Aquí acabó su canto Erastro y se acabó el camino de llegar a la aldea, adonde
Tirsi y Damón y Silerio en casa de Elicio se recogieron, por no perder la
ocasión de saber en qué paraba el comenzado cuento de Silerio. Las hermosas
pastoras Galatea y Florisa, ofreciendo de hallarse el venidero día a las
bodas de Daranio, dejaron a los pastores; y todos o los más con el desposado
se quedaron, y ellas a sus casas se fueron. Y aquella mesma noche, solicitado
Silerio de su amigo Erastro, y por el deseo que le fatigaba de volver a su
ermita, dio fin al suceso de su historia como se verá en el siguiente libro.
Fin del segundo libro
Tercero libro
El
regocijado alboroto que, con la ocasión de las bodas de Daranio, aquella
noche en el aldea había, no fue parte para que Elicio, Tirsi, Damón y
Erastro dejasen de acomodarse en parte donde, sin ser de alguno estorbados,
pudiese seguir Silerio su comenzada historia, el cual, después que todos
juntos grato silencio le prestaron, siguió de esta manera:
-Con las fingidas estancias de Blanca que os he dicho que a Timbrio dije,
quedó él satisfecho de que mi pena procedía, no de amores de Nísida, sino
de su hermana. Y, con este seguro, pidiéndome perdón de la falsa
imaginación que de mí había tenido, me tomó a encargar su remedio. Y así
yo, olvidado del mío, no me descuidé un punto de lo que al suyo tocaba. Algunos
días se pasaron, en los cuales la Fortuna no me mostró tan abierta ocasión
como yo quisiera para descubrir a Nísida la verdad de mis pensamientos,
aunque ella siempre me preguntaba cómo a mi amigo en sus amores le iba, y
si su dama tenía ya alguna noticia de ellos. A lo que yo le dije que
todavía el temor de ofenderla no me dejaba aventurar a decirle cosa alguna;
de lo cual Nísida se enojaba mucho y me llamaba cobarde y de poca
discreción, añadiendo a esto que, pues yo me acobardaba, o que Timbrio no sentía
el dolor que yo de él publicaba, o que yo no era tan verdadero amigo suyo
como decía. Todo esto fue parte ara que me determinase y en la primera
ocasión me descubriese, como lo hice un día que sola estaba, la cual
escuchó con extraño silencio todo lo que decirle quise; y yo, como mejor
pude, le encarecí el valor de Timbrio, el verdadero amor que le tenía, el
cual era de suerte que me había movido a mí a tomar tan abatido ejercicio
como era el de truhán, sólo por tener lugar de decirle lo que le decía,
añadiendo a estas, otras razones que a Nísida le debió parecer que lo eran;
mas no quiso mostrar entonces por palabras lo que después con obras no pudo
tener cubierto: antes con gravedad y honestidad extraña reprendió mi
atrevimiento, acusó mi osadía, afeó mis palabras y desmayó mi confianza,
pero no de manera que me desterrase de su presencia, que era lo que yo más
temía; sólo concluyó con decirme que de allí adelante tuviese más cuenta
con lo que a su honestidad era obligado y procurase que el artificio de mi
mentido hábito no se descubriese. Conclusión fue esta que cerró y acabó la
tragedia de mi vida, pues por ella entendí que Nísida daría oído a las
quejas de Timbrio.
¿En qué pecho pudo caber ni puede el extremo de dolor que entonces en el
mío se encerraba, pues el fin de su mayor deseo era el remate y fin de su
contento? Alegrábame el buen principio que al remedio de Timbrio había
dado; y esta alegría en mi pesar redundaba, por parecerme, como era la
verdad, que en viendo a Nísida en poder ajeno, el propio mío se acababa.
¡Oh fuerza poderosa de verdadera amistad, a cuánto te extiendes y a cuánto
me obligaste, pues yo mismo, forzado de tu obligación, afilé con mi
industria el cuchillo que había de degollar mis esperanzas, las cuales,
muriendo en mi alma, vivieron y resucitaron en la de Timbrio cuando de mí
supo todo lo que con Nísida pasado había! Pero ella andaba tan recatada con
él y conmigo, que nunca de todo punto dio a entender que de la solicitud
mía y amor de Timbrio se contentaba, ni menos se desdeñó de suerte que sus
sinsabores y desvíos hiciesen a los dos abandonar la empresa, hasta que,
habiendo llegado a noticia de Timbrio cómo su enemigo Pransiles, aquel
caballero a quien él había agraviado en Jerez, deseoso de satisfacer su
honra, le enviaba a desafiar, señalándole campo franco y seguro en una
tierra del Estado del duque de Gravina, dándole término de seis meses,
desde entonces hasta el día de la batalla. El cuidado de este aviso no fue
parte para que se descuidase de lo que a sus amores convenía; antes, con
nueva solicitud mía y servicios suyos, vino a estar Nísida de manera que no
se mostraba esquiva aunque la mirase Timbrio y en casa de sus padres
visitase, guardando en todo tan honesto decoro cuanto a su valor era
obligada. Acercándose ya el término del desafío y viendo Timbrio serle
inexcusable aquella jornada, determinó de partirse; y antes que lo hiciese
escribió a Nísida un carta tal, que acabó con ella en un punto lo que yo en
muchos meses atrás en muchas palabras no había comenzado. Tengo la carta en
la memoria, y, por hacer al caso de mi cuento, no os dejaré de decir que
así decía:
|
|
|
TIMBRIO
A NISIDA
|
|
Salud te envía
aquel que no la tiene,
|
|
|
Nísida, ni la espera en tiempo
alguno
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|
si por tus manos mismas no le
viene.
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|
|
|
El nombre
aborrecible de importuno
|
|
|
temo me adquirirán estos
renglones,
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5
|
|
escritos con mi sangre, de uno
en uno.
|
|
|
|
|
|
Mas la furia cruel
de mis pasiones
|
|
|
de tal modo me turba, que no
puedo
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|
|
huir
las amorosas sinrazones.
|
|
|
|
|
|
Entre un ardiente
osar y un frío miedo,
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10
|
|
arrimado a mi fe y al valor
tuyo,
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|
mientras esta recibes, triste
quedo
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|
|
por ver que en
escrebirte me destruyo,
|
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|
si tienes donaire lo que digo
|
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y entregas al desdén lo que no
es suyo.
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15
|
|
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|
|
El Cielo verdadero
me es testigo
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|
si no te adoro desde el mesmo
punto
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|
que vi ese rostro hermoso y mi
enemigo.
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|
|
|
El verte y adorarte
llegó junto,
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|
porque ¿quién fuera aquel que no
adorara
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20
|
|
de un ángel bello el sin igual
trasunto?
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|
|
|
|
Mi alma tu belleza,
al mundo rara,
|
|
|
vio tan curiosamente que no
quiso
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|
en el rostro parar la vista
clara.
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|
|
|
Allá en el alma tuya un
paraíso
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25
|
|
fue descubriendo de bellezas
tantas
|
|
|
que dan de nueva gloria cierto
aviso.
|
|
|
|
|
|
Con estas ricas
alas te levantas
|
|
|
hasta llegar al Cielo, y en la
tierra
|
|
|
al sabio admiras, y al que es
simple espantas.
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30
|
|
|
|
|
Dichosa el alma que
tal bien encierra,
|
|
|
y no menos dichoso el que por
ella
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|
|
la suya rinde a la amorosa
guerra.
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|
|
|
|
|
En deuda soy a mi
fatal estrella,
|
|
|
que me quiso rendir a quien
encubre
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35
|
|
en tan hermoso cuerpo alma tan
bella.
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|
|
|
|
|
Tu condición,
señora, me descubre
|
|
|
el desengaño de mi pensamiento,
|
|
|
y de temor a mi esperanza cubre.
|
|
|
|
|
|
Pero en fe de mi
justo, honroso intento,
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40
|
|
hago buen rostro a la
desconfianza
|
|
|
y cobro al postrer punto nuevo
aliento.
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|
|
|
|
|
Dicen que no hay
amor sin esperanza;
|
|
|
pienso que es opinión, que yo no
espero,
|
|
|
y del amor la fuerza más me
alcanza.
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45
|
|
|
|
|
Por sola tu bondad
te adoro y quiero,
|
|
|
atraído también de tu belleza,
|
|
|
que fue la red que Amor tendió
primero
|
|
|
|
|
|
para atraer con
rara sutileza
|
|
|
el alma descuidada, libre mía
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50
|
|
al amoroso ñudo y su estrecheza.
|
|
|
|
|
|
Sustenta Amor su
mando y tiranía
|
|
|
con cualquiera belleza en algún
pecho,
|
|
|
pero no en la curiosa fantasía,
|
|
|
|
|
|
que mira, no de
amor el lazo estrecho
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55
|
|
que tiende en los cabellos de
oro fino
|
|
|
dejando al que los mira
satisfecho,
|
|
|
|
|
|
ni en el pecho, a
quien llama alabastrino
|
|
|
quien del pecho no pasa más
adentro,
|
|
|
ni en el marfil del cuello
peregrino,
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60
|
|
|
|
|
Sino del alma el
escondido centro
|
|
|
mira y contempla mil bellezas
puras
|
|
|
que le acuden y salen al
encuentro.
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|
|
|
|
|
Mortales y caducas hermosuras
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|
|
no satisfacen a la inmortal alma
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65
|
|
si de la luz perfecta no anda a
escuras.
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|
|
|
|
|
Tu sin igual virtud
lleva la palma
|
|
|
y los despojos de mis
pensamientos,
|
|
|
y a los torpes sentidos tiene en
calma.
|
|
|
|
|
|
Y en esta sujeción
están contentos,
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70
|
|
porque miden su dura, amarga
pena
|
|
|
con el valor de tus
merecimientos.
|
|
|
|
|
|
Aro en el mar y
siembro en el arena,
|
|
|
cuando la fuerza extraña del
deseo
|
|
|
a más que a contemplarte me
condena.
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75
|
|
|
|
|
Tu alteza entiendo,
mi bajeza veo,
|
|
|
y, en extremos que son tan
diferentes,
|
|
|
ni hay medio que esperar, ni le
poseo.
|
|
|
|
|
|
Ofrécense por esto inconvimentes
|
|
|
tantos a mi remedio, cuantas
tiene
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80
|
|
el cielo estrellas y la tierra
gentes.
|
|
|
|
|
|
Conozco lo que al
alma le conviene;
|
|
|
sé lo mejor y a lo peor me
atengo,
|
|
|
llevado del amor que me
entretiene.
|
|
|
|
|
|
Mas ya, Nísida
bella, al paso vengo,
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85
|
|
de mí con mortal ansia deseado,
|
|
|
do acabaré la pena que sostengo.
|
|
|
|
|
|
El enemigo brazo levantado
|
|
|
me espera y la feroz, aguda
espada,
|
|
|
contra mí con tu saña conjurado.
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90
|
|
|
|
|
Presto será tu
voluntad vengada
|
|
|
del vano atrevimiento de esta
mía,
|
|
|
de ti sin causa alguna
desechada.
|
|
|
|
|
|
Otro más duro
trance, otra agonía,
|
|
|
aunque fuera mayor que de la
muerte,
|
95
|
|
no turbara mi triste fantasía,
|
|
|
|
|
|
si cupiera en mi
corta amarga suerte
|
|
|
verte de mis deseos satisfecha,
|
|
|
así como al contrario puedo
verte.
|
|
|
|
|
|
La senda de mi bien
hállola estrecha;
|
100
|
|
la de mi mal, tan ancha y
espaciosa
|
|
|
cual de mi desventura ha sido
hecha.
|
|
|
|
|
|
Por esta corre
airada y presurosa
|
|
|
la muerte, en tu desdén
fortalecida,
|
|
|
de triunfar de mi vida deseosa.
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105
|
|
|
|
|
Por aquella mi bien
va de vencida,
|
|
|
de tu rigor, señora, perseguido,
|
|
|
que es el que ha de acabar mi
corta vida.
|
|
|
|
|
|
A términos tan
tristes conducido
|
|
|
me tiene mi ventura, que ya temo
|
110
|
|
al enemigo airado y ofendido,
|
|
|
|
|
|
sólo por ver que el
fuego en que me quemo
|
|
|
es hielo en ese pecho; esto es
parte
|
|
|
para que yo acobarde al paso
extremo.
|
|
|
|
|
|
Que, si tú no te
muestras de mi parte
|
115
|
|
¿a quién no temerá mi flaca
mano,
|
|
|
aunque más le acompañe esfuerzo
y arte?
|
|
|
|
|
|
Pero si me
ayudaras, ¿qué romano
|
|
|
o griego capitán me contrastara,
|
|
|
que al fin su intento no saliera
vano?
|
120
|
|
|
|
|
Por el mayor
peligro me arrojara,
|
|
|
y de las fieras manos de la
muerte
|
|
|
los
despojos seguro arrebatara.
|
|
|
|
|
|
Tú sola puedes
levantar mi suerte
|
|
|
sobre la humana pompa, o
derribarla
|
125
|
|
al centro do no hay bien con que
se acierte.
|
|
|
|
|
|
Que, si como ha
podido sublimarla
|
|
|
el puro amor, quisiera la
Fortuna
|
|
|
en la difícil cumbre
sustentarla,
|
|
|
|
|
|
subida sobre el
cielo de la luna
|
130
|
|
se viera mi esperanza, que agora
yace
|
|
|
en lugar do no espera en cosa
alguna.
|
|
|
|
|
|
Tal estoy ya, que
ya me satisface
|
|
|
el mal que tu desdén airado,
esquivo,
|
|
|
por tan extraños términos me
hace,
|
135
|
|
|
|
|
sólo por ver que en
tu memoria vivo
|
|
|
y que te acuerdas, Nísida,
siquiera
|
|
|
de hacerme mal, que yo por bien
recibo.
|
|
|
|
|
|
Con más facilidad
contar pudiera
|
|
|
del mar los granos de la blanca
arena
|
140
|
|
y las estrellas de la octava
esfera,
|
|
|
|
|
|
que no las ansias,
el dolor, la pena
|
|
|
a que el fiero rigor de tu
aspereza,
|
|
|
sin haberte ofendido, me
condena.
|
|
|
|
|
|
No midas tu valor
con mi bajeza,
|
145
|
|
que, al respecto de tu ser
famoso,
|
|
|
por tierra quedará cualquiera
alteza.
|
|
|
|
|
|
Así cual soy te
amo, y decir oso
|
|
|
que me adelanto en firme
enamorado
|
|
|
al más subido término amoroso.
|
150
|
|
|
|
|
Por esto no merezco
ser tratado
|
|
|
como enemigo, antes me parece
|
|
|
que debría de ser remunerado.
|
|
|
|
|
|
Mal con tanta
beldad se compadece
|
|
|
tamaña crueldad, y mal asienta
|
155
|
|
ingratitud do tal valor florece.
|
|
|
|
|
|
Quisiérate pedir, Nísida, cuenta
|
|
|
de un alma que te di: ¿dónde la
echaste,
|
|
|
o cómo, estando ausente, me
sustenta?
|
|
|
|
|
|
Ser señora de un
alma no aceptaste;
|
160
|
|
pues ¿qué te puede dar quien más
te quiera?
|
|
|
¡Cuán bien tu presunción aquí
mostraste!
|
|
|
|
|
|
Sin alma estoy
desde la vez primera
|
|
|
que te vi, por mi mal y por bien
mío,
|
|
|
que todo fuera mal si no te
viera.
|
165
|
|
|
|
|
Allí el freno te di
de mi albedrío;
|
|
|
tú me gobiernas; por ti sola
vivo,
|
|
|
y aun puede mucho más tu
poderío.
|
|
|
|
|
|
En el fuego de amor
puro me avivo
|
|
|
y me deshago, pues, cual fénix,
luego
|
170
|
|
de la muerte de amor vida
recibo.
|
|
|
|
|
|
En fe de esta mi
fe, te pido y ruego
|
|
|
sólo que creas, Nísida, que es
cierto
|
|
|
que vivo ardiendo en amoroso
fuego,
|
|
|
|
|
|
y que tú puedes ya,
después de muerto,
|
175
|
|
reducirme a la vida, y, en un
punto,
|
|
|
del mar airado conducirme al
puerto.
|
|
|
|
|
|
Que está para
conmigo en ti tan junto
|
|
|
el querer y el poder, que es
todo uno,
|
|
|
sin discrepar y sin faltar un
punto;
|
180
|
|
y acabo, por no ser más
importuno.
|
|
No sé si las razones de esta carta, o las muchas que yo antes a Nísida
había dicho, asegurándole el verdadero amor que Timbrio la tenía, o los
continuos servicios de Timbrio, o los Cielos, que así lo tenían ordenado,
movieron las entrañas de Nísida para que, en el punto que la acabó de leer,
me llamase, y con lágrimas en los ojos me dijese: « ¡Ay, Sileno, Sileno, y
cómo creo que a costa de la salud mía has querido granjear la de tu amigo!
Hagan los hados, que a este punto me han traído, con las obras de Timbrio
verdaderas tus palabras; y si las unas y las otras me han engañado, tome de
mi ofensa venganza el Cielo, al cual pongo por testigo de la fuerza que el
deseo me hace para que no le tenga más encubierto. Mas ¡ay, cuán liviano
descargo es este para tan pesada culpa, pues debiera yo primero morir
callando porque mi honra viviera, que, con decir lo que agora quiero
decirte, enterrarla a ella y acabar mi vida! » Confuso me tenían estas
palabras de Nísida, y más, el sobresalto con que las decía; y, queriendo
con las mías animarla a que sin temor alguno se declarase, no fue menester
importunarla mucho, que al fin me dijo que no sólo amaba, pero que adoraba
a Timbrio, y que aquella voluntad tuviera ella cubierta siempre, si la
forzosa ocasión de la partida de Timbrio no la forzara a descubrirla.
Cuál yo quedé, pastores, oyendo lo que Nísida decía y la voluntad amorosa
que tener a Timbrio mostraba, no es posible encarecerlo; y aun es bien que
carezca de encarecimiento dolor que a tanto se extiende, no porque me
pesase de ver a Timbrio querido, sino de verme a mí imposibilitado de tener
jamás contento, pues estaba y está claro que ni podía ni puedo vivir sin
Nísida, a la cual, como otras veces he dicho, viéndola en ajenas manos
puesta, era enajenarme de todo gusto. Y si alguno la suerte en este trance
me concedía, era considerar el bien de mi amigo Timbrio, y esto fue parte
para que no llegase a un mesmo punto mi muerte. Y la declaración de la
voluntad de Nísida escuchéla como pude, y aseguréla como supe de la
entereza del echo de Timbrio, a lo cual ella me respondió que ya no había
necesidad de asegurarle aquello, porque estaba de manera que no podía ni le
convenía dejar de creerme, y que a sólo me rogaba, si fuese posible,
procurase de persuadir a Timbrio buscase algún medio honroso para no venir
a batalla con su enemigo. Y respondiéndole yo ser esto imposible sin quedar
deshonrado, se sosegó y, quitándose del cuello unas preciosas reliquias, me
las dio para que a Timbrio de su parte las diese. Quedó asimesmo concertado
entre los dos que ella sabía que sus padres habían de ir a ver el combate
de Timbrio, y que llevarían a ella y a su hermana consigo; mas, porque no
le bastaría el ánimo de estar presente al riguroso trance de Timbrio, que
ella fingiría estar mal dispuesta, con la cual ocasión se quedaría en una
casa de placer donde sus padres habían de posar, que media legua estaba de
la villa donde se había de hacer el combate; y que allí esperaría su buena
o mala suerte, según la tuviese Timbrio. Mandóme también que, para acortar
el deseo que tendría de saber el suceso de Timbrio, que llevase yo conmigo
una toca blanca que ella me dio, y que si Timbrio venciese, me la atase al
brazo y volviese a darle las nuevas; y si fuese vencido, que no la atase, y
así ella sabría por la señal de la toca, desde lejos, el principio de su
contento o el fin de su vida.
Prometíle de hacer todo lo que me mandaba y, tomando las reliquias y la
toca, me despedí de ella con la mayor tristeza y el mayor contento que
jamás tuve; mi poca ventura causaba la tristeza, y la mucha de Timbrio la
alegría. El supo de mí lo que de parte de Nísida le llevaba, y quedó con
ello tan lozano, contento y orgulloso que el peligro de la batalla que
esperaba por ninguno le tenía, pareciéndole que, en ser favorecido de su
señora, aun la mesma muerte contrastar no le podría. Paso agora en silencio
los encarecimientos que Timbrio hizo para mostrarse agradecido a lo que a
mi solicitud debía, porque fueron tales que mostraba estar fuera de seso
tratando en ello.
Esforzado, pues, y animado con esta buena nueva, comenzó a aparejar su
partida, llevando por padrinos un principal caballero español y otro
napolitano. Y, a la fama de este particular duelo, se movió a verlo
infinita gente del reino y yendo también allá los padres de Nísida, levando
con ellos a ella y a su hermana Blanca. Y como a Timbrio tocaba escoger las
armas, quiso mostrar que no en la ventaja de ellas, sino en la razón que
tenía, fundaba su derecho; y así las que escogió fueron espada y daga, sin
otra arma defensiva alguna. Pocos días faltaban al término señalado cuando
de la ciudad de Nápoles se partieron, con otros muchos caballeros, Nísida y
sus padres, habiendo llegado primero ella, acordándome muchas veces que no
se olvidase nuestro concierto. Pero mi cansada memoria, que jamás sirvió
sino de acordarme solas las cosas de mi desgusto, por no mudar su condición
se olvidó tanto de lo que Nísida me había dicho, cuanto vio que convenía
para quitarme la vida, o, a lo menos, para ponerme en el miserable estado
en que agora me veo.
Con grande atención estaban los pastores escuchando lo que Sileno contaba,
cuando interrumpió el hilo de su cuento la voz de un lastimado pastor que
entre unos árboles cantando estaba; y no tan lejos de las ventanas de la
estancia donde ellos estaban, que dejase de oírse todo lo que decía. La voz
era de suerte que puso silencio a Silerio, el cual en ninguna manera quiso
pasar adelante, antes rogó a los demás pastores que la escuchasen pues,
para lo poco que de su cuento quedaba, tiempo habría de acabarlo.
Hiciéraseles de mal esto a Tirsi y Damón, si no les dijera Elicio:
-Poco se perderá, pastores, en escuchar al desdichado Mireno, que, sin
duda, es el pastor que canta; y a quien ha traído la Fortuna a términos que
imagino que no espera él ninguno en su contento.
-¿Cómo le ha de esperar -dijo Erastro-, si mañana se desposa Daranio con la
pastora Silveria, con quien él pensaba casarse? Pero, en fin, han podido
más con los padres de Silveria las riquezas de Daranio que las habilidades
de Mireno.
-Verdad dices -replicó Elicio-, pero con Silveria más había de poder la
voluntad que de Mireno tenía conocida, que otro tesoro alguno; cuanto más
que no es Mireno tan pobre que, aunque Silveria se casara con él, fuera su
necesidad notada.
Por estas razones que Elicio y Erastro dijeron, creció el deseo en los
pastores de escuchar lo que Mireno cantaba.
Y así, rogó Silerio que más no se hablase; y todos con atento oído se
pararon a escucharle, el cual, afligido de la ingratitud de Silveria,
viendo que otro día con Daranio se desposaba, con la rabia y dolor que le
causaba este hecho se había salido de su casa acompañado de sólo su rabel;
y convidándole la soledad y silencio de un pequeño pradecillo que junto a
las paredes de la aldea estaba, y confiado que en tan sosegada noche
ninguno le escucharía, se sentó al pie de un árbol, y, templando su rabel,
de esta manera cantando estaba:
|
|
|
MIRENO
|
|
Cielo sereno, que
con tantos ojos
|
|
|
los dulces, amorosos hurtos
miras,
|
|
|
y con tu curso alegras o
entristeces
|
|
|
a aquel que en tu silencio sus
enojos
|
|
|
a quien los causa dice, o al que
retiras
|
5
|
|
de gusto tal y espacio no le
ofreces:
|
|
|
si
acaso no careces
|
|
|
de tu benignidad para conmigo,
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|
|
pues ya con sólo hablar me
satisfago
|
|
|
y
sabes cuanto hago,
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10
|
|
no es mucho que ahora escuches
lo que digo,
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|
que
mi voz lastimera
|
|
|
saldrá con la doliente ánima
fuera.
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|
|
|
|
|
Ya mi cansada voz;
ya mis lamentos
|
|
|
bien poco ofenderán al aire
vano,
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15
|
|
pues a término tal soy reducido
|
|
|
que ofrece Amor a los airados
vientos
|
|
|
mis esperanzas, y en ajena mano
|
|
|
ha puesto el bien que tuve
merecido.
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|
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Será
el fruto cogido
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20
|
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que sembró mi amoroso
pensamiento
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|
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y regaron mis lágrimas cansadas,
|
|
|
por
las afortunadas
|
|
|
manos a quien faltó merecimiento
|
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|
y
sobró la ventura,
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25
|
|
que allana lo difícil y asegura.
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|
|
|
|
Pues el que vee su
gloria convertida
|
|
|
en tan amarga, dolorosa pena
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|
|
y tomando su bien cualquier
camino,
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|
|
¿por qué no acaba la enojosa
vida?
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30
|
|
¿Por qué no rompe la vital
cadena
|
|
|
contra todas las fuerzas del
Destino?
|
|
|
Poco
a poco camino
|
|
|
al dulce trance de la amarga
muerte;
|
|
|
y así, atrevido aunque cansado
brazo,
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35
|
|
sufrid
el embarazo
|
|
|
del vivir, pues ensalza nuestra
suerte
|
|
|
saber que a Amor le place
|
|
|
que el dolor haga lo que el
hierro hace.
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|
|
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|
|
Cierta mi muerte
está, pues no es posible
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40
|
|
que viva aquel que tiene la
esperanza
|
|
|
tan muerta y tan ajeno está de
gloria;
|
|
|
pero temo que amor haga
imposible
|
|
|
mi muerte, y que una falsa
confianza
|
|
|
dé vida, a mi pesar, a la
memoria.
