de un árbol, se vió que
cruzaba la huerta, montaba sobre la tapia y desaparecía.
Se cerró la ventana del cuarto de Catalina, y en el mismo momento Carlos se
llevó la mano a la frente y pensó con rabia en la magnífica ocasión perdida. ¡Qué
soberbio instante para concluir con aquel hombre que le estorbaba !
¡Un tiro a boca de jarro ! Y ya aquella mala hierba no crecería más, no
ambicionaría más, no intentaría salir de su clase. Si lo mataba, todo el mundo
consideraría el suyo un caso de legítima defensa contra un salteador, contra un
ladrón.
Al día siguiente, Carlos buscó una escopeta de dos cañones de su padre, la
encontró, la limpió a escondidas y la cargó con perdigones loberos. Estuvo
vacilando en poner cartuchos con bala, pero como era difícil hacer puntería de
noche, optó por los perdigones gruesos.
Ni en aquella noche, ni en la siguiente, se presentó Martín, pero cuatro días
después Carlos lo sintió en la huerta. Todavía no había salido la luna y esto salvó
al salteador enamorado. Carlos impaciente, al oir el ruido de las hojas, apuntó y
disparó.
Al fogonazo, vió a Martín en el tronco del árbol y volvió a disparar.
Se oyó un chillido agudo de mujer y el golpe de un cuerpo en el suelo. La
madre de Carlos y las criadas, alarmadas salieron de sus cuartos gritando,
preguntando lo que era. Catalina, pálida como una muerta, no podía hablar de
emoción.
Doña Agueda, Carlos y las criadas salieron al jardín. Debajo del árbol, en la
tierra y sobre la hierba húmeda, se veían algunas gotas de sangre, pero Martín
había huído.
-- No tenga usted cuidado, señorita -- le dijo a Catalina una de las criadas -- .
Martín ha podido escapar.
La señora de Ohando, que se enteró de lo ocurrido por su hijo, llamó en su
auxilio al cura don Félix para que le aconsejara.
Se intentó hacer comprender a Catalina el absurdo de su propósito, pero la
muchacha era tenaz y estaba dispuesta a no ceder.
-- Martín ha venido a darme noticias de la Ignacia, y como saben que no le
quieren en la casa, por eso ha saltado la tapia.
Cuando Carlos supo que Martín estaba solamente herido en un brazo y que se
paseaba vendado por el pueblo siendo el héroe, se sintió furioso, pero por si
acaso, no se atrevió a salir a la calle.
Con el atentado, la hostilidad entre Carlos y Catalina, ya existente, se acentuó
de tal manera, que doña Agueda, para evitar agrias disputas, envió de nuevo a
Carlos a Oñate y ella se dedicó a vigilar a su hija.
LIBRO SEGUNDO
Andanzas y correrías
@§ -- II -- CAPITULO PRIMERO
EN EL QUE SE HABLA DE LOS PRELUDIOS DE LA ULTIMA GUERRA
CARLISTA
Hay hombres para quienes la vida es de una facilidad extraordinaria. Son algo
así como una esfera que rueda por un plano inclinado, sin tropiezo, sin dificultad
alguna.
¿:Es talento, es instinto o es suerte ? Los propios interesados aseguran ser
instinto o talento, sus enemigos dicen casualidad, suerte, y esto es más probable
que lo otro, porque hay hombres excelentemente dispuestos para la vida,
inteligentes, enérgicos, fuertes y que sin embargo, no hacen más que detenerse y
tropezar en todo.
Un proverbio vasco dice: « El buen valor asusta a la mala suerte. » Y esto es
verdad a veces... cuando se tiene buena suerte.
Zalacaín era afortunado; todo lo que intentaba lo llevaba bien. Negocios,
contrabando, amores, juego...
Su ocupación principal era el comercio de caballos y de mulas que compraba
en Dax y pasaba de contrabando por los Alduides o por Roncesvalles.
Tenía como socio a Capistun _el Americano_, hombre inteligentísimo, ya de
edad, a quien todo el mundo llamaba el americano, aunque se sabía que era
gascón. Su mote procedía de haber vivido en América mucho tiempo.
Bautista Urbide, antiguo panadero de la tahona de Archipe, formaba muchas
veces parte de las expediciones. Lo mismo Capistun que Martín, tenían como
punto de descanso el pueblo de Zaro, próximo a San Juan del Pie del Puerto,
donde vivía la Ignacia con Bautista.
Capistun y Martín conocían, como pocos, los puertos de Ibantelly y de
Atchuria, de Alcorrunz y de Larratecoeguia, toda la línea de Mugas de
Zugarramurdi. Habían recorrido muchas veces los caminos que hay entre Meaca
y Urdax, entre Izpegui y San Estéban de Baigorri, entre Biriatu y Enderlaza,
entre Elorrieta, la Banca y Berdáriz. En casi todos los pueblos de la frontera
vasco-navarra, desde Fuenterrabía hasta Valcarlos, tenían algún agente para sus
negocios de contrabando. Conocían también, palmo a palmo, las veredas que van
por las vertientes del monte Larrun y no había misterios para ellos hacia el lado
Este de Navarra en esas praderas altas, metidas entre los bosques de Irati y de
Ori.
La vida de Capistun y Martín era accidentada y peligrosa. Para Martín, la
consigna del viejo Tellagorri era la norma de su vida. Cuando se encontraba en
una situación apurada, cercado por los carabineros, cuando se perdía en el
monte, en medio de la noche, cuando tenía que hacer un esfuerzo sobre sí
mismo, recordaba la actitud y la voz del viejo al decir: ¡Firmes ! ¡Siempre firmes !
Y hacía lo necesario en aquel momento con decisión.
Tenía Martín serenidad y calma. Sabía medir el peligro y ver la situación real
de las cosas sin exageraciones y sin alarmas. Para los negocios y para la guerra el
hombre necesita ser frío.
Martín comenzaba a impregnarse del liberalismo francés y a encontrar
atrasados y fanáticos a sus paisanos; pero, a pesar de esto, creía que don Carlos,
en el instante que iniciase la guerra, conseguiría la victoria.
En casi todo el Mediodía de Francia se creía lo mismo.
El gobierno de la República, los subprefectos y demás funcionarios de la
frontera española dejaban pasar a los facciosos; y en los coches de Elizondo, por
los Alduides, por San Estéban de Baigorri, por Añoa, viajaban los jefes carlistas,
con sus uniformes é insignias de mando.
Martín y Capistun, además de mulas y de caballos, habían llevado a diferentes
puntos de Guipúzcoa y de Navarra, armas y materias necesarias para la
fabricación de pólvora, cartuchos y proyectiles, y hasta llegaron a pasar por la
frontera un cañón, de desecho de la guerra franco-prusiana, vendido por el
Estado francés.
Los comités carlistas funcionaban a la vista de todo el mundo. Generalmente,
Martín y Capistun se entendían con el de Bayona, pero algunas veces tuvieron
que relacionarse con el de Pau.
Muchas veces habían dejado en manos de jóvenes carlistas, disfrazados de
boyerizos, barricas llenas de armas. Los carlistas montaban las barricas en un
carro y se internaban en España.
-- Es vino de la Rioja -- solían decir en broma, al llegar a los pueblos golpeando
los toneles, y el alcalde y el secretario cómplices los dejaban pasar.
También solían cargar en carros, que cubrían de tejas, plomo en lingotes, que
había de servir para fundir balas.
La alusión a la guerra próxima se notaba en una porción de indicios y señales.
Curas, alcaldes y _jaunchos_ [Nota: Jaunchos-caciques.] se preparaban. Muchas
veces, al cruzar un pueblo, se oía una voz aguda como de Carnaval, que gritaba
en vasco: ¿:Noiz zuazté ? (¿:Cuándo os vais ?) Lo que quería decir: ¿:Cuándo os
echáis al campo ?
Se cantaba también en Guipúzcoa una canción en vascuence, que aludía a la
guerra y que se llamaba Gu guerá (Nosotros somos). Era así:
UNA VOZ
Bigarren chandan aditutzendet ate joca _dan dan_. Ale onduan norbait dago
ta galdezazu nor dan.
(Por segunda vez oigo que están llamando a la puerta, _dan, dan_. Junto a la
puerta hay alguno. Pregunta quién es.)
VARIAS VOCES
Ta gu guerá Ta gu guerá gabiltzanac gora berá etorri nayean onera. Ta gu
guerá Ta gu guerá Quirlis Carlos Carlos Quirlis Ecarri nayean onerá.
(Nosotros somos, nosotros somos los que andamos de arriba a abajo queriendo
venir aquí. Nosotros somos, nosotros somos Quirlis Carlos, Carlos Quirlis,
queriéndole traer aquí.)
Y mientras en las provincias se organizaba y preparaba una guerra feroz y
sangrienta, en Madrid, políticos y oradores se dedicaban con fruición a los bellos
ejercicios de la retórica.
* * * * *
Un día de Mayo fueron Martín, Capistun y Bautista a Vera. La señora de
Ohando tenía una casa en el barrio de Alzate y había ido a pasar allí una
temporada.
Martín quería hablar con su novia, y Capistun y Bautista le acompañaron.
Salieron de Sara y marcharon por el monte a Alzate.
Martín contaba con una de las criadas de Ohando, partidaria suya, y ésta le
facilitaba el poder hablar con Catalina. Mientras Martín quedó en Alzate,
Capistun y Bautista entraron en Vera.
En aquel mismo momento, don Carlos de Borbón, el pretendiente, llegaba
rodeado de un Estado Mayor de generales carlistas y de algunos vendeanos
franceses.
Se leyó una alocución patriótica, y después don Carlos, repitiendo el final de
la alocución, exclamó:
-- Hoy dos de Mayo. ¡Día de fiesta _nasional ! ¡Abaco_ el _extranquero_ !
El _extranquero_ era Amadeo de Saboya.
Cpistun y Bautista anduvieron entre los grupos. Se decía que uno de aquellos
caballeros era Cathelineau, el descendiente del célebre general vendeano; se
señalaba también al conde de Barrot y a un marqués navarro.
Cuando llegó Martín a Vera se encontró la plaza llena de carlistas; Bautista le
dijo:
-- La guerra ha empezado.
Martín se quedó pensativo.
Volvieron Martín, Capistun y Bautista a Francia. Bautista gritaba
irónicamente a cada paso: -- _¡Abaco_ el _extranquero !_ -- Zalacaín pensaba en el
giro que tomaría aquella guerra así iniciada y en lo que podría influir en sus
amores con Catalina.
@§ -- II -- CAPITULO II
COMO MARTIN, BAUTISTA Y CAPISTUN PASARON UNA NOCHE EN
EL MONTE
Una noche de invierno marchaban tres hombres con cuatro magníficas mulas
cargadas con grandes fardos. Salidos de Zaro por la tarde, se dirigían hacia los
altos del monte Larrun.
Costeando un arroyo que bajaba a unirse con la Nivelle y cruzando prados,
llegaron a una borda, donde se detuvieron a cenar.
Los tres hombres eran Martín Zalacaín, Capistun el gascón y Bautista Urbide.
Llevaban una partida de uniformes y de capotes.
El alijo iba consignado a Lesaca, en donde lo recogerían los carlistas.
Después de cenar en la borda, los tres hombres sacaron las muías y
continuaron el viaje subiendo por el monte Larrun.
Era la noche fría, comenzaba a nevar. En los caminos y sendas, llenos de lodo,
se resbalaban los pies; a veces una mula entraba en un charco hasta el vientre y a
fuerza de fuerzas se lograba sacarla del aprieto.
Los animales llevaban mucho peso. Era preciso seguir el camino largo, sin
utilizar las veredas, y la marcha se hacía pesada. Al llegar a la cumbre y al entrar
en el puerto de Ibantelly, les sorprendió a los viandantes una tempestad de viento
y de nieve.
Se encontraban en la misma frontera. La nieve arreciaba; no era fácil seguir
adelante. Los tres hombres detuvieron las mulas, y mientras quedaba Capistun
con ellas, Martín y Bautista se echaron uno a un lado y el otro al otro, para ver si
encontraban cerca algún refugio, cabaña o choza de pastor.
Zalacaín vió a pocos pasos una casucha de carabineros cerrada.
-- ¡Eup ! ¡Eup ! -- gritó.
No contestó nadie.
Martín empujó la puerta, sujeta con un clavo, y entró dentro del chozo.
Inmediatamente corrió a dar parte a los amigos de su descubrimiento. Los fardos
que llevaban las mulas tenían mantas, y extendiéndolas y sujetándolas por un
extremo en la choza de los carabineros y por otro en unas ramas, improvisaron
un cobertizo para las caballerías.
Puestas en seguridad la carga y las mulas, entraron los tres en la casa de los
carabineros y encendieron una hermosa hoguera. Bautista fabricó en un
momento, con fibras de pino, una antorcha para alumbrar aquel rincón.
Esperaron a que pasara el temporal y se dispusieron los tres a matar el tiempo
junto a la lumbre. Capistun llevaba una calabaza llena de aguardiente de
Armagnac y, mezclándolo con agua que calentaron, bebieron los tres.
Luego, como era natural, hablaron de la guerra. El carlismo se extendía y
marchaba de triunfo en triunfo. En Cataluña y en el país vasco-navarro iba
haciendo progresos. La República española era una calamidad. Los periódicos
hablaban de asesinatos en Málaga, de incendios en Alcoy, de soldados que
desobedecían a los jefes y se negaban a batirse. Era una vergü
enza.
Los carlistas se apoderaban de una porción de pueblos abandonados por los
liberales. Habían entrado en Estella.
En las dos orillas del Bidasoa, lo mismo en la frontera española que en la
francesa, se sentía un gran entusiasmo por la causa del Pretendiente.
Capistun y Bautista señalaron sus conocidos alistados ya en la facción. La
mayoría eran mozos, pero no faltaban tampoco los viejos. Los fueron citando.
Allá estaban Juan Echeberrigaray, de Espeleta; Tomás Albandos, de Añoa; el
herrero Lerrumburo, de Zaro; Echebarría, de Irisarri; Galparzasoro, el
alpargatero de Urruña; Mearuberry, el carnicero de Ostabat, Miguel Larralde, el
de Azcain; Carricaburo, el mozo de un caserío de Arhamus; Chaubandidegui, el
hijo del confitero de Azcarat; Peyrohade y Lafourchette, los dos mozos del bazar
de Hasparren.
-- ¡Valientes granujas ! -- murmuró Martín, que escuchaba.
Capistun y Bautista siguieron su enumeración. Estaban también Bordagorri, el
de Meharín; Achucarro, de Urdax; Etchehun, el versolari de Chacxu;
Gañecoechia, de Osses; Bishiño, de Azparrain, Listurria, de Briscus; Rebenacq,
de Pourtalés; el propietario de Saint Palais con el barón Lesbas d'Armagnac, de
Mauleon; Detchesarry, el sacristán de Biriatu; Guibeleguieta, de Barcus;
Iturbide, de Hendaya; Echemendi, el minero de Articuza; Chocoa, el cantero de
San Estéban de Baigorri; Garraiz, el cazador de palomas de Echalar; Setoain, el
leñador de Esterensuby; Isuribere, el pastor de Urepel; y Chiquierdi, el de
Zugarramurdi.
Los vascos, siguiendo las tendencias de su raza, marchaban a defender lo viejo
contra lo nuevo. Así habían peleado en la antigü
edad contra el romano, contra el
godo, contra el árabe, contra el castellano, siempre a favor de la costumbre vieja
y en contra de la idea nueva.
Estos aldeanos y viejos hidalgos de Vasconia y de Navarra, esta
semiaristocracia campesina de las dos vertientes del Pirineo, creía en aquel
Borbón, vulgar extranjero y extranjerizado, y estaban dispuestos a morir para
satisfacer las ambiciones de un aventurero tan grotesco.
Los legitimistas franceses se lo figuraban como un nuevo Enrique IV; y como
de allí, del Bearn, salieron en otro tiempo los Borbones para reinar en España y
en Francia, soñaban con que Carlos VI triunfaría en España, acabaría con la
maldita República Francesa, daría fueros a Navarra, que sería el centro del
mundo y, además, restablecería el poder político del Papa en Roma.
Zalacaín se sentía muy español y dijo que los franceses eran unos cochinos,
porque debían hacer la guerra en su tierra, si querían.
Capistun, como buen republicano, afirmó que la guerra en todas partes era una
barbaridad.
-- Paz, paz es lo que se necesita -- añadió el gascón -- ; paz para poder trabajar y
vivir.
-- ¡Ah, la paz ! -- replicó Martín contradiciéndole -- ; es mejor la guerra.
-- No, no -- repuso Capistun -- . La guerra es la barbarie nada más.
Discutieron el asunto; el gascón, como más ilustrado, aducía mejores
argumentos, pero Bautista y Martín replicaban:
-- Sí, todo eso es verdad, pero también es hermosa la guerra.
Y los dos vascos especificaron lo que ellos consideraban como hermosura.
Ambos guardaban en el fondo de su alma un sueño cándido y heroico, infantil y
brutal. Se veían los dos por los montes de Navarra y de Guipúzcoa al frente de
una partida, viviendo siempre en acecho, en una continua elasticidad de la
voluntad, atacando, huyendo, escondiéndose entre las matas, haciendo marchas
forzadas, incendiando el caserío enemigo...
¡Y qué alegrías ! ¡Qué triunfos ! Entrar en las aldeas a caballo, la boina sobre
los ojos, el sable al cinto, mientras las campanas tocan en la iglesia. Ver, al huir
de una fuerza mayor, cómo aparece, entre el verde de las heredades, el
campanario de la aldea donde se tiene el asilo; defender una trinchera
heroicamente y plantar la bandera entre las balas que silban; conservar la
serenidad mientras las granadas caen, estallando a pocos pasos, y caracolear en
el caballo delante de la partida, marchando todos al compás del tambor...
¡Qué emociones debían de ser aquéllas ! Y Bautista y Martín soñaban con el
placer de atacar y de huir, de bailar en las fiestas de los pueblos y de robar en los
Ayuntamientos, de acechar y de escapar por los senderos húmedos y dormir en
una borda sobre una cama de hierba seca...
-- ¡Barbarie ! ¡Barbarie ! -- replicaba a todo esto el gascón.
-- ¡Que barbarie ! -- exclamó Martín -- . ¿:Se ha de estar siempre hecho un esclavo,
sembrando patatas o cuidando cerdos ? Prefiero la guerra.
-- ¿:Y por qué prefieres la guerra ? Para robar.
-- No hables, Capistun, que eres comerciante.
-- ¿:Y qué ?
-- Que tú y yo robamos con el libro de cuentas. Entre robar en el camino, o
robar con el libro de cuentas, prefiero a los que roban en el camino.
-- Si el comercio fuera un robo, no habría sociedad -- repuso el gascón.
-- ¿:Y qué ? -- dijo Martín.
-- Que acabarían las ciudades.
-- Para mí las ciudades están hechas por miserables y sirven para que las
saqueen los hombres fuertes -- dijo Martín con violencia.
-- Eso es ser enemigo de la Humanidad.
Martín se encogió de hombros.
Poco después de media noche, la nieve comenzó a cesar y Capistun dió la
orden de marcha. El cielo había quedado estrellado. Los pies se hundían en la
nieve y se sentía un silencio de muerte.
-- _Cantats, amics_ -- dijo el gascón, a quien tanta tristeza y tanto reposo
imponían.
-- No nos vayan a oir -- advirtió Bautista.
-- ¡Ca ! -- y el gascón cantó:
¡Oan ! ¡Oan ! lus de deuan lus de darrer que seguirán. Lus de darrer oan, oan,
que seguirán a trot de can.
(¡Adelante ! Adelante, los de delante y los de atrás que seguirán. Los de atrás,
adelante, adelante, que seguirán al trote de can !)
Era esta una vieja canción gascona para medir la marcha; muy buena para el
llano, pero poco oportuna en aquellos vericuetos.
Bautista, animado por el ejemplo del gascón, cantó un zortzico vasco francés,
que decía así:
Gau erdi da errico orenean iñon ez da arguiric lurrean ez diteque mendian adi
deuzic aicearen arrabotza baicic.
(Es media noche en el reloj del pueblo, en ninguna parte hay luz, en la tierra;
no se puede, en el monte, oir más que el rumor estruendoso del viento.)
La canción de Bautista era de una salvaje melancolía; Martín lanzó un grito, el
_irrintzi_, como una larga carcajada, o un relincho salvaje terminado en una risa
burlona. Capistun, como protestando, cantó:
Del castelet a l'aube sort Isabeu, es blanquette sa raube como la neu.
(Del castillete, al alba, sale Isabel; es blanquita su ropa como la nieve.)
A Martín y a Bautista no les gustaban las canciones del gascón que les
parecían empalagosas, y a éste tampoco las de sus amigos, a las cuales
encontraba siniestras. Discutieron acerca de las excelencias de sus respectivos
países, pasando de los cantos populares a hablar de las costumbres y de la
riqueza.
Iba a amanecer; comenzaban a acercarse a Vera, cuando se oyeron a lo lejos
varios tiros.
-- ¿:Qué pasa aquí ? -- se preguntaron.
Tras de un instante se volvieron a oir nuevos tiros y un lejano sonido de
campanas.
-- Hay que ver lo que es.
Decidieron como más práctico que Capistun, con las cuatro mulas, se volviera
y se encaminara despacio hacia la choza de carabineros donde habían pasado la
noche. Si no ocurría nada en Vera, Bautista y Zalacaín retornarían
inmediatamente. Si en dos horas no estaban allá, Capistun debía ganar la frontera
y refugiarse en Francia: en Biriatu, en Zaro, donde pudiese.
Las mulas volvieron de nuevo camino del puerto, y Zalacaín y su cuñado
comenzaron a bajar del monte en línea recta, saltando, deslizándose sobre la
nieve, a riesgo de despeñarse. Media hora después, entraban en las calles de
Alzate, cuyas puertas se veían cerradas.
Llamaron en una posada conocida. Tardaron en abrir, y al último el posadero,
amedrentado, se presentó en la puerta.
-- ¿:Qué pasa ? -- preguntó Zalacaín.
-- Que ha entrado en Vera otra vez la partida del Cura.
Bautista y Martín sabían la reputación del Cura y su enemistad con algunos
generales carlistas y convinieron en que era peligroso llevar el alijo a Vera o a
Lesaca, mientras anduvieran por allí las gentes del ensotanado cabecilla.
-- Vamos en seguida a darle el aviso a Capistun -- dijo Bautista.
-- Bueno, vete tú -- repuso Martín -- yo te alcanzo en seguida.
-- ¿:Qué vas a hacer ?
-- Voy a ver si veo a Catalina.
-- Yo te esperaré.
Catalina y su madre vivían en una magnífica casa de Alzate. Llamó Martín en
ella, y a la criada, que ya le conocía, la dijo:
-- ¿:Está Catalina ?
-- Sí... Pasa.
Entró en la cocina. Era ésta grande y espaciosa y algo obscura. Alrededor de la
ancha campana de la chimenea colgaba una tela blanca planchada, sujeta por
clavos. Del centro de la campana bajaba una gruesa cadena negra, en cuyo garfio
final se enganchaba un caldero. A un lado de la chimenea, había un banquillo de
piedra, sobre el cual estaban en fila tres herradas con los aros de hierro brillantes,
como si fueran de plata. En las paredes se veían cacerolas de cobre rojizo y lodos
los chismes de la cocina de la casa, desde las sartenes y cucharas de palo, hasta
el calentador, que también figuraba colgado en la pared como parte integrante de
la batería de cocina.
Aquel orden parecía algo absurdo y extraordinario, contrastado con la
agitación exterior.
La criada había subido la escalera y, tras de algún tiempo, bajó Catalina
envuelta en un mantón.
-- ¿:Eres tú ? -- dijo sollozando.
-- Sí, ¿:qué pasa ?
Catalina, llorando, contó que su madre estaba muy enferma, su hermano se
había ido con los carlistas y a ella querían meterla en un convento.
-- ¿:A dónde te quieren llevar ?
-- No sé, todavía no se ha decidido.
-- Cuando lo sepas, escríbeme.
-- Sí, no tengas cuidado. Ahora vete, Martín, porque mi madre habrá oído que
estamos hablando y, como ha sentido los tiros hace poco, está muy alarmada.
Efectivamente, se oyó poco después una voz débil que exclamaba:
-- ¡Catalina ! ¡Catalina ! ¿:Con quién hablas ?
Catalina tendió la mano a Martín, quien la estrechó en sus brazos. Ella apoyó
la cabeza en el hombro de su novio y, viendo que la volvían a llamar subió la
escalera. Zalacaín la contempló absorto y luego abrió la puerta de la casa, la
cerró despacio y, al encontrarse en la calle, se vió con un espectáculo inesperado.
Bautista discutía a gritos con tres hombres armados, que no parecían tener para
él muy buenas disposiciones.
-- ¿:Qué pasa ? -- preguntó Martín.
Pasaba, sencillamente, que aquellos tres individuos eran de la partida del Cura
y habían presentado a Bautista Urbide este sencillo dilema:
« O formar parte de la partida o quedar prisionero y recibir además, de propina,
una tanda de palos. »
Martín iba a lanzarse a defender a su cuñado cuando vió que a un extremo de
la calle aparecían cinco o seis mozos armados. En el otro esperaban diez o doce.
Con su rápido instinto de comprender la situación, Martín se dió cuenta de que
no había más remedio que someterse y dijo a Bautista, en vascuence,
aparentando gran jovialidad:
-- ¡Qué demonio, Bautista ! ¿:No querías tú entrar en una partida ? ¿:No somos
carlistas ? Pues ahora estamos a tiempo.
Uno de los tres hombres, viendo como se explicaba Zalacaín, exclamó
satisfecho:
-- _¡Arrayua !_ Este es de los nuestros. Venid los dos.
El tal hombre era un aldeano alto, flaco, vestido con un uniforme destrozado y
una pipa de barro en la boca. Parecía el jefe y le llamaban Luschía.
Martín y Bautista siguieron a los mozos armados, pasaron de Alzate a Vera y
se detuvieron en una casa, en cuya puerta había un centinela.
-- ¡Bajadlos ! ¡Bajadlos ! -- dijo Luschía a su gente.
Cuatro mozos entraron en el portal y subieron por la escalera.
Luschía, mientras tanto, preguntó a Martín:
-- ¿:Vosotros de dónde sois ?
-- De Zaro.
-- ¿:Sois franceses ?
-- Sí -- dijo Bautista.
Martín no quiso decir que él no lo era, sabiendo que el decir que era francés
podía protegerle.
