PREFACIO DEL AUTOR
Pocos españoles, aun contando a los menos sabios y leídos, desconocerán la
historieta vulgar que sirve de fundamento a la presente obrilla.
Un zafio pastor de cabras, que nunca había salido de la escondida
Cortijada en que nació, fue el primero a quien
nosotros se la oímos referir.—Era el tal uno de aquellos rústicos sin
ningunas letras, pero naturalmente ladinos y bufones, que tanto papel hacen
en nuestra literatura nacional con el dictado de pícaros.
Siempre que en la Cortijada había fiesta, con motivo de boda o bautizo, o de solemne visita de los amos, tocábale
a él poner los juegos de chasco y pantomima, hacer las payasadas y recitar
los romances y relaciones;—y precisamente en una ocasión de éstas hace ya
casi toda una vida..., es decir, (hace ya más de treinta y cinco años), tuvo a bien deslumbrar y embelesar
cierta noche nuestra inocencia (relativa) con el cuento en verso de El
Corregidor y la Molinera, o sea de El Molinero y la Corregidora,
que hoy ofrecemos nosotros al público bajo el nombre más trascendental y
filosófico (pues así lo requiere la gravedad
de estos tiempos) de El Sombrero de tres picos.
Recordamos, por señas, que cuando el pastor nos dio tan buen rato, las
muchachas casaderas allí reunidas se pusieron muy coloradas, de donde sus
madres dedujeron que la historia era algo verde, por lo cual pusieron
ellas al pastor de oro y azul; pero el pobre Repela (así se llamaba el
pastor) no se mordió la lengua, y contestó diciendo: que no había por qué
escandalizarse de aquel modo, pues nada
resultaba de su relación que no supiesen hasta las monjas y hasta
las niñas de cuatro años....
—Y si no, vamos a ver (preguntó el cabrero): ¿:qué se saca en claro de la
historia de El Corregidor y la Molinera? ¡Que los casados duermen juntos, y
que a ningún marido le acomoda que otro hombre duerma con su mujer!—¡Me
parece que la noticia!...
—¡Pues es verdad!—respondieron las madres, oyendo las carcajadas de sus
hijas.
—La prueba de que el tío Repela tiene razón (observó en esto el padre del
novio), es que todos los chicos y grandes aquí presentes se han enterado ya
de que esta noche, así que se acabe el baile, Juanete y Manolilla
estrenarán esa hermosa cama de matrimonio que
la tía Gabriela acaba de enseñar a nuestras hijas para que admiren los
bordados de los almohadones....
—¡Hay más! (dijo el abuelo de la novia): hasta en el libro de la Doctrina
y en los mismos Sermones se habla a los niños de todas estas cosas tan
naturales, al ponerlos al corriente de la
larga esterilidad de Nuestra Señora Santa Ana, de la virtud del casto José,
de la estratagema de Judit, y de otros muchos milagros que no recuerdo
ahora.—Por consiguiente, señores....
—¡Nada, nada, tío Repela! (exclamaron valerosamente las muchachas.) ¡Diga V. otra vez su relación; que
es muy divertida!
—¡Y hasta muy decente! (continuó el abuelo). Pues en ella no se aconseja a
nadie que sea malo; ni se le enseña a serlo; ni queda sin castigo el que lo
es....
—¡Vaya! ¡repítala V.!—dijeron al fin consistorialmente las madres de
familia.
El tío Repela volvió entonces a recitar el romance, y, considerado ya su
texto por todos a la luz de aquella crítica tan ingenua, hallaron que no
había pero que ponerle; lo cual
equivale a decir que le concedieron las licencias necesarias.
***
Andando los años, hemos oído muchas y muy diversas versiones de aquella
misma aventura de El Molinero y la Corregidora, siempre de labios de
graciosos de aldea y de cortijo, por
el orden del ya difunto Repela, y además la hemos leído en letras de molde en
diferentes Romances de ciego y hasta en el famoso
Romancero del inolvidable D. Agustín Durán.
El fondo del asunto resulta idéntico: tragi-cómico, zumbón y terriblemente epigramático, como todas
las lecciones dramáticas de moral de que se enamora nuestro pueblo; pero
la forma, el mecanismo accidental, los procedimientos casuales, difieren
mucho, muchísimo, del relato de nuestro pastor, tanto, que éste no hubiera
podido recitar en la Cortijada ninguna de
dichas versiones, ni aun aquellas que corren impresas, sin que antes se tapasen los
oídos las muchachas en estado honesto, o sin exponerse a que sus madres le
sacaran los ojos.—¡A tal punto han extremado y pervertido los groseros
patanes de otras provincias el caso tradicional que tan sabroso, discreto y
pulcro resultaba en la versión del clásico
Repela!
Hace, pues, mucho tiempo que concebimos el propósito de restablecer la
verdad de las cosas, devolviendo a la peregrina historia de que se trata su
primitivo carácter, que nunca dudamos fuera aquel en que salía mejor librado el decoro.—Ni ¿:cómo dudarlo?
Esta clase de relaciones, al rodar por las manos del vulgo, nunca se
desnaturalizan para hacerse más bellas, delicadas y decentes, sino para
estropearse y percudirse al contacto de la ordinariez y la chabacanería.
Tal es la historia del presente libro.... Conque métamenos ya en harina;
quiero decir, demos comienzo a la relación de El Corregidor y la
Molinera, no sin esperar de tu sano juicio (¡oh respetable público!)
que «después de haberla leído y héchote más cruces que si hubieras visto al demonio (como dijo
Estebanillo González al principiar la suya), la tendrás por digna
y merecedora de haber salido a luz.»
Julio de 1874.
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@§ I
DE CUÁNDO SUCEDIÓ LA COSA
Comenzaba este largo siglo, que ya va de
vencida.—No se sabe fijamente el año: sólo consta que era después del de 4
y antes del de 8.
Reinaba, pues, todavía en España Don Carlos IV de Borbón; por la gracia
de Dios, según las monedas, y por olvido o
gracia especial de Bonaparte, según los boletines franceses.—Los demás
soberanos europeos descendientes de habían perdido ya la corona (y el jefe de ellos la cabeza) en la
deshecha borrasca que corría esta envejecida parte del mundo desde 1789.
Ni paraba aquí la singularidad de nuestra patria en aquellos tiempos. El
Soldado de la Revolución, el hijo de un obscuro abogado corso, el vencedor en
Rívoli, en las Pirámides, en Marengo y en otras cien batallas, acababa de
ceñirse la corona de Carlo Magno y de transfigurar completamente la Europa, creando y
suprimiendo naciones, borrando fronteras, inventando dinastías y haciendo
mudar de forma, de nombre, de sitio, de costumbres y hasta de traje a los
pueblos por donde pasaba en su corcel de guerra como un terremoto animado,
o como el "Antecristo," que le llamaban las
potencias del norte...—Sin embargo, nuestros padres (¡Dios los tenga en su
santa gloria!), lejos de odiarlo o de temerle, complacíanse aún en ponderar
sus descomunales hazañas, como si se tratase del héroe de un libro de
caballerías, o de cosas que sucedían en otro
planeta, sin que ni por asomos recelasen que pensara nunca en venir por
acá a intentar las atrocidades que había hecho en Francia, Italia,
Alemania y otros países. Una vez por semana (y dos a lo sumo) llegaba el
correo de Madrid a la mayor parte de las
poblaciones importantes de la Península, llevando algún número de la
Gaceta (que tampoco era diaria), y por ella sabían las personas
principales (suponiendo que la Gaceta hablase del particular)
si existía un estado más o menos allende el Pirineo, si se había reñido otra batalla en que peleasen seis ú
ocho reyes y emperadores, y si Napoleón se hallaba en Milán, en Bruselas o
en Varsovia...—Por lo demás, nuestros mayores seguían viviendo a la antigua
española, sumamente despacio, apegados a sus rancias costumbres, en paz y en gracia de Dios, con su Inquisición
y sus frailes, con su pintoresca desigualdad ante la ley, con sus
privilegios, fueros y exenciones personales, con su carencia de toda libertad
municipal o política, gobernados simultáneamente por insignes obispos y
poderosos corregidores (cuyas respectivas
potestades no era muy fácil deslindar, pues unos y otros se metían en
lo temporal y en lo eterno), y pagando un sinnúmero de contribuciones y
tributos, cuya nomenclatura no viene a cuento ahora.
Y aquí termina todo lo que la presente historia tiene que ver con la
militar y política de aquella época; pues nuestro único objeto, al referir lo
que entonces sucedía en el mundo, ha sido venir a parar a que el año de
que se trata (supongamos que el de 1805) imperaba todavía en España el antiguo régimen en todas las
esferas de la vida pública y particular, como si, en medio de
tantas novedades y trastornos, el Pirineo se hubiese convertido en otra
Muralla de la China.
@§ II
DE CÓMO VIVÍA ENTONCES LA GENTE
En Andalucía, por ejemplo (pues precisamente
aconteció en una ciudad de Andalucía lo que vais a oír), las personas de
suposición continuaban levantándose muy temprano; yendo a la Catedral
a misa de prima, aunque no fuese día de precepto, almorzando, a
las nueve, un huevo frito y una jícara de
chocolate con picatostes; comiendo, de una a dos de la tarde, puchero y
principio, si había caza, y, si no, puchero solo; durmiendo la siesta
después de comer; paseando luego por el campo; yendo al Rosario, entre dos
luces, a su respectiva parroquia; tomando
otro chocolate a la Oración (éste con bizcochos); asistiendo los muy
encopetados a la tertulia del corregidor, del deán, o del título que
residía en el pueblo; retirándose a casa a las Ánimas; cerrando el portón
antes del toque de la queda, cenando ensalada y guisado por antonomasia, si no habían
entrado boquerones frescos, y acostándose incontinenti con su
señora (los que la tenían), no sin hacerse calentar primero la cama
durante nueve meses del año...
¡Dichosísimo tiempo aquel en que nuestra tierra seguía en quieta y pacífica posesión de todas las
telarañas, de todo el polvo, de toda la polilla, de todos los respetos, de
todas las creencias, de todas las tradiciones, de todos los usos y de todos
los abusos santificados por los siglos! ¡Dichosísimo tiempo aquel en que había
en la sociedad humana variedad de clases, de afectos y de costumbres!
¡Dichosísimo tiempo, digo..., para los poetas especialmente, que encontraban
un entremés, un sainete, una comedia, un drama, un auto sacramental o una epopeya detrás de cada esquina, en vez de
esta prosaica uniformidad y desabrido realismo que nos legó al cabo la
Revolución Francesa!—¡Dichosísimo tiempo, sí!...
Pero esto es volver a las andadas. Basta ya de generalidades y de circunloquios, y entremos
resueltamente en la historia del Sombrero de tres picos.
@§ III
DO UT DES
En aquel tiempo, pues, había cerca de la ciudad
de *** un famoso molino, harinero (que ya no existe), situado como a un
cuarto de legua de la población, entre el pie de suave colina poblada de
guindos y cerezos y una fertilísima huerta que servía de margen (y algunas veces de lecho) al titular, intermitente
y traicionero río.
Por varias y diversas razones, hacía ya algún tiempo que aquel molino era
el predilecto punto de llegada y descanso de los paseantes más caracterizados
de la mencionada ciudad...—Primeramente,
conducía a él un camino carretero, menos intransitable que los
restantes de aquellos contornos.—En segundo lugar, delante del molino
había una plazoletilla empedrada, cubierta por un parral enorme, debajo del
cual se tomaba muy bien el fresco en el
verano y el sol en el invierno, merced a la alternada ida y venida de los
pámpanos....—En tercer lugar, el molinero era un hombre muy
respetuoso, muy discreto, muy fino, que tenía lo que se llama don de
gentes, y que obsequiaba a los señorones que solían honrarlo con su tertulia vespertina,
ofreciéndoles... lo que daba el tiempo, ora habas verdes, ora cerezas
y guindas, ora lechugas en rama y sin sazonar (que están muy buenas cuando
se las acompaña de macarros de pan y aceite; macarros que se encargaban de
enviar por delante sus señorías), ora melones, ora uvas de aquella misma
parra que les servía de dosel, ora rosetas de maíz, si era invierno, y
castañas asadas, y almendras, y nueces, y de vez en cuando, en las tardes muy
frías, un trago de vino de pulso (dentro ya
de la casa y al amor de la lumbre), a lo que por Pascuas se solía
añadir algún pestiño, algún mantecado, algún rosco o alguna lonja de jamón
alpujarreño.
—¿:Tan rico era el molinero, o tan imprudentes sus tertulianos?—exclamaréis, interrumpiéndome.
Ni lo uno ni lo otro. El molinero sólo tenía un pasar, y aquellos
caballeros eran la delicadeza y el orgullo personificados. Pero en unos
tiempos en que se pagaban cincuenta y tantas contribuciones diferentes a la Iglesia y al Estado, poco arriesgaba un
rústico de tan claras luces como aquél en tenerse ganada la voluntad de
regidores, canónigos, frailes, escribanos y demás personas de campanillas.
Así es que no faltaba quien dijese que el tío Lucas (tal era el nombre del molinero) se ahorraba un dineral al año a
fuerza de agasajar a todo el mundo.
—«Vuestra Merced me va a dar una puertecilla vieja de la casa que ha
derribado,» decíale a uno.—«Vuestra Señoría (decíale a otro) va a mandar que
me rebajen el subsidio, o la alcabala, o la
contribución de frutos-civiles.»—«Vuestra Reverencia me va a dejar coger
en la huerta del convento una poca hoja para mis gusanos de seda.»—«Vuestra
Ilustrísima me va a dar permiso para traer una poca leña del monte
X.»—«Vuestra
Paternidad me va a poner dos letras para que me permitan cortar una poca
madera en el pinar H.»—«Es menester que me haga Usarcé una
escriturilla que no me cueste nada.»—«Este año no puedo pagar el
censo.»—«Espero que el pleito se falle a mi favor.»—«Hoy le he dado de bofetadas a uno, y creo que debe
ir a la cárcel por haberme provocado.»—«¿:Tendría su Merced tal cosa de
sobra?»—«¿:Le sirve a Usted de algo tal otra?»—«¿:Me puede prestar
la mula?»—«¿:Tiene ocupado mañana el carro?»—«¿:Le parece que envíe por el burro?»
Y estas canciones se repetían a todas horas, obteniendo siempre por
contestación un generoso y desinteresado... «Como se pide.»
Conque ya veis que el tío Lucas no estaba en camino de arruinarse.
@§ IV
UNA MUJER VISTA POR FUERA
La última y acaso la más poderosa razón que
tenía el señorío de la ciudad para frecuentar por las tardes el
molino del tío Lucas, era... que, así los clérigos como los seglares,
empezando por el Sr. Obispo y el Sr. Corregidor, podían contemplar allí a sus
anchas una de las obras más bellas, graciosas
y admirables que hayan salido jamás de las manos de Dios, llamado
entonces el Ser Supremo por Jovellanos y toda la
escuela afrancesada de nuestro país....
Esta obra... se denominaba «la señá Frasquita.»
Empiezo por responderos de que la señá Frasquita, legítima esposa del tío
Lucas, era una mujer de bien, y de que así lo sabían todos los ilustres
visitantes del molino. Digo más: ninguno de éstos daba muestras de
considerarla con ojos de varón ni con trastienda pecaminosa. Admirábanla, sí, y requebrábanla en
ocasiones (delante de su marido, por supuesto), lo mismo los frailes que
los caballeros, los canónigos que los golillas, como un prodigio de belleza
que honraba a su Criador, y como una diablesa de travesura y coquetería,
que alegraba inocentemente los espíritus más
melancólicos.—«Es un hermoso animal,» solía decir el
virtuosísimo Prelado.—«Es una estatua de la antigüedad helénica,»
observaba un Abogado muy erudito, Académico correspondiente de la Historia.—«Es la
propia estampa de Eva,» prorrumpía el Prior de los Franciscanos.—«Es una
real moza,» exclamaba el Coronel de milicias.—«Es una sierpe, una sirena, ¡un
demonio!» añadía el Corregidor.—«Pero es una buena mujer, es un ángel, es una criatura, es una
chiquilla de cuatro años,» acababan por decir todos, al regresar
del molino atiborrados de uvas o de nueces, en busca de sus tétricos y
metódicos hogares.
La chiquilla de cuatro años, esto es, la señá Frasquita, frisaría en los treinta. Tenía más de dos
varas de estatura, y era recia a proporción, o quizás más gruesa todavía
de lo correspondiente a su arrogante talla. Parecía una Niobe colosal, y eso
que no había tenido hijos: parecía un Hércules... hembra: parecía una matrona romana de las que aún hay
ejemplares en el Trastévere.—Pero lo más notable en ella era la movilidad,
la ligereza, la animación, la gracia de su respetable mole. Para ser una
estatua, como pretendía el Académico, le faltaba el reposo monumental. Se
cimbraba como un junco, giraba como una
veleta, bailaba como una peonza.—Su rostro era más movible todavía, y, por
tanto, menos escultural. Avivábanlo donosamente hasta cinco hoyuelos: dos en
una mejilla; otro en otra; otro, muy chico, cerca de la comisura izquierda de sus rientes labios, y el último, muy
grande, en medio de su redonda barba. Añadid a esto los picarescos
mohines, los graciosos guiños y las variadas posturas de cabeza que
amenizaban su conversación, y formaréis idea de aquella cara llena de sal
y de hermosura y radiante siempre de salud y
alegría.
Ni la señá Frasquita ni el tío Lucas eran andaluces: ella era navarra y él
murciano. Él había ido a la ciudad de ***, a la edad de quince años, como
medio paje, medio criado del obispo anterior al que entonces gobernaba aquella iglesia. Educábalo su
protector para clérigo, y tal vez con esta mira y para que no careciese de
congrua, dejole en su testamento el molino; pero el tío Lucas, que a
la muerte de Su Ilustrísima no estaba ordenado más que de menores,
ahorcó los hábitos en aquel punto y hora, y
sentó plaza de soldado, más ganoso de ver mundo y correr aventuras que de
decir misa o de moler trigo.—En 1793 hizo la campaña de los Pirineos
Occidentales, como ordenanza del valiente General Don Ventura Caro; asistió
al asalto de Castillo Piñón, y permaneció
luego largo tiempo en las provincias del Norte, donde tomó la licencia
absoluta.—En Estella conoció a la señá Frasquita, que entonces sólo se
llamaba Frasquita; la enamoró; se casó con ella, y se la llevó a
Andalucía en busca de aquel molino que había
de verlos tan pacíficos y dichosos durante el resto de su peregrinación por
este valle de lágrimas y risas.
La señá Frasquita, pues, trasladada de Navarra a aquella soledad, no había
adquirido ningún hábito andaluz, y se diferenciaba mucho de las mujeres campesinas de los contornos. Vestía con más
sencillez, desenfado y elegancia que ellas, lavaba más sus carnes, y
permitía al sol y al aire acariciar sus arremangados brazos y su descubierta
garganta. Usaba, hasta cierto punto, el traje de las señoras de aquella
época, el traje de las mujeres de Goya, el traje de la
reina María Luisa: si no falda de medio paso, falda de un paso solo,
sumamente corta, que dejaba ver sus menudos pies y el arranque de su
soberana pierna: llevaba el escote redondo y bajo, al estilo de Madrid, donde
se detuvo dos meses con su Lucas al
trasladarse de Navarra a Andalucía; todo el pelo recogido en lo alto de la
coronilla, lo cual dejaba campear la gallardía de su cabeza y de su
cuello; sendas arracadas en las diminutas orejas, y muchas sortijas en los
afilados dedos de sus duras pero limpias
manos.—Por último: la voz de la señá Frasquita tenía todos los tonos del más
extenso y melodioso instrumento, y su carcajada era tan alegre y
argentina, que parecía un repique de Sábado de Gloria.
Retratemos ahora al tío Lucas.
@§ V
UN HOMBRE VISTO POR FUERA Y POR DENTRO
El tío Lucas era más feo que Picio. Lo había
sido toda su vida, y ya tenía cerca de cuarenta años. Sin embargo, pocos
hombres tan simpáticos y agradables habrá echado Dios al mundo. Prendado de
su viveza, de su ingenio y de su gracia, el difunto obispo se lo pidió a sus padres, que eran pastores, no de almas,
sino de verdaderas ovejas. Muerto Su Ilustrísima, y dejado que hubo el
mozo el seminario por el cuartel, distinguiolo entre todo su ejército el
General Caro, y lo hizo su ordenanza más íntimo, su verdadero criado de
campaña. Cumplido, en fin, el empeño
militar, fuele tan fácil al tío Lucas rendir el corazón de la señá
Frasquita, como fácil le había sido captarse el aprecio del general y del
prelado. La navarra, que tenía a la sazón veinte abriles, y era el ojo
derecho de todos los mozos de Estella, algunos de ellos bastante ricos, no pudo resistir
a los continuos donaires, a las chistosas ocurrencias, a los ojillos de
enamorado mono y a la bufona y constante sonrisa, llena de malicia, pero
también de dulzura, de aquel murciano tan atrevido, tan locuaz, tan avisado,
tan dispuesto, tan valiente y tan gracioso,
que acabó por trastornar el juicio, no sólo a la codiciada beldad, sino
también a su padre y a su madre.