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45
|
|
Mas ¿qué? Si por la historia
|
|
|
de mis pasados bienes la poseo,
|
|
|
y miro bien que todos son
pasados,
|
|
|
y
los graves cuidados
|
|
|
que triste agora en su lugar
poseo,
|
50
|
|
ella
será más parte
|
|
|
para que de ella y del vivir me
aparte.
|
|
|
|
|
|
¡Ay, bien único y
solo al alma mía,
|
|
|
sol que mi tempestad aserenaste,
|
|
|
término del valor que se desea!
|
55
|
|
¿Será posible que se llega el
día
|
|
|
donde he de conocer que me
olvidaste,
|
|
|
y que permita Amor que yo le
vea?
|
|
|
Primero
que esto sea,
|
|
|
primero que tu blanco, hermoso
cuello
|
60
|
|
esté de ajenos brazos rodeado,
|
|
|
primero
que el dorado
|
|
|
-oro es mejor deciR.JPG} de tu
cabello
|
|
|
a
Daranio enriquezca,
|
|
|
con fenecer mi vida el mal
fenezca.
|
65
|
|
|
|
|
Nadie por fe te
tuvo merecida
|
|
|
mejor que yo, mas veo que es fe
muerta
|
|
|
la que con obras no se
manifiesta.
|
|
|
Si se estimara el entregar la
vida
|
|
|
al dolor cierto y a la gloria
incierta,
|
70
|
|
pudiera yo esperar alegre
fiesta;
|
|
|
mas no se admite en esta
|
|
|
cruda ley que Amor usa el buen
deseo,
|
|
|
pues es proverbio antiguo entre
amadores
|
|
|
que
son obras amores;
|
75
|
|
y yo, que por mi mal, sólo poseo
|
|
|
la
voluntad de hacellas,
|
|
|
¿qué no me ha de falta, faltando
en ellas?
|
|
|
|
|
|
En ti pensaba yo
que se rompiera
|
|
|
esta ley del avaro Amor usada,
|
80
|
|
pastora, y que los ojos
levantaras
|
|
|
a una alma de la tuya prisionera
|
|
|
y a tu propio querer tan
ajustada,
|
|
|
que, si la conocieras, la
estimaras.
|
|
|
Pensé
que no trocaras
|
85
|
|
una fe que dio muestras de tan
buena
|
|
|
por una que quilata sus deseos
|
|
|
con
los vanos arreos
|
|
|
de la riqueza, de cuidados
llena:
|
|
|
entregástete
al oro
|
90
|
|
por entregarme a mí contino al
lloro.
|
|
|
|
|
|
¡Abatida pobreza, causadora
|
|
|
de este dolor que me atormenta
el alma,
|
|
|
aquel te loa que jamás te mira!
|
|
|
Turbóse en ver tu rostro mi
pastora,
|
95
|
|
a su amor tu aspereza puso en
calma,
|
|
|
y así, por no encontrarte, el
pie retira.
|
|
|
Mal
contigo se aspira
|
|
|
a
conseguir intentos amorosos:
|
|
|
tú derribas las altas
esperanzas,
|
100
|
|
y
siembras mil mudanzas
|
|
|
en
mujeriles pechos codiciosos;
|
|
|
tú
jamás perfeccionas
|
|
|
con amor el valor de las
personas.
|
|
|
|
|
|
Sol es el oro,
cuyos rayos ciegan
|
105
|
|
la vista más aguda, si se ceba
|
|
|
en la vana apariencia del
provecho.
|
|
|
A liberales manos no se niegan
|
|
|
las que gustan de hacer notoria
prueba
|
|
|
de un blando, codicioso, hermoso
pecho.
|
110
|
|
Oro
tuerce el derecho
|
|
|
de la limpia intención y fe
sincera,
|
|
|
y, más que la firmeza de un
amante,
|
|
|
acaba
un diamante,
|
|
|
pues su dureza vuelve un pecho
cera
|
115
|
|
por más duro que sea,
|
|
|
pues se le da con él lo que
desea.
|
|
|
|
|
|
De ti me pesa,
dulce mi enemiga,
|
|
|
que tantas tuyas puras
perfecciones
|
|
|
con un avara muestra has afeado.
|
120
|
|
Tanto del oro te mostraste
amiga,
|
|
|
que echaste a las espaldas mis
pasiones
|
|
|
y al olvido entregaste mi
cuidado.
|
|
|
En fin, ¡que te has casado!
|
|
|
¡Casado te has, pastora! El
Cielo haga
|
125
|
|
tan buena tu elección como
querrías,
|
|
|
y de las penas mías
|
|
|
injustas no recibas justa paga;
|
|
|
mas, ¡ay!, que el Cielo amigo
|
|
|
da premio a la virtud, y al mal,
castigo.
|
130
|
Aquí dio fin a su canto el lastimado Mireno, con muestras de tanto dolor
que le causó a todos los que escuchándole estaban, principalmente a los que
le conocían y sabían de sus virtudes, gallarda dispusición y honroso trato.
Y, después de haber dicho entre los pastores algunos discursos sobre la
extraña condición de las mujeres, en especial sobre el casamiento de
Silveria, que, olvidada del amor y bondad de Mireno, a las riquezas de
Daranio se había entregado, deseosos de que Silerio diese fin a su cuento,
puesto silencio a todo sin ser menester pedírselo, él comenzó a seguir,
diciendo:
-Llegado, pues, el día del riguroso trance, habiéndose quedado Nísida media
legua antes de la villa en unos jardines como conmigo había concertado, con
excusa que dio a sus padres de no hallarse bien dispuesta, al partirme de
ella me encargó la brevedad de mi tornada con la señal de la toca, porque,
en traerla o no, ella entendiese el bueno o el mal suceso de Timbrio.
Toméselo yo a prometer, agraviándome de que tanto me lo encargase; y con
esto me despedí de ella y de su hermana, que con ella se quedaba. Y llegado
al puesto del combate y llegada la hora de comenzarle, después de haber
hecho los padrinos de entrambos las ceremonias y amonestaciones que en tal
caso se requieren, puestos los dos caballeros en el estacado, al temeroso
son de una ronca trompeta se acometieron con tanta destreza y arte que
causaba admiración en quien los miraba. Pero el Amor (o la razón, que es lo
más cierto) que a Timbrio favorecía, le dio tal esfuerzo que, aunque a
costa de algunas heridas, en poco espacio puso a su contrario de suerte
que, tiniéndole a sus pies herido y desangrado, le importunaba que, si
quería salvar la vida, se rindiese. Pero el desdichado Pransiles le
persuadía que le acabase de matar, pues le era más fácil a él, y de menos
daño, pasar por mil muertes que rendirse una. Mas el generoso ánimo de
Timbrio es de manera que ni quiso matar a su enemigo, ni menos que se
confesase por rendido; sólo se contentó con que dijese y conociese que era
tan bueno Timbrio como él, lo cual Pransiles confesó de buena gana, pues
hacía en esto tan poco que, sin verse en aquel término, pudiera muy bien decirlo.
Todos los circunstantes, que entendieron lo que Timbrio con su enemigo
había pasado, lo alabaron y estimaron en mucho. Y apenas hube yo visto el
feliz suceso de mi amigo, cuando, con alegría increíble y presta ligereza,
volví a dar las nuevas a Nísida. Pero, ay de mí, que el descuido de
entonces me ha puesto en el cuidado de agora. ¡Oh memoria, memoria mía!
¿Por qué no la tuviste para lo que tanto me importaba? Mas creo que estaba
ordenado en mi ventura que el principio de aquella alegría fuese el remate
y fin de todos mis contentos: yo volví a ver a Nísida con la presteza que
he dicho, pero volví sin ponerme la blanca toca al brazo. Nísida, que con
crecido deseo estaba esperando y mirando desde unos altos corredores mi
tornada, viéndome volver sin la toca, entendió que algún siniestro revés a
Timbrio había sucedido, y creyólo y sintiólo de manera que, sin ser parte
otra cosa, faltándole todos los espíritus, cayó en el suelo con tan extraño
desmayo que todos por muerta la tuvieron. Cuando ya yo llegué, hallé a toda
la gente de su casa alborotada, y a su hermana haciendo mil extremos de
dolor sobre el cuerpo de la triste Nísida. Cuando yo la vi en tal estado,
creyendo firmemente que era muerta y viendo que la fuerza del dolor me iba
sacando de sentido, temeroso que, estando fuera de él, no diese o
descubriese algunas muestras de mis pensamientos, me salí de la casa, y
poco a poco volvía a dar las desdichadas nuevas al desdichado Timbrio. Pero
como me hubiesen privado las ansias de mi fatiga las fuerzas de cuerpo y
alma, no fueron tan ligeros mis pasos que no lo hubiesen sido más otros que
la triste nueva a los padres de Nísida llevasen, certificándoles cierto que
de un agudo paracismo había quedado muerta. Debió de oír esto Timbrio y
debió de quedar cual yo quedé, si no quedo peor: sólo sé decir que, cuando
llegué a do pensaba hallarle, era ya algo anochecido y supe de uno de sus
padrinos que, con el otro y por la posta, se había partido a Nápoles con
muestras de tanto descontento, como si de la contienda vencido y deshonrado
salido hubiera. Luego imaginé yo lo que ser podía, y púseme luego en camino
para seguirle; y, antes que a Nápoles llegase, tuve nuevas ciertas de que
Nísida no era muerta, sino que le había dado un desmayo que le duró veinte
y cuatro horas, al cabo de las cuales había vuelto en sí con muchas
lágrimas y sospiros. Con la certidumbre de esta nueva me consolé, y con más
contento llegué a Nápoles pensando hallar allí a Timbrio, pero no fue así,
porque el caballero con quien él había venido me certificó que, en llegando
a Nápoles, se partió sin decir cosa alguna, y que no sabía a qué parte;
sólo imaginaba que, según le vio triste y malencólico después de la
batalla, que no podía creer sino que a desesperarse hubiese ido.
Nuevas fueron éstas que me tornaron a mis primeras lágrimas, y aun no
contenta mi ventura con esto, ordenó que, al cabo de pocos días, llegasen a
Nápoles los padres de Nísida sin ella y sin su hermana, las cuales, según
supe y según era pública voz, entrambas a dos se habían ausentado una noche
viniendo con sus padres a Nápoles, sin que se supiese de ellas nueva
alguna. Tan confuso quedé con esto que no sabía qué hacerme ni decirme; y,
estando puesto en esta confusión tan extraña, vine a saber, aunque no muy
cierto, que Timbrio, en el puerto de Gaeta, en una gruesa nave que para
España iba, se había embarcado; y pensando que podría ser verdad, me vine
luego a España, y en Jerez y en todas las partes que imaginé que podría
estar, le he buscado, sin hallar de él rastro alguno. Finalmente he venido
a la ciudad de Toledo, donde están todos los parientes de los padres de
Nísida, y lo que he alcanzado a saber es que ellos se vuelven a Toledo sin
haber sabido nuevas de sus hijas. Viéndome, pues, yo ausente de Timbrio,
ajeno de Nísida, y considerando que, ya que los hallase ha de ser para
gusto suyo y perdición mía, cansado ya y desengañado de las cosas de este
falso mundo en que vivimos, he acordado de volver el pensamiento a mejor
norte y gastar lo poco que de vivir me queda en servicio del que estima los
deseos y las obras en punto que merecen. Y así, he escogido este hábito que
veis y la ermita que habéis visto, adonde en dulce soledad reprima mis
deseos y encamine mis obras a mejor paradero, puesto que, como viene de tan
atrás la corrida de las malas inclinaciones que hasta aquí he tenido, no
son tan fáciles de parar que no trascorran algo y vuelva la memoria a
combatirme representándome las pasadas cosas. Y cuando en estos puntos me
veo, al son de aquella arpa que escogí por compañera en mi soledad, procuro
aliviar la pesada carga de mis cuidados, hasta que el Cielo le tenga y se
acuerde de llamarme a mejor vida. Este es, pastores, el suceso de mi
desventura; y si he sido largo en contárosle, es porque no ha sido ella
corta en fatigarme. Lo que os ruego es me dejéis volver a mi ermita,
porque, aunque vuestra compañía me es agradable, he llegado a términos que
ninguna cosa me da más gusto que a soledad; y de aquí entenderéis la vida
que paso y el mal que sostengo.
Acabó con esto Silerio su cuento, pero no las lágrimas con que muchas veces
le había acompañado. Los pastores le consolaron en ellas lo mejor que
pudieron, especialmente Damón y Tirsi, los cuales con muchas razones le
persuadieron a no perder la esperanza de ver a su amigo Timbrio con más
contento que él sabría imaginar, pues no era posible sino que tras tanta
fortuna aserenase el cielo, del cual se debía esperar que no consintiría
que la falsa nueva de la muerte de Nísida a noticia de Timbrio con más
verdadera relación no viniese antes que la desesperación le acabase. Y que
de Nísida se podía creer y conjeturar que, por ver a Timbrio ausente, se
habría partido en su busca y que si entonces la Fortuna por tan extraños
accidentes los había apartado, agora por otros no menos extraños sabría
juntarlos. Todas estas razones y otras muchas que le dijeron le consolaron
algo, pero no de manera que despertase en él la esperanza de verse en vida
más contenta, ni aun él la procuraba, por parecerle que la que había
escogido era la que más le convenía.
Gran parte era ya pasada de la noche, cuando los pastores acordaron de
reposar el poco tiempo que hasta el día quedaba, en el cual se habían de
celebrar las bodas de Daranio y Silveria. Mas apenas había dejado la blanca
aurora el enfadoso lecho del celoso marido, cuando dejaron los suyos todos
los más pastores de la aldea; y cada cual, como mejor pudo, comenzó por su
parte a regocijar la fiesta, cuál trayendo verdes ramos para adornar la
puerta de los desposados, y cuál con su tamborino y flauta les daba la
madrugada; acullá se oía la regocijada gaita; acá sonaba el acordado rabel;
allí, el antiguo salterio; aquí, los cursados albogues; quien con coloradas
cintas adornaba sus castañetas para los esperados bailes; quien pulía y repulía
sus rústicos aderezos para mostrarse galán a los ojos de alguna su querida
pastorcilla: de modo que, por cualquier parte de la aldea que se fuese,
todo sabía a contento, placer y fiesta. Sólo el triste y desdichado Mireno
era aquel a quien todas estas alegrías causaban suma tristeza, el cual,
habiéndose salido de la aldea por no ver hacer sacrificio de su gloria, se
subió en una costezuela que junto al aldea estaba; y allí, sentándose al
pie de un antiguo fresno, puesta la mano en la mejilla y la caperuza
encajada hasta los ojos, que en el suelo tenía clavados, comenzó a imaginar
el desdichado punto en que se hallaba, y cuán, sin poderlo estorbar, ante
sus ojos había de ver coger el fruto de sus deseos. Y esta consideración le
tenía de suerte que lloraba tan tierna y amargamente que ninguno en tal
trance le viera, que con lágrimas no le acompañara. A esta sazón, Damón y
Tirsi, Elicio y Erastro se levantaron y asomándose a una ventana que al
campo salía, lo primero en quien pusieron los ojos fue en el lastimado
Mireno; y en verle de la suerte que estaba, conocieron bien el dolor que
padecía, y, movidos a compasión, determinaron todos de ir a consolarle,
como lo hicieran si Elicio no les rogara que le dejaran ir a él solo,
porque imaginaba que, por ser Mireno tan amigo suyo, con él más
abiertamente que con otro su dolor comunicaría. Los pastores se lo
concedieron; y yendo allá Elicio, hallóle tan fuera de sí y tan en su dolor
transportado, que ni le conoció Mireno ni le habló palabra, lo cual visto
por Elicio, hizo señal a los demás pastores que viniesen, los cuales,
temiendo algún extraño accidente a Mireno sucedido, pues Elicio con priesa
los llamaba, fueron luego allá; y vieron que estaba Mireno con los ojos tan
fijos en el suelo y tan sin hacer movimiento alguno, que una estatua
semejaba, pues, con la llegada de Elicio, ni con la de Tirsi, Damón y
Erastro, no volvió de su extraño embelesamiento, sino fue que, a cabo de un
buen espacio de tiempo, casi como entre dientes, comenzó a decir:
-¿Tú eres Silveria, Silveria? Si tú lo eres, yo no soy Mireno; y si soy
Mireno, tú no eres Silveria, porque no es posible que esté Silveria sin
Mireno, o Mireno sin Silveria. Pues ¿quién soy yo, desdichado? O ¿quién
eres tú, desconocida? Yo bien se que no soy Mireno, porque tú no has
querido ser Silveria; a lo menos, la Silveria que ser debías y yo pensaba
que fueras.
A esta sazón alzó los ojos, y como vio alrededor de sí los cuatro pastores
y conoció entre ellos a Elicio, se levantó, y sin dejar su amargo llanto le
echó los brazos al cuello diciéndole:
-¡Ay, verdadero amigo mío, y cómo agora no tendrás ocasión de envidiar mi
estado, como le envidiabas cuando de Silveria me veías favorecido! Pues si
entonces me llamaste venturoso, agora puedes llamarme desdichado y trocar
todos los títulos alegres que en aquel tiempo me dabas en los de pesar que
ahora puedes darme. Yo sí que te podré llamar dichoso, Elicio, pues te
consuela más la esperanza que tienes de ser querido, que no te fatiga el
verdadero temor de ser olvidado.
-Confuso me tienes, oh Mireno -respondió Elicio-, de ver los extremos que
haces por lo que Silveria ha hecho, sabiendo que tiene padres a quien ha
sido justo haber obedecido.
-Si ella tuviera amor -replicó Mireno-, poco inconviniente era la
obligación de ros padres para dejar de cumplir con lo que al amor debía; de
do vengo a considerar, oh Elicio, que si me quiso bien, hizo mal en
casarse, y si fue fingido el amor que me mostraba, hizo peor en engañarme;
y ofréceme el desengaño a tiempo que no puede aprovecharme si no es con
dejar en sus manos la vida.
-No está en términos la tuya, Mireno -replicó Elicio-, que tengas por
remedio el acabarla, pues podría ser que la mudanza de Silveria no
estuviese en la voluntad, sino en la fuerza de la obediencia de sus padres;
y si tú la quisiste limpia y honestamente doncella, también la puedes
querer ahora casada, correspondiendo ella ahora como entonces a tus buenos
y honestos deseos.
-Mal conoces a Silveria, Elicio -respondió Mireno-, pues imaginas de ella
que ha de hacer cosa de que pueda ser notada.
-Esta mesma razón que has dicho te condena -respondió Elicio-, pues si tú,
Mireno, sabes de Silveria que no hará cosa que mal le esté, en la que ha
hecho no debe de haber errado.
-Si no ha errado -respondió Mireno-, ha acertado a quitarme todo el buen
suceso que de mis buenos pensamientos esperaba, y sólo en esto la culpo:
que nunca me advirtió de este daño, antes, temiéndome de él, con firme
juramento me aseguraba que eran imaginaciones mías y que nunca a la suya
había llegado pensar con Daranio casarse, ni se casaría, si conmigo no, con
él ni con otro alguno, aunque aventurara en ello quedar en perpetua
desgracia con sus padres y parientes; y debajo de este siguro y prometimiento,
faltar y romper la fe agora de la manera que has visto, ¿qué razón hay que
tal consienta, o qué corazón que tal sufra?
Aquí tomó Mireno a renovar su llanto y aquí de nuevo le tuvieron lástima
los pastores. A este instante llegaron dos zagales adonde ellos estaban,
que el uno era pariente de Mireno y el otro criado de Daranio, que a llamar
a Elicio, Tirsi, Damón y Erastro venía, porque las fiestas de su desposorio
querían comenzarse. Pesábales a los pastores de dejar solo a Mireno, pero
aquel pastor su pariente se ofreció a quedar con él. Y aun Mireno dijo a
Elicio que se quería ausentar de aquella tierra por no ver cada día a los
ojos la causa de su desventura. Elicio le loó su determinación y le encargó
que, doquiera que estuviese, le avisase de cómo le iba. Mireno se lo
prometió y, sacando del seno un papel, le rogó que, en hallando comodidad,
se le diese a Silveria; y con esto se despidió de todos los pastores, no
sin muestras de mucho dolor y tristeza. El cual no se hubo bien apartado de
su presencia cuando Elicio, deseoso de saber lo que en el papel venía,
viendo que, pues estaba abierto importaba poco leerle, le descogió y,
convidando a los otros pastores a escucharle, vio que en él venían escritos
estos versos:
|
|
|
MIRENO
A SILVERIA
|
|
El pastor que te ha
entregado
|
|
|
lo más de cuanto tenía,
|
|
|
pastora,
agora te envía
|
|
|
lo menos que le ha quedado,
|
|
|
que es este pobre papel,
|
5
|
|
adonde
claro verás
|
|
|
la fe que en ti no hallarás
|
|
|
y el dolor que queda en él.
|
|
|
|
|
|
Pero poco al caso
hace
|
|
|
darte de esto cuenta estrecha,
|
10
|
|
si mi fe no me aprovecha
|
|
|
y mi mal te satisface.
|
|
|
No pienses que es mi intención
|
|
|
quejarme
porque me dejas,
|
|
|
que llegan tarde las quejas
|
15
|
|
de
mi temprana pasión.
|
|
|
|
|
|
Tiempo fue ya que
escucharas
|
|
|
el cuento de mis enojos
|
|
|
y aun, si lloraran mis ojos,
|
|
|
las
lágrimas enjugaras.
|
20
|
|
Entonces
era Mireno
|
|
|
el que era de ti mirado;
|
|
|
mas ¡ay, cómo te has trocado,
|
|
|
tiempo
bueno, tiempo bueno!
|
|
|
|
|
|
Si durara aquel engaño,
|
25
|
|
templárase
mi desgusto,
|
|
|
pues más vale un falso gusto
|
|
|
que un notorio y cierto daño.
|
|
|
Pero tú, por quien se ordena
|
|
|
mi
terrible malandanza,
|
30
|
|
has hecho con tu mudanza
|
|
|
falso el bien, cierta la pena.
|
|
|
|
|
|
Tus palabras lisonjeras
|
|
|
y
mis crédulos oídos
|
|
|
me han dado bienes fingidos
|
35
|
|
y males que son de veras.
|
|
|
Los bienes, con su aparencia,
|
|
|
crecieron
mi sanidad;
|
|
|
los males, con su verdad,
|
|
|
han
doblado mi dolencia.
|
40
|
|
|
|
|
Por esto juzgo y
discierno
|
|
|
por cosa cierta y notoria
|
|
|
que tiene el Amor su gloria
|
|
|
a las puertas del infierno;
|
|
|
y que un desdén acarrea
|
45
|
|
y un olvido en un momento
|
|
|
desde la gloria al tormento
|
|
|
al que en amar no se emplea.
|
|
|
|
|
|
este mudamiento extraño,
|
50
|
|
que estoy ya dentro del daño
|
|
|
y no salgo del provecho;
|
|
|
porque
imagino que ayer
|
|
|
era
cuando me querías,
|
|
|
o, a lo menos, lo fingías,
|
55
|
|
que es lo que se ha de creer.
|
|
|
|
|
|
Y el agradable sonido
|
|
|
de
tus palabras sabrosas
|
|
|
y
razones amorosas
|
|
|
aún me suena en el oído.
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60
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Estas
memorias suaves
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al fin me dan más tormento,
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pues tus palabras el viento
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llevó, y las obras, quien sabes.
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¿Eras tú la que
jurabas
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65
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que se acabasen tus días
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si a Mireno no querías
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sobre
todo cuanto amabas?
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¿Eres
tú, Silveria, quien
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hizo de mí tal caudal
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70
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que, siendo todo tu mal,
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me tenías por tu bien?
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¡Oh, qué títulos te
diera
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de
ingrata, como mereces,
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si, como tú me aborreces,
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75
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también
yo te aborreciera!
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Mas
no puedo aprovecharme
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del
medio de aborrecerte,
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que estimo más el quererte
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que tú has hecho el olvidarme.
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80
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Triste gemido a mi
canto
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ha dado tu mano fiera;
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invierno,
a mi primavera,
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y a mi risa, amargo llanto.
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Mi gasajo ha vuelto en luto,
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85
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y de mis blandos amores
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cambió en abrojos las flores
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y en veneno, el dulce fruto.
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Y aun, dirás, y
esto me daña,
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que es el haberte casado
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90
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y el haberme así olvidado
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una
honesta, honrosa hazaña.
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¡Disculpa
fuera admitida
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si no te fuera notorio
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que estaba en tu desposorio
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95
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el fin de mi triste vida!
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Mas, en fin, tu
gusto fue
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gusto, pero no fue justo,
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pues con premio tan injusto
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pagó
mi inviolable fe;
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100
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a cual, por ver que se ofrece
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de mostrar la fe que alcanza,
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ni la muda tu mudanza,
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ni mi mal la desfallece.
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|
Quien esto vendrá a
entender,
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105
|
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cierto estoy que no se asombre,
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viendo al fin que yo soy hombre,
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y
tú, Silveria, mujer;
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adonde
la ligereza
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hace
de contino asiento,
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110
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y adonde en mí el sufrimiento
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|
es
otra naturaleza.
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Ya te contemplo casada,
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y
de serlo arrepentida,
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porque ya es cosa sabida
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115
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que no estarás firme en nada.
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Procura
alegre llevallo
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el yugo que echaste al cuello,
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que
podrás aborrecello
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y
no podrás desechallo.
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120
|
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Mas eres tan inhumana
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y de tan mudable ser,
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|
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que lo que quisiste ayer
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|
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has
de aborrecer mañana.
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Y así, por extraña cosa,
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125
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dirá aquel que de ti hable:
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«
Hermosa, pero mudable;
|
|
|
mudable,
pero hermosa ».
|
|
No parecieron mal los versos de Mireno a los pastores, sino la ocasión a
que se habían hecho, considerando con cuánta presteza la mudanza de
Silveria le había traído a punto de desamparar la amada patria y queridos
amigos, temeroso cada uno que en el suceso de sus pretensiones lo mesmo le
sucediese. Entrados, pues, en el aldea, y llegados adonde Daranio y
Silveria estaban, la fiesta se comenzó tan alegre y regocijadamente, cuanto
en las riberas de Tajo en muchos tiempos se había visto: que, por ser
Daranio uno de los más ricos pastores de toda aquella comarca, y Silveria
de las hermosas pastoras de toda la ribera, acudieron a sus bodas toda o la
más pastoría de aquellos contornos. Y así se hizo una célebre junta de
discretos pastores y hermosas pastoras; y entre los que a los demás en
muchas y diversas habilidades se aventajaron, fueron el triste Orompo, el
celoso Orfenio, el ausente Crisio y el desamado Marsilio, mancebos todos y
todos enamorados, aunque de diferentes pasiones oprimidos: porque al triste
Orompo fatigaba la temprana muerte de su querida Listea; y al celoso
Orfenio, la insufrible rabia de los celos, siendo enamorado de la hermosa
pastora Eandra; al ausente Crisio, el verse apartado de Claraura, bella y
discreta pastora, a quien el por único bien suyo tenía; y al desesperado
Marsilio, el desamor que para con él en el pecho de Belisa se encerraba.
Eran todos amigos y de una mesma aldea, y la pasión de uno el otro no la
ignoraba, antes en dolorosa competencia muchas veces se habían juntado a
encarecer cada cual la causa de su tormento, procurando cada uno mostrar
como mejor podía que su dolor a cualquier otro se aventajaba, tiniendo por
suma gloria ser en la pena mejorado; y tenían todos tal ingenio (o, por
mejor decir, tal dolor padecían) que, como quiera que le significasen,
mostraban ser el mayor que imaginarse podía. Por estas disputas y
competencias eran famosos y conocidos en todas las riberas de Tajo, y
habían puesto deseo a Tirsi y a Damón de conocerlos; y, viéndolos allí
juntos, unos a otros se hicieron corteses y agradables recibimientos;
principalmente, todos con admiración miraban a los dos pastores Tirsi y
Damón, hasta allí de ellos solamente por fama conocidos.