-- Bueno, bueno -- murmuró el jefe.
Los cuatro aldeanos de la partida que habían entrado en la casa trajeron a dos
viejos.
-- ¡Atadlos ! -- dijo Luschía, el aldeano de la pipa.
Sacaron a la calle un tambor de regimiento y un cesto, y a los dos viejos los
ataron.
-- ¿:Qué es lo que han hecho ? -- preguntó Martín a uno de la partida que llevaba
una boina a rayas.
-- Que son traidores -- contestó éste.
El uno era un maestro de escuela y el otro un expartidario de la guerrilla del
Cura.
Cuando estuvieron las dos víctimas atadas y con las espaldas desnudas, el
ejecutor de la justicia, el mozo de la boina a rayas, se remangó el brazo y cogió
una vara.
El maestro de escuela, suplicante, imploró:
-- ¡Pero si todos somos unos !
El exguerrillero no dijo nada.
No hubo apelación ni misericordia. Al primer golpe, el maestro de escuela
perdió el sentido; el otro, el antiguo lugarteniente del Cura, calló y comenzó a
recibir los palos con un estoicismo siniestro.
Luschía se puso a hablar con Zalacaín. Este le contó una porción de mentiras.
Entre ellas le dijo que él mismo había guardado cerca de Urdax, en una cueva,
más de treinta fusiles modernos. El hombre oía y, de cuando en cuando,
volviéndose al ejecutor de sus órdenes, decía con voz gangosa: _¡Jo ! ¡Jo !_
(Pega, pega).
Y volvía a caer la vara cobre las espaldas desnudas.
@§ -- II -- CAPITULO III
DE ALGUNOS HOMBRES DECIDIDOS QUE FORMABAN LA PARTIDA
DEL CURA
Concluída la paliza, Luschía dió la orden de marcha, y los quince o veinte
hombres tomaron hacia Oyarzun, por el camino que pasa por la Cuesta de la
Agonía.
La partida iba en dos grupos; en el primero marchaba Martín y en el segundo
Bautista.
Ninguno de la partida tenía mal aspecto ni aire patibulario. La mayoría
parecían campesinos del país; casi todos llevaban traje negro, boina azul
pequeña y algunos, en vez de botas, calzaban abarcas con pieles de carnero, que
les envolvían las piernas.
Luschía, el jefe, era uno de los tenientes del Cura y además capitaneaba su
guardia negra. Sin duda, gozaba de la confianza del cabecilla. Era alto, huesudo,
de nariz fenomenal, enjuto y seco.
Tenía Luschía una cara que siempre daba la impresión de verla de perfil, y la
nuez puntiaguda.
Parecía buena persona hasta cierto punto, insinuante y jovial. Consideraba, sin
duda, una magnífica adquisición la de Zalacaín y Bautista, pero desconfiaba de
ellos y, aunque no como prisioneros, los llevaba separados y no les dejaba hablar
a solas.
Luschía tenía también sus lugartenientes; Praschcu, Belcha y el Corneta de
Lasala. Praschcu era un mocetón grueso, barbudo, sonriente y rojo, que, a juzgar
por sus palabras, no pensaba más que en comer y en beber bien. Durante el
camino no habló más que de guisos y de comidas, de la cena que le quitaron al
cura de tal pueblo o al maestro de escuela de tal otro, del cordero asado que
comieron en este caserío y de las botellas de sidra que encontraron en una
taberna. Para Praschcu la guerra no era más que una serie de comilonas y de
borracheras.
Belcha y el Corneta de Lasala iban acompañando a Bautista.
A Belcha (el negrito) le llamaban así por ser pequeño y moreno; el Corneta de
Lasala ostentaba una cicatriz violácea que le cruzaba la frente. Su apodo
procedía de su oficio de capataz de los que dan la señal para el comienzo y el
paro del trabajo con una bocina.
Los de la partida llegaron a media noche a Arichulegui, un monte cercano a
Oyarzun, y entraron en una borda próxima a la ermita.
Esta borda era la guarida del Cura. Allí estaba su depósito de municiones.
El cabecilla no estaba. Guardaba la borda un retén de unos veinte hombres. Se
hizo pronto de noche. Zalacaín y Bautista comieron un rancho de habas y
durmieron sobre una hermosa cama de heno seco.
Al día siguiente, muy de mañana, sintieron los dos que les despertaban de un
empujón; se levantaron y oyeron la voz de Luschía:
-- Hala. Vamos andando.
Era todavía de noche; la partida estuvo lista en un momento. Al mediodía se
detuvieron en Fagollaga y al anochecer llegaban a una venta próxima a Andoain,
en donde hicieron alto. Entraron en la cocina. Según dijo Luschía, allí se
encontraba el Cura.
Efectivamente, poco después, Luschía llamó a Zalacaín y a Bautista.
-- Pasad -- les dijo.
Subieron por la escalera de madera hasta el desván y llamaron en una puerta.
-- ¿:Se puede ? -- preguntó Luschía.
-- Adelante.
Zalacaín, a pesar de ser templado, sintió un ligero estremecimiento en todo el
cuerpo, pero se irguió y entró sonriente en el cuarto. Bautista llevaba el ánimo de
protestar.
-- Yo hablaré -- dijo Martín a su cuñado -- tu no digas nada.
A la luz de un farol, se veía un cuarto, de cuyo techo colgaban mazorcas de
maíz, y una mesa de pino, a la cual estaban sentados dos hombres. Uno de ellos
era el Cura, el otro su teniente, un cabecilla conocido por el apodo de _el
Jabonero_.
-- Buenas noches -- dijo Zalacaín en vascuence.
-- Buenas noches -- contestó _el Jabonero_ amablemente.
El cura no contestó. Estaba leyendo un papel.
Era un hombre regordete, más bajo que alto, de tipo insignificante, de unos
treinta y tantos años. Lo único que le daba carácter era la mirada, amenazadora,
oblicua y dura.
Al cabo de algunos minutos, el cura levantó la vista y dijo:
-- Buenas noches.
Luego siguió leyendo.
Había en todo aquello algo ensayado para infundir terror. Zalacaín lo
comprendió y se mostró indiferente y contempló sin turbarse al cura. Llevaba
éste la boina negra inclinada sobre la frente, como si temiera que le mirasen a los
ojos; gastaba barba ya ruda y crecida, el pelo corto, un pañuelo en el cuello, un
chaquetón negro con todos los botones abrochados y un garrote entre las piernas.
Aquel hombre tenía algo de esa personalidad enigmática de los seres
sanguinarios, de los asesinos y de los verdugos; su fama de cruel y de bárbaro se
extendía por toda España. El lo sabía y, probablemente, estaba orgulloso del
terror que causaba su nombre. En el fondo era un pobre diablo histérico,
enfermo, convencido de su misión providencial. Nacido, según se decía, en el
arroyo, en Elduayen, había llegado a ordenarse y a tener un curato en un
pueblecito próximo a Tolosa. Un día estaba celebrando misa, cuando fueron a
prenderle. Pretextó el cura el ir a quitarse los hábitos y se tiró por una ventana y
huyó y empezó a organizar su partida.
Aquel hombre siniestro se encontró sorprendido ante la presencia y la
serenidad de Zalacaín y de Bautista, y sin mirarles les preguntó:
-- ¿:Sois vascongados ?
-- Sí -- dijo Martín avanzando.
-- ¿:Qué hacíais ?
-- Contrabando de armas.
-- ¿:Para quién ?
-- Para los carlistas.
-- ¿:Con qué comité os entendíais ?
-- Con Bayona.
-- ¿:Qué fusiles habéis traído ?
-- Berdan y Chassepot.
-- ¿:Es verdad que tenéis armas escondidas cerca de Urdax ?
-- Ahí y en otros puntos.
-- ¿:Para quién las traíais ?
-- Para los navarros.
-- Bueno. Iremos a buscarlas. Si no las encontramos, os fusilaremos.
-- Está bien -- dijo fríamente Zalacaín.
-- Marcháos -- repuso el cura, molesto por no haber intimidado a sus
interlocutores.
Al salir, en la escalera, _el Jabonero_ se acercó a ellos.
Este tenía aspecto de militar, de hombre amable y bien educado.
Había sido guardia civil.
-- No temáis -- dijo -- . Si cumplís bien, nada os pasará.
-- Nada tememos -- contestó Martín.
Fueron los tres a la cocina de la posada, y _el Jabonero_ se mezcló entre la
gente de la partida, que esperaba la cena.
Se reunieron en la misma mesa _el Jabonero_, Luschía, Belcha, el corneta de
Lasala y uno gordo, a quien llamaban Anchusa.
_El Jabonero_ no quiso aceptar en la mesa a Praschcu, porque dijo que si a
aquel bárbaro le ponían a comer al principio, no dejaba nada a los demás.
Con este motivo, un muchacho joven, exseminarista, apellidado Dantchari y
conocido también por el mote de _el Estudiante_, que formaba parte de la
partida, recordó la canción de Vilinch, que se llama la Canción del Potaje, y,
como en ella el autor se burla de un cura tragón, tuvo que cantarla en voz baja,
para que no se enterara el cabecilla.
El posadero trajo la cena y una porción de botellas de vino y de sidra, y, como
la caminata desde Arichulegui hasta allá les había abierto el apetito, se lanzaron
sobre las viandas como fieras hambrientas.
Estaban cenando, cuando llamaron a la puerta:
-- ¿:Quién va ? -- dijo el posadero.
-- Yo. Un amigo -- contestaron de fuera.
-- ¿:Quién eres tú ?
-- Ipintza, _el Loco_.
-- Pasa.
Se abrió la puerta y entró un viejo mendigo envuelto en una anguarina parda,
con una de las mangas atadas y convertida en bolsillo. Dantchari _el Estudiante_
le conocía y dijo que era un vendedor de canciones a quien tenían por loco,
porque cantaba y bailaba recitándolas.
Se sentó Ipintza, _el Loco_, a la mesa y le dió el posadero las sobras de la
cena. Luego se acercó al grupo que formaban los hombres de la partida alrededor
de la chimenea.
-- ¿:No queréis alguna canción ? -- dijo.
-- ¿:Qué canciones tienes ? -- le preguntó _el Estudiante_.
-- Tengo muchas. La de la mujer que se queja del marido, la del marido que se
queja de la mujer, Pello Joshepe...
-- Todo eso es viejo.
-- También tengo Hurra Pepito y la canción entre amo y criado.
-- Ese es liberal -- dijo Dantchari.
-- No sé -- contestó Ipintza, _el Loco_.
-- ¿:Cómo que no sabes ? Yo creo que tú no eres del todo ortodoxo.
-- No sé lo que es eso. ¿:No queréis canciones ?
-- Pero, bueno, contesta. ¿:Eres ortodoxo o heterodoxo ?
-- Ya te he dicho que no sé.
-- Qué opinas de la Trinidad ?
-- No sé.
-- ¿:Cómo que no sabes ? ¡Y te atreves a decirlo ! ¿:De dónde procede el Espíritu
Santo ? ¿:Procede del Padre o procede del Hijo, o de los dos ? ¿:O es que tú crees
que su hipóstasis es consustancial con la hipóstasis del Padre o la del Hijo ?
-- No sé nada de eso. ¿:Queréis canciones ? ¿:No queréis comprar canciones a
Ipintza, _el Loco_ ?
-- ¡Ah ! ¿:De manera que no contestas ? Entonces eres herético. _Anathema sit_.
Estás excomulgado.
-- ¡Yo ! ¿:Excomulgado ? -- dijo Ipintza lleno de terror, y retrocedió y enarboló su
blanco garrote.
-- Bueno, bueno -- gritó Luschía al estudiante -- . Basta de bromas.
Praschcu echó unas cuantas brazadas de ramas secas. Chisporroteó el fuego
alegremente; después, unos se pusieron a jugar al mus y Bautista lució su
magnífica voz cantando varios zortzicos.
Dantchari, _el Estudiante_, desafió a echar versos a Bautista y éste aceptó el
desafío. Los dos comenzaron con el estribillo:
Orain esango dizut nic zuri eguia.
(Ahora te diré yo la verdad.)
Y la fuerza del consonante les hizo decir una porción de disparates y de
astracanadas que produjeron el entusiasmo de la reunión.
Ambos merecieron plácemes y aplausos. Luego, Dantchari aseguró que sabía
imitar la voz de tiple, y entre Bautista y él cantaron la canción que comienza
diciendo:
Marichu, ¿:ñora zuaz eder galant ori ?
(María, ¿:a dónde vas tan bonita ?)
Bautista cantando de mozo y Dantchari de chica, dirigiéndose preguntas y
respuestas de burlona ingenuidad, hicieron las delicias de la concurrencia.
Luego, Bautista cantó la bella canción del país de Soul, que dice así:
Urzo churia errazu Nora yoaten cera zu Ezpaniaco mendi guciac Elurrez
beteac dituzu Gaur arratzean ostatu Gure echean badezu.
(Paloma blanca, dime a dónde vas. Todos los montes de España están llenos
de nieve. Si quieres albergue para esta noche, lo tienes en mi casa.)
Los de la partida aplaudieron, pero más que esta canción romántica les gustó
el dúo anterior, y _el Jabonero_, comprendiéndolo así, compró a Ipintza, _el
Loco_, un papel, que era la letra de la nueva canción de Vilinch, llamada « Juana
Vishenta Olave », escrita por el autor adaptándola a un aire popular titulado ¡Orra
Pepito !
La canción de Vilinch era un diálogo amoroso entre el propietario de un
caserío y la hija del arrendador, a quien trata de conquistar.
_El Estudiante_ se puso las enaguas de la posadera y se ató un pañuelo en la
cabeza, Bautista se caló un sombrero de copa que alguno encontró, no se sabe
dónde, y cantaron ambos el dúo ingenuo de Vilinch, y la algazara fué tan grande
que los cantores tuvieron que enmudecer porque el Cura gritó desde arriba que
no le dejaban dormir en paz.
Cada cual fué a acostarse donde pudo, y Martín le dijo a Bautista en francés:
-- Cuidado, eh. Hay que estar preparados para escapar a la mejor ocasión.
Bautista movió la cabeza afirmativamente, dando a entender que no se
olvidaba.
@§ -- II -- CAPITULO IV
HISTORIA CASI INVEROSIMIL DE JOSHE CRACASCH
Los dos días siguientes estuvo lloviendo y se pasó la partida en la venta
haciendo algunos reconocimientos por los alrededores. Ni Zalacaín ni Bautista
vieron al cura. Sin duda éste no se presentaba más que en las circunstancias
graves.
Como era natural entre tanta gente inactiva, se pasaron las horas al lado del
fuego hablando y contando diversos episodios y aventuras.
Había en la partida un muchacho de Tolosa, muy melancólico, cuyas únicas
ocupaciones eran mirarse a un espejito de mano y tocar el acordeón. Este
muchacho se llamaba José Cacochipi y algunos, a sus espaldas, le decían José
Cracasch o sea en castellano José Manchas.
Martín y Bautista le preguntaron varias veces qué le pasaba para estar tan
triste, si es que le dolían las muelas, si tenía las digestiones lentas, disgustos de
familia o algún desorden en la vejiga; a todas estas preguntas contestaba
Cacochipi, alias _Cracasch_, diciendo que no le pasaba nada, pero suspiraba
como si le ocurrieran todas esas calamidades al mismo tiempo.
Como el tal Cacochipi constituía un misterio, Martín preguntó a Dantchari,
_el Estudiante_, si por ser tolosano sabía la historia de su conterráneo y amigo, y
el exseminarista dijo:
-- Si no le decís nada, os contaré la historia de Joshé, pero habéis de
prometerme no burlaros de él.
-- No nos burlaremos de él ni le diremos nada.
Dantchari hablaba en castellano con esa pedantería clásica de los curas y
seminaristas, que creen indispensable, para mayor claridad, decir de cuando en
cuando alguna palabra en latín entre personas que ignoran en absoluto este
idioma.
-- Pues habéis de saber -- dijo Dantchari -- que José Cacochipi, el hijo menor de
André Anthoni la confitera, ha sido conocido siempre, _urbi et orbe_ por el
apodo de Joshé Cracasch.
Este apodo lo tenía muy merecido porque Joshé era hace años, y aun hace
meses, el mozo más abandonado de la ciudad y de los contornos; así que todo el
pueblo, _némine discrepante_, lo apodaba Cracasch.
Joshé no ha tenido hasta hace poco más pasión que la música.
Quisieron hacerle estudiar para cura y ordenarle _in sacris_, pero fué
imposible.
Se puede decir de él que es músico _per se_ y hombre _per accidens_.
Durante muchos años se ha pasado ocho o nueve horas en el piano haciendo
ejercicios y, como no ha tenido alma más que para la música, en todo lo demás
ha sido un descuidado horrible.
Llevaba el traje lleno de lamparones, la boina sucia, el pelo largo, se olvidaba
la corbata. Era una verdadera calamidad.
Por eso se le llamaba Joshé Cracasch, y a él no sólo no le ofendía el apodo,
sino que le hacía gracia; en cambio su madre, André Anthoni, se ponía como una
fiera cuando oía que a su hijo le daban este mote.
Hará un año próximamente que un indiano rico llamado Arizmendi, y que
dicen que ha sido pirata... yo no lo sé, _relata refero_, llegó al pueblo. Como
digo, este señor le preguntó al párroco:
-- ¿:Qué profesor de música le podría yo poner a mi chico ?
-- El mejor, José Cacochipi -- contestó el cura.
Le hablaron a Cracasch y éste se encogió de hombros y dijo que bueno. Su
madre le preparó ropa limpia y le advirtió que tuviera cuidado con lo que decía y
que fuera prudente, pues la colocación podía ser un _modus vivendi_ para él.
Cracasch prometió ser prudentísimo.
Llegó el primer día a casa de Arizmendi y preguntó por el amo.
Salió a abrirle una muchacha, y poco después se presentó un señor. La
muchacha le dijo que dejara la boina en el colgador.
-- ¿:Para qué ? -- replicó Joshé -- y luego, dirigiéndose al señor, le preguntó: -- ¿:Es
la criada, eh ?
-- No, esta señorita es mi hija -- contestó fríamente el señor Arizmendi.
Cracasch comprendió que había dado un tropiezo y para enmendarlo, dijo:
-- Es muy guapa. ¡Ya se parece a usted, ya !
-- No. Si es hijastra mía -- contestó el señor Arizmendi.
-- Ja, ja... ¡qué risa !... Ya tendrá novio, eh.
Cacochipi fué a dar en un punto que preocupaba a la familia, pues la
muchacha tenía amores, a disgusto de los padres, con un primo.
El señor Arizmendi le dijo que no hiciera más preguntas impertinentes, que ya
sabía que era medio bobo, pero que aprendiese a reportarse.
Joshé, muy extrañado con tal exabrupto, fué al cuarto del chico, donde dió su
primera lección de solfeo. Aquellas palabras duras del señor Arizmendi, más que
ofender le extrañaron. Joshé no tenía ninguna malicia, toda su vida la había
pasado pensando en la música, y de otras cosas nada sabía.
A Cacochipi, que estuvo varias veces invitado a comer con la familia de
Arizmendi, le chocaba la tristeza del padre y de la madre y de las hermanas y
quiso alegrarles un poco; porque, como dice el profano: _Omissis curis, jucunde
vivendum esse_; lo cual quiere decir que se debe vivir alegremente y sin
cuidados.
Lo primero que se le ocurrió a Cracasch, un día que se le figuró que ya tenía
confianza con la familia de Arizmendi, fué, a los postres, imitar el ruido del tren;
luego intentó cantar una canción que en la taberna tenía mucho éxito. En esta
canción se hace como si se tocara la flauta y el bombo, y como si se comiera en
una cazuela, y luego medio se desnuda uno mientras canta. Joshé creía que,
cuando él se quitara la chaqueta y el chaleco, toda la familia rompería a reir a
carcajadas, pero fué todo lo contrario, porque el señor Arizmendi, mirándole con
ojos terribles, le dijo:
-- Bueno, Cacochipi: póngase usted el chaleco y no vuelva usted a quitárselo
delante de nosotros.
Joshé se quedó frío, y no precisamente por la falta del chaleco.
-- A esta gente no les hace gracia nada -- murmuró.
Un día, apareció a dar la lección con la cara pintada con varios lunares y no
hizo efecto; otro, ayudado por su discípulo, ató los cubiertos a la mesa... y nada.
-- ¿:Qué tal, Cracasch ? -- le preguntaba alguno en la calle -- . ¿:Cómo va la familia
de Arizmendi ?
-- ¡Ah ! Es una gente que nada le gusta. -- contestaba él -- . Se hacen cosas bonitas
para divertirles... y nada.
El día de Carnaval, Joshé Cracasch tuvo una idea de las suyas y fué convencer
a su discípulo para que sacara los trajes de su madre y de una hermana. Se
disfrazarían los dos y darían a la familia Arizmendi una broma graciosísima.
-- Ahora sí que se van a reir -- decía Cacochipi en su interior.
El chico no se anduvo en retóricas y el domingo de Carnaval tomó los mejores
trajes que encontró y fué con ellos a la confitería. Maestro y discípulo se
pusieron las prendas femeninas, y armados de sendas escobas, fueron a la puerta
de la iglesia.
Al salir Arizmendi con su mujer y sus hijas de misa, Cacochipi y su discípulo
cayeron sobre ellos y les dieron un sin fin de apretones y de golpes; Joshé
recordó a Arizmendi que tenía dentadura postiza, a su mujer que se ponía
añadidos y a la hija mayor el novio con quien había reñido, y después de otra
porción de cosas igualmente oportunas se marcharon las dos máscaras dando
brincos.
Al día siguiente, cuando se presentó en casa de Arizmendi, pensó Cracasch:
-- Nada, van a felicitarme por la broma de ayer.
Entró y le pareció que todo el mundo estaba serio. De pronto, se le acercó
Arizmendi y con voz más que severa, iracunda, en un terrible _ab irato_, le dijo:
-- No vuelva usted a poner los pies en mi casa. ¡Imbécil ! Si no fuera usted un
idiota, le echaría a puntapiés.
-- Pero ¿:por qué ? -- preguntó José.
-- ¿:Y lo pregunta usted todavía, majadero ? Cuando no se sabe portarse como
una persona, no se debe alternar con los demás. Yo creía que era usted un
estúpido, pero no tanto.
Cacochipi, por primera vez en su vida, se sintió ofendido. Se encerró en su
casa y empezó a pensar en la Celedonia, la segunda hija de Arizmendi y en la
voz suave y la _eloquendi suavitatem_ con que le saludaba por las mañanas
cuando le decía:
-- Buenos días, Joshé.
Cacochipi se convenció de que, como le había dicho Arizmendi, era un
estúpido y de que además estaba enamorado. Estos dos convencimientos le
impulsaron a mudarse de traje, a cortarse el pelo, a ponerse una boina nueva y a
no permitir que nadie le llamara Cracasch.
-- Oye, Cracasch -- le decía alguno en la calle.
-- ¡Hombre ! Creo que me has llamado Cracasch -- decía él.
-- Sí, ¿:y qué ?
-- Que no quiero que me vuelvas a llamar así.
-- Pero hombre, Cracasch...
-- Toma -- y Joshé empezaba a puñetazos y a golpes.
En poco tiempo Joshé borró su apodo de Cracasch. La Celedonia Arizmendi
había notado la transformación de Joshé y sabía la parte que en este cambio le
correspondía a ella. Joshé veía que la muchacha le miraba con buenos ojos; pero
era tan tímido que nunca se hubiera atrevido a decirle nada.
Llevaban sus amores el camino de pasar a la historia sin llegar al primer
capítulo, cuando el hijo de un boticario se encargó de darles una solución.
Quería burlarse de Joshé y escribió una carta de amor grotesca a la hija de
Arizmendi, firmando Joshé Cracasch.
La chica le envió la carta a Joshé diciéndole que se querían burlar de él, pero
que ella le estimaba y que pasara por delante de su casa y que hablarían.
Joshé fué y vió a la muchacha y le dió las buenas tardes y no se le ocurrió más;
ella le preguntó si su madre, André Anthoni, estaba buena, él la contestó que sí y
entonces ella le dijo:
-- Hasta mañana, Joshé.
-- Adiós.
Cacochipi quedó como embobado; necesitaba respirar, tomar aire y salió de
Tolosa y tomó el camino de Anoeta y pasó Anoeta y luego Irura y cruzó
Villabona y fué andando, andando, hasta que se topó con la partida del Cura, que
iba a conquistar, _viribus et armís_, la gloria. Uno de la partida le dió el alto y le
hizo descender de las sublimidades amatorio-musicales en que se hallaba
sumido, presentándole el sencillo dilema de recibir una paliza o de venirse con
nosotros.
José Cacochipi, por muy aficionado que sea a la música, no ha querido que
solfeen sobre él y ya hace un mes que está en la partida.
Tal era la historia de Joshé Cracasch, que contó Dantchari, _el Estudiante_,
con algunos latinajos más de los que pone el autor.
@§ -- II -- CAPITULO V
COMO LA PARTIDA DEL CURA DETUVO LA DILIGENCIA CERCA DE
ANDOAIN
Al tercer día de estar en la venta, la inacción era grande, y entre _el Jabonero_
y Luschía acordaron detener aquella mañana la diligencia que iba desde San
Sebastián a Tolosa.
Se dispuso la gente a lo largo del camino, de dos en dos; los más lejanos irían,
avisando cuando apareciera la diligencia y replegándose junto a la venta.
Martín y Bautista se quedaron con el Cura y _el Jabonero_, porque el cabecilla
y su teniente no tenían bastante confianza en ellos.
A eso de las once de la mañana, avisaron la llegada del coche. Los hombres
que espiaban el paso fueron acercándose a la venta, ocultándose por los lados del
camino.
El coche iba casi lleno. El Cura, _el Jabonero_ y los siete u ocho hombres que
estaban con ellos se plantaron en medio de la carretera.
Al acercarse el coche, el Cura levantó su garrote y gritó:
-- ¡Alto !
Anchusa y Luschía se agarraron a la cabezada de los caballos y el coche se
detuvo.
-- _¡Arrayua !_ ¡El Cura ! -- exclamó el cochero en voz alta -- . Nos hemos
fastidiado.
-- Abajo todo el mundo -- mandó el Cura.
Egozcue abrió la portezuela de la diligencia. Se oyó en el interior un coro de
exclamaciones y de gritos.
-- Vaya. Bajen ustedes y no alboroten -- dijo Egozcue con finura.