Lucas era en aquel entonces, y seguía siendo en la fecha a que nos referimos, de pequeña
estatura (a lo menos con relación a su mujer), un poco cargado de
espaldas, muy moreno, barbilampiño, narigón, orejudo y picado de
viruelas.—En cambio, su boca era regular y su dentadura inmejorable. Dijérase
que sólo la corteza de aquel hombre era tosca
y fea; que tan pronto como empezaba a penetrarse dentro de él aparecían sus
perfecciones, y que estas perfecciones principiaban en los dientes. Luego
venía la voz, vibrante, elástica, atractiva; varonil y grave algunas veces, dulce y
melosa cuando pedía algo, y siempre difícil de resistir. Llegaba después
lo que aquella voz decía: todo oportuno, discreto, ingenioso, persuasivo...
Y, por último, en el alma del tío Lucas había valor, lealtad, honradez,
sentido común, deseo de saber y
conocimientos instintivos o empíricos de muchas cosas, profundo desdén a
los necios, cualquiera que fuese su categoría social, y cierto espíritu de
ironía, de burla y de sarcasmo, que le hacían pasar, a los ojos del
Académico, por un D. Francisco de Quevedo en
bruto.
Tal era por dentro y por fuera el tío Lucas.
@§ VI
HABILIDADES DE LOS DOS CÓNYUGES
Amaba, pues, locamente la señá Frasquita al tío
Lucas, y considerábase la mujer más feliz del mundo al verse adorada por
él. No tenían hijos, según que ya sabemos, y habíase consagrado cada uno a
cuidar y mimar al otro con esmero indecible,
pero sin que aquella tierna solicitud ostentase el carácter sentimental y
empalagoso, por lo zalamero, de casi todos los matrimonios sin
sucesión. Al contrario: tratábanse con una llaneza, una alegría, una broma
y una confianza semejantes a las de aquellos niños, camaradas de juegos y de
diversiones, que se quieren con toda el alma
sin decírselo jamás, ni darse a sí mismos cuenta de lo que sienten.
¡Imposible que haya habido sobre la tierra molinero mejor peinado, mejor
vestido, más regalado en la mesa, rodeado de más comodidades en su casa, que
el tío Lucas! ¡Imposible que ninguna
molinera ni ninguna reina haya sido objeto de tantas atenciones, de
tantos agasajos, de tantas finezas como la señá Frasquita! ¡Imposible
también que ningún molino haya encerrado tantas cosas necesarias, útiles,
agradables, recreativas y hasta superfluas,
como el que va a servir de teatro a casi toda la presente historia!
Contribuía mucho a ello que la señá Frasquita, la pulcra, hacendosa,
fuerte y saludable navarra, sabía, quería y podía guisar, coser, bordar, barrer,
hacer dulces, lavar, planchar, blanquear la casa, fregar el cobre, amasar,
tejer, hacer media, cantar, bailar, tocar la guitarra y los palillos, jugar a
la brisca y al tute, y otras muchísimas cosas cuya relación
fuera interminable.—Y contribuía no menos
al mismo resultado el que el tío Lucas sabía, quería y podía dirigir la
molienda, cultivar el campo, cazar, pescar, trabajar de carpintero, de
herrero y de albañil, ayudar a su mujer en todos los quehaceres de la
casa, leer, escribir, contar, etc., etc.
Y esto sin hacer mención de los ramos de lujo, o sea de sus habilidades
extraordinarias...
Por ejemplo: el tío Lucas adoraba las flores (lo mismo que su mujer), y
era floricultor tan consumado, que había conseguido producir
ejemplares nuevos, por medio de
laboriosas combinaciones. Tenía algo de ingeniero natural, y lo había
demostrado construyendo una presa, un sifón y un acueducto que triplicaron el
agua del molino. Había enseñado a bailar a un perro, domesticado una
culebra, y hecho que un loro diese la hora por medio de gritos, según las iba marcando un reloj
de sol que el molinero había trazado en una pared; de cuyas resultas el
loro daba ya la hora con toda precisión, hasta en los días nublados y durante
la noche.
Finalmente: en el molino había una huerta que producía toda clase de frutas y legumbres; un estanque
encerrado en una especie de kiosko de jazmines, donde se bañaban en verano
el tío Lucas y la señá Frasquita, un jardín; una estufa o invernadero para
las plantas exóticas; una fuente de agua potable; dos burras, en que
el matrimonio iba a la Ciudad o a los pueblos de las
cercanías; gallinero, palomar, pajarera, criadero de peces; criadero de
gusanos de seda; colmenas, cuyas abejas libaban en los jazmines; jaraiz o
lagar, con su bodega correspondiente, ambas cosas en miniatura; horno, telar,
fragua, taller de carpintería, etc., etc.;
todo ello reducido a una casa de ocho habitaciones y a dos fanegas de tierra,
y tasado en la cantidad de diez mil reales.
@§ VII
EL FONDO DE LA FELICIDAD
Adorábanse, sí, locamente el molinero y la
molinera, y aun se hubiera creído que ella lo quería más a él que él a
ella, no obstante ser él tan feo y ella tan hermosa. Dígolo porque la señá
Frasquita solía tener celos y pedirle cuentas al tío Lucas cuando éste
tardaba mucho en regresar de la Ciudad o de
los pueblos adonde iba por grano, mientras que el tío Lucas veía hasta
con gusto las atenciones de que era objeto la señá Frasquita por parte de
los señores que frecuentaban el molino; se ufanaba y regocijaba de que a
todos les agradase tanto como a él: y,
aunque comprendía que en el fondo del corazón se la envidiaban algunos de
ellos, la codiciaban como simples mortales y hubieran dado cualquier cosa
porque fuese menos mujer de bien, la dejaba sola días enteros sin el menor
cuidado, y nunca le preguntaba luego qué
había hecho ni quién había estado allí durante su ausencia...
No consistía aquello, sin embargo, en que el amor del tío Lucas fuese
menos vivo que el de la señá Frasquita. Consistía en que él tenía más
confianza en la virtud de ella que ella en
la de él; consistía en que él la aventajaba en penetración, y sabía hasta qué
punto era amado y cuánto se respetaba su mujer a sí misma; y consistía
principalmente en que el tío Lucas era todo un hombre: un hombre como el de Shakespeare,
de pocos e indivisibles sentimientos; incapaz de dudas; que creía o moría;
que amaba o mataba; que no admitía gradación ni tránsito entre la suprema
felicidad y el exterminio de su dicha.
Era, en fin, un Otelo de Murcia, con alpargatas y montera, en el
primer acto de una tragedia posible...
Pero ¿:a qué estas notas lúgubres en una tonadilla tan alegre? ¿:A qué estos
relámpagos fatídicos en una atmósfera tan serena? ¿:A qué estas actitudes
melodramáticas en un cuadro de
género?
Vais a saberlo inmediatamente.
@§ VIII
EL HOMBRE DEL SOMBRERO DE TRES PICOS
Eran las dos de una tarde de Octubre.
El esquilón de la Catedral tocaba a vísperas,—lo cual equivale a decir que
ya habían comido todas las personas principales de la ciudad.
Los canónigos se dirigían al coro, y los seglares a sus alcobas a dormir la siesta, sobre todo aquellos
que, por razón de oficio, v. gr., las autoridades, habían pasado la mañana
entera trabajando.
Era, pues, muy de extrañar que a aquella hora, impropia además para dar un
paseo, pues todavía hacía demasiado calor,
saliese de la Ciudad, a pie, y seguido de un solo alguacil, el ilustre señor
Corregidor de la misma,—a quien no podía confundirse con ninguna
otra persona ni de día ni de noche, así por la enormidad de su sombrero de
tres picos y por lo vistoso de su capa de
grana, como por lo particularísimo de su grotesco donaire...
De la capa de grana y del sombrero de tres picos, son muchas todavía las
personas que pudieran hablar con pleno conocimiento de causa. Nosotros, entre
ellas, lo mismo que todos los nacidos en
aquella ciudad en las postrimerías del reinado del Señor Don Fernando VII,
recordamos haber visto colgados de un clavo, único adorno de desmantelada
pared, en la ruinosa torre de la casa que habitó Su Señoría (torre
destinada a la sazón a los infantiles juegos de sus nietos), aquellas dos
anticuadas prendas, aquella capa y aquel sombrero,—el negro sombrero encima,
y la roja capa debajo,—formando una especie de espectro del absolutismo; una
especie de sudario del Corregidor, una
especie de caricatura retrospectiva de su poder, pintada con carbón
y almagre, como tantas otras, por los párvulos constitucionales de la
de 1837 que allí nos reuníamos; una especie, en fin, de
espantapájaros, que en otro tiempo había sido espanta-hombres, y que hoy me da
miedo de haber contribuido a escarnecer, paseándolo por aquella histórica
ciudad, en días de carnestolendas, en lo alto de un deshollinador, o
sirviendo de disfraz irrisorio al idiota que más hacía reír a la
plebe...—¡Pobre principio de
autoridad! ¡Así te hemos puesto los mismos que hoy te invocamos
tanto!
En cuanto al indicado grotesco donaire del señor Corregidor, consistía
(dicen) en que era cargado de espaldas..., todavía más cargado de espaldas
que el tío Lucas..., casi jorobado, por
decirlo de una vez; de estatura menos que mediana; endeblillo; de
mala salud; con las piernas arqueadas y una manera de andar sui
generis (balanceándose de un lado a otro y de atrás hacia adelante), que
sólo se puede describir con la absurda
fórmula de que parecía cojo de los dos pies.—En cambio (añade la tradición),
su rostro era regular, aunque ya bastante arrugado por la falta absoluta
de dientes y muelas; moreno verdoso, como el de casi todos los hijos de
las Castillas; con grandes ojos obscuros, en que relampagueaban
la cólera, el despotismo y la lujuria; con finas y traviesas facciones, que
no tenían la expresión del valor personal, pero sí la de una malicia
artera capaz de todo, y con cierto aire de satisfacción, medio aristocrático,
medio libertino, que revelaba que aquel
hombre habría sido, en su remota juventud, muy agradable y acepto a las
mujeres, no obstante sus piernas y su joroba.
D. Eugenio de Zúñiga y Ponce de León (que así se llamaba Su Señoría) había
nacido en Madrid, de familia ilustre;
frisaría a la sazón en los cincuenta y cinco años, y llevaba cuatro de
corregidor en la ciudad de que tratamos, donde se casó, a poco de llegar, con
la principalísima señora que diremos más adelante.
Las medias de D. Eugenio (única parte que, además de los zapatos, dejaba ver de su vestido la
extensísima capa de grana) eran blancas, y los zapatos negros, con hebilla
de oro. Pero luego que el calor del campo lo obligó a desembozarse, vídose
que llevaba gran corbata de batista; chupa de sarga de color de tórtola, muy
festoneada de ramillos verdes, bordados de
realce; calzón corto, negro, de seda; una enorme casaca de la misma estofa
que la chupa; espadín con guarnición de acero; bastón con borlas, y un
respetable par de guantes (o quirotecas) de gamuza pajiza, que no se ponía
nunca y que empuñaba a guisa de cetro.
El alguacil, que seguía a veinte pasos de distancia al señor Corregidor,
se llamaba Garduña, y era la propia estampa de su nombre.—Flaco,
agilísimo; mirando adelante y atrás y a derecha e izquierda al propio tiempo
que andaba; de largo cuello; de diminuto y
repugnante rostro, y con dos manos como dos manojos de
disciplinas, parecía juntamente un hurón en busca de criminales, la cuerda
que había de atarlos, y el instrumento destinado a su castigo.
El primer corregidor que le echó la vista encima, le dijo sin más
informes: «Tú serás mi verdadero alguacil...»—Y ya lo había sido de
cuatro corregidores.
Tenía cuarenta y ocho años, y llevaba sombrero de tres picos, mucho más pequeño que el de su señor
(pues repetimos que el de éste era descomunal), capa negra como las medias
y todo el traje, bastón sin borlas, y una especie de asador por espada.
Aquel espantajo negro parecía la sombra de su vistoso amo.
@§ IX
¡ARRE, BURRA!
Por dondequiera que pasaban el personaje y
su apéndice, los labradores dejaban sus faenas y se descubrían hasta los
pies, con más miedo que respeto; después de lo cual se decían en voz
baja:
—¡Temprano va esta tarde el señor Corregidor a ver a la señá Frasquita!
—¡Temprano... y solo!—añadían algunos, acostumbrados a verlo siempre dar
aquel paseo en compañía de otras varias personas.
—Oye, tú, Manuel: ¿:por qué irá solo esta tarde el señor Corregidor a ver a la navarra?—le preguntó
una lugareña a su marido, el cual la llevaba a grupas en la bestia.
Y, al mismo tiempo que la pregunta, le hizo cosquillas, por vía de
retintín.
—¡No seas mal pensada, Josefa! (exclamó el buen hombre). La señá Frasquita
es incapaz...
—No digo yo lo contrario... Pero el Corregidor no es por eso incapaz de
estar enamorado de ella... Yo he oído decir que, de todos los que van a las
francachelas del molino, el único que lleva
mal fin es ese madrileño tan aficionado a faldas...
—¿:Y qué sabes tú si es o no aficionado a faldas?—preguntó a su vez el
marido.
—No lo digo por mí...¡Ya se hubiera guardado, por más corregidor que sea,
de decirme los ojos tienes negros!
La que así hablaba era fea en grado superlativo.
—Pues mira, hija, ¡allá ellos! (replicó el llamado Manuel). Yo no creo al tío Lucas hombre de
consentir...¡Bonito genio tiene el tío Lucas cuando se enfada!...
—Pero, en fin, ¡si ve que le conviene!...—añadió la tía Josefa,
retorciendo el hocico.
—El tío Lucas es hombre de bien...(repuso el lugareño); y a un hombre de
bien nunca pueden convenirle ciertas cosas...
—Pues entonces, tienes razón...¡Allá ellos!—¡Si yo fuera la señá
Frasquita!...
—¡Arre, burra!—gritó el marido, para mudar la conversación.
Y la burra salió al trote; con lo que no pudo oírse el resto del diálogo.
@§ X
DESDE LA PARRA
Mientras así discurrían los labriegos que
saludaban al señor Corregidor, la señá Frasquita regaba y
barría cuidadosamente la plazoletilla empedrada que servía de atrio o
compás al molino, y colocaba media docena de sillas debajo de lo más espeso
del emparrado, en el cual estaba subido el
tío Lucas, cortando los mejores racimos y arreglándolos artísticamente en una
cesta.
—¡Pues sí, Frasquita! (decía el tío Lucas desde lo alto de la parra): el
señor Corregidor está enamorado de ti de muy mala manera...
—Ya te lo dije yo hace tiempo (contestó la mujer del Norte)... Pero
¡déjalo que pene!—¡Cuidado, Lucas, no te vayas a caer!
—Descuida: estoy bien agarrado...—También le gustas mucho al señor...
—¡Mira! ¡no me des más noticias! (interrumpió ella). ¡Demasiado sé yo a
quién le gusto y a quién no le gusto! ¡Ojalá supiera del mismo modo por qué
no te gusto a ti!
—¡Toma! Porque eres muy fea...—contestó el tío Lucas.
—Pues, oye..., ¡fea y todo, soy capaz de subir a la parra y echarte de
cabeza al suelo!..
—Más fácil sería que yo no te dejase bajar de la parra sin comerte viva...
—¡Eso es!...¡y cuando vinieran mis galanes y nos viesen ahí, dirían que
éramos un mono y una mona!...
—Y acertarían; porque tú eres muy mona y muy rebonita, y yo parezco un
mono con esta joroba...
—Que a mí me gusta muchísimo...
—Entonces te gustará más la del Corregidor, que es mayor que la mía...
—¡Vamos! ¡Vamos! Sr. D. Lucas...¡No tenga V. tantos celos!...
—¿:Celos yo de ese viejo petate?—¡Al contrario; me alegro muchísimo de que te quiera!...
—¿:Por qué?
—Porque en el pecado lleva la penitencia. ¡Tú no has de quererlo nunca, y
yo soy entretanto el verdadero Corregidor de la ciudad!
—¡Miren el vanidoso!—Pues figúrate que llegase a quererlo...—¡Cosas más
raras se ven en el mundo!
—Tampoco me daría gran cuidado...
—¿:Por qué?
—¡Porque entonces tú no serías ya tú; y, no siendo tú quien eres, o como yo creo que eres, maldito lo
que me importaría que te llevasen los demonios!
—Pero bien; ¿:qué harías en semejante caso?
—¿:Yo? ¡Mira lo que no sé!... Porque, como entonces yo sería otro y no el
que soy ahora, no puedo figurarme lo que
pensaría...
—¿:Y por qué serías entonces otro?—insistió valientemente la señá
Frasquita, dejando de barrer y poniéndose en jarras para mirar hacia
arriba.
El tío Lucas se rascó la cabeza, como si escarbara para sacar de ella alguna idea muy profunda, hasta
que al fin dijo con más seriedad y pulidez que de costumbre:
—Sería otro, porque yo soy ahora un hombre que cree en ti como en sí
mismo, y que no tiene más vida que esta fe. De consiguiente, al dejar de
creer en ti, me moriría o me convertiría en
un nuevo hombre; viviría de otro modo; me parecería que acababa de
nacer; ¡tendría otras entrañas! Ignoro, pues, lo que haría
entonces contigo... Puede que me echara a reír y te volviera la espalda...
Puede que ni siquiera te conociese... Puede
que...—Pero ¡vaya un gusto que tenemos en ponernos de mal humor sin
necesidad! ¿:Qué nos importa a nosotros que te quieran todos
los corregidores del mundo? ¿:No eres tú mi Frasquita?
—¡Sí, pedazo de bárbaro! (contestó la navarra, riendo a más no poder). Yo soy tu Frasquita, y
tú eres mi Lucas de mi alma, más feo que el bú, con más talento que todos
los hombres, más bueno que el pan, y más querido...—¡Ah! ¡lo que es eso de
querido, cuando bajes de la parra lo verás! ¡Prepárate a llevar más bofetadas y pellizcos que pelos tienes en la
cabeza!—Pero ¡calla! ¿:Qué es lo que veo? El señor Corregidor viene por
allí completamente solo...¡Y tan tempranito!...—Ese trae plan...—¡Por lo
visto, tú tenías razón!...
—Pues aguántate, y no le digas que estoy subido en la parra. ¡Ese viene a
declararse a solas contigo, creyendo pillarme durmiendo la
siesta!...—Quiero divertirme oyendo su explicación.
Así dijo el tío Lucas, alargando la cesta a su mujer.
—¡No está mal pensado! (exclamó ella, lanzando nuevas carcajadas). ¡El
demonio del madrileño! ¿:Qué se habrá creído que es un corregidor para
mí?—Pero aquí llega...—Por cierto que Garduña, que lo seguía a alguna
distancia, se ha sentado en la ramblilla a la sombra...¡Qué majadería!—Ocúltate tú bien
entre los pámpanos, que nos vamos a reír más de lo que te figuras...
Y, dicho esto, la hermosa navarra rompió a cantar el fandango, que ya le
era tan familiar como las canciones de su
tierra.
@§ XI
EL BOMBARDEO DE PAMPLONA
Dios te guarde, Frasquita...—dijo el Corregidor
a media voz, apareciendo bajo el emparrado y andando de puntillas.
—¡Tanto bueno, señor Corregidor! (respondió ella en voz natural,
haciéndole mil reverencias). ¡Usía por aquí a
estas horas! ¡Y con el calor que hace! ¡Vaya, siéntese Su Señoría!... Esto
está fresquito.—¿:Cómo no ha aguardado Su Señoría a los demás
señores?—Aquí tienen ya preparados sus asientos... Esta tarde esperamos al
señor Obispo en persona, que le ha prometido a mi Lucas venir a probar las primeras uvas de la
parra.—¿:Y cómo lo pasa Su Señoría? ¿:Cómo está la Señora?
El Corregidor se había turbado.—La ansiada soledad en que encontraba a la
señá Frasquita le parecía un sueño, o un lazo que le tendía la enemiga suerte
para hacerle caer en el abismo de un
desengaño.
Limitose, pues, a contestar:
—No es tan temprano como dices... Serán las tres y media...
El loro dio en aquel momento un chillido.
—Son las dos y cuarto,—dijo la navarra, mirando de hito en hito al
madrileño.
Éste calló, como reo convicto que renuncia a la defensa.
—¿:Y Lucas? ¿:Duerme?—preguntó al cabo de un rato.
(Debemos advertir aquí que el Corregidor, lo mismo que todos los que no
tienen dientes, hablaba con una pronunciación floja y sibilante, como si se
estuviese comiendo sus propios labios.)