A esta sazón salió el rico pastor Daranio a la serrana vestido: traía camisa
alta de cuello plegado, almilla de frisa, sayo verde escotado, zaragÜelles
de delgado lienzo, antiparas azules, zapato redondo, cinto tachonado, y de
la color del sayo, una cuarteada caperuza. No menos salió bien aderezada su
esposa Silveria, porque venía con saya y cuerpos leonados guarnecidos de
raso blanco, camisa de pechos labrada de azul y verde, gorguera de hilo
amarillo sembrado de argentería, invención de Galatea y Florisa, que la
vistieron; garbín turquesado con flecos de encarnada seda, alcorque dorado,
zapatillas justas, corales ricos y sortija de oro, y, sobre todo, su
belleza, que más que todo la adornaba. Salió luego tras ella la sin par
Galatea, como sol tras el aurora, y su amiga Florisa, con otras muchas y
hermosas pastoras que por honrar las bodas a ellas habían venido, entre las
cuales también iba Teolinda, con cuidado de hurtar el rostro a los ojos de
Damón y Tirsi por no ser de ellos conocida. Y luego las pastoras, siguiendo
a los pastores que guiaban, al son de muchos pastoriles instrumentos, hacia
el templo se encaminaron, en el cual espacio le tuvieron Elicio y Erastro
de cebar los ojos en el hermoso rostro de Galatea, deseando que durara
aquel camino más que la larga peregrinación de Ulises. Y, con el contento
de verla, iba tan fuera de sí Erastro que, hablando con Elicio, le dijo:
-¿Qué miras, pastor, si a Galatea no miras? Pero ¿cómo podrás mirar el sol
de sus cabellos, el cielo de su frente, las estrellas de sus ojos, la nieve
de su rostro, la grana de sus mejillas, el color de sus labios, el marfil
de sus dientes, el cristal de su cuello, el mármol de su pecho?
-Todo eso he podido ver, oh Erastro -respondió Elicio-, y ninguna cosa de
cuantas has dicho es causa de mi tormento, sino es la aspereza de su
condición, que, si no fuera tal como tú sabes, todas las gracias y bellezas
que en Galatea conoces fueran ocasión de mayor gloria nuestra.
-Bien dices -dijo Erastro-, pero toda no me podrás negar que, a no ser
Galatea tan hermosa, no fuera tan deseada y, a no ser tan deseada, no fuera
tanta nuestra pena, pues toda ella nace del deseo.
-No te puedo yo negar, Erastro -respondió Elicio-, que todo cualquier dolor
y pesadumbre no nazca de la privación y falta de lo que deseamos, mas
juntamente con esto te quiero decir que ha perdido conmigo mucho la calidad
el amor con que yo pensé que a Galatea querías; porque si solamente la
quieres por ser hermosa, muy poco tiene que agradecerte, pues no habrá
ningún hombre, por rústico que sea, que la mire que no la desea, porque la
belleza, donde quiera que está, trae consigo el hacer desear. Así que a
este simple deseo, por ser tan natural, ningún premio se le debe, porque si
se le debiera, con sólo desear el Cielo, le tuviéramos merecido, mas ya
ves, Erastro, ser esto tan al revés como nuestra verdadera ley nos lo tiene
mostrado. Y puesto caso que la hermosura y belleza sea una principal parte
para atraernos a desearla y a procurar gozarla, el que fuere verdadero
enamorado no ha de tener tal gozo por último fin suyo, sino que, aunque la
belleza le acarree este deseo, la ha de querer solamente por ser bueno, sin
que otro algún interese le mueva; y este se puede llamar, aun en las cosas
de acá, perfecto y verdadero amor, y es digno de ser agradecido y premiado,
como vemos que premia conocida y aventajadamente el Hacedor de todas las
cosas a aquellos que, sin moverles otro interese alguno de temor, de pena o
de esperanza de gloria, le quieren, le aman y le sirven, solamente por ser
bueno y digno de ser amado. Y esta es la última y mayor perfección que en
el amor divino se encierra, y en el humano también, cuando no se quiere más
de por ser bueno lo que se ama, sin haber error de entendimiento; porque
muchas veces lo malo nos parece bueno y lo bueno, malo, y así amamos lo uno
y aborrecemos lo otro; y este tal amor no merece premio, sino castigo.
Quiero inferir de todo lo que he dicho, oh Erastro, que si tú quieres y
amas la hermosura de Galatea con intención de gozarla, y en esto para el
fin de tu deseo, sin pasar adelante a querer su virtud, su acrecentamiento
de fama, su salud, su vida y bienes, entiende que no amas como debes, ni
debes ser remunerado como quieres.
Quisiera Erastro replicar a Elicio y darle a entender cómo no entendía bien
del amor con que a Galatea amaba, pero estorbólo el son de la zampoña del
desamorado Lenio, el cual quiso también hallarse a las bodas de Daranio y
regocijar la fiesta con su canto. Y así, puesto delante de los desposados,
en tanto que al templo llegaban, al son del rabel de Eugenio estos versos
fue cantando:
|
|
|
LENIO
|
|
¡Desconocido,
ingrato Amor, que asombras
|
|
|
a veces los gallardos corazones,
|
|
|
y con vanas figuras, vanas
sombras,
|
|
|
pones al alma libre mil
prisiones!
|
|
|
Si de ser dios te precias y te
nombras
|
5
|
|
con tan subido nombre, no
perdones
|
|
|
al que, rendido el lazo de
Himineo,
|
|
|
rindiere a nuevo ñudo su deseo.
|
|
|
|
|
|
En conservar la ley
pura y sincera
|
|
|
del santo matrimonio pon tu
fuerza;
|
10
|
|
descoge en este campo tu
bandera;
|
|
|
haz a tu condición en esto
fuerza,
|
|
|
que bella flor, que dulce fruto
espera,
|
|
|
por pequeño trabajo, el que se
esfuerza
|
|
|
a llevar este yugo como debe,
|
15
|
|
que, aunque parece carga, es
carga leve.
|
|
|
|
|
|
Tú puedes, si te
olvidas de tus hechos
|
|
|
y de tu condición tan desabrida,
|
|
|
hacer alegres tálamos y lechos
|
|
|
do el yugo conyugal a dos anida.
|
20
|
|
Enciérrate en sus almas y en sus
pechos
|
|
|
hasta que acabe el curso de su
vida
|
|
|
y vayan a gozar, como se espera,
|
|
|
de la agradable, eterna
primavera.
|
|
|
|
|
|
Deja las pastoriles cabañuelas
|
25
|
|
y al libre pastorcillo hacer su
oficio;
|
|
|
vuela más alto ya, pues tanto
vuelas,
|
|
|
y aspira a mejor grado y
ejercicio.
|
|
|
En vano te fatigas y desvelas
|
|
|
en hacer de las almas
sacrificio,
|
30
|
|
si no las rindes con mejor
intento
|
|
|
al dulce de Himineo
ayuntamiento.
|
|
|
|
|
|
Aquí puedes mostrar
la poderosa
|
|
|
mano de tu poder maravilloso,
|
|
|
haciendo que la nueva tierna
esposa
|
35
|
|
quiera, y que sea querida de su
esposo,
|
|
|
sin que aquella infernal rabia
celosa
|
|
|
les turbe su contento y su
reposo,
|
|
|
ni el desdén sacudido y zahareño
|
|
|
les prive del sabroso y dulce
sueño.
|
40
|
|
|
|
|
Mas si, pérfido
Amor, nunca escuchadas
|
|
|
fueron de ti plegarias de tu
amigo,
|
|
|
bien serán estas mías
desechadas,
|
|
|
que te soy y seré siempre
enemigo.
|
|
|
Tu condición, tus obras mal
miradas,
|
45
|
|
de quien es todo el mundo buen
testigo,
|
|
|
hacen que yo no espere de tu
mano
|
|
|
contento alegre, venturoso y
sano.
|
|
Ya se maravillaban los que al desamorado Lenio escuchando iban, de ver con
cuánta mansedumbre las cosas de amor trataba, llamándole dios y de mano
poderosa, cosa que jamás le habían oído decir. Mas, habiendo oído los
versos con que acabó su canto, no pudieron dejar de reírse, porque ya les
pareció que se iba colerizando y que si adelante en su canto pasara, él pusiera
al Amor como otras veces solía, pero faltóle el tiempo porque se acabó el
camino. Y así, llegados al templo y hechas en él por los sacerdotes las
acostumbradas ceremonias, Daranio y Silveria quedaron en perpetuo y
estrecho ñudo ligados, no sin envidia de muchos que los miraban, ni sin
dolor de algunos que la hermosura de Silveria codiciaban, pero a todo dolor
sobrepujara el que sintiera el sin ventura Mireno si a ese espectáculo se
hallara presente. Vueltos, pues, los desposados del templo con la mesma compañía
que habían llevado, llegaron a la plaza de la aldea, donde hallaron las
mesas puestas, y adonde quiso Daranio hacer públicamente demostración de
sus riquezas haciendo a todo el pueblo un generoso y suntuoso convite.
Estaba la plaza tan enramada que una hermosa verde floresta parecía,
entretejidas las ramas por cima de tal modo que los agudos rayos del sol en
todo aquel circuito no hallaban entrada para calentar el fresco suelo, que
cubierto con muchas espadañas y con mucha diversidad de flores se mostraba.
Allí, pues, con general contento de todos, se solemnizó el generoso
banquete al son de muchos pastorales instrumentos, sin que diesen menos
gusto que el que suelen dar las acordadas músicas que en los reales
palacios se acostumbran. Pero lo que más autorizó la fiesta fue ver que, en
alzándose las mesas, en el mesmo lugar con mucha presteza hicieron un
tablado, para efecto de que los cuatro discretos y lastimados pastores
Orompo, Marsilio, Crisio y Orfenio, por honrar las bodas de su amigo Daranio
satisfacer el deseo que Tirsi y Damón tenían de escucharles, querían allí
en público recitar una égloga que ellos mesmos de la ocasión de sus mesmos
dolores habían compuesto. Acomodados, pues, en sus asientos todos los
pastores y pastoras que allí estaban, después que la zampoña de Erastro y
la lira de Lenio y los otros instrumentos hicieron prestar a los presentes
un sosegado y maravilloso silencio, el primero que se mostró en el humilde
teatro fue el triste Orompo con un pellico negro vestido y un cayado de
amarillo boj en la mano, el remate del cual era una fea figura de la
muerte; venía con hojas de funesto ciprés coronado, insignias todas de la
tristeza que en él reinaba por la inmadura muerte de su querida Listea; y,
después que con triste semblante los llorosos ojos a una y a otra parte
hubo tendido, con muestras de infinito dolor y amargura, rompió el silencio
con semejantes razones:
|
|
OROMPO
|
|
Salid de lo hondo
del pecho cuitado,
|
|
palabras sangrientas, con muerte
mezcladas;
|
|
y si los sospiros os tienen
atadas,
|
|
abrid y romped el siniestro
costado.
|
|
El aire os impide, que está ya
inflamado
|
5
|
|
del fiero veneno de vuestros
acentos;
|
|
|
salid, y siquiera os lleven los
vientos,
|
|
|
que todo mi bien también me han
llevado.
|
|
|
|
|
|
Poco perdéis en
veros perdidas,
|
|
|
pues ya os ha faltado el alto
sujeto
|
10
|
|
por quien en estilo grave y
perfecto
|
|
|
hablábades cosas de punto
subidas;
|
|
|
notadas un tiempo y bien
conocidas
|
|
|
fuistes por dulces, alegres,
sabrosas;
|
|
|
ahora por tristes, amargas,
llorosas,
|
15
|
|
seréis de la tierra y del cielo
tenidas.
|
|
|
|
|
|
Pero aunque
salgáis, palabras, temblando,
|
|
|
¿con cuáles podréis decir lo que
siento
|
|
|
si es incapaz mi fiero tormento
|
|
|
de irse cual es, al vivo
pintando?
|
20
|
|
Mas ya que me falta el cómo y el
cuándo
|
|
|
de significar mi pena y mi
mengua,
|
|
|
aquello que falta y no puede la
lengua,
|
|
|
suplan mis ojos, contino
llorando.
|
|
|
|
|
|
¡Oh muerte, que
atajas y cortas el hilo
|
25
|
|
de mil pretensiones gustosas
humanas,
|
|
|
y en un volver de ojos las
sierras allanas
|
|
|
y haces iguales a Henares y al
Nilo!
|
|
|
¿Por qué no templaste, traidora,
el estilo
|
|
|
tuyo cruel? ¿Por qué, a mi
despecho,
|
30
|
|
probaste en el blanco y más
lindo pecho
|
|
|
de tu fiero alfanje la furia y
el filo?
|
|
|
|
|
|
¿En qué te
ofendían, oh falsa, los años
|
|
|
tan tiernos y verdes de aquella
cordera?
|
|
|
¿Por qué te mostraste con ella
tan fiera?
|
35
|
|
¿Por qué en el suyo creciste mis
daños?
|
|
|
¡Oh mi enemiga, y amiga de
engaños!
|
|
|
De mí, que te busco, te escondes
y ausentas,
|
|
|
y quieres y trabas razones y
cuentas
|
|
|
con el que más teme tus males
tamaños.
|
40
|
|
|
|
|
En años maduros, tu
ley, tan injusta,
|
|
|
pudiera mostrar su fuerza
crecida,
|
|
|
y no descargar la dura herida
|
|
|
en quien del vivir ha poco que
gusta.
|
|
|
Mas esa tu hoz, que todo lo
ajusta
|
45
|
|
y mando ni ruego jamás la
doblega,
|
|
|
así con rigor la flor tierna
siega
|
|
|
como la caña ñudosa y robusta.
|
|
|
|
|
|
Cuando a Listea del
suelo quitaste,
|
|
|
tu ser, tu valor, tu fuerza, tu
brío,
|
50
|
|
tu ira, tu mando y tu señorío,
|
|
|
con sólo aquel triunfo al mundo
mostraste.
|
|
|
Llevando a Listea, también te
llevaste
|
|
|
la gracia, el donaire, belleza y
cordura
|
|
|
mayor de la tierra, y en su
sepultura
|
55
|
|
este bien todo con ella
encerraste.
|
|
|
|
|
|
Sin ella en
tiniebla perpetua ha quedado
|
|
|
mi vida penosa, que tanto se
alarga
|
|
|
que es insufrible a mis hombros
su carga:
|
|
|
que es muerte la vida del que es
desdichado.
|
60
|
|
Ni espero en Fortuna, ni espero
en el hado,
|
|
|
ni espero en el tiempo, ni
espero en el Cielo,
|
|
|
ni tengo de quien espere
consuelo,
|
|
|
ni es bien que se espere en mal
tan sobrado.
|
|
|
|
|
|
¡Oh vos, que sentís
qué cosa es dolores!
|
65
|
|
Venid y tomad consuelo en los
míos,
|
|
|
que, en viendo su ahínco, sus
fuerzas, sus bríos,
|
|
|
veréis que los vuestros son
mucho menores.
|
|
|
¿Do estáis agora, gallardos
pastores?
|
|
|
Crisio, Marsilio y Orfenio, ¿qué
hacéis?
|
70
|
|
¿Por qué no venís? ¿Por qué no
tenéis
|
|
|
por más que los vuestros mis
daños mayores?
|
|
|
|
|
|
Mas ¿quién es aquel
que asoma y que quiebra
|
|
|
por la encrucijada de aqueste
sendero?
|
|
|
Marsilio es, sin duda, de Amor
prisionero.
|
75
|
|
Belisa es la causa, a quien
siempre celebra.
|
|
|
A este le roe la fiera culebra
|
|
|
del crudo desdén el pecho y el
alma;
|
|
|
y pasa su vida en tormenta sin
calma,
|
|
|
y aun no es, cual la mía, su
suerte tan negra.
|
80
|
|
|
|
|
El piensa que el
mal que el alma le aqueja
|
|
|
es más que el dolor de mi
desventura.
|
|
|
Aquí será bien que entre esta
espesura
|
|
|
me esconda, por ver si acaso se
queja.
|
|
|
Mas, ay, que a la pena que nunca
me deja
|
85
|
|
pensar igualarla es gran
desatino,
|
|
|
pues abre la senda y cierra el
camino
|
|
|
al mal que se acerca y al bien
que se aleja.
|
|
|
MARSILIO
|
|
|
¡Pasos que al de la
muerte
|
|
|
me lleváis paso a paso,
|
90
|
|
forzoso he de acusar vuestra
pereza!
|
|
|
Seguid
tan dulce suerte,
|
|
|
que en este amargo paso
|
|
|
está mi bien, y en vuestra
ligereza.
|
|
|
Mirad
que la dureza
|
95
|
|
de
la enemiga mía
|
|
|
en
el airado pecho,
|
|
|
contrario
a mi provecho,
|
|
|
en su entereza está, cual ser
solía;
|
|
|
huigamos,
si es posible
|
100
|
|
del áspero rigor suyo terrible.
|
|
|
|
|
|
¿A qué apartado clima,
|
|
|
a
qué región incierta
|
|
|
iré a vivir que pueda asegurarme
|
|
|
del mal que me lastima,
|
105
|
|
del ansia triste y cierta
|
|
|
que no se ha de acabar hasta
acabarme?
|
|
|
Ni estar quedo, o mudarme
|
|
|
a
la arenosa Libia,
|
|
|
o al lugar donde habita
|
110
|
|
el fiero y blanco escita,
|
|
|
un solo punto mi dolor alivia:
|
|
|
que no está mi contento
|
|
|
en hacer de lugares mudamiento.
|
|
|
|
|
|
Aquí y allí me
alcanza
|
115
|
|
el
desdén riguroso
|
|
|
de la sin par, cruel pastora
mía,
|
|
|
sin que amor ni esperanza
|
|
|
un
término dichoso
|
|
|
me puedan prometer en tal
porfía.
|
120
|
|
¡Belisa,
luz del día,
|
|
|
gloria de la edad nuestra:
|
|
|
si
valen ya contigo
|
|
|
ruegos de un firme amigo,
|
|
|
tiempla el rigor airado de tu
diestra,
|
125
|
|
y el fuego de este mío
|
|
|
pueda en tu pecho deshacer el
frío!
|
|
|
|
|
|
Más sorda a mi
lamento,
|
|
|
más
implacable y fiera
|
|
|
que a la voz del cansado
marinero
|
130
|
|
el
riguroso viento
|
|
|
que el mar turba y altera
|
|
|
y amenaza a la vida el fin
postrero;
|
|
|
mármol,
diamante, acero,
|
|
|
alpestre
y dura roca,
|
135
|
|
robusta,
antigua encina,
|
|
|
roble
que nunca inclina
|
|
|
la altiva rama al cierzo que le
toca:
|
|
|
todo es blando y suave
|
|
|
comparado al rigor que en tu
alma cabe.
|
140
|
|
|
|
|
Mi duro, amargo hado,
|
|
|
mi
inexorable estrella,
|
|
|
mi voluntad, que todo lo
consiente,
|
|
|
me
tienen condenado,
|
|
|
Belisa,
ingrata y bella,
|
145
|
|
a que te sirva y ame
eternamente.
|
|
|
Y aunque tu hermosa frente,
|
|
|
con
riguroso ceño,
|
|
|
y
tus serenos ojos
|
|
|
me
anuncien mil enojos,
|
150
|
|
serás de esta alma conocida
dueño,
|
|
|
en tanto que en el suelo
|
|
|
la cubriere mortal, corpóreo
velo.
|
|
|
|
|
|
¿Hay bien que se le
iguale
|
|
|
al mal que me atormenta?
|
155
|
|
¿Y hay mal en todo el mundo tan
esquivo?
|
|
|
El uno y otro sale
|
|
|
de
toda humana cuenta,
|
|
|
y aun yo sin ella en viva muerte
vivo.
|
|
|
En
el desdén avivo
|
160
|
|
mi fe, y allí se enciende
|
|
|
con
el helado frío;
|
|
|
mirad
qué desvarío,
|
|
|
y el dolor desusado que me
ofende,
|
|
|
y
si podrá igualarse
|
165
|
|
al mal que más quisiere
aventajarse.
|
|
|
|
|
|
Mas, ¿quién es el
que mueve
|
|
|
las
ramas intricadas
|
|
|
de este acopado mirto y verde
asiento?
|
|
|
OROMPO
|
|
|
Un pastor que se
atreve,
|
170
|
|
con
razones fundadas
|
|
|
en la pura verdad de su
tormento,
|
|
|
mostrar
que el sentimiento
|
|
|
de
su dolor crecido
|
|
|
al
tuyo se aventaja,
|
175
|
|
por más que tú le estimes,
|
|
|
levantes
y sublimes.
|
|
|
MARSILIO
|
|
|
Vencido quedarás en
tal baraja,
|
|
|
Orompo,
fiel amigo,
|
|
|
y tú mesmo serás de ello
testigo.
|
180
|
|
|
|
|
Si de las ansias
mías,
|
|
|
si de mi mal insano
|
|
|
la más mínima parte conocieras,
|
|
|
cesaran
tus porfías,
|
|
|
Orompo,
viendo llano
|
185
|
|
que tú penas de burla, y yo de
veras.
|
|
|
OROMPO
|
|
|
Haz, Marsilio, quimeras
|
|
|
de
tu dolor extraño,
|
|
|
y
al mío menoscaba,
|
|
|
que la vida me acaba,
|
190
|
|
que yo espero sacarte de ese
engaño,
|
|
|
mostrando
al descubierto
|
|
|
que el tuyo es sombra de mi mal,
que es cierto.
|
|
|
Pero
la voz sonora
|
|
|
de Crisio oigo que suena,
|
195
|
|
pastor que en la opinión se te
parece;
|
|
|
escuchémosle
ahora,
|
|
|
que
su cansada pena
|
|
|
no menos que la tuya la
engrandece.
|
|
|
MARSILIO
|
|
|
Hoy el tiempo me
ofrece
|
200
|
|
lugar
y coyuntura
|
|
|
donde
pueda mostraros
|
|
|
a
entrambos y enteraros
|
|
|
de que sola la mía es
desventura.
|
|
|
OROMPO
|
|
|
Atiende ahora, Marsilio,
|
205
|
|
la voz de Crisio y lamentable
estilo.
|
|
|
CRISIO
|
|
|
¡Ay dura, ay
importuna, ay triste ausencia!
|
|
|
¡Cuán fuera debió estar de
conocerte
|
|
|
el que igualó tu fuerza y
violencia
|
|
|
al poder invencible de la
muerte!
|
210
|
|
Que, cuando con mayor rigor
sentencia,
|
|
|
¿qué puede más su limitada
suerte
|
|
|
que deshacer el ñudo y recia
liga
|
|
|
que a cuerpo y alma
estrechamente liga?
|
|
|
|
|
|
Tu duro alfanje a
mayor mal se extiende,
|
215
|
|
pues un espíritu en dos mitades
parte.
|
|
|
¡Oh milagros de amor que nadie
entiende,
|
|
|
ni se alcanzan por ciencia ni
por arte!
|
|
|
¡Que deje su mitad con quien la
enciende
|
|
|
allá mi alma, y traiga acá la
parte
|
220
|
|
más frágil, con la cual más mal
se siente
|
|
|
que estar mil veces de la vida ausente!
|
|
|
|
|
|
Ausente
estoy de aquellos ojos bellos
|
|
|
que serenaban la tormenta mía;
|
|
|
ojos, vida de aquel que pudo
vellos,
|
225
|
|
si de allí no pasó la fantasía:
|
|
|
que verlos y pensar de
merecellos
|
|
|
es loco atrevimiento y demasía.
|
|
|
Yo los vi, desdichado, y no los
veo,
|
|
|
y mátame de verlos el deseo.
|
230
|
|
|
|
|
Deseo, y con
razón, ver dividida,
|
|
|
por acortar el término a mi
daño,
|
|
|
esta antigua amistad, que tiene
unida
|
|
|
mi alma al cuerpo con amor
tamaño
|
|
|
que, siendo tus carnes
despedida,
|
235
|
|
con ligereza presta y vuelo
extraño,
|
|
|
podrá tomar a ver aquellos ojos,
|
|
|
que son descanso y gloria a sus
enojos.
|
|
|
|
|
|
Enojos
son la paga y recompensa
|
|
|
que Amor concede al amador
ausente,
|
240
|
|
en quien se cifra el mayor mal y
ofensa
|
|
|
que en los males de amor se
encierra y siente.
|
|
|
Ni poner discreción a la
defensa,
|
|
|
ni un querer firme, levantado,
ardiente,
|
|
|
aprovecha a templar de este
tormento
|
245
|
|
la dura pena y el furor violento.
|
|
|
|
|
|
Violento
es el rigor de esta dolencia;
|
|
|
pero, junto con esto, es tan
durable
|
|
|
que se acaba primero la
paciencia,
|
|
|
y aun de la vida el curso
miserable.
|
250
|
|
Muertes,
desvíos, celos, inclemencia
|
|
|
de airado pecho, condición
mudable,
|
|
|
no atormentan así ni dañan tanto
|
|
|
como este mal, que el nombre aun
pone espanto.
|
|
|
|
|
|
Espanto
fuera si dolor tan fiero
|
255
|
|
dolores tan mortales no causara;
|
|
|
pero todos son flacos, pues no
muero,
|
|
|
ausente de mi vida dulce y cara.
|
|
|
Mas cese aquí mi canto
lastimero,
|
|
|
que a compañía tan discreta y
rara
|
260
|
|
como es la que allí veo será
justo
|
|
|
que muestre al verla más sabroso
el gusto.
|
|
|
OROMPO
|
|
|
Gusto nos
da, buen Crisio, tu presencia,
|
|
|
y más viniendo a tiempo que
podremos
|
|
|
acabar
nuestra antigua diferencia.
|
265
|
|
CRISIO
|
|
|
Orompo, si es tu
gusto, comencemos,
|
|
|
pues que juez de la contienda
nuestra
|
|
|
tan recto aquí en Marsilio le
tendremos.
|
|
|
MARSILIO
|
|
|
Indicio dais y
conocida muestra
|
|
|
del error en que os trae tan
embebidos
|
270
|
|
esa vana opinión notoria
vuestra,
|
|
|
pues queréis que a
los míos preferidos
|
|
|
vuestros dolores tan pequeños
sean,
|
|
|
harto llorados más que
conocidos.
|
|
|
Mas porque el suelo
y cielo juntos vean
|
275
|
|
cuánto vuestro dolor es menos
grave
|
|
|
que las ansias que el alma me
rodean,
|
|
|
la más pequeña que
en mi pecho cabe
|
|
|
pienso mostrar en vuestra
competencia,
|
|
|
así como mi ingenio torpe sabe;
|
280
|
|
y dejaré a vosotros
la sentencia
|
|
|
y el juzgar si mi mal es muy más
fuerte
|
|
|
que el riguroso de la larga
ausencia
|
|
|
o el amargo,
espantoso de la muerte,
|
|
|
de quien entrambos os quejáis
sin tiento
|
285
|
|
llamando dura y corta a vuestra
suerte.