Bajaron primero dos campesinos vascongados y un cura; luego, un hombre
rubio, al parecer extranjero, y después saltó una muchacha morena, que ayudó a
bajar a una señora gruesa, de pelo blanco.
-- Pero Dios mío, ¿:adónde nos llevan ? -- exclamó ésta.
Nadie le contestó.
-- ¡Anchusa ! ¡Luschía ! Desenganchad los caballos -- gritó el Cura -- . Ahora,
todos a la posada.
Anchusa y Luschía llevaron los caballos y no quedaron con el cura más que
unos ocho hombres, contando con Bautista, Zalacaín y Joshé Cracasch.
-- Acompañad a éstos -- dijo el cabecilla a dos de sus hombres, señalando a los
campesinos y al cura.
-- Vosotros -- é indicó a Bautista, Zalacaín, Joshé Cracasch y otros dos hombres
armados -- id con la señora, la señorita y este viajero.
La señora gruesa lloraba afligida.
-- Pero, ¿:nos van a fusilar ? -- preguntó gimiendo.
-- ¡Vamos ! ¡Vamos ! -- dijo uno de los hombres armados, brutalmente.
La señora se arrodilló en el suelo, pidiendo que la dejaran libre.
La señorita, pálida, con los dientes apretados, lanzaba fuego por los ojos. Sin
duda, sabía los procedimientos usados por el cura con las mujeres.
A algunas solía desnudarlas de medio cuerpo arriba, les untaba con miel el
pecho y la espalda y las emplumaba; a otras les cortaba el pelo o lo untaba de
brea y luego se lo pegaba a la espalda.
-- Ande usted, señora -- dijo Martín -- , que no les pasará nada.
-- Pero, ¿:adónde ? -- preguntó ella.
-- A la posada, que está aquí cerca.
La joven nada dijo, pero lanzó a Martín una mirada de odio y de desprecio.
Las dos mujeres y el extranjero comenzaron a marchar por la carretera.
-- Atención, Bautista -- dijo Martín en francés -- , tú al uno, yo al otro. Cuando no
nos vean.
El extranjero, extrañado, en el mismo idioma preguntó:
-- ¿:Qué van ustedes a hacer ?
-- Escaparnos. Vamos a quitar los fusiles a estos hombres. Ayúdenos usted.
Los dos hombres armados, al oir que se entendían en una lengua que ellos no
comprendían, entraron en sospechas.
-- ¿:Qué habláis ? -- dijo uno, retrocediendo y preparando el fusil.
No tuvo tiempo de hacer nada, porque Martín le dió un garrotazo en el
hombro y le hizo tirar el fusil al suelo, Bautista y el extranjero forcejearon con el
otro y le quitaron el arma y los cartuchos. Joshé Cracasch estaba como en babia.
Las dos mujeres, viéndose libres, echaron a correr por la carretera, en
dirección a Hernani. Cracasch las siguió. Este llevaba una mala escopeta, que
podía servir en último caso. El extranjero y Martín tenían cada uno su fusil, pero
no contaba más que con pocos cartuchos. A uno le habían podido quitar la
cartuchera, al otro fué imposible. Este volaba corriendo a dar parte a los de la
partida.
El extranjero, Martín y Bautista corrieron y se reunieron con las dos mujeres y
con Joshé Cracasch.
La ventaja que tenían era grande, pero las mujeres corrían poco; en cambio, la
gente del cura en cuatro saltos se plantaría junto a ellos.
-- ¡Vamos ! ¡Animo ! -- decía Martín -- . En una hora llegamos.
-- No puedo -- gemía la señora -- . No puedo andar más.
-- ¡Bautista ! -- exclamó Martín -- . Corre a Hernani, busca gente y tráela.
Nosotros nos defenderemos aquí un momento.
-- Iré yo -- dijo Joshé Cracasch.
-- Bueno, entonces deja el fusil y las municiones.
Tiró el músico el fusil y la cartuchera y echó a correr, como alma que lleva el
diablo.
-- No me fío de ese músico simple -- murmuró Martín -- . Vete tú, Bautista. La
lástima es que quede un arma inútil.
-- Yo dispararé -- dijo la muchacha.
Se volvieron a hacer frente, porque los hombres de la partida se iban
acercando.
Silbaban las balas. Se veía una nubecilla blanca y pasaba al mismo tiempo una
bala por encima de las cabezas de los fugitivos. El extranjero, la señorita y
Martín se guarecieron cada uno detrás de un árbol y se repartieron los cartuchos.
La señora vieja, sollozando, se tiró en la hierba, por consejo de Martín.
-- ¿:Es usted buen tirador ? -- preguntó Zalacaín al extranjero.
-- ¿:Yo ? Sí. Bastante regular.
-- ¿:Y usted, señorita ?
-- También he tirado algunas veces.
Seis hombres se fueron acercando a unos cien metros de donde estaban
guarecidos Martín, la señorita y el extranjero. Uno de ellos era Luschía.
-- A ese ciudadano le voy a dejar cojo para toda su vida -- dijo el extranjero.
Efectivamente, disparó y uno de los hombres cayó al suelo dando gritos.
-- Buena puntería -- dijo Martín.
-- No es mala -- contestó fríamente el extranjero.
Los otros cinco hombres recogieron al herido y lo retiraron hacia un declive.
Luego, cuatro de ellos, dirigidos por Luschía, dispararon al árbol de dónde había
salido el tiro. Creían, sin duda, que allí estaban refugiados Martín y Bautista y se
fueron acercando al árbol. Entonces disparó Martín é hirió a uno en una mano.
Quedaban solo tres hábiles, y, retrocediendo y arrimándose a los árboles,
siguieron haciendo disparos.
-- ¿:Habrá descansado algo su madre ? -- preguntó Martín a la señorita.
-- Sí.
-- Que siga huyendo. Vaya usted también.
-- No, no.
-- No hay que perder tiempo -- gritó Martín, dando una patada en el suelo -- . Ella
sola o con usted. ¡Hala ! En seguida.
La señorita dejó el fusil a Martín y, en unión de su madre, comenzó a marchar
por la carretera.
El extranjero y Martín esperaron, luego fueron retrocediendo sin disparar,
hasta que, al llegar a una vuelta del camino, comenzaron a correr con toda la
fuerza de sus piernas. Pronto se reunieron con la señora y su hija. La carrera
terminó a la media hora, al oir que las balas comenzaban a silbar por encima de
sus cabezas.
Allí no había árboles donde guarecerse, pero sí unos montes de piedra
machacada para el lecho de la carretera, y en uno de ellos se tendió Martín y en
el otro el extranjero. La señora y su hija se echaron en el suelo.
Al poco tiempo, aparecieron varios hombres; sin duda, ninguno quería
acercarse y llevaban la idea de rodear a los fugitivos y de cogerlos entre dos
fuegos.
Cuatro hombres fueron a campo traviesa por entre maizales, por un lado de la
carretera, mientras otros cuatro avanzaban por otro lado, entre manzanos.
Si Bautista no viene pronto con gente, creo que nos vamos a ver
apurados -- exclamó Martín.
La señora, al oirle, lanzó nuevos gemidos y comenzó a lamentarse, con
grandes sollozos, de haber escapado.
El extranjero sacó un reloj y murmuró:
-- Tenía tiempo. No habrá encontrado nadie.
-- Eso debe ser -- dijo Martín.
-- Veremos si aquí podemos resistir algo -- repuso el extranjero.
-- ¡Hermoso día ! -- murmuró Martín.
La verdad es que un día tan hermoso convida a todo, hasta que le peguen a
uno un tiro.
-- Por si acaso, habrá que evitarlo en lo posible.
Dos o tres balas pasaron silbando y fueron a estrellarse en el suelo.
-- ¡Rendíos ! -- dijo la voz de Belcha, por entre unos manzanos.
-- Venid a cogernos -- gritó Martín, y vió que uno le apuntaba en el monte,
desde cerca de un árbol; él apuntó a su vez, y los dos tiros sonaron casi
simultáneamente. Al poco tiempo, el hombre volvió a aparecer más cerca,
escondido entre unos helechos, y disparó sobre Martín.
Este sintió un golpe en el muslo y comprendió que estaba herido. Se llevó la
mano al sitio de la herida y notó una cosa tibia. Era sangre. Con la mano
ensangrentada cogió el fusil y, apoyándose en las piedras, apuntó y disparó.
Luego sintió que se le iban las fuerzas, al perder la sangre, y cayó desmayado.
El extranjero aguardó un momento, pero, en aquel instante, una compañía de
miqueletes avanzaba por la carretera, corriendo y haciendo disparos, y la gente
del Cura se retiraba.
@§ -- II -- CAPITULO VI
COMO CUIDO LA SEÑORITA DE BRIONES A MARTIN ZALACAIN
Cuando de nuevo pudo darse Martín Zalacaín cuenta de que vivía, se
encontró en la cama, entre cortinas tupidas.
Hizo un esfuerzo para moverse y se sintió muy débil y con un ligero dolor en
el muslo.
Recordó vagamente lo pasado, la lucha en la carretera, y quiso saber dónde
estaba.
-- ¡Eh ! -- gritó con voz apagada.
Las cortinas se abrieron y una cara morena, de ojos negros, apareció entre
ellas.
-- Por fin. ¡Ya sé ha despertado usted !
-- Sí. ¿:Dónde me han traído ?
-- Luego le contaré a usted todo -- dijo la muchacha morena.
-- ¿:Estoy prisionero ?
-- No, no; está usted aquí en seguridad.
-- ¿:En qué pueblo ?
-- En Hernani.
-- Ah, vamos. ¿:No me podrían abrir esas cortinas ?
-- No, por ahora no. Dentro de un momento vendrá el médico y, si le encuentra
a usted bien, abriremos las cortinas y le permitiremos hablar. Con que ahora siga
usted durmiendo.
Martín sentía la cabeza débil y no le costó mucho trabajo seguir el consejo de
la muchacha.
Al mediodía llegó el médico, que reconoció a Martín la herida, le tomó el
pulso y dijo:
-- Ya pueda empezar a comer.
-- ¿:Y le dejaremos hablar, doctor ? -- preguntó la muchacha.
-- Sí.
Se fué el doctor, y la muchacha de los ojos negros descorrió las cortinas y
Martín se encontró en una habitación grande, algo baja de techo, por cuya
ventana entraba un dorado sol de invierno. Pocos instantes después, apareció
Bautista en el cuarto, de puntillas.
-- Hola, Bautista -- dijo Martín burlonamente -- . ¿:Qué te ha parecido nuestra
primera aventura de guerra ? ¿:Eh ?
-- ¡Hombre ! A mí, bien -- contestó el cuñado -- . A ti quizá no te haya parecido
tan bien.
-- ¡Pse ! Ya hemos salido de esta.
La muchacha de los ojos negros, a quien al principio no reconoció Martín, era
la señorita a quien habían hecho bajar del coche los de la partida del Cura y
después se había fugado con ellos en compañía de su madre.
Esta señorita le contó a Martín cómo le llevaron hasta Hernani y le extrajeron
la bala.
-- Y yo no me he dado cuenta de todo esto -- dijo Martín -- . ¿:Cuánto tiempo
llevo en la cama ?
-- Cuatro días ha estado usted con una fiebre altísima.
-- ¿:Cuatro días ?
-- Sí.
-- Por eso estoy rendido. ¿:Y su madre de usted ?
-- También ha estado enferma, pero ya se levanta.
-- Me alegro mucho. ¿:Sabe usted ? Es raro -- dijo Martín -- no me parece usted la
misma que vino en la carretera con nosotros.
-- ¡No ?
-- No.
-- ¿:Y por qué ?
-- Le brillaban a usted los ojos de una manera tan rara, así como dura...
-- ¿:Y ahora no ?
-- Ahora no, ahora me parecen sus ojos muy suaves.
La muchacha se ruborizó sonriendo.
-- La verdad es -- dijo Bautista -- que has tenido suerte. Esta señorita te ha
cuidado como a un rey.
-- ¡Qué menos podía hacer por uno de nuestros salvadores ! -- exclamó ella
ocultando su confusión -- . Oh, pero no hable usted tanto. Para el primer día es
demasiado.
-- Una pregunta sólo -- dijo Martín.
-- Veamos la pregunta -- contestó ella.
-- Quisiera saber cómo se llama usted.
-- Rosa Briones.
-- Muchas gracias, señorita Rosa -- murmuró.
-- ¡Oh ! no me llame usted señorita. Llámeme usted Rosa o Rosita, como me
dicen en casa.
-- Es que yo no soy caballero -- repuso Martín.
-- ¡Pues si usted no es caballero, quién lo será ! -- dijo ella.
Martín se sintió halagado y, como Rosa le indicó que callara, llevándose el
dedo a los labios, cerró los ojos...
La convalecencia de Martín fué muy rápida, tanto, que a él le pareció que se
curaba demasiado pronto.
Bautista, al ver a su cuñado en vísperas de levantarse y en buenas manos,
como dijo algo irónicamente, se fué a Francia a reunirse con Capistun y a seguir
con los negocios.
Martín pudo tomar Hernani por una Capua, una Capua espiritual.
Rosita Briones y su madre doña Pepita le mimaban y le halagaban.
De conocerlo, Martín hubiera podido recitar, refiriéndose a él mismo, el
romance antiguo de Lanzarote:
Nunca fuera caballero De damas tan bien servido Como fuera Lanzarote
Cuando de su aldea vino.
Rosita, durante la convalecencia, tuvo largas conversaciones con Martín. Era
de Logroño, donde vivía con su madre. Doña Pepita era la causante de la
desdichada aventura. A ella se le ocurrió ir a Villabona, para ver a su hijo, que le
habían dicho que se encontraba herido en este pueblo. Afortunadamente, la
noticia era falsa.
Doña Pepita, la madre de Rosita, era una señora romántica, con unas ideas
absurdas. Adoraba a su hijo, vivía temblando de que le pasara algo, pero, a pesar
de todo, había querido que fuera militar. Al decidir la aventura que terminó con
la detención de la diligencia y al oir las observaciones de su hija al malhadado
proyecto, había contestado:
-- Los carlistas son españoles y caballeros y no pueden hacer daño a unas
señoras.
A pesar de esta imposibilidad, estuvieron las dos a punto de ser emplumadas o
apaleadas por la gente del Cura.
Martín llegó a convencerse de que la buena señora tenía una imposibilidad
irreductible para enterarse de la cosas. Lo veía todo a su gusto y se convencía de
que los hechos era como se los había pintado su fantasía. Si de la madre
cualquiera hubiese dicho que le faltaba un tornillo, no podía decirse lo mismo de
su hija. Esta era lista y avispada como pocas; tenía un juicio rápido, seguro y
claro.
Muchas veces, para distraer al herido, Rosa le leyó novelas de Dumas y
poesías de Bécquer. Martín nunca había oído versos y le hicieron un efecto
admirable, pero lo que más le sorprendió fué la discreción de los comentarios de
Rosita. No se le escapaba nada.
Pronto Martín pudo levantarse y, cojeando, andar por la casa. Un día que
contaba su vida y sus aventuras, Rosita le preguntó de pronto:
-- ¿:Y Catalina quién es ? ¿:Es su novia de usted ?
-- Sí. ¿:Cómo lo sabe usted ?
-- Porque ha hablado usted mucho de ella durante el delirio.
-- ¡Ah !
-- ¿:Y es guapa ?
-- ¿:Quién ?
-- Su novia.
-- Sí, creo que sí.
-- ¿:Cómo ? ¿:Cree usted nada más ?
-- Es que la conozco desde chico y estoy tan acostumbrado a verla que casi no
sé cómo es.
-- ¿:Pero no está usted enamorado de ella ?
-- No sé, la verdad.
-- ¡Qué cosa más rara ! ¿:Que tipo tiene ?
-- Es así... algo rubia...
-- ¿:Y tiene hermosos ojos ?
-- No tanto como usted -- dijo Martín.
A Rosita Briones le centellearon los ojos y envolvió a Martín en una de sus
miradas enigmáticas.
Una tarde se presentó en Hernani el hermano de Rosita.
Era un joven fino, atento, pero poco comunicativo.
Doña Pepita le puso a Zalacaín delante de su hijo como un salvador, como un
héroe.
Al día siguiente, Rosita y su madre iban a San Sebastián, para marcharse
desde allí a Logroño.
Les acompañó Martín y su despedida fué muy afectuosa. Doña Pepita le
abrazó y Rosita le estrechó la mano varias veces y le dijo imperiosamente:
-- Vaya usted a vernos.
-- Sí, ya iré.
-- Pero que sea de veras. Los ojos de Rosita prometían mucho. Al marcharse
madre é hija, Martín pareció despertar de un sueño; se acordó de sus negocios,
de su vida, y sin pérdida de tiempo se fué a Francia.
@§ -- II -- CAPITULO VII
COMO MARTIN ZALACAIN BUSCO NUEVAS AVENTURAS
Una noche de invierno llovía en las calles de San Juan de Luz; algún mechero
de gas temblaba a impulsos del viento, y de las puertas de las tabernas salían
voces y sonido de acordeones.
En Socoa, que es el puerto de San Juan de Luz, en una taberna de marineros,
cuatro hombres, sentados en una mesa, charlaban. De cuando en cuando, uno de
ellos abría la puerta de la taberna, avanzaba en el muelle silencioso, miraba al
mar y al volver decía:
-- Nada, la _Fleche_ no viene aún.
El viento silbaba en bocanadas furiosas sobre la noche y el mar negros, y se
oía el ruido de las olas azotando la pared del muelle.
En la taberna, Martín, Bautista, Capistun y un hombre viejo, a quien llamaban
Ospitalech, hablaban; hablaban de la guerra carlista, que seguía como una
enfermedad crónica sin resolverse.
-- La guerra acaba -- dijo Martín.
-- ¿:Tú crees ? -- preguntó el viejo Ospitalech.
-- Sí, esto marcha mal, y yo me alegro -- dijo Capistun.
-- No, todavía hay esperanza -- repuso Ospitalech.
-- El bombardeo de Irún ha sido un fracaso completo para los carlistas -- dijo
Martín -- . ¡Y qué esperanzas tenían todos estos legitimistas franceses ! Hasta los
hermanos de la Doctrina Cristiana habían dado vacaciones a los niños para que
fuesen a la frontera a ver el espectáculo. ¡Canallas ! Y ahí vimos a ese arrogante
don Carlos, con sus terribles batallones, echando granadas y granadas, para tener
luego que escaparse corriendo hacia Vera.
-- Si la guerra se pierde, nos arruinamos -- murmuró Ospitalech.
Capistun estaba tranquilo, pensaba retirarse a vivir a su país; Bautista, con las
ganancias del contrabando, había extendido sus tierras. De los tres, Zalacaín no
estaba contento. Si no le hubiese retenido el pensamiento de encontrar a
Catalina, se hubiera ido a América.
Llevaba ya más de un año sin saber nada de su novia; en Urbia se ignoraba su
paradero, se decía que doña Agueda había muerto, pero no se hallaba confirmada
la noticia.
De estos cuatro hombres de la taberna de Socoa, los dos contentos, Bautista y
Capistun, charlaban; los otros dos rabiaban y se miraban sin hablarse. Afuera
llovía y venteaba.
-- ¿:Alguno de vosotros se encargaría de un negocio difícil, en que hay que
exponer la pelleja ? -- preguntó de pronto Ospitalech.
-- Yo no -- dijo Capistun.
-- Ni yo -- contestó distraídamente Bautista.
-- ¿:De qué se trata ? -- preguntó Martín.
-- Se trata de hacer un recorrido por entre las filas carlistas y conseguir que
varios generales y, además, el mismo don Carlos, firmen unas letras.
-- ¡Demonio ! No es fácil la cosa -- exclamó Zalacaín.
-- Ya lo sé que no; pero se pagaría bien.
-- ¿:Cuánto ?
-- El patrón ha dicho que daría el veinte por ciento, si le trajeran las letras
firmadas.
-- ¿:Y a cuánto asciende el valor de las letras ?
-- ¿:A cuánto ? No sé de seguro la cantidad. ¿:Pero es que tú irías ?
-- ¿:Por qué no ? Si se gana mucho...
-- Pues entonces espera un momento. Parece que llega el barco, luego
hablaremos.
Efectivamente, se había oído en medio de la noche un agudo silbido. Los
cuatro salieron al puerto y se oyó el ruido de las aguas removidas por una hélice,
y luego aparecieron unos marineros en la escalera del muelle, que sujetaron la
amarra en un poste.
-- ¡Eup ! Manisch -- gritó Ospitalech.
-- ¡Eup ! -- contestaron desde el mar.
-- ¿:Todo bien ?
-- Todo bien -- respondió la voz.
-- Bueno, entremos -- añadió Ospitalech -- que la noche está de perros.
Volvieron a meterse en la taberna los cuatro hombres, y poco después se
unieron a ellos Manisch, el patrón del barco la _Fleche_, que al entrar se quitó el
sudeste, y dos marineros más.
-- ¿:De manera que tú estás dispuesto a encargarte de ese asunto ? -- preguntó
Ospitalech a Martín.
-- Sí.
-- ¿:Solo ?
-- Solo.
-- Bueno, vamos a dormir. Por la mañana iremos a ver al principal y te dirá lo
que se puede ganar.
Los marineros de la _Fleche_ comenzaban a beber, y uno de ellos cantaba,
entre gritos y patadas, la canción de _Les matelot de la Belle Eugenie_.
Al día siguiente, muy temprano, se levantó Martín y con Ospitalech tomó el
tren para Bayona. Fueron los dos a casa de un judío que se llamaba
Levi-Alvarez. Era este un hombre bajito, entre rubio y canoso, con la nariz
arqueada, el bigote blanco y los anteojos de oro. Ospitalech era dependiente del
señor Levi-Alvarez y contó a su principal cómo Martín se brindaba a realizar la
expedición difícil de entrar en el campo carlista para volver con las letras
firmadas.
-- ¿:Cuánto quiere usted por eso ? -- preguntó Levi-Alvarez.
-- El veinte por ciento.
-- ¡Caramba ! Es mucho.
-- Está bien, no hablemos, me voy.
-- Espere usted. ¿:Sabe usted que las letras ascienden a ciento veinte mil duros ?
El veinte por ciento sería una cantidad enorme.
-- Es lo que me ha ofrecido Ospitalech. Eso o nada.
-- ¡Qué barbaridad ! No tiene usted consideración...
-- Es mi última palabra. Eso o nada.
-- Bueno, bueno. Está bien. ¿:Sabe usted que si tiene suerte se va usted a ganar
veinticuatro mil duros... ?
-- Y si no me pegarán un tiro.
-- Exacto. ¿:Acepta usted ?
-- Sí, señor, acepto.
-- Bueno. Entonces estamos conformes.
-- Pero yo exijo que usted me formalice este contrato por escrito -- dijo Martín.
-- No tengo inconveniente.
El judío quedó un poco perplejo y, después de vacilar un poco, preguntó:
-- ¿:Cómo quiere usted que lo haga ?
-- En pagarés de mil duros cada uno.
El judío, después de vacilar, llenó los pagarés y puso los sellos.
-- Si cobra usted -- advirtió -- de cada pueblo me puede usted ir enviando las
letras.
-- ¿:No las podría depositar en los pueblos en casa del notario ?
-- Sí, es mejor. Un consejo. En Estella no vaya usted donde el ministro de la
guerra. Preséntese usted al general en jefe y le entrega usted las cartas.
-- Eso haré.
-- Entonces, adiós, y buena suerte.
Martín fué a casa de un notario de Bayona, le preguntó si los pagarés estaban
en regla y, habiéndole dicho que sí, los depositó bajo recibo.
El mismo día se fué a Zaro.
-- Guardadme este papel -- dijo a Bautista y a su hermana -- dándoles el recibo.
Yo me voy.
-- ¿:Adónde vas ? -- preguntó Bautista.
Martín le explicó sus proyectos.
-- Eso es un disparate -- dijo Bautista -- te van a matar.
-- ¡Ca !
-- Cualquiera de la partida del Cura que te vea te denuncia.
-- No está ninguno en España. La mayoría andan por Buenos Aires. Algunos
los tienes por aquí, por Francia, trabajando.
-- No importa, es una barbaridad lo que quieres, hacer.
-- ¡Hombre ! Yo no obligo a nadie a que venga conmigo -- dijo Martín.
-- Es que si tú crees que eres el único capaz de hacer eso, estás
equivocado -- replicó Bautista -- . Yo voy donde otro vaya.
-- No digo que no.
-- Pero parece que dudas.
-- No, hombre, no.
-- Sí, sí, y para que veas que no hay tal cosa, te voy a acompañar. No se dirá
que un vasco francés no se atreve a ir donde vaya un vasco español.
-- Pero hombre, tú estás casado -- repuso Martín.
-- No importa.
-- Bueno, ya veo que lo tú quieres es acompañarme. Iremos juntos, y, si
conseguimos traer las letras firmadas te daré algo.
-- ¿:Cuánto ?
-- Ya veremos.
-- ¡Qué granuja eres ! -- exclamó Bautista -- ¿:para qué quieres tanto dinero ?
-- ¿:Qué sé yo ? Ya veremos. Yo tengo en la cabeza algo. ¿:Qué ? No lo sé, pero
sirvo para alguna cosa. Es una idea que se me ha metido en la cabeza hace poco.
-- ¿:Qué demonio de ambición tienes ?
-- No sé, chico, no sé -- contestó Martín -- pero hay gente que se considera como
un cacharro viejo, que lo mismo puede servir de taza que de escupidera. Yo no,
yo siento en mí, aquí dentro, algo duro y fuerte... no sé explicarme.
A Bautista le extrañaba esta ambición obscura de Martín, porque él era claro y
ordenado y sabía muy bien lo que quería.
Dejaron esta cuestión y hablaron del recorrido que tenían que hacer.
Este comenzaría yendo en el vaporcito la _Fleche_ a Zumaya y siguiendo de
aquí a Azpeitia, de Azpeitia a Tolosa y de Tolosa a Estella. Para no llevar la lista
de todas las personas a quien tenían que ver y estar consultando a cada paso lo
que podía comprometerles, Bautista, que tenía magnífica memoria, se la
aprendió de corrido; cosieron las letras entre el cuero de las polainas y por la
noche se embarcaron.
Entraron en el vaporcito de la _Fleche_ en Socoa y se echaron al mar. Bautista
y Zalacaín pasaron la travesía metidos en un camarote pequeño dando tumbos.
Al amanecer, el piloto vió hacia el cabo de Machichaco un barco que le
pareció de guerra, y forzando la marcha entró en Zumaya.