—¡De seguro! (contestó la señá Frasquita).—En llegando estas horas se
queda dormido donde primero le coge, aunque sea en el borde de un
precipicio...
—Pues mira... ¡déjalo dormir!... (exclamó el viejo Corregidor, poniéndose más pálido de lo que
ya era).—Y tú, mi querida Frasquita, escúchame..., oye..., ven acá...
¡Siéntate aquí; a mi lado!... Tengo muchas cosas que decirte...
—Ya estoy sentada,—respondió la Molinera, agarrando una silla baja y plantándola delante del
Corregidor, a cortísima distancia de la suya.
Sentado que se hubo, Frasquita echó una pierna sobre la otra, inclinó el
cuerpo hacia adelante, apoyó un codo sobre la rodilla cabalgadora, y la
fresca y hermosa cara en una de sus manos; y
así, con la cabeza un poco ladeada, la sonrisa en los labios, los
cinco hoyos en actividad, y las serenas pupilas clavadas en el Corregidor,
aguardó la declaración de Su Señoría.—Hubiera podido comparársela con
Pamplona esperando un bombardeo.
El pobre hombre fue a hablar, y se quedó con la boca abierta, embelesado
ante aquella grandiosa hermosura, ante aquella esplendidez de gracias, ante
aquella formidable mujer, de alabastrino color, de lujosas carnes, de limpia y riente boca, de azules e insondables
ojos, que parecía creada por el pincel de Rubens.
—¡Frasquita!... (murmuró al fin el delegado del rey, con acento
desfallecido, mientras que su marchito rostro, cubierto de sudor,
destacándose sobre su joroba, expresaba una
inmensa angustia). ¡Frasquita!...
—¡Me llamo! (contestó la hija de los Pirineos).—¿:Y qué?
—Lo que tú quieras...—repuso el viejo con una ternura sin límites.
—Pues lo que yo quiero... (dijo la Molinera), ya lo sabe Usía. Lo que yo
quiero es que Usía nombre secretario del ayuntamiento de la Ciudad a un
sobrino mío que tengo en Estella..., y que así podrá venirse de aquellas
montañas, donde está pasando muchos apuros...
—Te he dicho, Frasquita, que eso es imposible. El secretario actual...
—¡Es un ladrón, un borracho y un bestia!
—Ya lo sé... Pero tiene buenas aldabas entre los regidores perpetuos, y yo no puedo nombrar otro
sin acuerdo del Cabildo. De lo contrario, me expongo...
—¡Me expongo!... ¡Me expongo!... ¿:A qué no nos expondríamos por Vuestra
Señoría hasta los gatos de esta casa?
—¿:Me querrías a ese precio?—tartamudeó el Corregidor.
—No, señor; que lo quiero a Usía de balde.
—¡Mujer, no me des tratamiento! Háblame de V. o como se te
antoje...—¿:Conque vas a quererme? Di.
—¿:No le digo a V. que lo quiero ya?
—Pero...
—No hay pero que valga. ¡Verá V. qué guapo y qué hombre de bien es mi
sobrino!
—¡Tú sí que eres guapa, Frascuela!...
—¿:Le gusto a V.?
—¡Que si me gustas!... ¡No hay mujer como tú!
—Pues mire V... Aquí no hay nada postizo...—contestó la señá Frasquita,
acabando de arrollar la manga de su jubón, y mostrando al Corregidor el resto
de su brazo, digno de una cariátide y más
blanco que una azucena.
—¡Que si me gustas!... (prosiguió el Corregidor). ¡De día, de noche, a
todas horas, en todas partes, sólo pienso en ti!...
—¡Pues qué! ¿:No le gusta a V. la señora Corregidora? (preguntó la señá
Frasquita con tan mal fingida compasión, que hubiera hecho reír a un
hipocondríaco).—¡Qué lástima! Mi Lucas me ha dicho que tuvo el gusto de
verla y de hablarle cuando fue a componerle a V. el reloj de la alcoba, y que es muy guapa, muy
buena y de un trato muy cariñoso.
—¡No tanto! ¡No tanto!—murmuró el Corregidor con cierta amargura.
—En cambio, otros me han dicho (prosiguió la Molinera) que tiene muy mal genio, que es muy
celosa, y que V. le tiembla más que a una vara verde...
—¡No tanto, mujer!... (repitió Don Eugenio de Zúñiga y Ponce de León,
poniéndose colorado). ¡Ni tanto ni tan poco! La Señora tiene sus manías, es
cierto...; mas de ello a hacerme temblar, hay
mucha diferencia. ¡Yo soy el Corregidor!...
—Pero, en fin, ¿:la quiere V., o no la quiere?
—Te diré...—Yo la quiero mucho.... o, por mejor decir, la quería antes de
conocerte. Pero desde que te vi, no sé lo que
me pasa, y ella misma conoce que me pasa algo... Bástete saber que
hoy..., tomarle, por ejemplo, la cara a mi mujer me hace la misma
operación que si me la tomara a mí propio...—¡Ya ves, que no puedo quererla
más ni sentir menos!...—¡Mientras que por
coger esa mano, ese brazo, esa cara, esa cintura, daría lo que no tengo!
Y, hablando así, el Corregidor trató de apoderarse del brazo desnudo que
la señá Frasquita le estaba refregando materialmente por los ojos; pero ésta,
sin descomponerse, extendió la mano, tocó el
pecho de Su Señoría con la pacífica violencia e incontrastable rigidez de
la trompa de un elefante, y lo tiró de espaldas con silla y todo.
—¡Ave María Purísima! (exclamó entonces la navarra, riéndose a más no poder). Por lo visto, esa
silla estaba rota...
—¿:Qué pasa ahí?—exclamó en esto el tío Lucas, asomando su feo rostro entre
los pámpanos de la parra.
El Corregidor estaba todavía en el suelo boca arriba, y miraba con un terror indecible a aquel hombre
que aparecía en los aires boca abajo.
Hubiérase dicho que Su Señoría era el diablo, vencido, no por San Miguel,
sino por otro demonio del infierno.
—¿:Qué ha de pasar? (se apresuró a responder la señá Frasquita). ¡Que el
señor Corregidor puso la silla en vago, fue a mecerse, y se ha caído!
—¡Jesús, María y José! (exclamó a su vez el Molinero). ¿:Y se ha hecho daño
Su Señoría? ¿:Quiere un poco de agua y
vinagre?
—¡No me he hecho nada!—dijo el Corregidor, levantándose como pudo.
Y luego añadió por lo bajo, pero de modo que pudiera oírlo la señá
Frasquita:
—¡Me la pagaréis!
—Pues, en cambio, Su Señoría me ha salvado a mí la vida (repuso el tío
Lucas sin moverse de lo alto de la parra).—Figúrate, mujer, que estaba yo
aquí sentado contemplando las uvas, cuando me quedé dormido sobre una red de sarmientos y palos que dejaban claros
suficientes para que pasase mi cuerpo... Por consiguiente, si la caída de
Su Señoría no me hubiese despertado tan a tiempo, esta tarde me habría yo
roto la cabeza contra esas piedras.
—Conque sí... ¿:eh?... (replicó el Corregidor). Pues, ¡vaya, hombre! me
alegro... ¡Te digo que me alegro mucho de haberme caído!
—¡Me la pagarás!—agregó en seguida, dirigiéndose a la Molinera.
Y pronunció estas palabras con tal expresión de reconcentrada furia, que
la señá Frasquita se puso triste.
Veía claramente que el Corregidor se asustó al principio, creyendo que el
Molinero lo había oído todo; pero que, persuadido ya de que no había oído
nada (pues la calma y el disimulo del tío Lucas
hubieran engañado al más lince), empezaba a abandonarse a toda su
iracundia y a concebir planes de venganza.
—¡Vamos! ¡Bájate ya de ahí, y ayúdame a limpiar a Su Señoría, que se ha
puesto perdido de polvo!—exclamó entonces la
Molinera.
Y, mientras el tío Lucas bajaba, díjole ella al Corregidor, dándole golpes
con el delantal en la chupa y alguno que otro en las orejas:
—El pobre no ha oído nada... Estaba dormido como un tronco...
Más que estas frases, la circunstancia de haber sido dichas en voz baja,
afectando complicidad y secreto, produjo un efecto maravilloso.
—¡Picara! ¡Proterva!—balbuceó Don Eugenio de Zúñiga con la boca hecha un agua, pero
gruñendo todavía...
—¿:Me guardará Usía rencor?—replicó la navarra zalameramente.
Viendo el Corregidor que la severidad le daba buenos resultados, intentó mirar a la señá Frasquita con
mucha rabia; pero se encontró con su tentadora risa y sus divinos ojos, en
los cuales brillaba la caricia de una súplica, y, derritiéndosele la gacha en
el acto, le dijo con un acento baboso y sibilante, en que se descubría más que nunca la ausencia total de dientes y
muelas:
—¡De ti depende, amor mío!
En aquel momento se descolgó de la parra el tío Lucas.
@§ XII
DIEZMOS Y PRIMICIAS
Repuesto el Corregidor en su silla, la Molinera
dirigió una rápida mirada a su esposo, y viole, no sólo tan sosegado como
siempre, sino reventando de ganas de reír por resultas de aquella ocurrencia:
cambió con él desde lejos un beso tirado, aprovechando el primer descuido de Don Eugenio, y díjole, en fin, a éste
con una voz de sirena que le hubiera envidiado Cleopatra:
—¡Ahora va Su Señoría a probar mis uvas!
Entonces fue de ver a la hermosa navarra (y así la pintaría yo, si tuviese
el pincel de Ticiano), plantada enfrente del
embelesado Corregidor, fresca, magnífica, incitante, con sus nobles formas,
con su angosto vestido, con su elevada estatura, con sus desnudos
brazos levantados sobre la cabeza, y con un transparente racimo en cada
mano, diciéndole, entre una sonrisa irresistible y una mirada suplicante en que titilaba el
miedo:
—Todavía no las ha probado el señor Obispo... Son las primeras que se
cogen este año...
Parecía una gigantesca Pomona, brindando frutos a un dios campestre;—a un
sátiro, v. gr.
En esto apareció al extremo de la plazoleta empedrada el venerable Obispo
de la diócesis, acompañado del Abogado Académico y de dos Canónigos de
avanzada edad, y seguido de su Secretario, de dos familiares y de dos
pajes.
Detúvose un rato Su Ilustrísima a contemplar aquel cuadro tan cómico y tan
bello, hasta que, por último, dijo, con el reposado acento propio de los
prelados de entonces:
—El Quinto... pagar diezmos y primicias a la iglesia de Dios, nos enseña la doctrina cristiana;
pero V., señor Corregidor, no se contenta con administrar el diezmo, sino
que también trata de comerse las primicias.
—¡El señor Obispo!—exclamaron los Molineros, dejando al Corregidor y
corriendo a besar el anillo al Prelado.
—¡Dios se lo pague a Su Ilustrísima, por venir a honrar esta pobre
choza!—dijo el tío Lucas, besando el primero, y con acento de muy sincera
veneración.
—¡Qué señor Obispo tengo tan hermoso! (exclamó la señá Frasquita, besando después). ¡Dios lo
bendiga y me lo conserve más años que le conservó el suyo a mi Lucas!
—¡No sé qué falta puedo hacerte, cuando tú me echas las bendiciones, en
vez de pedírmelas!—contestó riéndose el
bondadoso Pastor.
Y, extendiendo dos dedos, bendijo a la señá Frasquita y después a los
demás circunstantes.
—¡Aquí tiene Usía Ilustrísima las primicias! (dijo el Corregidor,
tomando un racimo de manos de la Molinera y
presentándoselo cortésmente al Obispo).—Todavía no había yo probado las
uvas...
El Corregidor pronunció estas palabras, dirigiendo de paso una rápida y
cínica mirada a la espléndida hermosura de la Molinera.
—¡Pues no será porque estén verdes, como las de la fábula!—observó el
Académico.
—Las de la fábula (expuso el Obispo) no estaban verdes, señor Licenciado;
sino fuera del alcance de la zorra.
Ni el uno ni el otro habían querido acaso aludir al Corregidor; pero ambas
frases fueron casualmente tan adecuadas a lo que acababa de suceder allí que
Don Eugenio de Zúñiga se puso lívido de cólera, y dijo besando el anillo
del Prelado:
—¡Eso es llamarme zorro, señor ilustrísimo!
—¡Tu dixisti! (replicó éste, con la afable severidad de un Santo,
como diz que lo era en efecto).—Excusatio non petita, accusatio
manifesta.—Qualis vir, talis oratio.—Pero satis jam dictum, nullus
ultra sit sermo. O, lo que es lo mismo,
dejémonos de latines, y veamos estas famosas uvas.
Y picó... una sola vez... en el racimo que le presentaba el
Corregidor.
—¡Están muy buenas! (exclamó, mirando aquella uva al trasluz y alargándosela en seguida a
su secretario).—¡Lástima que a mí me sienten mal!
El Secretario contempló también la uva; hizo un gesto de cortesana
admiración, y la entregó a uno de los familiares.
El familiar repitió la acción del Obispo y el gesto del Secretario,
propasándose hasta oler la uva, y luego... la colocó en la cesta con
escrupuloso cuidado, no sin decir en voz baja a la concurrencia:
—Su Ilustrísima ayuna...
El tío Lucas, que había seguido la uva con la vista, la cogió entonces
disimuladamente, y se la comió sin que nadie lo viera.
Después de esto, sentáronse todos: hablose de la otoñada (que seguía
siendo muy seca, no obstante haber pasado el
cordonazo de San Francisco); discurriose algo sobre la probabilidad de una
nueva guerra entre Napoleón y el Austria: insistiose en la creencia de
que las tropas imperiales no invadirían nunca el territorio español;
quejose el Abogado de lo revuelto y calamitoso de aquella época, envidiando los tranquilos
tiempos de sus padres (como sus padres habrían envidiado los de sus
abuelos); dio las cinco el loro..., y a una seña del reverendo Obispo, el
menor de los pajes fue al coche episcopal (que se había quedado en la misma
ramblilla que el Alguacil), y volvió con una
magnífica torta sobada, de pan de aceite, polvoreada de sal, que
apenas haría una hora había salido del horno: colocose una mesilla en
medio del concurso; descuartizose la torta; se dio su parte correspondiente,
sin embargo de que se resistieron mucho, al
tío Lucas y a la señá Frasquita..., y una igualdad verdaderamente democrática
reinó durante media hora bajo aquellos pámpanos que filtraban los últimos
resplandores del sol poniente...
@§ XIII
LE DIJO EL GRAJO AL CUERVO.
Hora y media después todos los ilustres compañeros de merienda estaban de
vuelta en la ciudad. El señor obispo y su familia habían llegado con
bastante anticipación, gracias al coche, y
hallábanse ya en palacio, donde los dejaremos rezando sus devociones.
El insigne abogado, que era muy seco, y los dos canónigos, a cual más
grueso y respetable, acompañaron al Corregidor hasta la puerta del ayuntamiento, donde su señoría dijo tener
que trabajar, y tomaron luego el camino de sus respectivas casas,
guiándose por las estrellas como los navegantes, o sorteando a tientas las
esquinas como los ciegos: pues ya había cerrado la noche; aun no había salido la luna, y el
alumbrado público, lo mismo que las demás luces de este siglo, todavía
estaba allí en la mente divina.
En cambio, no era raro ver discurrir por algunas calles tal o cual
linterna o farolillo con que respetuoso
servidor alumbraba a sus magníficos amos, quienes se dirigían a la
habitual tertulia o de visita a casa de sus parientes...
Cerca de casi todas las rejas bajas se veía, o se olfateaba, por mejor
decir, un silencioso bulto negro. Eran galanes
que al sentir pasos, habían dejado por un momento de pelar la pava...
—¡Somos unos calaveras!—iban diciéndose el abogado y los dos
canónigos.—¿:Qué pensarán en nuestras casas al vernos llegar a estas horas?
—Pues ¿:qué dirán los que nos encuentren en la calle, de este modo, a las
siete y pico de la noche, como unos bandoleros amparados de
las tinieblas?
—Hay que mejorar de conducta...
—¡Ah, sí... pero ese dichoso molino!...
—Mi mujer lo tiene sentado en la boca del estómago...—dijo el académico,
con un tono en que se traslucía mucho miedo a próxima pelotera conyugal.
—Pues ¿:y mi sobrina?—exclamó uno de los canónigos, que por cierto era
penitenciario.—Mi sobrina dice que los sacerdotes no deben
visitar comadres...
Y sin embargo, interrumpió su compañero, que era magistral, lo que allí pasa no puede
ser más inocente...
—¡Toma! Como que va el mismísimo señor obispo!
—Y luego, señores, ¡a nuestra edad!... repuso el penitenciario. Yo he cumplido ayer
los setenta y cinco.
—¡Es claro!—replicó el magistral.—Pero hablemos de otra cosa: ¡qué guapa
estaba esta tarde la señá Frasquita!
—¡Oh, lo que es eso... como guapa, es guapa!—dijo el abogado, afectando
imparcialidad.
—Muy guapa... repitió el penitenciario dentro del embozo.
—Y si no,—añadió el predicador de oficio,—que se lo pregunten al Corregidor...
—¡El pobre hombre está enamorado de ella!...
—¡Ya lo creo!—exclamó el Confesor de la catedral.
—¡De seguro! (agregó el Académico... correspondiente).—Conque, señores, yo
tomo por aquí para llegar antes a casa... ¡Muy buenas noches!
—Buenas noches...—le contestaron los Capitulares.
Y anduvieron algunos pasos en silencio.
—¡También le gusta a ese la Molinera!—murmuró entonces el Magistral,
dándole con el codo al Penitenciario.
—¡Como si lo viera! (respondió éste, parándose a la puerta de su casa).—¡Y
qué bruto es!—Conque hasta mañana, compañero.—Que le sienten a V. muy bien
las uvas.
—Hasta mañana, si Dios quiere...—Que pase V. muy buena noche.
—¡Buenas noches nos dé Dios!—rezó el Penitenciario, ya desde el portal,
que por más señas tenía farol y Virgen.
Y llamó a la aldaba.
Una vez solo en la calle, el otro Canónigo (que era más ancho que alto, y
que parecía que rodaba al andar) siguió avanzando lentamente hacia su casa;
pero, antes de llegar a ella, se paró, y murmuró, pensando sin duda en su
cofrade de coro:
—¡También te gusta a ti la señá Frasquita!...—¡Y la verdad es (añadió al
cabo de un momento) que, como guapa, es guapa!
@§ XIV
LOS CONSEJOS DE GARDUÑA
Entretanto, el Corregidor había subido al
Ayuntamiento, acompañado de Garduña con quien mantenía hacía rato, en el
salón de sesiones, una conversación más familiar de lo correspondiente a
persona de su calidad y oficio.
—¡Crea Usía a un perro perdiguero que conoce la caza! (decía el innoble
Alguacil). La señá Frasquita está perdidamente enamorada de Usía, y todo lo
que Usía acaba de contarme contribuye a hacérmelo ver más claro que esa
luz...
Y señalaba a un velón de Lucena, que apenas si esclarecía la octava parte
del salón.
—¡No estoy yo tan seguro como tú, Garduña!—contestó D. Eugenio, suspirando
lánguidamente.
—¡Pues no sé por qué!—Y, si no, hablemos con franqueza.—Usía... (dicho sea con perdón)
tiene una tacha en su cuerpo... ¿:No es verdad?
—¡Bien, sí! (repuso el Corregidor). Pero esa tacha la tiene también el tío
Lucas. ¡Él es más jorobado que yo!
—¡Mucho más! ¡muchísimo más! ¡sin comparación de ninguna especie!—Pero en
cambio (y es a lo que iba), Usía tiene una cara de muy buen ver..., lo
que se llama una bella cara..., mientras que el tío Lucas se parece al
sargento Utrera, que reventó de feo.
El Corregidor sonrió con cierta ufanía.
—Además (prosiguió el Alguacil), la señá Frasquita es capaz de tirarse por
una ventana con tal de agarrar el nombramiento de su sobrino...
—Hasta ahí estamos de acuerdo. ¡Ese nombramiento es mi única esperanza!
—¡Pues manos a la obra, señor! Ya le he explicado a Usía mi plan... ¡No
hay más que ponerlo en ejecución esta misma noche!
—¡Te he dicho muchas veces que no necesito consejos!—gritó D. Eugenio, acordándose de pronto de
que hablaba con un inferior.
—Creí que Usía me los había pedido...—balbuceó Garduña.
—¡No me repliques!
Garduña saludó.
—¿:Conque decías (prosiguió el de Zúñiga, volviendo a amansarse) que esta
misma noche puede arreglarse todo eso?—Pues ¡mira, hijo! me parece
bien.—¡Qué diablos! ¡Así saldré pronto de esta cruel incertidumbre!
Garduña guardó silencio.