|
|
|
OROMPO
|
|
|
De eso yo soy,
Marsilio, muy contento,
|
|
|
pues la razón que tengo de mi
parte
|
|
|
el triunfo le asegura a mi
tormento.
|
|
|
CRISIO
|
|
|
Aunque de exagerar
me falta el arte,
|
290
|
|
veréis, cuando yo os muestre mi
tristeza,
|
|
|
cómo quedan las vuestras a una
parte.
|
|
|
MARSILIO
|
|
|
¿Qué ausencia llega
a la inmortal dureza
|
|
|
de mi pastora, que es, con ser
tan dura,
|
|
|
señora universal de la belleza?
|
295
|
|
OROMPO
|
|
|
¡Oh, a qué buen
tiempo llega y coyuntura
|
|
|
Orfenio! ¿Veisle? Asoma. Estad
atentos;
|
|
|
oiréisle
ponderar su desventura.
|
|
|
Celos es la ocasión
de sus tormentos:
|
|
|
celos, cuchillo y ciertos
turbadores
|
300
|
|
de las paces de amor y los
contentos.
|
|
|
CRISIO
|
|
|
Escuchad, que ya
canta sus dolores.
|
|
|
ORFENIO
|
|
|
¡Oh sombra escura
que contino sigues
|
|
|
a mi confusa, triste fantasía;
|
|
|
enfadosa
tiniebla, siempre fría,
|
305
|
|
que a mi contento y a mi luz
persigues!
|
|
|
|
|
|
¿Cuándo será que tu
rigor mitigues,
|
|
|
monstruo cruel y rigurosa arpía?
|
|
|
¿Qué ganas en turbarme la
alegría,
|
|
|
o qué bien en quitármele
consigues?
|
310
|
|
|
|
|
Mas si la condición
de que te arreas
|
|
|
se extiende a pretender quitar
la vida
|
|
|
al que te dio la tuya y te ha
engendrado,
|
|
|
|
|
|
no me debe admirar
que de mí seas,
|
|
|
y de todo mi bien, fiero
homicida,
|
315
|
|
sino de verme vivo en tal
estado.
|
|
|
OROMPO
|
|
|
Si el prado deleitoso,
|
|
|
Orfenio, te es alegre, cual
solía
|
|
|
en
tiempo más dichoso,
|
|
|
ven,
pasarás el día
|
320
|
|
en
nuestra lastimada compañía.
|
|
|
|
|
|
Con los tristes el
triste
|
|
|
bien ves que se acomoda
fácilmente;
|
|
|
ven, que aquí se resiste,
|
|
|
par de esta clara fuente,
|
325
|
|
del levantado sol el rayo
ardiente.
|
|
|
|
|
|
Ven, y el usado
estilo
|
|
|
levanta, y como sueles te
defiende
|
|
|
de Crisio y de Marsilio,
|
|
|
que
cada cual pretende
|
330
|
|
mostrar que sólo es mal el que
le ofende.
|
|
|
|
|
|
Yo solo en este
caso
|
|
|
contrario habré de ser a ti y a
ellos,
|
|
|
pues los males que paso
|
|
|
bien
podré encarecellos,
|
335
|
|
mas no mostrar la menor parte de
ellos.
|
|
|
ORFENIO
|
|
|
No al gusto le es
sabrosa
|
|
|
así a la corderuela deshambrida
|
|
|
la
hierba, ni gustosa
|
|
|
salud
restituida
|
340
|
|
a aquel que ya la tuvo por
perdida,
|
|
|
|
|
|
como es a mí
sabroso
|
|
|
mostrar en la contienda que se
ofrece
|
|
|
que
el dolor riguroso
|
|
|
que
el corazón padece
|
345
|
|
sobre el mayor del suelo se
engrandece.
|
|
|
|
|
|
Calle su mal sobrado
|
|
|
Orompo; encubra Crisio su
dolencia;
|
|
|
Marsilio
esté callado:
|
|
|
muerte,
desdén ni ausencia
|
350
|
|
no tengan con los celos
competencia.
|
|
|
|
|
|
Pero si el Cielo
quiere
|
|
|
que hoy salga a campo la
contienda nuestra,
|
|
|
comience
el que quisiere,
|
|
|
y dé a los otros muestra
|
355
|
|
de su dolor con torpe lengua o
diestra:
|
|
|
|
|
|
que no está en la
elegancia
|
|
|
y modo de decir el fundamento
|
|
|
y
principal sustancia
|
|
|
del
verdadero cuento,
|
360
|
|
que en la pura verdad tiene su
asiento.
|
|
|
CRISIO
|
|
|
Siento, pastor, que
tu arrogancia mucha
|
|
|
en esta lucha de pasiones
nuestras
|
|
|
dará mil muestras de tu desvarío.
|
|
|
ORFENIO
|
|
|
Tiempla ese brío o
muéstralo a su tiempo,
|
365
|
|
que es pasatiempo, Crisio, tu
congoja:
|
|
|
que el que mal afloja con volver
el paso
|
|
|
no hay que hacer caso de su
sentimiento.
|
|
|
CRISIO
|
|
|
Es mi tormento tan
extraño y fiero,
|
|
|
que presto espero que tú
mesmo digas
|
370
|
|
que a mis fatigas no se iguala
alguna.
|
|
|
MARSILIO
|
|
|
Desde la cuna soy
yo desdichado.
|
|
|
OROMPO
|
|
|
Aun engendrado creo
que no estaba,
|
|
|
cuando sobraba en mí la
desventura.
|
|
|
|
|
|
ORFENIO
|
|
|
En mí se apura la
mayor desdicha.
|
375
|
|
CRISIO
|
|
|
Tu mal es dicha comparado
al mío.
|
|
|
MARSILIO
|
|
|
|
|
|
|
|
Opuesto al brío de
mi mal extraño,
|
|
|
es gloria el daño que a
vosotros daña.
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
OROMPO
|
|
Esta maraña quedará
muy clara
|
|
cuando a la clara mi
dolor descubra.
|
380
|
|
Ninguno encubra ahora su
tormento,
|
|
|
que yo del mío doy principio al
cuento:
|
|
|
|
|
|
|
Mis esperanzas, que fueron
|
|
|
sembradas
en parte buena,
|
|
|
dulce
fruto prometieron,
|
385
|
|
|
|
|
|
y,
cuando darle quisieron,
|
|
|
convirtióle el Cielo en pena.
|
|
|
Vi
su flor maravillosa
|
|
|
en
mil muestras deseosa
|
|
|
de darme una rica suerte,
|
390
|
|
|
|
|
|
y en aquel punto la muerte
|
|
|
cortómela
de envidiosa.
|
|
|
|
|
|
Yo quedé cual labrador
|
|
|
que
del trabajo contino
|
|
|
de
su espaciosa labor
|
395
|
|
|
|
|
|
fruto
amargo de dolor
|
|
|
le
concede su destino;
|
|
|
y aun le quita la esperanza
|
|
|
de otra nueva buena andanza,
|
|
|
porque cubrió con la tierra
|
400
|
|
|
|
|
|
el Cielo donde se encierra
|
|
|
de su bien la confianza.
|
|
|
|
|
|
Pues si a término he llegado
|
|
|
que de tener gusto o gloria
|
|
|
vivo
ya desesperado,
|
405
|
|
|
|
|
|
de que yo soy más penado
|
|
|
es cosa cierta y notoria:
|
|
|
que
la esperanza asegura
|
|
|
en
la mayor desventura
|
|
|
un dichoso fin que viene;
|
410
|
|
|
|
|
|
mas ¡ay de aquel que la tiene
|
|
|
cerrada
en la sepultura!
|
|
MARSILIO
|
|
|
|
Yo, que el humor de
mis ojos
|
|
|
siempre
derramado ha sido
|
|
|
en lugar donde han nacido
|
415
|
|
|
|
|
|
cien mil espinas y abrojos
|
|
|
que el corazón me han herido;
|
|
|
yo sí soy el desdichado,
|
|
|
pues con nunca haber mostrado
|
|
|
un momento el rostro enjuto,
|
420
|
|
|
|
|
|
|
ni hoja, ni flor, ni fruto
|
|
|
he
del trabajo sacado.
|
|
|
|
|
|
|
Que si alguna
muestra viera
|
|
|
|
de
algún pequeño provecho,
|
|
|
sosegárase
mi pecho,
|
425
|
|
|
|
|
|
|
y, aunque nunca se cumpliera,
|
|
|
quedara
al fin satisfecho,
|
|
|
por que viera que valía
|
|
|
mi
enamorada porfía
|
|
|
con quien es tan desabrida,
|
430
|
|
|
|
|
|
|
que a mi hielo está encendida
|
|
|
y a mi fuego, helada y fría.
|
|
|
|
|
|
|
Pues si es el
trabajo vano
|
|
|
|
de mi llanto y sospirar,
|
|
|
y de él no pienso cesar,
|
435
|
|
|
|
|
|
|
a
mi dolor inhumano,
|
|
|
¿cuál se le podrá igualar?
|
|
|
Lo que tu dolor concierta
|
|
|
es que está la causa muerta,
|
|
|
Orompo,
de tu tristeza;
|
440
|
|
|
|
|
|
|
la mía, en más entereza,
|
|
|
cuanto
más me desconcierta.
|
|
CRISIO
|
|
|
|
|
Yo, que tiniendo en
sazón
|
|
|
|
el fruto que se desvía
|
|
|
a
mi contina pasión,
|
445
|
|
|
|
|
|
|
una
súbita ocasión
|
|
|
de
gozarle me desvía,
|
|
|
muy bien podré ser llamado
|
|
|
sobre
todos desdichado,
|
|
|
pues que vendré a perecer,
|
450
|
|
|
|
|
|
|
pues
no puedo parecer
|
|
|
adonde el alma he dejado.
|
|
|
|
|
|
|
Del bien que lleva
la muerte
|
|
|
|
el
no poder recobrallo
|
|
|
en
alivio se convierte,
|
455
|
|
|
|
|
|
|
y un corazón duro y fuerte
|
|
|
el
tiempo suele ablandallo.
|
|
|
Mas en ausencia se siente,
|
|
|
con
un extraño accidente,
|
|
|
sin sombra de ningún bien,
|
460
|
|
|
|
|
|
|
celos,
muertes y desdén,
|
|
|
que esto y más teme el ausente.
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|
Cuanto tarda el cumplimiento
|
|
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|
de
la cercana esperanza,
|
|
|
aflige
más el tormento,
|
465
|
|
|
|
|
|
|
y allí llega el sufrimiento
|
|
|
adonde
ella nunca alcanza.
|
|
|
En
las ansias desiguales,
|
|
|
el remedio de los males
|
|
|
es el no esperar remedio;
|
470
|
|
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|
|
|
|
mas carecen de este medio
|
|
|
las de ausencias, más mortales.
|
|
ORFENIO
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|
El fruto que fue
sembrado
|
|
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|
por
mi trabajo contino,
|
|
|
a
dulce sazón llegado,
|
475
|
|
|
|
|
|
|
fue
con próspero destino
|
|
|
en
mi poder entregado.
|
|
|
Y
apenas pude llegar
|
|
|
a términos tan sin par,
|
|
|
cuando
vine a conocer
|
480
|
|
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|
|
|
|
la ocasión de aquel placer
|
|
|
ser para mí de pesar.
|
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|
|
|
|
|
Yo tengo el fruto
en la mano,
|
|
|
|
y el tenerle me fatiga,
|
|
|
porque en mi mal inhumano,
|
485
|
|
|
|
|
|
|
a la más granada espiga
|
|
|
la roe un fiero gusano.
|
|
|
Aborrezco
lo que quiero,
|
|
|
y por lo que vivo muero,
|
|
|
y yo me fabrico y pinto
|
490
|
|
|
|
|
|
|
un
revuelto laberinto
|
|
|
de do salir nunca espero.
|
|
|
|
|
|
|
Busco la muerte en
mi daño,
|
|
|
|
que ella es Vida a mi dolencia;
|
|
|
con la verdad más me engaño,
|
495
|
|
|
|
|
|
|
y en ausencia y en presencia
|
|
|
va creciendo un mal tamaño.
|
|
|
No hay esperanza que acierte
|
|
|
a remediar mal tan fuerte,
|
|
|
ni por estar ni alejarme
|
500
|
|
|
|
|
|
|
es
imposible apartarme
|
|
|
de esta triste, viva muerte.
|
|
OROMPO
|
|
|
|
|
¿No es error conocido
|
|
|
decir que el daño que la muerte
hace,
|
|
|
por
ser tan extendido,
|
505
|
|
|
|
|
|
|
en
parte satisface,
|
|
|
pues
la esperanza quita
|
|
|
que el dolor administra y
solicita?
|
|
|
|
|
|
|
Si de la gloria
muerta
|
|
|
|
no se quedara viva la memoria
|
510
|
|
|
|
|
|
|
que
el gusto desconcierta,
|
|
|
es
cosa ya notoria
|
|
|
que, el no esperar tenella,
|
|
|
tiempla el dolor en parte de
perdella.
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
Pero si está presente
|
515
|
|
|
|
|
|
|
la memoria del bien ya fenecido,
|
|
|
más viva y más ardiente
|
|
|
que
cuando poseído,
|
|
|
¿quién duda que esta pena
|
|
|
no está más que otras, de
miserias llena?
|
520
|
|
|
|
|
|
MARSILIO
|
|
|
|
|
Si a un pobre
caminante
|
|
|
|
le sucediese, por extraña vía,
|
|
|
huírsele
delante,
|
|
|
al
fenecer del día,
|
|
|
el
albergue esperado
|
525
|
|
|
|
|
|
|
y con vana presteza procurado,
|
|
|
quedaría,
sin duda,
|
|
|
confuso del temor que allí le
ofrece.
|
|
|
la escura noche y muda;
|
|
|
y más si no amanece,
|
530
|
|
|
|
|
|
|
que el cielo a su ventura
|
|
|
no concede la luz serena y pura.
|
|
|
|
|
|
|
Yo soy el que
camino
|
|
|
|
para llegar a un albergue
venturoso,
|
|
|
y,
cuando más vecino
|
535
|
|
|
|
|
|
|
pienso
estar del reposo,
|
|
|
cual
fugitiva sombra,
|
|
|
el bien me huye y el dolor me
asombra.
|
|
CRISIO
|
|
|
|
|
Cual raudo y hondo
río
|
|
|
|
suele impedir al caminante el
paso,
|
540
|
|
|
|
|
|
|
y al viento, nieve y frío
|
|
|
le tiene en campo raso,
|
|
|
y
el albergue delante
|
|
|
se le muestra de allí poco
distante,
|
|
|
tal mi contento un impide
|
545
|
|
|
|
|
|
|
esta penosa y tan prolija
ausencia,
|
|
|
que
nunca se comide
|
|
|
a
aliviar su dolencia,
|
|
|
y casi ante mis ojos
|
|
|
veo quien remediara mis enojos.
|
100%
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
Y el ver de mis
dolores
|
|
|
|
tan cerca la salud, tanto me
aprieta
|
|
|
que
los hace mayores,
|
|
|
pues
por causa secreta,
|
|
|
cuando el bien es cercano,
|
555
|
|
|
|
|
|
|
tanto más lejos huye de mi mano.
|
|
ORFENIO
|
|
|
|
Mostróseme a la vista
|
|
|
|
un rico albergue, de mil bienes
lleno;
|
|
|
triunfé
de su conquista,
|
|
|
y
cuando más sereno
|
560
|
|
|
|
|
|
|
se me mostraba el hado,
|
|
|
vilo en escuridad negra
cambiado.
|
|
|
|
|
|
|
Allí donde consiste
|
|
|
|
el bien de los amantes bien
queridos,
|
|
|
allí
mi mal asiste;
|
565
|
|
|
|
|
|
|
allí
se ven unidos
|
|
|
los
males y desdenes,
|
|
|
donde suelen estar todos los
bienes.
|
|
|
|
|
|
|
Dentro de esta morada
|
|
|
|
estoy, de do salir nunca
procuro,
|
570
|
|
|
|
|
|
|
por
mi dolor fundada
|
|
|
de
tan extraño muro,
|
|
|
que pienso que le abaten
|
|
|
cuantos le quieren, miran y
combaten.
|
|
OROMPO
|
|
|
|
|
Antes el sol
acabará el camino
|
575
|
|
|
|
|
|
|
que es propio suyo, dando vuelta
al cielo
|
|
|
después de haber tocado en cada
signo,
|
|
|
|
|
|
|
que la parte menor
de nuestro duelo
|
|
|
|
podamos declarar como se siente,
|
|
|
por más que bien hablar levante
el vuelo.
|
580
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
Tú dices, Crisio,
que el que vive ausente
|
|
|
|
muere; yo, que estoy muerto,
pues mi vida
|
|
|
a muerte la entregó el hado
inclemente.
|
|
|
|
|
|
|
Y tú, Marsilio,
afirmas que perdida
|
|
|
|
tienes de gusto y bien toda
esperanza,
|
585
|
|
|
|
|
|
|
pues un fiero desdén es tu
homicida.
|
|
|
|
|
|
|
Tú repites,
Orfenio, que la lanza
|
|
|
|
aguda de los celos te transpasa,
|
|
|
no sólo el pecho, que hasta el
alma alcanza.
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
Y como el uno lo
que el otro pasa
|
590
|
|
|
|
|
|
|
no siente, su dolor so o
exagera,
|
|
|
y piensa que al rigor del otro
pasa.
|
|
|
|
|
|
|
Y, por nuestra
contienda lastimera,
|
|
|
|
de tristes argumentos está llena
|
|
|
del caudaloso Tajo la ribera.
|
595
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
Ni por esto
desmengua nuestra pena;
|
|
|
|
antes, por el tratar la llaga
tanto,
|
|
|
a mayor sentimiento nos condena.
|
|
|
|
|
|
|
Cuanto puede decir
la lengua, y cuanto
|
|
|
|
pueden pensar los tristes
pensamientos,
|
600
|
|
|
|
|
|
|
es ocasión de renovar el llanto.
|
|
|
|
|
|
|
Cesen, pues, los
agudos argumentos,
|
|
|
|
que en fin no hay mal que no
fatigue y pene,
|
|
|
ni bien que dé siguros los
contentos.
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
¡Harto mal tiene
quien su vida tiene
|
605
|
|
|
|
|
|
|
cerrada en una estrecha
sepultura,
|
|
|
y en soledad amarga se mantiene!
|
|
|
|
|
|
|
¡Desdichado del
triste sin ventura
|
|
|
|
que padece de celos la dolencia,
|
|
|
con quien no valen fuerzas ni
cordura!
|
610
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
¡Y aquel que en el
rigor de larga ausencia
|
|
|
|
pasa los tristes, miserables
días,
|
|
|
llegado al flaco arrimo de
paciencia!
|
|
|
|
|
|
|
¡Y no menos aquel
que en sus porfías
|
|
|
|
siente, cuando más arde, en su
pastora
|
615
|
|
|
|
|
|
|
entrañas duras e intenciones
frías!
|
|
CRISIO
|
|
|
|
|
Hágase lo que pide
Orompo agora,
|
|
|
|
pues ya de recoger nuestro
ganado
|
|
|
se va llegando a más andar a
hora.
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
Y, en tanto que al
albergue acostumbrado
|
620
|
|
|
|
|
|
|
llegamos, y que el sol claro se
aleja,
|
|
|
escondiendo su faz del verde
prado,
|
|
|
|
|
|
|
con voz amarga y
lamentable queja,
|
|
|
|
al son de los acordes
instrumentos,
|
|
|
cantemos el dolor que nos
aqueja.
|
625
|
|
|
|
|
|
MARSILIO
|
|
|
|
|
Comienza, pues, oh
Crisio, y tus acentos
|
|
|
|
lleguen a los oídos de Claraura,
|
|
|
llevados mansamente de los
vientos,
|
|
|
|
como a quien todo tu dolor
restaura.
|
|
|
|
|
|
CRISIO
|
|
|
|
|
Al que ausencia
viene a dar
|
630
|
|
|
|
|
|
|
su cáliz triste a beber,
|
|
|
no tiene mal que temer,
|
|
|
ni ningún bien que esperar.
|
|
|
|
|
|
|
En esta amarga dolencia
|
|
|
|
no hay mal que no esté cifrado:
|
635
|
|
|
|
|
|
|
temor
de ser olvidado,
|
|
|
celos
de ajena presencia.
|
|
|
|
|
|
|
Quien la viniere a
probar,
|
|
|
|
luego
vendrá a conocer
|
|
|
que no hay mal de que temer,
|
640
|
|
|
|
|
|
|
ni menos bien que esperar.
|
|
OROMPO
|
|
|
|
|
Ved si es mal el
que me aqueja
|
|
|
|
más
que muerte conocida,
|
|
|
pues forma quejas la vida
|
|
|
de que la muerte la deja.
|
645
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
Cuando la muerte llevó
|
|
|
|
toda mi gloria y contento,
|
|
|
por
darme mayor tormento
|
|
|
con la vida me dejó.
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
El mal viene, el
bien se aleja
|
650
|
|
|
|
|
|
|
con
tan ligera corrida
|
|
|
que forma quejas la vida
|
|
|
de que la muerte la deja.
|
|
MARSILIO
|
|
|
|
|
En mi terrible pesar
|
|
|
|
ya faltan, por más enojos,
|
655
|
|
|
|
|
|
|
las lágrimas a los ojos
|
|
|
y el aliento al sospirar.
|
|
|
|
|
|
|
La ingratitud y desdén
|
|
|
|
me tienen ya de tal suerte,
|
|
|
que espero y llamo a la muerte
|
660
|
|
|
|
|
|
|
por más vida y por más bien.
|
|
|
|
|
|
|
Poco se podrá tardar,
|
|
|
|
pues faltan en mis enojos
|
|
|
las lágrimas a los ojos
|
|
|
y el aliento al sospirar.
|
665
|
|
|
|
|
|
ORFENIO
|
|
|
|
|
Celos, a fe, si
pudiera,
|
|
|
|
que yo hiciera por mejor
|
|
|
que
fueran celos, amor
|
|
|
y que el amor, celos fuera.
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
De este trueco granjeara
|
670
|
|
|
|
|
|
|
tanto bien y tanta gloria
|
|
|
que la palma y la victoria
|
|
|
de
enamorado llevara.
|
|
|
|
|
|
|
Y aun fueran de tal
manera
|
|
|
|
los celos en mi favor,
|
675
|
|
|
|
|
|
|
que, a ser los celos amor,
|
|
|
el amor yo solo fuera.
|
Con esta última canción del celoso Orfenio dieron fin a su égloga los
discretos pastores, dejando satisfechos de su discreción a todos los que
escuchado los habían, especialmente a Damón y a Tirsi, que gran contento en
oírlos recibieron, pareciéndoles que más que de pastoril ingenio parecían
las razones y argumentos que para salir con su propósito los cuatro
pastores habían propuesto. Pero habiéndose movido contienda entre muchos de
los circunstantes sobre cuál de los cuatro había alegado mejor de su
derecho, en fin se vino a conformar el parecer de todos con el que dio el
discreto Damón diciéndoles que él para sí tenía que, entre todos los
disgustos y sinsabores que el amor trae consigo, ninguno fatiga tanto al
enamorado pecho como la incurable pestilencia de los celos, y que no se
podían igualar a ella la pérdida de Orompo, ausencia de Crisio ni la
desconfianza de Marsilio.
-La causa es -dijo- que no cabe en razón natural que las cosas que están
imposibilitadas de alcanzarse puedan por largo tiempo apremiar la voluntad
a quererlas ni fatigar al deseo por alcanzarlas, porque el que tuviese
voluntad y deseo de alcanzar lo imposible, claro está que cuanto más el
deseo le sobrase, tanto más el entendimiento le faltaría. Y por esta mesma
razón digo que la pena que Orompo padece no es sino una lástima y compasión
del bien perdido; y por haberle perdido de manera que no es posible tomarle
a cobrar, esta imposibilidad ha de ser causa para que su dolor se acabe,
que, puesto que el humano entendimiento no puede estar tan unido siempre
con la razón que deje de sentir la pérdida del bien que cobrar no se puede;
y que, en efecto, ha de dar muestras de su sentimiento con tiernas
lágrimas, ardientes sospiros y lastimosas palabras, so pena de que quien
esto no hiciese antes por bruto que por hombre racional sería tenido; en
fin, fin: el discurso del tiempo cura esta dolencia, la razón la mitiga y
las nuevas ocasiones tienen mucha parte para borrarla de la memoria.
Todo esto es al revés en el ausencia, como apuntó bien Crisio en sus
versos, que, como la esperanza en el ausente ande tan junta con el deseo,
dale terrible fatiga la dilación de la tornada, porque, como no le impide
otra cosa el gozar su bien sino algún brazo de mar o alguna distancia de
tierra, parécele que, tiniendo lo principal, que es la voluntad de la
persona amada, que se hace notorio agravio a su gusto que cosas que son tan
menos como un poco de agua o tierra le impidan su felicidad y gloria.
Júntase asimesmo a esta pena el temor de ser olvidado, las mudanzas de los
humanos corazones; y, en tanto que la ausencia dura, sin duda alguna que es
extraño el rigor y aspereza con que trata al alma del desdichado ausente,
pero como tiene tan cerca el remedio, que consiste en la tomada, puédese
llevar con algún alivio su tormento; y si sucediere ser la ausencia de
manera que sea imposible volver a la presencia deseada, aquella
imposibilidad viene a ser el remedio, como en el de la muerte.
El dolor de que Marsilio se queja, puesto que es como el mesmo que yo
padezco, y por esta causa me había de parecer mayor que otro alguno, no por
eso dejaré de decir lo que en él la razón me muestra, antes que aquello a
que la pasión me incita: confieso que es terrible dolor querer y no ser
querido, pero mayor sería amar y ser aborrecido. Y si los nuevos amadores
nos guíasemos por lo que la razón y la experiencia nos enseñan, veríamos
que todos los principios en cualquier cosa son dificultosos y que no padece
esta regla excepción en los casos de amor, antes en ellos más se confirma y
fortalece. Así que quejarse el nuevo amante de la dureza del rebelde pecho
de su señora va fuera de todo razonable término, porque como el amor sea y
ha de ser voluntario y no forzoso, no debo yo quejarme de no ser querido de
quien quiero, ni debo hacer caudal del cargo que le hago diciéndole que
está obligada a amarme porque yo la amo: que, puesto que la persona amada
debe, en ley de Naturaleza y en buena cortesía, no mostrarse ingrata con
quien bien la quiere, no por eso le ha de ser forzoso y de obligación que
corresponda del todo y por todo a los deseos de su amante. Que si esto así
fuese, mil enamorados importunos habría que por su solicitud alcanzasen lo
que quizá no se les debría de derecho; y como el amor tenga por padre al
conocimiento, puede ser que no halle en mí la que es de mí bien querida
partes tan buenas que la muevan e inclinen a quererme; y así no está
obligada, como ya he dicho, a amarme como yo estaré obligado a adorarla,
porque hallé en ella lo que a mí me falta. Y por esta razón no debe el
desdeñado quejarse de su amada, sino de su ventura, que le negó las gracias
que al conocimiento de su señora pudieran mover a bien quererle; y así debe
procurar con continos servicios, con amorosas razones, con la no importuna
presencia, con las ejercitadas virtudes, adobar y enmendar en él la falta
que Naturaleza hizo, que este es tan principal remedio que estoy por
afirmar que será imposible dejar de ser amado el que con tan justos medios
procurare granjear la voluntad de su señora. Y pues este mal del desdén
tiene el bien de este remedio, consuélese Marsilio y tenga lástima al
desdichado y celoso Orfenio, en cuya desventura se encierra la mayor que en
las de amor imaginarse puede.
