Pedro Antonio de Alarcón Viajes por España
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MAESTRO DE MÚSICA, INDIVIDUO DE NÚMERO DE LA REAL ACADEMIA DE BELLAS ARTES, COMENDADOR DE LA REAL Y DISTINGUIDA ORDEN DE CARLOS III, Y DE NÚMERO DE LA DE ISABEL LA CATÓLICA. Mi muy querido Mariano: Juntos hemos hecho, no sólo algunos de los viajes que menciono en la presente obra, como el de Madrid a Toledo y el de El Escorial a Ávila, sino también el muy y más importante de la adolescencia hasta la vejez, pasando por los desiertos de la ambición... Saliste tú de aquella metódica y bendita casa de la calle de Recogidas de Granada, en donde, puedo decir que sin maestro, aprendiste a interpretar las sublimes creaciones del Haydn español, o sea del maestro Palacios, del colosal Beethoven, del profundo Weber, del apasionado Schubert y de otros grandes compositores casi desconocidos entonces en nuestra Península; y salí yo de mi seminario eclesiástico de Guadix (fundado sobre las ruinas de un palacio moro), llevando en pugna dentro de mi agitado cerebro a Santo Tomás y a Rousseau, a Job y a lord Byron, a Fr. Luis de León y a Balzac, a Savonarola y a Aben-Humeya... Nuestro encuentro, hoy mismo hace treinta años, fue en la Alhambra... Allí estaban ya reunidos, soñando también con la gloria, los demás que de cerca o de lejos habían de acompañarnos en la peregrinación. -Fernández Jiménez, Moreno Nieto, Castro y Serrano, Manuel del Palacio, tu pobre hermano Pepe, Antonio de la Cruz, Salvador de Salvador, Pérez Cossío, Soler, Pepe Luque, Moreno González, Pineda, e tanti altri, hoy ya viejos o muertos, levantaron el vuelo con nosotros o como nosotros, desde aquella deliciosa mansión, en que habíamos formado la célebre sociedad de La Cuerda, hasta las ingratas orillas del Manzanares, donde algunos seguimos viviendo juntos dos años más, bajo la denominación de Colonia Granadina... ¡Calle del Mesón de Paredes! ¡calle de los Caños! ¡fonda del Carmen, que ya no existes! ¡ventorrillos, ventas y posadas, en que tan pobre y alegremente pernoctamos durante nuestras primeras etapas por el mundo de las Letras, de las Artes, de las Ciencias o de la Política!... ¿:Quién os dijera que muchos de aquellos locos mozuelos que tan dificultosamente pagaban el gasto diario y tan alborotada traían la vecindad, habían de convertirse en estas graves personas que hoy se complacen en recordar, como inverosímiles leyendas, o cual si refiriesen travesuras de sus propios hijos, aquellas graciosas cuanto inocentes calaveradas, no reñidas con el más asiduo y heroico trabajo? En Dios y mi ánima te juro, reduciéndome a hablar de ti, Mariano mío, que cuando, hace poco tiempo, te veía dirigir con universal aplauso la orquesta del Teatro Real, de donde mengua es de España que estés alijado y donde no has sido sustituido ni lo serás nunca; cuando escuchaba a insignes artistas nacionales y extranjeros ensalzar tu nombre sobre el de todos los que habían ocupado aquel verdadero trono de la Música, me regocijaba tu gloria cual si fuera mía, o por lo menos, de toda la Colonia Granadina, de 1854 a 1856, y que igual placer y ufanía siento cada vez que asisto a los grandes triunfos que sigues alcanzando como Director de la sabia Sociedad de Conciertos, admiración de propios y extraños... Todas estas cosas, que nunca te he dicho privadamente, tenía ganas de decirte en público, y por eso y para eso te dedico este libro, en que varias veces te nombro y en que figuras como actor y parte. -Mucho lamento no haber podido escribir en él nuestras visitas a Toledo y a Ávila tan extensamente como algunas otras de mis expediciones artísticas o poéticas; pero tú suplirás con tu buena memoria lo que yo omita al hacer mención de aquéllas, y volverás a reírte homéricamente al recordar al Tío Tereso de Toledo y al cicerone que sólo tenía empeño en que viéramos la campana gorda de la Catedral, o bien cuando te representes en la imaginación aquella mañana deleitosísima en que, con tu hermano Paco, salimos a esperar a los arrieros que llevan de El Barco de Ávila a la estación de Ávila la rica uva que tanto se estima en Madrid, y nos comimos no sé cuántas libras por cabeza, al otro lado de la ciudad, recostados en una romancesca muralla de color de naranja marchita, dando cara a un paisaje verde y pedregoso, más activos y descuidados que a la presente, y con mucho, muchísimo menos luto en el alma... Adiós, Mariano. Recibe con indulgencia este libro, y recibe también un abrazo fraternal de tu paisano, amigo y compañero de viaje, PEDRO Madrid, 18 de Enero de 1883. @§
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Cruzan tristes calles, | |
Plazas solitarias, | |
Arruinados muros..., | |
Etc., etc. |
Aquellos eran los campanarios que lo seguían, agitando sus esquilones,
Como mulas de alquiler | |
Andando con Campanillas... |
Y allí estaba el Cristo cuya mortecina luz reflejó en el ensangrentado acero del Estudiante...
Mientras yo pensaba todo esto, nuestros bondadosos guías nos enseñaban la casa, hoy muda donde falleció en 1842 el célebre compositor Doyagüe, último catedrático de Música de Salamanca, cuyos restos fueron trasladados a Madrid y paseados por las calles, de orden del inolvidable Ruiz Zorrilla, con destino al Panteón Nacional...
Y a propósito: aquellos y otros huesos de hombres insignes están todavía, a la hora presente, arrinconados e insepultos en San Francisco el Grande, sin que nadie piense ya en construir tal Panteón... -¿:No habrá un alma caritativa que haga la obra de misericordia de enterrar a los muertos, o sea de volver a enviar las cenizas de dichos varones ilustres a las sepulturas en que esperaban tranquilamente la trompeta del Juicio Final cuando fue a despertarlos el himno de Riego?
* * *
Del barrio sin gente en que vivió Doyagüe saltamos al Convento de Santo Domingo, o sea a San Esteban (que ambos nombres tiene aquel monumento), y digo «saltamos», porque Santo Domingo se alza en otra colina, frente por frente de la que acabábamos de recorrer.
Nada más vistoso que la perspectiva de aquella gran casa de los opulentos Dominicos. Su fachada, recargadísima de adornos, marca la transición del gótico al plateresco, y luce todas las galas y fantasías de este singular estilo, medio gentil y medio cristiano.
Muchísimo que admirar nos ofrecieron también el interior del templo, su sacristía, y, sobre todo, el claustro, obra magistral del mismo período del Renacimiento, restaurada modernamente; pero no fatigaré aquí a mis lectores con nuevas descripciones arquitectónicas, pues basta por hoy a mi objeto recomendarles que no dejen de estudiar muy despacio a Santo Domingo el día que visiten a Salamanca. -Conque vamos a otra cosa.
En este convento estuvo preso tres días San Ignacio de Loyola, y luego veintidós en la cárcel, todo ello siendo estudiante y seglar, hasta que se examinaron y absolvieron por varones doctos algunas doctrinas, que al principio parecían heréticas, del que había de acabar siendo fundador de la Compañía de Jesús y santo canonizado por la Iglesia...
Cupo, en cambio, a este mismo convento (según la tradición y según muchos libros, que algunos crueles eruditos comienzan ya a desmentir...) la alta gloria de albergar a Cristóbal Colón el invierno de 1486 a 1487, con motivo de hallarse también en Salamanca los Reyes Católicos. -Sala de Colón se llama todavía (¡y con qué profundo respeto la visitamos nosotros!) aquella en que se dice fue escuchado el ilustre genovés por los Padres Dominicos y por varios Doctores de la Universidad, los cuales (especialmente los primeros) se entusiasmaron mucho oyéndole, y lo alentaron con su protección más decidida, que le valió al cabo la del Maestro Fr. Diego de Deza, « al cual y al Convento de San Esteban o de Santo Domingo de Salamanca (son palabras del mismo Colón transmitidas por Fr. Bartolomé de las Casas) debieron los Reyes Católicos las Indias». -Por eso (concluyen diciendo la tradición y los libros en que yo todavía creo) el gran navegante puso el nombre de Santo Domingo a la segunda isla que descubrió, como homenaje de gratitud al varón sabio y a la insigne Orden que más protegieron su empresa. Tiempo es ya, por tanto (agrego yo), de que los poetas liberales reparemos bien en lo que decimos cuando se nos ocurra hablar de los frailes y Doctores de Salamanca con referencia al sublime proyecto de Cristóbal Colón...
¡La fantasía no debe llegar hasta el falso testimonio!
Por último, el Convento de San Esteban o de Santo Domingo encierra, entre otros grandes recuerdos, la sepultura del eminente Padre Soto, que tanto lució en el Concilio de Trento.
Y este fue el tema constante de nuestra conversación, en tanto que visitábamos el Museo Provincial, establecido hoy allí por la muy celosa y entendida Comisión de Monumentos salmantina, digna de disponer de más fondos...
* * *
Desde Santo Domingo bajamos hacia el río Tormes, pasando Por un barrio en ruinas, en el cual hubo, hasta los tiempos de Enrique IV, un antiquísimo Alcázar Regio, que los monárquicos salmantinos de entonces juzgaron oportuno destruir, con anuencia del mismo Rey, para que no lo ocupasen los rebelados nobles. -En aquella parte de la ciudad estuvo también la Judería.
Salimos al fin de la población por la puerta llamada de Aníbal, bajando una pendientísima cuesta hasta llegar al famoso Puente Romano. -¡Cartago! ¡Roma!... ¡Todas las grandezas históricas van unidas a la de Salamanca! -El Tormes sabe tanto de mundo como el Tíber.
El nobilísimo río español llevaba aquella tarde bastante agua, y sus orillas, cubiertas de acacias y de otros árboles, no carecían de encanto ni de belleza... De entre lo más espeso de aquella pintoresca fronda salía mansamente el arroyo Zurguén, que baja de las históricas alturas de Arapiles y penetra en el Tormes, después de haber regado el precioso valle cantado por Iglesias y por Meléndez Valdés.
El Valle de Zurguén y las Praderas de Olea, lindantes también con Salamanca por el otro lado del río, son la Arcadia de la poesía pastoril española...
Venid, venid, zagalejos, | |
Que al Zurguén sale Amarilis..., |
decía Iglesias. Y casi en los mismos años denominaba Meléndez a su amada:
La gloria del Tormes, | |
La flor del Zurguén. |
En cuanto al Puente, construido, dicen, por Domiciano, restaurado por Trajano y recompuesto más tarde por nuestro Felipe IV de Austria, mide 176 metros de longitud y cerca de cuatro de anchura. -Por él pasaba la calzada romana de la Plata, que iba de Mérida a Zaragoza.
Al otro lado del Puente hay, o hubo, un barrio, frustrado varias veces por las inundaciones, en el cual no quedan ni señales del Hospital de Leprosos, de la Mancebía pública ni del Cementerio de Judíos, que existieron allí algún tiempo. -¡Malhadado arrabal a fe mía! ¡Sirvió de albergue a deicidas, rameras y leprosos, o sea a tres lepras diferentes, y luego se lo llevó todo el agua»... ¡Verdaderamente, el cataclismo fue muy justo!
* * *
Desde el Tormes subimos a visitar al ya citado señor chantre D. Camilo Álvarez de Castro, cuya casa y huerto se divisaban a una grande altura sobre nuestra cabeza, pues se apoyan en la antigua muralla de Salamanca y tienen vistas al río.
Nunca olvidaremos aquella visita. El señor chantre es una de las personas más buenas, más afables y más instruidas que hemos tratado nunca, y nos obsequió y agasajó como hombre bien nacido de los buenos tiempos de la hidalguía española, quedando por nosotros, y no por él, si de visitantes no nos convertimos en comensales, y hasta en huéspedes de su pacífica morada.
Amantísimo de la soledad y del estudio, el insigne Prebendado no sale más que para ir a la próxima Catedral, y esto por calles silenciosas en que nunca se ve criatura humana. Vive, pues, en el mundo como en una Cartuja, y en más relaciones con el cielo que con la tierra.
A ruegos de Losada, nos enseñó todas las curiosidades artísticas que embellecen su mansión, así como el preciosísimo oratorio en que dice Misa los días que sus achaques o la inclemencia del tiempo le impiden salir.
¡Qué silencio, qué paz, qué beatitud en aquella morada! Y ¡qué deliciosas vistas las de las habitaciones que ocupa el Dignidad! Sus balcones y miradores dan a las alamedas del Tormes y del Zurguén y a un hermoso panorama que se extiende hasta las sierras de Gredos, cuyos picos cierran el horizonte al Sur...
Era ya la caída de la tarde. Las higueras del jardín alto penetraban en el mismo aposento en que contemplábamos la puesta del sol. Todo el plácido sosiego que respiran las mejores poesías de Meléndez se respiraba en aquel lugar y en aquella hora, siempre augusta. Las rotas nubes y los cristales del río tomaban maravillosas tintas al reflejar los rayos horizontales del moribundo astro rey. Las sombras larguísimas de los árboles parecían prolongadas despedidas y supremos adioses que le daba la creación a aquel día para nosotros inolvidable...
Todos callábamos: los madrileños, porque una indefinible envidia de aquella tranquila existencia nos hacía contemplar con odio la vida febril de la corte a que estábamos condenados...; y los salmantinos, porque adivinaban lo que sentíamos y temían acaso ofendernos dándose por entendidos de nuestra emoción o elogiando aquella solemne paz de la Naturaleza, que no volveríamos a gozar en mucho tiempo... -¡No; no volveríamos a gozarla, puesto que a la tarde siguiente, a aquella misma hora, estaríamos otra vez camino de Madrid, y puesto que Madrid es una máquina neumática para los mejores sentimientos del corazón humano!...
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La noche de tal día fue y nos pareció todo lo moderna y amadrileñada que podía serlo a las orillas del Tormes.
Comimos en Hôtel, a la francesa; fuimos al Casino a tomar café; jugamos un par de horas al billar y al tresillo; hablamos de política y de otras cosas contemporáneas con D. Álvaro Gil Sanz, ex subsecretario del Ministerio de la Gobernación, y con D. Santiago Diego Madrazo, ex ministro de Fomento, que habían estado en la fonda a visitarnos; y a eso de las once (¡cerca de la media noche!) nos retirábamos a casita, donde hicimos el programa del día siguiente, tomamos té, leímos La Correspondencia del día anterior, y nos acostamos en sendos catrecillos, como cuando teníamos veinte años de edad y vivíamos en plena estudiantina.
¡No se podían pedir más placeres de última moda a una ciudad tan grave y señoril como Salamanca!
Serían las siete de la siguiente mañana cuando atravesábamos la Plaza Mayor. -También el sol acababa de penetrar en ella (el mismo sol que habíamos creído ver morir la tarde antes), y sus alegres rayos doraban gozosamente las copas de los árboles municipales.
Todas las criadas de Salamanca iban a la compra o volvían de ella... Un organillo ambulante tocaba la romanza de la tisis de la Traviata... Los gorriones cruzaban regocijados por un cielo limpio de nubes... Las campanas tocaban pacíficamente a misa...
En cuanto a nosotros, puedo decir que, para estar muy contentos en aquel instante, solamente nos estorbaban veinte o treinta de los años ya vividos... ¡Cualquiera de los cuatro hubiera querido ser gorrión, el muchacho que tocaba el organillo, una de aquellas presumidas fámulas, o aquel rubicundo sol que; como un eterno Fausto, torna a ser joven todas las mañanas!
Pero ¿:qué responder al señor chantre, si por acaso lee estos renglones? -¡Perdóneme el reverdecimiento extemporáneo que denotan las anteriores frases, y crea que a mí también se me alcanza, aunque no lo practique, que lo mejor de todo es envejecer y morir tan santamente como envejece y morirá su señoría!
Conque dejémonos de frivolidades, y refiramos lisa y llanamente nuestra expedición de aquella mañana.
* * *
Nos dirigíamos a ver una de las primeras maravillas arquitectónicas de Salamanca, o sea el famoso Colegio del Arzobispo, hoy todavía habitado por estudiantes irlandeses.
Para ir a él, pasamos por un barrio feísimo, triste y solitario, compuesto de irregulares casuchas, hechas con escombros de insignes ruinas... ¡Oh profanación!... Piedras de diferentes arcos, nobles columnas tomadas de acá y de allá, maderas sueltas de antiguos artesonados, y otros restos de soberbias construcciones, habían servido para zurcir aquellos pobres edificios. -Barrio de las Peñuelas de San Blas, nos dijo un muchacho que se llamaba el tal paraje.
Y luego supimos por los arqueólogos de Salamanca (pues en aquella excursión íbamos solos los cuatro huéspedes del Hôtel del Comercio) que aquel barrio y el contiguo de San Francisco, así como todo el lado de Poniente de la población, fueron asolados por los cánones franceses (y también por los ingleses) durante la guerra de la Independencia. Había allí magníficos conventos, suntuosas iglesias, monumentales colegios y grandiosos palacios: entre los colegios figuraban los de Cuenca y de Oviedo, de cuya hermosura hablan muchísimos libros: ¡y todo fue destruido por nuestros enemigos y por nuestros aliados!
En el susodicho barrio de las Peñuelas hay una antigua calle cuyo azulejo dice «Calle de los Moros o de Cervantes», por creerse (no unánimemente) que el autor de Don Quijote y un MIGUEL DE CERVANTES que de los registros universitarios aparece matriculado en Filosofía y viviendo en la calle de los Moros a mediados del siglo XVI, son una misma persona... De un modo o de otro, el autor de La Tía Fingida debió de residir alguna vez en Salamanca; pues la descripción que en aquella novela hace de la población flotante de la ciudad del Tormes y de sus usos y costumbres, es demasiado gráfica y pintoresca para no estar tomada d'après nature. -«Advierte, hija mía (dice doña Claudia a doña Esperanza), que estás en Salamanca, que es llamada en todo el mundo madre de las ciencias, y que de ordinario cursan en ella y habitan diez o doce mil estudiantes, gente moza, antojadiza, arrojada, libre, alicionada, gastadora, discreta, diabólica y de humor...». Y en seguida pasa a definirle prolijamente las cualidades de los vizcaínos, manchegos, aragoneses, valencianos, catalanes, castellanos nuevos, extremeños, andaluces, gallegos, asturianos y portugueses que viven en la ciudad...
Pero henos ya en lo alto del barrio de las Peñuelas y cerca de la meseta donde se alza el grandioso Colegio del Arzobispo... -Dejemos la pluma y cojamos el pincel.
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Figuraos, al remate de empinada cuesta, dos amplias y hermosas escalinatas, por las que se sube a un extenso atrio o compás, guarnecido de grandes columnas sin capitel, que nada sostienen y que parecen otros tantos heraldos encargados de anunciar la grandeza del edificio que custodian. -En el fondo de aquel atrio está el célebre colegio.
Bella sobre toda ponderación es su lujosa fachada. Compónese de dos cuerpos de estilo plateresco, y luce maravillosos trabajos de escultura, así en los capiteles de sus elegantes pilastras como en los camafeos que adornan los netos, en las estatuas amparadas de sus graciosas hornacinas, y en los soberbios escudos de armas que pregonan el apellido del fundador de tan insigne monumento.
Fue este fundador (a principios del siglo XVI) el esclarecido hijo de Salamanca D. Alfonso de Fonseca, arzobispo de Toledo, de quien ya hemos hablado más atrás, y lo dedicó a Santiago, patrón de España. -Por cierto que es notabilísimo el medio relieve que representa en dicha portada al guerrero Apóstol matando moros en Clavijo...
Pero el asombro, el portento, la maravilla para los amantes del arte, hállase dentro del colegio. -Refiérome a su inmenso Patio, de arquitectura plateresca a la italiana, atribuido por muchos a Alonso Berruguete, y digno de él y hasta superior a sus más renombradas obras.
Así la galería baja como la alta están formadas por pilastras elegantísimas: los arcos inferiores son de medio punto, y los superiores de los llamados escarzanos. Abajo hay adosada a cada pilastra una esbelta y linda columna plateresca, con admirables tallas en el capitel. Las columnas adosadas a las pilastras de arriba tienen la forma de balaustres o candelabros... ¡Nada más elegante que la forma de unos y otros fustes!
Y todavía no he mencionado las verdaderas preciosidades de este Patio, o sea los ciento veintiocho medallones, con bustos de alto relieve, que adornan las enjutas de los arcos en ambos cuerpos. -Aquellos bustos pueden calificarse de otras tantas obras maestras de escultura. Hay allí caras de reinas, de monjas, de doctores, de ascetas, de guerreros, de prelados, etc., todas ellas dibujadas con tal energía, gracia de estilo y nobleza de expresión, que Alberto Durero se honraría con llamarlas suyas. -Uno de nosotros observó (y era muy cierto) que todos aquellos semblantes estaban afligidos, cual si representasen la triste variedad de las desventuras humanas. ¡Qué viveza, qué calor dramático, qué primor artístico en tan multiforme expresión del infortunio y de la pena!
Dicen unos que estas ciento veintiocho joyas, diseminadas como estrellas en aquellos pórticos, son obra de Berruguete; otros, que de Pier o Pierino del Bago... Ello es que no se conoce a punto fijo el autor, cosa muy frecuente cuando se trata de monumentos españoles.
En resumen: el Patio del Colegio del Arzobispo, por su esbeltez general, por lo fino y sobrio de su ornamentación, y por lo correcto y puro de sus menores detalles, es un verdadero prodigio de arquitectura y escultura, y merecería el metafórico dictado de «obra ática del estilo plateresco», si pudiese hablarse de este modo.
Añádase ahora la soledad de aquel espacioso recinto, cada uno de cuyos cuatro lados mide 41 metros; la muda cisterna de ancho brocal que hay en medio de él; unas desaliñadas matas de flores otoñales (boleras se llaman en Granada) que crecían en descuidados arriates; algunos escolares irlandeses con manto y beca, que de vez en cuando pasaban por la galería alta, con los ojos clavados en sus libros de estudio, y los píos de pájaros que interrumpían dulcemente el silencio de tan venerable edificio, y se comprenderá la inmensa poesía que allí se respiraba, y de que es pálido reflejo la emoción con que escribo estas líneas.
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Tócame ahora decir algo de los estudiantes irlandeses, con tanto más motivo, cuanto que, estando todavía nosotros en aquel magnífico patio, bajaron de dos en dos la amplia escalera del edificio, seguidos de un sacerdote; pasaron a nuestro lado, mirándonos con disimulo y poniéndose más encarnados que la grana, y se dirigieron a la contigua iglesia. -Eran catorce, todos rubios como unas candelas, y corpulentos y sanos a fuer de legítimos hijos de la verde Erin. Su edad variaría entre diez y seis y veinticuatro años.
Aquellos escolares simbolizaron a mis ojos un tributo de respeto y de agradecimiento que la católica Irlanda sigue pagando a la nación católica por excelencia. Fundó el Colegio de jóvenes irlandeses (albergándolos entonces en otro edificio) el rey D. Felipe II, cuando la intolerancia protestante en las Islas Británicas era tan feroz como la intolerancia católica en nuestra tierra, y tuvo por objeto facilitar la enseñanza de la Sagrada Teología a los hijos de los emigrados irlandeses que se refugiaban en la Península, perseguidos de muerte a causa de sus creencias religiosas. Pero hoy, que en el Reino Unido de la Gran Bretaña hay libertad de cultos y muchos Seminarios católicos, es una especie de tradición piadosa esta no interrumpida costumbre de algunas casas irlandesas de enviar a Salamanca a sus hijos para que cursen las ciencias eclesiásticas.
Con tal motivo recordamos allí nosotros las muchas familias españolas que tienen apellido irlandés, como descendientes de emigrados de aquella isla establecidos en nuestro suelo, y algunos de cuyos individuos figuran noblemente en la historia de España. Salieron, pues, a relucir los O' Donnell, los O' Reilly, los O' Ryan, los O' Connor, los O' Doly, los O' Shea, los O' Farril, los O' Kelly, los O' Neil, los O' Callagan, los O' Mulryan y todos aquellos cuyo apellido principia con O y apóstrofo, así como otros que tienen diferentes iniciales.