El Corregidor se dirigió al bufete y escribió algunas líneas en un pliego
de papel sellado, que selló también por su parte, guardándoselo luego en la
faltriquera.
—¡Ya está hecho el nombramiento del sobrino! (dijo entonces, tomando un polvo de rapé).
¡Mañana me las compondré yo con los Regidores..., y, o lo ratifican con un
acuerdo, o habrá la de San Quintín!—¿:No te parece que hago bien?
—¡Eso! ¡eso! (exclamó Garduña entusiasmado,
metiendo la
zarpa en la caja del Corregidor y arrebatándole un polvo). ¡Eso! ¡eso! El
antecesor de Usía no se paraba tampoco en barras. Cierta vez...
—¡Déjate de bachillerías! (repuso el Corregidor, sacudiéndole una guantada
en la ratera mano).—Mi antecesor era un
bestia, cuando te tuvo de alguacil.—Pero vamos a lo que importa. Acabas de
decirme que el molino del tío Lucas pertenece al término del
lugarcillo inmediato, y no al de esta población... ¿:Estás seguro de ello?
—¡Segurísimo! La jurisdicción de la ciudad acaba en la ramblilla donde yo
me senté esta tarde a esperar que Vuestra Señoría... ¡Voto a Lucifer! ¡Si yo
hubiera estado en su caso!
—¡Basta! (gritó D. Eugenio).—¡Eres un insolente!
Y, cogiendo media cuartilla de papel, escribió una esquela, cerrola,
doblándole un pico, y se la entregó a Garduña.
—Ahí tienes (le dijo al mismo tiempo) la carta que me has pedido para el
alcalde del Lugar. Tú le explicarás de
palabra todo lo que tiene que hacer.—¡Ya ves que sigo tu plan al pie de la
letra! ¡Desgraciado de ti si me metes en un callejón sin salida!
—¡No hay cuidado! (contestó Garduña). El señor Juan López tiene mucho que
temer, y en cuanto vea la firma de Usía,
hará todo lo que yo le mande.—¡Lo menos le debe mil fanegas de grano al
Pósito Real, y otro tanto al Pósito Pío!... Esto último contra toda ley,
pues no es ninguna viuda ni ningún labrador pobre para recibir el trigo sin
abonar creces ni recargo, sino un jugador, un
borracho y un sin vergüenza, muy amigo de faldas, que trae escandalizado el
pueblecillo...—¡Y aquel hombre ejerce autoridad!... ¡Así anda
el mundo!
—¡Te he dicho que calles! ¡Me estás distrayendo! (bramó el Corregidor).—Conque vamos al
asunto (anadió luego, mudando de tono). Son las siete y cuarto... Lo
primero que tienes que hacer es ir a casa y advertirle a la señora que no me
espere a cenar ni a dormir. Dile que esta noche me estaré trabajando aquí
hasta la hora de la queda, y que
después saldré de ronda secreta contigo, a ver si atrapamos a ciertos
malhechores... En fin, engáñala bien para que se acueste descuidada.—De
camino, dile a otro alguacil que me traiga la cena... ¡Yo no me atrevo a
parecer esta noche delante de la señora,
pues me conoce tanto, que es capaz de leer en mis pensamientos!—Encárgale a
la cocinera que ponga unos pestiños de los que se hicieron hoy, y dile a
Juanete que, sin que lo vea nadie, me alargue de la taberna medio cuartillo
de vino blanco.—En seguida te marchas al
Lugar, donde puedes hallarte muy bien a las ocho y media...
—¡A las ocho en punto estoy allí!—exclamó Garduña.
—¡No me contradigas!—rugió el Corregidor, acordándose otra vez de lo que era.
Garduña saludó.
—Hemos dicho (continuó aquél, humanizándose de nuevo) que a las ocho en
punto estás en el Lugar. Del Lugar al molino habrá... Yo creo que habrá una
media legua...
—Corta.
—¡No me interrumpas!
El Alguacil volvió a saludar.
—Corta... (prosiguió el Corregidor). Por consiguiente, a las diez...
¿:Crees tú que a las diez?...
—¡Antes de las diez! ¡A las nueve y media puede Usía llamar descuidado a
la puerta del molino!
—¡Hombre! ¡No me digas a mí lo que tengo que hacer!...—Por supuesto que tú
estarás...
—Yo estaré en todas partes... Pero mi cuartel general será la ramblilla.—¡Ah, se me
olvidaba!... Vaya Usía a pie, y no lleve linterna...
—¡Maldita la falta que me hacían tampoco esos consejos! ¿:Si creerás tú que
es la primera vez que salgo a campaña?
—Perdone Usía...—¡Ah! Otra cosa. No llame Usía a la puerta grande que da a
la plazoleta del emparrado, sino a la puertecilla que hay encima del
caz...
—¿:Encima del caz hay otra puerta?—¡Mira tú una cosa que nunca se me
hubiera ocurrido!
—Sí, señor. La puertecilla del caz da al mismísimo dormitorio de los
Molineros..., y el tío Lucas no entra ni sale nunca por ella. De forma que,
aunque volviese de pronto...
—Comprendo, comprendo... ¡No me aturdas más los oídos!
—Por último: procure Usía escurrir el bulto antes del amanecer.—Ahora
amanece a las seis...
—¡Mira otro consejo inútil!—A las cinco estaré de vuelta en mi
casa...—Pero bastante hemos hablado ya...
¡Quítate de mi presencia!
—Pues entonces, señor...¡buena suerte!—exclamó el Alguacil, alargando
lateralmente una mano al Corregidor y mirando al techo al mismo tiempo.
El Corregidor puso en aquella mano una peseta, y Garduña desapareció como
por ensalmo.
—¡Por vida de!...(murmuró el viejo al cabo de un instante). Se me ha
olvidado decirle a ese bachillero que me trajesen también una baraja! ¡Con
ella me hubiera entretenido hasta las nueve y media, viendo si me salía
aquel solitario!...
@§ XV
DESPEDIDA EN PROSA
Serían las nueve de aquella misma noche, cuando
el tío Lucas y la señá Frasquita, terminadas todas las haciendas del
molino y de la casa, se cenaron una fuente de ensalada de escarola, una
libreja de carne guisada con tomates, y algunas uvas de las que quedaban
en la consabida cesta; todo ello rociado con
un poco de vino y con grandes risotadas a costa del Corregidor: después de
lo cual miráronse afablemente los dos esposos, como muy contentos de Dios y
de sí mismos, y se dijeron, entre un par de bostezos que revelaban toda la paz y tranquilidad de sus corazones:
—Pues, señor, vamos a acostarnos, y mañana será otro día.
En aquel momento sonaron dos fuertes y ejecutivos golpes aplicados a la
puerta grande del molino.
El marido y la mujer se miraron sobresaltados.
Era la primera vez que oían llamar a su puerta a semejante hora.
—Voy a ver...—dijo la intrépida navarra, encaminándose hacia la
plazoletilla.
—¡Quita! ¡Eso me toca a mí! (exclamó el tío Lucas con tal dignidad, que la
señá Frasquita le cedió el paso).—¡Te he dicho que no salgas!—añadió
luego con dureza, viendo que la obstinada Molinera quería seguirle.
Ésta obedeció, y se quedó dentro de la casa.
—¿:Quién es?—preguntó el tío Lucas desde en medio de la plazoleta.
—¡La Justicia!—contestó una voz al otro lado del portón.
—¿:Qué Justicia?
—La del Lugar.—¡Abra V. al señor Alcalde!
El tío Lucas había aplicado entretanto un ojo a cierta mirilla muy
disimulada que tenía el portón, y reconocido a la luz de la luna al rústico
Alguacil del Lugar inmediato.
—¡Dirás que le abra al borrachón del Alguacil!—repuso el Molinero,
retirando la tranca.
—¡Es lo mismo...(contestó el de afuera); pues que traigo una orden escrita
de su Merced!—Tenga V. muy buenas noches,
tío Lucas...—agregó luego entrando, con voz menos oficial, más baja y más
gorda, como si ya fuera otro hombre.
—¡Dios te guarde, Toñuelo! (respondió el murciano).—Veamos qué orden es
esa...¡Y bien podía el señor Juan López
escoger otra hora más oportuna de dirigirse a los hombres de bien!—Por
supuesto, que la culpa será tuya.—¡Como si lo viera, te has
estado emborrachando en las huertas del camino!—¿:Quieres un trago?
—No, señor; no hay tiempo para nada. ¡Tiene V. que seguirme
inmediatamente! Lea V. la orden.
—¿:Cómo seguirte? (exclamó el tío Lucas, penetrando en el molino, después
de tomar el papel).—¡A ver, Frasquita! ¡alumbra!
La señá Frasquita soltó una cosa que tenía en la mano, y descolgó el
candil.
El tío Lucas miró rápidamente el objeto que había soltado su mujer, y
reconoció su bocacha, o sea un enorme trabuco que calzaba balas de a media
libra.
El Molinero dirigió entonces a la navarra una mirada llena de gratitud y
ternura, y le dijo, tomándole la cara:
—¡Cuánto vales!
La señá Frasquita, pálida y serena como una estatua de mármol, levantó el
candil, cogido con dos dedos, sin que el más
leve temblor agitase su pulso, y contestó secamente:
—¡Vaya, lee!
La orden decía así:
«Para el mejor servicio de S. M. el Rey Nuestro Señor (Q. D. G.), prevengo a Lucas Fernández,
molinero, de estos vecinos, que tan luego como reciba la presente orden,
comparezca ante mi autoridad sin excusa ni pretexto alguno; advirtiéndole
que, por ser asunto reservado, no lo pondrá en conocimiento de nadie: todo ello bajo las penas correspondientes,
caso de desobediencia.—El Alcalde:
Juan López.»
Y había una cruz en vez de rúbrica.
—Oye, tú. ¿:Y qué es esto? (le preguntó el tío Lucas al Alguacil). ¿:A qué viene esta orden?
—No lo sé...(contestó el rústico; hombre de unos treinta años, cuyo rostro
esquinado y avieso, propio de ladrón o de asesino, daba muy triste idea de su
sinceridad).
Creo que se trata de averiguar algo de brujería, o de moneda falsa... Pero
la cosa no va con V.... Lo llaman como testigo o como perito.—En fin, yo
no me he enterado bien del particular... El señor Juan López se lo
explicará a V. con más pelos y señales.
—¡Corriente! (exclamó el Molinero). Dile que iré mañana.
—¡Ca! ¡no, señor!... Tiene V. que venirse ahora mismo, sin perder un
minuto.—Tal es la orden que me ha dado el señor Alcalde.
Hubo un instante de silencio.
Los ojos de la señá Frasquita echaban llamas.
El tío Lucas no separaba los suyos del suelo, como si buscara alguna
cosa.
—Me concederás cuando menos (exclamó al fin, levantando la cabeza) el tiempo preciso para ir a
la cuadra y aparejar una burra...
—¡Qué burra ni qué demontre! (replicó el Alguacil). ¡Cualquiera se anda a
pie media legua! La noche está muy hermosa, y hace luna...
—Ya he visto que ha salido...—Pero yo tengo los pies muy hinchados...
—Pues entonces no perdamos tiempo. Yo le ayudaré a V. a aparejar la
bestia.
—¡Hola! ¡Hola! ¿:Temes que me escape?
—Yo no temo nada, tío Lucas...(respondió Toñuelo con la frialdad de un
desalmado). Yo soy la Justicia.
Y, hablando así, descansó armas; con lo que dejó ver el retaco que
llevaba debajo del capote.
—Pues mira, Toñuelo... (dijo la Molinera). Ya que vas a la cuadra... a
ejercer tu verdadero oficio..., hazme el favor de aparejar también la otra
burra.
—¿:Para qué?—interrogó el Molinero.
—¡Para mí!—Yo voy con vosotros.
—¡No puede ser, señá Frasquita! (objetó el Alguacil). Tengo orden de
llevarme a su marido de V. nada más, y de impedir que V. lo siga.—En ello me
van «el destino y el pescuezo.»—Así me lo advirtió el señor Juan
López.—Conque... vamos, tío Lucas...
Y se dirigió hacia la puerta.
—¡Cosa más rara!—dijo a media voz el murciano sin moverse.
—¡Muy rara!—contestó la señá Frasquita.
—Esto es algo... que yo me sé...—continuó murmurando el tío Lucas, de modo que no
pudiese oírlo Toñuelo.
—¿:Quieres que vaya yo a la ciudad (cuchicheó la navarra), y le dé aviso al
Corregidor de lo que nos sucede?...
—¡No! (respondió en alta voz el tío Lucas). ¡Eso no!
—¿:Pues qué quieres que haga?—dijo la Molinera con gran ímpetu.
—Que me mires...—respondió el antiguo soldado.
Los dos esposos se miraron en silencio, y quedaron tan satisfechos ambos
de la tranquilidad, la resolución y la energía que se comunicaron sus almas,
que acabaron por encogerse de hombros y reírse.
Después de esto, el tío Lucas encendió otro candil y se dirigió a la cuadra, diciendo al paso a Toñuelo
con socarronería:
—¡Vaya, hombre! ¡Ven y ayúdame... supuesto que eres tan amable!
Toñuelo lo siguió, canturriando una copla entre dientes.
Pocos minutos después, el tío Lucas salía del molino, caballero en una
hermosa jumenta y seguido del Alguacil.
La despedida de los esposos se había reducido a lo siguiente:
—Cierra bien...—dijo el tío Lucas.
—Embózate, que hace fresco...—dijo la señá Frasquita, cerrando con llave,
tranca y cerrojo.
Y no hubo más adiós, ni más beso, ni más abrazo, ni más mirada.
¿:Para qué?
@§ XVI
UN AVE DE MAL AGÜERO
Sigamos por nuestra parte al tío Lucas.
Ya habían andado un cuarto de legua sin hablar palabra, el Molinero subido
en la borrica, y el Alguacil arreándola con su bastón de autoridad, cuando
divisaron delante de sí, en lo alto de un repecho que hacía el camino, la sombra de un enorme pajarraco que se
dirigía hacia ellos.
Aquella sombra se destacó enérgicamente sobre el cielo, esclarecido por la
luna, dibujándose en él con tanta precisión, que el Molinero exclamó en el
acto:
—Toñuelo, ¡aquel es Garduña, con su sombrero de tres picos y sus patas de
alambre!
Mas, antes de que contestara el interpelado, la sombra, deseosa sin duda
de eludir aquel encuentro, había dejado el camino y echado a correr a campo
travieso con la velocidad de una verdadera
garduña.
—No veo a nadie...—respondió entonces Toñuelo con la mayor
naturalidad.
—Ni yo tampoco,—replicó el tío Lucas, comiéndose la partida.
Y la sospecha que ya se le ocurrió en el molino principió a adquirir
cuerpo y consistencia en el espíritu receloso del jorobado.
—Este viaje mío (díjose interiormente) es una estratagema amorosa del
Corregidor. La declaración que le oí esta tarde desde lo alto del emparrado
me demuestra que el vejete madrileño no puede esperar más. Indudablemente,
esta noche va a volver de visita al molino, y por eso ha principiado
quitándome de en medio... Pero ¿:qué importa?
¡Frasquita es Frasquita..., y no abrirá la puerta aunque le peguen fuego a
la casa!... Digo más: aunque la abriese; aunque el Corregidor lograse, por
medio de cualquier ardid, sorprender a mi excelente navarra, el pícaro viejo
saldría con las manos en la cabeza.
¡Frasquita es Frasquita!—Sin embargo (añadió al cabo de un
momento), ¡bueno será volverme esta noche a casa lo más temprano que
pueda!
Llegaron con esto al Lugar el tío Lucas y el Alguacil, y dirigiéronse a casa del señor Alcalde.
@§ XVII
UN ALCALDE DE MONTERILLA
El Sr. Juan López, que como particular y
como Alcalde era la tiranía, la ferocidad y el orgullo
personificados (cuando trataba con sus inferiores), dignábase, sin
embargo, a aquellas horas, después de despachar los asuntos oficiales y los
de su labranza y de pegarle a su mujer la
cotidiana paliza, beberse un cántaro de vino en compañía del secretario y del
sacristán, operación que iba más de mediada aquella noche, cuando el
Molinero compareció en su presencia.
—¡Hola, tío Lucas! (le dijo, rascándose la cabeza para excitar en ella la vena de los embustes).
¿:Cómo va de salud?—¡A ver, Secretario; échele V. un vaso de vino al tío
Lucas!—¿:Y la señá Frasquita? ¿:Se conserva tan guapa? ¡Ya hace mucho tiempo
que no la he visto!—Pero, hombre..., ¡qué bien sale ahora la molienda! ¡El pan de centeno parece de trigo
candeal!—Conque..., vaya... Siéntese V., y descanse; que, gracias a Dios,
no tenemos prisa.
—¡Por mi parte, maldita aquella!—contestó el tío Lucas, que hasta entonces
no había despegado los labios, pero cuyas
sospechas eran cada vez mayores al ver el amistoso recibimiento que se le
hacía, después de una orden tan terrible y apremiante.
—Pues entonces, tío Lucas (continuó el Alcalde), supuesto que no tiene V.
gran prisa, dormirá V. acá esta noche, y mañana
temprano despacharemos nuestro asuntillo...
—Me parece bien... (respondió el tío Lucas con una ironía y un disimulo
que nada tenían que envidiar a la diplomacia del Sr. Juan López).—Supuesto
que la cosa no es urgente..., pasaré la noche
fuera de mi casa.
—Ni urgente, ni de peligro para V. (añadió el Alcalde, engañado por aquel
a quien creía engañar). Puede V. estar completamente tranquilo.—Oye
tú, Toñuelo... Alarga esa media-fanega, para que se siente el tío Lucas.
—Entonces... ¡venga otro trago!—exclamó el Molinero, sentándose.
—¡Venga de ahí!—repuso el Alcalde, alargándole el vaso lleno.
—Está en buena mano... Médielo V.
—¡Pues, por su salud!—dijo el señor Juan López, bebiéndose la mitad del
vino.
—Por la de V..., señor Alcalde,—replicó el tío Lucas, apurando la otra
mitad.
—¡A ver, Manuela! (gritó entonces el Alcalde de monterilla). Dile a tu ama
que el tío Lucas se queda a dormir aquí. Que le ponga una cabecera en
el granero...
—¡Ca! no... ¡De ningún modo! Yo duermo en el pajar como un rey.
—Mire V. que tenemos cabeceras...
—¡Ya lo creo! Pero ¿:a qué quiere V. incomodar a la familia? Yo traigo mi
capote...
—Pues, señor, como V. guste.—¡Manuela! dile a tu ama que no la ponga...
—Lo que sí va V. a permitirme (continuó el tío Lucas, bostezando de un
modo atroz) es que me acueste en seguida. Anoche he tenido mucha molienda, y
no he pegado todavía los ojos...
—¡Concedido! (respondió majestuosamente el Alcalde).—Puede V. recogerse cuando quiera.
—Creo que también es hora de que nos recojamos nosotros (dijo el
Sacristán, asomándose al cántaro de vino para graduar lo que quedaba). Ya
deben de ser las diez... o poco menos.
—Las diez menos cuartillo...—notificó el Secretario, después de repartir
en los vasos el resto del vino correspondiente a aquella noche.
—¡Pues a dormir, caballeros!—exclamó el anfitrión, apurando su parte.
—Hasta mañana, señores,—añadió el Molinero, bebiéndose la suya.
—Espere V. que le alumbren...—¡Toñuelo! Lleva al tío Lucas al pajar.
—¡Por aquí, tío Lucas!...—dijo Toñuelo, llevándose también el cántaro, por si le quedaban algunas
gotas.
—Hasta mañana, si Dios quiere,—agregó el Sacristán, después de escurrir
todos los vasos.
Y se marchó, tambaleándose y cantando alegremente el De profundis.
. . . . . . . . . . .
—Pues, señor... (díjole el Alcalde al Secretario cuando se quedaron
solos). El tío Lucas no ha sospechado nada. Nos podemos acostar
descansadamente, y... ¡buena pro le haga al Corregidor!
@§ XVIII
DONDE SE VERÁ QUE EL TÍO LUCAS TENÍA EL SUEÑO MUY LIGERO
Cinco minutos después, un hombre se descolgaba
por la ventana del pajar del señor Alcalde; ventana que daba a un corralón
y que no distaría cuatro varas del suelo.
En el corralón había un cobertizo sobre una gran pesebrera, a la cual hallábanse atadas seis ú ocho
caballerías de diversa alcurnia, bien que todas ellas del sexo débil.—Los
caballos, mulos y burros del sexo fuerte formaban rancho aparte en otro local
contiguo.
El hombre desató una borrica, que por cierto estaba aparejada, y se encaminó, llevándola del diestro,
hacia la puerta del corral; retiró la tranca y desechó el cerrojo que la
aseguraban; abriola con mucho tiento, y se encontró en medio del campo.