¡Oh celos, turbadores de la sosegada paz amorosa, celos, cuchillo de las
más firmes esperanzas! No sé yo qué pudo saber de linajes el que a vosotros
os hizo hijos del amor, siendo tan al revés que por el mesmo caso dejara el
amor de serlo si tales hijos engendrara. ¡Oh celos, hipócritas y fementidos
ladrones, pues para que se haga cuenta de vosotros en el mundo, en viendo
nacer alguna centella de amor en algún pecho, luego procuráis mezclaros con
ella volviéndoos de su color, y aun procuráis usurparle el mando y señorío
que tiene! Y de aquí nace que, como os ven tan unidos con el amor, puesto que
por vuestros efectos dais a conocer que no sois el mesmo amor, todavía
procuráis que entienda el ignorante que sois sus hijos, siendo, como lo
sois, de una baja sospecha, engendrados de un vil y desastrado temor,
criados a los pechos de falsas imaginaciones, crecidos entre vilísimas
envidias, sustentados de chismes y mentiras. Y porque se vea la destruición
que hace en los enamorados pechos esta maldita dolencia de los rabiosos
celos, en siendo el amante celoso, conviene, con paz sea dicho de los celosos
enamorados, conviene, digo, que sea, como lo es, traidor, astuto,
revoltoso, chismero, antojadizo y aun malcriado; y a tanto se extiende la
celosa furia que le señorea, que a la persona que más quiere es a quien más
mal desea. Querría el amante celoso que sólo para él su dama fuese hermosa,
y fea para todo el mundo; desea que no tenga ojos para ver más de lo que él
quisiere, ni ojos para oír ni lengua para hablar; que sea retirada,
desabrida, soberbia y mal acondicionada; y aun a veces desea, apretado de esta
pasión diabólica, que su dama se muera y que todo se
acabe. Todas estas pasiones engendran los
celos en los ánimos de los amantes celosos, al revés de las virtudes que el
puro y sencillo amor multiplica en los verdaderos y comedidos amadores,
porque en el pecho de un buen enamorado se encierra discreción, valentía,
liberalidad, comedimiento y todo aquello que le puede hacer loable a los
ojos de las gentes. Tiene más, asimesmo, la fuerza de este crudo veneno:
que no hay antídoto que le preserve, consejo que le valga, amigo que le
ayude ni disculpa que le cuadre. Todo esto cabe en el enamorado celoso y
más: que cualquiera sombra le espanta, cualquiera niñería le turba y
cualquier sospecha, falsa o verdadera, le deshace; y a toda esta desventura
se le añade otra: que, con las disculpas que le dan, piensa que le engañan.
Y no habiendo para la enfermedad de los celos otra medicina que las
disculpas, y no queriendo el enfermo celoso admitirlas, síguese que esta
enfermedad es sin remedio, y que a todas las demás debe anteponerse. Y así,
es mi parecer: que Orfenio es el más penado, pero no el más enamorado,
porque no son los celos señales de mucho amor, sino de mucha curiosidad
impertinentes. Y si son señales de amor, es como la calentura en el hombre
enfermo, que el tenerla es señal de tener vida, pero vida enferma y
maldispuesta, y así el enamorado celoso tiene amor, mas es amor enfermo y
mal acondicionado. Y también el ser celoso es señal de poca confianza del
valor de sí mesmo; y que sea esto verdad nos lo muestra el discreto y firme
enamorado, el cual, sin llegar a la escuridad de los celos, toca en las
sombras del temor, pero no se entra tanto en ellas que le escurezcan el sol
de su contento, ni de ellas se aparta tanto que le descuiden de andar
solícito y temeroso. Que si este discreto temor faltase en el amante, yo le
tendría por soberbio y demasiadamente confiado, porque, como dice un común
proverbio nuestro: « quien bien ama, teme »; teme, y aun es razón que tema,
el amante que, como la cosa que ama es en extremo buena, o a él le pareció
serlo, no parezca lo mesmo a los ojos de quien la mirare y por la mesma
causa se engendre el amor en otro que pueda y venga a turbar el suyo; teme,
y tema el buen enamorado las mudanzas de los tiempos, de las nuevas ocasiones
que en su daño podrían ofrecerse, de que con brevedad no se acabe el
dichoso estado que goza; y este temor ha de ser tan secreto que no le salga
a la lengua para decirle, ni aun a los ojos para significarle. Y hace tan
contrarios efectos este temor del que los celos hacen en los pechos
enamorados, que cría en ellos nuevos deseos de acrecentar más el amor, si
pudiesen; de procurar con toda solicitud que los ojos de su amada no vean
en ellos cosa que no sea digna de alabanza, mostrándose liberales, comedidos,
galanes, limpios y bien criados; y tanto cuanto este virtuoso temor es
justo se alabe, tanto y más es digno que los celos se vituperen.
Calló en diciendo esto el famoso Damón y llevó tras la suya las contrarias
opiniones de algunos que escuchado le habían, dejando a todos satisfechos
de la verdad que con tanta llaneza les había mostrado. Pero no se quedara
sin respuesta si los pastores Orompo, Crisio, Marsilio y Orfenio hubieran
estado presentes a su plática, los cuales, cansados de la recitada égloga,
se habían ido a casa de su amigo Daranio.
Estando todos en esto, ya que los bailes y danzas querían renovarse, vieron
que por una parte de la plaza entraban tres dispuestos pastores, que luego
de todos fueron conocidos, los cuales eran el gentil Francenio, el libre
Lauso y el anciano Arsindo, el cual venía en medio de los dos pastores con
una hermosa guirnalda de verde lauro en las manos; y, atravesando por medio
de la plaza, vinieron a parar adonde Tirsi, Damón, Elicio y Erastro y todos
los más principales pastores estaban, a los cuales con corteses palabras
saludaron, y con no menor cortesía fueron de ellos recebidos, especialmente
Lauso de Damón, de quien era antiguo y verdadero amigo. Cesando los
comedimientos, puestos los ojos Arsindo en Damón y en Tirsi, comenzó a
hablar de esta manera:
-La fama de vuestra sabiduría, que cerca y lejos se extiende, discretos y
gallardos pastores, es la que a estos pastores y a mí nos trae a suplicaros
queráis ser jueces de una graciosa contienda que entre estos dos pastores
ha nacido; y es que, la fiesta pasada, Francenio y Lauso, que están
presentes, se hallaron en una conversación de hermosas pastoras, entre las
cuales, por pasar sin pesadumbre las horas ociosas del día, entre otros
muchos juegos ordenaron el que se llama de los propósitos. Sucedió, pues,
que, llegando la vez de proponer y comenzar a uno de estos pastores, quiso
la suerte que la pastora que a su lado estaba y a la mano derecha tenía
fuese, según él dice, la tesorera de los secretos de su alma, y la que por
mas discreta y más enamorada en la opinión de todos estaba. Llegándosele,
pues, al oído, le dijo: « Huyendo va la esperanza. » La pastora, sin
detenerse en nada, prosiguió adelante, y al decir después cada uno en
público lo que al otro había dicho en secreto, hallóse que la pastora había
seguido el propósito diciendo: « Tenella con el deseo. » Fue celebrada por
los que presentes estaban la agudeza de esta respuesta, pero el que más la
solemnizó fue el pastor Lauso, y no menos le pareció bien a Francenio. Y
así, cada uno, viendo que lo propuesto y respondido eran versos medidos, se
ofreció de glosallos; y después de haberlo hecho, cada cual procura que su
glosa a la del otro se aventaje, y, para asegurarse de esto, me quisieron
hacer juez de ello. Pero como yo supe que vuestra presencia alegraba
nuestras riberas, aconsejé es que a vosotros viniesen, de cuya extremada
ciencia y sabiduría cuestiones de mayor importancia pueden bien fiarse. Han
seguido ellos mi parecer, y yo he querido tomar trabajo de hacer esta
guirnalda para que sea dada en premio al que vosotros, pastores, viéredes
que mejor ha glosado.
Calló Arsindo y esperó la respuesta de los pastores, que fue agradecerle la
buena opinión que de ellos tenía, y ofrecerse de ser jueces desapasionados
en aquella honrosa contienda. Con este seguro, luego Francenio tomó a
repetir los versos y a decir su glosa, que era esta:
Huyendo
va la esperanza;
tenella con el deseo.
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GLOSA
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Cuando me pienso salvar
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en la fe de mi querer,
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me vienen luego a espantar
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5
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las
faltas del merecer
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y las sobras del pesar.
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Muérese la confianza,
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no tiene pulsos la vida,
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pues se ve en mi mala andanza
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10
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que,
del temor perseguida,
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huyendo
va la esperanza.
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Huye, y llévase consigo
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todo el gusto de mi pena,
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dejando,
por más castigo,
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15
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las llaves de mi cadena
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en poder de mi enemigo.
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Tanto se aleja que
creo
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que presto se hará invisible,
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y en su ligereza veo
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20
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que ni puedo, ni es posible
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tenella
con el deseo.
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Dicha la glosa de Francenio, Lauso comenzó la
suya, que así decía:
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En el punto que os
mire,
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como tan hermosa os vi,
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luego
temí y esperé;
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pero, en fin, tanto temí,
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que con el temor quedé.
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5
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De veros, esto se
alcanza:
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una
flaca confianza
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y
un temor acobardado,
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que por no verle a su lado,
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huyendo
va la esperanza.
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10
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Y aunque
me deja y se va
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con
tan extraña corrida,
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por
milagro se verá
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que se acabará mi vida
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y mi amor no acabará.
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15
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Sin esperanza me veo;
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mas por llevar el trofeo
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de
amador sin interese,
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no
querría, aunque pudiese,
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tenella
con el deseo.
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20
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En acabando Lauso de decir su glosa, dijo Arsindo:
-Veis aquí, famosos Damón y Tirsi, declarada la causa sobre que es la
contienda de estos pastores; sólo resta agora que vosotros deis la
guirnalda a quien viéredes que con más justo título la merece: que Lauso y
Francenio son tan amigos (y vuestra sentencia será tan justa), que ellos
tendrán por bien lo que por vosotros fuere juzgado.
-No entiendas, Arsindo -respondió Tirsi-, que con tanta presteza, aunque
nuestros ingenios fueran de la calidad que tú los imaginas, se puede ni
debe juzgar la diferencia, si hay alguna, de estas discretas glosas. Lo que
yo sé decir de ellas, y lo que Damón no querrá contradecirme, es que
igualmente entrambas son buenas, y que la guirnalda se debe dar a la
pastora que dio la ocasión a tan curiosa y loable contienda; y si de este
parecer quedáis satisfechos, pagádnosle con honrar las bodas de nuestro
amigo Daranio, alegrándolas con vuestras agradables canciones y
autorizándolas con vuestra honrosa presencia.
A todos pareció bien la sentencia de Tirsi; los dos pastores la
consintieron y se ofrecieron de hacer lo que Tirsi les mandaba. Pero las
pastoras y pastores que a Lauso conocían se maravillaban de ver la libre
condición suya en la red amorosa envuelta, porque luego vieron en la
amarillez de su rostro, en el silencio de su lengua y en la contienda que
con Francenio había tomado, que no estaba su voluntad tan exenta como
solía; y andaban entre sí imaginando quién podría ser la pastora que de su
libre corazón triunfado había. Quién imaginaba que la discreta Belisa, y quién
que la gallarda Leandra, y algunos que la sin par Arminda, moviéndoles a
imaginar esto la ordinaria costumbre que Lauso tenía de visitar las cabañas
de estas pastoras y ser cada una de ellas para sujetar con su gracia, valor
y hermosura otros tan libres corazones como el de Lauso; y de esta duda
tardaron muchos días en certificarse, porque el enamorado pastor apenas de
sí mesmo fiaba el secreto de sus amores.
Acabado esto, luego toda la joventud del pueblo renovó las danzas, y los
pastoriles instrumentos formaron una agradable música, pero viendo que ya
el sol apresuraba su carrera hacia el ocaso, cesaron las concertadas voces,
y todos los que allí estaban determinaron de llevar a los desposados hasta
su casa; y el anciano Arsindo, por cumplir lo que a Tirsi había prometido,
en el espacio que había desde la plaza hasta la casa de Daranio, al son de
la zampoña de Erastro, estos versos fue cantando:
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ARSINDO
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Haga señales el Cielo
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de
regocijo y contento
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en
tan venturoso día;
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celébrese en todo el suelo
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este
alegre casamiento
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5
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|
con
general alegría.
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Cambiese de hoy más el llanto
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en suave y dulce canto,
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y en lugar de los pesares,
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vengan
gustos a millares
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que
destierren el quebranto.
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Todo el bien suceda
en colmo
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entre
desposados tales,
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tan para en uno nacidos;
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peras les ofrezca el olmo,
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15
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cerezas
los carrascales,
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guindas
los mirtos floridos,
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hallen perlas en los riscos,
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uvas les den los lentiscos,
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manzanas
los algarrobos,
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20
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y, sin temor de los lobos,
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ensanchen
más sus apriscos.
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Y sus machorras ovejas
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vengan
a ser parideras,
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|
con que doblen su ganancia;
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25
|
|
las
solícitas abejas
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en los surcos de sus eras
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|
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hagan
miel en abundancia;
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|
logren
siempre su semilla
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en el campo y en la villa,
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30
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cogida a tiempo y sazón;
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no entre en sus viñas pulgón,
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ni en su trigo la neguilla.
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|
Y dos hijos presto
tengan,
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tan hechos en paz y amor
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35
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cuanto
pueden desear;
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|
y, en siendo crecidos vengan
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a ser el uno doctor,
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y otro, cura del lugar.
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Sean
siempre los primeros
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40
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en virtudes y en dineros,
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|
que sí serán, y aun señores,
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|
si
no salen fiadores
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de
agudos alcabaleros.
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Más años que Sarra
vivan,
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45
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con
salud tan confirmada,
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que de ello pese al doctor;
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y
ningún pesar reciban,
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ni por hija mal casada,
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ni
por hijo jugador.
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50
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Y cuando los dos estén
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vicios
cual Matusalén,
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mueran sin temor de daño,
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|
y háganles su cabo de año
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|
|
por
siempre jamás. Amén.
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55
|
Con grandísimo gusto fueron escuchados los rústicos versos de Arsindo, en
los cuales más se alargara si no lo impidiera el llegar a la casa de
Daranio, el cual, convidando a todos los que con él venían, se quedó en
ella, sino fue que Galatea y Florisa, por temor que Teolinda de Tirsi y
Damón no fuese conocida, no quisieron quedarse a la cena de los desposados.
Bien quisieran Elicio y Erastro acompañar a Galatea hasta su casa, pero no
fue posible que lo consintiese, y así se hubieron de quedar con sus amigos,
y ellas se fueron cansadas de los bailes de aquel día; y Teolinda, con más
pena que nunca, viendo que en las solemnes bodas de Daranio, donde tantos
pastores habían acudido, sólo su Artidoro faltaba. Con esta penosa
imaginación pasó aquella noche en compañía de Galatea y Florisa, que con
mas libres y desapasionados corazones la pasaron, hasta que en el nuevo
venidero día les sucedió lo que se dirá en el libro que se sigue.
FIN DEL TERCERO
LIBRO
Cuarto libro
Con
gran deseo esperaba la hermosa Teolinda el venidero día para despedirse
de Galatea y Florisa y acabar de buscar por todas las riberas del Tajo a
su querido Artidoro, con intención de fenecer la vida en triste y amarga
soledad, si fuese tan corta de ventura que del amado pastor alguna nueva
no supiese. Llegada, pues, la hora deseada, cuando el sol comenzaba a
tender sus rayos por la faz de la tierra, ella se levantó y con lágrimas
en sus ojos pidió licencia a las dos pastoras para proseguir su demanda,
cuales con muchas razones la persuadieron que en su compañía algunos días
más esperase, ofreciéndole Galatea de enviar algún pastor de los de su
padre a buscar a Artidoro por todas las riberas del Tajo y por donde se
imaginase que podría ser hallado. Teolinda agradeció sus ofrecimientos,
pero no quiso hacer lo que le pedían; antes, después de haber mostrado,
con las mejores palabras que supo, la obligación en que quedaba de servir
todos los días de su vida las obras que de ellas había recebido,
abrazándolas con tierno sentimiento, les rogaba que una sola hora no la
detuviesen. Viendo, pues, Galatea y Florisa cuán en vano trabajaban en
pensar detenerla, le encargaron que de cualquier suceso bueno o malo que
en aquella amorosa demanda le sucediese, procurase de avisarlas,
certificándola del gusto que de su contento o la pena que de su desgracia
recibirían. Teolinda se ofreció ser ella mesma quien las nuevas de su
buena dicha trujese, pues las malas no tendría sufrimiento la vida para
resistirlas, y así sería excusado que de ella saberse pudiesen. Con esta
promesa de Teolinda se satisficieron Galatea y Florisa y determinaron de
acompañarla algún trecho fuera del lugar; y así, tomando las dos solos
sus cayados y habiendo proveído el zurrón de Teolinda de algunos regalos
para el trabajoso camino, se salieron con ella del aldea a tiempo que ya
los rayos del sol más derechos y con más fuerzas comenzaban a herir la
tierra.
Y habiéndola acompañado casi media legua del lugar, al tiempo que ya
querían volverse y dejarla, vieron atravesar por una quebrada que poco
desviada de ellas estaba cuatro hombres de a caballo y algunos de a pie,
que luego conocieron ser cazadores en el hábito y en los halcones y
perros que llevaban. Y estándolos con atención mirando por ver si los
conocían, vieron salir de entre unas espesas matas que cerca de la
quebrada estaban dos pastoras de gallardo talle y brío. Traían los rostros
rebozados con dos blancos lienzos; y alzando la una de ellas la voz,
pidió a los cazadores que se detuviesen, los cuales así lo hicieron; y,
llegándose entrambas a uno de ellos, que en su talle y postura el
principal de todos parecía, le asieron las riendas del caballo y
estuvieron un poco hablando con él sin que las tres pastoras pudiesen oír
palabra de las que decían por la distancia del lugar, que lo estorbaba.
Solamente vieron, que, a poco espacio que con él hablaron, el caballero
se apeó, y habiendo, a lo que juzgarse pudo, mandado a los que le
acompañaban que se volviesen, quedando sólo un mozo con el caballo, trabó
a las dos pastoras de las manos y poco a poco comenzó a entrar con ellas
por medio de un cerrado bosque que allí estaba; lo cual visto por las
tres pastoras, Galatea, Florisa y Teolinda, determinaron de ver, si
pudiesen, quién eran las disfrazadas pastoras y el caballero que las
llevaba; y así acordaron de rodear por una parte del bosque, y mirar si
podían ponerse en alguna que pudiese serlo para satisfacerles de lo que
deseaban. Y haciéndolo así como pensado lo habían, atajaron al caballero
y a las pastoras; y mirando Galatea por entre las ramas lo que hacían,
vio que, torciendo sobre la mano derecha, se emboscaban en lo más espeso
del bosque, y luego por sus mesmas pisadas les fueron siguiendo hasta que
el caballero y las pastoras, pareciéndoles estar bien adentro del bosque,
en medio de un estrecho pradecillo que de infinitas breñas estaba
rodeado, se pararon. Galatea y sus compañeras se llegaron tan cerca que,
sin ser vistas ni sentidas, veían todo lo que el caballero y las pastoras
hacían y decían, las cuales, habiendo mirado a una y a otra parte por ver
si podrían ser vistas de alguno, aseguradas de esto, la una se quitó el
rebozo, y apenas se le hubo quitado cuando de Teolinda fue conocida y,
llegándose al oído de Galatea, le dijo con la más baja voz que pudo:
-Extrañísima ventura es esta, porque, si no es que con la pena que traigo
he perdido el conocimiento, sin duda alguna aquella pastora que se ha
quitado el rebozo es la bella Rosaura, hija de Roselio, señor de una
aldea que a la nuestra está vecina; y no se qué pueda ser la causa que la
haya movido a ponerse en tan extraño traje y a dejar su tierra, cosas que
tan en perjuicio de su honestidad se declaran. Mas, ay, desdichada
-añadió Teolinda-, que el caballero que con ella está es Grisaldo, hijo
mayor del rico Laurencio, que junto a esta vuestra aldea tiene otras dos
suyas.
-Verdad dices, Teolinda -respondió Galatea-, que yo le conozco, pero
calla y sosiégate, que presto veremos con qué intento ha sido aquí su
venida.
Quietóse con esto Teolinda y con atención se puso a mirar lo que Rosaura
hacía, la cual, llegándose al caballero, que de edad de veinte años
parecía, con voz turbada y airado semblante le comenzó a decir:
-En parte estamos, fementido caballero, donde podré tomar de tu desamor y
descuido la deseada venganza. Pero aunque yo la tomase de ti tal que la
vida te costase, poca recompensa sería al daño que me tienes hecho. Vesme
aquí, desconocido Grisaldo, desconocida por conocerte; ves aquí que ha
mudado el traje por buscarte la que nunca mudó la voluntad de quererte.
Considera, ingrato y desamorado que la que apenas en su casa y con sus
criadas sabía mover el paso, agora por tu causa anda de valle en valle y
de sierra en sierra con tanta soledad buscando tu compañía.
Todas estas razones que la bella Rosaura decía las escuchaba el caballero
con los ojos hincados en el suelo y haciendo rayas en la tierra con la
punta de un cuchillo de monte que en la mano tenía. Pero no contenta
Rosaura con lo dicho, con semejantes palabras prosiguió su plática:
-Dime: ¿conoces, por ventura, conoces, Grisaldo, que yo soy aquella que
no ha mucho tiempo que enjugó tus lágrimas, atajó tus sospiros, remedió
tus penas y, sobretodo, la que creyó tus palabras? ¿O, por suerte,
entiendes tú que eres aquel a quien parecían cortos y de ninguna fuerza
todos los juramentos que imaginarse podían, para asegurarme la verdad con
que me engañabas? ¿Eres tú acaso, Grisaldo, aquel cuyas infinitas
lágrimas ablandaron la dureza del honesto corazón mío? Tú eres, que ya te
veo, y yo soy, que ya me conozco. Pero si tú eres Grisaldo, el que yo
creo, y yo soy Rosaura, la que tú imaginas, cúmpleme la palabra que me
diste; darte he yo la promesa que nunca te he negado. Hanme dicho que te
casas con Leopersia, la hija de Marcelio, tan a gusto tuyo que eres tú
mesmo el que la procuras; si esta nueva me ha dado pesadumbre, bien se
puede ver por lo que he hecho por venir a estorbar el cumplimiento de
ella; y si tú la puedes hacer verdadera, a tu conciencia lo dejo. ¿Qué
respondes a esto, enemigo mortal de mi descanso? ¿Otorgas, por ventura,
callando lo que por el pensamiento sería justo que no te pasase? Alza los
ojos ya y ponlos en estos que por su mal te miraron; levántalos y mira a
quién engañas, a quién dejas y a quién olvidas. Verás que engañas, si
bien lo consideras, a la que siempre te trató verdades, dejas a quien ha
dejado a su honra y a sí mesma por seguirte, olvidas a la que jamás te
apartó de su memoria. Considera, Grisaldo, que en nobleza no te debo
nada, y que en riqueza no te soy desigual, y que te aventajo en la bondad
de ánimo y en la firmeza de la fe. Cúmpleme, señor, la que me diste, si
te precias de caballero y no te desprecias de cristiano. Mira que si no
correspondes lo que me debes, que rogaré al Cielo que te castigue, al
fuego que te consuma, al aire que te falte, al agua que te anegue, a la
tierra que no te sufra y a mis parientes que me venguen. Mira que si
faltas a la obligación que me tienes, que has de tener en mí una perpetua
turbadora de tus gustos en cuanto la vida me durare, y aun después de
muerta, si ser pudiere, con continuas sombras espantaré tu fementido
espíritu y con espantosas visiones atormentaré tus engañadores ojos.
Advierte que no pido sino lo que es mío, y que tú ganas en darlo lo que
en negarlo pierdes. Mueve agora tu lengua para desengañarme de cuantas
veces la has movido para ofenderme.
Calló diciendo esto la hermosa dama y estuvo un poco esperando a ver lo
que Grisaldo respondía, el cual, levantando el rostro, que hasta allí
inclinado había tenido, encendido con la vergÜenza que las razones de
Rosaura le habían causado, con sosegada voz le respondió de esta manera:
-Si yo quisiese negar, oh, Rosaura, que no te soy deudor de más de lo que
dices, negaría asimesmo que la luz del sol no es clara, y aun diría que
el fuego es frío y el aire, duro. Así que en esta parte confieso lo que
te debo y que estoy obligado a la paga. Pero que yo confiese que puedo
pagarte como quieres, es imposible, porque el mandamiento de mi padre lo
ha prohibido, y tu riguroso desdén, imposibilitado; y no quiero en esta
verdad poner otro testigo que a ti mesma, como a quien también sabe
cuántas veces y con cuántas lágrimas rogué que me aceptases por esposo, y
que fueses servida que yo cumpliese la palabra que de serlo te había
dado; y tú, por las causas que te imaginaste o por parecerte ser bien
corresponder a las vanas promesas de Artandro, jamás quisiste que a tal
ejecución se llegase; antes de día en día me ibas entretiniendo y
haciendo pruebas de mi firmeza, pudiendo asegurarla de todo punto con
admitirme por tuyo. También sabes, Rosaura, el deseo que mi padre tenía
de ponerme en estado y la priesa que daba a ello trayendo los ricos,
honrosos casamientos que tú sabes; y cómo yo con mil excusas me apartaba
de sus importunaciones, dándotelas siempre a ti para que no dilatases más
lo que tanto a ti convenía y yo deseaba. Y que, al cabo de todo esto, te
dije un día que la voluntad de mi padre era que yo con Leopersia me
casase; y tú, en oyendo el nombre de Leopersia, con una furia desesperada
me dijiste que más no te hablase y que me casase norabuena con Leopersia
o con quien más gusto me diese. Sabes también que te persuadí muchas
veces que dejases aquellos celosos devaneos, que yo era tuyo y no de
Leopersia, y que jamás quisiste admitir mis disculpas ni condescender con
mis ruegos; antes, perseverando en tu obstinación y dureza y en favorecer
a Artandro, me enviaste a decir que te daría gusto en que jamás te viese.