Por lo demás, yo acribillé a preguntas al portero del Colegio del Arzobispo, el cual se sirvió contarme muchas cosas relativas a los escolares irlandeses. -Díjome, entre ellas, que vienen a Salamanca a la edad de diez y seis a veinte años; que traen aprendido el latín, y en el Colegio aprenden el español; que las clases de Teología están en el Seminario Conciliar, donde a la par estudian colegiales españoles; pero que los irlandeses viven, comen y duermen solos en el Colegio del Arzobispo, bajo las órdenes de un rector, también irlandés; que pasan en España seis o siete años seguidos; que los veranos los llevan de vacaciones a Aldea-rubia, donde hay una casa-colegio de recreo, dependiente del Establecimiento que estábamos visitando, y que allí se comen un rebaño cada estío (textual); que unos regresan a su patria cuando terminan los estudios, a fin de ordenarse en ella, y otros reciben las órdenes sagradas en Salamanca, habiendo también algunos que se quedan definitivamente en la Península; y, en fin, que la conducta de los jóvenes irlandeses, su aplicación, piedad y recogimiento son admirables; pero que hay que llevarlos indefectiblemente a las tres corridas de toros que se dan en la ciudad todos los años durante la feria...
Luego que hube examinado bien al portero, pasamos a la mencionada Iglesia contigua, llamada también del Arzobispo.
Los jóvenes irlandeses, después de una breve oración, se habían marchado ya del templo al Seminario, dejándose los devocionarios en los bancos del presbiterio. -Nosotros nos permitimos hojear alguno que otro... Estaban en inglés o en francés, y les servían de registros estampitas de la Virgen o de diferentes santos, británicos en su mayor parte. -¡Indudablemente (esta observación va a pareceros de inquisidor), aquellos muchachos eran católicos!
En cuanto a la citada iglesia, gótica de los malos tiempos, blanqueada y muy desnuda de accesorios, diré que sólo ofreció a nuestra admiración una galería de hierro (que sirve de coro alto, y cuyos sostenes son bastante graciosos y originales) y un retablo plateresco de mucho gusto, con pinturas en tabla y estatuas de Santos de verdadero mérito. -Todo ello se atribuye a Berruguete; lo cual no ha sido obstáculo para que lo pinten de nuevo en nuestros días... ¡Dudo que haya valor semejante al de un restaurador de objetos artísticos!
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Desde allí nos fuimos al Palacio de Monterrey, del cual ya he dicho que sirvió de modelo para el Pabellón Español edificado en la Exposición de París de 1867.
Del tal Palacio no existe, ni creo que haya existido nunca, más que un lado o ala, con dos torres, bien que estén construidos los arranques de los otros lados. Es plateresco a la italiana, lo cual quiere decir que el escultor luce más que el arquitecto, y excitan, sobre todo, la admiración su preciosa crestería formada de figuras grotescas, los leones y demás animales que sostienen grandes escudos, una hermosa cornisa primorosamente labrada, y sus elegantes ventanas y balcones, cuyas tallas son modelo de gracia y delicadeza. -El conjunto resulta alegre, profano, lujoso, bellísimo, como una fiesta de Verona o de Ferrara en el siglo XVI.
Construyose en el reinado de Felipe II, y pertenece al Duque de Alba, en su calidad de Conde de Monterrey. -Hoy sirve casi todo de granero, y en su recinto, que visitamos con los amables hijos del Administrador, allí domiciliado, no hay nada que aprender ni que imitar; pero sí mucho que mueva a compasión y lástima. -En cambio, las vistas que se descubren desde lo alto de sus torres son asombrosas.
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Recorriendo de nuevo aquel suntuoso barrio monumental, que tanto nos había entusiasmado la mañana anterior, y al pasar por la calle de Bohordadores (llamada así porque en ella se hacían los bohordos para los caballerescos juegos de cañas, pero cuyo azulejo dice hoy malamente: «calle de Bordadores», vimos una antigua casa, triste, bella, cerrada, en cuya primorosa fachada plateresca había un busto, con bonete y capa muy bordada y lujosa, el cual representaba, según pudimos leer, al severissimo Fonseca, patriarcha alejandrino.
-¿:Qué casa será ésta? -nos preguntamos.
-Ésa es la Casa de las Muertes... -respondió una huevera que pasaba por allí a la sazón. -No llamen ustedes, que ahí no vive nunca nadie.
-¿:Y por qué?
-Porque ahí hubo siete muertes... -replicó la mujer con acento lúgubre.
Nosotros nos miramos muy regocijados, y proseguimos el interrogatorio...
Pero la huevera no sabía más.
Había, sin embargo, que averiguar el resto, y, efectivamente, aquella tarde supimos por nuestros amigos los anticuarios de Salamanca, que el nombre de Casa de las Muertes le venía a aquel edificio de la circunstancia de haber ostentado, entre los adornos de su portada, hasta hace muy poco tiempo, varias calaveras de piedra, borradas al fin por el terror de la plebe: que, ciertamente, había dado la casualidad, hace veintiséis años, de que una mujer que vivía sola en aquella casa de tan fúnebre nombre, fuese asesinada misteriosamente, cosa que al vulgo le pareció sobrenatural, y que, por resultas de todo esto, nadie ha vuelto a pisar aquellos umbrales, si se exceptúan dos comandantes de Carabineros y un jefe de Estadística, forasteros todos, que vivieron allí breves temporadas... sin que les ocurriese ningún percance...
¡Triste condición humana! ¿:Por qué ha de ser siempre más poética la mentira que la verdad?
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De lo demás que vimos (regresando ya hacia el hotel; pues a fuer de mortales, también teníamos precisión de almorzar aquel segundo día), sólo citaré y recomendaré la Iglesia de las Agustinas, correspondiente al convento del mismo nombre.
Es aquél el mejor monumento de estilo greco-romano que encierra Salamanca. Sus elementos griegos pertenecen al orden corintio, y todo el templo, aunque edificado a la mitad del siglo XVII, según lo demuestran algunos detalles poco clásicos, tiene la grandiosa sencillez y armonía de proporciones que constituyen el mayor mérito de este género de arquitectura. La cúpula es copia exacta de la del Escorial, aunque no tan gigantesca.
En el retablo del altar mayor hay un notabilísimo cuadro, de que con razón están orgullosos los salmantinos aficionados a las Bellas Artes. En una Virgen de la Concepción, de tamaño natural, pintada por el Spagnoletto, y, sin embargo, dulce, suave, tierna, ideal; rodeada de ángeles, de rostro inocente, y anegada, por decirlo así, en la placidez de la divina gracia... Más claro: es una Virgen de la Concepción que nadie hubiera creído pudiese pintar el austero y sombrío autor del Jacob, de los martirios de San Bartolomé y San Esteban, del Apostolado y de todas las demás enérgicas y terribles obras que constituyen la gloria especialísima de nuestro inmortal Rivera.
Quien recuerde otras Vírgenes y otros ángeles pintados por él, y se haya asombrado, como nosotros, al considerar hasta qué punto negó la naturaleza a tan soberano artista el don de crear tipos afables; quien se haya asustado al ver aquellas Marías tan duras, ásperas y feroces, y aquellos niños de tan salvaje y desapacible aspecto, comprenderá toda la verdad e importancia de lo que digo. Es, por consiguiente, la Virgen que vimos en Salamanca un dato curiosísimo de la historia del arte y de la historia de Rivera; pues hay que advertir que no cabe duda alguna respecto de su autenticidad, ya porque así resulta de incontestables documentos, ya porque, en medio de su santa alegría y pudorosa mansedumbre, aquel cuadro ostenta, en cuanto lo consiente la índole del asunto, toda la intensidad y brío de color del Spagnoletto; su manera, su estilo, su genio, su carácter.
En mi sentir, y en el de mis compañeros de expedición, el Estado debía hacer que se recompusiera y copiara tan peregrino lienzo; dejar la copia a las Agustinas de Salamanca, y comprarles el original, para colocarlo en el Museo Nacional de Madrid. De lo contrario, las luces del altar mayor, el incienso, el polvo, la incuria y los sacristanes y monaguillos, acabarán con aquella obra maestra, ya muy deteriorada.
Pero se me ocurre otra idea. La iglesia y comunidad de las Agustinas tienen por patrono al Conde de Monterrey, o sea al Duque de Alba. Así lo revela la inscripción que dice, al pie de una sepultura mural, a la izquierda del presbiterio, que D. Manuel Fonseca y Zúñiga, 7.º Conde de Monterrey, fundó y erigió aquel convento... ¡Bien podía, pues, el señor Duque, mi noble amigo, que tan espléndido es y ha sido siempre, hacer este regalo a la nación! -El mundo entero se lo agradecería extraordinariamente.
Después de almorzar hicimos algunas indispensables visitas de despedida, entre ellas, la del sabio y virtuoso Obispo de la Diócesis, antiguo canónigo de Granada y actual adorno del Senado español, Sr. Martínez Izquierdo.
Cumplidos tan gratos deberes, fuimos a visitar, acompañados de los eruditos salmantinos que ya conocéis, la renombrada Casa de la Salina, sita en la calle de San Pablo, y llamada así por haber servido modernamente de almacén de sal.
Caminando hacia ella, nos refirieron la tradición que corre muy válida acerca del origen del edificio; y, como es digna de que la conozcáis, y yo no quiero poner ni quitar nada en tan delicado asunto, voy a transcribirla puntualmente, tal como la publicó hace años el Sr. D. Modesto Falcón, individuo correspondiente de la Real Academia de San Fernando, Secretario de la Comisión de Monumentos de Salamanca, etc., etc.
Dice así:
«Parece que en los últimos años del siglo XV llegó a Salamanca la Corte, y con la Corte muchos grandes, prelados, damas y caballeros. Contábase entre éstos el poderoso D. Alfonso de Fonseca, hijo natural de esta ciudad, oriundo de una noble familia, y que más tarde ocupó la Silla arzobispal de Santiago, recibiendo la dignidad de Patriarca de Alejandría, con la que más comúnmente es conocido en la Historia. El Ayuntamiento, según costumbre, proporcionó digno hospedaje a la Corte, puesto que, de acuerdo con la nobleza de la ciudad, hizo que los grandes, los prelados y las damas hallasen acogida entre las familias más distinguidas. Olvidó, sin embargo, dispensar el mismo agasajo a una señora llamada D.ª María de Ulloa, gallega, según dicen, de nacimiento, y amiga, según cuentan, de Fonseca; y resentido por aquella exclusión, casual o intencionada, el caballero, dice la tradición, juró que la dama había de poseer el mejor palacio de Salamanca. El palacio, con efecto, se construyó, y la tradición quedó unida a su fábrica.
»Si la tradición se muestra veraz en todo lo que relata, no seremos nosotros quienes lo afirmen ni lo nieguen rotundamente; pero nuestra imparcialidad nos obliga a decir que se parece mucho a la verdad. El poderoso Patriarca de Alejandría había tenido un hijo en su juventud, como él Alfonso de nombre, y que, como él, llegó a ser con el tiempo Arzobispo; y aunque las historias suelen confundirlos por las circunstancias de ser ambos Arzobispos, ambos Fonsecas de apellido, ambos Alfonsos de nombre, y ambos, en fin, patronos de grandes fundaciones, fácil es distinguirlos cuando en ellos se para bien la atención.
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«La Casa de la Salina se fundó en los últimos años del siglo XV, en que tuvo lugar la tradición referida. Los escudos de cinco estrellas que en la fachada, en el interior y por todas partes del edificio se encuentran, no dejan lugar a dudas sobre la familia a que pertenecía el fundador. El escudo es de los Fonsecas...
»Nada se sabe de los artistas que labraron este monumento; pero como por la misma época, y con pocos años de diferencia, se fabricaban también la fachada plateresca de la Universidad, el convento de San Esteban y otra porción de edificios, los mejores precisamente de la ciudad, y cuya decoración es tan semejante, puede resumirse que anduvieron en él las mismas manos que esculpieron los demás. Si no fueron Sardiña, Ceroni o Berruguete, fueron discípulos o compañeros suyos».
Hasta aquí el Sr. Falcón. -Ahora debo yo decir, como obsequio debido a la verdad, que son irrebatibles de todo punto las obvias razones que aduce otro autor (D. J. M. Quadrado) para demostrar que esa tradición ha confundido tiempos, cosas y personas. -Que la casa se labró por los Fonsecas (dice) lo acreditan los blasones de cinco estrellas colocados sobre las ventanas de la izquierda y en los ángulos de la fachada. Mas lo avanzado del Renacimiento aviniéndose con la noticia de que se empezó hacia 1538, desmiente la tradición, que enlaza su origen con la memoria del Patriarca de Alejandría, fallecido en 1512... -A lo cual pudo añadir el Sr. Quadrado, que Berruguete, educado en Italia, no regresó a España hasta 1520, y que Sardiña floreció mucho después.
Sea de todo ello lo que quiera, y ciñéndome yo a mi papel de cronista y de fotógrafo, diré que la Casa de la Salina, en medio de lo mucho que la han deteriorado el abandono en que estuvo largo tiempo y el bajo empleo a que se la destinó después, y no obstante las recientes profanaciones de que ha sido objeto al tratar de convertirla en casa moderna, cerrando nobilísimos arcos y poniendo en su lugar puertas, balcones, ventanas y todo un entresuelo, conserva aún por dentro y por fuera, columnas, medallones, arcos, bustos, estatuas, mensulones, cornisamentos, escudos y centenares de figuras de animales fantásticos y caprichosos, que son otras tantas maravillas.
Yo espero que con el tiempo, y quiera Dios que no demasiado tarde, el Ayuntamiento de la culta Salamanca dedique su atención y algunos fondos a este notabilísimo edificio, comprándolo, si ya no es suyo, derribando todo lo moderno y postizo que hay en él, reforzando lo viejo y monumental, y poniendo allí un conserje que custodie y muestre a los viajeros aquellos prodigios del arte, dignos de veneración y estudio (12).
* * *
En la misma calle de San Pablo, número 84, hay otra casa célebre, no ya por su estructura artística, sino por la rara e interesantísima historia que recuerda. -Llámase, por singular antífrasis, Casa de las Batallas, cuando debía llamarse Casa de las Paces, dado que en ella las pactaron y juraron dos bandos ferocísimos que, durante mucho tiempo, cubrieron a Salamanca de sangre y luto. «Ira odium generat, concordia nutri amorem», -dice una inscripción sobre el arco de la puerta de aquella casa desde el día que se firmaron allí las mencionadas paces.
Todo esto se refiere a la terrible historia de Doña María la Brava, de que ya hicimos conmemoración en el Corrillo de la Hierba, y de la cual voy a daros dos versiones, a cual más interesantes.
Dice el ya referido D. Modesto Falcón:
«El drama comenzó en un juego de pelota. Dos jóvenes, hijos de la noble familia de los Manzanos, mataron en una contienda suscitada sobre el juego a otros dos jóvenes, muy amigos suyos, e hijos de la familia de los Monroy. La madre de éstos, D.ª María Rodríguez, buscando a los agresores y hallándoles en tierra de Portugal, adonde se habían refugiado huyendo de la justicia, tomó sangrienta venganza en ellos, cortándoles las cabezas y entrando con ellas triunfante en Salamanca. A su vez, los deudos de los Manzanos, indignados de aquella bárbara acción, quisieron ejercer represalias semejantes, y agrupados los Monroy en torno a D.ª María, defendieron a la vengativa madre, arrastrando unos y otros a muchos parciales. Los bandos en que se dividieron, y que tomaron por nombre a las parroquias de Santo Tomé y San Benito, donde las irritadas familias enemigas tenían sus casas solariegas, duraron cuarenta años, sembrando la desolación y el espanto en la ciudad y enrojeciendo muchas veces de sangre sus calles. Impotentes fueron el Obispo, el Cabildo, las autoridades y el mismo Conde de Benavente, que intervinieron en la contienda, para poner fin a aquella terrible lucha, que fomentaban las discordias civiles. San Juan de Sahagún, más feliz que las autoridades, se interpuso entre los combatientes y logró atraerlos a una concordia».
La segunda versión, más trágica y animada que ésta, es la que figura en Recuerdos y Bellezas de España, y dice del siguiente modo:
«Sobre un lance del juego de pelota trabaron contienda dos hermanos de la familia de Enríquez de Sevilla con otros dos de la de Manzano (13); aquéllos sucumbieron en la atroz refriega, y fueron llevados exánimes a la casa de su madre. -Doña María Rodríguez de Monroy no lloró sobre los cadáveres de sus hijos: nada dispuso acerca de su sepultura: silenciosa, sombría, fingiendo temer por sí, salió acompañada de criados y escuderos para su lugar de Villalba; pero, a la mitad del camino, les anunció resueltamente que no era fuga, sino venganza, lo que meditaba; y asociándolos con terrible juramento a su plan, los condujo a Portugal, donde se habían amparado los homicidas. Dónde y cómo los sorprendió, si fue en Viseo, de noche, derribando las puertas de su posada, no queda bien averiguado; lo cierto es que a los pocos días volvió a entrar en Salamanca, animosa y terrible, al frente de su comitiva, enarbolando en las puntas de las picas las cabezas de los dos Manzanos; y a guisa de ofrenda expiatoria, más digna del altar de las Euménides que de una tumba cristiana, las hizo rodar sobre las recientes losas que en la iglesia de San Francisco, o en la de Santo Tomé, cubrían los restos de sus hijos. -Poco sobrevivió a esta feroz proeza, que le valió el epíteto de Doña María la Brava; pero sí más de un siglo los bandos que de ella nacieron entre los caballeros salmantinos ligados con una u otra familia, a los cuales se dice servía de línea divisoria, rara vez hollada, el Corrillo de la Hierba, explicando este título, allá como en Zamora, por lo solitario y medroso del sitio. No hay, sin embargo, más fundamento para derivar de la expresada ocasión el origen de estas luchas, tan habituales en todo el país durante la Edad Media, que para fijar su término (de 1460 a 1478) en los días de San Juan de Sahagún, cuyas fervorosas predicaciones, calmando y no extinguiendo la furia de los ánimos, le acarrearon más de una vez odios y violencias, y, por último, la muerte, propinada con veneno. -Bajo los nombres de Santo Tomé y San Benito, parroquias que encabezaban los dos grandes distritos de la ciudad, perpetuáronse largo tiempo dichos bandos, recordando aún sus distintos colores y opuestas cuadrillas, en las justas Reales de la dinastía austriaca, los antiguos enconos y reyertas».
Y basta ya de anécdotas y de historias, que se hace tarde, y tenemos que salir para Madrid antes del obscurecer...
* * *
Así dijimos nosotros aquel día, tratando de volver a la Fonda del Comercio; pero todavía fuimos a contemplar, por consejo de nuestros amigos (y de ello nos alegramos extraordinariamente), la Torre denominada del Clavero, que hasta entonces sólo habíamos divisado a cierta distancia.
Dicha Torre pertenecía antes a un extenso edificio; pero hoy se ha quedado aislada y sola, como padrón conmemorativo de la Edad Media. -Su figura es de lo más elegante y gallardo que nos han legado aquellos tiempos. Cuadrada por la parte inferior, conviértese luego en octógona, y resaltan de ella ocho garitas preciosísimas, que la hacen más voluminosa por arriba que por abajo. Los capacetes que cubren estas garitas descuellan sobre el cuerpo de la torre, dibujando en el cielo una especie de corona feudal que ennoblece aquel esbeltísimo monumento.
Toda la fábrica es de granito, y mide 28 metros de elevación por seis y medio de anchura. -Edificose en 1484, a expensas de D. Francisco de Sotomayor, Clavero de la orden de Alcántara, y hoy pertenece al señor Marqués de Santa Marta. -Recientemente han construido en lo alto de ella una especie de templete u observatorio de pésimo gusto; y, pues me honro con la amistad de dicho señor Marqués, atrévome a suplicarle que mande derribar aquel detestable apéndice, por muy asombrosas que sean las vistas que desde él se disfruten. -Los fueros del arte, mi querido don Enrique, son superiores a los derechos del individuo (14).
A todo esto eran las tres de la tarde, y el tren para Madrid salía a las cinco. -¡Demasiado sabíamos lo mucho que nos quedaba que ver!... Salamanca encerraba todavía iglesias, palacios, colegios, casas históricas y otros monumentos, para cuyo examen se requería por lo menos una semana de continuo andar... Pero no podíamos disponer de más tiempo, y, además, estábamos tan rendidos, que teníamos que sentarnos a descansar en los trancos de las puertas, con gran asombro de los transeúntes... -¡Habíamos andado tantísimo en dos días escasos!...
Emprendimos, pues, la retirada; y ya, desde aquel momento hasta la mañana siguiente, que llegamos a esta Villa y Corte, no hicimos más que recapitular nuestras impresiones de Salamanca...
He aquí un sucinto resumen de las mías.
. . . . .
La Universidad ha sido, moral y materialmente, el alma y la vida de Salamanca, la fuente de su grandeza y de su renombre, la ocasión y origen de casi todos sus mejores monumentos. -Si hubo allí los famosos Colegios mayores, llamados del Arzobispo, de San Bartolomé (el viejo), de Oviedo y de Cuenca (de los cuales sólo existen ya los dos primeros); si fundaron otros cuatro Colegios las Órdenes militares, y contáronse además infinidad de Colegios menores, de Seminarios, de Escuelas, etcétera; si todas las órdenes monásticas erigieron suntuosos Conventos; si los Jesuitas levantaron allí su mejor Casa, y si fue la Ciudad del Tormes mansión predilecta de Reyes y Magnates, que la embellecieron con multitud de palacios y de iglesias, todo se debió a aquel foco permanente de sabiduría, a aquel centro que atraía las miradas de Europa, a aquel emporio de la enseñanza, adonde iban a estudiar por millares (y muchas veces acompañados de sus familias) los jóvenes más ricos y nobles de toda España. -Cuando Toledo, y Segovia, y Burgos, y Valladolid, y todas las ciudades castellanas decaían; esto es, cuando se hubo entronizado en nuestro suelo la calamitosa dinastía austriaca, Salamanca se libró, por excepción y privilegio, de aquella postración general, que muy luego rayó en indescriptible miseria; y este privilegio y esta excepción fueron también debidos a la perdurable boga de su Universidad, al respeto que infundía, al constante atractivo que ejerció sobre Reyes, Prelados, Grandes, Sabios y hasta Santos, obligándolos a ir a rendirle pleito-homenaje y a enriquecerla más y más con nuevas fundaciones.
De aquí tantos soberbios edificios de los siglos XVI y XVII, y de aquí también el haberse conservado cuidadosamente los de épocas anteriores. Es decir, que la segunda barbarie demoledora de monumentos; la barbarie que en otras regiones de España destruyó, blanqueó, reformó y afeó tantas y tan preciosas obras artísticas en los tiempos que median entre los Reyes Católicos y Carlos III, no llegó a las orillas del Tormes. -En cambio, llegaron después otros bárbaros, émulos de los Atilas y Alaricos, y destruyeron dos terceras partes de los edificios monumentales de Salamanca... Refiérome a los franceses y a los ingleses (durante la Guerra de la Independencia), y también a los iconoclastas modernos, que tanto y tanto han derribado al grito de progreso y libertad, en sus varios períodos de dominación o de anarquía.
Otra de las razones que más han influido para que Salamanca pueda calificarse de Museo arquitectónico (donde se hallan, perfectamente conservados, exquisitos modelos de las obras más perecederas y hoy más destruidas, por lo nimio y menudo de sus primorosos detalles), es la excelente, inmejorable calidad de la piedra de todos sus monumentos.
Esta piedra, llamada franca, se encuentra a una legua de la ciudad, cerca de Villa Mayor. Blanda al principio como la cera, el tiempo la pone tan dura como el bronce y le da un hermosísimo color de oro. Admite, pues, y conserva perfectamente las más finas y delicadas labores, y de aquí la riqueza de obras platerescas que acabamos de enumerar y las muchas que no hemos citado, todas las cuales parecen recién, hechas en sus menores tallas, sin embargo de estar a la intemperie: de aquí también aquellas afiladas aristas de las esquinas de la Casa de las Conchas, aquella tersura de sus muros, que parecen bruñidos; aquellos atletas, de tan admirable musculatura, de la Casa de la Salina; aquella férrea solidez de la Catedral Fuerte, o sea de la Catedral vieja; aquellos primores del patio del Colegio del Arzobispo, y tantos y tantos otros prodigios de escultura y arquitectura como ve el viajero en todas partes.
Conque hagamos punto final.
He concluido mi penosa tarea, incompleta (o sea diminuta, como se dice en el foro) para lo mucho que requería la gran Ciudad de los Fonsecas y Maldonados, pero harto larga para ser obra de un mero aficionado a las Bellas Artes, incompetente en todas ellas, y poco dado a escudriñar y explotar libros ajenos.
Réstame añadir que dedico estas pobres páginas, como recuerdo cariñoso, a mis amigos los Excmos. Sres. D. Servando Ruiz Gómez y D. José España, y a mi camarada Dióscoro Puebla.