Una vez allí, montó en la borrica, metiole los talones, y salió como una flecha con dirección a la
Ciudad;—mas no por el carril ordinario, sino atravesando siembras y
cañadas, como quien se precave contra algún mal encuentro.
Era el tío Lucas, que se dirigía a su molino.
@§ XIX
VOCES CLAMANTES IN DESERTO
¡Alcaldes a mí, que soy de Archena! (iba
diciéndose el murciano). ¡Mañana por la mañana pasaré a ver al señor
Obispo, como medida preventiva, y le contaré todo lo que me ha ocurrido esta
noche!—¡Llamarme con tanta prisa y reserva, a hora tan desusada; decirme
que venga solo; hablarme del servicio del
rey, y de moneda falsa, y de brujas, y de duendes, para echarme luego dos
vasos de vino y mandarme a dormir!... ¡La cosa no puede ser más clara!
Garduña trajo al Lugar esas instrucciones de parte del Corregidor, y esta es
la hora en que el Corregidor estará ya en
campaña contra mi mujer... ¡Quién sabe si me lo encontraré llamando a la
puerta del molino! ¡Quién sabe si me lo encontraré ya dentro!...—¡Quién
sabe!...—Pero ¿:qué voy a decir? ¡Dudar de mi navarra!... ¡Oh, esto es ofender a Dios! ¡Imposible que
ella!... ¡Imposible que mi Frasquita!... ¡Imposible!...—Mas ¿:qué estoy
diciendo? ¿:Acaso hay algo imposible en el mundo? ¿:No se casó conmigo, siendo
ella tan hermosa y yo tan feo?
Y, al hacer esta última reflexión, el pobre jorobado se echó a
llorar...
Entonces paró la burra para serenarse; se enjugó las lágrimas: suspiró
hondamente; sacó los avíos de fumar; picó y lió un cigarro de tabaco negro;
empuñó luego pedernal, yesca y eslabón, y, al cabo de algunos golpes,
consiguió encender candela.
En aquel mismo momento sintió rumor de pasos hacia el camino,—que distaría
de allí unas trescientas varas.
—¡Qué imprudente soy! (dijo). ¡Si me andará ya buscando la Justicia, y yo
me habré vendido al echar estas yescas!
Escondió, pues, la lumbre, y se apeó, ocultándose detrás de la borrica.
Pero la borrica entendió las cosas de diferente modo, y lanzó un rebuzno
de satisfacción.
—¡Maldita seas!—exclamó el tío Lucas, tratando de cerrarle la boca con las
manos.
Al propio tiempo resonó otro rebuzno en el camino, por vía de galante respuesta.
—¡Estamos aviados! (prosiguió pensando el molinero). ¡Bien dice el refrán:
el mayor mal de los males es tratar con animales!
Y, así discurriendo, volvió a montar, arreó la bestia y salió disparado en dirección contraria al sitio
en que había sonado el segundo rebuzno.
Y lo más particular fue que la persona que iba en el jumento interlocutor,
debió de asustarse del tío Lucas tanto como el tío Lucas se había asustado de
ella. Lo digo, porque apartose también del
camino, recelando sin duda que fuese un alguacil o un malhechor pagado por
D. Eugenio, y salió a escape por los sembrados de la otra banda.
El murciano, entretanto, continuó cavilando de este modo:
—¡Qué noche! ¡Qué mundo! ¡Qué vida la mía desde hace una hora! ¡Alguaciles
metidos a alcahuetes; alcaldes que conspiran contra mi honra; burros
que rebuznan cuando no es menester; y aquí, en mi pecho, un miserable
corazón que se ha atrevido a dudar de la mujer más noble que Dios ha criado!—¡Oh!
¡Dios mío, Dios mío! ¡Haz que llegue pronto a mi casa y que encuentre allí
a mi Frasquita!
Siguió caminando el tío Lucas, atravesando siembras y matorrales, hasta
que al fin, a eso de las once de la noche,
llegó sin novedad a la puerta grande del molino...
¡Condenación! ¡La puerta del molino estaba abierta!
@§ XX
LA DUDA Y LA REALIDAD
Estaba abierta... ¡y él, al marcharse, había oído
a su mujer cerrarla con llave, tranca y cerrojo!
Por consiguiente, nadie más que su propia mujer había podido abrirla.
Pero ¿:cómo? ¿:cuándo? ¿:por qué?—¿:De resultas de un engaño? ¿:A consecuencia de una
orden?—¿:O bien deliberada y voluntariamente, en virtud de previo acuerdo
con el Corregidor?
¿:Qué iba a ver? ¿:Qué iba a saber? ¿:Qué le aguardaba dentro de su casa?—¿:Se
habría fugado la señá Frasquita? ¿:Se la
habrían robado? ¿:Estaría muerta?—¿:O estaría en brazos de su rival?
—El Corregidor contaba con que yo no podría venir en toda la noche... (se
dijo lúgubremente el tío Lucas). El Alcalde del Lugar tendría orden hasta de
encadenarme, antes que permitirme
volver...—¿:Sabía todo esto Frasquita? ¿:Estaba en el complot?—¿:O ha
sido víctima de un engaño, de una violencia, de una infamia?
No empleó más tiempo el sin ventura en hacer todas estas crueles
reflexiones que el que tardó en atravesar la
plazoletilla del emparrado.
También estaba abierta la puerta de la casa, cuyo primer aposento (como en
todas las viviendas rústicas) era la cocina...
Dentro de la cocina no había nadie.
Sin embargo, una enorme fogata ardía en la chimenea...; ¡chimenea que él
dejó apagada, y que no se encendía nunca hasta muy entrado el mes de
Diciembre!
Por último, de uno de los ganchos de la espetera pendía un candil encendido...
¿:Qué significaba todo aquello? ¿:Y cómo se compadecía semejante aparato de
vigilia y de sociedad con el silencio de muerte que reinaba en la casa?
¿:Qué había sido de su mujer?
Entonces, y sólo entonces, reparó el tío Lucas en unas ropas que había
colgadas en los espaldares de dos o tres sillas puestas alrededor de la
chimenea...
Fijó la vista en aquellas ropas, y lanzó un rugido tan intenso, que se le
quedó atravesado en la garganta, convertido
en sollozo mudo y sofocante.
Creyó el infortunado que se ahogaba, y se llevó las manos al cuello,
mientras que, lívido, convulso, con los ojos desencajados, contemplaba
aquella vestimenta, poseído de tanto horror como el reo en capilla a quien
le presentan la hopa.
Porque lo que allí veía era la capa de grana, el sombrero de tres picos,
la casaca y la chupa de color de tórtola, el calzón de seda negra, las medias
blancas, los zapatos con hebilla y hasta el bastón, el espadín y los guantes del execrable Corregidor... ¡Lo que
allí veía era la hopa de su ignominia, la mortaja de su honra, el sudario
de su ventura!
El terrible trabuco seguía en el mismo rincón en que dos horas antes lo
dejó la navarra...
El tío Lucas dio un salto de tigre, y se apoderó de él.—Sondeó el cañón
con la baqueta, y vio que estaba cargado. Miró la piedra, y halló que estaba
en su lugar.
Volviose entonces hacia la escalera que conducía a la cámara en que había
dormido tantos años con la señá Frasquita, y
murmuró sordamente:
—¡Allí están!
Avanzó, pues, un paso en aquella dirección; pero en seguida se detuvo para
mirar en torno de sí y ver si alguien lo estaba observando...
—¡Nadie! (dijo mentalmente). ¡Sólo Dios..., y Ese... ha querido esto!
Confirmada así la sentencia, fue a dar otro paso, cuando su errante mirada
distinguió un pliego que había sobre la mesa...
Verlo, y haber caído sobre él, y tenerlo entre sus garras, fue todo cosa
de un segundo.
¡Aquel papel era el nombramiento del sobrino de la señá Frasquita, firmado
por D. Eugenio de Zúñiga y Ponce de León!
—¡Este ha sido el precio de la venta! (pensó el tío Lucas, metiéndose el
papel en la boca para sofocar sus gritos y dar alimento a su rabia). ¡Siempre
recelé que quisiera a su familia más que a mí!—¡Ah! ¡No hemos tenido
hijos!... ¡He aquí la causa de todo!
Y el infortunado estuvo a punto de volver a llorar.
Pero luego se enfureció nuevamente, y dijo con un ademán terrible, ya que
no con la voz:
—¡Arriba! ¡Arriba!
Y empezó a subir la escalera, andando a gatas con una mano, llevando el trabuco en la otra, y con el
papel infame entre los dientes.
En corroboración de sus lógicas sospechas, al llegar a la puerta del
dormitorio (que estaba cerrada), vio que salían algunos rayos de luz por las
junturas de las tablas y por el ojo de la
llave.
—¡Aquí están!—volvió a decir.
Y se paró un instante, como para pasar aquel nuevo trago de amargura.
Luego continuó subiendo... hasta llegar a la puerta misma del dormitorio.
Dentro de él no se oía ningún ruido.
—¡Si no hubiera nadie!—le dijo tímidamente la esperanza.
Pero en aquel mismo instante el infeliz oyó toser dentro del cuarto...
¡Era la tos medio asmática del Corregidor!
¡No cabía duda! ¡No había tabla de salvación en aquel naufragio!
El Molinero sonrió en las tinieblas de un modo horroroso.—¿:Cómo no brillan en la obscuridad
semejantes relámpagos? ¿:Qué es todo el fuego de las tormentas comparado
con el que arde a veces en el corazón del hombre?
Sin embargo, el tío Lucas (tal era su alma, como ya dijimos en otro lugar) principió a tranquilizarse,
no bien oyó la tos de su enemigo...
La realidad le hacía menos daño que la duda.—Según le anunció él mismo
aquella tarde a la señá Frasquita, desde el punto y hora en que perdía la
única fe que era vida de su alma, empezaba a convertirse en
un hombre nuevo.
Semejante al moro de Venecia (con quien ya lo comparamos al describir su
carácter), el desengaño mataba en él de un solo golpe todo el amor,
transfigurando de paso la índole de su
espíritu y haciéndole ver el mundo como una región extraña a que acabara de
llegar. La única diferencia consistía en que el tío Lucas era
por idiosincrasia menos trágico, menos austero y más egoísta que el
insensato sacrificador de Desdémona.
¡Cosa rara, pero propia de tales situaciones! La duda, o sea la esperanza
(que para el caso es lo mismo), volvió todavía a mortificarle un
momento...
—¡Si me hubiera equivocado! (pensó). ¡Si la tos hubiese sido de
Frasquita!...
En la tribulación de su infortunio, olvidábasele que había visto las ropas
del Corregidor cerca de la chimenea; que había encontrado abierta la puerta
del molino; que había leído la credencial de su infamia...
Agachose, pues, y miró por el ojo de la llave, temblando de incertidumbre y de zozobra.
El rayo visual no alcanzaba a descubrir más que un pequeño triángulo de
cama, por la parte del cabecero... ¡Pero precisamente en aquel pequeño
triángulo se veía un extremo de las almohadas, y sobre las almohadas la cabeza del Corregidor!
Otra risa diabólica contrajo el rostro del Molinero.
Dijérase que volvía a ser feliz...
—¡Soy dueño de la verdad!... ¡Meditemos!—murmuró, irguiéndose
tranquilamente.
Y volvió a bajar la escalera con el mismo tiento que empleó para
subirla...
—El asunto es delicado... Necesito reflexionar. Tengo tiempo de sobra para
todo...—iba pensando mientras bajaba.
Llegado que hubo a la cocina, sentose en medio de ella, y ocultó la frente
entre las manos.
Así permaneció mucho tiempo, hasta que lo despertó de su meditación un
leve golpe que sintió en un pie...
Era el trabuco que se había deslizado de sus rodillas, y que le hacía aquella especie de seña...
—¡No¡ ¡Te digo que no! (murmuró el tío Lucas, encarándose con el
arma).—¡No me convienes! Todo el mundo tendría lástima de ellos..., ¡y
a mí me ahorcarían! ¡Se trata de un Corregidor..., y matar a un Corregidor es todavía en España cosa
indisculpable! Dirían que lo maté por infundados celos, y que luego lo
desnudé y lo metí en mi cama... Dirían, además, que maté a mi mujer por
simples sospechas... ¡Y me ahorcarían! ¡Vaya si me ahorcarían!—Además, yo
habría dado muestras de tener muy poca alma,
muy poco talento, si al remate de mi vida fuera digno de compasión! ¡Todos
se reirían de mí! ¡Dirían que mi desventura era muy natural, siendo yo
jorobado y Frasquita tan hermosa!—¡Nada! ¡no! Lo que yo necesito es vengarme, y, después de vengarme,
triunfar, despreciar, reír, reírme mucho, reírme de todos..., evitando por
tal medio que nadie pueda burlarse nunca de esta jiba que yo he llegado a
hacer hasta envidiable, y que tan grotesca sería en una horca!
Así discurrió el tío Lucas, tal vez sin darse cuenta de ello puntualmente,
y, en virtud de semejante discurso, colocó el arma en su sitio, y principió a
pasearse con los brazos atrás y la cabeza baja, como buscando su
venganza en el suelo, en la tierra, en las ruindades de la vida, en alguna bufonada ignominiosa y ridícula
para su mujer y para el Corregidor, lejos de buscar aquella misma venganza
en la justicia, en el desafío, en el perdón, en el cielo..., como hubiera
hecho en su lugar cualquier otro hombre de condición menos rebelde que la suya a toda imposición de la naturaleza, de la
sociedad o de sus propios sentimientos.
De repente, paráronse sus ojos en la vestimenta del Corregidor...
Luego se paró él mismo...
Después fue demostrando poco a poco en su semblante una alegría, un gozo,
un triunfo indefinibles...; hasta que, por último, se echó a reír de una
manera formidable..., esto es, a grandes carcajadas, pero sin hacer ningún
ruido (a fin de que no lo oyesen desde arriba), metiéndose los puños por los ijares para
no reventar, estremeciéndose todo como un epiléptico, y teniendo que
concluir por dejarse caer en una silla hasta que le pasó aquella convulsión
de sarcástico regocijo.—Era la propia risa de Mefistófeles.
No bien se sosegó, principió a desnudarse con una celeridad febril; colocó
toda su ropa en las mismas sillas que ocupaba la del Corregidor; púsose
cuantas prendas pertenecían a éste, desde los zapatos de hebilla hasta el
sombrero de tres picos; ciñose el espadín; embozose en la capa de grana; cogió el bastón y los
guantes, y salió del molino y se encaminó a la Ciudad, balanceándose de la
propia manera que solía D. Eugenio de Zúñiga, y diciéndose de vez en cuando
esta frase, que compendiaba su pensamiento:
¡También la Corregidora es guapa!
@§ XXI
¡EN GUARDIA, CABALLERO!
Abandonemos por ahora al tío Lucas, y
enterémonos de lo que había ocurrido en el molino desde que dejamos allí
sola a la señá Frasquita hasta que su esposo volvió a él y se encontró con
tan estupendas novedades.
Una hora habría pasado después que el tío Lucas se marchó con Toñuelo, cuando la afligida navarra, que
se había propuesto no acostarse hasta que regresara su marido, y que
estaba haciendo calceta en su dormitorio, situado en el piso de arriba, oyó
lastimeros gritos fuera de la casa, hacia el paraje, allí muy próximo, por
donde corría el agua del caz.
—¡Socorro, que me ahogo! ¡Frasquita! ¡Frasquita!...—exclamaba una voz de
hombre, con el lúgubre acento de la desesperación.
—¿:Si será Lucas?—pensó la navarra, llena de un terror que no necesitamos describir.
En el mismo dormitorio había una puertecilla, de que ya nos habló Garduña,
y que daba efectivamente sobre la parte alta del caz.—Abriola sin vacilación
la señá Frasquita, por más que no hubiera reconocido la voz que pedía auxilio, y encontrose de manos a boca
con el Corregidor, que en aquel momento salía todo chorreando de la
impetuosísima acequia...
—¡Dios me perdone! ¡Dios me perdone! (balbuceaba el infame viejo).—¡Creí
que me ahogaba!
—¡Cómo! ¿:Es V.? ¿:Qué significa? ¿:Cómo se atreve? ¿:A qué viene V. a estas
horas?...—gritó la Molinera con más indignación que espanto,
pero retrocediendo maquinalmente.
—¡Calla! ¡Calla, mujer! (tartamudeó el Corregidor, colándose en el aposento detrás de ella). Yo te lo
diré todo... ¡He estado para ahogarme! ¡El agua me llevaba ya como a una
pluma!—¡Mira, mira cómo me he puesto!
—¡Fuera, fuera de aquí! (replicó la señá Frasquita con mayor violencia). ¡No tiene V. nada que
explicarme!... ¡Demasiado lo comprendo todo! ¿:Qué me importa a mí que V.
se ahogue? ¿:Lo he llamado yo a V.?—¡Ah! ¡Qué infamia! ¡Para esto ha
mandado V. prender a mi marido!
—Mujer, escucha...
—¡No escucho! ¡Márchese V. inmediatamente, señor Corregidor!... ¡Márchese
V., o no respondo de su vida!...
—¿:Qué dices?
—¡Lo que V. oye!—Mi marido no está en casa; pero yo me basto para hacerla
respetar. ¡Márchese V. por donde ha venido, si no quiere que yo le
arroje otra vez al agua con mis propias manos!
—¡Chica, chica! ¡no grites tanto, que no soy sordo!... (exclamó el viejo libertino). ¡Cuando yo
estoy aquí, por algo será!... Vengo a libertar al tío Lucas, a quien ha
preso por equivocación un alcalde de monterilla...—Pero, ante todo, necesito
que me seques estas ropas... ¡Estoy calado hasta los huesos!
—¡Le digo a V. que se marche!
—¡Calla, tonta!... ¿:Qué sabes tú?—Mira... aquí te traigo el nombramiento
de tu sobrino...—Enciende la lumbre, y hablaremos...—Por lo
demás, mientras se seca la ropa, yo me acostaré en esta cama...
—¡Ah, ya! ¿:Conque declara V. que venía por mí? ¿:Conque declara V. que para
eso ha mandado arrestar a mi Lucas? ¿:Conque traía V. su nombramiento
y todo?—¡Santos y Santas del cielo! ¿:Qué se habrá figurado de mí este
mamarracho?
—¡Frasquita! ¡soy el Corregidor!
—¡Aunque fuera V. el Rey! A mí, ¿:qué?—¡Yo soy la mujer de mi marido, y el
ama de mi casa!—¿:Cree V. que yo me asusto de los Corregidores? ¡Yo sé ir a
Madrid, y al fin del mundo, a pedir justicia contra el viejo insolente que así arrastra su autoridad
por los suelos! Y, sobre todo, yo sabré mañana ponerme la mantilla, e ir a
ver a la señora Corregidora...
—¡No harás nada de eso! (repuso el Corregidor, perdiendo la paciencia, o
mudando de táctica). No harás nada de eso;
porque yo te pegaré un tiro, si veo que no entiendes de razones...
—¡Un tiro!—exclamó la señá Frasquita con voz sorda.
—Un tiro, sí... Y de ello no me resultará perjuicio alguno. Casualmente he dejado dicho en la ciudad
que salía esta noche a caza de criminales...—¡Conque no seas necia... y
quiéreme... como yo te adoro!
—Señor Corregidor; ¿:un tiro?—volvió a decir la navarra, echando los brazos
atrás y el cuerpo hacia adelante, como para
lanzarse sobre su adversario.
—Si te empeñas, te lo pegaré, y así me veré libre de tus amenazas y de tu
hermosura...—respondió el Corregidor, lleno de miedo y sacando un par
de cachorrillos.
—¿:Conque pistolas también? ¡Y en la otra faltriquera el nombramiento de mi sobrino! (dijo la
señá Frasquita, moviendo la cabeza de arriba abajo).—Pues, señor, la
elección no es dudosa.—Espere Usía un momento; que voy a encender la
lumbre.
Y, así hablando, se dirigió rápidamente a la escalera, y la bajó en tres brincos.
El Corregidor cogió la luz, y salió detrás de la Molinera, temiendo que se
escapara; pero tuvo que bajar mucho más despacio, de cuyas resultas, cuando
llegó a la cocina, tropezó con la navarra, que volvía ya en su busca.
—¿:Conque decía V. que me iba a pegar un tiro? (exclamó aquella indomable
mujer dando un paso atrás).—Pues, ¡en guardia, caballero; que yo ya lo
estoy!
Dijo, y se echó a la cara el formidable trabuco que tanto papel representa en esta historia.
—¡Detente, desgraciada! ¿:Qué vas a hacer? (gritó el Corregidor, muerto de
susto). Lo de mi tiro era una broma... Mira... Los cachorrillos están
descargados.—En cambio, es verdad lo del nombramiento...—Aquí lo tienes... Tómalo... Te lo regalo...
Tuyo es... de balde, enteramente de balde...
Y lo colocó temblando sobre la mesa.