Yo hice lo que me mandaste, y por no tener ocasión de quebrar tu
mandamiento, viendo también que cumplía el de mi padre, determiné de
desposarme con Leopersia, o, a lo menos, desposaréme mañana, que así está
concertado entre sus parientes y los míos; porque veas, Rosaura, cuán
disculpado estoy de la culpa que me pones; y cuán tarde has tú venido en
conocimiento de la sinrazón que conmigo usabas. Mas por que no me juzgues
de aquí adelante por tan ingrato como en tu imaginación me tienes
pintado, mira bien si hay algo en que yo pueda satisfacer tu voluntad,
que, como no sea casarme contigo, aventuraré por servirte la hacienda, la
vida y la honra.
En tanto que estas palabras Grisaldo decía, tenía la hermosa Rosaura los
ojos clavados en su rostro, vertiendo por ellos tantas lágrimas que daban
bien a entender el dolor que en el alma sentía; pero viendo ella que
Grisaldo callaba, dando un profundo y doloroso sospiro le dijo:
-Como no puede caber en tus verdes años tener, oh, Grisaldo, larga y
conocida experiencia de los infinitos accidentes amorosos, no me
maravillo que un pequeño desdén mío te haya puesto en la libertad que
publicas, pero si tú conocieras que los celosos temores son espuelas que
hacen salir al amor de su paso, vieras claramente que los que yo tuve de
Leopersia, en que yo más te quisiese redundaban. Mas como tú tratabas tan
de pasatiempo mis cosas, con la menor ocasión que te imaginaste,
descubriste el poco amor de tu pecho y confirmaste las verdaderas
sospechas mías; y en tal manera, que me dices que mañana te casas con
Leopersia. Pero yo te certifico que antes que a ella lleves al tálamo me
has de llevar a mí a la sepultura, si ya no eres tan cruel que niegues de
darla al cuerpo de cuya alma fuiste siempre señor absoluto. Y porque
claro conozcas y veas que la que perdió por ti su honestidad y puso en
detrimento su honra tendrá en poco perder la vida, este agudo puñal que
aquí traigo pondrá en efecto mi desesperado y honroso intento, y será
testigo de la crueldad que en ese tu fementido pecho encierras.
Y diciendo esto sacó del seno una desnuda daga, y con gran celeridad se
iba a pasar el corazón con ella si con mayor presteza Grisaldo no le
tuviera el brazo y la rebozada pastora su compañera no aguijara a
abrazarse con ella. Gran rato estuvieron Grisaldo y la pastora primero
que quitasen a Rosaura la daga de las manos, la cual a Grisaldo decía:
-¡Déjame, traidor enemigo, acabar de una vez la tragedia de mi vida sin
que tantas tu desamorado desdén me haga probar la muerte!
-Esa no gustarás tú por mi ocasión -replicó Grisaldo-, pues quiero que mi
padre falte antes la palabra que por mí a Leopersia tiene dada, que
faltar yo un punto a lo que conozco que te debo. Sosiega el pecho,
Rosaura, pues te aseguro que este mío no sabrá desear otra cosa que la
que fuere de tu contento.
Con estas enamoradas razones de Grisaldo resucitó Rosaura de la muerte de
su tristeza a la vida de su alegría, y, sin cesar de llorar, se hincó de
rodillas ante Grisaldo, pidiéndole las manos en señal de la merced que le
hacía.
Grisaldo hizo lo mesmo y, echándole los brazos al cuello, estuvieron gran
rato sin poderse hablar el uno al otro palabra derramando entrambos
cantidad de amorosas lágrimas. La pastora arrebozada, viendo el feliz
suceso de su compañera, fatigada del cansancio que había tomado en ayudar
a quitar la daga a Rosaura, no pudiendo más sufrir el velo, se le quitó,
descubriendo un rostro tan parecido al de Teolinda, que quedaron
admiradas de verle Galatea y Florisa, pero más lo fue Teolinda, pues, sin
poderlo disimular, alzó al voz diciendo:
-¡Oh, Cielos!, ¿y qué es lo que veo? No es, por ventura, esta mi hermana
Leonarda, la turbadora de mi reposo? Ella es, sin duda alguna.
Y, sin más detenerse, salió de donde estaba, y con ella Galatea y
Florisa. Y como la otra pastora viese a Teolinda, luego la conoció y con
abiertos brazos se fueron la una a la otra, admiradas de haberse hallado
en tal lugar y en tal sazón y coyuntura. Viendo, pues, Grisaldo y Rosaura
lo que Leonarda con Teolinda hacía y que habían sido descubiertos de las
pastoras Galatea y Florisa, con no poca vergÜenza de que los hubiesen
hallado de aquella suerte, se levantaron y, limpiándose las lágrimas, con
disimulación y comedimiento recibieron a las pastoras, que luego de
Grisaldo fueron conocidas. Mas la discreta Galatea, por volver en
siguridad el disgusto que quizá de su vista los dos enamorados habían
recibido, con aquel donaire con que ella todas las cosas decía, les dijo:
-No os pese de nuestra venida, venturosos Grisaldo y Rosaura, pues sólo
servirá de acrecentar vuestro contento, pues se ha comunicado con quien
siempre le tendrá en serviros. Nuestra ventura ha ordenado que os
viésemos, y en parte donde ninguna se nos ha encubierto de vuestros
pensamientos; y pues el Cielo los ha traído a término tan dichoso, en
satisfacción de ello, asegurad vuestros pechos y perdonad nuestro
atrevimiento.
-Nunca tu presencia, hermosa Galatea -respondió Grisaldo-, dejó de dar
gusto do quiera que estuviese; y siendo esta verdad tan conocida, antes
quedamos en obligación a tu vista que con desabrimiento de tu llegada.
Con éstas pasaron otras algunas comedidas razones, harto diferentes de
las que entre Leonarda y Teolinda pasaban, las cuales, después de haberse
abrazado una y dos veces, con tiernas palabras mezcladas con amorosas
lágrimas, la cuenta de su vida se demandaban, tiniendo suspensos
mirándolas a todos los que allí estaban, porque se parecían tanto que
casi no se podían decir semejantes, sino una mesma cosa; y si no fuera
porque el traje de Teolinda era diferente del de Leonarda, sin duda
alguna que Galatea y Florisa no supieran diferenciarlas, y entonces
vieron con cuánta razón Artidoro se había engañado en pensar que Leonarda
Teolinda fuese. Mas viendo Florisa que el sol estaba hacia la mitad del
cielo y que sería bien buscar alguna sombra que de sus rayos las
defendiese, o a lo menos volverse a la aldea, pues faltándoles la ocasión
de apacentar sus ovejas, no debían estarse tanto en el prado, dijo a
Teolinda y a Leonarda:
-Tiempo habrá, pastoras, donde con más comodidad podáis satisfacer nuestros
deseos y daros más larga cuenta de vuestros pensamientos; y por agora
busquemos a do pasar el rigor de la siesta que nos amenaza: o en una
fresca fuente que está a la salida del valle que atrás dejamos, o
tornándonos a la aldea, donde será Leonarda tratada con la voluntad que
tú, Teolinda, de Galatea y de mí conoces. Y si a vosotras, pastoras, hago
sólo este ofrecimiento, no es porque me olvide de Grisaldo y Rosaura,
sino porque me parece que a su valor y merecimiento no puedo ofrecerles
más del deseo.
-Este no faltará en mí mientras la vida me durare -respondió Grisaldo-,
de hacer, pastora, lo que fuere en tu servicio, pues no se debe pagar con
menos la voluntad que nos muestras. Mas, por parecerme que será bien
hacer lo que dices y por tener entendido que no ignoráis lo que entre mí
y Rosaura ha pasado, no quiero deteneros ni detenerme en referirlo. Sólo
os ruego seáis servidas de llevar a Rosaura en vuestra compañía a vuestra
aldea, en tanto que yo aparejo en la mía algunas cosas que son necesarias
para concluir lo que nuestros corazones desean. Y porque Rosaura quede
libre de sospecha, y no la pueda tener jamás de la fe de mi pensamiento,
con voluntad considerada mía, siendo vosotras testigos de ella, le doy la
mano de ser su verdadero esposo.
Y diciendo esto tendió la suya y tomó la de la bella Rosaura. Y ella
quedó tan fuera de sí de ver lo que Grisaldo hacía, que apenas pudo
responderle palabra, sino que se dejó tomar la mano y de allí a un
pequeño espacio dijo:
-A términos me había traído el amor, Grisaldo, señor mío, que, con menos
que por mí hicieras, te quedara perpetuamente obligada; pero pues tú has
querido corresponder antes a ser quien eres que no a mi merecimiento,
haré yo lo que en mí es, que es darte de nuevo el alma en recompensa de
este beneficio. Y después, el Cielo, de tan agradecida voluntad, te dé la
paga.
-No más -dijo a esta sazón Galatea-, no más, señores, que, adonde andan
las obras tan verdaderas, no han de tener lugar los demasiados
comedimientos. Lo que resta es rogar al Cielo que traiga a dichoso fin
estos principios, y que en larga y saludable paz gocéis vuestros amores.
Y en lo que dices, Grisaldo, que Rosaura venga a nuestra aldea, es tanta
la merced que en ello nos haces, que nosotras mesmas te lo suplicamos.
-De tan buena gana iré en vuestra compañía -dijo Rosaura-, que no sé con
qué la encarezca más que con deciros que no sentiré mucho el ausencia de
Grisaldo estando en vuestra compañía.
-Pues, ea -dijo Florisa-, que el aldea es lejos y el sol mucho, y nuestra
tardanza de volver a ella notada. Vos, señor Grisaldo, podéis ir a hacer
lo que os conviniere, que en casa de Galatea hallaréis a Rosaura, y a
estas, una pastora, que no merecen ser llamadas dos las que tanto se
parecen.
-Sea como queréis -dijo Grisaldo.
Y tomando a Rosaura de la mano, se salieron todos del bosque, quedando
concertado entre ellos que otro día enviaría Grisaldo un pastor de los
muchos de su padre a avisar a Rosaura de lo que había que hacer; y que,
enviando aquel pastor, sin ser notado podría hablar a Galatea o a Florisa
y dar la orden que más conviniese. A todas pareció bien este concierto y,
habiendo salido del bosque, vio Grisaldo que le estaba esperando su
criado con el caballo; y abrazando de nuevo a Rosaura y despidiéndose de
las pastoras, se fue acompañado de lágrimas y de los ojos de Rosaura, que
nunca de él se apartaron hasta que le perdieron de vista. Como las
pastoras solas quedaron, luego Teolinda se apartó con Leonarda con deseo
de saber la causa de su venida; y Rosaura, asimesmo, fue contando a
Galatea y Florisa la ocasión que la había movido a tomar el hábito de
pastora y a venir a buscar a Grisaldo, diciendo:
-No os causará admiración, hermosas pastoras, el verme a mí en este traje
si supiérades hasta do se extiende la poderosa fuerza de amor, la cual no
sólo hace mudar el vestido a los que bien quieren, sino la voluntad y el
alma de la manera que más es de su gusto; y hubiera yo perdido el mío
eternamente si de la invención de este traje no me hubiera aprovechado;
porque sabréis, amigas, que estando yo en el aldea de Leonarda, de quien
mi padre es señor, vino a ella Grisaldo con intención de estarse allí
algunos días ocupado en el sabroso ejercicio de la caza; y por ser mi
padre amigo del suyo, ordenó de hospedarle en casa y de hacerle todos los
regalos que pudiese. Hízolo así, y la venida de Grisaldo a mi casa fue
para sacarme a mí de ella, porque, en efecto, aunque sea a costa de mi
vergÜenza, os habré de decir que la vista, la conversación, el valor de
Grisaldo hicieron tal impresión en mi alma que, sin saber cómo, a pocos
días que él allí estuvo, yo no estuve mas en mí, ni quise ni pude estar
sin hacerle señor de mi libertad; pero no fue tan arrebatadamente que
primero no estuviese satisfecha que la voluntad de Grisaldo de la mía un
punto no discrepaba, según él me lo dio a entender con muchas y muy
verdaderas señales. Enterada, pues, yo en esta verdad y viendo cuán bien
me estaba tener a Grisaldo por esposo, vine a condescender con sus deseos
y a poner en efecto los míos. Y así, con la intercesión de una doncella
mía, en un apartado corredor nos vimos Grisaldo y yo muchas veces, sin
que nuestra estada solos a más se extendiese que a vernos y a darme él la
palabra que hoy con más fuerza delante de vosotras me ha tomado a dar.
Ordenó, pues, mi triste ventura que, en el tiempo que yo de tan dulce
estado gozaba, vino asimesmo a visitar a mi padre un valeroso caballero
aragonés que Artandro se llama, el cual, vencido, a lo que él mostró, de
mi hermosura, si alguna tengo, con grandísima solicitud procuró que yo
con él me casase sin que mi padre lo supiese. Había en este medio
procurado Grisaldo traer a efecto su propósito y mostrándome algo más
dura de lo que fuera menester, le iba entretiniendo con palabras, con
intención que mi padre saliese al camino de casarme, y que entonces
Grisaldo me pidiese por esposa; pero no quería él hacer esto, porque
sabía que la voluntad de su padre era casarle con la rica y hermosa
Leopersia, que bien debéis conocerla por la fama de su riqueza y
hermosura. Vino esto a mi noticia y tomé ocasión de pedirle celos, aunque
fingidos, sólo por hacer prueba de la entereza de su fe, y fui tan
descuidada, o por mejor decir, tan simple, que, pensando que granjeaba
algo en ello, comencé a hacer algunos favores a Artandro, lo cual visto
por Grisaldo, muchas veces me significó la pena que recibía de lo que yo
con Artandro pasaba, y aun me aviso que, si no era mi voluntad de que él
me cumpliese la palabra que me había dado, que no podía dejar de obedecer
a la de su padre. A todas estas amonestaciones y avisos respondí yo sin
ninguno, llena de soberbia y arrogancia, confiada en que los lazos que mi
hermosura habían echado al alma de Grisaldo no podían tan fácilmente ser
rompidos ni aun tocados de otra cualquier belleza; mas salióme tan al
revés mi confianza como me lo mostró presto Grisaldo, el cual, cansado de
mis necios y esquivos desdenes, tuvo por bien de dejarme y venir
obediente al mandado de su madre. Pero apenas se hubo él partido de mi
aldea y apartado de mi presencia, cuando yo conocí el error en que había
caído, y con tanto ahínco me comenzó a fatigar el ausencia de Grisaldo y
los celos de Leopersia, que el ausencia de él me acababa y los celos de
ella me consumían. Considerando, pues, que si mi remedio se dilataba
había de dejar por fuerza en las manos del dolor la vida, determiné de
aventurar a perder lo menos, que a mi parecer era la fama, por ganar lo
más, que es a Grisaldo; y así, con excusa que di a mi padre de ir a ver una
tía mía, señora de otra aldea a la nuestra cercana, salí de mi casa
acompañada de muchos criados de mi padre, y llegada a casa de mi tía, le
descubrí todo el secreto de mi pensamiento y le rogué fuese servida de
que yo me pusiese en este hábito y viniese a hablar a Grisaldo,
certificándole que si yo mesma no venía, que tendrían mal suceso mis
negocios. Ella me lo concedió, con condición que trujese a Leonarda
conmigo como persona de quien ella mucho se fiaba; y enviando por ella a
nuestra aldea, y acomodándome de estos vestidos, y advirtiéndonos de
algunas cosas que las dos habíamos de hacer, nos despedimos de ella habrá
ocho días; y habiendo seis que llegamos a la aldea de Grisaldo, jamás
hemos podido hallar lugar de hablarle a solas, como yo deseaba, hasta
esta mañana, que supe que venía a caza y le aguardé en el mesmo lugar
adonde él se despidió; y he pasado con él todo lo que vosotras, amigas,
habéis visto, del cual venturoso suceso quedo tan contenta cuanto es
razón lo quede la que tanto lo deseaba. Esta es, pastoras, la historia de
mi vida; y si os he cansado en contárosla, echad la culpa al deseo que
teníades de saberla, y al mío, que no pudo hacer menos de satisfaceros.
-Antes quedamos tan obligadas -respondió Florisa a la merced que nos has hecho
que, aunque siempre nos ocupemos en servirla, no saldremos de la deuda.
-Yo soy la que quedo en ella -replicó Rosaura-, y la que procuraré
pagarla como mis fuerzas alcanzaren. Pero dejando esto aparte, volved los
ojos, pastoras, y veréis los de Teolinda y Leonarda tan llenos de
lágrimas que moverán a los vuestros a no dejar de acompañarlos en ellas.
Volvieron Galatea y Florisa a mirarlas y Vieron ser verdad lo que Rosaura
decía; y lo que el llanto de las dos hermanas causaba era que, después de
haberle dicho Leonarda a su hermana todo lo que Rosaura había contado a
Galatea y a Florisa, le dijo:
-Sabrás, hermana, que así como tú faltaste de nuestra aldea, se imaginó
que te había llevado el pastor Artidoro, que aquel mismo día faltó él también,
sin que de nadie se despidiera. Confirmé yo esta opinión en mis padres,
porque les conté lo que con Artidoro había pasado en la floresta. Con
este indicio creció la sospecha, y mi padre procuraba venir en tu busca y
de Artidoro; y en efecto lo pusiera por obra si de allí a dos días no
viniera a nuestra aldea un pastor que, al momento que fue visto, todos le
tuvieron por Artidoro. Llegando estas nuevas a mi padre de que allí
estaba el robador tuyo, luego vino con la justicia adonde el pastor estaba,
al cual le preguntaron si te conocía o a dónde te había llevado. El
pastor negó con juramento que en toda su vida te había visto, ni sabía
qué era lo que le preguntaban. Todos los que estaban presentes se
maravillaron de ver que el pastor negaba conocerte, habiendo estado diez
días en el pueblo, y hablado y bailado contigo muchas veces; y sin duda
alguna creyeron todos que Artidoro era culpado en lo que se le imputaba,
y, sin querer admitir disculpa suya ni escucharle palabra, le llevaron a
la prisión, donde estuvo algunos días sin que ninguno le hablase, al cabo
de los cuales, yéndole a tomar su confesión, tomó a jurar que no te
conocía y que en toda su vida había estado más de aquella vez en nuestra
aldea, y que mirasen, y esto otras veces lo había dicho, que aquel
Artidoro que ellos pensaban ser él por ventura no fuese un hermano suyo
que le parecía en tanto extremo como descubriría la verdad cuando les
mostrase que se habían engañado tiniendo a él por Artidoro, porque él se
llamaba Galercio, hijo de Briseno, natural de la aldea de Grisaldo. Y, en
efecto, tantas demostraciones dio y tantas pruebas hizo, que conocieron
claramente todos que él no era Artidoro, de que quedaron más admirados; y
decían que tal maravilla como la de parecemos yo a ti, y Galercio a
Artidoro, no se había visto en el mundo. Esto que de Galercio se
publicaba me movió a ir a verle muchas veces a do estaba preso, y fue la
vista de suerte que quedé sin ella, a lo menos para mirar cosas que me
den gusto en tanto que a Galercio no viere. Pero lo que más mal hay en
esto, hermana, es que él se fue de la aldea sin que supiese que llevaba
consigo mi libertad, ni yo tuve lugar jamás de decírselo; y así me quedé
con la pena que imaginarse puede, hasta que la tía de Rosaura me envió a
pedir a mi padre por algunos días, todo a fin de venir a acompañar a
Rosaura, de lo que recebí sumo contento por saber que veníamos a la aldea
de Galercio, y que allí le podría hacer sabidor de la deuda en que me
estaba. Pero he sido tan corta de ventura que ha cuatro días que estamos
en su aldea, y nunca le he visto, aunque he preguntado por él, y me dicen
que está en el campo con su ganado. He preguntado también por Artidoro, y
hanme dicho que, de unos días a esta parte, no parece en el aldea; y por
no apartarme de Rosaura, no he tenido lugar de ir a buscar a Galercio,
del cual podría ser saber nuevas de Artidoro. Esto es lo que a mí me ha
sucedido, y lo demás que has visto, con Grisaldo, después que faltas,
hermana, del aldea.
Admirada quedó Teolinda de lo que su hermana le contaba; pero cuando
llegó a saber que en el aldea de Artidoro no se sabía de él nueva alguna,
no pudo tener las lágrimas, aunque en parte se consoló creyendo que
Galercio sabría nuevas de su hermano; y así determinó ir otro día a
buscar a Galercio, doquiera que estuviese. Y habiéndole contado con la
más brevedad que pudo a Leonarda todo lo que le había sucedido después
que en busca de Artidoro andaba, abrazándola otra vez, se volvió adonde
las pastoras estaban, que, un poco desviadas del camino, iban por entre
unos árboles que el calor del sol un poco las defendían; y en llegando a
ellas, Teolinda les contó todo lo que su hermana le había dicho, con el
suceso de sus amores y semejanza de Galercio y Artidoro, de que no poco
se admiraron, aunque dijo Galatea:
-Quien ve la semejanza tan extraña que hay entre ti, Teolinda, y tu
hermana, no tiene de qué maravillarse aunque otras vea, pues ninguna, a
lo que yo creo, a la vuestra iguala.
-No hay duda -respondió Leonarda- sino que la que hay entre Artidoro y
Galercio es tanta que, si a la nuestra no excede, a lo menos en ninguna
cosa se queda atrás.
-Quiera el Cielo -dijo Florisa- que así como los cuatro os semejáis unos
a otros, así os acomodéis y parezcáis en la ventura, siendo tan buena la
que la Fortuna conceda a vuestros deseos, que todo el mundo envidie
vuestros contentos como admira vuestras semejanzas.
Replicara a estas razones Teolinda si no lo estorbara una voz que oyeron,
que de entre los árboles salía, y parándose todas a escucharla, luego
conocieron ser del pastor Lauso, de que Galatea y Florisa grande contento
recibieron, porque en extremo deseaban saber de quién andaba Lauso
enamorado, y creyeron que de esta duda las sacaría lo que el pastor
cantase; y por esta ocasión, sin moverse de donde estaban, con grandísimo
silencio le escucharon. Estaba el pastor sentado al pie de un verde
sauce, acompañado de solos sus pensamientos y de un pequeño rabel, al son
del cual de esta manera cantaba:
|
|
|
LAUSO
|
|
Si yo dijere el
bien del pensamiento,
|
|
|
en mal se vuelva cuanto bien
poseo,
|
|
|
que no es para decirse el bien
que siento.
|
|
|
|
|
|
De mí mesmo se
encubra mi deseo,
|
|
|
enmudezca la lengua en esta
parte,
|
5
|
|
y en el silencio ponga su
trofeo.
|
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|
|
|
|
Pare aquí el
artificio, cese el arte
|
|
|
de exagerar el gusto que en
una alma
|
|
|
con mano liberal Amor reparte.
|
|
|
|
|
|
Baste decir que
en sosegada calma
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10
|
|
paso el mar amoroso, confiado
|
|
|
de honesto triunfo y vencedora
palma.
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|
|
|
|
Sin saberse la
causa, lo causado
|
|
|
se sepa, que es un bien tan
sin medida
|
|
|
que sólo para el alma es
reservado.
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15
|
|
|
|
|
Ya tengo nuevo
ser, ya tengo vida,
|
|
|
ya puedo cobrar nombre en todo
el suelo
|
|
|
de ilustre y clara fama
conocida,
|
|
|
|
|
|
que el limpio
intento, el amoroso celo
|
|
|
que encierra el pecho
enamorado mío,
|
20
|
|
alzarme puede al más subido
cielo.
|
|
|
|
|
|
En ti, Silena,
espero; en ti confío,
|
|
|
Silena, gloria de mi
pensamiento,
|
|
|
norte por quien se rige mi
albedrío.
|
|
|
|
|
|
Espero que el sin
par entendimiento
|
25
|
|
tuyo levantes a entender que
valgo
|
|
|
por fe lo que no está en
merecimiento.
|
|
|
|
|
|
Confío que
tendrás, pastora, en algo,
|
|
|
después de hacerte cierta la
experiencia,
|
|
|
la sana voluntad de un pecho
hidalgo.
|
30
|
|
|
|
|
¿Qué bienes no
asegura tu presencia?
|
|
|
¿Qué males no destierra? ¿Y
quién sin ella
|
|
|
sufrirá un punto la terrible
ausencia?
|
|
|
|
|
|
¡Oh, más que la
belleza misma bella,
|
|
|
más que la propia discreción
discreta,
|
35
|
|
sol a mis ojos y a mi mar
estrella!
|
|
|
|
|
|
No la que fue de
la nombrada Creta
|
|
|
robada por el falso, hermoso
toro
|
|
|
igualó a tu hermosura tan
perfeta;
|
|
|
|
|
|
ni aquella que en
sus faldas granos de oro
|
40
|
|
sintió llover, por quien
después no pudo
|
|
|
guardar el virginal, rico
tesoro;
|
|
|
|
|
|
ni aquella que,
con brazo airado y crudo,
|
|
|
en la sangre castísima del
pecho
|
|
|
tiñó el puñal, en su limpieza,
agudo;
|
45
|
|
|
|
|
ni aquella a
furor movió y despecho
|
|
|
contra Troya los griegos
corazones,
|
|
|
por quien fue el Ilïon roto y
deshecho;
|
|
|
|
|
|
ni la que los
latinos escuadrones
|
|
|
hizo mover contra la teucra
gente,
|
50
|
|
a quien Juno causó tantas
pasiones;
|
|
|
|
|
|
ni menos la que
tiene diferente
|
|
|
fama de la entereza y el
trofeo
|
|
|
con que su honestidad guardó
excelente:
|
|
|
|
|
|
digo de aquella
que lloró a Siqueo,
|
55
|
|
del
mantuano Títiro notada
|
|
|
de vano antojo y no cabal
deseo;
|
|
|
|
|
|
no en cuantas
tuvo hermosas la pasada
|
|
|
edad, ni la presente tiene
agora,
|
|
|
ni en la de por venir será
hallada
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60
|
|
|
|
|
quien llegase ni
llegue a mi pastora
|
|
|
en valor, en saber, en
hermosura,
|
|
|
en merecer del mundo ser
señora.
|
|
|
|
|
|
¡Dichoso aquel
que con firmeza pura
|
|
|
fuere de ti, Silena, bien
querido,
|
65
|
|
sin gustar de los celos la
amargura!
|
|
|
|
|
|
¡Amor, que a
tanta alteza me has subido,
|
|
|
no me derribes con pesada mano
|
|
|
a la bajeza escura del olvido!
|
|
|
¡Sé conmigo señor y no tirano!
|
70
|
No cantó más el enamorado pastor ni, por lo que cantado había, pudieron
las pastoras venir en conocimiento de lo que deseaban, que puesto que
Lauso nombró a Silena en su canto, por este nombre no fue la pastora
conocida; y así imaginaron que, como Lauso había andado por muchas partes
de España, y aun de toda la Asia y Europa, que alguna pastora forastera
sería la que había rendido la libre voluntad suya. Mas volviendo a
considerar que le habían visto pocos días atrás triunfar de la libertad y
hacer burla de los enamorados, sin duda alguna creyeron que con
disfrazado nombre celebraba alguna conocida pastora a quien había hecho
señora de sus pensamientos; y así, sin satisfacerse en su sospecha, se
fueron hacia el aldea, dejando al pastor en el mesmo lugar do estaba. Mas
no hubieran andado mucho, cuando vieron venir de lejos algunos pastores
que luego fueron conocidos, porque eran Tirsi, Damón, Elicio, Erastro,
Arsindo, Francenio, Crisio, Orompo, Daranio, Orfenio y Marsilio, con
todos los más principales pastores de la aldea y, entre ellos, el
desamorado Lenio con el lastimado Silerio, los cuales salían a tener la
siesta a la fuente de las Pizarras, a la sombra que en aquel lugar hacían
las entricadas ramas de los espesos y les árboles. Y antes que los
pastores llegasen, tuvieron cuidado Teolinda, Leonarda y Rosaura de
rebozarse cada una con un blanco lienzo porque de Tirsi y Damón no fuesen
conocidas. Los pastores llegaron, haciendo cortés recibimiento a las
pastoras, convidándolas que en su compañía la siesta pasar quisiesen, mas
Galatea se excusó con decir que aquellas forasteras pastoras que con ella
venían tenían necesidad de ir a la aldea. Con esto se despidió de ellos,
llevando tras sí las almas de Elicio y Erastro, y aun las encubiertas
pastoras los deseos de conocerlas de cuantos allí estaban.