1878
Supongo que los panegiristas de Las Mujeres españolas que preceden a La Mujer de Granada en el orden alfabético, habrán escrito ya más de una disertación sobre la mujer en general, comparada con el hombre, y sobre las españolas o ibéricas en particular, comparadas con las hembras de otros países. A mayor abundamiento, el ilustre redactor del Prólogo capital de la obra ha sabido, como no podía menos tratándose de pensador tan profundo, desempeñar magistralmente la parte sinfónica de esta composición, sin que a su mirada comprensiva se obscurezca ninguno de los aspectos sumarios del asunto, ni en la esfera filosófica, ni en la moral, ni en la meramente literaria.
Véome, pues, por fortuna, dispensado de establecer aquí temerarios y abstrusos prolegómenos, a medida de mis intereses, respecto de las candentes cuestiones genéricas y diferenciales que ventilan hace 5856 años los dos sexos beligerantes en que se divide la especie humana, y dispensado también de definir, a medida de mis afectos, si la mujer blanca es superior o inferior a la negra, la roja, la morena y la amarilla, o si entre las blancas debemos preferir la europea, y entre las europeas a la latina, entre las latinas a la católica, y entre las católicas a la ibérica, todo ello (¡gran iniquidad!) sin audiencia de las pobres agraviadas. -En cambio, y aunque supongo también que otros de mis colegas lo habrán hecho, no puedo menos de discurrir un poco, por vía de Introducción, acerca de los inconvenientes con que tropezamos los autores de estas monografías al pretender clasificar a las mujeres de cada una de las actuales Provincias de España en una casilla aparte, que delimite técnicamente pretendidas variedades de su naturaleza o de sus costumbres.
Estuviera aún dividida España al tenor de los antiguos reinos, o de las vulgares y significativas denominaciones de Mancha, Rioja, Alcarria, Alpujarra, etc., etc., y sería obvio, en la mayor parte de los casos, trazar lindes y fijar término a los diversos hábitos y usos, a los varios caracteres y a las distintas cualidades intrínsecas que constituyen todavía (pésele al nivelador ferrocarril y a la uniformidad democrática) la pintoresca heterogeneidad de la población de nuestro suelo, rico también de contrastes topográficos y pictóricos. Pero la prosaica y antiartística Administración, al hacer la vigente demarcación de Provincias, no tuvo ni pudo tener en cuenta (lo reconozco imparcialmente) la historia, las tradiciones y las prácticas de cada región para encerrarla en sus efectivas fronteras, sino que atropelló por todo y cortó por lo sano, como la expropiación forzosa, mutilando y desorganizando ciertas aglomeraciones etnográficas, legendarias o políticas, que venían a ser el sistema ganglional de nuestro pueblo, y de aquí ha resultado (perjuicio baladí para la Administración, y acaso trascendentalísimo a los ojos de los verdaderos estadistas) la disgregación y dislocación de muchos intereses y sentimientos que eran al par efecto y causa del inveterado organismo geográfico, resultando también (y es lo que en este punto nos importa discernir) esa fría pléyades de Provincias de oficio que tan pobremente brillan a los ojos del artista o del poeta, por ser las unas idénticas a sus adyacentes, por ser otras pedazos arrancados a un antiguo nobilísimo reino, y por ser no pocas meros caprichos arbitrarios, sin blasón ni carácter propios.
Ahora bien: el libro de Las Mujeres españolas ha tenido que acomodarse a la actual división administrativa, en virtud de muy atendibles consideraciones, y nosotros, los redactores de tal obra, nos veremos por ende expuestos a cada instante y obligados muchas veces, ya a repetirnos, ya a anularnos recíprocamente, ya a contradecirnos unos a otros en nuestros juicios y apreciaciones.
Yo, por ejemplo, al proponerme describir a la Granadina, hállome con que mi provincia no es toda la Andalucía, ni tan siquiera todo el antiguo reino de Granada; tropiezo con que, al llegar este libro a la G, ya contendrá descripciones cumplidísimas de las mujeres de Almería, Cádiz y Córdoba; y encuéntrome, finalmente, con que después han de venir los artículos sobre las de Jaén y las de Málaga, tan parecidas a las hijas del Darro, del Guadalfeo y del Guadix. No extrañe, pues, al lector que desatienda en ocasiones puntos de vista extensivos a todas las Andaluzas, ni que, por el contrario, señale algunas veces como condición propia de la Granadina lo que caracterice también a la de Almería y a la malagueña. ¡Sin esta libertad de acción fuera imposible sacar las siguientes fotografías!
Una advertencia más, y entramos en materia.
Mi plan es estudiar muchas Granadinas en diversos escenarios de la capital, de las ciudades subalternas, de los pueblos pequeños, y de los campos. No se confundan, pues, nunca las especies, y téngase siempre a la vista que estarán siendo simultáneo objeto de nuestras observaciones las ricas de las aldeas y las pobres de las ciudades; las mendigas de la capital y las petimetras de los cortijos; las elegantes huríes que bostezan en coche por la Carrera del Genil y las hechiceras cursis que cimbrean su primoroso talle, vestido de limpia indiana, en un balconcillo de madera festoneado de flores; las terribles alcaldesas de monterilla, más tiesas que D. Rodrigo en la horca, y las interesantísimas hijas bien criadas de padres del antiguo régimen, moradoras de ciudades que, aun siendo de cuarto orden, presumen de más históricas que Alejandría y Atenas...
Hay, como veis, mucha tela cortada, y tenemos, por consiguiente, que ahorrar de razones... -¡Arriba, pues, el telón!
La granadina como andaluza
Quedamos en que a estas horas os han dicho otros colaboradores de este libro lo que es Andalucía. Os habéis, pues, hecho cargo del almo júbilo con que se ríe el Todopoderoso en aquel pedazo de cielo que deja transparentarse la gloria desde el Guadiana hasta el Segura, y desde Sierra Morena hasta los dos mares: habéis respirado aquel aire tibio y balsámico, que difunde, en abril como en diciembre, el aliento de nuevas rosas; habéis contemplado aquellas matizadas vegas, patrimonio a la par de Flora y Ceres; aquellos cármenes y huertos que no ensoñó Babilonia; a quellos bosques de naranjos y limoneros, como los imaginados por la Fábula; aquellos inmensos olivares y pomposas viñas que absorben y dan por fruto la luz y el calor del sol; aquellas costas en que tienen colonias las palmeras de Oriente y los plátanos de Occidente, y aquellos mitológicos ríos que desaparecen leguas y leguas bajo la fresca bóveda que tejen el arbolado y las malezas de sus fértiles orillas: habéis doquiera recibido la descarga eléctrica, o sea la conversación, de aquella raza vívida, locuaz, entusiasta, turbulenta, que es a un tiempo sentimental y festiva, infatigable y perezosa, y os ha causado asombro y hasta miedo tanta gracia, tanto fuego, tanta poesía como brotan incesantemente de aquellas bocas siempre llenas de réplicas felices, de chistes rapidísimos, de embustes ingeniosos, de áticas sales, de donosas comparaciones, de atrevidas hipérboles, y de más retórica, en fin, para todos los casos y todos los gustos, que enseñaron Aristóteles, Horacio, Cicerón y los mismos Santos Padres. ¡Y allí, por último, ha surgido ante vuestros ojos, como una sílfide, como una llama de colores, como una tentación viva, la Eva morena, la Elena romántica, la Venus católica y vestida, la mujer andaluza, para decirlo de una vez..., superstición de britanos, locura de franceses, chochez de rusos y alemanes, y perdición de los españoles!
Ahora bien: pues que ya conocéis la tierra y la gente, y de juro también os han llevado, para que estudiéis las costumbres, a los toros del Puerto y de Sanlúcar, y a las ferias de Mairena y del Rocío, y a la Semana Santa de Sevilla, y de paseo o gran parada a la plaza de San Antonio de Cádiz, y de profana romería a la beata Sierra de Córdoba, y en todas estas exposiciones regionales habréis encontrado a las más genuinas andaluzas de alto y bajo copete, ora a pie, ora en las ancas de brioso caballo regido por apuesto contrabandista, ora en jumento con jamugas o con maldita la cosa, ora en calesa, calesín o birlocho; ya con vestido a media pierna, pañuelo de crespón encarnado y la cabeza orlada de claveles; ya con falda de espléndidos faralares, valioso mantón chinesco y toca blanca, al gusto de Goya; ya de legítima torera, con monillo, ceñidor y sombrero calañés; ya arrastrando luenga cola de seda y tremolando la clásica mantilla de casco, bandera negra de las españolas contra toda la extranjería; aquí tañendo las castañuelas, y bailando, verbigracia, el Vito; allí cantando, al son de sus palmas, la apasionada Soledad, o entonando, con lágrimas en la voz, ¡sin palmas y con suspiros!, la Caña quejumbrosa y lastimera; aquí abriéndose paso con su rumboso meneo entre una turba de majos, que arrojan a sus pies capas y sombreros para que le sirvan de alfombra; allí volviendo valientemente una esquina, y al mismo tiempo la cara en sentido inverso, como fascinadora culebra que no quiere que se escape el pajarillo; es decir, pues que ya habéis visto a la mujer técnica de la Tierra de María Santísima, sea duquesa o labradora, generala o cigarrera, en el pleno ejercicio de su privativo poder, de su peculiar gallardía, de su porte soberano, tengo que principiar por advertiros que...
AXIOMA
La Granadina no es andaluza de profesión
Quiero significar con esto que la Granadina, aunque posee todos los encantos especiales de las andaluzas, su imaginación, su donaire y su belleza no es, ni nunca pretende ser, el consagrado prototipo de la raza bética; no es, ni siquiera entre la gente ordinaria, la jacarandosa macarena pintada en el forro de los calañeses y sobre las cajas de pasas de Málaga; no es, ni de ello presume, la estereotipada heroína de las saladísimas piezas de Sanz Pérez; no es, en fin, la mujer andaluza, tal como la tienen metida en la cabeza los extranjeros; tal como se la dieron a entender la Nena y la Petra Cámara, y tal como ellos van a admirarla allende Despeñaperros, a riesgo y hasta con ansia de que salgan a robarlos los Grandes de España de primera clase que, según es sabido, despluman, trabuco en mano, a los periodistas franceses que pasean sus tesoros por España(!).
No; la Granadina no hace gala del género andaluz, ni en su pronunciación, ni en sus actitudes, ni en su estilo, ni en sus hábitos. Es en lo que principalmente se diferencia de las hijas del Guadalete, del Guadalquivir y del Guadalmedina (ríos cuyos nombres valen un imperio, en el sentido recto de la palabra), las cuales, por muy damas que sean (y las hay principalísimas, que pueden echarse a pelear con las mejores de Madrid), siempre, siempre... (¡no me lo neguéis!) abundan en su propio andalucismo, a sabiendas de lo que en el orbe vale y puede esta calidad... -Por el contrario: aunque la Granadina, en su pronunciación, en sus actitudes, en su estilo y en sus hábitos, revele constantemente su idiosincrasia andaluza, es de una manera indeliberada, inconsciente, inadvertida. Creeríase que no se tiene por tal, o que ignora que las andaluzas gozan fama en ambos hemisferios de jocosas por antonomasia. Ello es, repito, que nunca alardea en tal guisa, o, para hablar más a la buena de Dios, nunca la echa de graciosa... ¡Y lo es tanto!
Muchas veces (¡ya lo creo!: siempre que le hace falta para volver el juicio a un hombre, o para salir de cualquier apuro) deja la Granadina el grave continente de que hablaremos después, ¡amigo!, y entonces sabe plantarse como una jerezana, y contonearse como una de Sevilla, y argüir como una de Córdoba, y poner más caras y más cruces que una de Málaga... Pero esto es un relámpago fugitivo, durante el cual se ve lo que no es decible de trastienda, monadas y travesura, y luego vuelve su señoría a la acostumbrada formalidad, no quedando de la pasada metamorfosis sino algunos hoyuelos en las mejillas y cierto reír en los hechiceros ojos; permanentes indicios del alma que se esconde en aquel cuerpo.
Moros y cristianos
Conque, ya lo he indicado, y aquí lo consigno, y sirva esto de corolario al capítulo anterior, a la vez que de segundo
AXIOMA
La Granadina es una andaluza seria
Tan rara seriedad no tiene nada que ver con la inalterable circunspección, con la espetada tiesura ni con la solemne parsimonia de las pobladoras de otras regiones de España. Es un melancólico señorío, una poética distinción, un gracioso romanticismo, propio exclusivamente de las reinas destronadas. La Granadina podrá ser genial y chistosa por naturaleza, y resultar así cuando se la excita; pero se diría que siempre es a pesar suyo. No de otro modo (y va de símil) tal o cual huérfana, o tal o cual reivindicable viuda, tiene la figura risueña y deliciosa, y la voz juguetona como un trino, y el discurso divertidísimo por lo travieso, aun el día en que estrena sus tocas de luto y en que está su corazón verdaderamente acongojado.
Y la verdad es que, en el fondo del espíritu de los granadinos de ambos sexos, hay no sé qué vaga sombra de esa viudez, de esa orfandad, de esa realeza y de ese destronamiento. Más frescos allí que en parte alguna de la Península los recuerdos de una autonomía soberana; habiendo sido aquella región la última que constituyó reino independiente; vibrantes aún en el espacio, por tradición sentimental de padres a hijos, los alaridos de dolor que lanzara, no hace tres siglos, la raza morisca al ser arrancada de cuajo de aquel Edén; confundidos en la imaginación popular este infortunio y el anterior de los judíos con sus infortunios propios, a causa del decaimiento intelectual y material que ambas expulsiones produjeron en Granada; creyéndose, en fin, todo el mundo de un modo informe y fantástico, que desciende, a un propio tiempo y por línea recta, de los mismísimos Reyes Católicos y de Boabdil el Chico, o cuando menos de Príncipes mudéjares y de los grandes capitanes conquistadores (y de todo habrá ¡vive Dios! por bien que expurgara la población cristiana el buen Felipe III), resulta que el bello ideal de la raza granadina reside en lo pasado, que su orgullo es retrospectivo, y que el mundo de sus complacencias, de sus consolaciones y de sus engreimientos se encierra en aquel palacio de la Memoria que tan elocuentemente describe San Agustín, y en otro primoroso palacio material, aunque parece labrado por las hadas, entre el río de las arenas de plata y el río de las arenas de oro; es decir, en la incomparable, deleitosísima Alhambra, ufanía y ejecutoria de todos los granadinos de hoy, no obstante ser obra de los vencidos, expoliados y desterrados islamitas.
Y aquí tenéis explicado el por qué los poetas y poetastros de aquella tierra somos elegíacos hasta lo sumo, y
«Cómo, a nuestro parescer, | |
cualquiera tiempo pasado | |
fue mejor». |
Pues bien; en las mujeres, esta especie de nostalgia hereditaria crea y fomenta los más quiméricos sinsabores, sin que ellas mismas se lo figuren, y yo apostaría cualquier cosa a que la síntesis de su pena es la siguiente: Echar de menos los gloriosos tiempos de la conquista, en que el amor podía servir de corona al heroísmo, y envidiar simultáneamente la ventura de las Princesas árabes que conspiraban con los Caudillos cristianos en el Albaicín contra la corte de la Alhambra, y la felicidad de las ricas-hembras de Castilla que recorrían a caballo las vegas de Santafé y de la Zubia tras la hacanea de Isabel la Católica, escoltadas y servidas por la flor de la caballería cristiana y amenazadas de cautiverio por la flor de la caballería mora...
¿:Qué mucho, por tanto, que sean graves y melancólicas todas las Granadinas en ciudades, villas y aldeas? ¡Cuando ese tedio de lo presente y esa pasión de ánimo por lo pasado se apoderan de una raza, su triste orgullo se transmite de generación en generación, y cunde de las clases ilustradas a las ignorantes, sin que nadie tenga que enseñar ni que aprender lección alguna! ¡Es una cosa que se hereda como las facciones del rostro; es una cosa que se pega como el acento; es una tisis del alma!
Lo repito: la Granadina es seria, soñadora, poética, elegíaca, sin embargo de su vívida sangre andaluza, como lo es el pájaro cautivo, como lo es el ángel desterrado. Ella está cautiva en la red de una creciente decadencia local: ella está desterrada de la Historia.
Triunfan los cristianos
AXIOMA
Todas las Granadinas son católicas apostólicas romanas
No exceptúo de esta regla ni a las mujeres de los más acérrimos republicanos federales, ni a las hermanas de los cuitados que en cierto pueblo de la costa repartieron hace algún tiempo Biblias protestantes, ni a las hijas de Constituyentes que en 1869 votaron la Libertad de cultos, ni a las madres de ninguno de ellos... ¡Todas, todas las Granadinas son eminentemente católicas!
Piadosas, humildes, reverentes con Dios y con sus Ministros, su religiosidad brilla principalmente por una ardentísima devoción a la Virgen y por un miedo cerval al Demonio.
La Virgen es para ellas preferente objeto de un amor indefinible. Trátanla como a madre, como a hermana, como amiga, como a confidente y consejera... ¡Hasta pretenderían hacerla su cómplice! -¡Todo se lo cuentan; todo se lo consultan; en todo procuran interesarla; de todo le ofrecen participación, consistente en algunas velas, en alguna joya o en la trenza de sus mismísimos cabellos! -El bandido de Nápoles le reza a San Genaro o a la Madonna, para que le ayuden en sus negocios. Las Granadinas ponen bajo el amparo de la Virgen sus esperanzas de todas clases... Con ella tienen mucha más franqueza que con Dios.
A Dios apenas acuden directamente, contando como cuentan con la Reina de los Cielos. A Dios lo veneran, lo bendicen, lo respetan, y le huyen... -¡Es que le temen! Initium sapientiae timor Domini. -Aunque en esto de temer, repito que le temen más al Diablo.
El Dios temido, a quien acabo de referirme, no es otro que Dios Padre en particular; pues a Dios Hijo no le temen de manera alguna sino que lo aman con entrañas de verdaderas madres desde que son niñas de ocho años. Aman, sí, a Jesucristo en persona, como otras tantas Marías agrupadas al pie de la Cruz; lo compadecen, lo asisten, lo acompañan, lloran su Pasión y muerte, viendo en Él un hijo legado por la desgracia a su solícita ternura. De aquí que una imagen del Señor del Mayor Dolor o de Jesús Nazareno con la Cruz a cuestas les inspire a veces tanta confianza y tanto fervor como una Virgen del Carmen o de las Angustias... -Y ¡cosa rara! cuando este mismo Dios Hijo se les representa en su primera edad, como Niño Jesús o Niño de la Bola, ya pierde su carácter filial, y, en vez de familiar ternura, infúndeles altísimo respeto. -¡Admirable intuición de lo más abstracto de la teología!... ¡A medida que ven reducirse la Persona, crece y se impone a su imaginación la Esencia!
Por lo que hace al Espíritu Santo, dijérase que no existe para ellas. ¡Nunca es objeto de su misticismo! Lo cual se comprende sin esfuerzo: los atributos especiales del Parácleto son más perceptibles a los ojos de los Doctores de la Iglesia que a los de las fieles cristianas.
Acerca del Demonio no quisiera hablar en este sitio, pues es hacerle demasiado honor; pero no puedo pasar por otro punto. La Granadina ve a Lucifer tantas veces al día como lo vieron San Antonio Abad y Santa Teresa de Jesús, y lo acusa a cada momento de cuantas desgracias le ocurren o presencia. -«El Demonio ha hecho que pase esto». -«Quiso el Diablo que sucediera lo otro». -«Satanás me ha escondido el ovillo, las tijeras o la aguja». -«Me tentó el Demonio, y dije aquello o hice lo de más allá». -«Hoy tengo los Malos en el cuerpo». -«Fulano es el enemigo...». Estas y otras parecidas frases no se caen nunca de sus labios, y, al propio tiempo, pónele la cruz a Luzbel, o se santigua estremeciéndose, o dice «¡Ave María Purísima!» por vía de exorcismo y desinfectante. -Y, sin embargo, en todo esto no hay nada de maniqueísmo, sino ortodoxia pura.
En lo que no hallo tanta ortodoxia, bien que tampoco intención herética, es en las preocupaciones y supersticiones que abriga respecto a la existencia y poder de otros seres no mencionados en el Catecismo. La mitad de las mujeres de la Provincia, sobre todo las de los pueblos pequeños, creen a puño cerrado en duendes, brujas, hechiceros, fantasmas y aparecidos. De aquí un miedo espantoso a los muertos, y de aquí también el que, haya casas cerradas en que no se atreve a vivir nadie, por ser cosa sabida que ¡a media noche! óyense en ellas extraños ruidos, particularmente de cadenas. -Esta credulidad, de que nunca participaron las personas verdaderamente cultas, va cediendo también hoy en el ánimo de las indoctas, pero no así la fe en innumerables agüeros, talismanes, amuletos, cábalas y untos, de aplicación medicinal y moral, para cuya enumeración y recetario sería preciso escribir un tomo en folio.
Por lo demás, la Granadina es asidua al templo, lo mismo en la capital que en la última aldea; frecuenta el confesonario; da mucha limosna, y hace y cumple infinidad de promesas o votos, como romper (o sea usar hasta que se rompe) un hábito de tal o cual Orden monástica, no comer postres, pagar misas, llevar velas a las sagradas imágenes, andar descalza, recorrer de rodillas iglesias enteras, rezar muchas partes de Rosario, etc., etc.
También tiene gran devoción a los santos y santas de la corte celestial; mas no a todos en idéntico grado o con igual confianza en su poderío. -Quiero decir que prefieren entenderse con tal o cual bienaventurado, según que lo juzgan más o menos milagroso. -Pero esto acontece en todas partes.
Volviendo ahora a su adoración especial hacia María Santísima, diré como ejemplo, y para concluir en este punto, que no es dado formarse idea de nada tan tierno, tan expresivo, tan conmovedor, como los agasajos, fiestas y ovaciones que granadinos y granadinas hacen a la Virgen de las Angustias, patrona de la capital. Quien no haya visto, después de cualquier calamidad pública, trasladar en triunfo aquella célebre imagen, desde la Catedral, donde se llevó en rogativa, a su casa (así se designa su templo), no puede saber hasta dónde llega el sublime frenesí de un pueblo exaltado por la piedad; y quien haya presenciado tal espectáculo sin derramar, aun siendo de la cáscara amarga, lágrimas tan copiosas como las miserias de esta vida, no tiene corazón ni alma de hombre.
La granadina en el hogar doméstico
Echada la sonda en la imaginación y en el corazón de nuestra heroína, y conociendo, como ya conocemos, la índole y la profundidad de su fantasía y de sus creencias, se ha simplificado mucho la tarea de estudiarla, y podemos proceder a analizar sus costumbres rápida y objetivamente.
Principiemos por desenvolver este
AXIOMA
La Granadina es la señora de su casa
En efecto: la mujer de aquella tierra manda en jefe en el hogar, donde ejerce de hecho y de derecho una autoridad superior a la del hombre. La doctrina evangélica que rehabilitó a la hembra, ha sido cumplida allí con exceso, por lo menos en esta parte. Y es que el granadino, por pasión ingénita o genérica, y por galantería característica, ha hecho de la mujer un ídolo, en lugar de hacer una compañera. Puede decirse que ella es la reina del palenque en que lucha el varón toda su vida. Para ella y por ella quiere ser guapo, elegante, valiente, rico, poderoso. Ella es a un tiempo juez y premio del torneo. La opinión de los hombres, criterio del honor en todos los países, no les importa tanto a los hijos de Granada como la opinión de las mujeres, criterio que aquilata el mérito y el demérito con relación al amor.
Cierto que algunas veces el esposo maltrata a la esposa, la pega y hasta la mata; pero nunca la desprecia... ¡Es que el pobre hombre tiene celos, o es, más generalmente, que de vez en cuando se le ocurre, como a los pueblos, sacudir la tiranía! Empero el tirano (quiero decir, la mujer) aguanta el pujo; deja pasar la tormenta, y vuelve a imperar sobre el rebelde..., que entonces las paga todas juntas. -Vemos así que muchas mujeres de la clase y condición en que funcionan las manos o la vara del marido, suelen quejarse amargamente de que éste haya renunciado por completo a sacudirles el polvo; pues entonces es cuando se creen verdaderamente destronadas...