—¡Ahí está bien! (repuso la navarra). Mañana me servirá para encender la
lumbre, cuando le guise el almuerzo a mi
marido.—¡De V. no quiero ya ni la gloria; y, si mi sobrino viniese alguna vez
de Estella, sería para pisotearle a V. la fea mano con que ha escrito su
nombre en ese papel indecente!—¡Ea, lo dicho! ¡Márchese V. de mi casa!—¡Aire!
¡aire! ¡pronto!... ¡que ya se me sube la
pólvora a la cabeza!
El Corregidor no contestó a este discurso. Habíase puesto lívido, casi
azul; tenía los ojos torcidos, y un temblor como de terciana agitaba todo su
cuerpo. Por último, principió a castañetear los dientes, y cayó al suelo, presa de una convulsión espantosa.
El susto del caz, lo muy mojadas que seguían todas sus ropas, la violenta
escena del dormitorio, y el miedo al trabuco con que le apuntaba la navarra,
habían agotado las fuerzas del enfermizo anciano.
—¡Me muero! (balbuceó).—¡Llama a Garduña!... Llama a Garduña, que estará
ahí... en la ramblilla...—¡Yo no debo morirme en esta casa!...
No pudo continuar. Cerró los ojos, y se quedó como muerto.
—¡Y se morirá como lo dice! (prorrumpió la señá Frasquita).—Pues, señor,
¡esta es la más negra! ¿:Qué hago yo ahora con este hombre en mi casa?
¿:Qué dirían de mí, si se muriese? ¿:Qué diría Lucas?... ¿:Cómo podría
justificarme, cuando yo misma le he abierto
la puerta?—¡Oh! no... Yo no debo quedarme aquí con él. ¡Yo debo buscar a mi
marido; yo debo escandalizar el mundo antes de comprometer mi honra!
Tomada esta resolución, soltó el trabuco, fuese al corral, cogió la burra
que quedaba en él, la aparejó de cualquier modo, abrió
la puerta grande de la cerca, montó de un salto, a pesar de sus carnes, y se
dirigió a la ramblilla.
—¡Garduña! ¡Garduña!—iba gritando la navarra, conforme se acercaba a aquel
sitio.
—¡Presente! (respondió al cabo el Alguacil, apareciendo detrás de un
seto).—¿:Es V., señá Frasquita?
—Sí, soy yo.—¡Ve al molino, y socorre a tu amo, que se está
muriendo!...
—¿:Qué dice V.?—¡Vaya un maula!
—Lo que oyes, Garduña...
—¿:Y V., alma mía? ¿:Adónde va a estas horas?
—¿:Yo?...—¡Quita allá, badulaque!—Yo voy... ¡a la Ciudad por un
médico!—contestó la señá Frasquita, arreando la burra con un talonazo y a
Garduña con un puntapié.
Y tomó..., no el camino de la Ciudad, como acababa de decir, sino el del
Lugar inmediato.
Garduña no reparó en esta última circunstancia; pues iba ya dando
zancajadas hacia el molino y discurriendo al
par de esta manera:
—¡Va por un médico!... ¡La infeliz no puede hacer más!—¡Pero él es un
pobre hombre!—¡Famosa ocasión de ponerse malo!... ¡Dios le da confites
a quien no puede roerlos!
@§ XXII
GARDUÑA SE MULTIPLICA
Cuando Garduña llegó al molino, el Corregidor
principiaba a volver en sí, procurando levantarse del suelo.
En el suelo también, y a su lado, estaba el velón encendido que bajó Su
Señoría del dormitorio.
—¿:Se ha marchado ya?—fue la primera frase de D. Eugenio.
—¿:Quién?
—¡El demonio!... Quiero decir, la Molinera....
—Sí, señor... Ya se ha marchado..., y no creo que iba de muy buen humor...
—¡Ay, Garduña! Me estoy muriendo....
—Pero ¿:qué tiene Usía?—¡Por vida de los hombres!...
Me he caído en el caz, y estoy hecho una sopa.... ¡Los huesos se me parten
de frío!
—¡Toma, toma! ¡ahora salimos con eso!
—¡Garduña!... ¡ve lo que te dices!...
—Yo no digo nada, señor....
—Pues bien: sácame de este apuro....
—Voy volando.... ¡Verá Usía qué pronto lo arreglo todo!
Así dijo el Alguacil, y, en un periquete, cogió la luz con una mano, y con
la otra se metió al Corregidor debajo del brazo; subiolo al dormitorio;
púsolo en cueros; acostolo en la cama; corrió al jaraiz;
reunió un brazado de leña; fue a la cocina; hizo una gran lumbre; bajó
todas las ropas de su amo; colocolas en los espaldares de dos o tres sillas;
encendió un candil; lo colgó de la espetera, y tornó a subir a la cámara.
—¿:Qué tal vamos?—preguntole entonces a D. Eugenio, levantando en alto el
velón para verle mejor el rostro.
—¡Admirablemente! ¡Conozco que voy a sudar!—¡Mañana te ahorco, Garduña!
—¿:Por qué, señor?
—¿:Y te atreves a preguntármelo? ¿:Crees tú que, al seguir el plan que me
trazaste, esperaba yo acostarme solo en esta cama, después de recibir por
segunda vez el sacramento del bautismo?—¡Mañana mismo te ahorco!
—Pero cuénteme Usía algo...—¿:La señá Frasquita?...
—La señá Frasquita ha querido asesinarme. ¡Es todo lo que he logrado con
tus consejos!—Te digo que te ahorco mañana
por la mañana.
—¡Algo menos será, señor Corregidor!—repuso el Alguacil.
—¿:Por qué lo dices, insolente? ¿:Porque me ves aquí postrado?
—No, señor. Lo digo, porque la señá Frasquita no ha debido de mostrarse
tan inhumana como Usía cuenta, cuando ha ido a la Ciudad a buscarle un
médico....
—¡Dios santo! ¿:Estás seguro de que ha ido a la Ciudad?—exclamó D. Eugenio
más aterrado que nunca.
—A lo menos, eso me ha dicho ella....
—¡Corre, corre, Garduña!—¡Ah! ¡estoy perdido sin remedio!—¿:Sabes a qué va
la señá Frasquita a la Ciudad? ¡A contárselo todo a mi mujer!...
¡A decirle que estoy aquí!—¡Oh, Dios mío, Dios mío! ¿:Cómo había yo de figurarme esto? ¡Yo creí que
se habría ido al Lugar en busca de su marido; y, como lo tengo allí a buen
recaudo, nada me importaba su viaje! Pero ¡irse a la Ciudad!...—¡Garduña,
corre, corre..., tú que eres andarín, y evita mi perdición! ¡Evita que la terrible Molinera entre en mi
casa!
—¿:Y no me ahorcará Usía si lo consigo?—preguntó irónicamente el
Alguacil.
—¡Al contrario! Te regalaré unos zapatos en buen uso, que me están
grandes. ¡Te regalaré todo lo que quieras!
—Pues voy volando. Duérmase Usía tranquilo. Dentro de media hora estoy
aquí de vuelta, después de dejar en la cárcel a la navarra.—¡Para algo soy
más ligero que una borrica!
Dijo Garduña, y desapareció por la escalera abajo.
Se cae de su peso que, durante aquella ausencia del Alguacil, fue cuando
el Molinero estuvo en el molino y vio visiones por el ojo de la llave.
Dejemos, pues, al Corregidor sudando en el lecho ajeno, y a Garduña corriendo hacia la Ciudad
(adonde tan pronto había de seguirle el tío Lucas con sombrero de tres
picos y capa de grana), y, convertidos también nosotros en andarines, volemos
con dirección al Lugar, en seguimiento de la valerosa señá Frasquita.
@§ XXIII
OTRA VEZ EL DESIERTO Y LAS CONSABIDAS VOCES
La única aventura que le ocurrió a la navarra en
su viaje desde el molino al pueblo, fue asustarse un poco al notar que
alguien echaba yescas en medio de un sembrado.
—¿:Si será un esbirro del Corregidor? ¿:Si irá a detenerme?—pensó la Molinera.
En esto se oyó un rebuzno hacia aquel mismo lado.
—¡Burros en el campo a estas horas! (siguió pensando la señá
Frasquita.)—Pues lo que es por aquí no hay ninguna huerta ni
cortijo....—¡Vive Dios que los duendes se
están despachando esta noche a su gusto! Porque la borrica de mi marido no
puede ser....—¿:Qué haría mi Lucas, a media noche, parado fuera de
camino?
—¡Nada! ¡nada! ¡Indudablemente es un espía!
La burra que montaba la señá Frasquita creyó oportuno rebuznar también en
aquel instante.
—¡Calla, demonio!—le dijo la navarra, clavándole un alfiler de a ochavo en
mitad de la cruz.
Y, temiendo algún encuentro que no le conviniese, sacó también su bestia fuera del camino y la hizo
trotar por otros sembrados.
Sin más accidente, llegó a las puertas del Lugar, a tiempo que serían las
once de la noche.
@§ XXIV
UN REY DE ENTONCES
Hallábase ya durmiendo la mona el señor
Alcalde, vuelta la espalda a la espalda de su mujer (y formando así con
ésta la figura de águila austriaca de dos cabezas que dice nuestro
inmortal Quevedo), cuando Toñuelo llamó a la puerta de la cámara nupcial, y
avisó al Sr. Juan López que la señá
Frasquita, la del molino, quería hablarle.
No tenemos para qué referir todos los gruñidos y juramentos inherentes al
acto de despertar y vestirse el Alcalde de monterilla, y nos trasladamos
desde luego al instante en que la Molinera
lo vio llegar, desperezándose como un gimnasta que ejercita la
musculatura, y exclamando en medio de un bostezo interminable:
—¡Téngalas V. muy buenas, señá Frasquita!—¿:Qué le trae a V. por aquí? ¿:No
le dijo a V. Toñuelo que se quedase en el
molino? ¿:Así desobedece V. a la Autoridad?
—¡Necesito ver a mi Lucas! (respondió la navarra). ¡Necesito verlo al
instante!—¡Que le digan que está aquí su mujer!
—¡Necesito! ¡necesito!—Señora, ¡a V. se le olvida que está hablando con el
Rey!...
—¡Déjeme V. a mí de reyes, Sr. Juan, que no estoy para bromas! ¡Demasiado
sabe V. lo que me sucede!
¡Demasiado sabe para qué ha preso a mi marido!
—Yo no sé nada, señá Frasquita.... Y en cuanto a su marido de V., no está
preso, sino durmiendo tranquilamente en esta su casa, y tratado como yo trato
a las personas.—¡A ver, Toñuelo! ¡Toñuelo! Anda al pajar, y dile al tío Lucas que se despierte y
venga corriendo....—Conque vamos... ¡cuénteme V. lo que pasa!... ¿:Ha
tenido V. miedo de dormir sola?
—¡No sea V. desvergonzado, señor Juan! ¡Demasiado sabe V. que a mí no me
gustan sus bromas ni sus veras! Lo que me
pasa es una cosa muy sencilla: que V. y el señor Corregidor han querido
perderme; ¡pero que se han llevado un solemne chasco! ¡Yo estoy aquí sin
tener de qué abochornarme, y el señor Corregidor se queda en el molino
muriéndose!...
—¡Muriéndose el Corregidor! (exclamó su subordinado). Señora, ¿:sabe V. lo
que se dice?
—¡Lo que V. oye! Se ha caído en el caz, y casi se ha ahogado, o ha cogido
una pulmonía, o yo no sé... ¡Eso es cuenta de la Corregidora! Yo vengo a
buscar a mi marido, sin perjuicio de salir
mañana mismo para Madrid, donde le contaré al Rey....
—¡Demonio, demonio! (murmuró el Sr. Juan López).—¡A ver, Manuela!...
¡muchacha!... Anda y aparéjame la mulilla....—Señá Frasquita al molino voy.... ¡Desgraciada de V. si le ha hecho
algún daño al señor Corregidor!
—¡Señor Alcalde, señor Alcalde! (exclamó en esto Toñuelo, entrando más
muerto que vivo). El tío Lucas no está en el pajar. Su burra no se halla
tampoco en los pesebres, y la puerta del corral esta
abierta.... ¡De modo que el pájaro se ha escapado!
—¿:Qué estás diciendo?—gritó el señor Juan López.
—¡Virgen del Carmen! ¿:Qué va a pasar en mi casa? (exclamó la señá
Frasquita). ¡Corramos, señor Alcalde; no
perdamos tiempo!... Mi marido va a matar al Corregidor al encontrarlo allí a
estas horas....
—¿:Luego V. cree que el tío Lucas está en el molino?
—¿:Pues no lo he de creer?—Digo más... cuando yo venía me he cruzado con él
sin conocerlo. ¡Él era sin duda uno que
echaba yescas en medio de un sembrado!—¡Dios mío! ¡Cuando piensa una que
los animales tienen más entendimiento que las personas!—Porque ha de saber
V., señor Juan, que indudablemente nuestras dos burras se reconocieron y se
saludaron, mientras que mi Lucas y yo ni nos
saludamos ni nos reconocimos.... ¡Antes bien huimos el uno del otro,
tomándonos mutuamente por espías!...
—¡Bueno está su Lucas de V.! (replicó el Alcalde).—En fin, vamos andando,
y ya veremos lo que hay que hacer con todos
Vds. ¡Conmigo no se juega! ¡Yo soy el Rey!... Pero no un rey como el que
ahora tenemos en Madrid, o sea en el Pardo, sino como aquel que hubo en
Sevilla, a quien llamaban D. Pedro el Cruel.—¡A ver, Manuela! ¡Tráeme el
bastón, y dile a tu ama que me marcho!
Obedeció la sirvienta (que era por cierto más buena moza de lo que
convenía a la Alcaldesa y a la moral), y, como la mulilla del Sr. Juan López
estuviese ya aparejada, la señá Frasquita y él salieron para el molino, seguidos del indispensable Toñuelo.
@§ XXV
LA ESTRELLA DE GARDUÑA
Precedámosles nosotros, supuesto que tenemos
carta blanca para andar más de prisa que nadie.
Garduña se hallaba ya de vuelta en el molino, después de haber buscado a
la señá Frasquita por todas las calles de la Ciudad.
El astuto Alguacil había tocado de camino en el Corregimiento, donde lo
encontró todo muy sosegado. Las puertas seguían abiertas como en medio del
día, según es costumbre cuando la Autoridad está en la calle ejerciendo
sus sagradas funciones. Dormitaban en la meseta de la escalera y en el recibimiento otros
alguaciles y ministros, esperando descansadamente a su amo; mas, cuando
sintieron llegar a Garduña, desperezáronse dos o tres de ellos, y le
preguntaron al que era su decano y jefe inmediato:
—¿:Viene ya el señor?
—¡Ni por asomo!—Estaos quietos.—Vengo a saber si ha habido novedad en la
casa....
—Ninguna.
—¿:Y la Señora?
—Recogida en sus aposentos.
—¿:No ha entrado una mujer por estas puertas hace poco?
—Nadie ha parecido por aquí en toda la noche....
—Pues no dejéis entrar a persona alguna, sea quien sea y diga lo que diga.
¡Al contrario! Echadle mano al mismo lucero del alba que venga a preguntar
por el Señor o por la Señora, y llevadlo a la cárcel.
—¿:Parece que esta noche se anda a caza de pájaros de cuenta?—preguntó uno
de los esbirros.
—¡Caza mayor!—añadió otro.
—¡Mayúscula! (respondió Garduña solemnemente.) ¡Figuraos si la cosa será
delicada, cuando el señor Corregidor y yo
hacemos la batida por nosotros mismos!...—Conque... hasta luego, buenas
piezas, y ¡mucho ojo!
—Vaya V. con Dios, señor Bastián,—repusieron todos, saludando a Garduña.
—¡Mi estrella se eclipsa! (murmuró éste al salir del Corregimiento.)
¡Hasta las mujeres me engañan! La Molinera se encaminó al Lugar en busca de
su esposo, en vez de venirse a la Ciudad...—¡Pobre Garduña! ¿:Qué se ha
hecho de tu olfato?
Y, discurriendo de este modo, tomó la vuelta del molino.
Razón tenía el Alguacil para echar de menos su antiguo olfato, pues que no
venteó a un hombre que se escondía en aquel momento detrás de unos mimbres, a
poca distancia de la ramblilla, y el cual
exclamó para su capote, o más bien para su capa de grana:
—¡Guarda, Pablo! ¡Por allí viene Garduña!... Es menester que no me
vea....
Era el tío Lucas, vestido de Corregidor, que se dirigía
a la Ciudad, repitiendo de vez en cuando su diabólica frase:
—¡También la Corregidora es guapa!
Pasó Garduña sin verlo, y el falso Corregidor dejó su escondite y penetró
en la población...
Poco después llegaba el Alguacil al molino, según dejamos indicado.
@§ XXVI
REACCIÓN
El Corregidor seguía en la cama, tal y como
acababa de verlo el tío Lucas por el ojo de la llave.
—¡Qué bien sudo, Garduña! ¡Me he salvado de una enfermedad! (exclamó tan
luego como penetró el Alguacil en la estancia).—¿:Y la señá Frasquita? ¿:Has
dado con ella? ¿:Viene contigo? ¿:Ha hablado
con la Señora?
—La Molinera, señor (respondió Garduña con angustiado acento), me engañó
como a un pobre hombre; pues no se fue a la Ciudad, sino al pueblecillo...,
en busca de su esposo.—Perdone Usía la
torpeza...
—¡Mejor! ¡mejor! (dijo el madrileño, con los ojos chispeantes de maldad).
¡Todo se ha salvado entonces! Antes de que amanezca estarán caminando para
las cárceles de la Inquisición, atados codo con codo, el tío Lucas y la señá Frasquita, y allí se pudrirán sin
tener a quien contarle sus aventuras de esta noche.—Tráeme la ropa,
Garduña, que ya estará seca... ¡Tráemela, y vísteme! ¡El amante se va a
convertir en Corregidor!...
Garduña bajó a la cocina por la ropa.
. . . . . . . . . . .
@§ XXVII
¡FAVOR AL REY!
Entretanto, la señá Frasquita, el Sr. Juan López
y Toñuelo avanzaban hacia el molino, al cual llegaron pocos minutos
después.
—¡Yo entraré delante! (exclamó el Alcalde de monterilla). ¡Para algo soy
la Autoridad!—Sígueme, Toñuelo, y V., sená
Frasquita, espérese a la puerta hasta que yo la llame.
Penetró, pues, el Sr. Juan López bajo la parra, donde vio a la luz de la
luna un hombre casi jorobado, vestido como solía el Molinero, con chupetín y
calzón de paño pardo, faja negra, medias
azules, montera murciana de felpa, y el capote de monte al hombro.
—¡Él es! (gritó el Alcalde). ¡Favor al Rey!—¡Entréguese V., tío Lucas!
El hombre de la montera intentó meterse en el molino.
—¡Date!—gritó a su vez Toñuelo, saltando sobre él, cogiéndolo por el
pescuezo, aplicándole una rodilla al espinazo y haciéndole rodar por
tierra.
Al mismo tiempo, otra especie de fiera saltó sobre Toñuelo, y, agarrándolo
de la cintura, lo tiró sobre el empedrado y
principió a darle de bofetones.
Era la señá Frasquita, que exclamaba:
—¡Tunante! ¡Deja a mi Lucas!
Pero, en esto, otra persona, que había aparecido llevando del diestro una
borrica, metiose resueltamente entre los dos, y trató de salvar a
Toñuelo...
Era Garduña, que, tomando al Alguacil del Lugar por D. Eugenio de Zúñiga,
le decía a la Molinera:
—¡Señora, respete V. a mi amo!
Y la derribó de espaldas sobre el lugareño.
La seña Frasquita, viéndose entre dos fuegos, descargó entonces a Garduña
tal revés en medio del estómago, que le hizo caer de boca tan largo como
era.
Y, con él, ya eran cuatro las personas que rodaban por el suelo.
El Sr. Juan López impedía entretanto levantarse al supuesto tío Lucas,
teniéndole plantado un pie sobre los riñones.
—¡Garduña! ¡Socorro! ¡Favor al Rey! ¡Yo soy el Corregidor!—gritó al fin Don Eugenio,
sintiendo que la pezuña del Alcalde, calzada con albarca de piel de toro,
lo reventaba materialmente.
—¡El Corregidor! ¡Pues es verdad!—dijo el Sr. Juan López, lleno de
asombro...
—¡El Corregidor!—repitieron todos.
Y pronto estuvieron de pie los cuatro derribados.
—¡Todo el mundo a la cárcel! (exclamó D. Eugenio de Zúñiga). ¡Todo el
mundo a la horca!
—Pero, señor... (observó el Sr. Juan López, poniéndose de rodillas).—¡Perdone Usía que lo
haya maltratado! ¿:Cómo había de conocer a Usía con esa ropa tan
ordinaria?
—¡Bárbaro! (replicó el Corregidor): ¡alguna había de ponerme! ¿:No sabes
que me han robado la mía? ¿:No sabes que una
compañía de ladrones, mandada por el tío Lucas...