Ellas se fueron al aldea y los pastores a la fresca fuente, pero antes
que allá llegasen, Silerio se despidió de todos pidiendo licencia para
volverse a su ermita; y puesto que Tirsi, Damón, Elicio y Erastro le
rogaron que por aquel día con ellos se quedase, jamás lo pudieron acabar
con él, antes, abrazándolos a todos, se despidió, encargando y rogando a
Erastro que no dejase de verle todas las veces que por su ermita pasase.
Erastro se lo prometió; y con esto, torciendo el camino, acompañado de su
continua pesadumbre, se volvió a la soledad de su ermita, dejando a los
pastores no sin dolor de ver la estrecheza de vida que en tan verdes años
había escogido, pero más se sentía entre aquellos que le conocían y
sabían la calidad y valor de su persona.
Llegados los pastores a la fuente, hallaron en ella a tres caballeros y a
dos hermosas damas que de camino venían y, fatigados del cansancio y
convidados del ameno y fresco lugar, les pareció ser bien dejar el camino
que llevaban y pasar allí las calurosas horas de la siesta. Venían con
ellos algunos criados, de manera que, en su apariencia, mostraban ser
personas de calidad. Quisieron los pastores, así como los vieron,
dejarles el lugar desocupado, pero uno de los caballeros, que el
principal parecía, viendo que los pastores de comedidos se querían ir a
otra parte, les dijo:
-Si era por ventura vuestro contento, gallardos pastores, pasar la siesta
en este deleitoso sitio, no os lo estorbe nuestra compañía, antes nos
haced merced de que con la vuestra aumentéis nuestro contento, pues no
promete menos vuestra gentil dispusición y manera. Y siendo el lugar,
como lo es, tan acomodado para mayor cantidad de gente, haréis agravio a
mí y a estas damas si no venís en lo que yo en su nombre y el mío os
pido.
-Con hacer, señor, lo que nos mandas -respondió Elicio-, cumpliremos
nuestro deseo, que por agora no se extendía a más que venir a este lugar
a pasar en él en buena conversación las enfadosas horas de la siesta; y,
aunque fuera diferente nuestro intento, le torciéramos sólo por hacer lo
que pides.
-Obligado quedo -respondió el caballero- a muestras de tanta voluntad; y
para más certificarme y obligarme con ella, sentaos, pastores, alrededor
de esta fresca fuente, donde, con algunas cosas que estas damas traen
para regalo del camino, podáis despertar la sed y mitigarla en fas
frescas aguas que esta clara fuente nos ofrece.
Todos lo hicieron así, obligados de su buen comedimiento. Hasta este
punto habían tenido las damas cubiertos los rostros con dos ricos
antifaces, pero, viendo que los pastores se quedaban, se descubrieron,
descubriendo una belleza extraña que en gran admiración puso a todos los
que la vieron, pareciéndoles que, después de la de Galatea, no podía
haber en la tierra otra que se igualase. Eran las dos damas igualmente
hermosas, aunque la una de ellas, que de más edad parecía, a la más
pequeña en cierto donaire y brío se aventajaba. Sentados, pues, y
acomodados todos, el segundo caballero, que hasta entonces ninguna cosa
había hablado, dijo:
-Cuando me paro a considerar, agradables pastores, la ventaja que hace al
cortesano y soberbio trato el pastoral y humilde vuestro, no puedo dejar
de tener lástima a mí mesmo y a vosotros, una honesta envidia.
-¿Por qué dices eso, amigo Darinto? -dijo el otro caballero.
-Dígolo, señor -replicó estotro-, porque veo con cuánta curiosidad vos y
yo (y los que siguen el trato nuestro) procuramos adornar las personas,
sustentar los cuerpos y aumentar las haciendas, y cuán poco viene a
lucirnos, pues la púrpura, el oro, el brocado que sobre nuestros cuerpos
echamos, como los rostros están marchitos de los mal degiridos manjares,
comidos a deshoras, y tan costosos como mal gastados, ninguna cosa nos
adornan ni pulen ni son parte para que más bien parezcamos a los ojos de
quien nos mira; todo lo cual puedes ver diferente en los que siguen el
rústico ejercicio del campo, haciendo experiencia en los que tienes
delante, los cuales podría ser, y aun es así, que se hubiesen sustentado
y sustentan de manjares simples y en todo contrarios de la vana
compostura de los nuestros. Y, con todo eso, mira el moreno de sus rostros,
que promete más entera salud que la blancura quebrada de los nuestros; y
cuán bien les está a sus robustos y sueltos miembros un pellico de blanca
lana, una caperuza parda y unas antiparas de cualquier color que sean. Y
con esto a los ojos de sus pastoras deben de parecer más hermosos que los
bizarros cortesanos a los de las retiradas damas. ¿Qué te diría, pues, si
quisiese, de la sencillez de su vida, de la llaneza de su condición y de
la honestidad de sus amores? No te digo más sino que conmigo puede tanto
lo que de la vida pastoral conozco, que de buena gana trocaría la mía con
ella.
-En deuda te estamos los pastores -dijo Elicio - por la buena opinión que
de nosotros tienes, pero, con todo eso, te sé decir que hay en la rústica
vida nuestra tantos resbaladeros y trabajos como se encierran en la
cortesana vuestra.
-No podré yo dejar de venir en lo que dices, amigo -replicó Darinto-,
porque ya se sabe bien que es una guerra nuestra vida sobre la tierra.
Pero, en fin, en la pastoral hay menos que en la ciudadana por estar más
libre de ocasiones que alteren y desasosieguen el espíritu.
-¡Cuán bien se conforma con tu opinión, Darinto -dijo Damón-, la de un
pastor amigo mío que Lauso se llama, el cual, después de haber gastado
algunos años en cortesanos ejercicios y algunos otros, en los trabajosos
del duro Marte, al fin se ha reducido a la pobreza de nuestra rústica
vida! Y, antes que a ella viniese, mostró desearlo mucho, como parece por
una canción que compuso y envió al famoso Larsileo, que en los negocios
de la corte tiene larga y ejercitada experiencia; y por haberme a mi
parecido bien la tomé toda en la memoria, y aun os la dijera, si
imaginara que a ello me diera lugar el tiempo, y a vosotros no os cansara
el escucharla.
-Ninguna otra cosa nos dará más gusto que escucharte, discreto Damón
-respondió Darinto, llamando a Damón por su nombre, que ya le sabía, por
haberle oído nombrar a los otros pastores, sus amigos-; y así, yo de mi
parte te ruego nos digas la canción de Lauso, que pues ella es hecha,
como dices, a mi propósito, y tú la has tomado de memoria, imposible será
que deje de ser buena.
Comenzaba Damón a arrepentirse de lo que había dicho y procuraba
excusarse de lo prometido, mas los caballeros y damas se lo rogaron
tanto, y todos los pastores, que él no pudo excusar el decirla; y así,
habiéndose sosegado un poco, con gentil donaire y gracia dijo de esta
manera:
|
|
|
DAMON
|
|
El vano imaginar
de nuestra mente,
|
|
|
de mil contrarios vientos
arrojada
|
|
|
acá y allá con curso
presuroso;
|
|
|
la humana condición, flaca,
doliente,
|
|
|
en
caducos placeres ocupada,
|
5
|
|
do busca, sin hallarle, algún
reposo;
|
|
|
el
falso, el mentiroso
|
|
|
mundo, prometedor de alegres
gustos;
|
|
|
la voz de sus sirenas,
|
|
|
mal
escuchada apenas
|
10
|
|
cuando cambia su gusto en mil
disgustos;
|
|
|
la Babilonia, el caos que miro
y leo
|
|
|
en
todo cuanto veo;
|
|
|
el
cauteloso trato cortesano,
|
|
|
junto
con mi deseo,
|
15
|
|
puesto han la pluma en la
cansada mano.
|
|
|
|
|
|
Quisiera yo,
señor, que allí llegara
|
|
|
do llega mi deseo, el corto
vuelo
|
|
|
de mi grosera, mal cortada
pluma,
|
|
|
sólo para que luego se ocupara
|
20
|
|
en levantar al más subido
vuelo
|
|
|
vuestra rara bondad y virtud
suma.
|
|
|
Mas ¿quién hay que presuma
|
|
|
echar sobre sus hombros tanta
carga,
|
|
|
si no es un nuevo Adlante,
|
25
|
|
en
fuerzas tan bastante
|
|
|
que poco el cielo le fatiga y
carga?
|
|
|
Y aun le será forzoso que se
ayude
|
|
|
y el grave peso mude
|
|
|
sobre los brazos de otro
Alcides nuevo;
|
30
|
|
y, aunque se encorve y sude,
|
|
|
yo tal fatiga por descanso
apruebo.
|
|
|
|
|
|
Ya que a mis
fuerzas esto es imposible
|
|
|
y el inútil deseo doy por
muestra
|
|
|
de lo que encierra el justo
pensamiento,
|
35
|
|
veamos si, quizá, será posible
|
|
|
mover la flaca, mal contenta
diestra
|
|
|
a mostrar por enigma algún
contento;
|
|
|
mas tan sin fuerzas siento
|
|
|
mi fuerza en esto, que será
forzoso
|
40
|
|
que
apliquéis los oídos
|
|
|
a
los tristes gemidos
|
|
|
de un desdeñado pecho
congojoso,
|
|
|
a quien el fuego, el aire, el
mar, la tierra
|
|
|
hacen
contino guerra,
|
45
|
|
todos en su desdicha
conjurados,
|
|
|
que se remata y cierra
|
|
|
con la corta ventura de sus
hados.
|
|
|
|
|
|
Si esto no fuera,
fácil cosa fuera
|
|
|
tender por la región del gusto
el paso,
|
50
|
|
y reducir cien mil a la
memoria,
|
|
|
pintando el monte, el río y la
ribera
|
|
|
do amor, el hado, la Fortuna y
caso
|
|
|
rindieron a un pastor toda su
gloria.
|
|
|
Mas de esta dulce historia
|
55
|
|
el tiempo triunfa, y sólo
queda de ella
|
|
|
una
pequeña sombra,
|
|
|
que
ahora espanta, asombra
|
|
|
al pensamiento que mas piensa
en ella;
|
|
|
condición propia de la humana
suerte,
|
60
|
|
que el gusto nos convierte
|
|
|
en pocas horas en mortal
disgusto,
|
|
|
y nadie habrá que acierte
|
|
|
en muchos años con un firme
gusto.
|
|
|
|
|
|
Vuelva y
revuelva; en alto suba o baje
|
65
|
|
el vano pensamiento al hondo
abismo;
|
|
|
corra en un punto desde Tile a
Batro,
|
|
|
que él dirá, cuanto más sude y
trabaje,
|
|
|
y del término salga de sí
mismo,
|
|
|
puesto en la esfera o en el
cruel Baratro.
|
70
|
|
¡Oh, una, y tres y cuatro,
|
|
|
cinco y seis y más veces
venturoso
|
|
|
el
simple ganadero,
|
|
|
que, con un pobre apero,
|
|
|
vive con más contento y más
reposo
|
75
|
|
que el rico Craso o el
avariento Mida,
|
|
|
pues
con aquella vida
|
|
|
robusta, pastoral, sencilla y
sana,
|
|
|
de
todo punto olvida
|
|
|
esta
mísera, falsa, cortesanal.
|
80
|
|
|
|
|
En el rigor del
erizado invierno,
|
|
|
al tronco entero de robusta
encina,
|
|
|
de Vulcano abrazada, se
calienta;
|
|
|
y allí en sosiego trata del
gobierno
|
|
|
mejor de su ganado, y
determina
|
85
|
|
dar de sí al Cielo no
entricada cuenta.
|
|
|
Y cuando ya se ahuyenta
|
|
|
el encogido, estéril, yerto
frío,
|
|
|
y el gran señor de Delo
|
|
|
abrasa el aire, el suelo,
|
90
|
|
en el margen sentado de algún
río,
|
|
|
de verdes sauces y álamos
cubierto,
|
|
|
con
rústico concierto
|
|
|
suelta la voz o toca el
caramillo,
|
|
|
y a veces se vee, cierto,
|
95
|
|
las aguas detenerse por oíllo.
|
|
|
|
|
|
Poco allí le
fatiga el rostro grave
|
|
|
del privado, que muestra en
apariencia
|
|
|
mandar allí do no es
obedecido,
|
|
|
ni el alto exagerar con voz
suave
|
100
|
|
del falso adulador, que, en
poca ausencia,
|
|
|
muda opinión, señor, bando y
partido;
|
|
|
ni
el desdén sacudido
|
|
|
del sotil secretario le
fatiga,
|
|
|
ni
la altivez honrada
|
105
|
|
de
la llave dorada,
|
|
|
ni de los vanos príncipes la
liga;
|
|
|
ni del manso ganado un punto
parte,
|
|
|
porque el furor de Marte
|
|
|
a una y a otra parte suene
airado,
|
110
|
|
regido
por tal arte,
|
|
|
que apenas su secuaz se ve
medrado.
|
|
|
|
|
|
Reduce a poco
espacio sus pisadas:
|
|
|
del alto monte al apacible
llano,
|
|
|
desde la fresca fuente al
claro río,
|
115
|
|
sin que por ver las tierras
apartadas,
|
|
|
las movibles campañas de
Oceano
|
|
|
are con loco, antiguo
desvarío.
|
|
|
No le levanta el brío
|
|
|
saber que el gran monarca
invicto vive
|
120
|
|
bien cerca de su aldea;
|
|
|
y, aunque su bien desea,
|
|
|
poco disgusto en no verle
recibe;
|
|
|
no como el ambicioso
entremetido,
|
|
|
que
con seso perdido
|
125
|
|
anda tras el favor, tras la
privanza,
|
|
|
sin
nunca haber teñido,
|
|
|
en turca o en mora sangre,
espada o lanza.
|
|
|
|
|
|
No su semblante o
su color se muda
|
|
|
porque mude color, mude
semblante
|
130
|
|
el señor a quien sirve, pues
no tiene
|
|
|
señor que fuerce a que con
lengua muda
|
|
|
siga, cual Clicie a su dorado
amante,
|
|
|
el dulce o amargo gusto que le
viene.
|
|
|
No le veréis que pene
|
135
|
|
de temor que un descuido, una
nonada,
|
|
|
en
el ingrato echo
|
|
|
del
señor el derecho
|
|
|
borre de sus servicios, y sea
dada
|
|
|
de breve despedida la
sentencia.
|
140
|
|
No
muestra en apariencia
|
|
|
otro de lo que encierra el
pecho sano,
|
|
|
que
la rústica ciencia
|
|
|
no alcanza el falso trato
cortesano.
|
|
|
|
|
|
¿Quién tendrá
vida tal en menosprecio?
|
145
|
|
¿Quien no dirá que aquella
sola es vida
|
|
|
que al sosiego del alma se
encamina?
|
|
|
El no tenerla el cortesano en
precio
|
|
|
hace que su bondad sea
conocida
|
|
|
de quien aspira al bien y al
mal declina.
|
150
|
|
¡Oh, vida, do se afina
|
|
|
en soledad el gusto
acompañado!
|
|
|
¡Oh,
pastoral bajeza,
|
|
|
más alta que la alteza
|
|
|
del cetro más subido y
levantado!
|
155
|
|
¡Oh, flores olorosas, oh,
sombríos
|
|
|
bosques,
oh, claros ríos,
|
|
|
quién gozar os pudiera un
breve tiempo,
|
|
|
sin que los males míos
|
|
|
turbasen
tan honesto pasatiempo!
|
160
|
|
|
|
|
¡Canción, a parte
vas do serán luego
|
|
|
conocidas tus faltas y tus
obras!
|
|
|
Mas di, si aliento cobras,
|
|
|
con rostro humilde, enderezado
a ruego:
|
|
|
« ¡Señor, perdón, porque, el
que acá me envía,
|
165
|
|
en vos y en su deseo se
confía! »
|
|
-Esta es, señores, la canción de Lauso -dijo Damón en acabándola-, la
cual fue tan celebrada de Larsileo, cuanto bien admitida de los que en
aquel tiempo la vieron.
-Con razón lo puedes decir -respondió Darinto- pues la verdad y artificio
suyo son dignos de justas alabanzas.
-Estas canciones son las de mi gusto -dijo a este punto el desamorado
Lenio-, y no aquellas que a cada paso llegan a mis oídos, llenas de mil
simples conceptos amorosos, tan mal dispuestos e intricados, que osaré
jurar que hay algunas que ni las alcanza quien las oye, por discreto que
sea, ni las entiende quien las hizo. Pero no menos fatigan otras que se
enzarzan en dar alabanzas a Cupido y en exagerar su poder, su valor, sus
maravillas y milagros, haciéndole señor del cielo y de la tierra, dándole
otros mil atributos de potencia, de mando y señorío. Y lo que más me
cansa de los que las hacen es que, cuando hablan de amor, entienden de un
no sé quién que ellos llaman Cupido, que la mesma significación del
nombre nos declara quién es él, que es un apetito sensual y vano, digno
de todo vituperio.
Habló el desamorado Lenio, y en fin hubo de parar en decir mal de amor,
pero, como todos los más que allí estaban conocían su condición, no
repararon mucho en sus razones, si no fue Erastro, que le dijo:
-¿Piensas, Lenio, por ventura, que siempre estás hablando con el simple
Erastro, que no sabe contradecir tus opiniones ni responder a tus
argumentos? Pues quiérote advertir que te será sano el callar por agora
o, a lo menos, tratar de otras cosas que de decir mal de amor, si ya no
gustas que la discreción y ciencia de Tirsi y de Damón te alumbren en la
ceguedad en que estás y te muestren a la clara lo que ellos entienden y
lo que tú debes de entender del amor y de sus cosas.
-¿Qué me podrán ellos decir que yo no sepa? -dijo Lenio-. ¿O qué les
podré yo replicar que ellos no ignoren?
-Soberbia es esa, Lenio -respondió Elicio-, y en ella muestras cuán fuera
vas del camino de la verdad del amor, y que te riges más por el norte de
tu parecer y antojo que no por el que te debías regir, que es el de la
verdad y experiencia.
-Antes por la mucha que yo tengo de sus obras, -respondió Lenio- le soy
tan contrario como muestro y mostraré mientras la vida me durare.
-¿En qué fundas tu razón? -dijo Tirsi.
-¿En qué, pastor? -respondió Lenio-. En que por los efectos que hace,
conozco cuán mala es la causa que los produce.
-¿Cuáles son los efectos de amor que tú tienes por tan malos? -replicó
Tirsi.
-Yo te los diré, si con atención me escuchas -dijo Lenio-. Pero no
querría que mi plática enfadase los oídos de los que están presentes,
pudiendo pasar el tiempo en otra conversación de más gusto.
-Ninguna cosa habrá que sea más del nuestro -dijo Darinto- que oír tratar
de esta materia, especialmente entre personas que tan bien sabrán
defender su opinión; y así, por mi parte, si la de estos pastores no lo
estorba, te ruego, Lenio, que sigas adelante la comenzada plática.
-Eso haré yo de buen grado -respondió Lenio-, porque pienso mostrar
claramente en ella cuántas razones me fuerzan a seguir la opinión que
sigo y a vituperar cualquiera otra que a la mía se opusiere.
-Comienza, pues, oh Lenio -dijo Damón-, que no estarás más en ella de
cuanto mi compañero Tirsi descubra la suya.
A esta sazón, ya que Lenio se preparaba a decir los vituperios de amor,
llegaron a la fuente el venerable Aurelio, padre de Galatea, con algunos
pastores, y con él asimesmo venían Galatea y Florisa con las tres
rebozadas pastoras Rosaura, Teolinda y Leonarda, a las cuales,
habiéndolas topado a la entrada de la aldea y sabiendo de ellas la junta
de pastores que en la fuente de las Pizarras quedaba, a ruego suyo las
hizo volver, fiadas las forasteras pastoras en que, por sus rebozos, no
serían de alguno conocidas. Levantáronse todos a recebir a Aurelio y a
las pastoras, las cuales se sentaron con las damas, y Aurelio y los
pastores con los demás pastores. Pero cuando las damas vieron la singular
belleza e Galatea, quedaron tan admiradas que no podían apartar los ojos
de mirarla. No lo fue menos Galatea de la hermosura de ellas,
especialmente de la que de mayor edad parecía. Pasó entre ellas algunas
palabras de comedimiento, pero todo cesó cuando supieron lo que entre el
discreto Tirsi y el desamorado Lenio estaba concertado, de lo que se
holgó infinito el venerable Aurelio, porque en extremo deseaba ver
aquella junta y oír aquella disputa; y más entonces, donde tendría Lenio
quien tan bien le supiese responder. Y así, sin mas esperar, sentándose
Lenio en un tronco de un desmochado olmo, con voz al principio baja y después
sonora, de esta manera comenzó a decir:
Disputa sobre el amor
- I -
Vituperio
de amor, discurso de Lenio
-Ya casi adivino, valerosa y discreta compañía, cómo ya en vuestro
entendimiento me vais juzgando por atrevido y temerario, pues con el poco
ingenio y menos experiencia que puede prometer la rústica vida en que yo
algún tiempo me he criado, quiero tomar contienda en materia tan ardua
como esta con el famoso Tirsi, cuya crianza en famosas academias y cuyos
bien sabidos estudios no pueden asegurar en mi pretensión sino segura
pérdida. Pero confiado que, a las veces, la fuerza del natural ingenio,
adornado con algún tanto de experiencia, suele descubrir nuevas sendas
con que facilitan las ciencias por largos años sabidas, quiero atreverme
hoy a mostrar en público las razones que me han movido a ser tan enemigo
de amor, que he merecido por ello alcanzar renombre de « desamorado ». Y
aunque otra cosa no me moviera a hacer esto sino vuestro mandamiento, no
me excusara de hacerla, cuanto más que no será pequeña la gloria que de
aquí he de granjear, aunque pierda la empresa, pues al fin dirá la fama
que tuve ánimo de competir con el nombrado Tirsi. Y así, con este
presupuesto, sin querer ser favorecido si no es de la razón que tengo, a
ella sola invoco y ruego dé tal fuerza a mis palabras y argumentos, que
se muestre en ellas y en ellos la que tengo para ser tan enemigo del amor
como publico.
Es, pues, amor, según he oído decir a mis mayores, un deseo de belleza; y
esta difinición le dan, entre otras muchas, los que en esta cuestión han
llegado más al cabo. Pues si se me concede que el amor es deseo de
belleza, forzosamente se me ha de conceder que, cual fuere la belleza que
se amare, tal será el amor con que se ama. Y porque la belleza es en dos maneras,
corpórea e incorpórea, el amor que la belleza corporal amare como último
fin suyo, este tal amor no puede ser bueno; y este es el amor de quien yo
soy enemigo. Pero como la belleza corpórea se divide asimesmo en dos
partes, que son en cuerpos vivos y en cuerpos muertos, también puede
haber amor de belleza corporal que sea bueno. Muéstrase la una parte de
la belleza corporal en cuerpos vivos de varones y de hembras; y esta
consiste en que todas las partes del cuerpo sean de por sí buenas, y que
todas juntas hagan un todo perfecto y formen un cuerpo proporcionado de
miembros y suavidad de colores. La otra belleza de la parte corporal no
viva consiste en pinturas, estatuas, edificios, la cual belleza puede
amarse sin que el amor con que se amare se vitupere. La belleza
incorpórea se divide también en dos partes, en las virtudes y ciencias
del ánima; y el amor que a la virtud se tiene, necesariamente ha de ser
bueno, y ni más ni menos el que se tiene a las virtuosas ciencias y
agradables estudios. Pues como sean estas dos suertes de belleza la causa
que engendra el amor en nuestros pechos, siguese que en el amar a una o
la otra consista ser el amor bueno o malo. Pero como la belleza
incorpórea se considera con los ojos del entendimiento limpios y claros, y
la belleza corpórea se mire con los ojos corporales, en comparación de
los incorpóreos, turbios y ciegos; y como sean más prestos los ojos el
cuerpo a mirar la belleza presente corporal, que agrada, que no los del
entendimiento a considerar la ausente incorpórea, que glorifica, síguese
que más ordinariamente aman los mortales la caduca y mortal belleza, que
los destruye, que no la singular y divina que los mejora. Pues de este
amor o desear la corporal belleza han nacido, nacen y nacerán en el mundo
asolación de ciudades, ruina de estados, destruición de imperios y
muertes de amigos. Y cuando esto generalmente no suceda, ¿qué desdichas
mayores, qué tormentos más graves, qué incendios, qué celos, qué penas,
qué muertes puede imaginar el humano entendimiento que a las que padece
el miserable amante puedan compararse? Y es la causa de esto que, como
toda la felicidad del amante consista en gozar la belleza que desea, y
esta belleza sea imposible poseerse y gozarse enteramente, aquel no poder
llegar al fin que se desea engendra en él los sospiros, las lágrimas, las
quejas y desabrimientos. Pues que sea verdad que la belleza de quien
hablo no se puede gozar perfecta y enteramente, está manifiesto y claro,
porque no está en mano del hombre gozar cumplidamente cosa que esté fuera
de él y no sea toda suya, porque las extrañas conocida cosa es que están
siempre debajo del arbitrio de la que llamamos Fortuna y caso, y no en
poder de nuestro albedrío. Y así se concluye que, donde hay amor, hay
dolor; y quien esto negase, negaría asimesmo que el sol es claro y que el
fuego abrasa. Mas porque se venga con más facilidad en conocimiento de la
amargura que amor encierra, por las pasiones del ánimo discurriendo, se
verá clara la verdad que sigo. Son, pues, las pasiones del ánimo, como
mejor vosotros sabéis, discretos caballeros y pastores, cuatro generales
y no más: desear demasiado, alegrarse mucho, gran temor de las futuras
miserias, gran dolor de las presentes calamidades; las cuales pasiones,
por ser como vientos contrarios que la tranquilidad del ánima perturban,
con mas propio vocablo perturbaciones son llamadas. Y de estas
perturbaciones, la primera es propia del amor, pues el amor no es otra
cosa que deseo; y así, es el deseo principio y origen de do todas
nuestras pasiones proceden, como cualquier arroyo de su fuente. Y de aquí
viene que todas las veces que el deseo de alguna cosa se enciende en
nuestros corazones, luego nos mueve a seguirla y a buscarla, y buscándola
y siguiéndola, a mil desordenados fines nos conduce. Este deseo es aquel
que incita al hermano a procurar de la amada hermana los abominables
abrazos, la madrastra de alnado, y, lo que peor es, el mesmo padre de la
propia hija; este deseo es el que nuestros pensamientos a dolorosos
peligros acarrea: ni aprovecha que le hagamos obstáculo con la razón,
que, puesto que nuestro mal claramente conozcamos, no por eso sabemos
retirarnos de él. Y no se contenta Amor de tenemos a una sola voluntad
atentos, antes, como del deseo de las cosas (como ya está dicho) todas las
pasiones nacen, así, del primer deseo que nace en nosotros, otros mil se
derivan; y estos son en los enamorados no menos diversos que infinitos. Y
aunque todas las más de las veces miren a un solo fin, con todo eso, como
son diversos los objetos y diversa la Fortuna de cada uno de los
amadores, sin duda alguna, diversamente se desea. Hay algunos que, por
llegar a alcanzar lo que desean, ponen toda su fuerza en una carrera, en
la cual ¡oh, cuántas y cuán duras cosas se encuentran, cuántas veces se
caen y cuántas agudas espinas atormentan sus pies y cuantas veces primero
se pierde la fuerza y el aliento, que den alcance a lo que procuran!