Por lo demás, la Granadina, desde que se constituye en esposa, adopta voluntariamente algo de la manera de vivir de las orientales. -Dígolo, porque se encastilla en el hogar, bien que sólo con el objeto de dirigirlo, de gobernarlo, de monopolizarlo. Del tranco de la calle para adentro, el marido no dispone de cosa alguna; suele no saber lo que sucede; cuando más, indica su opinión; y la mujer determina, decide, concede o niega. Por regla general, ella es la depositaria del dinero, y, por regla universal, la distribuidora. -Habrá familias que vivan a la francesa, o fuera de la ley de Dios, y con las cuales no recen, por consiguiente, estas bases. ¡Prescindamos de semejantes excepciones! La norma es la que digo. -Y aún hay más. El hombre en sus negocios de la calle, en los asuntos relativos a su profesión o a su hacienda, no resuelve nada medianamente importante sin consultarlo con la señora (que así se llama la que usa vestido), o con la parienta (que así se denomina sí usa zagalejo). ¡Y estas no son debilidades del orden íntimo o privado, sino legítimas deferencias que proclaman en alta voz los maridos como la cosa más natural del mundo!...
En cambio, la mujer, dentro de la casa, a puerta cerrada, trabaja cuanto humanamente puede, a veces más de lo que nadie imaginaría, atendida la posición social de la señora. En este punto es La perfecta casada de Fray Luis de León. No sólo la muy pobre, sino también la que vive con algún desahogo, y hasta muchas acomodadas, naturalmente hacendosas, o que precaven el porvenir economizando, para sus hijos, barren, limpian, cosen, planchan, lavan, friegan, amasan, guisan, crían gusanos de seda y cuidan a los niños (todo al par que la criada y por ahorrarse de tomar otra), sin contar con que, cuando se ocurre, le sirven la comida a su esposo, al mismo tiempo que ellas comen aparte, yendo y viniendo a la hornilla, con la majestad de antigua matrona que diera hospitalidad a un peregrino, o con la humildad de una reina en Jueves Santo.
Lo que la Granadina no hace nunca... Pero esto que voy a decir merece figurar como
AXIOMA
La Granadina no cultiva el campo
¡Ah! lo contrario sería un deshonor para el más pobre labriego. ¡Su mujer no es una negra! -Él ara, siembra, labra, coge, trilla, riega con todo el sol canicular, con hielos y nieves, con el agua a la cintura, sin reparar en su comodidad ni en su salud... ¡Pero trabajar ella delante de gente! ¡Hacer lo que puede hacer un mozo, un peón..., y, si no hay peón ni mozo, él mismo, a costa de un poco más de fatiga!... ¡En manera alguna!
No sin orgullo consigno esta observación (aplicable a todas nuestras provincias meridionales), advirtiendo de paso a las granadinas, para que se lo agradezcan a los granadinos, que en otras regiones de España y en las más cultas naciones de Europa sucede todo lo contrario: la mujer del campesino labra la tierra, y el hombre se las compone en el hogar. -¡Y así anda ello!
Lo que sí hace la Granadina en el campo es espigar. -Pues ¿:qué es espigar? -Espigar es hacer uso de un gracioso derecho que cristianamente concede el más pobre labrador a las mujeres necesitadas (y sólo a las mujeres), de entrar en su heredad, de donde ya se han sacado los haces, a rebuscar y apropiarse las espigas que han quedado desperdigadas en el rastrojo. -¡Después de la galantería, la caridad erigida en ley consuetudinaria! ¡Muchas leyes como ésta nos diera Dios! ¡Algo más medrado andaría nuestro siglo!... -Pero doblemos la hoja.
AXIOMA HASTA CIERTO PUNTO
La Granadina es lujosísima en la calle
Ni el marido ni el padre reparan en su propia persona, con tal que la esposa o la hija vista «como corresponde»: y siempre corresponde vestir mejor de lo que buenamente se puede. -El traje pontifical de la mujer, y no el del amo de la casa, representa la clase social de la familia. Un hombre rico o linajudo podrá descuidarse en el vestir, usar ropa como de artesano o de labrador; abandonar para in aeternum el frac, la levita y hasta el sombrero de copa; pero la señora de la casa no saldrá nunca a la calle sino de tiros largos, con arreglo a ordenanza, «como quien es», según dice ella enfáticamente.
En compensación, de puertas adentro, lleva demasiado lejos el negligé, que en España llamamos trapillo, con tal de que la casa ofrezca un aspecto irreprochable. -Digamos, pues, que nuestra perfecta casada es objetivamente limpia hasta un extremo increíble... Los muebles, los utensilios de cocina (de los cuales tiene repetidas baterías de lujo que no sirven nunca), los techos, las paredes, los suelos, brillan siempre como el oro. «¡En los ladrillos de mi casa se pueden comer migas!», dice con muy fundado orgullo. -Si, en cambio, no todas aquellas mujeres de bien se distinguen por una completa o total limpieza subjetiva, cúlpese al Sr. D. Felipe II, que dictó cierta endiablada pragmática, prohibiendo a los moriscos y moriscas de Granada el pícaro uso de los baños domésticos.
OTRO AXIOMA
La Granadina, en general, recibe y hace muy pocas visitas
Por lo común, se pasa toda la semana sin poner un pie en la calle y sin que ninguno de fuera pise su casa, como no sea algún pariente muy cercano. -En toda la provincia escasean las tertulias en que se reúnan señoras. -Si éstas pasean, es en domingo, y eso en la capital. -En las poblaciones subalternas se necesita que repiquen más gordo... -Pero ya volveremos sobre esto.
Entretanto, allá van algunos
NUEVOS AXIOMAS
La Granadina es floricultora, domadora de gatos y domesticadora de canarios
Recomiendo a los pintores de género el insondable cuadro de una de estas mujeres de su casa, sentada al lado de un balcón lleno de macetas floridas, entre una manada de gatos enroscados a sus pies, y media docena de canarios enjaulados sobre su cabeza. -Con esto y con su fértil aventurera imaginación, tiene bastante una hija de Granada para no estar nunca sola.
El gato, la flor, el canario y la mujer... ¡qué cuarteto!
La Granadina es herbívora, vinífoba y gazpacháfaga
Es herbívora: esto es, se alimenta principalísimamente de vegetales cocidos, fritos, asados o crudos. Cierto que acepta las substancias animales inherentes al puchero, pero es como precepto medicinal más que como verdadera satisfacción. Y fuera de esto y de algún huevecillo, seguro está que ninguna Granadina se recete motu proprio otros manjares que ensaladas, ensaladillas y ensaladetas, en cuyo ramo su inventiva es inagotable. Pasarán de doscientas, ¡vaya si pasarán!, las combinaciones que sabe hacer de aceite, vinagre y sal, con todas las hierbas del campo. -Y entiéndase que en la palabra hierbas incluyo todo lo que, según el Diccionario, es legumbre, todo lo que es hortaliza, y además muchos frutos y frutas. Porque hay ensalada de pimientos y tomates y de tomate crudo y solo, y de pepino, y de calabaza, y de cardo, y de patata, y de remolacha, y de escarola, y de judías, y de apio, y de pero, y de lechuga, y de coliflor, y de cebolla, y de granada, y de manzana, y de naranja, y de todo, lo nacido. -¡Ah! ¡Se me olvidaba! -«De la mar los boquerones... (la Granadina rinde este tributo de respeto a Málaga), sobre todo fritos, de noche, con ensalada de escarola». -Pero hablarle a la Granadina (exceptuamos a las afrancesadas) de beefsteak o de roastbeef, equivale a hablarle de herejes y de judíos.
Es vinífoba. -Explicación: nunca prueba el vino, como no sea muy dulce, de rompe y rasga, y considerándolo la más atroz de las travesuras. Pero en la mesa, a pasto, como en otras provincias de España y como en los demás pueblos extranjeros... ¡jamás! -Verdad es que tampoco los granadinos, hasta hace muy poco tiempo, y salvo ligeras excepciones, habían visto el vino sobre su mesa. Y todavía, fuera de la capital, es esto verdaderamente extraordinario. -¡Sin embargo, la provincia, según datos estadísticos, resulta aficionada, muy aficionada, demasiado aficionada! -Pero se bebe como se peca, a solas, clandestinamente... -«El vino..., ¡en la taberna», le dice la mujer al marido. Y en seguida le elogia la limpidez, la baratura y las virtudes higiénicas del agua, «creada por Dios para que no se beba vino».
Es gazpacháfaga... -¿:Y quién no lo es en aquel país? ¡Desde el Prócer y el Prebendado hasta el mendigo, en diciendo que llega Mayo, todo el mundo se administra, cuando menos, un gazpachillo por día! -La Granadina-tipo se administra dos o tres: lo toma antes del puchero; lo toma entre comidas; lo toma antes de acostarse... Ni ¿:qué fuera del género humano sin el gazpacho,
En aquella tierra, | |
Con aquel calor, | |
Donde tan temprano | |
Sale siempre el sol? |
La Granadina es honesta y en ningún caso escandalosa
En Granada, por la misericordia de Dios, todavía está de moda la virtud de las mujeres... Quiero decir que la opinión pública no tolera el pecado, ni transige con las pecadoras... Son, pues, ellas buenas por innata circunspección y acendrada religiosidad, y al mismo tiempo porque les es indispensable para vivir entre las gentes; y de aquí resulta que su rigor y severidad, no sólo impiden la falta propia, sino también la falta ajena. ¡La delincuente, en aquel país, no está dentro del derecho común, como en esta Villa y Corte y como en otras varias partes! ¡Pecar en aquella provincia es para la hija de Eva colocarse fuera de la ley, incomunicarse con la sociedad, aislarse como una leprosa! -Quizás por esto mismo tampoco sirve allí de timbre y loor a un hombre el ser un D. Juan Tenorio o cosa parecida. ¡Todo el mundo detesta y condena al infame que sedujo a una joven en estado de merecer, perdió a la mujer del prójimo o dejó abandonada a la suya! -¡Dure mucho en mi amada tierra este sentido moral! Cuando él falta, los pueblos más prósperos son una repugnante sentina. -Dígalo París.
Y aquí concluyen las generales de la ley de todas las Granadinas. -Examinemos ahora los caracteres que las diferencian entre sí, según que viven en la capital, en las poblaciones subalternas o en el campo, y según que pertenecen a la aristocracia, a la clase media o al pueblo. Pero examinémoslas confundidas unas con otras, pues toda clasificación regular, ordenada y simétrica, está reñida con el Arte.
Galería de granadinas
¿:Quién no conoce y admira a Granada, aunque no la haya visitado nunca? -Creo, pues, innecesario repetir aquí lo que han escrito Chateaubriand, Zorrilla, Teófilo Gautier, Washington Irving y otros mil literatos, y me limitaré a deciros que, por lo que yo he visto, por lo que he leído y por lo que me han contado de cuanto hay en el globo, no existe teatro mejor dispuesto para el sueño del amor y la apoteosis de la mujer que aquel en que vamos a contemplar ahora a nuestra heroína.
Allí podemos verla de paseo amatorio por la tarde, en la primavera, bajo las sombras paradisíacas de La Alhambra; o en excursión higiénica, el verano, al amanecer, por la amenísima y misteriosa cuenca del Dauro o Deoro, en busca de la fuente del Avellano, o, en tren de merienda, por las fértiles huertas de los Callejones de Gracia, con presupuesto de cerezas, habas verdes o lechugas, para engañar unos típicos bollos de pan de aceite. Allí podemos admirarla cuando cruza en carretela bajo las célebres alamedas del Salón y de la Bomba, entre perpetuos vergeles, o cuando echa pie a tierra y luce su garbo y su elegancia por la alegre Carrera de Genil, frente a la cual sonríen embelesadas las eternas nieves de la vecina Sierra, que parece toca uno con la mano; o bien la encontramos asomada, como una flor más, a un balcón natural de rosas y alelíes, en aquellos cármenes escalonados por las laderas de todas las colinas, desde cuyas alturas corren, triscan y saltan mil arroyos bullidores, como otros tantos duendes que minan los cerros, las calles y las casas de la ciudad, creando pensiles en todas partes. Allí podernos acompañarla, finalmente, en su constante peregrinación artística, subiendo por la Cuesta de los Molinos, por las Vistillas de los Ángeles por el Campo del Príncipe y por la Cuesta de San Cecilio, a buscar los sublimes panoramas que se descubren desde los Mártires o desde Torre Bermeja, para ir luego a visitar las maravillas del Palacio encantado de Alhamar el Magnífico, y del aéreo, quimérico Generalife, asilos perdurables de poéticos ensueños... Y en todos estos parajes veremos a aquella mujer, tan sensible y reflexiva, tan amante y soñadora, siempre al través del prisma de colores de una flora inagotable, siempre al son del canto del ruiseñor, siempre oyendo bajo nuestros pies, sobre nuestra cabeza y a nuestro lado, el rumor melancólico del agua, reluciente u oculta, despeñada o juguetona, y siempre entre la magia de los recuerdos históricos, de los primores artísticos, de las tradiciones románticas, de las solemnidades religiosas y del patético gemido que exhala todo lo decadente, todo lo desgraciado, todo lo que pasó... como pasa nuestra vida...
* * *
Conque vedla, ¡sí, vedla! ¡Saludad a la Granadina de Granada bajo cualquiera de las formas en que aparece a nuestros ojos!
Ya es la noble, la distinguida, la delicada aristócrata de aquella tierra clásica de lo regio... Ésta va en coche.
Ya es la sílfide que apenas huella la tierra con sus menudos pies; la ideal y la elegante dama o señorita de la clase media, de cultas formas y gentiles pensamientos... -¡Canela pura!
Ya es la graciosa y fina y seria doncella del pueblo, silenciosa y expresiva como las flores con que adorna su reluciente peinado...
Pero siempre halláis la misma mujer exquisita, de fibra superior, de inmaterial belleza que directamente os habla al alma; más insinuante que fascinadora, más a lo Murillo que a lo Ticiano, más de Calderón que de Lope, más de Cleómenes que de Fidias.
Sí; cualquiera que sea su clase, la Granadina resulta siempre aseñorada y sentimental, al propio tiempo que dulce, risueña y recatadamente voluptuosa. No chisporrotea en ella la sangre, como en las andaluzas oficiales de otras comarcas; pero su imaginación, sus nervios, la médula de sus huesos, los suspiros de su boca, son amor y sólo amor...
No me preguntéis por las facciones de su cara, ni por las dimensiones de su cuerpo... Allí, como en todas partes, per troppo variar natura e bella... Hay, pues, Granadinas morenas y Granadinas blancas; de pelo negro, de pelo castaño y de pelo rubio; altas y bajas; delgadas y gordas; feas y bonitas. -Sépase, empero, que el tipo general y genuino, el arquetipo, el dechado, no es alto y recio como el de la hermosa cariátide vascongada, por ejemplo; ni fresco y amplio como el de las mujeres de Rubens; ni pequeño y pardo como el de las hijas del interior de España: sépase también que las bellas están en Granada en mayoría, y sépase, en fin, que casi todas tienen poco hueso, pie diminuto, provocativo talle, la color algo quebrada, rasgados ojos obscuros y sus indispensables interesantísimas ojeras. -Decir que hay más morenas que rubias, fuera ocioso, tratándose de Andalucía; pero su moreno es esclarecido, como el de las legítimas venecianas. Sin embargo, en el Albaicín abunda un tipo hechicero y rarísimo en España: la mujer blanca como la nieve y con el pelo negro como el azabache... -¿:Serán descendientes de odaliscas circasianas de los últimos harenes moros?
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Pasemos a la parte indumentaria.
La dama de la alta sociedad y la acomodada de la clase media visten como determina mensualmente el figurín de París, ni más ni menos. Excusado es, por consiguiente, buscar nada local, nada típico en su traje... En este punto, ver a una elegante madrileña es ver a una elegante granadina.
La mujer de las clases populares no tiene tampoco traje característico; pero su toilette de gala, aunque poco singular, es bastante graciosa: zapato bajo, negro o color claro; media blanca; vestido entero de percal, casi rayando con el suelo, adornado con uno o más volantes de la misma tela; pequeño delantal negro; un pañolillo de vivos colores, cruzado sobre el pecho, dejando adivinar todas las primorosas líneas del talle; y, finalmente, otro pañuelo de seda, llamado de la India, también muy vistoso, doblado diagonalmente, prendido sobre la cabeza con un alfiler y atado debajo de la barba... -Este tocado, merced a ciertos picarescos fruncidos y dobleces, llega a dar al óvalo del rostro un carácter confuso, entre monjil y judaico, de irresistible coquetería..., cuando la interesada es interesante.
Hasta aquí la capital. -En los pueblos, el traje de las campesinas varía mucho, pero siempre sobre la base de un jubón negro de anascote. La falda va aparte, y es de coco, indiana o percal. En algunas villas sólo las hay de picote listado. De todos modos, la elegancia rural consiste en colgarse cuantos refajos y enaguas se poseen, aunque sean cincuenta.
Las lugareñas de más tono usan mantilla sin velo ni blondas, esto es, una gran tira de franela negra, con anchas franjas de terciopelo.
Las muy pobres, hacia Levante, llevan el mantón doblado en triángulo, pendiente de la cabeza, lo que les ahorra otro pañuelo y les da un aire míseramente africano. En la Alpujarra, las cortijeras se echan sobre la cabeza la saya a guisa de manto, y como la saya está forrada de amarillo, y el refajo es encarnado, ofrecen a distancia, en aquellos ásperos montes, un aspecto interesantísimo. Por último: en varios pueblos las mujeres de todas clases gastan medias negras, a excepción de la hija del sacristán, que usa medias blancas, y a excepción también de las infelices que no tienen medias.
* * *
Volviendo a las señoras de las clases acomodadas, y especialmente a las aristócratas, hay que aplicar a sus costumbres externas, o sea a sus hábitos, lo mismo que hemos dicho de su traje: son una repetición exacta de los hábitos de la alta sociedad madrileña. De consiguiente, sus horas, sus gustos, sus esparcimientos, sus modales, sus opiniones sobre todas las cosas que no son del alma, se arreglan al meridiano de París. Y contra toda herejía importante en esta delicada materia las aseguran y garantizan sus frecuentes viajes a la Corte, y alguno que otro a Bayona. -Inútil es añadir que cada recién llegada de Francia ejerce una especie de dictadura durante dos o tres meses.
Para la aplicación y ostentación de estas mudables reglas de buen tono, cuentan las elegantes de Granada con bastantes coches propios, con dos teatros, con excelentes modistas, con baños de mar en la cercana costa, con su correspondiente Junta de Damas de Beneficencia y con una deliciosa Rifa de la Inclusa, en público, en una gran tienda de campaña, colocada en el paseo del Salón, durante las famosas fiestas del Corpus; tienda que es una copia en miniatura del Paraíso de Mahoma, por lo que respecta a la hermosura de las huríes que premian allí las buenas acciones de los héroes. La Plaza de Toros funciona pocas veces; pero, cuando funciona, las Granadinas se acuerdan de que son andaluzas, y dejan el pabellón nacional bien puesto. (Ya sabemos que este pabellón es la mantilla blanca). También he indicado que en Granada hay pocas tertulias que salgan de la órbita de la familia. Tampoco abundan los bailes en estos últimos tiempos. Pero, cuando ocurre lo uno o lo otro, la noble hija del Genil se viste, se prende, se presenta, valsa, polka, habla y escucha con tanto gusto, distinción y gallardía, como aquella ilustre y bella Granadina que se sentaba hace tres años en el que entonces era el primer trono de Europa, hoy arrumbado sillón sin empleo.
Hemos apuntado que la dama principal de Granada subordina todos sus hábitos a la moda francesa, y ahora nos ocurre hacer una excepción muy trascendental, que va incluida en el siguiente inconcuso
AXIOMA
Todas las Granadinas pelan la pava
Sí, señor; lo mismo la hija del Marqués o del Conde, que la del médico o del abogado y la del artesano o el campesino, así la doctora en amor de la metrópoli, como la tétrica de la ciudad sedentaria, y la díscola lugareña, todas hablan con el novio por el balcón, por la reja baja, por el tejado, por las rendijas de la puerta, por la tapia del huerto a la luz del sol, a la de la luna, a la de los faroles y a ninguna luz; ¡a la faz de los transeúntes, cuando los padres son gustosos, y de media noche para abajo, entre la una de la madrugada y el amanecer, cuando se opone la familia.
Esta pava clandestina es la pava por excelencia, especialmente en el invierno. -Todo duerme en la ciudad de Boabdil, menos la campana de la Vela y las sonoras fuentes de los patios. El alumbrado público se apagó a las doce. Por la calle sólo pasan otros novios que van o vuelven. Pegado a una reja que casi linda con el suelo hay un fantasma con capa y hongo Detrás de la reja se columbra una mujer envuelta en inmenso mantón y cubierta su cabeza y rodeada su cara por aquel pañuelo de la India que ya hemos calificado de toca semimonjil, semihebraica. Marquesa o cursi, ama o criada, éste es el uniforme del amor a semejante hora, lo cual sirve luego para echarse el muerto recíprocamente la señorita a la doncella y la doncella a la señorita, en caso de delación. -La capa y el hongo del galán contribuyen al equivoco, pues todas las capas y todos los hongos son iguales a media noche.
¿:Y qué más? -¡Nada más que pueda decirse con palabras!... ¡Cuando Romeo y Julieta confunden pensamientos y suspiros, y se miran y callan, y tornan luego a su incoherente diálogo, y se repiten lo que ya saben, y se lo vuelven a decir, interrumpiendo el raciocinio con el requiebro, y pasando bruscamente de la pena a la alegría, de la queja al entusiasmo, de la confianza a la duda, de la gratitud a los celos, del «¡Cuánto me quieres!» al «¡Ya no me quieres!» y del «Te quiero, pero no quiero», al «¿:Me querrás siempre como ahora?»; cuando sus labios balbucean este monótono, eterno poema del amor, mientras que sus almas están asomadas a sus ojos, mirándose tan intensamente como se miran la mar y el cielo, y confundiéndose como se confunden el silencio y la soledad que los aíslan, hay que llamarse Shakespeare para ser taquígrafo de semejante escena!
Sólo diré (pues ésta es la ocasión) que ni la simbólica literatura de Oriente ni el alegórico arte germánico emplearon jamás formas tan figuradas, intención tan remota y sentido tan íntimo como el discurso amatorio de una Granadina. Sobre todo, cuando no está subyugada del todo por la ternura, o cuando los celos le impiden ser expansiva, o cuando teme que la esté oyendo algún profano, la profundidad y viveza de su lenguaje rayan en lo sublime.
¿:Quién no la ha oído, y quién no la ha admirado en este último caso, cuando habla con el novio desde alto balcón, en el estío, a la hora de la siesta, advertida de que la está oyendo toda la vecindad detrás de las cortinas de cien salas bajas? -¡Qué disimulo en las frases! ¡Qué insistencia en unos mismos símiles hasta apurar el concepto! ¡Qué dos conversaciones en una sola, la una aparente y pública, la otra de imaginación a imaginación! ¡Cuán lógica y chispeante la primera, en medio de su fatuidad! ¡Cuán grave y apasionada la segunda! ¡Cómo brilla el ingenio en lo que dice! ¡Cómo relampaguea la pasión en lo que quiere decir! ¡Y qué energía de pensamiento, qué riqueza de fantasía para prolongar indefinidamente un exacto paralelismo entre la imagen y la idea, entre el apólogo y la realidad, entre la fábula y la historia!
Pero no hay que confundir esta pava, pelada a gritos, con la que hemos dejado pelando a las altas horas de la noche, libres, juntos y solos, al Romeo y a la Julieta de la reja baja. -Aquí desaparece el discreteo; aquí se disputa, como en la balaustrada de Verona, sobre si es la alondra o el ruiseñor el que canta; aquí el éxtasis habla por los dos amantes, mientras que el implacable reloj les va notificando cada hora que transcurre: ¡horas mermadas por la eternidad a su juventud y a su dicha; horas que pueden ser las últimas de sus plácidos coloquios, si la oposición paterna prevalece y la niña se casa con el rico, a pesar de tutear al estudiante; horas descontadas a la esperanza, deudora inmortal del corazón humano, al cual nunca le paga lo que le debe, pero que en cambio es siempre confiada prestamista de los más locos deseos!
Y pues que hemos salido del templo de Cupido por esta imprevista puerta de escape del interés, aprovechemos la coyuntura para manifestar que la provincia de Granada es la tierra de los casamientos desiguales, o sea de los enlaces amorosos entre pobres y ricas, y ricos y pobretonas. -De aquí tantas pavas clandestinas. -¡Los padres braman durante el depósito judicial y la luna de miel; pero los nietos arreglan luego el asunto!