Varias compañías carlistas salieron al puerto dispuestas a comenzar el fuego,
pero cuando reconocieron el barco francés se tranquilizaron. Después de
desembarcar, la memoria admirable de Bautista indicó las personas a quienes
tenían que visitar en este pueblo. Eran tres o cuatro comerciantes. Los buscaron,
firmaron las letras, compraron los viajeros dos caballos, se agenciaron un
salvo-conducto; y por la tarde, después de comer, Martín y Bautista se
encaminaron por la carretera de Cestona.
Pasaron por el pueblecito de Oiquina, constituído por unos cuantos caseríos
colocados al borde del río Urola, luego por Aizarnazabal y en la venta de Iraeta,
cerca del puente, se detuvieron a cenar.
La noche se echó pronto encima. Cenaron Martín y Bautista y discutieron si
sería mejor quedarse allí o seguir adelante, y optaron por esto último.
Montaron en sus jamelgos, y al echar a andar vieron que de una casa próxima
al puente de Iraeta salía un coche arrastrado por cuatro caballos. El coche
comenzó a subir el camino de Cestona al trote. Este trozo de camino, desde
Iraeta a Cestona, pasa entre dos montes y tiene en el fondo el río. De noche,
sobre todo, el tal paraje es triste y siniestro.
Martín y Bautista, por ese sentimiento de fraternidad que se siente en las
carreteras solitarias, quisieron acercarse al coche y ponerse al habla con el
cochero, pero sin duda el cochero tenía razones para no querer compañía,
porque, al notar que le seguían, puso los caballos al trote largo y luego los hizo
galopar.
Así, el coche delante y Martín y Bautista detrás, subieron a Cestona, y al llegar
aquí el coche dió una vuelta rápida y poco después echó un fardo al suelo.
-- Es algún contrabandista -- dijo Martín.
Efectivamente, lo era; hablaron con él y el hombre les confesó que había
estado dispuesto a dispararles al ver que le perseguían. Marcharon los tres a la
posada, ya hechos amigos, y Martín fué a ver a un confitero carlista de la calle
Mayor.
Durmieron en la posada de Blas y muy de mañana Zalacaín y Bautista se
prepararon a seguir su camino.
Era el día lluvioso y frío, la carretera, amarillenta, llena de baches, ondulaba
por entre campos verdes; no se veía el monte Itzarroiz, envuelto entre la bruma.
El río, crecido, iba de color de ocre. Se detuvieron en Lasao, en la posesión de
un barón carlista, a hacer que su administrador firmara un documento y siguieron
bordeando el Urola hasta Azpeitia.
Aquí el trabajo era bastante grande y tardaron en terminarle. Al anochecer,
estuvieron ya libres, y, como preferían no quedarse en pueblos grandes, tomaron
un camino de herradura que subía al monte Hernio y fueron a dormir a una aldea
llamada Regil.
El tercer día, de Regil cogieron el camino de Vidania, y llegaron a Tolosa, en
donde estuvieron unas horas.
De Tolosa fueron a dormir a un pueblo próximo. Les dijeron que por allá
andaba una partida, y prefirieron seguir adelante. Esta partida, días antes, había
apaleado bárbaramente a unas muchachas, porque no quisieron bailar con unos
cuantos de aquellos foragidos. Dejaron el pueblo, y, unas veces al trote y otras al
paso, llegaron hasta Amezqueta, en donde se detuvieron.
@§ -- II -- CAPITULO VIII
VARIAS ANECDOTAS DE FERNANDO DE AMEZQUETA Y LLEGADA
A ESTELLA
En Amezqueta entraron en la posada próxima al juego de pelota. Llovía,
hacía frío y se refugiaron al lado de la lumbre.
Había entre los reunidos en la venta un campesino chusco, que se puso a
contar historias. El campesino, al entrar otros dos en la cocina, sacó su gran
pañuelo a cuadros y comenzó a dar con él en las mesas y en las sillas, como si
estuviera espantando moscas.
-- ¿:Qué hay ? -- le dijo Martín -- . ¿:Qué hace usted ?
-- Estas moscas fastidiosas -- contestó el campesino seriamente.
-- Pero si no hay moscas.
-- Sí las hay, sí -- replicó el hombre, dando de nuevo con el pañuelo.
El posadero advirtió, riendo, a Martín y a Bautista que, como en Amezqueta
había tantas moscas de macho, a los del pueblo les llamaban, en broma,
_euliyac_ (las moscas), y que por eso el tipo aquel chistoso sacudía las mesas y
las sillas con el pañuelo, al entrar dos amezquetanos.
Rieron Martín y Bautista, y el campesino contó una porción de historias y de
anécdotas.
-- Yo no sé contar nada -- dijo el hombre varias veces -- . ¡Si estuviera
_Pernando_ !
-- ¿:Y quién era _Pernando_ ? -- preguntó Martín.
-- No habéis oído vosotros hablar de _Pernando_ de Amezqueta ?
-- No.
-- ¡Ah ! Pues era el hombre más gracioso de toda esta provincia. ¡Las cosas que
contaba aquel hombre !
Martín y Bautista le instaron para que contara alguna historia de Fernando de
Amezqueta, pero el campesino se resistía, porque aseguraba que oirle a él contar
estas chuscadas no daba más que una pálida idea de las salidas de Fernando.
Sin embargo, a instancias de los dos, el campesino contó esta anécdota en
vascuence:
« Un día Fernando fué a casa del señor cura de Amezqueta, que era amigo suyo
y le convidaba a comer con frecuencia. Al entrar en la casa, husmeó desde la
cocina y vió que el ama estaba limpiando dos truchas: una, hermosa, de cuatro
libras lo menos, y la otra, pequeñita, que apenas tenía carne. Pasó Fernando a ver
al señor cura, y éste, según su costumbre, le convidó a comer. Se sentaron a la
mesa el señor cura y Fernando. Sacaron dos sopas y Fernando comió de las dos;
luego sacaron el cocido, después una fuente de berzas con morcilla y, al llegar al
principio, Fernando se encontró con que, en vez de poner la trucha grande, la
condenada del ama había puesto la pequeña, que no tenía más que raspa.
-- Hombre, trucha -- exclamó Fernando -- le voy a hacer una pregunta.
-- ¿:Qué le vas a preguntar ? -- dijo el cura riendo, en espera de un chiste.
-- Le voy a preguntar a ver si por los demás peces que ha conocido se ha
enterado algo de cómo están mis parientes al otro lado del mar, allí en América.
Porque estas truchas saben mucho.
-- Hombre, sí, pregúntale.
Cogió Fernando la fuente en donde estaba la trucha y se la puso delante, luego
acercó el oído muy serio y escuchó.
-- ¿:Qué, contesta algo ? -- dijo burlonamente el ama del cura.
-- Sí, ya va contestando, ya va contestando.
-- ¿:Y qué dice ? ¿:Qué dice ? -- preguntó el cura.
-- Pues dice -- contestó Fernando -- que es muy pequeña, pero que ahí, en esa
despensa, hay guardada una trucha muy grande y que ella debe de saber mejores
noticias de mis parientes. »
Una muchacha que estaba en la cocina, al oir la anécdota, se echó a reir con
una risa aguda y comunicó su risa a todos.
Rieron también de buena gana Martín y Bautista la manera de señalar del
truhán, pero el campesino aseguró que él no tenía arte para estos cuentos.
Le instaron para que siguiera y el hombre contó una nueva ocurrencia de
_Pernando_.
« -- Otra vez -- dijo -- fué a Idiazabal, donde había un partido de pelota, y llegó
tarde a la posada, cuando ya todos estaban sentados. El amo le dijo:
-- No hay sitio para ti, Fernando, ni probablemente tampoco habrá comida.
-- ¡Bah ! -- replicó él -- . ¡Si me diérais de balde lo que sobre !
-- Pues nada, todo lo que sobre para ti.
Se paseó Fernando por el comedor.
En la mesa redonda se habían sentado los dos bandos que habían jugado a la
pelota, separados. Fernando, viendo que traían en una fuente piernas de carnero,
dijo a dos o tres en voz baja:
-- Yo no sé de dónde saca el amo estas piernas de perro tan hermosas y con
tanta carne.
-- ¿:Pero son de perro ? -- dijeron ellos.
-- Sí, de perro; pero no se lo digáis a esos, que se fastidien.
-- ¿:Pero de veras, Fernando ?
-- Sí, hombre; yo mismo he visto la cabeza en la cocina. ¡Era un perro de aguas
más hermoso !
Dicho esto salió del comedor, y al volver tenían una cazuela con liebre. Fué al
otro extremo de la mesa y dijo a los del bando contrario:
-- ¡Vaya unos gatos más buenos que compra este fondista a los carabineros !
-- ¡Ah !, ¿:pero es gato eso ?
-- Sí, no se lo digáis a esos, pero yo he visto las colas en la cocina.
Poco después, Fernando comía solo y tenía liebre y carnero de sobra. Al
anochecer, salieron del pueblo todos, algo borrachos, y alguno se paró a echar la
papilla en el camino.
-- Es el perro, que le ha hecho daño -- decían unos, burlándose.
-- Es el gato -- decían los otros.
Y nadie quería decir que era el vino.
-- Compañeros -- dijo Fernando -- , cuando se come gato y perro juntos no pasa
nada. Ellos riñen en el interior como perros y gatos, pero le dejan a uno en paz. »
La muchacha de la risa aguda rió de nuevo y el campesino comenzó a contar
otra anécdota, diciendo:
-- No estuvo mal tampoco la manera como Fernando deshizo la boda entre un
zapatero rico de Tolosa y una novia suya.
-- A ver, a ver cómo fué -- dijeron todos.
« -- Pues estaba Fernando de aprendiz en la zapatería del difunto Ichtaber, _el
Chato de Tolosa_, y no sé si vosotros sabréis, pero Ichtaber era un zapatero viejo
y muy rico. Tenía Fernando de novia una chica muy guapa, pero Ichtaber, _el
Chato_, al verla la empezó a cortejar y a decir si se quería casar con él, y, como
era rico, ella aceptó. Solían verse la muchacha y el viejo en la zapatería, y el
granuja de Ichtaber, para estar más libre, mandaba a Fernando, con cualquier
pretexto, a la trastienda. El hacía como que no se incomodaba, pero se vengó.
Fué a ver a su novia y habló con ella.
-- Sí -- la dijo -- . Ichtaber es buena persona y hombre de fortuna, es verdad, pero
como es zapatero y chato y ha andado toda la vida con pieles, huele muy mal.
-- ¡Mentiroso ! -- dijo ella.
-- No, no, fíjate. Ya verás.
Fernando fué a la zapatería, cogió un fuelle grande y lo rellenó de esa casca
que queda después de curtidos los pellejos y que huele que apesta; luego hizo un
agujero en el tabique de la trastienda y esperó la ocasión oportuna. Por la tarde
llegó la chica, é Ichtaber dijo a su aprendiz:
-- Oye, Fernando, vete a la trastienda un momento a arreglar esas hormas que
hay en la caja.
Salió Fernando; tomó el fuelle. Miró por el agujero. Ichtaber estaba besando la
mano de la chica; entonces le apuntó a ella con el fuelle y metió por el agujero
del tabique una corriente de aire de mal olor. Cuando Fernando miró después,
Ichtaber _el Chato_ estaba con la mano en sus diminutas narices y la muchacha
lo mismo.
Luego Fernando siguió dándole al fuelle con intermitencias, hasta que se
cansó.
Dos días después, fué de nuevo la chica y le pasó lo mismo; y ya no volvió
más, porque decía que Ichtaber _el Chato_ olía a muerto.
Ichtaber hizo el amor a otra; pero Fernando le jugó la misma pasada con el
fuelle, y el zapatero decía a sus amigos:
-- _¡Arrayua !_ En mi tiempo era otra cosa; las chicas estaban sanas. Ahora, la
que más y la que menos huele a perros. »
Volvió a oirse la risa alegre y chillona de la muchacha.
Celebraron los demás circunstantes las granujerías de Fernando el de
Amezqueta y fueron a acostarse.
A la mañana siguiente, Martín y Bautista dejaron a Amezqueta y por un
sendero llegaron a Ataun, lugar en donde Dorronsoro, el jefe civil carlista, había
sido escribano.
Se encontraron en el camino a un muchacho de este pueblo que iba a
Echarri-Aranaz y en su compañía tomaron por un camino de herradura que
bordeaba la sierra de Aralar.
Hablaron los tres de la marcha de la guerra, y el chico contó una anécdota de
Dorronsoro, que no dejaba de tener gracia. Se había presentado a él un señorito
de San Sebastián, de familia carlista, de los que llamaban hojalateros, muy gordo
y muy lucio.
-- Mire usted, don Miguel -- había dicho al ex escribano -- , yo soy muy carlista y
mi familia también lo es; quisiera servir a don Carlos, pero, ya ve usted, no estoy
para andar por el monte y desearía entrar en las oficinas.
-- Bueno, ya veré si encuentro algo -- le dijo Dorronsoro -- ; vuelva usted
mañana.
Volvió al día siguiente el señorito y preguntó:
-- ¿:Qué, ha encontrado usted algo ?
-- Sí, ya comprendo que no puede usted salir al monte; de manera que entrará
usted en las oficinas... y pagará usted tres pesetas al día.
Celebraron Martín y Bautista la decisión de Dorronsoro. Por la noche llegaron
al valle de Araquil y se detuvieron en Echarri-Aranaz.
Entraron en la cocina de la venta a calentarse al fuego. Allí, en vez de las
historias del buen truhán Fernando de Amezqueta, tuvieron que oir, contada por
una vieja, la historia de don Teodosio de Goñi, un caballero navarro que,
después de haber matado a su padre y a su madre, engañado por el Diablo, se fué
de penitencia al monte con una cadena al pie, hasta que, pasados muchos años y
siendo don Teodosio viejo, se le presentó un dragón, y ya iba a devorarle,
cuando apareció el arcángel San Miguel y mató al dragón y rompió las cadenas
al caballero.
A Bautista y a Martín les parecieron más entretenidas que esta tonta historia
de dragones y de santos las ocurrencias del buen Fernando de Amezqueta.
Estaban oyendo los comentarios a la vida de don Teodosio, cuando se
presentó en la venta un señor rubio, que, al ver a Bautista y a Martín, se les
quedó mirando atentamente.
-- ¡Pero son ustedes !
-- Usted es el de...
-- El mismo.
Era el extranjero a quien habían libertado de las garras del cura.
-- ¿:A qué vienen ustedes por aquí ? -- preguntó el extranjero.
-- Vamos a Estella.
-- ¿:De veras ?
-- Sí.
-- Yo también. Iremos juntos. ¿:Conocen ustedes el camino ?
-- No.
-- Yo sí. He estado ya una vez.
-- Pero, ¿:qué hace usted andando siempre por estos parajes ? -- le preguntó
Martín.
-- Es mi oficio -- le dijo el extranjero.
-- Pues, ¿:qué es usted, si se puede saber ?
-- Soy periodista. La fuga aquella me sirvió para hacer un artículo
interesantísimo. Hablaba de ustedes dos y de aquella señorita morena. ¡Qué
chica más valiente, eh !
-- Ya lo creo.
-- Pues, si no tienen ustedes reparo, iremos juntos a Estella.
-- ¿:Reparo ? Al revés. Satisfacción y grande.
Quedaron de acuerdo en marchar juntos.
A las siete de la mañana, hora en que empezó a aclarar, salieron los tres,
atravesaron el túnel de Lizárraga y comenzaron a descender hacia la llanada de
Estella. El extranjero montaba en un borriquillo, que marchaba casi más deprisa
que los matalones en que iban Martín y Bautista. El camino serpenteaba
subiendo el desnivel de la sierra de Andía.
Atravesaron posiciones ocupadas por batallones carlistas. Entre los jefes había
muchos extranjeros con flamantes uniformes austríacos, italianos y franceses, un
tanto carnavalescos.
A media tarde comieron en Lezaun y, arreando las caballerías, pasaron por
Abarzuza. El extranjero explicó al paso la posición respectiva de liberales y
carlistas en la batalla de Monte Muru y el sitio donde se desarrolló lo más fuerte
de la acción, en la que murió el general Concha.
Al anochecer llegaron cerca de Estella.
Mucho antes de entrar en la corte carlista encontraron una compañía con un
teniente que les ordenó detenerse. Mostraron los tres su pasaporte.
Al llegar cerca del convento de Recoletos, era ya de noche.
-- ¿:Quién vive ? -- gritó el centinela.
-- España.
-- ¿:Qué gente ?
-- Paisanos.
-- Adelante.
Volvieron a mostrar sus documentos al cabo de guardia y entraron en la
ciudad carlista.
@§ -- II -- CAPITULO IX
COMO MARTIN Y EL EXTRANJERO PASEARON DE NOCHE POR
ESTELLA Y DE LO QUE HABLARON
Pasaron por el portal de Santiago, entraron en la calle Mayor y preguntaron en
la posada si había alojamiento.
Una muchacha apareció en la escalera.
-- Está la casa llena -- dijo -- . No hay sitio para tres personas, sólo una podría
quedarse.
-- ¿:Y las caballerías ? -- preguntó Bautista.
-- Creo que hay sitio en la cuadra.
Fué la muchacha a verlo y Martín dijo a Bautista.
-- Puesto que hay sitio para una persona, tú te puedes quedar aquí. Vale más
que estemos separados y que hagamos como si no nos conociéramos.
-- Sí, es verdad -- contestó Bautista.
-- Mañana, a la mañana, en la plaza nos encontraremos.
-- Muy bien.
Vino la muchacha y dijo que había sitio en la cuadra para los jacos.
Entró Bautista en la casa con las caballerías, y el extranjero y Martín fueron,
preguntando, a otra posada del paseo de los Llanos, donde les dieron
alojamiento.
Llevaron a Martín a un cuarto desmantelado y polvoriento, en cuyo fondo
había una alcoba estrecha, con las paredes cubiertas de unas manchas negras de
humo. Sin duda los huéspedes mataban las chinches quemándolas con una vela o
con la lamparilla y dejaban estos tranquilizadores rastros. En el gabinete y en la
alcoba olía a cuadra, olor que venía de las junturas de las maderas del suelo.
Martín sacó la carta de Levi-Alvarez y el paquete de letras cosido en el cuero
de la bota y separó las ya aceptadas y firmadas, de las otras. Como estas todas
eran para Estella, las encerró en un sobre y escribió:
« Al general en jefe del ejército carlista. »
-- ¿:Será prudente -- se dijo -- entregar estas letras sin garantía alguna ?
No pensó mucho tiempo, porque comprendió enseguida que era una locura
pedir recibo o fianza.
-- La verdad es que, si no quieren firmar, no puedo obligarles, y si me dan un
recibo y luego se les ocurre quitármelo, con prenderme están al cabo de la calle.
Aquí hay que hacer como si a uno le fuera indiferente la cosa y, si sale bien,
aprovecharse de ella, y si no, dejarla.
Esperó a que se secara el sobre. Salió a la calle. Vió en la calle un sargento y,
después de saludarle, le preguntó:
-- ¿:Dónde se podrá ver al general ?
-- ¡A qué general !
-- Al general en jefe. Traigo unas cartas para él.
-- Estará probablemente paseando en la plaza. Venga usted.
Fueron a la plaza. En los arcos, a la luz de unos faroles tristes de petróleo,
paseaban algunos jefes carlistas. El sargento se acercó al grupo y, encarándose
con uno de ellos, dijo:
-- Mi general.
-- ¿:Qué hay ?
-- Este paisano, que trae unas cartas para el general en jefe.
Martín se acercó y entregó los sobres. El general carlista se arrimó a un farol y
los abrió. Era el general un hombre alto, flaco, de unos cincuenta años, de barba
negra, con el brazo en cabestrillo. Llevaba una boina grande de gascón con una
borla.
-- ¿:Quién ha traído esto ? -- preguntó el general con voz fuerte.
-- Yo -- dijo Martín.
-- ¿:Sabe usted lo que venía aquí dentro ?
-- No, señor.
-- ¿:Quién le ha dado a usted estos sobres ?
-- El señor Levi-Alvarez de Bayona.
-- ¿:Cómo ha venido usted hasta aquí ?
-- He ido de San Juan de Luz a Zumaya en barco, de Zumaya aquí a caballo.
-- ¿:Y no ha tenido usted ningún contratiempo en el camino ?
-- Ninguno.
-- Aquí hay algunos papeles que hay que entregar al rey. ¿:Quiere usted
entregarlos o que se los entregue yo ?
-- No tengo más encargo que dar estos sobres y, si hay contestación, volverla a
Bayona.
-- ¿:No es usted carlista ? -- preguntó el general, sorprendido del tono de
indiferencia de Martín.
-- Vivo en Francia y soy comerciante.
-- Ah, vamos, es usted francés.
Martín calló.
-- ¿:Dónde para usted ? -- siguió preguntando el general.
-- En una posada de ese paseo...
-- ¿:Del paseo de los Llanos ?
-- Creo que sí. Así se llama.
-- ¿:Hay una administración de coches en el portal ? ¿:No ?
-- Sí, señor.
-- Entonces, es la misma, ¿:Piensa usted estar muchos días en Estella ?
-- Hasta que me digan si hay contestación o no.
-- ¿:Cómo se llama usted ?
-- Martín Tellagorri.
-- Está bien. Puede usted retirarse.
Saludó Martín y se fué a la posada. A la puerta se encontró con el extranjero.
-- ¿:Dónde se mete usted ? -- le dijo -- . Le andaba buscando.
-- He ido a ver al general en jefe.
-- ¿:De veras ?
-- Sí.
-- ¿:Y le ha visto usted ?
-- Ya lo creo. Y le he dado las cartas que traía para él.
-- ¡Demonio ! Eso sí que es ir de prisa. No le quisiera tener a usted de rival en
un periódico. ¿:Qué le ha dicho a usted ?
-- Ha estado muy amable.
-- Tenga usted cuidado, por si acaso. Mire usted que estos son unos bandidos.
-- Le he indicado que soy francés.
-- Bah, no importa. Este verano han fusilado a un periodista alemán amigo
mío. Tenga usted cuidado.
-- ¡Oh ! Lo tendré.
-- Ahora, vamos a cenar.
Subieron las escaleras y entraron en una cocina grande.
Varios paisanos y soldados, congregados allí, charlaban. Se sentaron a cenar a
una mesa larga, iluminada por un velón de varios mecheros que colgaba del
techo.
Un hombre viejo, bajito, que presidía la mesa, se quitó la boina y comenzó a
rezar; todos los comensales hicieron lo mismo, menos el extranjero a quien
advirtió Martín de su olvido y que, al darse cuenta, se quitó apresuradamente la
gorra.
En el transcurso de la cena, el hombre bajito habló más que nadie. Era navarro
de la Ribera. Tenía un tipo repulsivo, chato, de mirada oblicua, pómulos
salientes, la boina pequeña echada sobre los ojos, como si instintivamente
quisiera ocultar su mirada. Defendía la conducta del cabecilla asesino Rosas
Samaniego, que estaba entonces preso en Estella, y le parecía poca cosa el echar
a los hombres por la sima de Igusquiza, tratándose de liberales y de hombres que
blasfemaban de su Dios y de su religión.
Contó el tal viejo varias historias de la guerra carlista anterior. Una de ellas
era verdaderamente odiosa y cobarde. Una vez cerca de un río, yendo con la
partida, se encontraron con diez o doce soldados jovencitos que lavaban sus
camisas en el agua.
-- A bayonetazos acabamos con todos -- dijo el hombre sonriendo, luego añadió
hipócritamente -- Dios nos lo habrá perdonado.
Durante la cena, el repulsivo viejo estuvo contando hazañas por el estilo.
Aquel tipo miserable y siniestro era fanático, violento y cobarde, se recreaba
contando sus fechorías, manifestaba crueldad bastante para disimular su
cobardía, tosquedad para darla como franqueza y ruindad para darle el carácter
de habilidad. Tenía la doble bestialidad de ser fanático y de ser carlista.
Este desagradable y antipático personaje se puso después a clasificar los
batallones carlistas según su valor; primero eran los navarros, como era natural,
siendo él navarro, luego los castellanos, después los alaveses, luego los
guipuzcoanos y al último los vizcaínos.
Por el curso de la conversación se veía que había allá un ambiente de odios
terribles; navarros, vascongados, alaveses, aragoneses y castellanos se odiaban a
muerte. Todo ese fondo cabileño que duerme en el instinto provincial español
estaba despierto. Unos se reprochaban a otros el ser cobardes, granujas y
ladrones.
Martín se ahogaba en aquel antro, y sin tomar el postre, se levantó de la mesa
para marcharse. El extranjero le siguió y salieron los dos a la calle.
Lloviznaba. En algunas tabernas obscuras, a la luz de un quinqué de petróleo,
se veían grupos de soldados. Se oía el rasguear de la guitarra; de cuando en
cuando una voz cantaba la jota, en la calle negra y silenciosa.
-- Ya me está a mí cargando esta canción estólida -- murmuró Martín.
-- ¿:Cuál ? -- preguntó el extranjero.
-- La jota. La encuentro como una cosa petulante. Me parece que le estoy
oyendo hablar a ese viejo navarro de la posada. El que la canta quiere decir: « Yo
soy más valiente que nadie, más noble que nadie, mas heroico que nadie. »
-- ¿:Y estos no son más valientes que los demás españoles ? -- preguntó el
extranjero maliciosamente.
-- No lo sé; yo no lo creo, por lo menos. Yo, ahora mismo, si tuviera quinientos
hombres tomaba Estella por asalto y le pegaba fuego.
-- ¡Ja ! ¡Ja ! Es usted un hombre extraordinario.
-- Es que lo digo porque lo creo.
Yo también lo creo, y siento que no tenga usted los quinientos hombres. ¿:Y
que decía usted de la gente del Ebro ?
-- Nada, que han decidido ellos mismos que son los únicos francos, los únicos
leales, porque hablan muy en bruto y cantan la jota.
-- ¿:De manera que para usted este canto es como una falsificación del valor y
de la energía ?
-- Sí, algo así.
-- Está bien. Lo diré en mi próxima crónica. ¿:No le parece a usted mal que me
sirva de sus opiniones ?
-- De ningún modo, porque a mí no me sirven para nada.
Siguieron paseando, pero al alejarse un poco, un centinela les dió el alto y
volvieron a la plaza. Se hallaba ésta solitaria.
Dieron varias vueltas y un sereno les saludó y les dijo:
-- ¿:Qué hacen ustedes aquí ?
-- ¿:No se puede pasear ? -- preguntó Zalacaín.