—¡Miente V.!—gritó la navarra.
—Escúcheme V., señá Frasquita (le dijo Garduña, llamándola aparte).—Con
permiso del señor Corregidor y la
compaña...—¡Si V. no arregla esto, nos van a ahorcar a todos, empezando por
el tío Lucas!...
—Pues ¿:qué ocurre?—preguntó la señá Frasquita.
—Que el tío Lucas anda a estas horas por la Ciudad vestido de
Corregidor..., y que Dios sabe si habrá llegado con su disfraz hasta el propio dormitorio
de la Corregidora.
Y el Alguacil le refirió en cuatro palabras todo lo que ya sabemos.
—¡Jesús! (exclamó la Molinera). ¡Conque mi marido me cree deshonrada! ¡Conque ha ido a la
Ciudad a vengarse!—¡Vamos, vamos a la Ciudad, y justificadme a los ojos de
mi Lucas!
—¡Vamos a la Ciudad, e impidamos que ese hombre hable con mi mujer y le
cuente todas las majaderías que se haya
figurado! (dijo el Corregidor, arrimándose a una de las burras).—Deme V. un
pie para montar, señor Alcalde.
—Vamos a la Ciudad, sí... (añadió Garduña); ¡y quiera el cielo, señor
Corregidor, que el tío Lucas, amparado por
su vestimenta, se haya contentado con hablarle a la Señora!
—¿:Qué dices, desgraciado? (prorrumpió D. Eugenio de Zúñiga). ¿:Crees tú a
ese villano capaz?...
—¡De todo!—contestó la señá Frasquita.
@§ XXVIII
¡AVE MARÍA PURÍSIMA! ¡LAS DOCE Y MEDIA Y SERENO!
Así gritaba por las calles de la Ciudad quien
tenía facultades para tanto, cuando la Molinera y el Corregidor, cada cual
en una de las burras del molino, el Sr. Juan López en su mula, y los dos
alguaciles andando, llegaron a la puerta del Corregimiento.
La puerta estaba cerrada.
Dijérase que para el Gobierno, lo mismo que para los gobernados, había
concluido todo por aquel día.
—¡Malo!—pensó Garduña.
Y llamó con el aldabón dos o tres veces.
Pasó mucho tiempo, y ni abrieron, ni contestaron.
La señá Frasquita estaba más amarilla que la cera.
El Corregidor se había comido ya todas las uñas de ambas manos.
Nadie decía una palabra.
¡Pum!... ¡Pum!... ¡Pum!...—golpes y más golpes a la puerta del
Corregimiento (aplicados sucesivamente por los dos alguaciles y por el Sr.
Juan López)...—Y ¡nada! ¡No respondía nadie! ¡No abrían! ¡No se movía una
mosca!
Sólo se oía el claro rumor de los caños de una fuente que había en el
patio de la casa.
Y de esta manera transcurrían minutos, largos como eternidades.
Al fin, cerca de la una, abriose un ventanillo del piso segundo, y dijo
una voz femenina:
—¿:Quién?
—Es la voz del ama de leche...—murmuró Garduña.
—¡Yo! (respondió D. Eugenio de Zúñiga).—¡Abrid!
Pasó un instante de silencio.
—¿:Y quién es V.?—replicó luego la nodriza.
—¿:Pues no me está V. oyendo?—¡Soy el amo!... ¡el Corregidor!...
Hubo otra pausa.
—¡Vaya V. mucho con Dios! (repuso la buena mujer).—Mi amo vino hace una
hora, y se acostó en seguida.—¡Acuéstense Vds. también, y duerman el vino
que tendrán en el cuerpo!
Y la ventana se cerró de golpe.
La señá Frasquita se cubrió el rostro con las manos.
—¡Ama! (tronó el Corregidor, fuera de sí). ¿:No oye V. que le digo que abra
la puerta? ¿:No oye V. que soy yo? ¿:Quiere V. que la ahorque también?
La ventana volvió a abrirse.
—Pero vamos a ver... (expuso el ama). ¿:Quién es V. para dar esos
gritos?
—¡Soy el Corregidor!
—¡Dale, bola! ¿:No le digo a V. que el señor Corregidor vino antes de las doce..., y que yo lo vi
con mis propios ojos encerrarse en las habitaciones de la Señora? ¿:Se
quiere V. divertir conmigo?—¡Pues espere V..., y verá lo que le pasa!
Al mismo tiempo se abrió repentinamente la puerta, y una nube de criados y ministriles, provistos de
sendos garrotes, se lanzó sobre los de afuera,
exclamando furiosamente:
—¡A ver! ¿:Dónde está ese que dice que es el Corregidor? ¿:Dónde está ese
chusco? ¿:Dónde está ese borracho?
Y se armó un lío de todos los demonios en medio de la obscuridad, sin que
nadie pudiera entenderse, y no dejando de recibir algunos palos el
Corregidor, Garduña, el Sr. Juan López y Toñuelo.
Era la segunda paliza que le costaba a D. Eugenio su aventura de aquella
noche, además del remojón que se dio en el caz del molino.
La señá Frasquita, apartada de aquel laberinto, lloraba por la primera vez
de su vida...
—¡Lucas! ¡Lucas! (decía). ¡Y has podido dudar de mí! ¡Y has podido
estrechar en tus brazos a otra!
—¡Ah! ¡Nuestra desventura no tiene ya remedio!
@§ XXIX
POST NUBILA... DIANA
—¿:Qué escándalo es este?—dijo al fin una voz
tranquila, majestuosa y de gracioso timbre, resonando encima de aquella
baraúnda.
Todos levantaron la cabeza, y vieron a una mujer vestida de negro, asomada
al balcón principal del edificio.
—¡La Señora!—dijeron los criados, suspendiendo la retreta de palos.
—¡Mi mujer!—tartamudeó D. Eugenio.
—Que pasen esos rústicos...—El señor Corregidor dice que lo
permite...—agregó la Corregidora.
Los criados cedieron el paso, y el de Zúñiga y sus acompañantes penetraron
en el portal y tomaron por la escalera arriba.
Ningún reo ha subido al patíbulo con paso tan inseguro y semblante tan
demudado como el Corregidor subía las
escaleras de su casa.—Sin embargo, la idea de su deshonra principiaba ya a
descollar, con noble egoísmo, por encima de todos los infortunios que
había causado y que lo afligían y sobre las demás ridiculeces de la
situación en que se hallaba...
—¡Antes que todo (iba pensando), soy un Zúñiga y un Ponce de León!... ¡Ay
de aquellos que lo hayan echado en olvido! ¡Ay de mi mujer, si ha
mancillado mi nombre!
@§ XXX
UNA SEÑORA DE CLASE
La Corregidora recibió a su esposo y a la
rústica comitiva en el salón principal del Corregimiento.
Estaba sola, de pie, y con los ojos clavados en la puerta.
Érase una principalísima dama, bastante joven todavía, de plácida y severa hermosura, más propia
del pincel cristiano que del cincel gentílico, y estaba vestida con toda
la nobleza y seriedad que consentía el gusto de la época. Su traje, de corta
y estrecha falda y mangas huecas y subidas, era de alepín negro: una pañoleta de blonda blanca, algo amarillenta,
velaba sus admirables hombros, y larguísimos maniquetes o mitones de tul
negro cubrían la mayor parte de sus alabastrinos brazos. Abanicábase
majestuosamente con un pericón enorme, traído de las islas Filipinas, y
empuñaba con la otra mano un pañuelo de
encaje, cuyos cuatro picos colgaban simétricamente con una
regularidad sólo comparable a la de su actitud y menores movimientos.
Aquella hermosa mujer tenía algo de reina y mucho de abadesa, e infundía por ende veneración y
miedo a cuantos la miraban. Por lo demás, el atildamiento de su traje a
semejante hora, la gravedad de su continente y las muchas luces que
alumbraban el salón, demostraban que la Corregidora se había esmerado
en dar a aquella escena una solemnidad teatral y un tinte ceremonioso que
contrastasen con el carácter villano y grosero de la aventura de su
marido.
Advertiremos, finalmente, que aquella señora se llamaba Doña Mercedes Carrillo de Albornoz y
Espinosa de los Monteros, y que era hija, nieta, biznieta, tataranieta y
hasta vigésima nieta de la Ciudad, como descendiente de sus ilustres
conquistadores.—Su familia, por razones de vanidad mundana, la había inducido
a casarse con el viejo y acaudalado
Corregidor, y ella, que de otro modo hubiera sido monja, pues su vocación
natural la iba llevando al claustro, consintió en aquel doloroso
sacrificio.
A la sazón tenía ya dos vástagos del arriscado madrileño, y aún se susurraba que había otra vez moros
en la costa...
Conque volvamos a nuestro cuento.
XXXI
LA PENA DEL TALIÓN
¡Mercedes! (exclamó el Corregidor al
comparecer delante de su esposa). Necesito saber inmediatamente....
—¡Hola, tío Lucas! ¿:V. por aquí? (dijo la
Corregidora, interrumpiéndole).—¿:Ocurre alguna desgracia en el molino?
—¡Señora! ¡no estoy para chanzas! (repuso el Corregidor hecho una
fiera).—Antes de entrar en explicaciones por mi parte, necesito saber qué ha
sido de mi honor....
—¡Esa no es cuenta mía! ¿:Acaso me lo ha dejado V. a mí en depósito?
—Sí, Señora.... ¡A V.! (replicó D. Eugenio).—¡Las mujeres son depositarias
del honor de sus maridos!
—Pues entonces, mi querido tío Lucas, pregúntele V. a su
mujer....—Precisamente nos está escuchando.
La señá Frasquita, que se había quedado a la puerta del salón, lanzó una
especie de rugido.
—Pase V., señora, y siéntese...—añadió la Corregidora, dirigiéndose a la
Molinera con dignidad soberana.
Y, por su parte, encaminose al sofá.
La generosa navarra supo comprender desde luego toda la grandeza de la
actitud de aquella esposa injuriada..., e injuriada acaso doblemente.... Así
es que, alzándose en el acto a igual altura, dominó sus naturales ímpetus,
y guardó un silencio decoroso.—Esto sin
contar con que la señá Frasquita, segura de su inocencia y de su fuerza, no
tenía prisa de defenderse.—Teníala, sí, de acusar; y mucha...; pero
no ciertamente a la Corregidora.—¡Con quien ella deseaba ajustar cuentas
era con el tío Lucas..., y el tío Lucas no
estaba allí!
—Señá Frasquita... (repitió la noble dama, al ver que la Molinera no se
había movido de su sitio):—le he dicho a V. que puede pasar y sentarse.
Esta segunda indicación fue hecha con voz más afectuosa y sentida que la primera....—Dijérase
que la Corregidora había adivinado también por instinto, al fijarse en el
reposado continente y en la varonil hermosura de aquella mujer, que no iba a
habérselas con un ser bajo y despreciable, sino quizá más bien con otra infortunada como ella;—¡infortunada, sí, por el
solo hecho de haber conocido al Corregidor!
Cruzaron, pues, sendas miradas de paz y de indulgencia aquellas dos
mujeres que se consideraban dos veces rivales, y notaron con gran sorpresa
que sus almas se aplacieron la una en la
otra, como dos hermanos que se reconocen.
No de otro modo se divisan y saludan a lo lejos las castas nieves de las
encumbradas montañas.
Saboreando estas dulces emociones, la Molinera entró majestuosamente en el salón, y se sentó en el
filo de una silla.
A su paso por el molino, previendo que en la Ciudad tendría que hacer
visitas de importancia, se había arreglado un poco y puéstose una mantilla de
franela negra, con grandes felpones, que le
sentaba divinamente.—Parecía toda una señora.
Por lo que toca al Corregidor, dicho se está que había guardado silencio
durante aquel episodio.—El rugido de la señá Frasquita y su aparición en la
escena no habían podido menos de
sobresaltarlo.—¡Aquella mujer le causaba ya más terror que la suya
propia!
—Conque vamos, tío Lucas... (prosiguió Doña Mercedes, dirigiéndose a su
marido). Ahí tiene V. a la señá Frasquita.... ¡Puede V. volver a formular
su demanda! ¡Puede V. preguntarle aquello
de su honra!
—Mercedes, ¡por los clavos de Cristo! (gritó el Corregidor). ¡Mira que tú
no sabes de lo que soy capaz! ¡Nuevamente te conjuro a que dejes la broma
y me digas todo lo que ha pasado aquí
durante mi ausencia!—¿:Dónde está ese hombre?
—¿:Quién? ¿:Mi marido?... Mi marido se está levantando, y ya no puede tardar
en venir.
—¡Levantándose!—bramó D. Eugenio.
—¿:Se asombra V.? ¿:Pues dónde quería V. que estuviese a estas horas un
hombre de bien, sino en su casa, en su cama, y durmiendo con su legítima
consorte, como manda Dios?
—¡Merceditas! ¡Ve lo que te dices! ¡Repara en que nos están oyendo! ¡Repara en que soy
el Corregidor!...
—¡A mí no me dé V. voces, tío Lucas, o mandaré a los alguaciles que lo
lleven a la cárcel!—replicó la Corregidora, poniéndose de pie.
—¡Yo a la cárcel! ¡Yo! ¡El Corregidor de la Ciudad!
—El Corregidor de la Ciudad, el representante de la Justicia, el apoderado
del Rey (repuso la gran señora con una severidad y una energía que ahogaron
la voz del fingido Molinero), llegó a su
casa a la hora debida, a descansar de las nobles tareas de su oficio, para
seguir mañana amparando la honra y la vida de los ciudadanos, la santidad
del hogar y el recato de las mujeres, impidiendo de este modo que nadie pueda
entrar, disfrazado de Corregidor ni de
ninguna otra cosa, en la alcoba de la mujer ajena; que nadie
pueda sorprender a la virtud en su descuidado reposo; que nadie pueda
abusar de su casto sueño....
—¡Merceditas! ¿:Qué es lo que profieres? (silbó el Corregidor con labios y encías). ¡Si es verdad
que ha pasado eso en mi casa, diré que eres una pícara, una pérfida, una
licenciosa!
—¿:Con quién habla este hombre? (prorrumpió la Corregidora desdeñosamente,
y paseando la vista por todos los
circunstantes). ¿:Quién es este loco? ¿:Quién es este ebrio?... ¡Ni siquiera
puedo ya creer que sea un honrado molinero como el tío Lucas, a pesar
de que viste su traje de villano!—Sr. Juan López, créame V. (continuó,
encarándose con el Alcalde de monterilla,
que estaba
aterrado): mi marido, el Corregidor de la Ciudad, llegó a esta su casa hace
dos horas, con su sombrero de tres picos, su capa de grana, su espadín
de caballero y su bastón de autoridad.... Los criados y alguaciles que me
escuchan se levantaron, y lo saludaron al
verlo pasar por el portal, por la escalera, y por el recibimiento. Cerráronse
en seguida todas las puertas, y desde entonces no ha penetrado nadie en
mi hogar hasta que llegaron Vds.—¿:Es esto cierto?—Responded vosotros....
—¡Es verdad! ¡Es muy verdad!—contestaron la nodriza, los domésticos y los
ministriles; todos los cuales, agrupados a la puerta del salón,
presenciaban aquella singular escena.
—¡Fuera de aquí todo el mundo! (gritó D. Eugenio, echando espumarajos de rabia).—¡Garduña!
¡Garduña! ¡Ven y prende a estos viles que me están faltando al respeto!
¡Todos a la cárcel! ¡Todos a la horca!
Garduña no parecía por ningún lado.
—Además, señor... (continuó Doña Mercedes, cambiando de tono y dignándose
ya mirar a su marido y tratarle como a tal, temerosa de que las
chanzas llegaran a irremediables extremos). Supongamos que V. es mi
esposo.... Supongamos que V. es D. Eugenio de Zúñiga y Ponce de León....
—¡Lo soy!
—Supongamos, además, que me cupiese alguna culpa en haber tomado por V. al
hombre que penetró en mi alcoba vestido de Corregidor....
—¡Infames!—gritó el viejo, echando mano a la espada, y encontrándose sólo
con el sitio o sea con la faja de molinero murciano.
La navarra se tapó el rostro con un lado de la mantilla para ocultar las
llamaradas de sus celos.
—Supongamos todo lo que V. quiera... (continuó Doña Mercedes con una
impasibilidad inexplicable). Pero dígame V. ahora, señor mío: ¿:Tendría
derecho a quejarse? ¿:Podría V. acusarme como fiscal? ¿:Podría V.
sentenciarme como juez? ¿:Viene V. acaso del sermón? ¿:Viene V. de confesar? ¿:Viene V. de
oír misa? ¿:O de dónde viene V. con ese traje? ¿:De dónde viene V. con esa
señora? ¿:Dónde ha pasado V. la mitad de la noche?
—Con permiso...—exclamó la señá Frasquita, poniéndose de pie como empujada por un resorte,
y atravesándose arrogantemente entre la Corregidora y su marido.
Éste, que iba a hablar, se quedó con la boca abierta al ver que la navarra
entraba en fuego.
Pero Doña Mercedes se anticipó, y dijo:
—Señora, no se fatigue V. en darme a mí explicaciones... ¡Yo no se las
pido a V., ni mucho menos!—Allí viene quien puede pedírselas a justo
título... ¡Entiéndase V. con él!
Al mismo tiempo se abrió la puerta de un gabinete, y apareció en ella el
tío Lucas, vestido de Corregidor de pies a cabeza, y con bastón, guantes y
espadín, como si se presentase en las Salas de Cabildo.
@§ XXXII
LA FE MUEVE LAS MONTAÑAS
Tengan Vds. muy buenas noches,—pronunció
el recién llegado, quitándose el sombrero de tres picos, y hablando con la
boca sumida, como solía D. Eugenio de Zúñiga.
En seguida se adelantó por el salón, balanceándose en todos sentidos, y fue a besar la mano de
la Corregidora.
Todos se quedaron estupefactos.—El parecido del tío Lucas con el verdadero
Corregidor era maravilloso.
Así es que la servidumbre, y hasta el mismo Sr. Juan López, no pudieron contener una carcajada.
D. Eugenio sintió aquel nuevo agravio, y se lanzó sobre el tío Lucas como
un basilisco.
Pero la señá Frasquita metió el montante, apartando al Corregidor con el
brazo de marras, y Su Señoría, en evitación
de otra voltereta y del consiguiente ludibrio, se dejó atropellar sin decir
oxte ni moxte.—Estaba visto que aquella mujer había nacido para
domadora del pobre viejo.
El tío Lucas se puso más pálido que la muerte al ver que su mujer se le acercaba; pero luego se
dominó, y, con una risa tan horrible que tuvo que llevarse la mano al
corazón para que no se le hiciese pedazos, dijo, remedando siempre al
Corregidor:
—¡Dios te guarde, Frasquita! ¿:Le has enviado ya a tu sobrino el
nombramiento?
¡Hubo que ver entonces a la navarra!—Tirose la mantilla atrás, levantó la
frente con soberanía de leona, y, clavando en el falso Corregidor dos ojos
como dos puñales:
—¡Te desprecio, Lucas!—le dijo en mitad de la cara.
Todos creyeron que le había escupido.
¡Tal gesto, tal ademán y tal tono de voz acentuaron aquella frase!
El rostro del Molinero se transfiguró al oír la voz de su mujer. Una
especie de inspiración, semejante a la de la fe religiosa, había penetrado en
su alma, inundándola de luz y de alegría... Así es que, olvidándose por un momento de cuanto había visto y creído ver
en el molino, exclamó, con las lágrimas en los ojos y la sinceridad en los
labios:
—¿:Conque tú eres mi Frasquita?
—¡No! (respondió la navarra fuera de sí). ¡Yo no soy ya tu Frasquita!—Yo soy... ¡Pregúntaselo a
tus hazañas de esta noche, y ellas te dirán lo que has hecho del corazón
que tanto te quería!...
Y se echó a llorar, como una montaña de hielo que se hunde y principia a
derretirse.
La Corregidora se adelantó hacia ella sin poder contenerse, y la estrechó
en sus brazos con el mayor cariño.
La señá Frasquita se puso entonces a besarla, sin saber tampoco lo que se
hacía, diciéndole entre sus sollozos, como una niña que busca amparo en su
madre:
—¡Señora, señora! ¡Qué desgraciada soy!
—¡No tanto como V. se figura!—contestábale la Corregidora, llorando
también generosamente.
—¡Yo sí que soy desgraciado!—gemía al mismo tiempo el tío Lucas, andando a
puñetazos con sus lágrimas, como avergonzado
de verterlas.
—Pues ¿:y yo? (prorrumpió al fin Don Eugenio, sintiéndose ablandado por el
contagioso lloro de los demás, o esperando salvarse también por la vía
húmeda; quiero decir, por la vía del llanto).—¡Ah, yo soy un pícaro! ¡un monstruo! ¡un calavera deshecho, que
ha llevado su merecido!