* * *
La señorita de familia poco acomodada de la clase media propende a copiar, y copia divinamente, todo lo que hacen la rica y aristócrata, pues ya he dicho que la distinción y el señorío sirven de común denominador a aquellas exquisitas criaturas, cualquiera que sea su condición social. -Lo que por fuerza acontece es que la joven de pocos recursos traduce el terciopelo al merino, la blonda al tul, el raso al tafetán, el gro al organdí y la batista a la indiana. Del propio modo, si va poco al teatro, va mucho al Liceo; si no pasea en coche, se sienta en las sillas de la Carrera los domingos, y si nunca estuvo en la ópera, oye tocar con frecuencia a las bandas militares las sublimidades cursis de La Traviata. -Porque esta señorita de que ahora hablamos, es aficionadísima a la música, y si llegan sus padres a poder estirar algo la pierna, tiene piano y maestro de canto... Es además muy lectora ¡mucho!, y de admirable criterio moral y artístico... Todo lo bello, todo lo elevado encuentra eco en su corazón, así como todo lo patético abundantes lágrimas en sus ojos.
A propósito y entre paréntesis: Aunque la Granadina se guarda mucho de ser liberal, por humilde cuna que haya tenido; aunque es monárquica y religiosa hasta los tuétanos (¿:cómo olvidar a los Reyes Católicos?), y apegada, por lo tanto, al Antiguo Régimen, hace causa común con una revolucionaria, con una conspiradora, que murió en el cadalso por haber bordado cierta bandera constitucional. -Comprenderéis que me refiero a la insigne heroína doña Mariana Pineda... ¡En tratándose de la Mariana, las Granadinas no tienen opiniones! Todas la admiran, la compadecen, la lloran y le rinden verdadero culto. ¡Para ellas, aquel trágico suceso es lo único que ha ocurrido en Granada desde la expulsión de los moriscos!... De lo demás no tienen noticia... -Ni ¿:qué es lo demás?
Las mencionadas damiselas entre merced y señoría son acaso las que más disfrutan de los encantos naturales y artísticos de la moribunda gran ciudad. ¡Por lo mismo que las pobres significan menos en lo presente, se aferran con más ahínco a lo pasado Ellas son, pues, las abonadas a los almuerzos y comidas en las fondas de La Alhambra, donde, dicho sea de paso, se celebra todo lo fausto que acontece en la población: la boda, el casamiento, el bautizo, el grado de licencia, el ascenso, la transacción, el regreso, el desafío frustrado... (Pudiérase decir que La Alhambra es una venerable abuela a quien se notifican todos los contentos y prosperidades de su raza, para alegrar su vejez). Ellas suben a la Torre de la Vela a contemplar (una vez al año, el 2 de Enero, aniversario de la Toma) los cuatro portentosos panoramas cardinales de Granada y sus alrededores. Ellas van en peregrinación al Laurel de la Zubia, de merienda a los cármenes y avellaneras del Sacro Monte, y de campo formal, en tartana, al Fargue, a Huétor del Genil o a la Fuente Grande de Alfacar, verdadera maravilla de la naturaleza. Ellas conocen la antigua corte musulmana y sus deleitables contornos, piedra por piedra, mata por mata, tradición por tradición... ¡Y ellas, poseídas íntimamente de aquella nostalgia historial que más atrás analizamos, saben estar en cada punto, hablar y callar a tiempo, comentar la situación con el suspiro y la mirada, y parecen a todas horas, ya a la luz del crepúsculo, ya a la claridad de la luna, ya al tenue relucir de las estrellas, los genios de las ruinas, las dríadas de los bosques, las náyades de los ríos, las ninfas de los arroyos y las fuentes!
¡Qué bonitas!
* * *
La mujer del pueblo es más varia. Tenemos las artesanas, y del pequeño comercio tenemos las labradoras que viven en Albaicín, en las Huertas, en el barrio de San Lázaro y en todos los arrabales; y tenemos la inmensa falange de criadas de aquella población, donde apenas hay criados masculinos.
Todo este personal se reparte en sus días de asueto de la siguiente manera: las de educación más sana y tradicional, se esparcen por las caserías (casas de campo), por los amenos callejones de Gracia, o por los cármenes en que tienen amigas, y allí bailan, juegan, cantan y hablan con los novios. -Estos bailes y estos cantos son estrictamente nacionales y casi se reducen al fandango. De donde ¡alguna puñalada por la noche..., y pare usted de contar!
Las sucursales de los bufos madrileños, sucursales a su vez de los bufos parisienses, han desnaturalizado un poco las costumbres del pueblo bajo granadino. Es, por tanto, algo frecuente ver grupos de criadas que acuden a los Campos Elíseos (¡también existe allí este mitológico cielo!) a bailar unas polkas íntimas de todos los demonios y unos estúpidos cancanes, que de tales sólo tienen la indecencia...
Apartemos los ojos de aquella desabrida traducción de ajenas ignominias, y sigamos a las honestas menestralas, hortelanas y sirvientas de buena ley, en sus inocentes y animados paseos por los campos, viéndolas rumiar la fruta del tiempo o los frutos secos que les regalan sus galanes, mientras que ellos no perdonan puesto ni ventorrillo (menudean en todas partes) sin refrendar el pasaporte...
¡Complazcámonos, sí, en el manso júbilo y modesta felicidad con que estas desheredadas de la fortuna descansan de una semana de reclusión y de trabajo, y bendigamos las expansiones de su contentadizo corazón, cuando, al caer la tarde, vuelven a sus casas y a sus quehaceres, cogidas de la mano en anchas hileras, cantando en coro sus empresas amorosas, o sea sus clemencias y sus desdenes, como bandadas de pájaros que tornan a sus nidos!...
* * *
Hemos salido de la capital. -Relativamente a las aldeas, pocas cosas de bulto hay que decir, y para entrar en detalles y poner de relieve los accidentes novelescos de existencias tan rutinarias y monótonas, habría que emplear el microscopio y que escribir un libro entero de fatigoso análisis. Contentémonos, pues, con algunos ligeros rasgos exteriores.
La mujer acomodada de una aldea, la rústica que paga jornales, la alcaldesa de monterilla, no se conmueve ni esparce nunca. Dentro de su casa es una afanada hormiga: en la calle, o cuando recibe la visita de un forastero, no habla sino lo más preciso, no sonríe ni por casualidad, desea perderos de vista, demuestra una misantropía horrorosa. La conciencia de su ignorancia y el más estólido orgullo se combinan monstruosamente para dar este resultado. ¡Depender de semejante mujer como sirviente, o necesitarla por cualquier concepto, basta y sobra para formarse cabal idea de cómo serían los más terribles señores de horca y cuchillo!
La niña de esta casa no habla jamás. Siquiera, la madre tiene que rabiar, que tronar, que rugir de puertas adentro... ¡La hija lleva la modosidad hasta perder la palabra y el movimiento! -No anda, se traslada; y no gesticula, no mira, no tose, no ríe, no vuelve la cabeza, aunque detrás de ella tiren cañonazos.-¡Por nada del mundo comería delante de gente!... Esto último, sobre todo, le parece consecuencia precisa de su buena crianza y de su recato inexpugnable.
¡Y las hay realísimas mozas, y que se componen que da gusto!... -Pero es ver una imagen vestida. Diríase que existe un armazón de madera, en lugar de un rollo de carne y huesos, debajo de aquella docena de sayas y de aquellos pañuelos estiradísimos...; pañuelos de Lucifer, sujetos al jubón con mil alfileres, a fin de garantir la honestidad contra los cuatro elementos, contra los cinco sentidos y hasta contra un terremoto.
En los cortijos no se pela la pava por la ventana. El novio entra en la cocina, donde están constantemente, en verano como en invierno, todos los de la familia y todos los allegados. Allí se arriman a la cantarera los dos amantes, y medio sentados en los cántaros medio de pie, se dan dos o tres empujones, se sueltan tres o cuatro insultos, se ponen muy contentos y colorados... ¡y a vivir! -Lo infinito queda apelmazado dentro de sus almas, y no se desarrolla nunca... Pero toda la palmera está en el dátil, y toda la encina en la bellota; así es que cuando, en un rato de baile, se dicen un requiebro o se endilgan una copla, el madrigal tiene la fuerza de una bala -Y de aquí la densidad de sentimientos de los cantares pastoriles.
(Lo mismo proceden aquellas gentes con los santos de su devoción. El patrono del pueblo es saludado siempre a escopetazos y con espantosos apóstrofes, que pasarían por sacrílegos y blasfemias si no fuesen la concentrada y enérgica expresión de su piedad y de su gratitud, estallidos de unas lágrimas cristalizadas, pedazos que saltan de la mismísima cantera de la fe, como salta la esquirla cuando se rompe el hueso.)
La mencionada niña de vergüenza no responde a derechas a ninguna pregunta, como no sea de sus padres... ¡La desconfianza, ley esencial de su vida, le impide soltar prendas, aunque se trate de saber si es de día o de noche! -En cuanto a su pudor, no hay palabras para encarecerlo: raya en absoluto; se espanta como la liebre, o se defiende a bofetadas y a coces... -¡Qué Lucrecia, ni qué ocho cuartos! ¡Más fácil le fuera a Lovelace o a Tenorio sujetar el azogue entre sus dedos que cautivar el albedrío o la cintura de una de estas vírgenes refajonas!
Cuando la campesina se casa, puede decirse que se muere, como muere la flor al cuajar el fruto. Desde aquel día deja de ser joven, de mirarse al espejo o a la fuente, de componerse, de cuidarse... -Dos años después es efectivamente vieja.
En lo demás, la Granadina del campo, y singularmente las ricas, son lo mismo que las labradoras de la capital, si bien menos joviales y hasta un poco atrabiliarias. Y no es todo rusticidad, sino que la melancolía general de la provincia raya en ictericia a medida que se aleja uno de la poética Granada. Escasean, pues, las expansiones colectivas, y todavía no tanto en los pueblecillos como en aquellas tristes ciudades subalternas, que tienen algo de Pisa la Morta... -Por cierto que, cuando en éstas hay motines, son siempre incumbencia de las mujeres de la clase ínfima, nunca de los hombres. Los hombres, lúgubres y callados, constituyen a lo sumo la reserva.
Y ahora que hablamos de semejantes ciudades, bueno será que, para concluir, busquemos en su seno cierto interesantísimo tipo que desde el exordio os tengo anunciado. -Aludo a la emparedada, último ejemplar de esta galería.
La Emparedada
Estamos en cualquiera de aquellas ciudades o grandes villas dependientes de Granada que tanto figuran en la historia de su antiguo reino; que conservan bastantes casas solariegas; que son cabeza de partido judicial; que pagan a hacendados forasteros la mitad del trigo que producen; que están llenas de mozalbetes ociosos y aburridos; que agonizan devoradas por las gabelas; que se comunican rara vez con la capital, y cuyo vecindario escogido se reduce a algunos (pocos) ricos terratenientes (gracias a la desamortización), a los administradores de ausentes títulos, a este o aquel arrendatario desahogado, a media docena de prestamistas, a los correspondientes curiales, a varios médicos, abogados y boticarios, a cierto número de comerciantes procedentes de Cataluña o de Santander, a todo el clero preciso, a varios militares en situación pasiva, al jefe de la Guardia civil, al de Carabineros, si la escena es en la costa, a tal o cual mayorazgo sin vínculo, y a tres o cuatro empleados del Gobierno.
Todos ellos representan por igual la aristocracia del vecindario. -La clase media se compone de los artesanos, de los rústicos que viven con cierta holgura y de todos los que, pagando alguna contribución directa, jamás usaron sombrero de copa. -Constituyen, en fin, la clase baja los jornaleros, los verdaderamente campesinos y todos los indigentes, esto es, lo que en más altas esferas se llama hoy el cuarto estado. -Allí sólo se cuentan tres estados, por no existir el primero o superior.
La mujer sobresaliente que encontramos dentro de estas aletargadas ciudades; la que resume, a nuestro juicio, el espíritu de sus costumbres y el carácter de su poesía; la que no se parece a ninguna de la capital ni de los campos, es cualquiera de las dos o tres más distinguidas señoritas de la mencionada relativa aristocracia; la hija de tal o cual usurero o espetadísimo señor, montado a la antigua española; la Eugenia Grandet, en fin, de aquellas poblaciones medio agarenas, medio milenarias, tan diferentes de las que riega el Loira.
Y ésta va a ser ahora nuestra gentil protagonista.
Para mejor estudiarla, imaginémonos a un joven enamorado de ella, y llamémosle Fidel.
La deidad, que es una mozárabe de ojos azules, o una mudéjar de ojos negros, triste y descolorida en ambos casos, como planta sin sol, elegante por naturaleza y por casualidad, y a quien llamaremos Amparo, habita un caserón antiguo, que da nombre a una calle o plazoletilla poco pasajera, donde la hierba campa por su respeto. Este caserón tiene un inmenso portal, un enorme escudo de armas sobre la puerta, grandes balcones con guardapolvos, rejas bajas que no se abren nunca, algunos ventanuchos a un callejón y su correspondiente puerta falsa.
Fidel pasa todos los días un par de veces (y no más, a fin de no avispar a la familia) por la calle o plazuela herbosa (siempre con el notorio motivo de ir a alguna otra parte), y ve la cabeza de la emparedada durante dos segundos, detrás de un determinado cristal de un determinado balcón. Es todo lo que ha podido penetrar (desde hace tres años que principió esta novela) en la vida interior de la joven; todo lo que sabe de su casa, de sus hábitos, de su carácter, de sus gustos, de sus muebles y de cuanto hace, dice y piensa en el resto del día. Vive, pues, el pobre enamorado cavilando en los misterios que guardan aquellas paredes, y envidiando a la criada de Amparo, sólo porque oye hablar, porque ve comer, porque ve dormir, porque conoce al dedillo, en suma, a la esfinge de su existencia.
La esfinge sospecha que Fidel la ama, y a ella no le disgusta Fidel, el cual, tan apasionado se halla, que ni siquiera admite la posibilidad de su dicha. Fidel no le ha hablado nunca; pero la saluda con los ojos cuando la ve sola detrás del cristal, y ella le contesta del mismo modo... (Él cree que por pura cortesía).
Ella sabe bien cómo se llaman él y toda su parentela: los padres de ambos son íntimos amigos, y hasta creemos que se hablan de tú. Él sabe de ella lo mismo (lo que sabe el padrón), y hasta podríamos jurar que conversa en la plaza con su padre y que tutea a sus hermanos. Sin embargo, ella es para él un ser diferente de todos los nacidos. Ella es fantástica, inmortal, divina, superior a su padre y a su madre. -A éstos les tiembla, es verdad; pero los desprecia soberanamente. ¡Y sus hermanitos son unos bárbaros, pues que la tratan como a una igual! ¡Él los envidia, les adula y los detesta!
Pero vamos al asunto. -«¿:Cómo hablarle?» -se preguntaba continuamente Fidel.
En casas como la de Amparo no se concibe la visita de un mozuelo. (Los árabes dejaron establecida jurisprudencia). Allí sólo entra alguna señora de cumplido, a las doce del día, los domingos y fiestas de guardar. Los caballeros, en la calle, se tratan con llaneza, ¡con demasiada llaneza! Pero a las señoras se las trata, y ellas se tratan entre sí, con cancilleresca ceremonia.
Escribirle... fuera jugar el todo... por la nada, y además una impertinencia de marca mayor.
La criada... sería contraproducentem.
-«¡Presentado!...» -dirá algún madrileño. ¿:Qué es presentar donde todos se conocen?
¡El padre de Amparo le tutea a Fidel, sin necesidad de presentaciones! -¡Ya se guardará el rapaz de meterse en semejantes dibujos!
Por otra parte, ella no sale nunca sino a misa de diez, y eso... con su mamá, que es mucho más austera que su papá. -Pero, en fin, va a misa...
-«¡Oh, sublimidad del Catolicismo! (piensa Fidel). ¡Merced a sus leyes, puedo verla media hora seguida todos los días de precepto! -¿:Por qué los habrán reducido últimamente?»
Sí; la ve durante treinta minutos; pero ¿:cómo la ve? A media luz, con un espeso velo echado sobre el rostro, de perfil, de rodillas, con los ojos clavados en el libro...
¡Pícaro velo! ¡Pobres rodillas de su alma!
A la salida y a la entrada, cruza Amparo delante de él, sin mirarlo, sin mirar a nadie, mirando al suelo.
¡Yo respondo de que sabe que su adorado está allí, y de que, a hurtadillas, lo ha medido de pies a cabeza!
Él se figura que no...
¡Como que está enamorado!
Un día de procesión la ha tenido Fidel enfrente de sus ojos, durante tres horas, en el balcón de unas amigas, emancipada, sin velo, en cuerpo gentil, vestida de claro, movible, contenta, sonriente... -¡Qué transfiguración! ¡Qué liberalidad! ¡Qué tesoros! ¡Qué delicia!
Una vez, en la feria, se encontraron en una platería improvisada, y la oyó hablar de diamantes, perlas y rubíes... -¡Qué voz! ¡Cuán diferente de todas las humanas! -Ni ¿:de qué otra cosa podría hablar más que de joyas aquella inmortal princesa?
(En esto tenía razón).
Finalmente, una noche volvía la joven de casa de una parienta enferma, con uno de sus insolentes hermanos.
Fidel los siguió en silencio muchas calles, embozado hasta los ojos.
¡Y con qué emoción! -Amparo, en las tinieblas, le parecía suya... -La luz determina las distancias. Las sombras confunden los objetos... -La vista entonces tiene algo de tacto.
De resultas de esta emoción, Fidel pasó muchas noches entregado al placer de estar a obscuras.
Su adorada, entretanto, borda o lee, reza el rosario con sus padres, hace flores, hace dulces, hace novenas...; pero todo maquinalmente. Ciertas noches, de tiempo inmemorial, van a su casa unas solteronas a acompañar a su madre, que no lee otro periódico que el que ellas constituyen por sí propias. Amparo, fingiéndose distraída, no pierde coma, a ver si oye decir algo que tenga relación con el hijo de D. Eusebio (que es Fidel). Óigalo o no lo oiga, resulta que de la conversación de aquellas mujeres; del tumulto de cosas humanas que percibe en las novedades que ellas cuentan; de las ideas de pasión, de combate, de felicidad, de leyes naturales y leyes escritas que estas novedades siembran en su alma; de lo que le mandan y vedan las obras místicas que lee; de lo que dicen con su mudo lenguaje las flores, los pájaros, los céfiros, el sol, la luna y hasta las tímidas estrellas, va formándose en el corazón de Amparo un mundo armónico y fulgente, lleno del sentimiento universal, lanzado en órbitas mucho más amplias, libres y luminosas que el mundo de las cuatro paredes de su encierro, y henchido de un concepto misterioso que canta incesantemente esta oda en una sola frase: «¡Fidel mío!»
Y así pasan años como eternidades, y así se forman almas y caracteres que son verdaderos abismos de disimulo, verdaderos infiernos de pasión reconcentrada, o verdaderos eriales de ilusiones desvanecidas.
Pues imaginad ahora que llega un momento en que el demonio, las solteronas, una prima fea o un sobrinillo amable, llevan medio recado, y se concierta una cita, y se abre a media noche cualquiera de los ventanuchos del callejón, o se utiliza como locutorio el ojo de la llave de la puerta falsa...
¡Poema seguro por lo pronto! ¡Edgardo y Lucía en escena! -¡Qué dúo, qué idilio, qué eternos esponsales de dos vidas!
Luego viene el drama... y termina en tragedia o en comedia: esto es, en el Cementerio para alguien, o en la Vicaría para los dos enamorados.
Supongamos esto último: se casan. -¡Adiós, mundo! ¡Adiós, calle! ¡Adiós, balcón! ¡Adiós, todo! -Amparo ha desaparecido.
Sin embargo, esta casada de la ciudad no se marchita físicamente como la de la aldea...
«¡Ojalá! (dirá aquí la musa romántica). ¡Cuántas terribles pasiones a lo Werther habría menos en el mundo!».
La casada de la ciudad sigue siendo joven y hermosa; pero las rejas del claustro doméstico se cerraron detrás de ella cuando regresó del templo. -Amparo ha tomado el velo de desposada: ha dejado moralmente de estar viva: es profesa del hogar. Ya no se la verá nunca, como no sea algún Jueves Santo... Las cortinillas de sus balcones no se alzarán en lo sucesivo. Irá a misa, es cierto; pero al amanecer, hora en que los héroes de Goethe no se han levantado todavía... -¡Y nada más, nada más!
Pues supongamos que Amparo no se ha casado con Fidel..., sino con otro, a gusto exclusivo de los padres tiranos... -La musa romántica se apodera entonces por completo de la acción. Ya no se trata de Werther y Carlota: ya se trata de Francesca y de Paolo. Pero de una Francesca a quien Paolo no ve sino en sueños; de un poema de dos amores sin esperanza; el amor de él y el amor de ella, separados siempre y siempre paralelos, como dos ríos que cruzan a todo lo largo un mismo valle de lágrimas, sin mezclar nunca sus corrientes.
No: Fidel no buscará a la emparedada; ni, si la buscara, la encontraría; ni, si la encontrase por acaso, la Francesca del reino de Granada sería tan melodramática como la de Rimini. El recato de Amparo llega hasta el martirio. ¡Ha aceptado el cáliz de amargura, y no hay miedo de que aparte de él sus ojos ni sus labios! Fidel no lo ignora: Amparo está enterrada en vida.
Réstame añadir que esta reclusión absoluta de las Amparos no es una imposición de sus maridos. Es un retraimiento espontáneo de ellas mismas, resultancia compleja de temores, tedios, desdenes, fierezas y misticismos, propios de aquella melancólica y mordaz sociedad, y acaso también reminiscencia inconsciente de las costumbres mahometanas.
Y vean ustedes cómo, por medio de ficciones novelescas y de caprichosos artificios, hemos venido insensiblemente a saber cuál es, sobre poco más o menos, la existencia de todas las señoras y señoritas de una de esas ciudades... La casa, la familia, la iglesia, y alguna vez el campo: he aquí su universo.
Por ferias o por pascuas suele ir una compañía de cómicos de la legua, o de titiriteros a pie o a caballo. Entonces oye uno tutearse en las lunetas, sin previo aviso, a dos personas de distinto sexo que no se han hablado desde que se arañaban, al salir él de la escuela y ella de la amiga; esto es, cuando tenían siete años. -Nadie diría que llevan veinte o veinticinco de adorarse y de desearse en silencio.
Alguna vez, de resultas de cosas que pasan en el mundo (el mundo son las luchas políticas de Madrid), entra tropa en aquel pueblo; y, si se detiene dos o tres días y lleva banda de música, todos los amadores se conciertan, abren una suscripción, van en legacía a convidar a las muchachas por conducto de sus madres, y a las madres con pretexto de las muchachas, y dan un baile de etiqueta en el Hôtel de Ville, al cual asisten todas o casi todas las emparedadas solteras y no solteras. -Esta noche se señala con piedra blanca en la historia de muchos corazones... ¡Lustros pasan luego haciéndose mención o memoria del baile, principio o fin de muchas novelas íntimas!
De lo que en semejantes poblaciones significa una forastera; del efecto que produce en la imaginación de los galanes; del perjuicio que por de pronto ocasiona a las damas indígenas; de las venganzas que éstas toman cuando aquélla pierde el prestigio de la novedad y de la extrañeza o se marcha bendita de Dios (que es la frase sacramental), puede formarse juicio fácilmente, considerando el fastidio que la monotonía engendra en una juventud ociosa; fastidio que acaba por oxidar y ennegrecer los espíritus más brillantes. -La forastera es un relámpago que les habla de la tempestad de acontecimientos y de poesía que brama en las inmensidades del siglo; y ellos, los Napoleones encerrados en una Santa Elena previa, ven a su luz fosfórica surgir en el desierto océano de su vida todas las Atlántidas del deseo. Considerad, pues, cuánto padecerá la emparedada, cualquiera que haya sido su destino (háyase casado a su gusto o al de sus padres, o esté moza todavía), al saber, por las dos susodichas solteronas, o por la superviviente, si una murió, que Fidel le pone los ojos tiernos a la forastera; -cosa que hacen casi todos los Fideles, sin perjuicio de su perdurable amor a las Amparos.
Yo corto aquí esta novela-proteo, que sería infinita; como son infinitos todos los sentimientos que se fermentan en almas solitarias, ora entre las cuatro paredes de una celda, ora dentro de los ruinosos muros de estas ciudades que pudiéramos denominar cementerios de vivos.
Por lo demás, en esos cementerios, donde la dulce tradición y la mansa rutina, hijas de la incomunicación material y de la apatía moral, hacen de cada cuerpo ambulante un féretro semoviente en que va amortajado un espíritu; allí, donde la mayor parte de las personas de suposición viven todavía, respecto de la moderna mancomunidad social europea, en un apartamiento más esquivo que el que ya han abandonado los mismos japoneses; allí, donde hay horas, días, sitios, alimentos, frases, ropas, tristezas y alegrías de rúbrica, de rigor, de cajón, de ene y de tablilla...; allí (creedme) es donde deben estudiarse las costumbres particulares de cada región de la Península, para compararlas entre sí, y donde encontraremos que la mujer ocupa aún, en todas las tierras que son o que fueron España, el trono de flores a que la elevaron sucesivamente el Cristianismo, redimiéndola; el galante islamismo ibérico, deificándola..., y los hijos de Andalucía, sobre todo, combatiendo en primera línea la ley Sálica, a fuer de pertinaces mujeriegos.