-- Hombre, sí; pero no es una hora muy a propósito.
-- Es que hemos cenado tarde y estábamos dando una vuelta -- dijo el
extranjero -- no quisiéramos acostarnos tan pronto.
-- ¿:Por qué no van ustedes allí ? -- dijo el sereno, señalando los balcones de una
casa que brillaban iluminados.
-- ¿:Qué es lo que hay allí ? -- preguntó Martín.
-- El Casino -- contestó el sereno.
-- ¿:Y qué hacen ahora ? -- dijo el extranjero.
-- Estarán jugando.
Se despidieron del vigilante nocturno y dejaron la plaza.
Después, dando un rodeo, salieron al paseo de Los Llanos. Una campana de
un convento comenzó a tocar.
-- Juego, campanas, carlismo y jota. ¡Qué español es esto, mi querido
Martín ! -- dijo el extranjero.
-- Pues yo también soy español y todo eso me es muy antipático -- contestó
Martín.
-- Sin embargo, son los caracteres que constituyen la tradición de su país -- dijo
el extranjero.
-- Mi país es el monte -- contestó Zalacaín.
@§ -- II -- CAPITULO X
COMO TRANSCURRIO EL SEGUNDO DIA EN ESTELLA
Conformes Martín y Bautista, se encontraron en la plaza. Martín consideró
que no convenía que le viesen hablar con su cuñado, y para decir lo hecho por él
la noche anterior escribió en un papel su entrevista con el general.
Luego se fué a la plaza. Tocaba la charanga. Había unos soldados formados.
En el balcón de una casa pequeña, enfrente de la iglesia de San Juan, estaba don
Carlos con algunos de sus oficiales.
Esperó Martín a ver a Bautista y cuando le vió le dijo:
-- Que no nos vean juntos -- y le entregó el papel.
Bautista se alejó, y poco después se acercó de nuevo a Martín y le dió otro
pedazo de papel.
-- ¿:Qué pasará ? -- se dijo Martín.
Se fué de la plaza, y cuando se vió solo, leyó el papel de Bautista que decía:
_Ten cuidado. Está aquí el Cacho de sargento. No andes por el centro del
pueblo_.
La advertencia de Bautista la consideró Martín de gran importancia. Sabía que
el Cacho le odiaba y que colocado en una posición superior, podía vengar sus
antiguos rencores con toda la saña de aquel hombre pequeño, violento y colérico.
Martín pasó por el puente del Azucarero contemplando el agua verdosa del
río. Al llegar a la plazoleta donde comienza la Rua Mayor del pueblo viejo,
Martín se detuvo frente al palacio del duque de Granada, convertido en cárcel, a
contemplar una fuente con un león tenante en medio, en cuyas garras sujeta un
escudo de Navarra.
Estaba allí parado, cuando vió que se le acercaba el extranjero.
-- ¡Hola, querido Martín ! -- le dijo.
-- ¡Hola ! ¡Buenos días !
-- ¿:Va usted a echar un vistazo por este viejo barrio ?
-- Sí.
-- Pues iré con usted.
Tomaron por la Rua Mayor, la calle principal del pueblo antiguo. A un lado y
a otro se levantaban hermosas casas de piedra amarilla, con escudos y figuras
tallados.
Luego, terminada la Rua, siguieron por la calle de Curtidores. Las antiguas
casas solariegas mostraban sus grandes puertas cerradas; en algunos portales,
convertidos en talleres de curtidores, se veían filas de pellejos colgados y en el
fondo el agua casi inmóvil del río Ega, verdosa y turbia.
Al final de esta calle se encontraron con la iglesia del Santo Sepulcro y se
pararon a contemplarla. A Martín le pareció aquella portada de piedra amarilla,
con sus santos desnarigados a pedradas, una cosa algo grotesca, pero el
extranjero aseguró que era magnífica.
-- ¿:De veras ? -- preguntó Martín.
-- ¡Oh ! ¡Ya lo creo !
-- ¿:Y la habrá hecho la gente de aquí ? -- preguntó Martín.
-- ¿:Le parece a usted imposible que los de Estella hagan una cosa
buena ? -- preguntó riendo el extranjero.
-- ¡Qué sé yo ! No me parece que en este pueblo se haya inventado la pólvora.
En una calle transversal, las paredes de las antiguas casas hidalgas
derrumbadas servían de cerca para los jardines. No se alejaron más porque a
pocos pasos estaba ya la guardia. Volvieron y subieron a San Pedro de la Rua,
iglesia colocada en un alto, a la cual se llegaba por unas escaleras desgastadas,
entre cuyas losas crecía la hierba.
-- Sentémonos aquí un momento -- dijo el extranjero.
-- Bueno, como usted quiera.
Desde allí se veía casi todo Estella, y los montes que le rodean, abajo el tejado
de la cárcel y en un alto la ermita del Puy. Una vieja limpiaba las escaleras de
piedra de la iglesia con una escoba y cantaba a voz en grito:
¡Adiós los Llanos de Estella. San Benito y Santa Clara, Convento de
Recoletos donde yo me paseaba !
-- Ya ve usted -- dijo el extranjero -- que, aunque a usted le parezca este pueblo
tan desagradable, hay gente que le tiene cariño.
-- ¿:Quién ? -- dijo Martín.
-- El que ha inventado esa canción.
-- Era un hombre de mal gusto.
La vieja se acercó al extranjero y a Martín y entabló conversación con ellos.
Era una mujer pequeña, de ojos vivos y tez tostada.
-- ¿:Usted será carlista ? ¿:Eh ? -- le preguntó el extranjero.
-- Ya lo creo. En Estella todos somos carlistas y tenemos la seguridad de que
vendrá don Carlos con ayuda de Dios.
-- Sí, es muy probable.
-- ¿:Cómo probable ? -- exclamó la vieja -- . Es seguro. ¿:Usted no será de aquí ?
-- No, no soy español.
-- Ah, vamos.
Y la vieja, después de mirarle con curiosidad, siguió barriendo las escaleras.
-- Creo que le ha tenido a usted lástima al saber que no es usted español -- dijo
Martín.
-- Sí, parece que sí -- contestó el extranjero -- . La verdad es que es triste que por
ese estúpido hombre guapo se mate esta pobre gente.
-- ¿:Por quién lo dice usted, por don Carlos ? -- preguntó Martín.
-- Sí.
-- ¿:Usted también cree que no es hombre de talento ?
-- ¡Qué va a ser ! Es un tipo vulgar sin ninguna condición. Luego, no tiene idea
de nada. Hablé con él cuando el bombardeo de Irún, y no se puede usted figurar
nada más plano y más opaco.
-- Pues no lo diga usted por ahí, porque le hacen a usted pedazos. Estos bestias
están dispuestos a morir por su rey.
-- Oh, no lo diría. Además ¿:para qué ? No había de convencer a nadie; unos son
fanáticos y otros aventureros y ninguno está dispuesto a dejarse persuadir. Pero
no crea usted que todos tienen un gran respeto ni por don Carlos ni por sus
generales. ¿:No ha oído usted en la posada que hablan algunas veces de don
Bobo ? pues se refieren al Pretendiente.
Vieron el extranjero y Martín las otras iglesias del pueblo, la Peña de los
Castillos y la parroquia de Santa María, y volvieron a comer.
Afortunadamente, el viejecillo antipático no se sentaba a la mesa y en cambio
estaban un legitimista francés, el conde de Haussonville, de la legación
extranjera, y un joven comandante carlista llamado Iceta.
El conde de Haussonville fué la alegría de la mesa. El conde, hombre de unos
cuarenta años, alto, grueso, derecho, rubio, hablaba en un castellano grotesco.
Lo verdaderamente gracioso de Haussonville era su apetito voraz. Todo lo que
le daban de comer no le servía más que de aperitivo. Había venido desde Caspe
llevando prisionero a un brigadier valenciano carlista a que conpareciera ante el
Estado Mayor de don Carlos, y contaba su expedición de tal manera que hacía
morirse de risa a todos.
Explicó su estancia en un pueblo, con el batallón metido en una iglesia, sin
poder moverse por estar los caminos intransitables por la nieve, no comiendo
más que habichuelas y teniendo por retrete un confesionario, y dió tales detalles,
que todo el mundo reía a carcajadas.
-- Un día, sobre todo, nos trajeron sidra -- dijo el francés -- y entre la sidra y las
habichuelas se nos armó una, que tuvimos que hacer cola delante del
confesionario. Pocas veces se ha visto una congregación de fieles tan apenados
para entrar en el confesionario como nosotros. Jefes y soldados íbamos con gran
dolor de corazón a cantar nuestra canción de las habichuelas a la pequeña garita
del señor cura.
Después de maldecir de la alimentación leguminosa y de la alimentación
_patatosa_, habló del resto del viaje.
Cada pueblo del tránsito le parecía una estación de calvario para su estómago
hambriento; recordaba las aldeas por lo que había comido, o mejor dicho, por lo
que había ayunado; aquí habían dado por toda comida un caldo de berzas, allá
por cena una colación de verduras cocidas; y para colmo de desdichas, estaba
alojado en Estella en casa de unas viejas solteronas y por la mañana le daban
chocolate con agua, por la tarde cocido, y de noche una sopa de ajo infame.
-- Y siempre, siempre, poco -- decía Haussonville, levantando los brazos al
cielo.
Iceta era un aventurero. Había estado al principio en la guerra, luego se fué a
una república americana, tomó parte en una revolución y después, expulsado de
allí por rebelde, volvía al ejército carlista, en donde estaba ya violento y
deseando marcharse.
Siguiéndole a todas partes como amigo y asesor, iba un antiguo criado suyo
que se llamaba Asensio, pero a quien se le conocía por estos dos motes: Asensio
Lapurrá (Asensio el Ladrón) y Asenchio Araguiarrapatzallia (Asensio el
decomisador de carne).
Este mote lo debía Asensio a haber sido consumero en su pueblo.
Asensio era graciosísimo hablando castellano; no había palabra que empleara
bien.
Siempre que tenía que decir andamos, decía andemos; y al contrario,
empleaba vaiga por vaya, y hagáis por haced.
La conversación entre el conde de Haussonville y Asenchio Lapurrá era de lo
más dislocada y pintoresca.
-- Si aquí hubiera un buen _quenerral_ -- decía Haussonville -- la _querra_ estaba
resuelta.
-- _Pueda, pueda_ que sí -- contestaba Asensio.
-- No saben _manecar_ un grande _equercito_, amigo Asensio.
-- Si _supieseis_ de _tática_, otra cosa sería.
Martín y el extranjero intimaron con Haussonville, con Iceta y con Asenchio
Lapurrá y se rieron a carcajadas con los mil quidprocuos que resultaban en la
conversación del francés y del vasco.
Asensio había estado en Cuba algún tiempo, de soldado, y contó anécdotas de
aquella tierra. Lo que más le gustaba era hablar de los chinos.
-- Son de _mal_ intención, pero buenos cocineros, eso si. _Digáis_ a un chino
que os haga un arroz. Os hace una cosa _manífica_. Es gente _raro_. Luego se
ponen a _chun, chun, chun_. ¿:Y entenderles ? nada. ¿:A nosotros ? Rabia nos
tenían. Y al que cogían _la_ martirizaban. ¡Pse ! Nosotros _tamíen_ algunos
_matemos_.
Martín se reía a carcajadas con las explicaciones de Asenchio Lapurrá.
Después de comer en la posada, Martín, el extranjero, Iceta, Haussonville y
Asensio fueron a un café de la plaza, donde estuvieron hablando. Había
ejercicios espirituales en la iglesia de San Juan, y una porción de beatos y de
oficiales carlistas iban a la iglesia.
-- ¡Qué país ! -- dijo Haussonville -- la gente no hace más que ir a la iglesia. Todo
es para el señor cura: las buenas comidas, las buenas chicas... Aquí no hay nada
que hacer, todo para el señor cura.
Iceta y Haussonville contemplaban con desprecio aquel tropel de gente que se
encaminaba hacia la iglesia.
-- ¡Bestias ! -- exclamaba Iceta dando puñetazos en la mesa -- . No quisiera más
que poder ametrallarlos.
El francés murmuraba como diciéndoselo a sí mismo:
-- ¡España ! ¡España ! _¡Jamais de la vie !_ Mucha hidalguía, mucha misa,
mucha jota, pero poco alimento.
-- La guerra -- añadía Asensio, metiendo la cucharada -- es cosa nada _bueno_.
@§ -- II -- CAPITULO XI
COMO LOS ACONTECIMIENTOS SE ENREDARON, HASTA EL
PUNTO DE QUE MARTIN DURMIO EL TERCER DIA DE ESTELLA EN
LA CARCEL.
Al día siguiente, por la noche, iba a acostarse Martín, cuando la posadera le
llamó y le entregó una carta, que decía:
« Preséntese usted mañana de madrugada en la ermita del Puy, en donde se le
devolverán las letras ya firmadas. El General en Jefe. » Debajo había una firma
ilegible.
Martín se metió la carta en el bolsillo, y viendo que la posadera no se
marchaba de su cuarto, le preguntó:
-- ¿:Quería usted algo ?
-- Sí; nos han traído dos militares heridos y quisiéramos el cuarto de usted para
uno de ellos. Si usted no tuviera inconveniente, le trasladaríamos abajo.
-- Bueno, no tengo inconveniente.
Bajó a un cuarto del piso principal, que era una sala muy grande con dos
alcobas. La sala tenía en medio un altar, iluminado con unas lámparas tristes de
aceite. Martín se acostó; desde su cama veía las luces oscilantes, pero estas cosas
no influían en su imaginación, y quedó dormido.
Era más de media noche, cuando se despertó algo sobresaltado. En la alcoba
próxima se oían quejas, alternando con voces de ¡Ay, Dios mío ! ¡Ay, Jesús mío !
-- ¡Qué demonio será esto ! -- pensó Martín.
Miró el reloj. Eran las tres. Se volvió a tender en la cama, pero con los
lamentos no se pudo dormir y le pareció mejor levantarse. Se vistió y se acercó a
la alcoba próxima, y miró por entre las cortinas. Se veía vagamente a un hombre
tendido en la cama.
-- ¿:Qué le pasa a usted ? -- preguntó Martín.
-- Estoy herido -- murmuró el enfermo.
-- ¿:Quiere usted alguna cosa ?
-- Agua.
A Martín le dió la impresión de conocer esta voz. Buscó por la sala una
botella de agua, y como no había en el cuarto, fué a la cocina. Al ruido de sus
pasos, la voz de la patrona preguntó:
-- ¿:Qué pasa ?
-- El herido que quiere agua.
-- Voy.
La patrona apareció en enaguas, y dijo, entregando a Martín una lamparilla:
-- Alumbre usted.
Tomaron el agua y volvieron a la sala. Al entrar en la alcoba, Martín levantó el
brazo, con lo que iluminó el rostro del enfermo y el suyo. El herido tomó el vaso
en la mano, é incorporándose y mirando a Martín comenzó a gritar:
-- ¿:Eres tú ? ¡Canalla ! ¡Ladrón ! ¡Prendedle ! ¡Prendedle !
El herido era Carlos Ohando.
Martín dejó la lamparilla sobre la mesa de noche.
-- Márchese usted -- dijo la patrona -- . Está delirando.
Martín sabía que no deliraba; se retiró a la sala y escuchó, por si Carlos
contaba alguna cosa a la patrona. Martín esperó en su alcoba. En la sala, debajo
del altar, estaba el equipaje de Ohando, consistente en un baúl y una maleta.
Martín pensó que quizá Carlos guardara alguna carta de Catalina, y se dijo:
-- Si esta noche encuentro una buena ocasión, descerrajaré el baúl.
-- No la encontró. Iban a dar las cuatro de la mañana, cuando Martín, envuelto
en su capote, se marchó hacia la ermita del Puy. Los carlistas estaban de
maniobras. Llegó al campamento de don Carlos, y, mostrando su carta, le
dejaron pasar.
-- El Señor está con dos Reverendos Padres -- le advirtió un oficial.
-- Vayan al diablo el Señor y los Reverendos Padres -- refunfuñó Zalacaín -- . La
verdad es que este rey es un rey ridículo.
Esperó Martín a que despachara el Señor con los Reverendos, hasta que el
rozagante Borbón, con su aire de hombre bien cebado, salió de la ermita,
rodeado de su Estado Mayor. Junto al Pretendiente iba una mujer a caballo, que
Martín supuso sería doña Blanca.
-- Ahí está el Rey. Tiene usted que arrodillarse y besarle la mano -- dijo el
oficial.
Zalacaín no replicó.
-- Y darle el título de Majestad.
Zalacaín no hizo caso.
Don Carlos no se fijó en Martín y éste se acercó al general, quien le entregó
las letras firmadas. Zalacaín las examinó. Estaban bien.
En aquel momento, un fraile castrense, con unos gestos de energúmeno,
comenzó a arengar a las tropas.
Martín, sin que lo notara nadie, se fué alejando de allí y bajó al pueblo
corriendo. El llevar en su bolsillo su fortuna, le hacía ser más asustadizo que una
liebre.
A la hora en que los soldados formaban en la plaza, se presentó Martín y, al
ver a Bautista, le dijo:
-- Vete a la iglesia y allí hablaremos.
Entraron los dos en la iglesia, y en una capilla obscura se sentaron en un
banco.
-- Toma las letras -- le dijo Martín a Bautista -- . ¡Guárdalas !
-- ¿:Te las han dado ya firmadas ?
-- Sí.
-- Hay que prepararse a salir de Estella en seguida.
-- No sé si podremos -- dijo Bautista.
-- Aquí estamos en peligro. Además del Cacho, se encuentra en Estella Carlos
Ohando.
-- ¿:Cómo lo sabes ?
-- Porque le he visto.
-- ¿:En dónde ?
-- Está en mi casa herido.
-- ¿:Y te ha visto él ?
-- Sí.
-- Claro, están los dos -- exclamó Bautista.
-- ¿:Cómo los dos ? ¿:Qué quieres decir con eso ?
-- ¿:Yo ? Nada.
-- ¿:Tú sabes algo ?
-- No, hombre, no.
-- O me lo dices, o se lo pregunto al mismo Carlos Ohando. ¿:Es que está aquí
Catalina ?
-- Sí, está aquí.
-- ¿:De veras ?
-- Sí.
-- ¿:En dónde ?
-- En el convento de Recoletas.
-- ¡Encerrada ! ¿:Y cómo lo sabes tú ?
-- Porque la he visto.
-- ¡Qué suerte ! ¿:La has visto ?
-- Sí. La he visto y la he hablado.
-- ¡Y eso querías ocultarme ! Tú no cres amigo mío, Bautista.
Bautista protestó.
-- ¿:Y ella sabe que estoy aquí ?
-- Sí, lo sabe.
-- ¿:Cómo se puede verla ? -- dijo Zalacaín.
-- Suele bordar en el convento, cerca de la ventana, y por la tarde sale a pasear
a la huerta.
-- Bueno. Me voy. Si me ocurre algo, le diré a ese señor extranjero que vaya a
avisarte. Mira a ver si puedes alquilar un coche para marcharnos de aquí.
-- Lo veré.
-- Lo más pronto que puedas.
-- Bueno.
-- Adiós.
-- Adiós y prudencia.
Martín salió de la iglesia, tomó por la calle Mayor hacia el convento de las
Recoletas, paseó arriba y abajo, horas y horas sin llegar a ver a Catalina. Al
anochecer tuvo la suerte de verla asomada a una ventana. Martín levantó la
mano, y su novia, haciendo como que no le conocía, se retiró de la ventana.
Martín quedó helado; luego Catalina volvió a aparecer y lanzó un ovillo de hilo
casi a los pies de Martín. Zalacaín lo recogió; tenía dentro un papel que decía:
« A las ocho podemos hablar un momento. Espera cerca de la puerta de la tapia. »
Martín volvió a la posada, comió con un apetito extraordinario y a las ocho en
punto estaba en la puerta de la tapia esperando. Daban las ocho en el reloj de las
iglesias de Estella, cuando Martín oyó dos golpecitos en la puerta, Martín
contestó del mismo modo.
-- ¿:Eres tu, Martín ? -- preguntó Catalina en voz baja.
-- Sí, soy yo. ¿:No nos podemos ver ?
-- Imposible.
-- Yo me voy a marchar de Estella. ¿:Querrás venir conmigo ? -- pregunto Martín.
-- Sí; pero ¡cómo salir de aquí !
-- ¿:Estás dispuesta a hacer todo lo que yo te diga ?
-- Si.
-- ¿:A seguirme a todas partes ?
-- A todas partes.
-- ¿:De veras ?
-- Aunque sea a morir. Ahora, vete. ¡Por Dios ! No nos sorprendan.
Martín se había olvidado de todos sus peligros; marchó a su casa y sin pensar
en espionajes entró en la posada a ver a Bautista y le abrazó con entusiasmo.
-- Pasado mañana -- dijo Bautista -- tenemos el coche.
-- ¿:Lo has arreglado todo ?
-- Sí.
Martín salió de casa de su cuñado silbando alegremente. Al llegar cerca de su
posada, dos serenos que parecían estar espiándole se le acercaron y le mandaron
callar de mala manera.
-- ¡Hombre ! ¿:No se puede silbar ? -- preguntó Martín.
-- No, señor.
-- Bueno. No silbaré.
-- Y si replica usted, va usted a la cárcel.
-- No replico.
-- ¡Hala ! ¡Hala ! A la cárcel.
Zalacaín vió que buscaban un pretexto para encerrarle y aguantó los
empellones que le dieron, y en medio de los dos serenos entró en la cárcel.
@§ -- II -- CAPITULO XII
EN QUE LOS ACONTECIMIENTOS MARCHAN AL GALOPE
Entregaron los serenos a Martín en manos del alcaide, y éste le llevó hasta un
cuarto obscuro con un banco y una cantarilla para el agua.
-- Demonio -- exclamó Martín -- , aquí hace mucho frío. ¿:No hay sitio dónde
dormir ?
-- Ahí tiene usted el banco.
-- ¿:No me podrían traer un jergón y una manta para tenderme ?
-- Si paga usted...
-- Pagaré lo que sea. Que me traigan un jergón y dos mantas.
El alcaide se fué, dejando a obscuras a Martín, y vino poco después con un
jergón y las mantas pedidas. Le dió Martín un duro, y el carcelero, amansado, le
preguntó:
-- ¿:Qué ha hecho usted para que le traigan aquí ?
-- Nada. Venía distraído silbando por la calle. Y me ha dicho el sereno: « No se
silba. » Me he callado, y sin más ni más, me han traído a la cárcel.
-- ¿:Usted no se ha resistido ?
-- No.
-- Entonces será por otra cosa por lo que le han encerrado.
Martín dijo que así se lo figuraba también él. Le dió las buenas noches el
carcelero; contestó Zalacaín amablemente, y se tendió en el suelo.
-- Aquí estoy tan seguro como en la posada -- se dijo -- . Allí me tienen en sus
manos, y aquí también, luego estoy igual. Durmamos. Veremos lo que se hace
mañana.
A pesar de que su imaginación se le insubordinaba, pudo conciliar el sueño y
descansar profundamente.
Cuando despertó, vió que entraba un rayo de sol por una alta ventana
iluminando el destartalado zaquizamí. Llamó a la puerta, vino el carcelero, y le
preguntó:
-- ¿:No le han dicho a usted por qué estoy preso ?
-- No.
-- ¿:De manera que me van a tener encerrado sin motivo ?
-- Quizá sea una equivocación.
-- Pues es un consuelo.
-- ¡Cosas de la vida ! Aquí no le puede pasar a usted nada.
-- ¡Si le parece a usted poco estar en la cárcel !
-- Eso no deshonra a nadie.
Martín se hizo el asustadizo y el tímido, y preguntó:
-- ¿:Me traerá usted de comer ?
-- Sí. ¿:Hay hambre, eh ?
-- Ya lo creo.
-- ¿:No querrá usted rancho ?
-- No.
-- Pues ahora le traerán la comida. -- Y el carcelero se fué, cantando
alegremente.
Comió Martín lo que le trajeron, se tendió envuelto en la manta, y después de
un momento de siesta, se levantó a tomar una resolución.
-- ¿:Qué podría hacer yo ? -- se dijo -- . Sobornar al alcaide exigiría mucho dinero.
Llamar a Bautista es comprometerle. Esperar aquí a que me suelten es
exponerme a cárcel perpetua, por lo menos a estar preso hasta que la guerra
termine... Hay que escaparse, no hay más remedio.
Con esta firme decisión, comenzó a pensar un plan de fuga. Salir por la puerta
era difícil. La puerta, además de ser fuerte, se cerraba por fuera con llave y
cerrojo. Después, aun en el caso de aprovechar una ocasión y poder salir de allá,
quedaba por recorrer un pasillo largo y luego unas escaleras... Imposible.
Había que escapar por la ventana. Era el único recurso.
-- ¿:A dónde dará esto ? -- se dijo.
Arrimó el banco a la pared, se subió a él, se agarró a los barrotes y a pulso se
levantó hasta poder mirar por la reja. Daba el ventanillo a la plaza de la fuente,
en donde el día anterior se había encontrado con el extranjero.
Saltó al suelo y se sentó en el banco. La reja, era alta, pequeña, con tres
barrotes sin travesaño.
-- Arrancando uno, quizá puediera pasar -- se dijo Martín -- . Y esto no sería
difícil... luego necesitaría una cuerda. ¿:De dónde sacaría yo una cuerda ?... La
manta... la manta cortada en liras me podía servir...
No tenía mas instrumento que un cortaplumas pequeño.
-- Hay que ver la solidez de la reja -- murmuró.
Volvió a subir. Se hallaba la reja empotrada en la pared, pero no tenía gran
resistencia.
Los barrotes estaban sujetos por un marco de madera, y el marco en un
extremo se hallaba apolillado. Martín supuso que no sería difícil romper la
madera y quitar el barrote de un lado.
Cortó una tira de la manta y pasándola por el barrote de en medio y atándole
después por los extremos formó una abrazadera y metió dos patas del banco en
este anillo y las otras dos las sujetó en el suelo.
Contaba así con una especie de plano inclinado para llegar a la reja. Subió por
él deslizándose, se agarró con la mano izquierda a un barrote y con la derecha
armada del cortaplumas, comenzó a roer la madera del marco.
La postura no era cómoda, ni mucho menos, pero la constancia de Zalacaín no
cejaba, y tras de una hora de rudo trabajo, logró arrancar el barrote de su alvéolo.