Y rompió a berrear tristemente, abrazado a la barriga del Sr. Juan
López.
Y éste y los criados lloraban de igual manera, y todo parecía concluido, y, sin embargo, nadie se
había explicado.
@§ XXXIII
PUES ¿:Y TÚ?
El tío Lucas fue el primero que salió a flote en
aquel mar de lágrimas.
Era que empezaba a acordarse otra vez de lo que había visto por el ojo de
la llave.
—¡Señores, vamos a cuentas!... dijo de pronto.
—No hay cuentas que valgan, tío Lucas... (exclamó la Corregidora).—¡Su
mujer de V. es una bendita!
—Bien..., sí..; pero...
—¡Nada de pero!... Déjela V. hablar, y verá cómo se justifica.—Desde que
la vi, me dio el corazón que era una santa,
a pesar de todo lo que V. me había contado...
—¡Bueno; que hable!...—dijo el tío Lucas.
—¡Yo no hablo! (contestó la Molinera). ¡El que tiene que hablar eres
tú!... Porque la verdad es que tú...
Y la señá Frasquita no dijo más, por impedírselo el invencible respeto que
le inspiraba la Corregidora.
—Pues ¿:y tú?—respondió el tío Lucas, perdiendo de nuevo toda fe.
—Ahora no se trata de ella... (gritó el Corregidor, tornando también a sus
celos). ¡Se trata de V. y de esta señora!—¡Ah, Merceditas!... ¿:Quién había
de decirme que tú?...
—Pues ¿:y tú?—repuso la Corregidora midiéndolo con la vista.
Y durante algunos momentos, los dos matrimonios repitieron cien veces las
mismas frases:
—¿:Y tú?
—Pues ¿:y tú?
—¡Vaya que tú!
—¡No que tú!
—Pero ¿:cómo has podido tú?...
Etc., etc., etc.
La cosa hubiera sido interminable, si la Corregidora, revistiéndose de
dignidad, no dijese por último a D. Eugenio:
—¡Mira, cállate tú ahora! Nuestra cuestión particular la ventilaremos más
adelante. Lo que urge en este momento es
devolver la paz al corazón del tío Lucas: cosa muy fácil, a mi juicio; pues
allí distingo al Sr. Juan López y a Toñuelo, que están saltando
por justificar a la señá Frasquita.
—¡Yo no necesito que me justifiquen los hombres! (respondió ésta).—Tengo dos testigos de mayor
crédito, a quienes no se dirá que he seducido ni sobornado...
—Y ¿:dónde están?—preguntó el Molinero.
—Están abajo, en la puerta...
—Pues diles que suban, con permiso de esta señora.
—Las pobres no podrían subir...
—¡Ah! ¡Son dos mujeres!... ¡Vaya un testimonio fidedigno!
—Tampoco son dos mujeres. Sólo son dos hembras...
—¡Peor que peor! ¡Serán dos niñas!... Hazme el favor de decirme sus
nombres.
—La una se llama Piñona y la otra Liviana.
—¡Nuestras dos burras!—Frasquita: ¿:te estás riendo de mí?
—No: que estoy hablando muy formal. Yo puedo probarte, con el testimonio
de nuestras burras, que no me hallaba en el molino cuando tú viste en él al
señor Corregidor.
—¡Por Dios te pido que te expliques!...
—¡Oye, Lucas!..., y muérete de vergüenza por haber dudado de mi honradez.
Mientras tú ibas esta noche desde el Lugar a nuestra casa, yo me dirigía
desde nuestra casa al Lugar, y, por consiguiente, nos cruzamos en el
camino. Pero tú marchabas fuera de él, o, por mejor decir, te habías detenido a echar unas
yescas en medio de un sembrado...
—¡Es verdad que me detuve!...—Continúa.
—En esto rebuznó tu borrica...
—¡Justamente!—¡Ah, qué feliz soy!... ¡Habla, habla; que cada palabra tuya me devuelve un año
de vida!
—Y a aquel rebuzno le contestó otro en el camino...
—¡Oh! sí... sí...—¡Bendita seas! ¡Me parece estarlo oyendo!
—Eran Liviana y Piñona, que se habían reconocido y se saludaban como
buenas amigas, mientras que nosotros dos ni nos saludamos ni nos
reconocimos...
—¡No me digas más!... ¡No me digas más!...
—Tan no nos reconocimos (continuó la señá Frasquita), que los dos nos asustamos y salimos huyendo
en direcciones contrarias...—¡Conque ya ves que yo no estaba en el
molino!—Si quieres saber ahora por qué encontraste al señor Corregidor en
nuestra cama, tienta esas ropas que llevas puestas, y que todavía estarán
húmedas, y te lo dirán mejor que yo.—¡Su
Señoría se cayó en el caz del molino, y Garduña lo desnudó y lo acostó
allí!—Si quieres saber por qué abrí la puerta..., fue porque creí que eras tú
el que se ahogaba y me llamaba a gritos. Y, en fin, si quieres saber lo del
nombramiento...—Pero no tengo más que decir
por la presente. Cuando estemos solos, te enteraré de ese y otros
particulares... que no debo referir delante de esta señora.
—¡Todo lo que ha dicho la señá Frasquita es la pura verdad!—gritó el señor Juan López, deseando
congraciarse con Doña Mercedes, visto que ella imperaba en el
Corregimiento.
—¡Todo! ¡Todo!—añadió Toñuelo, siguiendo la corriente de su amo.
—¡Hasta ahora..., todo!—agregó el Corregidor, muy complacido de que las
explicaciones de la navarra no hubieran ido más lejos...
—¡Conque eres inocente! (exclamaba en tanto el tío Lucas, rindiéndose a la
evidencia).—¡Frasquita mía, Frasquita de mi
alma! ¡Perdóname la injusticia, y deja que te dé un abrazo!...
—Esa es harina de otro costal... (contestó la Molinera, hurtando el
cuerpo).—Antes de abrazarte, necesito oír tus explicaciones...
—Yo las daré por él y por mí...—dijo Doña Mercedes.
—¡Hace una hora que las estoy esperando!—profirió el Corregidor, tratando
de erguirse.
—Pero no las daré (continuó la Corregidora, volviendo la espalda desdeñosamente a su marido) hasta
que estos señores hayan descambiado vestimentas...; y, aun entonces, se
las daré tan sólo a quien merezca oírlas.
—Vamos... Vamos a descambiar... (díjole el murciano a D. Eugenio, alegrándose mucho de no
haberlo asesinado, pero mirándolo todavía con un odio
verdaderamente morisco).—¡El traje de Vuestra Señoría me ahoga! ¡He sido
muy desgraciado mientras lo he tenido puesto!...
—¡Porque no lo entiendes! (respondiole el Corregidor). ¡Yo estoy, en
cambio, deseando ponérmelo, para ahorcarte a ti y a medio mundo, si no me
satisfacen las exculpaciones de mi mujer!
La Corregidora, que oyó esta palabras, tranquilizó a la reunión con una suave sonrisa, propia de
aquellos afanados ángeles cuyo ministerio es guardar a los hombres.
@§ XXXIV
TAMBIÉN LA CORREGIDORA ES GUAPA
Salido que hubieron de la sala el Corregidor y el
tío Lucas, sentose de nuevo la Corregidora en el sofá; colocó a su lado a
la señá Frasquita, y, dirigiéndose a los domésticos y ministriles que
obstruían la puerta, les dijo con afable sencillez:
—¡Vaya, muchachos!... Contad ahora vosotros a esta excelente mujer todo lo
malo que sepáis de mí.
Avanzó el cuarto estado, y diez voces quisieron hablar a un mismo tiempo;
pero el ama de leche, como la persona que más alas tenía en la casa, impuso
silencio a los demás, y dijo de esta
manera:
—Ha de saber V., señá Frasquita, que estábamos yo y mi Señora esta noche
al cuidado de los niños, esperando a ver si venía el amo y rezando el tercer
Rosario para hacer tiempo (pues la razón traída por Garduña había sido que andaba el señor Corregidor detrás
de unos facinerosos muy terribles, y no era cosa de acostarse hasta verlo
entrar sin novedad), cuando sentimos ruido de gente en la alcoba inmediata,
que es donde mis señores tienen su cama de matrimonio. Cogimos la luz, muertas de miedo, y fuimos a ver quién andaba en
la alcoba, cuando ¡ay, Virgen del Carmen! al entrar, vimos que un hombre,
vestido como mi señor, pero que no era él (¡como que era su marido de V.!),
trataba de esconderse debajo de la
cama.—«¡Ladrones!» principiamos a gritar desaforadamente, y un momento
después la habitación estaba llena de gente, y los alguaciles sacaban
arrastrando de su escondite al fingido Corregidor.—Mi Señora, que, como
todos, había reconocido al tío Lucas, y que
lo vio con aquel traje, temió que hubiese matado al amo, y empezó a dar unos
lamentos que partían las piedras...—«¡A la cárcel! ¡A la
cárcel!» decíamos entre tanto los demás.—«¡Ladrón! ¡Asesino!»
era la mejor palabra que oía el tío Lucas; y así es que estaba como un difunto, arrimado a
la pared, sin decir esta boca es mía.—Pero, viendo luego que se lo
llevaban a la cárcel, dijo... lo que voy a repetir, aunque verdaderamente
mejor sería para callado:—«Señora, yo no soy ladrón ni asesino: el ladrón y
el asesino... de mi honra está en mi casa,
acostado con mi mujer.»
—¡Pobre Lucas!—suspiró la señá Frasquita.
—¡Pobre de mí!—murmuró la Corregidora tranquilamente.
—Eso dijimos todos... «¡Pobre tío Lucas y pobre Señora!»—Porque... la
verdad, señá Frasquita, ya teníamos idea de que mi señor había puesto los
ojos en V..., y, aunque nadie se figuraba que V....
—¡Ama! (exclamó severamente la Corregidora). ¡No siga V. por ese camino!...
—Continuaré yo por el otro... (dijo un alguacil, aprovechando aquella
coyuntura para apoderarse de la palabra).—El tío Lucas (que nos engañó de lo
lindo con su traje y su manera de andar cuando entró en la casa; tanto que todos lo tomamos por el señor
Corregidor), no había venido con muy buenas intenciones que digamos, y si
la Señora no hubiera estado levantada..., figúrese V. lo que habría
sucedido...
—¡Vamos! ¡Cállate tú también! (interrumpió la cocinera).—¡No estás diciendo más que
tonterías!—Pues, sí, señá Frasquita: el tío Lucas, para explicar
su presencia en la alcoba de mi ama, tuvo que confesar las intenciones que
traía... ¡Por cierto que la Señora no se pudo contener al oírlo, y le arrimó
una bofetada en medio de la boca, que le
dejó la mitad de las palabras dentro del cuerpo!—Yo misma lo llené de
insultos y denuestos, y quise sacarle los ojos... Porque ya conoce V.,
señá Frasquita, que, aunque sea su marido de V., eso de venir con sus manos
lavadas...
—¡Eres una bachillera! (gritó el portero, poniéndose delante de la
oradora).—¿:Qué más hubieras querido tú?...—En fin, señá Frasquita; óigame V.
a mí, y vamos al asunto.—La Señora hizo y dijo lo que debía...; pero
luego, calmado ya su enojo, compadeciose del tío Lucas y paró mientes en el mal
proceder del señor Corregidor, viniendo a pronunciar estas o parecidas
palabras:—«Por infame que haya sido su pensamiento de V., tío Lucas, y aunque
nunca podré perdonar tanta insolencia, es menester que su mujer de V. y mi esposo crean durante algunas horas que
han sido cogidos en sus propias redes, y que V., auxiliado por ese
disfraz, les ha devuelto afrenta por afrenta. ¡Ninguna venganza mejor podemos
tomar de ellos que este engaño, tan fácil de desvanecer cuando nos acomode!»—Adoptada tan graciosa resolución,
la Señora y el tío Lucas nos aleccionaron a todos de lo que teníamos que
hacer y decir cuando volviese Su Señoría; y por cierto que yo le he pegado a
Sebastián Garduña tal palo en la rabadilla, que creo no se le olvidará en
mucho tiempo la noche de San Simón y San
Judas!...
Cuando el portero dejó de hablar, ya hacía rato que la Corregidora y la
Molinera cuchicheaban al oído, abrazándose y besándose a cada momento, y no
pudiendo en ocasiones contener la risa.
¡Lástima que no se oyera lo que hablaban!...—Pero el lector se lo figurará
sin gran esfuerzo: y, si no el lector, la lectora.
@§ XXXV
DECRETO IMPERIAL
Regresaron en esto a la sala el Corregidor y el
tío Lucas, vestido cada cual con su propia ropa.
—¡Ahora me toca a mí!—entró diciendo el insigne D. Eugenio de Zúñiga.
Y, después de dar en el suelo un par de bastonazos como para recobrar su energía (a guisa de Anteo
oficial, que no se sentía fuerte hasta que su caña de Indias tocaba en la
tierra), díjole a la Corregidora con un énfasis y una frescura
indescriptibles:
—¡Merceditas..., estoy esperando tus explicaciones!...
Entretanto, la Molinera se había levantado y le tiraba al tío Lucas un
pellizco de paz, que le hizo ver estrellas, mirándolo al mismo tiempo con
desenojados y hechiceros ojos.
El Corregidor, que observara aquella pantomima, quedose hecho una pieza,
sin acertar a explicarse una reconciliación tan inmotivada.
Dirigiose, pues, de nuevo a su mujer, y le dijo, hecho un vinagre:
—¡Señora! ¡Todos se entienden menos nosotros! Sáqueme V. de dudas... ¡Se
lo mando como marido y como Corregidor!
Y dio otro bastonazo en el suelo.
—¿:Conque se marcha V.? (exclamó Doña Mercedes, acercándose a la señá
Frasquita y sin hacer caso de D. Eugenio).—Pues vaya V. descuidada, que este
escándalo no tendrá ningunas consecuencias.—¡Rosa!: alumbra a estos
señores, que dicen que se marchan...—Vaya V.
con Dios, tío Lucas.
—¡Oh... no! (gritó el de Zúñiga, interponiéndose). ¡Lo que es el tío Lucas
no se marcha! ¡El tío Lucas queda arrestado hasta que sepa yo toda la
verdad!—¡Hola, alguaciles! ¡Favor al Rey!...
Ni un solo ministro obedeció a D. Eugenio.—Todos miraban a la
Corregidora.
—¡A ver, hombre! ¡Deja el paso libre!—añadió ésta, pasando casi sobre su
marido, y despidiendo a todo el mundo con la mayor finura; es decir, con la
cabeza ladeada, cogiéndose la falda con la
punta de los dedos, y agachándose graciosamente, hasta completar la
reverencia que a la sazón estaba de moda, y que se llamaba la
pompa.
—Pero yo... Pero tú... Pero nosotros... Pero aquellos...—seguía mascujando el vejete,
tirándole a su mujer del vestido y perturbando sus cortesías
mejor iniciadas.
¡Inútil afán! ¡Nadie hacía caso de Su Señoría!
Marchado que se hubieron todos, y solos ya en el salón los desavenidos cónyuges, la Corregidora se
dignó al fin decirle a su esposo, con el acento que hubiera empleado una
Czarina de todas las Rusias para fulminar sobre un Ministro caído la orden de
perpetuo destierro a la Siberia:
—Mil años que vivas, ignorarás lo que ha pasado esta noche en mi alcoba...
Si hubieras estado en ella, como era regular, no tendrías necesidad de
preguntárselo a nadie.—Por lo que a mí toca, no hay ya, ni habrá jamás,
razón ninguna que me obligue a satisfacerte; pues te desprecio de tal modo, que si no
fueras el padre de mis hijos, te arrojaría ahora mismo por ese balcón,
como te arrojo para siempre de mi dormitorio.—Conque, buenas noches,
caballero.
Pronunciadas estas palabras, que Don Eugenio oyó sin pestañear (pues lo que es a solas no se
atrevía con su mujer), la Corregidora penetró en el gabinete, y
del gabinete pasó a la alcoba, cerrando las puertas detrás de sí; y el
pobre hombre se quedó plantado en medio de la sala, murmurando entre encías
(que no entre dientes) y con un cinismo de
que no habrá habido otro ejemplo:
—¡Pues, señor, no esperaba yo escapar tan bien!...—¡Garduña me buscará
otra!
@§ XXXVI
CONCLUSIÓN, MORALEJA Y EPÍLOGO
Piaban los pajarillos saludando el alba, cuando el
tío Lucas y la señá Frasquita salían de la Ciudad con dirección a su
molino.
Los esposos iban a pie, y delante de ellos caminaban apareadas las dos
burras.
—El domingo tienes que ir a confesar (le decía la Molinera a su marido);
pues necesitas limpiarte de todos tus malos juicios y criminales propósitos
de esta noche...
—Has pensado muy bien... (contestó el Molinero). Pero tú, entretanto, vas a hacerme otro favor, y
es dar a los pobres los colchones y ropa de nuestra cama, y ponerla toda
de nuevo.—¡Yo no me acuesto donde ha sudado aquel bicho venenoso!
—¡No me lo nombres, Lucas! (replicó la señá Frasquita).—Conque hablemos de otra cosa. Quisiera merecerte un
segundo favor...
—Pide por esa boca...
—El verano que viene vas a llevarme a tomar los baños del Solán de Cabras.
—¿:Para qué?
—Para ver si tenemos hijos.
—¡Felicísima idea!—Te llevaré, si Dios nos da vida.
Y con esto llegaron al molino, a punto que el sol, sin haber salido
todavía, doraba ya las cúspides de las montañas.
. . . . . . . . . . .
A la tarde, con gran sorpresa de los esposos, que no esperaban nuevas
visitas de altos personajes después de un
escándalo como el de la precedente noche, concurrió al molino más señorío que
nunca. El venerable Prelado, muchos Canónigos, el Jurisconsulto, dos
Priores de frailes y otras varias personas (que luego se supo habían sido
convocadas allí por Su Señoría Ilustrísima) ocuparon materialmente la plazoletilla
del emparrado.
Sólo faltaba el Corregidor.
Una vez reunida la tertulia, el señor Obispo tomó la palabra, y dijo: que,
por lo mismo que habían pasado ciertas
cosas en aquella casa, sus Canónigos y él seguirían yendo a ella lo mismo que
antes, para que ni los honrados Molineros ni las demás personas allí
presentes participasen de la censura pública, sólo merecida por aquel que
había profanado con su torpe conducta una reunión tan morigerada y tan honesta. Exhortó
paternalmente a la señá Frasquita para que en lo sucesivo fuese menos
provocativa y tentadora en sus dichos y ademanes, y procurase llevar más
cubiertos los brazos y más alto el escote del jubón: aconsejó al tío Lucas
más desinterés, mayor circunspección y
menos inmodestia en su trato con los superiores; y acabó dando
la bendición a todos y diciendo: que, como aquel día no ayunaba, se comería
con mucho gusto un par de racimos de uvas.
Lo mismo opinaron todos... respecto de este último particular..., y la
parra se quedó temblando aquella tarde.—¡En dos arrobas de uvas apreció el
gasto el Molinero!
. . . . . . . . . . .
Cerca de tres años continuaron estas sabrosas reuniones, hasta que, contra
la previsión de todo el mundo, entraron en España los ejércitos de Napoleón y
se armó la Guerra de la Independencia.
El señor Obispo, el Magistral y el Penitenciario murieron el año de 8, y
el Abogado y los demás contertulios en los de 9, 10, 11 y 12, por no poder
sufrir la vista de los franceses, polacos y otras alimañas que
invadieron aquella tierra ¡y que fumaban en pipa, en el presbiterio de las iglesias, durante la misa de la tropa!
El Corregidor, que nunca más tornó al molino, fue destituido por un
mariscal francés, y murió en la Cárcel de Corte, por no haber querido ni un
solo instante (dicho sea en honra suya) transigir con la dominación extranjera.
Doña Mercedes no se volvió a casar, y educó perfectamente a sus hijos,
retirándose a la vejez a un convento, donde acabó sus días en opinión de
santa.
Garduña se hizo afrancesado.
El Sr. Juan López fue guerrillero, y mandó una partida, y murió, lo mismo
que su alguacil, en la famosa batalla de Baza, después de haber matado
muchísimos franceses.
Finalmente: el tío Lucas y la señá Frasquita (aunque no llegaron a tener
hijos, a pesar de haber ido al Solán de Cabras y de haber hecho muchos votos
y rogativas) siguieron siempre amándose del propio modo, y alcanzaron una
edad muy avanzada, viendo desaparecer el Absolutismo en 1812 y 1820, y reaparecer en 1814
y 1823, hasta que, por último, se estableció de veras el sistema
Constitucional a la muerte del Rey Absoluto, y ellos pasaron a mejor vida
(precisamente al estallar la Guerra Civil de los Siete años), sin que
los sombreros de copa que ya usaba todo el
mundo pudiesen hacerles olvidar aquellos tiempos simbolizados por el
sombrero de tres picos.
FIN.
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