* * *
Pero (ocasión es ya de decirlo, y de decirlo muy seriamente para concluir) el imperio que las españolas ejercen sobre los hombres desde ese trono amasado con requiebros, serenatas, puñaladas y suspiros, tiene más de aparato pontifical que de íntimos y substanciales atributos; y bueno sería que los españoles procurásemos que nuestras hembras, tan superiores a todas las del mapa por su dignidad moral, por la intensidad de sus sentimientos por la autenticidad de sus pasiones y por la viveza y la gracia de su imaginación, no se dejasen aventajar, como se ven aventajadas hoy, por las inglesas, las alemanas, y hasta las francesas, en ciertas condiciones accidentales o adventicias, referentes a la exterioridad de su espíritu, a su manera objetiva de vivir y a su influencia civilizadora.
Porque (no lo neguemos) culpa nuestra es, culpa de nosotros, padres, amantes y maridos, todo lo que hay de inculto y opaco, de sordo y de baldío en la superficie social (permitidme esta perífrasis) de casi todas las mujeres españolas. Si más exigiéramos, desde que nacen, de las compañeras de nuestra vida; si más reparásemos luego en la parte inmaterial de su naturaleza; si fuera más desinteresada la idolatría que nos inspiran; si nos respetásemos más a nosotros mismos y las respetásemos más a ellas en nuestros modales y discursos dentro del hogar; si les diéramos una importancia más grave y positiva que la que negligentemente y con intermitencia les damos, porque haya paz, o por servilismo amatorio, la vida externa de las españolas correspondería a la superioridad sin rival de la vida de su espíritu.
Y todo esto tendremos que hacer los varones en España, si queremos librarnos de la peste de que nuestras hijas o nuestras nietas den en la gracia de rehabilitarse y perfeccionarse por sí mismas, al tenor de los pavorosos procedimientos empleados ya hoy en varios países por algunos sabihondos marimachos, vulgo marisabidillas, justamente indignadas de que siga siendo cierto aquel dicho de un filósofo: «Las mujeres nos deben la mayor parte de sus defectos: nosotros les debemos la mayor parte de nuestras cualidades».
Conclusión y resumen
He concluido; pero, por si algo se me ha olvidado de lo que ofrece la portada de estas monografías, creo oportuno evacuar ahora mi informe, de una manera oficial, por medio del siguiente estado, ratificación y resumen de todo lo que queda dicho:
@§
Salí de Madrid, mi querido Pepe, del modo y manera que sabes; empingorotado en el cupé de la Diligencia de Valladolid, con menos que mediana salud, a las seis de una caliente mañana de agosto, no muy provisto de metales preciosos, en busca de aire y de agua, dos artículos de primera necesidad que escasean en la Corte de las Españas; con los bolsillos llenos de melocotones y naranjas, que tú me diste, y en la amable compañía de mi bastón, mi paraguas y mí saco de noche.
El viaje desde Madrid a Valladolid fue una especie de índice del de la Reina y sus ministros, cuyas pisadas venía siguiendo, a cuatro días de distancia, mi humilde humanidad; lo cual quiere decir que iba hallando a mi paso iluminaciones... apagadas, arcos de triunfo... por el suelo, y algún que otro músico desbandado, que tornaba a los patrios lares con su serpentón a la espalda.
La Corte, desandando la Historia de España hasta llegar a su cuna, y yo, dirigiéndome a Valladolid para luego girar hacia estos montes sin historia conocida, hemos atravesado, pues, el país clásico de los Infanzones de Castilla, la tierra que pisaron los Condes, los Reyes y los Caballeros, el lugar de mil batallas portentosas y de treinta Cortes que hoy son pobres y obscuras villas.
Ya, antes, al trepar al Guadarrama, tumba de hielo en que Felipe II se escondió en vida, cerrando el libro de la epopeya española, había yo meditado largamente... El Guadarrama, o sea el Monasterio de El Escorial, cuya triste mole descubrí a lo lejos, es una losa fúnebre colocada sobre nuestro pasado de gloria. No parece sino que el gran Misántropo presintió la ruina del imperio de Carlos V, y levantó un padrón mortuorio en conmemoración de la grandeza de España. -En adelante los Carlos de Austria se llamarían Carlos II, los Felipes, Felipe IV, et sic de caeteris.
Pasé por Olmedo, donde hace cuatro siglos se dieron dos batallas, la una en 1445, la otra en 1466.
En la primera resultó D. Álvaro de Luna herido en una pierna... y Maestre de Santiago. Allí ganaron también D. Juan Pacheco el Marquesado de Villena, y D. Íñigo López de Mendoza el de Santillana. ¡Reyes, Grandes y poetas combatieron pecho a pecho y brazo a brazo; triunfó Castilla, y cubriose (dicen) de gloria el infante D. Enrique, más tarde llamado Enrique IV el Impotente!
En la segunda, el honor de Castilla fue vulnerado por vencidos y vencedores, por los nobles y por el Rey, demostrándose así con el testimonio de la Historia, que cuando los reyes no representan las aspiraciones de sus pueblos, hasta el laurel se convierte en sus manos en fúnebre sauce.
Pero dejemos la Historia, por respetos a la ley de imprenta que nos rige.
De Madrid a Valladolid hay treinta y cuatro leguas y pico, que se andan en veintitrés horas. -Llegué, pues, a las cinco de la mañana a la ciudad de D. Álvaro de Luna.
Ya allí el calor era soportable, el aire elástico, la vegetación risueña. Había un río surcado por lanchas y cuajado de bañistas; había espesas arboledas; hermosas Casas de Baños, y un paseo llamado las Moreras (donde estudié, la tarde de un domingo, el mujerío vallisoletano), y había un Campo Grande, paseo nocturno mucho más extenso que el Prado de esa Villa y Corte.
Todos pronostican a Valladolid un porvenir muy lisonjero. El ferrocarril, que llama ya a sus puertas, desarrollará los elementos de riqueza que posee de muy antiguo aquel país, juntamente industrial, ganadero y agrícola. En la actualidad tiene fábricas de papel continuo, de tejidos, de pan, de productos químicos, de harina, de calderería, de cerveza, de curtidos, de botones, de cola, de chocolate, de loza fina, de telas metálicas, de fundición, de cintas, de pasamanería, de platería, de herrería... -Muchas de estas cosas en pequeña escala; pero con grandes condiciones de vida y prosperidad.
En cuanto a bellezas artísticas, a monumentos históricos, a glorias nacionales, Valladolid es, como si dijéramos, la Sevilla del Norte.
Visité la Catedral, o, por mejor decir, el fragmento de ella que hay construido; pero, estudiando los planos y proyectos de Juan de Herrera, que guarda el Cabildo, comprendí que si el grande arquitecto no hubiese abandonado esta obra por la de El Escorial, España tendría hoy un templo del Renacimiento digno de figurar al lado de San Pedro de Roma. En las proporciones a que ha quedado reducida, todavía la Catedral vallisoletana impone al alma su ruda y solemne magnitud... Parece un elefante de piedra, una pagoda índica, una montaña ahuecada. Todas las profanaciones que legó a este grandioso edificio el malhadado Churriguera desaparecen y quedan enterradas bajo la noble gentileza de aquella fachada dórica, tan pura y colosal, y de aquellas naves corintias, cuyas pilastras equivalen a otros tantos monumentos.
Pero mi carta no tendría fin si hubiese de enumerarte, no digo describirte, todo lo que el artista y el poeta encuentran en esa inmensa necrópole de nuestra historia que se llama Valladolid. -No diré, pues, más que lo principal.
Vi el Convento de San Pablo con su fachada gótica de filigrana, y el contiguo de San Gregorio, más famoso que de mi agrado. Aquel tour de force de reducir a ojivas, doseletes y columnas, los caprichosos giros de una vegetación extravagante, parecióme pueril y necio. Reconozco el artificio, la rareza, la originalidad; pero niego el arte, la poesía, la propiedad, la belleza. -Prefiero, pues, la fachada de San Pablo.
Pasé por el Ochavo, lugar del suplicio de D. Álvaro de Luna. -Hace poco tiempo había visto sus cenizas en la Catedral de Toledo, y aún tenía que ver su Palacio convertido en casa de locos, y la Iglesia de Ajusticiados (San Andrés), en que depositaron, todavía caliente, su ensangrentado cuerpo.
Templos contemporáneos de Peroansúrez, de D.ª Urraca y de Alonso el Sabio; esculturas de Pompeyo y Leoni, de Gregorio Hernández, de Jordán, de Juan Juni, de Felipe Gil y de Gaspar Becerra, todo pasó ante mis ojos en rápida confusión... En el Museo de Pinturas vi tres cuadros atribuidos a Rubens, uno de ellos hermosísimo, que llaman la Virgen de Fuensaldaña, y representa el poético instante de la Asunción de María. -Estos tres cuadros nos fueron robados por los franceses en 1808; pero los españoles los reconquistamos con las armas en la mano en el ataque de Vitoria.
Recuerdo además un Bodegón, de Velázquez; una Santa María Egipciaca, de Rivera; una Cena, de Vinci; una Cabeza de San Francisco, y un San Pedro Advíncula, del dicho Rivera; nueve cuadros de la Vida de la Virgen, de Lucas Jordán..., y, en fin, una multitud de lienzos notables, si no de primer orden, de Palomino, Zurbarán, Murillo, Vandik, Rubens, Valentín Díaz, etc. -El que no puedo menos de citar nominatim es una Magdalena de Correggio, digna de figurar entre las primeras obras de este inmortal artista.
Algo más despacio visité el Palacio de Felipe II, o bien la que era morada principal de los Reyes de España cuando el melancólico hijo de Carlos V tuvo la humorada de hacer a Madrid capital de sus Reinos. -No vale mucho por dentro ni por fuera aquel vasto edificio; pero contiene pormenores preciosos y recuerdos interesantes... Entre los pormenores, citaré los bustos de medio relieve de Berruguete, que adornan el patio interior, y, entre los recuerdos, el haberse alojado allí Napoleón el Grande cuando vino a nuestra tierra a empequeñecerse.
Con todo lo cual, y haber recorrido salones en que se habían celebrado Cortes y Concilios; casas particulares que fueron palacios de Reyes; Alcázares convertidos en conventos; la casa de Alonso Pérez de Vivero (ahora cárcel pública); el Palenque de mil torneos, antiguo Campo de la Verdad, hoy Campo Grande, donde murió un Carvajal a manos de D. Pedro Benavides, siendo juez del combate el mismo Fernando IV el Emplazado, salí de Valladolid después de tres días inolvidables, a las tres de la tarde del 9 de agosto, víspera de San Lorenzo.
De Valladolid a Palencia hay nueve leguas... Corren paralelamente este trayecto la carretera, el canal de Castilla, el ferrocarril de Isabel II, el Telégrafo eléctrico y el río Pisuerga. -Estas cinco vías se acercan unas a otras hasta el punto de hallarse unidas en algunos sitios dentro de cien varas de anchura.
En un lado divisé el castillo de Dueñas, donde se verificó el casamiento de D.ª Juana la Loca; en otro el castillo de Tariego, al que se acogió el rey D. Ramiro después de una derrota; allá Torquemada, cuna de Zorrilla; acá el pueblo de Baños, donde los tomaba el rey Recesvinto; por una parte, fábricas de harinas, también históricas, como que fueron teatro de los famosos incendios de 1856; por otra, los productivos campos de Castilla la Vieja, que se parecen al carácter de sus habitantes en que, sin galas ni lujo de expresión, dan lo que prometen y es una verdad lo que producen.
Cerca de la confluencia del río Carrión con el Pisuerga hállase un Monasterio de Agustinos, en el que sólo queda con vida una campana. Rodéanlo dos o tres casas de pobrísima apariencia, y todo ello se llama Ventas de San Isidro de Dueñas. -No lejos de Venta de Baños dicen que hay una Capilla bizantina, del tiempo de Recesvinto.
En estas Ventas se juntarán con el tiempo varios ferrocarriles. Por consiguiente, allí habrá algún día un pueblo que empezará por una fonda, un hospital y una estación, se aumentará con una cárcel y un café, llegará a tener su mercado y su iglesia, aspirará luego a teatro y plaza de toros, y concluirá por reclamar su Alcalde Corregidor...
Pensando así, iba yo dejando a la izquierda el riquísimo Monte de Palencia, cedido por D.ª Urraca a los pobres de esta Ciudad, quienes ciertos días del año tienen todavía derecho a cortar todo lo que pueden llevarse a cuestas... -¡Y habrá quien se atreva a desamortizar aquel terreno!... -¿:Cuándo cesará la imprudentísima campaña de la clase media contra la clase pobre?
Desde que se entra en la provincia de Palencia el suelo se quebranta y empieza a rizarse en valles y colinas. Las llanuras castellanas se accidentan, que diría un francés. Todo anuncia la proximidad de las grandes montañas cantábricas.
Cerca de anochecer llegué a la antiquísima ciudad de Palencia, cuya calle Mayor pudiera compararse en longitud -ya que ni por asomo en hermosura- a la calle de Rivoli de París. Toda es de columnas y pilastras, que forman soportales de forma irregular. Pasarán de mil estos informes, pilares de piedra que sostienen viejísimas casas cargadas de escudos heráldicos.
Pero ¡ay! por dondequiera que voy, veo caerse a pedazos las más antiguas ciudades... El prurito de derribar para ensanchar o reedificar, que se ha apoderado de Madrid, trasciende ya a las más apartadas y sedentarias villas... -Mucho ganará en ello, no la higiene, sino el ornato público, pero mucho perderán el arte, la historia y la poesía... -Dígolo, porque, en medio de aquellos nobles caserones de Palencia, están ya levantando algunas jaulas de cinco pisos, para diez familias y al estilo francés, que ponen espanto a los extravagantes como yo, enamorados de lo viejo, tradicional y castizo, y sobre todo de la libertad y la holgura.
-Pero es el caso que los edificios viejos llegarían a hundirse y a aplastar a sus moradores... -me observará alguno que presuma de lógico.
-¡Pues reedifiquémoslos a la española, sin economizar tanto el terreno! ¡Viva cada cual en una casa, y Dios en la de todos! -contesto yo, sin miedo a las excomuniones de esos cursis, que creen que todo lo extranjero es mejor que lo de España.
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En Palencia permanecí dos horas; de modo, que sólo vi la Catedral. -Estaba ya cerrada; pero pude admirar desde luego su gracioso conjunto, que es una especie de fortificación como la de Almería, con dos fachadas del más puro estilo gótico.
Ya me retiraba, muy pesaroso de no haberla visto por dentro, cuando divisé al sacristán, que abría un postigo y penetraba en el templo.
Entré en pos de él, mal de su grado (disgusto que se le pasó bien pronto), y perdíme por las obscuras naves de la espaciosa iglesia, que ya sabrás es uno de los más hermosos templos góticos de España, bien que muy por debajo de las catedrales de Sevilla, Toledo y Burgos.
He dicho que estaba anocheciendo. De las altísimas ojivas caían largos crespones de sombra. Sólo por la parte del trascoro, que mira a Poniente, los calados rosetones dejaban penetrar alguna claridad melancólica... -¡No sé qué religiosa tristeza inundó mi corazón!
Allá, a lo lejos, distinguí la moribunda luz de una lámpara que ardía detrás del altar mayor. -Era la Capilla de los Curas, donde yace el cuerpo de D.ª Urraca de Castilla, como sobre la tumba yace su estatua.
Dijo el sacristán que, cuando en 1828 Fernando VII y la reina Amalia, su esposa, volvían de las Provincias Vascongadas, desearon ver e hicieron descubrir los restos de la ilustre hija de Alfonso VI de Castilla, y que fue de admirar entonces la extraordinaria longitud del esqueleto. -¡Nada menos que nueve palmos debió de tener de estatura la infortunada esposa del Batallador!
Bajé luego a la célebre Cueva de San Antolín o San Antonino, patrón de la ciudad, santuario subterráneo que sirve como de mística base al gran templo que hay encima: admiré después, casi a tientas, o sea a la luz de uno y otro fósforo (pues la Catedral se había quedado a obscuras y al sacristán se le había apagado y perdido la vela dentro de la cripta), la magnífica sillería del Coro, las verjas y los púlpitos; me defendí a duras penas del mismo sacristán, empeñado en que volviéramos a bajar, con un farol, al tal subterráneo, que parece ser su ojo derecho; alegué, como era cierto y positivo, que tenía hambre, que el reloj marchaba implacablemente, y que la Diligencia seguía su camino a las nueve en punto, y logré, por último, salir de la iglesia y tomar el camino de la fonda, casi receloso de que mi cicerone de medias negras se habría alegrado de que me quedase por toda la vida haciendo penitencia en la Cueva de San Antolín.
Andando por las ya iluminadas calles, hice la observación de que en Palencia son las mujeres mucho más guapas que en otros pueblos de Castilla.
Nada puedo decirte de las diez y ocho o veinte leguas que hay desde Palencia a Alar; las pasé durmiendo.
¿:Qué son hoy, pues, para mí aquellas tierras que cruzó mi cuerpo, en tanto que mi alma viajaba por otra parte, quizás por la Alcarria, quizás por Andalucía? ¡Lo que la vida es para una vieja; lo que nuestras luchas políticas o controversias filosóficas son, verbigracia, para los pastores de la Sierra de Gredos; lo que debió de ser, por ejemplo, para mis amigas las monjas de Ocaña la muerte de lord Byron!... ¡Maldita la cosa!
Diez horas estuve detenido en Alar del Rey, almacén de trigo y harinas destinados al tráfico por el Canal de Castilla, y Estación de un ferrocarril que irá a Santander con el tiempo, pero que ahora sólo llega a Reinosa...
A las cuatro de la tarde salió al fin un tren para este punto... -El tren se componía de tres o cuatro coches, ocupados por diez o doce personas...
Parecía aquello una sombra de ferrocarril... Pero yo me alegré en el alma de hacer aquellas nueve leguas tan solitaria y cómodamente, corriendo de una ventanilla a otra para admirar soberbios paisajes montañosos, en que se veían confundidos árboles, rocas, malezas, viaductos, prados, cabañas, túneles, desmontes, bosques, arroyos, puentes... ¡Todos los encantos de la naturaleza y de la civilización!
Al cabo de dos horas estaba en Reinosa, a las orillas del incipiente Ebro, cerca de los nevados puertos que dan paso a la provincia de Santander... -Y allí tomé la Diligencia para la aldea en que escribo estas líneas; aldea que tiene la dicha de no estar en el mapa, pero que no va a librarse por eso de figurar en letras de molde.
Estoy en el valle de Buelna, a orillas del Besaya, en la jurisdicción de Los Corrales, en el corazón de las montañas de Santander.
Imagínate cien casas desparramadas sin concierto a lo largo del valle; es decir, imagínate entre casa y casa todo un prado, y a las veces dos o tres huertas con árboles frutales. -He allí la Iglesia, sola en extenso campo, como un monasterio, y rodeada de castaños, nogales e higueras. -Las Casas Consistoriales se levantan en remoto paraje pintoresco, donde ya parecía que la aldea había terminado. -Aquella otra casa de campo que se ve a lo lejos es la Botica. -Aquel cortijo, cercado de portales llenos de vacas, acaso será el Estanco... -Pero no extiendas más la vista, que la casa inmediata pertenece ya a otro pueblo. -¿:Qué te parecen estas poblaciones, a ti que estás acostumbrado a las apiñadas villas y aldeas andaluzas o castellanas? ¿:No te parece mucho más propio para gozar de la vida campestre este caserío diseminado, que aquel colmenar de tristes e insalubres casuchas, donde se vive en forzosa vecindad con la grosería, la estupidez y el desaseo?
Pues sigue oyendo la descripción de mi retiro... -Si quieres cazar, a la puerta de tu casa tienes liebres y perdices; en el monte de la derecha, jabalíes y osos... (a los cuales preparamos una batida); en el monte de la izquierda, corzos y venados, que ya han aparecido sobre mi mesa en varios guisos. -Si optas por la pesca, el río te brinda con anguilas, truchas y hasta exquisitos salmones. -¿:Eres herborizador? Trepemos al monte de Caldas, y encontrarás plantas de todos los climas, inclusos el té y el tabaco. -¿:Quieres flores? Paséate por el campo, y la pródiga naturaleza te dará mil variedades de rosas y mirtos silvestres, enredaderas, amapolas, lirios, madreselvas, violetas y jazmines. -¿:Deseas frutos? Desde el delicado griñón, que no conoces, hasta la sabrosa pavía, desde la avellana hasta la pera de manteca, y variadas manzanas, ciruelas riquísimas, uvas, membrillos, melocotones, nueces y castañas, todo lo hallarás en sazón. -Porque aquí reinan a un mismo tiempo las cuatro estaciones, según que subas o bajes, o que camines al Norte o al Mediodía. En ciertos sitios escarcha todas las noches; en otros hace calor. Arriba, el viento seca y orea la tierra; abajo, la humedecen constantes rocíos...
Pero la especialidad, la maravilla de este valle es la leche. Que tengas tisis o tengas asma; que Madrid te haya secado la médula de los huesos, o debas al estudio o a la disipación una gran frialdad de estómago... ¡nada te importe! Bebe leche por la mañana, al mediodía y a la noche, recién ordeñada, como la toma el ternero, o trasnochada y cubierta de crema, cocida o cruda, líquida o en requesones o en quesos... ¡Mama a todas horas, te digo, y te nutrirás, te refrescarás, sacudirás todas las ruindades madrileñas, y remudarás tu sangre, tu color, tu vida, todo tu ser!
No creas que exagero: ¡éste es el paraíso (18)! Aquí no quema el sol; aquí no moja la lluvia... (Es decir, aunque moja, no da reumas ni calambres). -Ahora estamos en agosto, y salgo sin sombrero a las once del día a coger fruta o a matar gorriones, y ni me da un tabardillo ni me duele siquiera la cabeza... -Ayer he sufrido a pie quieto un aguacero de una hora, buscando en el río el nido de un salmón, un aguacero de una hora, a la orilla del río, y no me he baldado...
¡Oh, sí! La benignidad de este clima es prodigiosa. Todos los elementos pierden aquí su rigor, y todas las bellezas del mundo ofrecen sus encantos... ¡Porque nada falte, hasta puedes ver el mar, sólo con subirte al próximo monte de Collados!...
Sin embargo, la mujer, sublimada por el cristianismo a esfera muchas veces superior a la del hombre; la mujer, objeto siempre en nuestra patria del culto de los caballeros, de las trovas de los poetas, de los agasajos de los rondadores nocturnos; la mujer, reina de su casa en Andalucía, lujosa, petimetra y holgazana a expensas del sudor del marido, lleva aquí la parte más dura de los trabajos agrícolas. Ella ara, ella siembra, ella coge, ella guía el carro, guarda las vacas y sufre todos los rigores de la intemperie... Véselas, pues, ajadas, feas, sucias, andrajosas, con el cuévano a la espalda y el niño dentro, encorvadas contra la tierra, sin aliño alguno en su traje ni asomos de tocado, mientras que el hombre se pasea ufano y compuesto, colorado y robusto, ocupado en pescar o en llevar las reses a las ferias...
¡Triste condición la de un pueblo que no rinde culto a la hermosura y donde el amor no se levanta sobre el egoísmo del más fuerte!
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El día de San Roque he asistido a las fiestas de Somahoz y regaládome con la música y el baile del país.
La música es una especie de jota menos bulliciosa que las de Aragón y de una melancolía infinita. -El baile se distingue por la seriedad y circunspección con que se mueven las parejas.
No hay más instrumento que un pandero.
La copla corre a cargo de una cantora-bastonera, cuyo pulmón es infatigable.
Pues bien: aun en estas horas de expansión y esparcimiento, nótase la frialdad o desdén con que el hombre del campo mira a su compañera. -Parece como que el baile es un deber en tales días, un rito sagrado, algo que ya se vio en el mundo antiguo. Ni sonrisas, rendimiento, ni obsequiosos mimos; nada hay en esta danza que se parezca al fandango ni a la jota. Los hombres tienen los ojos fijos en tierra, y las mujeres en el rostro de su señor.