Cuando lo tuvo ya suelto, lo volvió a poner como antes, quitó el banco de su
posición oblicua, ocultó las astillas arrancadas del marco de la ventana en el
jergón, y esperó la noche.
El carcelero le llevó la cena, y Martín le preguntó con empeño si no habían
dispuesto nada respecto a él, si pensaban tenerlo encerrado sin motivo alguno.
El carcelero se encogió de hombros y se retiró en seguida tarareando.
Inmediatamente que Zalacaín se vió solo, puso manos a la obra.
Tenía la absoluta seguridad de poderse escapar. Sacó el cortaplumas y
comenzó a cortar las dos mantas de arriba abajo. Hecho esto, fué atando las tiras
una a otra hasta formar una cuerda de quince brazas. Era lo que necesitaba.
Después pensó dejar un recuerdo alegre y divertido en la cárcel. Cogió la
cantarilla del agua y le puso su boina y la dejó envuelta en el trozo que quedaba
de manta.
-- Cuando se asome el carcelero podrá creer que sigo aquí durmiendo. Si gano
con esto un par de horas, me pueden servir admirablemente para escaparme.
Contempló el bulto con una sonrisa, luego subió a la reja, ató un cabo de la
cuerda a los dos barrotes y el otro extremo lo echó fuera poco a poco. Cuando
toda la cuerda quedó a lo largo de la pared, pasó el cuerpo con mil trabajos por la
abertura, que dejaba el barrote arrancado, y comenzó a descolgarse resbalándose
por el muro.
Cruzó por delante de una ventana iluminada. Vió a alguien que se movía a
través de un cristal. Estaba a cuatro o cinco metros de la calle, cuando oyó ruido
de pasos. Se detuvo en su descenso y ya comenzaban a dejar de oirse los pasos
cuando cayó a tierra, metiendo algún estrépito.
Uno de los nudos debía de haberse soltado porque le quedaba un trozo de
cuerda entre los dedos. Se levantó.
-- No hay avería. No me he hecho nada -- se dijo -- . Al pasar por cerca de la
fuente de la plaza tiró el resto de la cuerda al agua. Luego, deprisa, se dirigió por
la calle de la Rua.
Iba marchando volviéndose para mirar atrás, cuando vió a la luz de un farol
que oscilaba colgando de una cuerda dos hombres armados con fusiles, cuyas
bayonetas brillaban de un modo siniestro. Estos hombres sin duda le seguían. Si
se alejaba iba a dar a la guardia de extra-muros. No sabiendo qué hacer y viendo
un portal abierto, entró en él, y empujando suavemente la puerta, la cerró.
Oyó el ruido de los pasos de los hombres en la acera. Esperó a que dejaran de
oirse, y cuando estaba dispuesto a salir, bajó una mujer vieja al zaguán y echó la
llave y el cerrojo de la puerta.
Martín se quedó encerrado. Volvieron a oirse los pasos de los que le
perseguían.
-- No se van -- pensó.
Efectivamente, no sólo no se fueron, sino que llamaron en la casa con dos
aldabonazos.
Apareció de nuevo la vieja con un farol y se puso al habla con los de fuera sin
abrir.
-- ¿:Ha entrado aquí algún hombre ? -- preguntó uno de los perseguidores.
-- No.
-- ¿:Quiere usted verlo bien ? Somos de la ronda.
-- Aquí no hay nadie.
-- Registre usted el portal.
Martín, al oir esto, agazapándose, salió del portal y ganó la escalera. La vieja
paseó la luz del farol por todo el zaguán y dijo:
-- No hay nadie, no, no hay nadie.
Martín pretendió volver al zaguán, pero la vieja puso el farol de tal modo que
iluminaba el comienzo de la escalera. Martín no tuvo más remedio que retirarse
hacia arriba y subir los escalones de dos en dos.
-- Pasaremos aquí la noche -- se dijo.
No había salida alguna. Lo mejor era esperar a que llegase el día y abriesen la
puerta. No quería exponerse a que lo encontraran dentro estando la casa cerrada,
y aguardó hasta muy entrada la mañana.
Serían cerca de las nueve cuando comenzó a bajar las escaleras
cautelosamente. Al pasar por el primer piso vió en un cuarto muy lujoso, y
extendido sobre un sofá, un uniforme de oficial carlista, con su boina y su
espada. Tenía tal convencimiento Martín de que sólo a fuerza de audacia se
salvaría, que se desnudó con rapidez, se puso el uniforme y la boina, luego se
ciñó la espada, se echó el capote por encima y comenzó a bajar las escaleras,
taconeando. Se encontró con la vieja de la noche anterior, y al verla la dijo:
-- ¿:Pero no hay nadie en esta casa ?
-- ¿:Qué quería usted ? No le había visto.
-- ¿:Vive aquí el comandante don Carlos Ohando ?
-- No, señor, aquí no vive.
-- ¡Muchas gracias !
Martín salió a la calle, y embozado y con aire conquistador se dirigió a la
posada en donde vivía Bautista.
-- ¡Tú ! -- exclamó Urbide -- . ¿:De dónde sales con ese uniforme ? ¿:Qué has hecho
en todo en todo el día de ayer ? Estaba intranquilo. ¿:Qué pasa ?
-- Todo lo contaré. ¿:Tienes el coche ?
-- Sí, pero...
-- Nada, tráetelo en seguida, lo más pronto que puedas. Pero a escape.
Martín se sentó a la mesa y escribió con lápiz en un papel: « Querida hermana.
Necesito verte. Estoy herido, gravísimo. Ven inmediatamente en el coche con mi
amigo Zalacaín. Tu hermano, Carlos. »
Después de escribir el papel, Martín se paseó con impaciencia por el cuarto.
Cada minuto le parecía un siglo. Dos horas larguísimas tuvo que estar esperando
con angustias de muerte. Al fin, cerca de las doce, oyó un ruido de campanillas.
Se asomó al balcón. A la puerta aguardaba un coche tirado por cuatro
caballos. Entre éstos distinguió Martín los dos jacos en cuyos lomos fueron
desde Zumaya hasta Estella. El coche, un landó viejo y destartalado, tenía un
cristal y uno de los faroles atado con una cuerda.
Bajó las escaleras Martín embozado en la capa, abrió la portezuela del coche,
y dijo a Bautista:
-- Al convento de Recoletas.
Bautista, sin replicar, se dirigió hacia el sitio indicado. Cuando el coche se
detuvo frente al convento, Bautista, al salir Zalacaín, le dijo:
-- ¿:Qué disparate vas a hacer ? Reflexiona.
-- ¿:Tú sabes cuál es el camino de Logroño ? -- preguntó Martín.
-- Si.
-- Pues toma por allá.
-- Pero...
-- Nada, nada, toma por allá. Al principio marcha despacio, para no cansar a
los caballos, porque luego habrá que correr.
Hecha esta recomendación, Martín, muy erguido, se dirigió al convento.
-- Aquí va a pasar algo gordo -- se dijo Bautista preparándose para la catástrofe.
Llamó Martín, entró en el portal, preguntó a la hermana tornera por la señorita
de Ohando y le dijo que necesitaba darle una carta. Le hicieron pasar al locutorio
y se encontró allí con Catalina y una monja gruesa, que era la superiora. Las
saludó profundamente y preguntó:
-- ¿:La señorita de Ohando ?
-- Soy yo.
-- Traigo una carta para usted de su hermano.
Catalina palideció y le temblaron las manos de la emoción. La superiora, una
mujer gruesa, de color de marfil, con los ojos grandes y obscuros como dos
manchas negras que le cogían la mitad de la cara, y varios lunares en la barbilla,
preguntó:
-- ¿:Qué pasa ? ¿:Qué dice ese papel ?
-- Dice que mi hermano está grave... que vaya -- balbuceó Catalina.
-- ¿:Está tan grave ? -- preguntó la superiora a Martín.
-- Si, creo que sí.
-- ¿:En dónde se encuentra ?
-- En una casa de la carretera de Logroño -- dijo Martín.
-- ¿:Hacia Azqueta quizá ?
-- Sí, cerca de Azqueta. Le han herido en un reconocimiento.
-- Bueno. Vamos -- dijo la superiora -- . Que venga también el señor Benito el
demandadero.
Martín no se opuso y esperó a que se preparasen para acompañarlas. Al salir
los cuatro a tomar el coche y al verles Bautista desde lo alto del pescante, no
pudo menos de hacer una mueca de asombro. El demandadero montó junto a él.
-- Vamos -- dijo Martín a Bautista.
El coche partió; la misma superiora bajó las cortinas y sacando un rosario
comenzó a rezar. Recorrió el coche la calle Mayor, atravesó el puente del
Azucarero, la calle de San Nicolás, y tomó por la carretera de Logroño.
Al salir del pueblo, una patrulla carlista se acercó al coche. Alguien abrió la
portezuela y la volvió a cerrar en seguida.
-- Va la madre superiora de las Recoletas a visitar a un enfermo -- dijo el
demandadero con voz gangosa.
El coche siguió adelante al trote lento de los caballos. Lloviznaba, la noche
estaba negra, no brillaba ni una estrella en el cielo. Se pasó una aldea, luego otra.
-- ¡Qué lentitud ! -- exclamó la monja.
-- Es que los caballos son muy malos -- contestó Martín.
Pasaron deprisa otra aldea, y cuando no tenían delante ni atrás pueblos ni
casas próximos, Bautista aminoró la marcha. Comenzaba a anochecer.
-- ¿:Pero qué pasa ? -- dijo de pronto la superiora -- . ¿:No llegamos todavía ?
-- Pasa, señora -- contestó Zalacaín -- que tenemos que seguir adelante.
-- ¿:Y por qué ?
-- Hay esa orden.
-- ¿:Y quién ha dado esa orden ?
-- Es un secreto.
-- Pues hagan el favor de parar el coche, porque voy a bajar.
-- Si quiere usted bajar sola, puede usted hacerlo.
-- No, iré con Catalina.
-- Imposible.
La superiora lanzó una mirada furiosa a Catalina, y al ver que bajaba los ojos,
exclamó:
-- ¡Ah ! Estaban entendidos.
-- Sí, estamos entendidos -- contestó Martín -- .Esta señorita es mi novia y no
quiere estar en el convento, sino casarse conmigo.
-- No es verdad, yo lo impediré.
-- Usted no lo impedirá porque no podrá impedirlo.
La superiora se calló. Siguió el coche en su marcha pesada y monótona por la
carretera. Era ya media noche cuando llegaron a la vista de Los Arcos.
Doscientos metros antes detuvo Bautista los caballos y saltó del pescante.
-- Tú -- le dijo a Zalacaín en vascuence -- tenemos un caballo aspeado, si
pudieras cambiarlo aquí...
-- Intentaremos.
-- Y si se pudieran cambiar los dos, sería mejor.
-- Voy a ver. Cuidado con el demandadero y con la monja, que no salgan.
Desenganchó Martín los caballos y fué con ellos a la venta.
Le salió al paso una muchacha redondita, muy bonita y de muy mal humor. Le
dijo Martín, lo que necesitaba, y ella replicó que era imposible, que el amo
estaba acostado.
-- Pues hay que despertarle.
Llamaron al posadero y éste presentó una porción de obstáculos, adujo toda
clase de pretextos, pero al ver el uniforme de Martín se avino a obedecer y
mandó despertar al mozo. El mozo no estaba.
-- Ya ve usted, no está el mozo.
-- Ayúdeme usted, no tenga usted mal genio -- le dijo Martín a la muchacha
tomándole la mano y dándole un duro -- . Me juego la vida en esto.
La muchacha guardó el duro en el delantal, y ella misma sacó dos caballos de
la cuadra y fué con ellos cantando alegremente:
La Virgen del Puy de Estella le dijo a la del Pilar: Si tú eres aragonesa yo soy
navarra y con sal.
Martín pagó al posadero y quedó con él de acuerdo en el sitio en donde tenía
que dejar los caballos en Logroño.
Entre Bautista, Martín y la moza, reemplazaron el tiro por completo. Martín
acompañó a la muchacha, y cuando la vió sola la estrechó por la cintura y la besó
en la mejilla.
-- ¡También usted es posma ! -- exclamó ella con desgarro.
-- Es que usted es navarra y con sal y yo quiero probar de esa sal -- replicó
Martín.
-- Pues tenga usted cuidado no le haga daño.
-- ¿:Quién lleva usted en el coche ?
-- Unas viejas.
-- ¿:Volverá usted por aquí ?
-- En cuanto pueda.
-- Pues, adiós.
-- Adiós, hermosa. Oiga usted. Si le preguntan por donde hemos ido diga usted
que nos hemos quedado aquí.
-- Bueno, así lo haré.
El coche pasó por delante de Los Arcos. Al llegar cerca de Sansol, cuatro
hombres se plantaron en el camino.
-- ¡Alto ! -- gritó uno de ellos que llevaba un farol.
Martín saltó del coche y desenvainó la espada.
-- ¿:Quién es ? -- preguntó.
-- Voluntarios realistas -- dijeron ellos.
-- ¿:Qué quieren ?
-- Ver si tienen ustedes pasaporte.
Martín sacó salvoconducto y lo enseñó. Un viejo, de aire respetable, tomó el
papel y se puso a leerlo.
-- ¿:No vé usted que soy oficial ? -- preguntó Martín.
-- No importa -- replicó el viejo -- . ¿:Quién va adentro ?
-- Dos madres recoletas que marchan a Logroño.
-- ¿:No saben ustedes que en Viana están los liberales ? -- preguntó el viejo.
-- No importa, pasaremos.
-- Vamos a ver a esas señoras -- murmuró el vejete.
-- ¡Eh, Bautista ! Ten cuidado -- dijo Martín en vasco.
Descendió Urbide del pescante y tras él saltó el demandadero. El viejo jefe de
la patrulla abrió la portezuela del coche y echó la luz del farol al rostro de las
viajeras.
-- ¿:Quiénes son ustedes ? -- preguntó la superiora con presteza.
-- Somos voluntarios de Carlos VI.
-- Entonces que nos detengan. Estos hombres nos llevan secuestradas.
No acababa de decir esto cuando Martín dió una patada al farol que llevaba el
viejo, y después de un empujón echó al anciano respetable a la cuneta de la
carretera. Bautista arrancó el fusil a otro de la ronda, y el demandadero se vió
acometido por dos hombres a la vez.
-- ¡Pero si yo no soy de estos. Yo soy carlista -- gritó el demandadero.
Los hombres, convencidos, se echaron sobre Zalacaín, éste cerró contra los
dos; uno de los voluntarios le dió un bayonetazo en el hombro izquierdo, y
Martín, furioso por el dolor, le tiró una estocada que le atravesó de parte a parte.
La patrulla se había declarado en fuga, dejando un fusil en el suelo.
-- ¿:Estás herido ? -- preguntó Bautista a su cuñado.
-- Sí, pero creo que no es nada. Hala, vámonos.
-- ¿:Llevamos este fusil ?
-- Sí, quítale la cartuchera a ese que yo he tumbado, y vamos andando.
Bautista entregó un fusil y una pistola a Martín.
-- Vamos, ¡adentro ! -- dijo Martín al demandadero.
Este se metió temblando en el coche que partió, llevado al galope por los
caballos. Pasaron por en medio de un pueblo. Algunas ventanas se abrieron y
salieron los vecinos, creyendo sin duda que pasaba un furgón de artillería. A la
media hora Bautista se paró. Se había roto una correa y tuvieron que arreglarla,
haciéndole un agujero con el cortaplumas. Estaba cayendo un chaparrón que
convertía la carretera en un barrizal.
-- Habrá que ir más despacio -- dijo Martín.
Efectivamente, comenzaron a marchar más despacio, pero al cabo de un
cuarto de hora se oyó a lo lejos como un galope de caballos. Martín se asomó a
la ventana; indudablemente los perseguían.
El ruido de las herraduras se iba acercando por momentos.
-- ¡Alto ! ¡Alto ! -- se oyó gritar.
Bautista azotó los caballos y el coche tomó una una carrera vertiginosa. Al
llegar a las curvas, el viejo landó se torcía y rechinaba como si fuera a hacerse
pedazos. La superiora y Catalina rezaban; el demandadero gemía en el fondo del
coche.
-- ¡Alto ! ¡Alto ! -- gritaron de nuevo.
-- ¡Adelante, Bautista ! ¡Adelante ! -- dijo Martín, sacando la cabeza por la
ventanilla.
En aquel momento sonó un tiro, y una bala pasó silbando a poca distancia.
Martín cargó la pistola, vió un caballo y un ginete que se acercaban al coche,
hizo fuego y el caballo cayó pesadamente al suelo. Los perseguidores dispararon
sobre el coche que fué atravesado por las balas. Entonces Martín cargó el fusil y,
sacando el cuerpo por la ventanilla, comenzó a hacer disparos atendiendo al
ruido de las pisadas de los caballos; los que les seguían disparaban también, pero
la noche estaba negra y ni Martín ni los perseguidores afinaban la puntería.
Bautista, agazapado en el pescante, llevaba los caballos al galope; ninguno de los
animales estaba herido, la cosa iba bien.
Al amanecer cesó la persecución. Ya no se veía a nadie en la carretera.
-- Creo que podemos parar -- gritó Bautista -- . ¿:Eh ? Llevamos otra vez el tiro
roto. ¿:Paramos ?
-- Sí, para -- dijo Martín -- ; no se ve a nadie.
Paró Bautista, y tuvieron que componer de nuevo otra correa.
El demandadero rezaba y gemía en el coche; Zalacaín le hizo salir de dentro a
empujones.
-- Anda, al pescante -- le dijo -- . ¿:Es que tú no tienes sangre en las venas,
sacristán de los demonios ? -- le preguntó.
-- Yo soy pacífico y no me gusta mezclarme en estas cosas ni hacer daño a
nadie -- contestó refunfuñando.
-- ¿:No serás tú una monja disfrazada ?
-- No, soy un hombre.
-- ¿:No te habrás equivocado ?
-- No, soy un hombre, un pobre hombre, si le parece a usted mejor.
-- Eso no impedirá que te metan unas píldoras de plomo en esa grasa fría que
forma tu cuerpo.
-- ¡Qué horror !
-- Por eso debes comprender, hombre linfático, que cuando se encuentra uno
en el caso de morir o de matar, no puede uno andarse con tonterías ni con rezos.
Las palabras rudas de Martín reanimaron un poco al demandadero.
Al subir Bautista al pescante, le dijo Martín:
-- ¿:Quieres que guíe yo ahora ?
-- No, no. Yo voy bien. Y tú, ¿:cómo tienes la herida ?
-- No debe de ser nada.
-- ¿:Vamos a verla ?
-- Luego, luego; no hay que perder tiempo.
Martín abrió la portezuela, y, al sentarse, dirigiéndose a la superiora, dijo:
-- Respecto a usted, señora, si vuelve usted a chillar, la voy a atar a un árbol y a
dejarla en la carretera.
Catalina, asustadísima, lloraba. Bautista subió al pescante y el demandadero
con él. Comenzó el carruaje a marchar despacio, pero, al poco tiempo, volvieron
a oirse como pisadas de caballos.
Ya no quedaban municiones; los caballos del coche estaban cansados.
-- Vamos, Bautista, un esfuerzo -- grito Martín, sacando la cabeza por la
ventanilla -- . ¡Así ! Echando chispas.
Bautista, excitado, gritaba y chasqueaba el látigo. El coche pasaba con la
rapidez de una exhalación, y pronto dejó de oirse detrás el ruido de pisadas de
caballos.
Ya estaba clareando; nubarrones de plomo corrían a impulsos del viento, y en
el fondo del cielo rojizo y triste del alba se adivinaba un pueblo en un alto. Debía
de ser Viana.
Al acercarse a él, el coche tropezó con una piedra, se soltó una de las ruedas,
la caja se inclinó y vino a tierra. Todos los viajeros cayeron revueltos en el barro.
Martín se levantó primero y tomó en brazos a Catalina.
-- ¿:Tienes algo ? -- la dijo.
-- No, creo que no -- contestó ella, gimiendo.
La superiora se había hecho un chichón en la trente y el demandadero
dislocado una muñeca.
-- No hay averías importantes -- dijo Martín -- .¡Adelante !
Los viajeros entonaban un coro de quejas y de lamentos.
-- Desengancharemos y montaremos a caballo -- dijo Bautista.
-- Yo no. Yo no me muevo de aquí -- replicó la superiora.
La llegada del coche y su batacazo no habían pasado inadvertidos, porque,
pocos momentos después, avanzó del lado de Viana media compañía de
soldados.
-- Son los _guiris_ -- dijo Bautista a Martín.
-- Me alegro.
La media compañía se acercó al grupo.
-- ¡Alto ! -- gritó el sargento -- . ¿:Quién vive ?
-- España.
-- Daos prisioneros.
-- No nos resistimos.
El sargento y su tropa quedaron asombrados, al ver a un militar carlista, a dos
monjas y a sus acompañantes llenos de barro.
-- Vamos hacia el pueblo -- les ordenaron.
Todos juntos, escoltados por los soldados, llegaron a Viana.
Un teniente que apareció en la carretera, preguntó:
-- ¿:Qué hay, sargento ?
-- Traemos prisioneros a un general carlista y a dos monjas.
Martín se preguntó por qué le llamaba el sargento general carlista; pero, al ver
que el teniente le saludaba, comprendió que el uniforme, cogido por él en
Estella, era de un general.
@§ -- II -- CAPITULO XIII
COMO LLEGARON A LOGROÑO Y LO QUE LES OCURRIO
Hicieron entrar a todos en el cuerpo de guardia, en donde, tendidos en
camastros, dormían unos cuantos soldados, y otros se calentaban al calor de un
gran brasero. Martín fué tratado con mucha consideración por su uniforme. Rogó
al oficial le dejara estar a Catalina a su lado.
-- ¿:Es la señora de usted ?
-- Sí, es mi mujer.
El oficial accedió y pasó a los dos a un cuarto destartalado que servía para los
oficiales.
La superiora, Bautista y el demandadero, no merecieron las mismas atenciones
y quedaron en el cuartelillo.
Un sargento viejo, andaluz, se amarteló con la superiora y comenzó a echaría
piropos de los clásicos; la dijo que tenía _loz ojoz_ como _doz luceroz_ y que se
parecía a la Virgen de _Conzolación_ de Utrera, y le contó otra porción de cosas
del repertorio de los almanaques.
A Bautista le dieron tal risa los piropos del andaluz, que comenzó a reirse con
una risa contenida.
-- A ver _zi_ te _callaz_; cochino carca -- le dijo el sargento.
-- Si yo no digo nada -- replicó Bautista.
-- _Zi_ te _siguez_ riendo _azí_, te voy a _clavá_ como a un _zapo_.
Bautista tuvo que ir a un rincón a reirse, y la superiora y el sargento siguieron
su conversación.
Al mediodía llegó un coronel, que al ver a Martín le saludó militarmente.
Martín le contó sus aventuras, pero el coronel al oírlas frunció las cejas.
-- A estos militares -- pensó Martín -- no les gusta que un paisano haga cosas más
difíciles que las suyas.
-- Irán ustedes a Logroño y allí veremos si identifican su personalidad. ¿:Qué
tiene usted ? ¿:Está usted herido ?
-- Sí.
-- Ahora vendrá el físico a reconocerle.
Efectivamente, llegó un doctor que reconoció a Martín, le vendó, y redujo la
dislocación del mandadero, que gritó y chilló como un condenado. Después de
comer trajeron los caballos del coche, les obligaron a montar en ellos, y
custodiados por toda compañía tomaron el camino de Logroño.
Al llegar cerca del puente sobre el Ebro, una porción de lavanderas y de
mujeres de carabineros salieron a ver la extraña comitiva, y varias de ellas
comenzaron a cantar, sobre todo dirigiéndose a la monja:
Ahora sí que estarás contentona Carlistona, mandilona; Ahora sí que estarás
contentón Carlistón, mandilón, cobardón.
La pobre superiora estaba lívida de rabia. Martín y Bautista se miraban con
cierto cómico estupor.
En Logroño pararon en el cuartel y un oficial hizo subir a Martín a ver al
general. Le contó Zalacaín sus aventuras, y el general le dijo:
-- Si yo tuviera la seguridad de que lo que me dice usted es cierto,
inmediatamente dejaría libre a usted y a sus compañeros.
-- ¿:Y yo cómo voy a probar la verdad de mis palabras ?
-- ¡Si pudiera usted identificar su persona ! ¿:No conoce usted aquí a nadie ?
¿:Algún comerciante ?
-- No.
-- Es lástima.
-- Sí, sí, conozco a una persona -- dijo de pronto Martín -- , conozco a la señora
de Briones y a su hija.
-- ¿:Y el capitán Briones, también lo conocerá usted ?
-- También.
-- Pues lo voy a llamar; dentro de un momento estará aquí.
El general mandó un ayudante suyo, y media hora después estaba el capitán
Briones, que reconoció a Martín. El general los dejó a todos libres.
Martín, Catalina y Bautista iban a marcharse juntos, a pesar de la oposición de
la superiora, cuando el capitán Briones dijo:
-- Amigo Zalacaín, mi madre y mi hermana exigen que vaya usted a comer con
ellas.
Martín explicó a su novia como no le era posible desatender la invitación, y
dejando a Bautista y a Catalina fué en compañía del oficial.
La casa de la señora de Briones estaba en una calle céntrica, con soportales.
Rosita y su madre recibieron a Martín con grandes muestras de amistad. La
aventura de su llegada a Logroño con un una señorita y una monja había corrido
por todas partes.
Madre é hija le preguntaron un sin fin de cosas, y Martín tuvo que contar sus
aventuras.
-- ¡Pero qué muchacho ! -- decía doña Pepita, haciéndose cruces -- . Usted es un
verdadero diablo.
Después de comer vinieron unas señoritas amigas de Rosa Briones, y Martín
tuvo que contar de nuevo sus aventuras. Luego se habló de sobremesa y se cantó.
Martín pensaba: ¿:Qué hará Catalina ? Pero luego se olvidaba con la
conversación.
Doña Pepita dijo que su hija había tenido el capricho de aprender la guitarra é
incitó a Rosita para que cantara.
-- Sí, canta -- dijeron las demás muchachas.
-- Sí, cante usted -- añadió Zalacaín.
Rosita sacó la guitarra y cantó algunas canciones, acompañándose con ella, y
luego, como en honor de Martín, entonó un zortzico con letra castellana, que
comenzaba así:
Aunque la oración suene Yo no me voy de aquí; La del pañuelo rojo Loco me
ha vuelto a mí.
Y el estribillo de la canción era:
Aufa que el campanero La oración va a tocar, Aufa que yo te quiero _Maitia,
maitia_, ven acá.
Y Rosita, al cantar esto, miraba a Martín de tal manera con los ojos brillantes
y negros, que él se olvidó de que le esperaba Catalina.
Cuando salió de casa de la señora de Briones, eran cerca de las once de la
noche. Al encontrarse en la calle comprendió su falta brutal de atención. Fué a
buscar a su novia, preguntando en los hoteles. La mayoría estaban cerrados. En
uno del Espolón le dijeron: « Aquí ha venido una señorita, pero está descansando
en su cuarto. »
-- ¿:No podría usted avisarla ?
-- No.
Bautista tampoco parecía.
Sin saber qué hacer, volvió Martín a los soportales y se puso a pasear por
ellos. Si no fuera por Catalina -- pensó -- era capaz de quedarme aquí y ver si
Rosita Briones está de veras por mí, como parece.
Estaba embebido en estos pensamientos cuando un hombre, con aspecto de
criado, se paró ante él y le dijo:
-- ¿:Es usted don Martín Zalacaín ?
-- El mismo.
-- ¿:Quiere usted venir conmigo ? Mi señora quiere hablarle.
-- ¿:Y quién es la señora de usted ?
-- Me ha encargado que le diga que es una amiga de su infancia.
-- ¿:Una amiga de mi infancia ?
-- Sí.
-- Es posible -- pensó Zalacaín -- . Si habré conocido en mi infancia a alguien que
tenga criados, sin saberlo. En fin, vamos a ver a mi amiga -- dijo en voz alta.
El criado siguió por los soportales, torció una esquina, y en una casa grande
empujó la puerta y entró en un zaguán elegante, iluminado por un gran farol.
-- Pase el señorito -- dijo el criado indicándole una escalera alfombrada.
-- Debe haber una equivocación -- pensó Martín -- . No es posible otra cosa.
Subieron la escalera, el criado levantó una cortina y pasó Zalacaín. Sentada en
un sofá y hojeando un álbum, había una mujer desconocida, una mujer pequeña,
delgada, rubia, elegantísima.
-- Perdone usted, señora -- dijo Martín -- , creo que usted y yo somos víctimas de
una equivocación...
-- Yo, por mi parte, no -- contestó ella riendo, con una risa zumbona.
-- ¿:Quiere algo más la señora ? -- preguntó el criado.
-- No, pueden ustedes retirarse.
Martín quedó asombrado. El criado echó la pesada cortina y quedaron solos.
-- Martín -- dijo la dama, levantándose de su silla y poniéndole las manos
pequeñas en sus hombros -- . ¿:No te acuerdas de mí ?
-- No, la verdad.
-- Soy Linda.
-- ¿:Qué Linda ?
-- Linda, la que estuvo en Urbia cuando fué el domador, y murió tu madre. ¿:No
te acuerdas ?
-- ¿:Usted es Linda ?
-- ¡Oh, no me hables de usted ! Sí, yo soy Linda. He sabido como habías venido
a Logroño y he mandado que te buscaran.
-- ¿:De manera que tú eres aquella chiquilla que jugaba con el oso ?
-- La misma.
-- ¿:Y me has conocido ?
-- Sí.
-- Yo no te hubiera conocido.
-- Habla, cuenta de tu vida. Tú no sabes la gana que tenía de verte. Eres el
único hombre por quien me han pegado. ¿:Te acuerdas ? Para mí constituías toda
mi familia. ¿:Qué hará ? ¿:Dónde estará Martín ? pensaba.
-- ¿:De veras ? ¡Que extraño ! ¡Hace de esto tanto tiempo ! Y somos jóvenes los
dos.
-- ¡Cuenta ! ¡Cuenta ! ¿:Cuál ha sido tu vida ? ¿:Qué has hecho por el mundo ?
Martín, emocionado, habló de su vida, de sus aventuras. Luego, Linda contó
las suyas, su existencia bohemia de volatinera, hasta que un señor rico le sacó
del circo y le brindó con su protección. Ahora este señor, título, con grandes
posesiones en la Rioja, quería casarse con ella.
-- ¿:Y tú te vas a casar ? -- la preguntó Martín.
-- Claro.
-- ¿:De manera que dentro de poco serás una señora condesa o marquesa ?
-- Sí, marquesa, pero chico, esto no me entusiasma. He vivido siempre libre y
ya las cadenas no son para mí, aunque sean de oro. Pero estás pálido. ¿:Qué te
pasa ?
Martín sentía un gran cansancio y le dolía el hombro. Linda, al saber que
estaba herido, le obligó a quedarse allí.
Afortunadamente el rasguño no era grave y Zalacaín curó pronto.
Al día siguiente, Linda no le dejó salir; y al verse dominado por ella, por su
suave encanto, encontró el herido que sus convalecencias eran más peligrosas
para sus sentimientos que para su salud.
-- Que le avisen a mi cuñado donde estoy -- dijo Martín varias veces a Linda.
Esta envió un criado a los hoteles, pero en ninguno daban noticias ni de
Bautista ni de Catalina.
@§ -- II -- CAPITULO XIV
COMO ZALACAIN Y BAUTISTA URBIDE TOMARON LOS DOS SOLOS
LA CIUDAD DE LAGUARDIA OCUPADA POR LOS CARLISTAS.
De conocer Martín la _Odisea_ es posible que hubiese tenido la pretensión de
comparar a Linda con la hechicera Circe y a sí mismo con Ulises, pero como no
había leído el poema de Homero no se le ocurrió tal comparación.
Sí se le ocurrió varias veces que se estaba portando como un bellaco, pero
Linda ¡era tan encantadora ! ¡Tenía por él tan grande entusiasmo ! Le había hecho
olvidar a Catalina. Muchos días maldecía de su barbarie, pero no se determinaba
a marcharse. Decidió en su fuero interno que la culpa de todo era de Bautista y
esta decisión le tranquilizó.
-- ¿:Dónde se ha metido ese hombre ? -- se preguntaba.
Una semana después del encuentro con Linda, al pasar por los soportales de la
calle principal de Logroño se encontró con Bautista que venía hacia él
indiferente y tranquilo como de costumbre.
-- ¿:Pero dónde estás ? -- exclamó Martín incomodado.
-- Eso te pregunto yo, ¿:dónde estás ? -- contestó Bautista.
-- ¿:Y Catalina ?
-- ¡Qué sé yo ! Yo creí que tú sabrías dónde estaba, que os habíais marchado los
dos sin decirme nada.
-- ¿:De manera que no sabes ?...
-- Yo no.
-- ¿:Cuándo hablaste tú con ella por última vez ?
-- El mismo día de llegar aquí; hace ocho días. Cuando tú te fuistes a comer a
casa de la señora de Briones, Catalina, la monja y yo nos fuimos a la fonda. Pasó
el tiempo, pasó el tiempo y tú no venías. -- ¿:Pero dónde está ? -- preguntaba
Catalina. -- ¿:Qué sé yo ? -- la decía. A la una de la mañana, viendo que tú no
venías, yo me fuí a la cama. Estaba molido. Me dormí y me desperté muy tarde y
me encontré con que la monja y Catalina se habían marchado y tú no habías
venido. Esperé un día, y como no aparecía nadie, creí que os habíais marchado y
me fuí a Bayona y dejé las letras en casa de Levi-Alvarez. Luego tu hermana
empezó a decirme: -- ¿:Pero dónde estará Martín ? ¿:Le ha pasado algo ? -- Escribí a
Briones y me contestó que estabas aquí escandalizando el pueblo, y por eso he
venido.
-- Sí, la verdad es que yo tengo la culpa -- dijo Martín -- . ¿:Pero dónde puede
estar Catalina ? ¿:Habrá seguido a la monja ?
-- Es lo más probable.
Martín, al encontrarse con Bautista y hablar con él, se sintió fuera de la
influencia del hechizo de Linda y comenzó a hacer indagaciones con una
actividad extraordinaria. De las dos viajeras del hotel, una se había marchado por
la estación; la otra, la monja, había partido en un coche hacia Laguardia.
Martín y Bautista supusieron si las dos estarían refugiadas en Laguardia. Sin
duda la monja recuperó su ascendiente sobre Catalina en vista de la falta de
Martín y la convenció de que volviera con ella al convento.
Era imposible que Catalina encontrándose en otro lado no hubiese escrito.
Se dedicaron a seguir la pista de la monja. Averiguaron en la venta de Asa que
días antes un coche con la monja intentó pasar a Laguardia, pero al ver la
carretera ocupada por el ejército liberal sitiando la ciudad y atacando las
trincheras retrocedió. Suponían los de la venta que la monja habría vuelto a
Logroño, a no ser que intentara entrar en la ciudad sitiada, tomando en caballería
el camino de Lanciego por Oyón y Venaspre.
Marcharon a Oyón y luego a Yécora, pero nadie les pudo dar razón. Los dos
pueblos estaban casi abandonados.
Desde aquel camino alto se veía Laguardia rodeada de su muralla en medio de
una explanada enorme. Hacia el Norte limitaba esta explanada como una muralla
gris la cordillera de Cantabria; hacia el Sur podía extenderse la vista hasta los
montes de Pancorbo.
En este polígono amarillento de Laguardia no se destacaban ni tejados ni
campanarios, no parecía aquello un pueblo, sino más bien una fortaleza. En un
extremo de la muralla se erguía un torreón envuelto en aquel instante en una
densa humareda.
Al salir de Yécora, un hombre famélico y destrozado les salió al encuentro y
habló con ellos. Les contó que los carlistas iban a abandonar Laguardia un día u
otro. Le preguntó Martín si era posible entrar en la ciudad.
-- Por la puerta es imposible -- dijo el hombre -- , pero yo he entrado subiendo
por unos agujeros que hay en el muro entre la Puerta de Paganos y la de
Mercadal.
-- ¿:Pero y los centinelas ?
-- No suelen haber muchas veces.
Bajaron Martín y Bautista por una senda desde Lanciego a la carretera y
llegaron al sitio en donde acampaba el ejército liberal. La tropa, después de
cañonear las trincheras carlistas, avanzaba, y el enemigo abandonaba sus
posiciones refugiándose en los muros.
El regimiento del capitán Briones se encontraba en las avanzadas. Martín
preguntó por él y lo encontró. Briones presentó a Zalacaín y a Bautista a algunos
oficiales compañeros suyos, y por la noche tuvieron una partida de cartas y
jugaron y bebieron. Ganó Martín, y uno de los compañeros de Briones, un
teniente aragonés que había perdido toda su paga, comenzó, para vengarse, a
hablar mal de los vascongados, y Zalacaín y él se encarzaron en una estúpida
discusión de amor propio regional, de esas tan frecuentes en España.
Decía el teniente aragonés que los vascongados eran tan torpes, que un capitán
carlista, para enseñarles a marchar a la derecha y a la izquierda elevaba un
manojo de paja en la mano y les decía, por ejemplo: ¡Doble derecha ! y en
seguida pasaba el manojo a la derecha y decía. ¡Hacia el lado de la paja !
Además, según el oficial, los vascongados eran unos poltrones que no se querían
batir más que estando cerca de sus casas.
Martín se estaba amoscando, y dijo al oficial:
-- Yo no sé como serán los vascongados, pero lo que le puedo decir a usted es
que lo que usted o cualquiera de estos señores haga, lo hago yo por debajo de la
pierna.
-- Y yo -- dijo Bautista, colocándose al lado de Martín.
-- Vamos, hombre -- dijo Briones -- . No sean ustedes tontos. El teniente Ramírez
no ha querido ofenderles.
-- No nos ha llamado más que estúpidos y cobardes -- dijo riendo Martín -- .
Claro que a mí no me importa nada lo que este señor opine de nosotros, pero me
gustaría encontrar una ocasión para probarle que está equivocado.
-- Salga usted -- dijo el teniente.
-- Cuando usted quiera -- contestó Martín.
-- No -- replicó Briones -- , yo lo prohibo. El teniente Ramírez quedará arrestado.
-- Está bien -- dijo refunfuñando el aludido.
-- Si estos señores quieren un poco de jaleo, cuando tomemos Laguardia
pueden venir con nosotros -- advirtió el oficial.
Martín creyó ver alguna ironía en las palabras del militar y replicó
burlonamente:
-- ¡Cuando tomen ustedes Laguardia ! No, hombre. Eso no es nada para
nosotros. Yo voy solo a Laguardia y la tomo, o a lo más con mi cuñado Bautista.
Se echaron todos a reir de la fanfarronada, pero viendo que Martín insistía,
diciendo que aquella misma noche iban a entrar en la ciudad sitiada, pensaron
que Martín estaba loco. Briones, que le conocía, trató de disuadirse de hacer esta
barbaridad, pero Zalacaín no se convenció.
-- ¿:Ven ustedes este pañuelo blanco ? -- dijo -- . Mañana al amanecer lo verán
ustedes en este palo flotando sobre Laguardia. ¿:Habrá por aquí una cuerda ?
Uno de los oficiales jóvenes trajo una cuerda, y Martín y Bautista, sin hacer
caso de las palabras de Briones, avanzaron por la carretera.
El frío de la noche les serenó, y Martín y su cuñado se miraron algo
extrañados. Se dice que los antiguos godos tenían la costumbre de resolver sus
asuntos dos veces, una borrachos y otra serenos. De esta manera unían en sus
decisiones el atrevimiento y la prudencia. Martín sintió no haber seguido esta
prudente táctica goda, pero se calló y dió a entender que se encontraba en uno de
los momentos regocijados de su vida.
-- ¿:Qué ? ¿:vamos a ir ? -- preguntó Bautista.
-- Probaremos.
Se acercaron a Laguardia. A poca distancia de sus muros tomaron a la
izquierda, por la Senda de las Damas, hasta salir al camino de El Ciego y
cruzando éste se acercaron a la altura en donde se asienta la ciudad. Dejaron a un
lado el cementerio y llegaron a un paseo con árboles que circunda el pueblo.
Debían de encontrarse en el punto indicado por el hombre de Yécora, entre la
puerta de Mercadal y la de Paganos.
Efectivamente, el sitio era aquél. Distinguieron los agujeros en el muro que
servía de escalera; los de abajo estaban tapados.
-- Podríamos abrir estos boquetes -- dijo Bautista.
-- ¡Hum ! Tardaríamos mucho -- contestó Martín -- . Súbete encima de mí a ver si
llegas. Toma la cuerda.
Bautista se encaramó sobre los hombros de Martín, y luego, viendo que se
podía subir sin dificultad, escaló la muralla hasta lo alto. Asomó la cabeza y
viendo que no había vigilancia saltó encima.
-- ¿:Nadie ? -- dijo Martín.
-- Nadie.
Sujetó Bautista la cuerda con un lazo corredizo en un ángulo de un torreón, v
subió Martín a pulso, con el palo en los dientes.
-- Se deslizaron los dos por el borde de la muralla, hasta enfilar una calleja. Ni
guardia, ni centinela; no se veía ni se oía nada. El pueblo parecía muerto.
-- ¿:Qué pasará aquí ? -- se dijo Martín.
Se acercaron al otro extremo de la ciudad. El mismo silencio. Nadie.
Indudablemente, los carlistas habían huído de Laguardia.
Martín y Bautista adquirieron el convencimiento de que el pueblo estaba
abandonado. Avanzaron con esta confianza hasta cerca de la puerta del
Mercadal; y enfrente del cementerio, hacia la carretera de Logroño, sujetaron
entre dos piedras el palo y ataron en su punta el pañuelo blanco.
Hecho esto, volvieron deprisa al punto por donde habían subido. La cuerda
seguía en el mismo sitio. Amanecía. Desde allá arriba se veía una enorme
extensión de campo. La luz comenzaba a indicar las sombras de los viñedos y de
los olivares. El viento fresco anunciaba la proximidad del día.
-- Bueno, baja -- dijo Martín -- . Yo sujetaré la cuerda.
-- No, baja tú -- replicó Bautista.
-- Vamos, no seas imbécil.
-- ¿:Quién vive ? -- gritó una voz en aquel mismo momento.
Ninguno de los dos contestó. Bautista comenzó a bajar despacio. Martín se
tendió en la muralla.
-- ¿:Quién vive ? -- volvió a gritar el centinela.
Martín se aplastó en el suelo todo lo que pudo; sonó un disparo y una bala
pasó por encima de su cabeza. Afortunadamente, el centinela estaba lejos.
Cuando Bautista descendió, Martín comenzó a bajar. Tuvo la suerte de que la
cuerda no se deslizase. Bautista le esperaba con el alma en un hilo. Había
movimiento en la muralla; cuatro o cinco hombres se asomaron a ella, y Martín y
Bautista se escondieron tras de los árboles del paseo que circundaba el pueblo.
Lo malo era que aclaraba cada vez más. Fueron pasando de árbol a árbol, hasta
llegar cerca del cementerio.
-- Ahora no hay más remedio que echar a correr a la descubierta -- dijo Martín -- .
A la una..., a las dos... Vamos allá.
Echaron los dos a correr. Sonaron varios tiros. Ambos llegaron ilesos al
cementerio. De aquí ganaron pronto el camino de Logroño. Ya fuera de peligro,
miraron hacia atrás. El pañuelo seguía en la muralla ondeando al viento. Briones
y sus amigos recibieron a Martín y a Bautista como a héroes.
Al día siguiente, los carlistas abandonaron Laguardia y se refugiaron en
Peñacerrada. La población enarboló bandera de parlamento; y el ejército, con el
general al frente, entraba en la ciudad.
Por más que Martín y Bautista preguntaron en todas las casas, no encontraron
a Catalina.
LIBRO TERCERO
Las últimas aventuras
@§ -- III -- CAPITULO PRIMERO
LOS RECIEN CASADOS ESTAN CONTENTOS
Catalina no fué inflexible. Pocos días después, Martín recibió una carta de su
hermana. Decía la Ignacia que Catalina estaba en su casa, en Zaro, desde hacía
algunos días. Al principio no había querido oir hablar de Martín, pero ahora le
perdonaba y le esperaba.
Martín y Bautista se presentaron en Zaro inmediatamente, y los novios se
reconciliaron.
Se preparó la boda. ¡Qué paz se disfrutaba allí, mientras se mataban en
España ! La gente trabajaba en el campo. Los domingos, después de la misa, los
aldeanos endomingados, con la chaqueta al hombro, se reunían en la sidrería y
en el juego de pelota; las mujeres iban a la iglesia, con un capuchón negro, que
rodeaba su cabeza. Catalina cantaba en el coro y Martín la oía, como en la
infancia, cuando en la iglesia de Urbia entonaba el Aleluya.
Se celebró la boda, con la posible solemnidad, en la iglesia de Zaro y luego la
fiesta en la casa de Bautista.
Hacía todavía frío, y los aldeanos amigos se reunieron en la cocina de la casa,
que era grande, hermosa y limpia. En la enorme chimenea redonda se echaron
montones de leña, y los invitados cantaron y bebieron hasta bien entrada la
noche, al resplandor de las llamas. Los padres de Bautista, dos viejecitos
arrugados, que hablaban solo vascuence, cantaron una canción monótona de su
tiempo, y Bautista lució su voz y su repertorio completo y cantó una canción en
honor de los novios.
Ezcon berriyac pozquidac daudé pozquidac daudé eguin diralaco gaur
alcarren jabé clizan.
(Los recién casados están muy alegres, porque hoy se han hecho dueños, uno
de otro, en la iglesia.)
La fiesta acabó, con la mayor alegría, a la media noche, en que se retiraron
todos.
Pasada la luna de miel, Martín volvió a las andadas. No paraba, iba y venía de
España a Francia, sin poder reposar.
Catalina deseaba ardientemente que acabara la guerra é intentaba retener a
Martín a su lado.
-- Pero, ¿:qué quieres más ? -- le decía -- .¿:No tienes ya bastante dinero ? ¿:Para qué
exponerte de nuevo ?
-- Si no me expongo -- replicaba Martín.
Pero no era verdad, tenía ambición, amor al peligro y una confianza ciega en
su estrella. La vida sedentaria le irritaba.
Martín y Bautista dejaban solas a las dos mujeres y se iban a España. Al año
de casada, Catalina tuvo un hijo, al que llamaron José Miguel, recordando
Martín la recomendación del viejo Tellagorri.
@§ -- III -- CAPITULO II
EN EL CUAL SE INICIA LA « DESHECHA »
Con la proclamación de la monarquía en España, comenzó el deshielo en el
campo carlista. La batalla de Lácar, perdida de una manera ridícula por el
ejército regular en presencia del nuevo rey, dió alientos a los carlistas, pero a
pesar del triunfo y del botín la causa del Pretendiente iba de capa caída.
La batalla de Lácar no hizo más que enriquecer el repertorio de las canciones
de la guerra con una copla que más que para soldados parecía escrita para el coro
de señoras de una zarzuela, y que decía así:
En Lácar, chiquillo, Te viste en un tris, Si don Carlos te da con la bota Como
una pelota, Te envía a París.
Era difícil, al oir esta canción, no pensar en unas cuantas coristas balanceando
voluptuosamente las caderas.
Los carlistas hablaban ya de traición. Con el fracaso del sitio de Irún y con la
retirada de don Carlos, los curas navarros y vascongados empezaron a dudar del
triunfo de la causa. Con la proclamación de Sagunto, la desconfianza cundió por
todas partes.
-- Son primos y ellos se entienden -- decían los desconfiados, que eran legión.
Algunos que habían oído hablar de un don Alfonso, hermano de don Carlos,
creían que a este don Alfonso le habían hecho rey.
Los ambiciosos de los pueblos veían que todas las clases ricas se inclinaban a
favor de la monarquía liberal.
Los generales alfonsinos, después de hecho su agosto y ascendido en su
carrera todo lo posible, encontraban que era una estupidez continuar la guerra
durante más tiempo; habían matado la república, que ciertamente por estólida
merecía la muerte; el nuevo gobierno les miraba como vencedores, pacificadores
y héroes. ¡Qué más podían desear !
En el campo carlista comenzaba la _Deshecha_. Ya se podía andar por las
carreteras sin peligro; el carlismo seguía por la fuerza de la inercia, defendido
débilmente y atacado más débilmente todavía. La única arma que se blandía de
veras era el dinero.
Martín, viendo que no era difícil recorrer los caminos, tomó su cochecito y se
dirigió hacia Urbia una mañana de invierno.
Todos los fuertes permanecían silenciosos, mudas las trincheras carlistas, ni
una detonación, ni una humareda cruzaban el aire. La nieve cubría el campo con
su mortaja blanca bajo el cielo entoldado y plomizo.
Antes de llegar a Urbia, a un lado y a otro, se veían casas de campo
derrumbadas, fachadas con las ventanas tapiadas y rellenas de paja, árboles con
las ramas rotas, zanjas y parapetos por todas partes.
Martín entró en Urbia. La casa de Catalina estaba destrozada; con los techos
atravesados por las granadas, las puertas y ventanas cerradas herméticamente.
Ofrecía el hermoso caserón un aspecto lamentable; en la huerta abandonada, las
lilas mostraban sus ramas rotas, y una de las más grandes de un magnífico tilo,
desgajada, llegaba hasta el suelo. Los rosales trepadores, antes tan lozanos, se
veían marchitos.
Subió Martín por su calle a ver la casa en donde nació.
La escuela estaba cerrada; por los cristales empolvados se veían los cartelones
con letras grandes y los mapas colgados de las paredes. Cerca del caserío de
Zalacaín había una viga de madera, de la que colgaba una campana.
-- ¿:Para qué sirve esto ? -- preguntó a un mendigo que iba de puerta en puerta.
Era para el vigía. Cuando notaba un fogonazo tocaba la campana para avisar a
la gente de la parte baja.
Entró Martín en el caserío Zalacaín. El tejado no existía; sólo quedaba un
rincón de la antigua cocina con cubierta. Bajo este techo, entre los escombros,
había un hombre sentado escribiendo y un chiquillo ocupado en cuidar varios
pucheros.
-- ¿:Quién vive aquí ? -- preguntó Martín.
-- Aquí vivo yo -- contestó una voz.
Martín quedó atónito. Era el extranjero. Al verse se estrecharon las manos
afectuosamente.
-- ¡Lo que dió usted que hablar en Estella ! -- dijo el extranjero -- . ¡Qué golpe
aquel más admirable ! ¿:Cómo se escaparon ustedes ?
Martín contó la historia de su escapatoria, y el periodista fué tomando notas.
-- Puedo hacer una crónica admirable -- dijo.
Luego hablaron de la guerra.
-- ¡Pobre país ! -- dijo el extranjero -- . ¡Cuánta brutalidad ! ¡Cuánto absurdo ! ¿:Se
acuerda usted del pobre Haussonville que conocimos en Estella ?
-- Sí.
-- Murió fusilado. ¿:Y del Corneta de Lasala y de Praschcu que fueron de los
que nos persiguieron cerca de Hernani ?
-- Sí.
-- Esos dos habían salvado al cabecilla Monserrat de la muerte. ¿:Sabe usted
quién los ha fusilado ?
-- ¿:Pero los han fusilado ?
-- Sí, el mismo Monserrat, en Ormaiztegui.
-- ¡Pobre gente !
-- A otro, llamado Anchusa, de la partida del Cura, debía usted también
conocer...
-- Sí, lo conocía.
-- A ese lo mandó fusilar Lizárraga. Y al _Jabonero_, el lugarteniente del
Cura...
-- ¿:También lo fusilaron ?
-- También. Al _Jabonero_ le debía el Cura la única victoria que consiguió en
Usurbil cuando defendieron una ermita contra los liberales; pero tenía celos de él
y además creía que le hacía traición, y lo mandó fusilar.
-- Si esto sigue así no vamos a quedar nadie.
-- Afortunadamente ya ha comenzado la _Deshecha_ como dicen los
aldeanos -- contestó el extranjero -- .¿:Y usted a qué ha venido aquí ?
Martín dijo que él era de Urbia, así como su mujer, y contó sus aventuras
desde el tiempo en que había dejado de ver al extranjero. Comieron juntos y por
la tarde se despidieron.
-- Todavía creo que nos volveremos a ver -- dijo el extranjero.
-- Quién sabe. Es muy posible.
@§ -- III -- CAPITULO III
EN DONDE MARTIN COMIENZA A TRABAJAR POR LA GLORIA
En la época de las nieves, un general audaz que venía de muy lejos intentó
envolver a los carlistas por el lado del Pirineo, y saliendo de Pamplona avanzó
por la carretera de Elizondo; pero al ver el alto de Velate defendido y
atrincherado por los carlistas, se retiró hacia Enguí y luego tomó por el puerto de
Olaberri, próximo a la frontera, por entre bosques y sendas malísimas; y
perdidos sus soldados en los bosques, llegaron después de dos días y tres noches
al Baztán.