¡Ah! ¡Pobres pasiegas! ¡Cómo me explico ahora el que sus esposos las envíen a Madrid a desempeñar el papel de vacas de leche, convirtiendo la bendición conyugal y sus frutos en un oficio o granjería! ¡Y cuánto siento haber tenido que retratarlas, en conciencia, hace pocas noches, de la cruel manera siguiente, en una epístola que dirigí a nuestro amigo Cruzada!
Lánguido el Pas las hortalizas riega | |
Que cultiva y se come a dos carrillos | |
La famosa en Madrid hembra pasiega. | |
Viérasla aquí, entre chotos y novillos, | |
Arar, sembrar, coger...,¡siempre a la espalda | |
El cuévano cargado de chiquillos!... | |
O, bailando en los campos de esmeralda, | |
Los domingos y fiestas, la hallarías, | |
Con las trenzas más largas que la falda, | |
Recios los huesos, las miradas frías, | |
Y rebosando del corpiño el pecho, | |
Rica promesa de robustas crías. | |
Mas ¡oh cálculo vil!... ¡Sólo provecho | |
Buscando en el amor, franco de porte, | |
Abren a estos gaznápiros el lecho, | |
Y, sin que el hijo luego les importe, | |
Anuncian leche fresca en el DIARIO, | |
A las bellas madrastras de la corte! |
Pero volvamos al baile del día de San Roque. Los vascongados que trabajan en el ferrocarril, tocaban la flauta de boj toscamente labrada, haciendo como quien dice rancho aparte, y bailaban a las pasiegas con más donaire y animación. La luna creciente aparecía ya sobre el ocaso a presidir los patéticos instantes del anochecer. Del río y de la selva brotaba el concierto misterioso con que las aguas, las plantas y los animales daban su adiós al día. Sonaban a lo lejos las esquilas de los ganados y el último tiro del fatigado cazador, mientras que en las cumbres de los montes resplandecía la hoguera de los pastores y modulaba el viento lánguidos sollozos que parecían el lejano murmullo de Madrid...
Pero me dirás: -¿:Cuándo llegas a Santander, a la capital de la provincia, al término de tu anunciado viaje?
Llegaré, amigo mío, cuando acabemos el trozo de ferrocarril de Los Corrales a Torrelavega, en que trabajamos sin descanso, por medio de apuestas y de profecías, todos los habitantes de este valle, desde la distinguida familia constructora (inglesa por más señas), hasta mi humilde persona, que ha clavado ya más de una escarpia asentando rails... -Conque ten otra semana de paciencia.
Estreno de un ferrocarril. -Catástrofe
Ya estábamos a media legua del fin de nuestro viaje de inauguración: acabábamos de entrar en el Valle de Buelna, de regreso de Santander: sólo nos faltaban cuatro minutos de marcha por la llanura, para estrechar la mano a los que nos aguardaban ansiosos, con las botellas de Champagne a medio abrir, y celebrar la apertura de esta sección de la vía férrea... Pasábamos sobre el último terraplén -también el último, por haberse concluido aquella misma mañana.
Esta obra tiene por la izquierda (hacia donde caímos) 22 pies de elevación, por la derecha 35, y se alza sobre el río Besaya, formando, como él, una ligera curva.
De pronto, pero no sin que hubiésemos notado ya cierta vacilación en la marcha del tren, como si se balanceasen las traviesas, sentimos una fuerte sacudida de atrás para adelante, seguida de un grito general de horror de las gentes que había en los balcones de los próximos Baños de las Caldas y en las peñas cercanas al ferrocarril...
A este grito contestó otro más espantoso, que lanzamos los del tren al ver que nos faltaba la tierra, que nuestro vagón se inclinaba al abismo, que las maderas crujían, que la locomotora caía despeñada arrastrándonos detrás, envueltos en los materiales del terraplén...
Del ténder y de la locomotora, que iban delante de mí llenos de gente, no se veía ya nada, sino humo, polvo, fuego; agua que corría de la caldera; las ruedas vueltas hacia arriba; las peñas saltando al empuje de la máquina, que aun quería andar después de haber encallado en ellas; algún hombre que se levantaba ensangrentado de debajo de aquellas destrozadas moles, dando alaridos; y nuestro vagón, al cual le tocaba volcar en seguida, y al que le faltaba poco para acabar de dar la vuelta o para saltar en astillas...
Mil muertes nos amenazaron en aquellos cuatro segundos: delante, la caldera, que podía reventar... (no sabíamos que un rail la había atravesado de parte a parte); a un lado, las peñas del abismo que nos aguardaban y nuestro propio vagón que se nos venía encima; detrás, los demás coches, que, al pararse, nos golpeaban con la velocidad adquirida; debajo, el camino que se hundía con nosotros...
Y luego el horror, la pena, el miedo... la compasión por aquellas diez o doce personas que iban delante de mí, y que ya no veía, y que suponía muertas debajo del ténder y de la locomotora... -¡Oh! fueron cuatro segundos..., pero cuatro inmensidades de pensamientos, de recuerdos, de angustias.
Las descripciones leídas de otras desgracias; la muerte imprevista; el mundo que desaparece; la familia; los amigos; el natural arrepentimiento del viaje; las personas que nos esperan; la fiesta frustrada; el instinto que clama por la conservación; el alma que condensa todo su poder, todas sus facultades para el instante supremo, y que, despidiéndose de sí misma, se dice: «Aquí era la muerte...»; todo esto y mil nimiedades que no sé cómo caben en aquella situación extrema, mil ideas frívolas, unidas a otras muy solemnes y graves, la muleta, la mano cortada, lo que será uno sin dientes, la cuestión de la inmortalidad del alma, lo que dirá fulana cuando sepa lo sucedido, cómo llegará la noticia, al hogar paterno, y un punto de conformidad cristiana, y una mirada al cielo, y la tranquilidad más estoica, y el miedo más miserable: todo eso y mucho más, resumido en una idea multiforme, súbita, luminosa, intuitiva, llenaron aquellos cuatro segundos, abreviatura y término de la existencia.
Cuando me vi en salvo, he aquí lo que observé y cómo me di cuenta de todo lo ocurrido en tan poco tiempo.
El terraplén se había hundido hacia la izquierda; la locomotora volcó por allí, encorvando el rail sobre que gravitaba; pero, como marchaba al mismo tiempo que caía, se encontró con el rail siguiente, que atravesó la caldera de parte a parte. Unido esto a que el ingeniero inglés Alfredo Jee, que hacía de maquinista, tuvo tiempo antes de morir de quitar alguna fuerza a la máquina, dio por resultado que la locomotora encalló en las rocas que hay al pie del terraplén, por su parte menos elevada, y se paró, no sin haber dado dos vueltas enteras en el aire y el ténder una.
Nuestro vagón se balanceaba sobre el abismo... ¡Un paso más, y cae también! El siguiente estaba descarrilado; el otro sobre los rails, y el coche de primera tan perfectamente colocado sobre la vía, que las Autoridades y personas de edad que lo ocupaban, no se enteraron desde luego de nuestro peligro, sino que creyeron que nos habíamos parado.
Los que iban en la máquina y en el ténder rodaron por la pendiente movediza del terraplén. -¡Ni ellos mismos saben cómo! Los más afortunados quedaron en pie, y huyeron de la mole que se les venía encima. Los hermanos Jee, que iban delante de todos, cayeron mal, o no tuvieron tiempo de huir, y quedaron debajo de la locomotora, el uno, Alfredo, muerto en el acto, abrasado por toda la lumbre y por el agua hirviente de la máquina, y cogido por una rueda en medio del pecho; y el otro, Morlando, preso entre las piernas de su hermano y una peña, tendido boca abajo, con la cabeza y el pecho fuera de la máquina, pero recibiendo desde la cintura hasta los pies, y especialmente en la pierna derecha, el agua hirviendo de la caldera y el calor del hierro y de los carbones hechos ascuas. -Contusos, ligeramente heridos o quemados, estaban otros muchos; pero ninguno de gravedad.
Nuestro dolor al ver muerto al eminente ingeniero Alfredo Jee, y en tan grave situación a su hermano; nuestro asombro al encontrarnos vivos; nuestro reconocimiento a Dios que nos había librado; el terror del pueblo que nos cercaba; los penosos cinco cuartos de hora que se tardó en sacar a Morlando Jee de debajo de la máquina, son cosas que no acertaría a describir...
Mister Morlando Jee vive todavía; pero frío como el granizo y sin esperanza de salvación
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El desgraciado murió a la noche siguiente.
Los Corrales (Valle de Buelna), 1858
El ferrocarril de Castillejo a Toledo acaba de ser inaugurado, lo cual significa en substancia que la vetusta ciudad imperial se encuentra ya a las puertas de Madrid. -De esperar es, por consiguiente, que, pues tan rápido, cómodo y barato resulta hoy el viaje, todos los amantes de la belleza artística y de las glorias patrias vayan sin pérdida de tiempo a admirar con sus propios ojos aquel museo de maravillas.
En el ínterin, si a bien lo tienen, dígnense leer los apuntes que yo he hecho en mi cartera durante los dos días que acabo de pasar en la Roma de nuestra historia; apuntes que, si no son una Guía ni mucho menos, revelan todo el entusiasmo que puede inspirar a un buen español, aficionado a las artes, la noble ciudad tantas veces cantada por Zorrilla.
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Toledo es un magnífico álbum arquitectónico, donde cada siglo ha colocado su página de piedra. Verá Toledo es leer a un mismo tiempo la historia de España y la historia de la Arquitectura.
Más ricas en monumentos árabes son Córdoba, Sevilla y Granada, en obras romanas Mérida y Segovia, en góticas los reinos de León y Castilla la Vieja; pero ninguna ciudad como Toledo lo encierra todo; ninguna como ella puede ostentar juntamente grandes obras de todos los tiempos y de todos los períodos del arte. Y consiste en que Toledo es una ciudad diez veces histórica, que diez veces ha resucitado de sus cenizas, que ha puesto en su frente corona sobre corona, llegando al cabo a verse investida de toda la grandeza de la historia patria.
Su fundación, perdida en la noche de la fábula como todo lo épico, es para unos obra de Hércules, para otros se remonta a la fuente de los días auténticos, al pueblo judío. Y lo mismo que la religión y el paganismo se la disputan, ved cómo luchan después todos los invasores de España por engrandecerla...
¡Ah! no todos: que si bien es verdad que los bárbaros del Norte la respetaron hace quince siglos, no es menos cierto que los franceses del siglo XIX quemaron y destruyeron sus alcázares y templos.
De cualquier modo, Toledo ha sido la ciudad bien amada de los siglos. La antigua Carpetania la cuenta entre sus pueblos patriarcales, Roma entre sus colonias, entre sus esclavas los alanos, entre sus reinas los godos. En ella busca amparo el naciente Cristianismo, y los renombrados Concilios toledanos enaltecen su fama en todos los pueblos visitados por los Varones Apostólicos. Asentará en ella luego Rodrigo su corrompida corte, y la avasallarán después los árabes... Pero Toledo no habrá muerto todavía. Aun será corte de los grandes Alfonsos, amparo de los errantes judíos, mansión de Isabel la Católica y Carlos I de España, cuna, en fin, de los primeros albores de libertad en tiempo de las Comunidades de Castilla.
Pues bien: toda esta grandeza, todo este poder, toda esta fortuna están escritos en sus innumerables monumentos. En más de una torre desmantelada, a que sirvieron de cimiento ruinas de la dominación de Roma, hay ventana que fue primero ajimez árabe, después ojiva gótica, luego nicho del Renacimiento, y que hoy es balcón adornado de flores, a que se asoma la hija del campanero. En él veis borrados los junquillos y doseletes; notáis el rastro del arco estalactítico, echáis de ver un resto de friso greco-romano, y acaso encontráis algún extravagante delirio de Churriguera; todo revuelto y remendado, pero todo elocuente y revelador de pasados destinos.
La Catedral, sobre todo, es la urna cineraria de las grandezas españolas. Cada período de civilización ha grabado en ella su nombre: cada generación ha dejado el polvo de sus héroes. -Crúzase con melancólico orgullo aquel museo en que todos nuestros artistas han labrado una columna, colgado un cuadro o tallado un santo de madera; donde cada conquistador ha depositado las banderas de su ejército y los trofeos tomados al ejército vencido; donde los reyes han buscado sepultura, así como los poetas y los poderosos; donde uno dejó sus alhajas, otro su librería, éste su espada y su armadura, aquél las obras de su ingenio. Parece la Catedral, considerada de este modo, una matrona antiquísima, una venerable abuela, a la cual cada uno ha contado sus tristezas, confiado sus secretos, legado su gloria, pedido consejo en la desgracia y debido una oración en la hora de la muerte.
Allí duermen Enrique de Trastamara, el rey fratricida; allí los santos y los arzobispos que guerrearon contra los moros; allí los mismos arquitectos que sucesivamente, durante muchos siglos, fueron construyendo la Catedral; allí D. Álvaro de Luna, el soberbio enemigo del feudalismo, y D. Enrique III el Doliente, y D. Juan I, y famosas reinas, y capitanes, y prelados, y damas hermosísimas, que reinaron en famosos torneos; allí están las banderas cogidas a los agarenos en cien batallas, y las perlas y los diamantes acumulados por los judíos, y los frescos de Jordán, y las esculturas de Berruguete, y verjas de cien autores, todas de un mérito asombroso, y mil reliquias, mil exvotos, mil preciosidades auténticas, históricas, paleográficas, artísticas.
Lo repetimos: la Catedral es un museo, un archivo, una biblioteca inmensa, donde el artista, el poeta, el arqueólogo, el historiador, todos los que aman el pasado, encontrarán inagotables tesoros.
Pues si la consideramos ya como edificio, como obra de arquitectura, como templo gótico, ¡qué nuevas maravillas, qué riqueza, qué grandiosidad, qué excelsitud!...
Allí está toda la historia del estilo gótico, desde el godo, anterior a la invasión de los bárbaros, hasta el gracioso y puro del siglo XIII. Allí hay portadas más bellas que las de Nuestra Señora de París y que las elegantísimas de las catedrales de Burgos y Sevilla; allí atrevidas bóvedas, vistosos rosetones, aéreos doseletes, casetones cuajados de estatuas en miniatura, vidrieras de colores que filtran dulcemente la luz del cielo, y mil y mil molduras y archivoltas que entretienen la vista y la imaginación por su interminable variedad.
La primitiva iglesia fue fundada por San Eugenio, y sobre ella bordaron los moros una gran mezquita. Reconquistada la ciudad, San Fernando no quiso que en la Catedral toledana hubiese ni tan siquiera huellas de los infieles, y la destruyó hasta los cimientos, poniendo en aquel mismo sitio la primera piedra del templo actual. Doscientos cincuenta años se tardó en construirlo, y todavía hoy se sigue trabajando en pormenores de ornamentación...
Pero no me es dado proseguir, ni tampoco me queda tiempo de bosquejar, como quisiera, otros monumentos de Toledo... -Esta rapidísima reseña ha de publicarse dentro de dos horas, y los cajistas me van quitando de las manos las cuartillas según que las escribo de primera intención.
Dejo, pues, para cuando esté más despacio, suponiendo que llegue a estarlo alguna vez, describir la iglesia y claustro de San Juan de los Reyes... sobre todo el claustro, que parece un jardín de piedra, medio destruido por una tempestad... -¡Ah, franceses! ¿:Cómo no morís de bochorno, al pensar que destrozasteis aquellos primores artísticos?
También siento mucho no poder hablar detenidamente del cesáreo Alcázar que sirve como de corona mural a Toledo, pues que se eleva sobre la más alta cumbre de la ciudad. Baste decir que es una obra digna de Carlos V, de Alonso de Covarrubias y de Juan de Herrera. El gran Emperador mandó edificarlo en aquel eminente paraje, donde yacía en ruinas el viejo Alcázar que habitaron los grandes Alfonsos...; y es fama que, siempre que bajaba o subía la monumental escalera, se paraba en su gran meseta y decía: -«Sólo aquí me creo verdaderamente Emperador».
En fin: un tomo entero no bastaría para reseñar todo lo que hay que ver en Toledo, desde que se la descubre, escalonada en aquella especie de erguida península, o corpulento promontorio ceñido por el profundo Tajo, y se comienza a subir la áspera cuesta, y se pasa el venerable Puente de Alcántara, y se penetra por la histórica y bellísima Puerta de Visagra, hasta que se recorre aquel dédalo de torcidas calles arábigas, y se baja por el lado opuesto, y se vuelve a salir al campo por el Puente de San Martín. -Sinagogas; mezquitas; alminares que sirven de torres a iglesias cristianas; Puertas tan notables como la del Cambrón, que compendia toda la historia de Toledo, pues en ella han puesto mano Wamba, los moros y Carlos V, ennobleciéndola más y más con cada restauración; ruinas de Palacios tan interesantes, respectivamente, como los que habitaron D. Pedro el Cruel y D. Enrique de Trastamara; murallas del tiempo de D. Rodrigo; el Baño de la Cava; la Capilla mozárabe de la Catedral; la gran Fábrica de Armas, donde se siguen forjando y templando espadas como las que nos valieron tantas victorias en otros días; El Cristo de la Vega de la leyenda de Zorrilla; la romántica Plaza del Zocodover; la Posada de la Sangre, contemporánea de Don Quijote; ¡qué sé yo cuántas cosas me han entusiasmado durante mi estancia en Toledo!...
Citaré únicamente, para concluir, mis últimas emociones en la que llamaré nuestra ciudad eterna.
Había llegado el momento de regresar a Madrid, al mundo de la política y de los negocios...
La tarde era tempestuosa... Negras nubes y remotos truenos amenazaban a los toledanos con una gran tormenta.
Tenía yo resuelto de antemano que mi última visita sería para la Catedral, donde ya había estado lo menos ocho veces en el espacio de dos días... -Deseaba despedirme allí solemnemente de TOLEDO.
Mi compañero de viaje y querido amigo el insigne músico D. Mariano Vázquez me esperaba en la gran Basílica, enteramente solo, sentado delante del magnífico órgano llamado del Deán, arrancando de su hondo seno solemnes y patéticos gemidos. -Tocaba la Marcha fúnebre en la muerte de un héroe, escrita por Beethoven el día que supo que Bonaparte «había descendido hasta el extremo de coronarse Emperador». -El sacristán se había prestado también a ejercer el oficio que no era el suyo, encargándose de los fuelles...
Las bóvedas de la Catedral temblaban ante aquella tempestad de armonía que lanzaba el poderoso instrumento. Las últimas luces de la tarde penetraban desfallecidas por los calados rosetones, dando fantásticos contornos a las figuras pintadas en los vidrios. -Abajo, en el templo, estaba yo solo...
El canto de gloria y de muerte que exhalaba el órgano, ¿:caía sobre tantas sepulturas, sobre tanta grandeza desvanecida, sobre tanta soberbia humillada, como un sufragio o como un anatema?... ¡No sé!
Perdido yo en la sombra de aquellas frías y solitarias capillas, creía que el héroe muerto de la composición de Beethoven era el honor español.
A lo lejos me pareció oír las carcajadas de la moderna corte de España, confundidas con las risas de desprecio de los riffeños, de los mejicanos y de los poseedores de Gibraltar. ¡Hasta creí sentir ruido de mejillas abofeteadas, y nuevas risas, y crujidos de huesos que se removían indignados bajo las losas de los sepulcros!
«¡Los extranjeros nos insultan!...» -gritaba una voz en los aires...
El órgano había callado. Levanté la frente, y quise huir... Pero ya era de noche, y las tinieblas me rodeaban. -Llegó en esto mi amigo, y me sacó de la Catedral.
Una furiosa tormenta estaba descargando sobre Toledo... Pero se acercaba la hora de partida del tren, y tuvimos que salir a escape entre la granizada y el huracán, como almas que lleva el diablo.
Tres horas después me hallaba en el café Suizo de Madrid.
Junio de 1858.
Doy fe de haberlo visto con mis propios ojos, ayer a 18 de julio, de dos a tres de la tarde, desde las venerandas ruinas de Sagunto, o sea desde lo alto del castillo de Murviedro.
Con este solo fin había salido la víspera de la villa y corte de las Españas en el tren correo. Al pasar por Valencia se me agregaron, según estaba convenido, algunos poetas de las márgenes del Turia, con quienes me liga antigua amistad, y todos juntos llegamos al castillo una hora antes de la anunciada por el Calendario para el comienzo de la gran tragedia celeste.
En aquel histórico lugar, donde comenzaba la zona en que sería totalmente visible la catástrofe, no se hallaba constituida ninguna comisión de astrónomos, armada de instrumentos, con objeto de hacer la autopsia al astro rey luego que muriese... y por eso mismo habíamos determinado mis amigos y yo establecer allí nuestro observatorio poético, ganosos de experimentar en el momento solemne todas las emociones dramáticas y religiosas de la inocencia o de la ignorancia... -Estábamos, pues, solos con el coro trágico, y el coro trágico se componía de labriegos del país... ¡De aquellos labriegos que rara vez suben a la antiquísima fortaleza, pero siempre para honra y gloria de España!
Así lo pensaba yo al ver al actual pueblo saguntino subir desde la villa a la ciudadela. Pensaba en el día que sus antepasados subieron por aquellas mismas rampas talladas en la roca, y no volvieron a bajar, sino que perecieron heroica y voluntariamente, dando al héroe cartaginés el más grande espectáculo de patriotismo que registra la historia: o recordaba aquel otro día, casi de nuestro tiempo, en que las tropas de Napoleón se estrellaron una vez y otra contra aquel ruinoso baluarte, guarnecido por un puñado de valientes, que acababan de dejar el arado para subir a defender a costa de su vida el muro viejo (Murviedro).
A la verdad, estas consideraciones históricas eran muy adecuado prólogo al épico suceso que aguardábamos. Todo ello tenía dimensiones homéricas; y como el cielo, la tierra y el mar que se desplegaban ante nuestra vista eran los mismos de hace veintidós siglos, hubo momentos en que perdí toda conciencia del tiempo, o en que confundí lo pasado con lo presente, y aun con lo futuro, que era el eclipse...
A mis pies veía, por una parte, las imponentes ruinas del Anfiteatro romano; por otra, la villa actual; alrededor, una verde llanura poblada de algarrobos, olivos y moreras, y más lejos el azul Mediterráneo, o suaves cordilleras de montañas que delineaban, por decirlo así, un magnífico y resplandeciente horizonte.
El día estaba sereno y caluroso. El sol inundaba de luz las soledades del espacio, animando y engrandeciendo el vastísimo paisaje. Largos y monótonos zumbidos de cigarras y de otros insectos voladores poblaban el aire de un sordo y soñoliente murmullo, que convidaba a la siesta. Callaban las aves, adormecidas por el calor, y callaban también los hombres, atentos al deicidio que se preparaba en los cielos.
A la izquierda, y precisamente donde empezaban a amontonarse algunas cenicientas nubes, divisábase un rompimiento de la cordillera, que me dijeron daba paso al Desierto de las Palmas. -Allí, lo mismo que en otros parajes de la Península, miles de humanos seres, olvidados de las agitaciones y mezquinos intereses de esta vida, estaban como nosotros en expectación del fenómeno celeste; unos llevados de amor a la ciencia, otros de culto a lo maravilloso, quiénes del miedo, quiénes de mera curiosidad.
En lo que a mí toca, yo consideraba en aquel instante al género humano de un modo que no lo había considerado nunca: no ya como una especie privilegiada que cumple estos o aquellos destinos en el mundo; no como actores del gran teatro del universo; no como los personajes principales del largo drama que llamamos Historia, sino únicamente como espectadores alojados en un pequeño planeta, como simples pobladores de nuestro globo, como accidentes de la creación, como testigos de la marcha misteriosa de mil mundos. Las ciencias, la política, la filosofía, los odios, las ambiciones, el amor, la guerra, el infortunio, todo lo que constituye nuestra cotidiana vida, había perdido su interés en aquel momento. Todos los hombres resultaban iguales. Un poder superior, la incontrastable fuerza que rige los orbes, les hacía pensar en cosas más grandes que la sociedad y que la civilización. ¿:Qué eran, qué podían ser las potestades humanas, cuando mundos enteros aparecían como frágiles barquillas perdidas, en el infinito espacio, y se les veía navegar a merced del potente soplo que los empuja por sus misteriosos derroteros?
Eran ya las dos..., la hora anunciada y esperada hace tanto tiempo por los astrónomos.
El eclipse había principiado; pero aún no se percibía alteración alguna en la luz del sol.
A eso de las dos y media empezaron a palidecer las nubes, mientras que el mar se ponía cada vez más sombrío.
La luz del sol era blanca como la de la luna, y la sombra de los cuerpos intensamente negra, pero de vagos contornos.
El cielo estaba despejado; la atmósfera diáfana. ¡El sol se hallaba en el mediodía; y, sin embargo, se aproximaba la noche!