La imprudencia era grande, pero aquel general tuvo suerte, porque si la
terrible nevada que cayó al día siguiente de estar en Elizondo cae antes, hubieran
quedado la mitad de las tropas entre la nieve.
El general pidió víveres a Francia, y gracias a la ayuda del país vecino, pudo
dar de comer a su gente y preparar alojamiento. Martín y Bautista se hallaban en
relación con una casa de Bayona, y fueron a Añoa con sus carros.
Añoa está a un kilómetro próximamente de la frontera, en donde se halla
establecida la aduana española de Dancharinea.
Aquel día, una porción de gente de la frontera francesa se asomó a Añoa. La
carretera estaba atestada de carromatos, carretas y ómnibus, que conducían al
valle de Baztán para las tropas fardos de zapatos, sacos de pan, cajones de
galleta de Burdeos, esparto para las camas, barriles de vino y de aguardiente.
El camino estaba intransitable y lleno de barro. Además de todo aquel convoy
de mercancías consignado al ejército, hallábanse otros coches atiborrados de
géneros que algunos comerciantes de Bayona llevaban a ver si vendían al por
menor.
Había también cerca del puente, sobre el riachuelo Ugarona, una porción de
cantineros con sus cestas, frascos y cachivaches.
Martín con su mujer, y Bautista con la suya, se acercaron a Añoa y se alojaron
en la venta. Catalina quería ver si obtenía noticias de su hermano.
En la venta preguntaron a un muchacho desertor carlista, pero no supo darles
ninguna razón de Carlos Ohando.
-- Si no está en Peñaplata, irá camino de Burguete -- les dijo.
Se encontraban a la puerta de la venta Martín y Bautista, cuando pasó,
envuelto en su capote, Briones, el hermano de Rosita. Le saludó a Martín muy
afectuoso y entró en la venta. Vestía uniforme de comandante y llevaba cordones
dorados como los ayudantes de generales.
-- He hablado mucho de usted a mi general -- le dijo a Martín.
-- ¿:Sí ?
-- Ya lo creo. Tendría mucho gusto en conocer a usted. Le he contado sus
aventuras. ¿:Quiere usted venir a saludarle ? Tengo ahí un caballo de mi asistente.
-- ¿:Dónde está el general ?
-- En Elizondo. ¿:Viene usted ?
-- Vamos.
Advirtió Martín a su mujer que se marchaba a Elizondo; montaron Briones y
Zalacaín a caballo y charlando de muchas cosas llegaron a esta villa, centro del
valle del Baztán. El general se alojaba en un palacio de la plaza; a la puerta dos
oficiales hablaban.
Le hizo pasar Briones a Martín al cuarto en donde se encontraba el general.
Este, sentado a una mesa donde tenía planos y papeles, fumaba un cigarro puro y
discutía con varias personas.
Presentó Briones a Martín, y el general, después de estrecharle la mano, le dijo
bruscamente:
-- Me ha contado Briones sus aventuras. Le felicito a usted.
-- Muchas gracias, mi general.
-- ¿:Conoce usted toda esta zona de mugas de la frontera que domina el valle
del Baztán ?
-- Sí, como mi propia mano. Creo que no habrá otro que las conozca tan bien.
-- ¿:Sabe usted los caminos y las sendas ?
-- No hay más que sendas.
-- ¿:Hay sendero para subir a Peñaplata por el lado de Zugarramurdi ?
-- Lo hay.
-- ¿:Pueden subir caballos ?
-- Sí, fácilmente.
El general discutió con Briones y con el otro ayudante. El había tenido el
proyecto de cerrar la frontera é impedir la retirada a Francia del grueso del
ejército carlista, pero era imposible.
-- Usted ¿:qué ideas políticas tiene ? -- preguntó de pronto el general a Martín.
-- Yo he trabajado para los carlistas, pero en el fondo creo que soy liberal.
-- ¿:Querría usted servir de guía a la columna que subirá mañana a Peñaplata ?
-- No tengo inconveniente.
El general se levantó de la silla en donde estaba sentado y se acercó con
Zalacaín a uno de los balcones.
-- Creo -- le dijo -- que actualmente soy el hombre de más influencia de España.
¿:Qué quiere usted ser ? ¿:No tiene usted ambiciones ?
-- Actualmente soy casi rico; mi mujer lo es también...
-- ¿:De dónde es usted ?
-- De Urbia.
-- ¿:Quiere usted que le nombremos alcalde de allá ?
Martín reflexionó.
-- Sí, eso me gusta -- dijo.
-- Pues cuente usted con ello. Mañana por la mañana hay que estar aquí.
-- ¿:Van a ir tropas por Zugarramurdi ?
-- Sí.
-- Yo les esperaré en la carretera, junto al alto de Maya.
Martín se despidió del general y de Briones, y volvió a Añoa, para tranquilizar
a su mujer. Contó a Bautista su conversación con el general; Bautista se lo dijo a
su mujer y ésta a Catalina.
A media noche, se preparaba Martín a montar a caballo, cuando se presentó
Catalina con su hijo en brazos.
-- ¡Martín ! ¡Martín ! -- le dijo sollozando -- . Me han asegurado que quieres ir con
el ejército a subir a Peñaplata.
-- ¿:Yo ?
-- Sí.
-- Es verdad. ¿:Y eso te asusta ?
-- No vayas. Te van a matar, Martín. ¡No vayas ! ¡Por nuestro hijo ! ¡Por mí !
-- Bah, ¡tonterías ! ¿:Que miedo puedes tener ? Si he estado otras veces solo,
¿:qué me va a pasar, yendo en compañía de tanta gente ?
-- Sí, pero ahora no vayas, Martín. La guerra se va a acabar en seguida. Que no
te pase algo al final.
-- Me he comprometido. Tengo que ir.
-- ¡Oh, Martín ! -- sollozó Catalina -- . Tú eres todo para mí; yo no tengo padre, ni
madre, ni tengo hermano, porque el cariño que pudiese tenerle a él lo he puesto
en ti y en tu hijo. No vayas a dejarme viuda, Martín.
-- No tengas cuidado. Estáte tranquila. Mi vida está asegurada, pero tengo que
ir. He dado mi palabra...
-- Por tu hijo...
-- Sí, por mi hijo también... No quiero que, andando el tiempo, puedan decir de
él: « Este es el hijo de Zalacaín, que dió su palabra y no la cumplió por miedo »;
no, si dicen algo, que digan: « Este es Miguel Zalacaín, el hijo de Martín
Zalacaín, tan valiente como su padre... No. Más valiente aún que su padre. »
Y Martín, con sus palabras, llegó a infundir ánimo en su mujer, acarició al
niño, que le miraba sonriendo desde el regazo de su madre, abrazó a ésta y,
montando a caballo, desapareció por el camino de Elizondo.
@§ -- III -- CAPITULO IV
LA BATALLA CERCA DEL MONTE AQUELARRE
Martín llegó al alto de Maya al amanecer, subió un poco por la carretera y vió
que venía la tropa. Se reunió con Briones y ambos se pusieron a la cabeza de la
columna.
Al llegar a Zugarramurdi, comenzaba a clarear. Sobre el pueblo, las cimas del
monte, blancas y pulidas por la lluvia, brillaban con los primeros rayos del sol.
De esta blancura de las rocas precedía el nombre del monte Arrizuri (piedra
blanca) en vasco y Peñaplata en castellano.
Martín tomó el sendero que bordea un torrente. Una capa de arcilla
humedecida cubría el camino, por el cual los caballos y los hombres se
resbalaban. El sendero tan pronto se acercaba a la torrentera, llena de malezas y
de troncos podridos de árboles, como se separaba de ella. Los soldados caían en
este terreno resbaladizo. A cierta altura, el torrente era ya un precipicio, por cuyo
fondo, lleno de matorrales, se precipitaba el agua brillante.
Mientras marchaban Martín y Briones a caballo, fueron hablando
amistosamente. Martín felicitó a Briones por sus ascensos.
-- Sí, no estoy descontento -- dijo el comandante -- ; pero usted, amigo Zalacaín,
es el que avanza con rapidez, si sigue así; si en estos años adelanta usted lo que
ha adelantado en los cinco pasados, va usted a llegar donde quiera.
-- ¿:Creerá usted que yo ya no tengo casi ambición ?
-- ¿:No ?
-- No. Sin duda, eran los obstáculos los que me daban antes bríos y fuerza, el
ver que todo el mundo se plantaba a mi paso para estorbarme. Que uno quería
vivir, el obstáculo; que uno quería a una mujer y la mujer le quería a uno, el
obstáculo también. Ahora no tengo obstáculos, y ya no se qué hacer. Voy a tener
que inventarme otras ocupaciones y otros quebraderos de cabeza.
-- Es usted la inquietud personificada, Martín -- dijo Briones.
-- ¿:Qué quiere usted ? He crecido salvaje como las hierbas y necesito la acción,
la acción continua. Yo, muchas veces pienso que llegará un día en que los
hombres podrán aprovechar las pasiones de los demás en algo bueno.
-- ¿:También es usted soñador ?
-- También.
-- La verdad es que es usted un hombre pintoresco, amigo Zalacaín.
-- Pero la mayoría de los hombres son como yo.
-- Oh, no. La mayoría somos gente tranquila, pacífica, un poco muerta.
-- Pues yo estoy vivo, eso sí; pero la misma vida que no puedo emplear se me
queda dentro y se me pudre. Sabe usted, yo quisiera que todo viviese, que todo
comenzara a marchar, no dejar nada parado, empujar todo al movimiento,
hombres, mujeres, negocios, máquinas, minas, nada quieto, nada inmóvil...
-- Extrañas ideas -- murmuró Briones.
Concluía el camino y comenzaban las sendas a dividirse y a subdividirse,
escalando la altura.
Al llegar a este punto, Martín avisó a Briones que era conveniente que sus
tropas estuviesen preparadas, pues al final de estas sendas se encontrarían en
terreno descubierto y desprovisto de árboles.
Briones mandó a los tiradores de la vanguardia preparasen sus armas y fueran
avanzando despacio en guerrilla.
-- Mientras unos van por aquí -- dijo Martín a Briones -- otros pueden subir por el
lado opuesto. Hay allá arriba una explanada grande. Si los carlistas se parapetan
entre las rocas van a hacer una mortandad terrible.
Briones dió cuenta al general de lo dicho por Martín, y aquél ordenó que
medio batallón fuera por el lado indicado por el guía. Mientras no oyeran los
tiros del grueso de la fuerza no debían atacar.
Zalacaín y Briones bajaron de sus caballos y tomaron por una senda, y durante
un par de horas fueron rodeando el monte, marchando entre helechos.
-- Por esta parte, en una calvera del monte, en donde hay como una plazuela
formada por hayas -- dijo Martín -- deben tener centinelas los carlistas; sino por ahí
podemos subir hasta los altos de Peñaplata sin dificultad.
Al acercarse al sitio indicado por Martín, oyeron una voz que cantaba.
Sorprendidos, fueron despacio acortando la distancia.
-- No serán las brujas -- dijo Martín.
-- ¿:Por qué las brujas ? -- preguntó Briones.
-- ¿:No sabe usted que estos son los montes de las brujas ? Aquel es el monte
Aquelarre -- contestó Martín.
-- ¿:El Aquelarre ? ¿:Pero existe ?
-- Sí.
-- ¿:Y quiere decir algo en vascuence, ese nombre ?
-- ¿:Aquelarre ?... Sí, quiere decir Prado del macho cabrío.
-- ¿:El macho cabrío será el demonio ?
-- Probablemente.
La canción no la cantaban las brujas, sino un muchacho que en compañía de
diez o doce estaba calentándose alrededor de una hoguera.
Uno cantaba canciones liberales y carlistas y los otros le coreaban.
No habían comenzado a oirse los primeros tiros, y Briones y su gente
esperaron tendidos entre los matorrales.
Martín sentía como un remordimiento al pensar que aquellos alegres
muchachos iban a ser fusilados dentro de unos momentos.
La señal no se hizo esperar y no fué un tiro, sino una serie de descargas
cerradas.
-- ¡Fuego ! -- gritó Briones.
Tres o cuatro de los cantores cayeron a tierra y los demás, saltando entre
breñales, comenzaron a huir y a disparar.
La acción se generalizaba; debía de ser furiosa a juzgar por el ruido de
fusilería. Briones, con su tropa, y Martín subían por el monte a duras penas. Al
llegar a los altos, los carlistas, cogidos entre dos fuegos, se retiraron.
La gran explanada del monte estaba sembrada de heridos y de muertos. Iban
recogiéndolos en camillas. Todavía seguía la acción, pero poco después una
columna de ejército avanzaba por el monte por otro lado, y los carlistas huían a
la desbandada hacia Francia.
@§ -- III -- CAPITULO V
DONDE LA HISTORIA MODERNA REPITE EL HECHO DE LA
HISTORIA ANTIGUA
Fueron Martín y Catalina en su carricoche a Saint Jean Pied de Port. Todo el
grueso del ejército carlista entraba, en su retirada de España, por el barranco de
Roncesvalles y por Valcarlos. Una porción de comerciantes se había descolgado
por allí, como cuervos al olor de la carne muerta, y compraban hermosos
caballos por diez o doce duros, espadas, fusiles y ropas a precios ínfimos.
Era un poco repulsivo ver esta explotación, y Martín, sintiéndose patriota,
habló de la avaricia y de la sordidez de los franceses. Un ropavejero de Bayona
le dijo que el negocio es el negocio y que cada cual se aprovechaba cuando
podía.
Martín no quiso discutir. Preguntaron Catalina y el a varios carlistas de Urbia
por Ohando, y uno le indico que Carlos, en compañía del _Cacho_, había salido
de Burguete muy tarde, porque estaba muy enfermo.
Sin atender a que fuera o no prudente, Martín tomó el carricoche por el
camino de Arneguy; atravesaron este pueblecillo que tiene dos barrios, uno
español y otro francés, en las orillas de un riachuelo, y siguieron hasta Valcarlos.
Catalina, al ver aquel espectáculo, quedó horrorizada. La estrecha carretera era
un campo de desolación. Casas humeando aún por el incendio, árboles rotos,
zanjas, el suelo sembrado de municiones de guerra, cajas, correas de artillería,
bayonetas torcidas, instrumentos musicales de cobre aplastados por los carros.
En la cuneta de la carretera se veía a un muerto medio desnudo, sin botas, con
el cuerpo cubierto por hojas de helechos; el barro le manchaba la cara.
En el aire gris, una nube de cuervos avanzaba en el aire, siguiendo aquel
ejército funesto, para devorar sus despojos.
Martín, atendiendo a la impresión de Catalina, volvió prudentemente hasta
llegar de nuevo al barrio francés de Arneguy. Entraron en la posada. Allí estaba
el extranjero.
-- ¿:No le decía a usted que nos veríamos todavía ? -- dijo éste.
-- Sí. Es verdad.
Martín presentó a su mujer al periodista y los tres reunidos esperaron a que
llegaran los últimos soldados.
Al anochecer, en un grupo de seis o siete, apareció Carlos Ohando y _el
Cacho_.
Catalina se acercó a su hermano con los brazos abiertos.
-- ¡Carlos ! ¡Carlos ! -- gritó.
Ohando quedó atónito al verla; luego con un gesto de ira y de desprecio
añadió:
-- Quítate de delante. ¡Perdida ! ¡Nos has deshonrado !
Y en su brutalidad escupió a Catalina en la cara. Martín, cegado, saltó como
un tigre sobre Carlos y le agarró por el cuello.
-- ¡Canalla ! ¡Cobarde ! -- rugió -- . Ahora mismo vas a pedir perdón a tu hermana.
-- ¡Suelta ! ¡Suelta ! -- exclamó Carlos ahogándose.
-- ¡De rodillas !
-- ¡Por Dios, Martín ¡Déjale ! -- gritó Catalina -- . ¡Déjale !
-- No, porque es un miserable, un canalla cobarde, y te va a pedir perdón de
rodillas.
-- No -- exclamó Ohando.
-- Sí -- y Martín le llevó por el cuello, arrastrándole por el barro, hasta donde
estaba Catalina.
-- No sea usted bárbaro -- exclamó el extranjero -- . Déjelo usted.
-- ¡A mí, _Cacho !_ ¡A mí ! -- gritó Carlos ahogadamente.
Entonces, antes de que nadie lo pudiera evitar, _el Cacho_, desde la esquina
de la posada, levantó su fusil, apuntó; se oyó una detonación, y Martín, herido en
la espalda, vaciló, soltó a Ohando y cayó en la tierra.
Carlos se levantó y quedó mirando a su adversario. Catalina se lanzó sobre el
cuerpo de su marido y trató de incorporarle. Era inútil.
Martín tomó la mano de su mujer y con un esfuerzo último se la llevó a los
labios -- . ¡Adiós ! -- murmuró débilmente, se le nublaron los ojos y quedó muerto.
A lo lejos, un clarín guerrero hacía temblar el aire de Roncesvalles.
Así se habían estremecido aquellos montes con el cuerno de Rolando.
Así hacía cerca quinientos años había matado también a traición Velche de
Micolalde, deudo de los Ohando, a Martín López de Zalacaín.
Catalina se desmayó al lado del cadáver de su marido. El extranjero con la
gente de la fonda le atendieron. Mientras tanto, unos gendarmes franceses
persiguieron al _Cacho_, y viendo que éste no se detenía, le dispararon varios
tiros hasta que cayó herido.
* * * * *
El cadáver de Martín se llevó al interior de la posada y estuvo toda la noche
rodeado de cirios. Los amigos no cabían en la casa. Acudieron a rezar el oficio
de difuntos el abad de Roncesvalles y los curas de Arneguy, de Valcarlos y de
Zaro.
Por la mañana se verificó el entierro. El día estaba claro y alegre. Se sacó la
caja y se la colocó en el coche que habían mandado de San Juan del Pie del
Puerto. Todos los labradores de los caseríos propiedad de los Ohandos estaban
allí; habían venido de Urbia a pie para asistir al entierro. Y presidieron el duelo
Briones, vestido de uniforme, Bautista Urbide y Capistun el americano.
Y las mujeres lloraban.
-- Tan grande como era -- decían -- . ¡Pobre ! ¡Quién había de decir que
tendríamos que asistir a su entierro, nosotros que le hemos conocido de niño !
El cortejo tomó el camino de Zaro y allí tuvo fin la triste ceremonia.
* * * * *
Meses después, Carlos Ohando entró en San Ignacio de Loyola; _el Cacho_
estuvo en el hospital, en donde le cortaron una pierna, y luego fué enviado a un
presidio francés; y Catalina, con su hijo, marchó a Zaro a vivir al lado de la
Ignacia y de Bautista.
@§ -- III -- CAPITULO VI
LAS TRES ROSAS DEL CEMENTERIO DE ZARO
Zaro es un pueblo pequeño, muy pequeño, asentado sobre una colina. Para
llegar a él se pasa por un camino, en algunas partes muy hondo, al cual los
arbustos frondosos forman en verano un túnel.
A la entrada de Zaro, como en otros pueblos vasco-franceses, hay una gran
cruz de madera, muy alta, pintada de rojo, con diversos atributos de la pasión: un
gallo, las tenazas, la lanza y los clavos. Estas cruces bárbaras, con estrellas y
corazones grabados en negro, dan un carácter sombrío y trágico a las aldeas
vascas.
En el vértice del cerro donde se asienta Zaro, en medio de una plazoleta,
estrecha y larga, se yergue un inmenso nogal copudo, con el grueso tronco
rodeado por un banco de piedra.
Una de las caras que forman la plaza es grande, con pórtico espacioso, alero
avanzado y varias ventanas cubiertas por persianas verdes. Sobre el escudo que
se ostenta en el arco de la puerta, se ve escrita la fecha en que se edificó la casa,
y unas palabras en latín indicando quién la hizo:
_Bacalareus presbiterus Urbide Hoc domicilium fecit in lapide_.
En un extremo de la plazoleta se levanta la iglesia, pequeña, humilde, con su
atrio, su campanario y su tejadillo de pizarra.
Rodeándola, sobre una tapia baja, se extiende el cementerio.
En Zaro hay siempre un silencio absoluto, casi únicamente interrumpido por la
voz cascada del reloj de la iglesia, que da las horas de una manera melancólica,
con un tañido de lloro.
En el reloj de la torre de otro pueblo vasco, en Urruña, se lee escrita esta triste
sentencia: _Vulnerant omnes, ultima necat_. Todas hieren, la última acaba.
Mejor todavía la triste sentencia podría estar escrita en el reloj de la torre de
Zaro.
En el cementerio, alrededor de la iglesia, entre las cruces de piedra, brillan
durante la primavera rosales de varios colores, rojos, amarillos, y azucenas
blancas de aspecto triste.
Desde este cementerio se ve un valle extensísimo, un paisaje amable y
pastoril. El grave silencio que reina en el camposanto, apenas lo turbian los
débiles rumores de la vida del pueblo.
De cuando en cuando, se oye el chirriar de una puerta, el tintineo del cencerro
de las vacas, la voz de un chiquillo, el zumbido de los moscones... y, de cuando
en cuando, se oye también el golpe del martillo del reloj, voz de muerte apagada,
sombría, que tiene en el valle un triste eco.
Tras de estas campanadas fatídicas, el silencio que viene después parece un
tierno halago.
Como protesta de la eterna vida, en el mismo camposanto las malas hierbas
crecen vigorosas, extienden sus vástagos robustos por el suelo y dan un olor acre
en el crepúsculo, tras de las horas de sol; pían los pájaros con algarabía
estrepitosa y los gallos lanzan al aire su cacareo valiente, como un desafío.
La vista alcanza desde allá un extenso panorama de líneas suaves, de intenso
verdor, sin rocas adustas, sin matorrales sombríos, sin nada duro y salvaje. Los
pueblecillos blancos duermen sobre las heredades, las carretas rechinan en los
caminos, los labradores trabajan con sus bueyes en los campos, y la tierra, fértil y
húmeda, reposa bajo la gran sonrisa del cielo y la inmensa piedad del sol...
En el cementerio de Zaro hay una tumba de piedra, y en la misma cruz escrito
con letras negras dice en vasco:
AQUI YACE MARTIN ZALACAIN MUERTO A LOS 24 AÑOS
EL 29 DE FEBRERO DE 1876
* * * * *
Una tarde de verano, muchos, muchos años después de la guerra, se vió entrar
en el mismo día en el cementerio de Zaro a tres viejecitas vestidas de luto.
Una de ellas era Linda; se acercó al sepulcro de Zalacaín y dejó sobre él una
rosa negra; la otra era la señorita de Briones, y puso una rosa roja. Catalina, que
iba todos los días al cementerio, vió las dos rosas en la lápida de su marido y las
respetó y depositó junto a ellas una rosa blanca.
Y las tres rosas duraron mucho tiempo lozanas sobre la tumba de Zalacaín.
@§ -- III -- CAPITULO VII
EPITAFIOS
He aquí el epitafio que improvisó el versolari Echehun de Zugarramurdi en la
tumba de Zalacaín el Aventurero:
Lur santu onctan dago Martín Zalacaín ló Eriotzac hill zuen Bazan salvatucó
Eliz aldeco itzalac Gorde du beticó Bere icena dedin Honratu gaur gueró
Aurrena Euscal Errien Gloriya izatecó.
(En esta santa tierra está durmiendo Martín Zalacaín. La muerte lo hirió, pero
él logró salvarse. En el próximo presbiterio se guarda para siempre su nombre,
para honra primeramente del país vasco y después para su gloria.)
Y el joven poeta navarro Juan de Navascués glosó el epitafio del versolari
Echehun de Zugarramurdi, en esta décima castellana:
Duerme en esta sepultura Martín Zalacaín, el fuerte. Venganza tomó la
muerte De su audacia y su bravura. De su guerrera apostura El vasco guarda
memoria; Y aunque el libro de la historia Su rudo nombre rechaza, ¡Caminante
de su raza, Descúbrete ante su gloria !
FIN
INDICE
PROLOGO. -- Cómo era la villa de Urbia en el último tercio del siglo XIX
LIBRO PRIMERO
LA INFANCIA DE ZALACAIN
I. -- Cómo vivió y se educó Martín Zalacaín.
I. -- Donde se habla del viejo cínico Miguel de Tellagorri
II. -- La reunión de la posada de Arcale
IV. -- Que se refiere a la noble casa de Ohando
V. -- De cómo murió Martín López de Zalacaín, en el año de gracia de mil
cuatrocientos y doce
VI. -- De cómo llegaron unos titiriteros y de lo que sucedió después
VI. -- Cómo Tellagorri supo proteger a los suyos
VII. -- Cómo aumentó el odio entre Martín Zalacaín y Carlos Ohando
IX. -- Cómo intentó vengarse Carlos de Martín Zalacaín
LIBRO SEGUNDO
ANDANZAS Y CORRERIAS
I. -- En el que se habla de los preludios de la última guerra carlista
I. -- Cómo Martín, Bautista y Capistun pasaron una noche en el monte
II. -- De algunos hombres decididos que formaban la partida del Cura
IV. -- Historia casi inverosímil de Joshé Cracasch
V. -- Cómo la partida del Cura detuvo la diligencia de Andoain
VI. -- Cómo cuidó la señora de Briones a Martín Zalacaín
VI. -- Cómo Martín Zalacaín buscó nuevas aventuras
VII. -- Varias anécdotas de Fernando de Amezqueta y llegada a Estella
IX. -- Cómo Martín y el extranjero pasearon de noche por Estella y de lo que
hablaron
X. -- Cómo transcurrió el segundo día en Estella
XI. -- Cómo los acontecimientos se enredaron, hasta el punto de que Martín
durmió el tercer día de Estella en la cárcel
XI. -- En que los acontecimientos marchan al galope
XII. -- Cómo llegaron a Logroño y lo que les ocurrió
XIV. -- Cómo Zalacaín y Bautista Urbide tomaron los dos solos la ciudad de
Laguardia, ocupada por los carlistas
LIBRO TERCERO
LAS ULTIMAS AVENTURAS
I. -- Los recién casados están contentos
I. -- En el cual se inicia la _Deshecha_
II. -- En donde Martín comienza a trabajar por la gloria
IV. -- La batalla cerca del monte Aquelarre
V. -- Donde la Historia Moderna repite el hecho de la Historia Antigua
VI. -- Las tres rosas del cementerio de Zaro
VI. -- Epitafios
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