Nuestros semblantes se iban poniendo lívidos... Una claridad fúnebre, que ya no era semejante a la de la luna, sino a la de la luz eléctrica, alumbraba fantásticamente la ciudad y las ruinas del Anfiteatro.
Las nubes tomaban un color gris como el de la ceniza. El mar continuaba obscureciéndose...
¡Y nada de esto se parecía al anochecer!... Lo imponente era el ver que allá, en las regiones superiores del cielo, seguía siendo de día, mientras que en la infortunada tierra y en su atmósfera cundía la obscuridad. Es decir: ¡que la luz del cielo no llegaba ya a la tierra!
Por lo demás, a la simple vista no se notaba todavía alteración alguna en el disco del sol. Ciertamente, casi todo él estaba eclipsado; pero el ligero limbo que aún se percibía, irradiaba el suficiente fulgor para ocultar a nuestros débiles ojos la gran sombra que ya amenazaba sepultarlo.
Tenemos, pues, que el sol reverberaba en el cenit; que el cielo, o sea el espacio a que no alcanzaba la sombra de la luna, seguía inundado de luz como antes del fenómeno, y que, sin embargo, la noche caía sobre la tierra, súbita, aceleradamente ya, sin gradación ni crepúsculo, como si nuestro planeta hubiese tenido luz propia y un soplo del Hacedor la hubiera apagado repentinamente.
¡En esto -(todo lo que ya diga sucedió en menos de un segundo)- en esto expira instantáneamente el último fulgor; cambian de aspecto todas las cosas; vense lucir dos estrellas cerca del astro agonizante; levántase un espantoso viento; hace frío; corren las nubes; ennegrécese el mar; camina la sombra a nuestros pies; parece que se desquicia el cielo, como cuando se muda una decoración en el teatro; muere el sol... y sustitúyele un astro nunca visto, un meteoro fúnebre y grandioso, más bello que todo lo imaginado por el hombre!...
Un grito de terror sale de mil pechos. Las gentes sencillas que nos cercan creen indudablemente que sé acaba el mundo... Pero, al ver que el sol ha sido reemplazado por aquel fenómeno tan hermoso y sorprendente, nuevo alarde del poder y de la sabiduría del Eterno, prorrumpe en un aplauso, en un viva, en un bravo, en una aclamación frenética y entusiasta...
Este singular y tierno aplauso al Autor de la naturaleza, pone las lágrimas en mis ojos...
El espectáculo de la conjunción eriza los cabellos... El cuadro que me rodea, la hora, el sitio, todo contribuye a horrorizarme, a conmoverme, a levantar mi espíritu, a revelarme la inconmensurable grandeza de Dios.
El Gólgota, tal como se le pinta a las tres de la tarde de aquel tremendo y glorioso día en que murió Jesús; el Juicio Final, profetizado por el Apocalipsis, el Diluvio, Pompeya, los terremotos americanos...; yo no sé cuántas y cuán extrañas cosas pasaron por mi imaginación.
Entretanto... ¡qué maravillosa, qué sublime apariencia la de los cielos!
El astro que había sustituido al sol, diríase que era su catafalco, su iluminado túmulo, su capella ardente.-Imaginaos un cielo sombrío, y en medio de él una gran placa negra y de oro, una enorme estrella esmaltada... ¡Yo no sé cómo es lo diga!... -Imaginaos el disco de la luna, negro como el azabache, y en torno suyo una orla de lumbre formada por la irradiación del sol, que está detrás. De esta orla parten divergentemente cuatro o cinco ráfagas de plata y oro, como los destellos que vemos en las aureolas de los santos góticos. -Era, pues, un astro de luto; el cadáver del sol; la luz vestida de negro. -Sol y luna formaban un solo cuerpo, engendro misterioso que representaba a la vez el día y la noche...
-¡Oh Dios (pensábamos todos en aquel momento). ¡Cuán infinito es tu poder! ¡Cuántas nuevas maravillas pudieras crear, aun después de haber llenado de ellas tantos mundos! ¡Qué habrá que se iguale a la última de las cosas, si tú pones en ella tu mano augusta!
Poco más de dos minutos, que nunca olvidarán los mortales que han presenciado esta gran tragedia, duró el eclipse total. -El pueblo seguía aclamando a Dios, con los brazos alzados al cielo, con las lágrimas en los ojos...
La obscuridad no era tanta que dejásemos de vernos unos a otros... Pero ¡de qué manera! ¡Qué fatídica luz en nuestras frentes! ¡Qué lobreguez en las nubes! ¡Qué aparente movilidad en el suelo que pisábamos!
De pronto cae de aquel extraño fenómeno un borbotón de luz, un río de oro, un torrente de fuego que inunda instantáneamente toda la enlutada atmósfera...
Un nuevo aplauso, un nuevo grito, mil y mil bendiciones a Dios pueblan el espacio.
-¡El SOL! ¡El SOL! -exclamamos todos con amorosa alegría.
-¡Bendito sea Dios! ¡Bendito sea Dios! repetimos, llenos de gratitud y de entusiasmo...
Y hay otro cambio súbito en la naturaleza, y tierra y cielos mudan de color como por encanto, y la mar vuelve a aparecer, y las estrellas se ocultan, y el sol recobra su soberanía -con gran contentamiento de nuestros corazones, apenados un punto al ver vencido tan glorioso y potente astro por el más débil y mezquino de los mil que alimenta y vivifica su bienhechora llama...............
Valencia, 1860
Explicación previa
Además de la media docena de viajes cuyo relato circunstanciado acabáis de leer, tal y como lo escribí a su debido tiempo, y además también de mi expedición a la Alpujarra, que forma tomo aparte en la presente colección de mis OBRAS, he realizado otras muchísimas correrías, más o menos poéticas, por esta bendita tierra de España, donde me cupo la honra de nacer, y donde, dicho sea entre paréntesis, protesto vivir y morir a uso y estilo de mis difuntos padres, aunque cada día se invente un nuevo Paraíso terrenal al otro lado de los Pirineos... -Pero acontece, amigos lectores, que todavía no he tenido ocasión, ni hoy la tengo, de escribir la relación de tales andanzas, y por consiguiente, nada digo en este tomo acerca de Andalucía, Murcia, Valencia, Aragón, Navarra, las Provincias Vascongadas y otros territorios que han sido también objeto de mis peregrinaciones.
Espero en Dios, sin embargo, que algún día podré suplir este hueco, escribiendo una segunda parte de la presente obra, bajo el título de MÁS VIAJES POR ESPAÑA; y, entretanto, voy a trazar aquí una especie de índice o cuadro sinóptico de todos esos mis no escritos viajes, o sea de ese mi futuro libro, como anticipado homenaje de amor a pueblos y regiones que, por más o menos tiempo, fueron teatro de la tragicomedia de mi vida, y también para que ni por un momento resulte que he dejado de agradecer ninguno de los goces y aprovechamientos que plugo a Dios consentirme, durante mi estancia en su finca de recreo llamada La Tierra, o, más bien dicho, durante este incomprensible y rápido viaje que, hasta parados y aun dormidos, estamos siempre haciendo los hombres, desde el misterioso reino que hay antes de la cuna, al no menos misterioso que hay más allá del sepulcro.
Echaréis de menos en el siguiente Cuadro general algunas visitas (que por ningún concepto he debido dejar de hacer antes de morirme) a territorios enteros tan importantes como Cataluña, Asturias y Galicia, y a tal o cual provincia suelta de otros antiguos reinos de España... Pero ¡amigo! me cansé y me casé: la primitiva fuerza centrífuga de mi carácter se convirtió en centrípeta tan luego como tuve casa y hogar; y desde entonces sólo he viajado lo puramente indispensable, ya comprometido por algún amigo, o ya a remolque de alguna prosaica obligación. -Quiero decir con esto que, llegado a cierta edad o a cierto estado de ánimo, mi antiguo afán de esparcirme, de ver, de ser visto, de correr mundo, de presenciar cuantos sucesos notables ocurrían en mi tiempo (afán que me había llevado a todo linaje de inauguraciones y espectáculos, a ver ajusticiar reos, a la primera Exposición Universal de París, a la guerra de África, a la transfiguración de Italia en un solo Estado, a la zona en que el eclipse total del sol de 1860 fue visible, etc., etc.), se trocó en una invencible tendencia a recogerme, a concentrarme, a aislarme, a vivir en mi casa, con mi familia y con mis libros, y que, por consiguiente, no pasaron de proyectos infinidad de excursiones que tenía pensado hacer, no sólo por el suelo patrio, sino por toda la redondez de la tierra...
Portugal, Egipto, el Cabo de Buena Esperanza, los Santos Lugares, Sumatra, Grecia, Méjico, Laponia..., ¡Qué sé yo cuántas regiones pensaba visitar y había ya estudiado en mapas y libros!... ¡Qué sé yo cuántas curiosidades se me han quedado sin satisfacer y cuántos anhelos sin cumplir, para otra vez que vuelva a este planeta, aunque ello sea el propio día del Juicio Final!... -Baste saber que, entre mis planes juveniles, entraba escribir una novela, o más bien cuatro novelas en una, con el título de Los cuatro puntos cardinales, cuyos estudios para la parte del Norte dieron origen a El Final de Norma, Los ojos negros, Un año en Spitzberg y otros escritos míos que tienen por teatro los hielos boreales.
Conque terminemos ya este prólogo o epílogo, y entremos en la enumeración ordenada y cronológica de todas mis caminatas por España.
Índice cronológico
1846 y 1847. Viajes en burro de Guadix al Marquesado del Cenet en busca de las sombras de los Moriscos;
De Guadix a las grutas estalactíticas de los Baños de Alicún de Ortega,
Y de Guadix a Granada, a graduarme de bachiller en filosofía.
1854. Viaje en galera de Guadix a Almería, en dos jornadas, haciendo noche en Doña María, donde hubo baile.- Pintura de Almería y de sus moradores.
Viaje en diligencia de Granada a Málaga.- Disertación sobre las antiguas y monumentales diligencias.- Málaga y los malagueños.
Viaje en vapor de Málaga a Cádiz, con arribada a Algeciras, por no poder pasar el Estrecho.- Disertación contra Gibraltar. Un mes en Cádiz.
Viaje en vapor de Cádiz a Sevilla.- Descripción de la llegada a Sevilla por el río, indicada ya en EL FINAL DE NORMA.- Entre Sevilla y Triana: meditación en un puente que ya no existe, por habérselo llevado el agua...
Viaje en diligencia de Sevilla a Madrid, con un vistazo de tres horas a Córdoba.- Consideraciones acerca del ferrocarril de Madrid a Aranjuez, único que entonces llegaba a la Villa y Corte.
De Madrid a Granada por Jaén, con un tratado sobre la Mancha, Despeñaperros y la Cara de Dios.
Segundo viaje de Granada, a Málaga, por Alhama y Vélez-Málaga, a caballo, haciendo etapas militares de a tres leguas.- Complicaciones políticas de aquellos tiempos.
1855. Viaje de Madrid a Segovia.- Segovia en invierno.- Un mes de vida cenobítica.- Visitas nocturnas al Acueducto.
De Madrid a Bayona, en diligencia, por Valladolid, Burgos y las Provincias Vascongadas.- Cuatro palabras, como disgresión, acerca de Burdeos, Tours, Orleans, París y su Exposición de 1855.
De Bayona a Madrid, por Elizondo, Pamplona y Soria, en diligencia, con su correspondiente discurso acerca de las ruinas de Numancia.
Nuevo viaje de Madrid a Granada y Guadix, en compañía del cólera-morbo, y de Guadix a Granada y Madrid, en compañía de dos señoritas muy guapas.
De Madrid a Cuenca.- Viaje inverosímil, a maldita la cosa, o sin razón ni pretexto alguno, en compañía de tres poetas desocupados. Hermosura especial de Cuenca, donde corrimos peligro de muerte.
1856. De Madrid a Trillo.- Conferencias con el Tajo, allí todavía muy joven, y con la Luna, que aquellos días se hallaba en creciente.
Primer viaje a Valencia, por Albacete, yendo en diligencia desde Tembleque hasta Almansa.- ¡Alcira! ¡Játiva! ¡Valencia!- Quince Viajes matutinos al Grao, a comer melón, remedio infalible contra la ictericia.- Recuerdos de Ronconi.
De Valencia a Tembleque, y de Tembleque a Guadix.- Historia de una docena de perdices escabechadas.- De Guadix a Madrid, en vísperas de Navidad, todo el camino cubierto de nieve...
1858. De Madrid a Alicante, en ferrocarril, con la Corte, cuando S. M. la Reina D.ª Isabel II inauguró esta línea.- Las alicantinas. El bosque de palmeras de El Porquet.
De Alicante a Valencia, por mar, en un buque de guerra.- Sinfonías de cañonazos.- Del alumbrado que se usa en el mar cuando por él viajan de noche personas Reales.
De Valencia a Madrid, después de haber presenciado en Valencia extraordinarios festejos, inclusas dos Exposiciones de mujeres y una de flores.
De Madrid a Toledo, primer viaje, cuando se inauguró la vía férrea. (Inserto, no completamente, en el presente tomo).- Episodios cómicos de la ceremonia oficial.
Viaje a caballo a todo lo largo del Canal de Isabel II hasta el Pontón de la Oliva, donde conocí al Lozoya en su primitivo estado salvaje.- Vuelta a Madrid, pasando por Hiendelaencina, donde bajé a un pozo de no sé cuántos cientos de varas.
Viaje a Santander,- haciendo alto en Valladolid y en el Valle de Buelna. (Incluido en el presente volumen, aunque no por entero). Recuerdos de Onlaneda y Viesgo, y descripción de Santander.
1859. De Madrid a Guadix.- Las fiestas del Corpus en Granada.- De Guadix a Madrid, en vísperas de la guerra de África.- Se declara la guerra.
De Madrid a Málaga, con el Estado Mayor del tercer Cuerpo del Ejército.- Siento plaza de soldado.- Bailes y fiestas en los altos círculos malagueños.
De Málaga a Ceuta, y de Ceuta al Campamento del Tarajar. (Viajes descritos en mi DIARIO DE UN TESTIGO DE LA GUERRA DE ÁFRICA).
1860. Del Campamento del Tarajar a Tetuán, pasando por Castillejos, Río Azmir, Cabo Negro, Fuerte-Martín, Guad-el-Gelú y los Campamentos moros. (Referencias al susodicho DIARIO).
Marzo.- De Tetuán a Cádiz, y de Cádiz a Sevilla y Córdoba, haciendo escala de algunas horas en estas tres ciudades.
De Córdoba a Madrid, en cuyo camino me alcanza y deja atrás la noticia de que la paz se ha firmado.
Mayo.- Tres días en Aranjuez.- Espárragos, flores y fresa.
-Junio.- Quince días en El Escorial.- Códices y sepulcros.
-Julio.- Viaje a Sagunto (publicado en este tomo) a ver el Eclipse total de sol con varios literatos de Valencia.
Agosto.- Un mes en La Granja, o sea en el Real Sitio de San Ildefonso.- La Arcadia de los cortesanos.- De cómo se pescan truchas a bragas enjutas.- La Boca del Asno.- Mesas giratorias parlantes.
Septiembre.- De Madrid a Valencia, en donde me embarqué para Francia, Suiza e Italia. (Viajes descritos minuciosamente en mi libro DE MADRID A NÁPOLES).
1861. Febrero.- De Hendaya a Madrid.- Estreno del ferrocarril de Burgos a Valladolid, y anécdota burgalesa.- Un vuelco de diligencia en lo alto del Guadarrama, a las doce de la noche y nevando.
Marzo.- Segundo viaje a Toledo.
Abril.- De Madrid a Granada y Guadix.- La primavera de los bailes en Granada.- Diez leguas a galope la mañana del día de San Pedro.
-Julio.- Segundo viaje de Guadix a Almería, de noche, a caballo y con ladrones.
Octubre.- De Guadix a Madrid.
1862. Abril.- Tercer viaje a Toledo.
Agosto.- Vida militar en el cuartel de Leganés con el teniente coronel D. Ángel María Chacón.
Triste expedición al Molar y Guadalix de la Sierra, en busca de un amigo que había enfermado mortalmente en una cacería.
Septiembre.- Ocho días en las Navas del Marqués.- La duquesa Ángela de Medinaceli y sus pinares de Guadarrama.
1863. (El año de las muertes).- Enero.- Viaje a Guadalajara, donde murió mi amigo Villanueva.
Febrero.- De Madrid a Guadix, cuando murió mi padre.
Marzo.- De Guadix a Madrid, llamado por Pastor Díaz, moribundo.
Junio.- Viaje a Alicante, a la inauguración del vapor Príncipe Alfonso, primero de la Compañía Trasatlántica de D. Antonio López.- Del apuro en que nos vimos cuatro amigos en una cáscara de nuez.
Julio.- Nuevo viaje a Viesgo y Santander.- Algunos versos inéditos de Ros de Olano y míos.
Agosto.- De Santander a Bilbao, por Santoña y las Encartaciones. -Recuerdos de Antonio Trueba.- Paseos con el mismo, en Bilbao.- El Puente de Luchana y la casa donde murió Zumalacárregui.
Portugalete.- Baños de mar... -Primeros síntomas matrimoniales.
Septiembre.- Vuelta a Madrid, dejando instituido a mi favor el censo por Nochebuena de un pavo anual salamanquino, que llevo veinte años de cobrar.
Octubre.- Viaje electoral a mi tierra.- Cambio de ideal del quijotismo poético.- Plagio a Aben-Humeya preparando unas elecciones en los partidos de Guadix y de Iznalloz.
Noviembre.- Regreso a Madrid.- ¡Todo se ha perdido menos el honor!
1864. Marzo.- La acostumbrada peregrinación a Toledo en Semana Santa.
Abril.- La peregrinación a Guadix, casi anual también, a ver a mi madre.
Junio.- Correrías a caballo por veinte pueblos de los montes de Guadix e Iznalloz.- Recuerdos de Montegícar.- La vida del candidato, ya indicada en mi novela La Pródiga.
Agosto.- De Granada a Almuñécar, por Motril, primero en diligencia, después embarcado, luego en mulo, y finalmente, andando.- Recuerdos de Almuñécar.
Septiembre.- De Almuñécar a Granada, primero a caballo y luego en coche.- De la diferencia que existe entre las jamugas y las artolas, con otros síntomas matrimoniales.
Diciembre.- Heroicidades en miniatura.- De Granada a Iznalloz, de Iznalloz a Guadix y de Guadix a Granada.- Triunfal regreso de Granada a Madrid, ya diputado, pero todavía soltero.
1865. Marzo.- El consabido viaje a Toledo por Semana Santa.
Septiembre.- El consabido viaje a Guadix.
Noviembre. -Otras elecciones.- Correrías por la deliciosa vega de Granada.- Santafé, vista muy despacio.- De cómo no fallaron los susodichos síntomas matrimoniales.
1866. Febrero.- De Granada a Madrid, muy bien acompañado para siempre.
Diciembre.- De Madrid a Francia, desterrado de Real Orden.- Circunstancias agravantes del caso.- En París, solo y sin cartas de España.- Biarritz en invierno.- Viajes de tapadillo a la frontera de España.
1867. De Francia a Granada, sin hacer noche en Madrid.- Nace en Granada mi hija Paulina.
Año y medio de confinación política en Granada.- Escapatorias a Guadix.
1868. Septiembre.- De Granada a Aguilar, en camino de hierro.- De Aguilar a Córdoba, en calesa, por estar el ferrocarril cortado. De Córdoba a Sevilla, en tren insurrecto.- De Sevilla a Córdoba, con el cuartel general del Duque de la Torre.- De Córdoba a Alcolea, a caballo.- De Alcolea a Andújar, con Ayala y Gómez Díez, de noche, en tren clandestino, con bandera y mensaje de paz, recogiendo heridos en estaciones solitarias.- Plan de un libro político, que tal vez escriba algún día.
Octubre.- De Alcolea a Madrid con el cuartel general del Duque de la Torre.- Lance trágico en Aranjuez.
De Madrid a Zaragoza en plena Revolución.- Majestad y hermosura de Zaragoza. Mi adoración de toda la vida a los aragoneses.
Noviembre.- De Madrid a Granada, donde pude exclamar: ¡Viaje redondo!, acordándome del que emprendí en Septiembre en busca de los insurrectos de Cádiz.
1869. Febrero.- De Granada a Guadix, y de Guadix a Madrid, después de otras elecciones.
1870. Marzo.- De Madrid a Alhama de Aragón, y viceversa.
Agosto.- De Madrid a Málaga.- Baños de mar y otros entretenimientos de verano en vísperas de la elección de Rey.
Septiembre.- De Málaga a Granada, y de Granada a Madrid...
Idem.- Otra vez a Alhama de Aragón.
1871. Marzo.- De Madrid a Iznalloz en busca de la cuarta acta de Diputado, y de Iznalloz a Madrid con el acta en el bolsillo.- Nueva disertación sobre la poesía política y electoral.
Mayo.- De Madrid a Granada y Guadix y vuelta a Madrid en el mismo mes.- Sigue la pícara poesía electoral.
Junio.- Otra vez a Alhama de Aragón... siendo de advertir que yo no he usado nunca aquellos baños medicinales...
Julio.- De Madrid a los Baños de Archena, que tampoco tomé, ni me habían sido recetados...- Formo idea de la belleza y fertilidad de la provincia de Murcia.- Vuelta a Madrid a las cuarenta y ocho horas.
Agosto.- De Madrid a Aguas Buenas (que tampoco había de tomar).- Ocho días en Pau, Bayona y Biarritz.
Septiembre.- Regreso a Madrid por San Sebastián, Vergara, Arechavaleta, Escoriaza (donde me detengo quince días) y Vitoria (donde permanezco dos).- Elogios debidos a las Provincias Vascongadas.
1872. Marzo.- De Madrid a la Alpujarra. (Este viaje se halla largamente referido en el libro titulado La Alpujarra, que forma parte de la presente colección de mis OBRAS).- De la Alpujarra a Madrid, triste fin y remate de la poesía electoral,
Agosto. Viaje de El Escorial a Ávila, donde permanezco dos días. -Maravillas arquitectónicas de la ciudad de Santa Teresa.
Septiembre.- De Ávila a Madrid, y de Madrid al Monasterio de Piedra en Aragón. Maravillas naturales, construidas por el río Piedra.
1873. Viaje a Extremadura.- Dos meses en un bosque.- Visita al Monasterio de Yuste (ya publicada en el presente tomo).- Estudios de la naturaleza.
1874. De Madrid a Despeñaperros.- Dos días vivaqueando en los túneles del ferrocarril. Correrías en cangrejo.- Noche fantástica en una vía muerta, en la estación de Almuradiel.
De Despeñaperros a Córdoba.- Excursión a las Ermitas de la Sierra.
1875. Cien días en El Escorial, con una ascensión a las cumbres del Guadarrama a herborizar y a cazar mariposas de primer orden.- Del hijo que enterré y del libro que escribí durante mi estancia en El Escorial.
Noviembre.- Viaje a Murcia y Cartagena y al pueblo nuevo de La Unión.- Estudio detenido de la hermosura y fertilidad de la provincia de Murcia.- Apuntes literales de mi Libro de memorias, y datos curiosos que me suministraron algunos amigos.
1876. Febrero.- Viaje a Granada, Córdoba y Sevilla.- Estudio especial de los cuadros de Murillo.- De por qué no fui aquel año desde Granada a Guadix.- Paralelo entre Sevilla y Granada.- En Sevilla se desconocen las cuestas, las umbrías, el ruido del agua y la majestad de las sierras.
Agosto (del 17 al 20).- Segundo viaje al Monasterio de Piedra.
1877. Un verano en Rota.- Excursiones a Cádiz, el Puerto de Santa María, Jerez y Sanlúcar de Barrameda.- Variaciones sobre temas de amontillado.
Octubre.- Dos días en Salamanca. (Viaje referido en el presente volumen).
1878. Muere mi madre y dejo de ir a Guadix.- Planto la tienda en Valdemoro.- Cinco veranos en esta villa.- Libros que escribo allí en la celda prioral que construyo al efecto.
1879. Alcalá de Henares, el día de la inauguración de la estatua de Cervantes.
1882. Tercer viaje, y el más solemne de todos, al Monasterio de Piedra, con Tamayo, Cañete, Fernández Jiménez, Catalina, Moraza, Holguín y Moreno (D. Julián).
1883. La Semana Santa en
Córdoba.- Los ingleses en Andalucía.- Epílogo de todos los viajes
mencionados, que constituirá una especie de Mapa poético de España,
para el uso de los que deseen abandonar la mala costumbre de veranear
en tierra extranjera.