Algunos otros hay que ya de la cosa amada son poseedores, y ninguna otra
desean, ni piensan sino en mantenerse en aquel estado; y tiniendo en esto
sólo ocupados sus pensamientos y en esto sólo todas sus obras y tiempo
consumido, en la felicidad son míseros, en la riqueza, pobres y en la
ventura, desventurados. Otros, que ya están fuera de la posesión de sus
bienes, procuran tomar a ellos, usando para ello mil ruegos, mil
promesas, mil condiciones, infinitas lágrimas y, al cabo, en estas
miserias ocupándose, se ponen a términos de perder la vida. Mas no se ven
estos tormentos en la entrada de los primeros deseos, porque entonces el
engañoso Amor nos muestra una senda por do entremos, al parecer ancha y
espaciosa, la cual después poco a poco se va cerrando, de manera que,
para volver ni pasar adelante, ningún camino se ofrece. Y así, engañados
y atraídos los míseros amantes con una dulce y falsa risa, con un solo
volver de ojos, con dos mal formadas palabras que en sus pechos una falsa
y flaca esperanza engendran, arrójanse luego a caminar tras ella,
aguijados del deseo; y después, a poco trecho y a pocos días, hallando la
senda de su remedio cerrada y el camino de su gusto impedido, acuden
luego a regar su rostro con lágrimas, a turbar el aire con sospiros, a
fatigar los oídos con lamentables quejas. Y lo peor es que, si acaso con
las lágrimas, con los sospiros y con las quejas no pueden venir al fin de
lo que desea n, luego muda n estilo y procuran alcanzar por malos medios
lo que por buenos no pueden. De aquí nacen los odios, las iras, las
muertes, así de amigos como de enemigos; por esta causa se han visto y se
veen a cada paso que las tiernas y delicadas mujeres se ponen a hacer
cosas tan extrañas y temerarias que aun sólo el imaginarlas pone espanto;
por esta se ven los santos y conyugales lechos de roja sangre bañados,
ora de la triste, mal advertida esposa, ora del incauto y descuidado
marido. Por venir al fin de este deseo, es traidor el hermano al hermano,
el padre al hijo y el amigo al amigo. Este rompe enemistades, atropella
respetos, traspasa leyes, olvida obligaciones y solicita parientas. Mas
porque claramente se vea cuánta es la miseria de los enamorados, ya se
sabe que ningún apetito tiene tanta fuerza en nosotros, ni con tanto
ímpetu al objeto propuesto nos lleva, como aquel que de las espuelas de
Amor es solicitado; y de aquí viene que ninguna alegría o contento pasa
tanto del debido término, como aquella del amante cuando viene a
conseguir alguna cosa de las que desea. Y esto se vee porque ¿qué persona
habrá de juicio, si no es el amante, que tenga a suma felicidad un tocar
la mano de su amada, una sortijuela suya, un breve amoroso volver de ojos
y otras cosas semejantes, de tan poco momento cual las considera un
entendimiento desapasionado? Y no por estos gustos tan colmados que, a su
parecer, los amantes consiguen, se ha de decir que son felices y
bienaventurados, porque no hay ningún contento suyo que no venga
acompañado de innumerables disgustos y sinsabores con que Amor se los
agua y turba, y nunca llegó gloria amorosa adonde llega y alcanza la
pena. Y es tan mala el alegría de los amantes, que los saca fuera de sí
mesmos tomándolos descuidados y locos, porque, como ponen todo su intento
y fuerzas en mantenerse en aquel gustoso estado que ellos se imaginan, de
toda otra cosa se descuidan, de que no poco daño se les sigue así de
hacienda como de honra y vida, pues, a trueco de lo que he dicho, se
hacen ellos mesmos esclavos de mil congojas y enemigos de sí propios,
pues que cuando sucede que en medio de la carrera de sus gustos les toca
el hierro frío de la pesada lanza de los celos, allí se les escurece el
cielo, se les turba el aire y todos los elementos se les vuelven
contrarios. No tienen entonces de quien esperar contento, pues no se lo
puede dar el conseguir el fin que desean; allí acude el temor contino, la
desesperación ordinaria, las agudas sospechas, los pensamientos vanos, la
solicitud sin provecho, la falsa risa y el verdadero llanto, con otros
mil extraños y terribles accidentes que le consumen y atierran. Todas las
ocasiones de la cosa amada les fatigan; si mira, si ríe, si toma, si
vuelve, si calla, si habla; y, finalmente, todas las gracias que le
movieron a querer bien son las mesmas que atormentan al amante celoso. ¿Y
quién no sabe que si la ventura a manos llenas no favorece a los amorosos
principios, y con presta diligencia a dulce fin los conduce, cuán
costosos le son al amante cualesquier otros medios que el desdichado pone
para conseguir su intento? ¿Qué de lágrimas derrama, qué de sospiros
esparce, cuántas carta escribe, cuántas noches no duerme, cuántos y cuán
contrarios pensamientos le combaten, cuántos recelos le fatigan y cuántos
temores le sobresaltan? ¿Hay, por ventura, Tántalo que más fatiga tenga
entre las aguas y el manzano puesto, que la que tiene el miserable amante
entre el temor y la esperanza colocado? Son los servicios del amante no
favorecido los cántaros de las hijas de Dánao, tan sin provecho
derramados que jamás llegan a conseguir una mínima parte de su intento.
¿Hay águila que así destruya las entrañas de Ticio, como destruyen y roen
los celos las del amante celoso? ¿Hay piedra que tanto cargue las
espaldas de Sísifo, como carga el temor contino los pensamientos de los
enamorados? ¿Hay rueda de Ixión que más presto se vuelva y atormente, que
las prestas y vanas imaginaciones de los temerosos amantes? ¿Hay Minos ni
Radamanto que así castiguen y apremien las desdichadas, condenadas almas
como castiga y apremia el amor al enamorado pecho que al insufrible mando
suyo está sujeto? No hay cruda Megera ni rabiosa Tesifón ni vengadora
Alecto que así maltraten el ánima do se encierran, como maltrata esta
furia, este deseo de los sin ventura que le reconocen por señor y se le
humillan como vasallos, los cuales, por dar alguna disculpa de las
locuras que hacen, dicen, o, a lo menos, dijeron os antiguos gentiles que
aquel instinto que incita y mueve al enamorado para amar más que a su
propia vida la ajena, era un dios a quien pusieron por nombre Cupido, y
que así, forzados de su deidad, no podían dejar de seguir y caminar tras
lo que él quería. Movióles a decir esto y a dar nombre de dios a este
deseo el ver los efectos sobrenaturales que hace en los enamorados. Sin
duda, parece que es sobrenatural cosa estar un amante en un instante
mesmo temeroso y confiado, arder lejos de su amada y helarse cuando más
cerca de ella, mudo cuando parlero, y parlero cuando mudo. Extraña cosa
es asimesmo seguir a quien me huye, alabar a quien me vitupera, dar voces
a quien no me escucha, servir a una ingrata y esperar en quien jamás
promete ni puede dar cosa que buena sea.
¡Oh amarga dulzura; oh, venenosa medicina de los amantes no sanos; oh,
triste alegría; oh, flor amorosa que ningún fruto señalas si no es de
tardo arrepentimiento! Estos son los efectos de este dios imaginado,
estas son sus hazañas y maravillosas obras. Y aun también puede verse en
la pintura con que figuraban a este su vano dios cuán vanos ellos
andaban: pintábanle niño desnudo, alado, vendados los ojos, con arco y
saetas en las manos, por darnos a entender, entre otras cosas, que en
siendo uno enamorado se vuelve de la condición de un niño simple y
antojadizo, que es ciego en las pretensiones, ligero en los pensamientos,
cruel en las obras, desnudo y pobre de las riquezas del entendimiento.
Decían asimesmo que entre las saetas suyas tenía dos, la una de plomo y
la otra de oro, con las cuales diferentes efectos hacía, porque la de
plomo engendraba odio en los pechos que tocaba; y la de oro, crecido amor
en los que hería, por sólo avisarnos que el oro rico es aquel que hace
amar, y el plomo pobre aborrecer; y por esta ocasión no en balde cantan
los poetas a Atalante vencida de tres hermosas manzanas de oro; y a la
bella Dánae, preñada de la dorada lluvia; y al piadoso Eneas descender al
infierno con el ramo de oro en la mano. En fin, el oro y la dádiva es una
de las más fuertes saetas que el amor tiene y con la que más corazones
sujeta; bien al revés de la de plomo, metal bajo y menospreciado, como lo
es la pobreza, la cual antes engendra odio y aborrecimiento donde llega,
que otra benevolencia alguna. Pero si las razones hasta agora por mí dichas
no bastan a persuadir la que yo tengo de estar mal con este pérfido amor
de quien trato, oí en algunos ejemplos verdaderos y pasados los efectos
suyos, y veréis, como yo veo, que no vee ni tiene ojos de entendimiento
el que no alcanza la verdad que sigo. Veamos, pues: ¿quién sino este amor
es aquel que al justo Lot hizo romper el casto intento y violar a las
propias hijas suyas? Este es, sin duda, el que hizo que el escogido David
fuese adúltero y homicida, y el que forzó al libidinoso Amón a procurar el
torpe ayuntamiento de Tamar, su querida hermana; y el que puso la cabeza
del fuerte Sansón en las traidoras faldas de Dalida, por do, perdiendo él
su fuerza, perdieron los suyos su amparo, y, a cabo, él y otros muchos la
vida; este fue el que movió la lengua de Herodes para prometer a la
bailadora niña la cabeza del precursor e la vida; este hace que se dude
de la salvación del más sabio y rico rey de los reyes y aun de todos los
hombres; este redujo los fuertes brazos del famoso Hércules, acostumbrados
a regir la pesada maza, a torcer un pequeñuelo huso y a ejercitarse en
mujeriles ejercicios; este hizo que la furiosa y enamorada Medea
esparciese por el aire los tiernos miembros de su pequeño hermano; este
cortó la lengua a Progne, arrastró a Hipólito, infamó a Pasífae, destruyó
a Troya, mató a Egisto; este hizo cesar las comenzadas obras de la nueva
Cartago, y que su primera reina pasase su casto pecho con la aguda
espada; este puso en las manos de la nombrada y hermosa Sofonisba el vaso
del mortífero veneno que le acabó la vida; este quitó la suya al valiente
turno y el reino a Tarquino, el mando a Marco Antonio, y la vida y la
honra a su amiga; este, en fin, entregó nuestras Españas a la bárbara
furia agarena, llamada a la venganza del desordenado amor del miserable
Rodrigo. Mas, porque pienso que primero nos cubriría la noche con su
sombra, que yo acabase de traeros a la memoria los ejemplos que se
ofrecen a la mía de las hazañas que el Amor ha hecho y cada día hace en
el mundo, no quiero pasar más adelante en ellos, ni aún en la comenzada
plática, por dar lugar a que el famoso Tirsi me responda, rogandoos
primero, señores, no os enfade oír una canción que días ha tengo hecha en
vituperio de este mi enemigo, la cual, si bien me acuerdo, dice de esta
manera:
|
|
Sin que me pongan
miedo el hielo y fuego,
|
|
el arco y flechas del Amor
tirano,
|
|
en su deshonra he de mover mi
lengua,
|
|
que ¿quién ha de temer a un
niño ciego,
|
|
de vano antojo y de juicio
insano,
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5
|
|
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|
aunque más amenace daño y
mengua?
|
|
Mi gusto crece y el dolor
desmengua
|
|
cuando
la voz levanto
|
|
al
verdadero canto
|
|
que en vituperio del amor se
forma,
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10
|
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|
|
con tal verdad, con tal manera
y forma,
|
|
que a todo el mundo su maldad
descubre,
|
|
y
claramente informa
|
|
del cierto daño que el amor
encubre.
|
|
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|
|
Amor es fuego que
consume al alma,
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15
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|
hielo que hiela, flecha que
abre el pecho
|
|
que de sus mañas vive
descuidado,
|
|
turbado mar do no se ha visto
calma,
|
|
ministro de ira, padre del
despecho,
|
|
enemigo
en amigo disfrazado,
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20
|
|
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|
|
dador de escaso bien y mal
colmado,
|
|
afable,
lisonjero,
|
|
tirano,
crudo y fiero,
|
|
y Circe engañadora que nos
muda
|
|
en vanos monstruos, sin que
humana ayuda
|
25
|
|
|
|
|
pueda al pasado ser nuestro
volvemos,
|
|
aunque
ligera acuda
|
|
la luz de la razón a
socorremos.
|
|
|
|
Yugo que humilla
al más erguido cuello,
|
|
blanco a do se encaminan los
deseos
|
30
|
|
|
|
|
del ocio blando sin razón
nacidos,
|
|
red engañosa de sotil cabello
|
|
que cubre y prende en torpes
actos feos
|
|
los que del mundo son en más
tenidos,
|
|
sabroso mal de todos los
sentidos,
|
35
|
|
|
|
|
ponzoña
disfrazada,
|
|
cual
píldora dorada,
|
|
rayo que adonde toca abrasa y
hiende,
|
|
airado brazo que a traición
ofende,
|
|
verdugo
del cautivo pensamiento
|
40
|
|
|
|
|
y del que se defiende
|
|
del dulce halago de su falso
intento.
|
|
|
|
Daño que aplace
en los principios, cuando
|
|
se regala la vista en el
sujeto,
|
|
que, cual el cielo, bello le
parece;
|
45
|
|
|
|
|
mas tanto cuanto más pasa
mirando,
|
|
tanto más pena en público y
secreto
|
|
el corazón, que todo lo
padece.
|
|
Mudo, hablador, parlero que
enmudece,
|
|
cuerdo
que desatina,
|
50
|
|
|
|
|
pura,
total ruina
|
|
de la más concertada, alegre
vida,
|
|
sombra de bien en males
convertida,
|
|
vuelo que nos levanta hasta la
esfera,
|
|
para que en la caída
|
55
|
|
|
|
|
quede vivo el pesar y el gusto
muera.
|
|
|
|
Invisible ladrón
que nos destruye
|
|
y roba lo mejor de nuestra
hacienda
|
|
llevándonos el alma a cada
paso;
|
|
ligereza que alcanza al que
más huye,
|
60
|
|
|
|
|
enigma que ninguno hay que la
entienda,
|
|
vida que de contino está en
traspaso,
|
|
guerra elegida y que nace
acaso
|
|
tregua
que poco dura,
|
|
amada
desventura,
|
65
|
|
|
|
|
preñez que por jamás a sazón
llega,
|
|
enfermedad que al ánima se
pega,
|
|
cobarde que se arroja al mal y
atreve,
|
|
deudor
que siempre niega
|
|
la deuda averiguada que nos
debe.
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70
|
|
|
|
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|
Cercado laberinto
do se anida
|
|
una fiera cruel que se
sustenta
|
|
de
rendidos humanos corazones,
|
|
lazo donde se enlaza nuestra
vida,
|
|
señor que al mayordomo pide
cuenta
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75
|
|
|
|
|
de las obras, palabras e
intenciones;
|
|
codicia de mil varias
pretensiones,
|
|
gusano
que fabrica
|
|
estancia
pobre o rica,
|
|
do poco espacio habita, y al
fin muere;
|
80
|
|
|
|
|
querer que nunca sabe lo que
quiere,
|
|
nube que los sentidos
escurece,
|
|
cuchillo
que nos hiere
|
|
Este es Amor. ¡Seguidle, si os
parece!
|
Con esta canción acabó su razonamiento el desamorado Lenio, y con ella y
con él dejó admirados a algunos de los que presentes estaban,
especialmente a los caballeros, pareciéndoles que lo que Lenio había
dicho, de más caudal que de pastoril ingenio parecía; y con gran deseo y
atención estaban esperando la respuesta de Tirsi, prometiéndose todos en
su imaginación que, sin duda alguna, a la de Lenio haría ventaja, por la
que Tirsi le hacía en la edad y en la experiencia y en los más
acostumbrados estudios; y asimesmo les aseguraba esto porque deseaban que
la opinión desamorada de Lenio no prevaleciese. Bien es verdad que la
lastimada Teolinda, la enamorada Leonarda, la bella Rosaura y aun la dama
que con Darinto y su compañero venía, claramente vieron figurado discurso
de Lenio mil puntos de los sucesos de sus amores; y esto fue cuando llegó
a tratar de lágrimas y sospiros y de cuán caros se compraban los
contentos amorosos. Solas la hermosa Galatea y la discreta Florisa iban
fuera de esta cuenta, porque hasta entonces no se la había tomado Amor de
sus hermosos y rebeldes pechos; y así estaban atentas, no más de a
escuchar la agudeza con que los dos famosos pastores disputaban, sin que de
los efectos de amor que oían viesen alguno en sus libres voluntades. Pero
siendo la de Tirsi reducir a mejor término la opinión del desamorado
pastor, sin esperar ser rogado, tiniendo de su boca colgados los ánimos
de los circunstantes, puniéndose frontero de Lenio, con suave y levantado
tono, de esta manera comenzó a decir:
- I -
Defensa
y alabanza del amor, discurso de Tirsi
-Si la agudeza de tu buen ingenio, desamorado pastor, no me asegurara que
con facilidad puede alcanzar la verdad, de quien tan lejos agora se
halla, antes que ponerme en trabajo de contradecir tu opinión, te dejara
con ella por castigo de tus sinrazones. Mas, porque me advierten las que
en vituperio del amor has dicho los buenos principios que tienes para
poder reducirte a mejor propósito, no quiero dejar con mi silencio, a los
que nos oyen, escandalizados; al Amor, desfavorecido, y a ti, pertinaz y
vanaglorioso. Y así, ayudado del Amor, a quien llamo, pienso en pocas
palabras dar a entender cuán otras son sus obras y efectos de los que tú
de él has publicado, hablando sólo del amor que tú entiendes, el cual tú
definiste diciendo que era un deseo de belleza, declarando asimesmo qué
cosa era belleza, y poco después desmenuzaste todos los efectos que el
amor, de quien hablamos, hacía en los enamorados pechos, confirmándolo al
cabo con vanos y desdichados sucesos por el amor causados. Y aunque la
difinición que del amor hiciste sea la más general que se suele dar,
todavía no lo es tanto que no se pueda contradecir, porque amor y deseo
son dos cosas diferentes: que no todo lo que se ama se desea, ni todo lo
que se desea se ama. La razón está clara en todas las cosas que se
poseen, que entonces no se podrá decir que se desean, sino que se aman,
como el que tiene salud no dirá que desea la salud, sino que la ama; y el
que tiene hijos no podrá decir que desea hijos, sino que ama los hijos;
ni tampoco las cosas que se desean se pueden decir que se aman, como la
muerte de los enemigos, que se desea y no se ama. Y así que, por esta
razón, el amor y deseo vienen a ser diferentes afectos de la voluntad.
Verdad es que amor es padre del deseo y, entre otras difiniciones que del
amor se dan, esta es una: amor es aquella primera mutación que sentimos
hacer en nuestra mente, por el apetito que nos conmueve y nos tira a sí,
y nos deleita y aplace; y aquel placer engendra movimiento en el ánimo,
el cual movimiento se llama deseo; y, en resolución, deseo es movimiento
del apetito acerca de lo que se ama, y un querer de aquello que se posee
y el objeto suyo es el bien. Y como se hallan diversas especies de
deseos, el amor es una especie de deseo que atiende y mira al bien que se
llama bello; pero para más clara difinición y diversión del amor, se ha
de entender que en tres maneras se divide: en amor honesto, en amor útil
y en amor deleitable. Y a estas tres suertes de amor se reducen cuantas
maneras de amar y desear pueden caber en nuestra voluntad, porque el amor
honesto mira a las cosas del Cielo, eternas y divinas; el útil, a las de
la tierra, alegres y perecederas, como son las riquezas, mandos y
señoríos; el deleitable, a las gustosas y placenteras, como son las
bellezas corporales vivas que tú, Lenio, dijiste. Y cualquiera suerte de
estos amores que he dicho no debe ser de ninguna lengua vituperada, porque
el amor honesto siempre fue, es y ha de ser limpio, sencillo, puro y
divino, y que sólo en Dios para y sosiega; el amor provechoso, por ser,
como es, natural, no debe condenarse; ni menos el deleitable, por ser más
natural que el provechoso. Que sean naturales estas dos suertes de amor
en nosotros, la experiencia nos lo muestra claro, porque luego que el
atrevido primer padre nuestro pasó el divino mandamiento, y de señor
quedó hecho siervo, y de libre, esclavo, luego conoció la miseria en que
había caído y la pobreza en que estaba; y así tomó en el momento las
hojas de los árboles que le cubriesen, y sudó y trabajó rompiendo la
tierra para sustentarse y vivir con la menos incomodidad que pudiese; y
tras esto, obedeciendo mejor a su Dios en ello que en otra cosa, procuró
tener hijos y perpetuar y dilatar en ellos la generación humana. Y así
como por su inobediencia entró la muerte en él y por él en todos sus
descendientes, así heredamos juntamente todos sus afectos y pasiones,
como heredamos su mesma naturaleza; y procuró remediar su necesidad y
pobreza, también nosotros no podemos dejar de procurar y desear remediar
la nuestra. Y de aquí nace el amor que tenemos a las cosas útiles a la
vida humana; y tanto cuanto más alcanzamos de ellas, tanto más nos parece
que remediamos nuestra falta, y por el mesmo consiguiente heredamos el
deseo de perpetuarnos en nuestros hijos; y de este deseo se sigue el que
tenemos de gozar la belleza viva corporal, como solo y verdadero medio
que tales deseos a dichoso fin conduce. Así que este amor deleitable,
solo y sin mezcla de otro accidente, es digno antes de alabanza que de
vituperio, y este es el amor que tú, Lenio, tienes por enemigo; y cáusalo
que no le entiendes ni conoces, porque nunca le has visto solo y en su
mesma figura, sino siempre acompañado de deseos perniciosos, lascivos y
mal colocados. Y esto no es culpa de amor, que siempre es bueno, sino de
los accidentes que se le llegan, como vemos que acaece en algún caudaloso
río, el cual tiene su nacimiento de alguna líquida y clara fuente que
siempre claras y frescas aguas le va ministrando, y, a poco espacio que
de la limpia madre se aleja, sus dulces y cristalinas aguas en amargas y
turbias son convertidas por los muchos y no limpios arroyos que de una y
otra parte se le juntan. Así que este primer movimiento (amor o deseo,
como llamarlo quisieres) no puede nacer sino de buen principio, y aun de
ellos es el conocimiento de la belleza, la cual, conocida por tal, casi
parece imposible que de amar se deje. Y tiene la belleza tanta fuerza
para mover nuestros ánimos que ella sola fue parte para que los antiguos
filósofos, ciegos y sin lumbre de fe que los encaminase, llevados de la
razón natural y traídos de la belleza que en los estrellados cielos y en
la máquina y redondez de la tierra contemplaban, admirados de tanto
contento y hermosura, fueron con el entendimiento rastreando, haciendo
escala por estas causas segundas, hasta llegar a la primera causa de las
causas, y conocieron que había un solo principio sin principio de todas
las cosas. Pero lo que más los admiró y levantó la consideración fue ver
la compostura del hombre, tan ordenada, tan perfecta y tan hermosa, que
le vinieron a llamar mundo abreviado; y así es verdad, que, en todas las
obras hechas por el mayordomo de Dios, Naturaleza, ninguna es de tanto
primor ni que más descubra la grandeza y sabiduría de su hacedor, porque
en la figura y compostura del hombre se cifra y cierra la belleza que en
todas las otras partes de ella se reparte, y de aquí nace que esta belleza
conocida se ama; y como toda ella más se muestre y resplandezca en el
rostro, luego como se ve un hermoso rostro, llama y tira la voluntad a
amarle. De do se sigue que, como los rostros de las mujeres hagan tanta
ventaja en hermosura al de los varones, ellas son las que son de nosotros
más queridas, servidas y solicitadas, como a cosa en quien consiste la
belleza que naturalmente más a nuestra vista contenta. Pero viendo el
hacedor y criador nuestro que es propia naturaleza del ánima nuestra
estar contino en perpetuo movimiento y deseo, por no poder ella parar
sino en Dios, como en su propio centro, quiso, porque no se arrojase a
rienda suelta a desear las cosas perecederas y vanas (y esto sin quitarle
la libertad del libre albedrío), ponerle encima de sus tres potencias una
despierta centinela que la avisase de los peligros que la contrastaban y
de los enemigos que la perseguían, la cual fue la razón que corrige y
enfrena nuestros desordenados deseos. Y viendo asimesmo que la belleza
humana había de llevar tras sí nuestros afectos e inclinaciones, ya que
no le pareció quitarnos este deseo, a lo menos quiso templarle y
corregirle, ordenando el santo yugo del matrimonio, debajo del cual al
varón y a la hembra los más de los gustos y contentos amorosos naturales
les son lícitos y debidos. Con estos dos remedios, puestos por la divina
mano, se viene a templar la demasía que puede haber en el amor natural
que tú, Lenio, vituperas, el cual amor de sí es tan bueno que, si en
nosotros faltase, el mundo y nosotros acabaríamos. En este mesmo amor de
quien voy hablando están cifradas todas las virtudes, porque el amor es
templanza que el amante, conforme la casta voluntad de la cosa amada, la
suya tiempla; es fortaleza, porque el enamorado cualquier variedad puede
sufrir por amor de quien ama; es justicia, porque con ella a la que bien
quiere sirve, forzándole la mesma razón a ello; es prudencia, por que de
toda sabiduría está el amor adornado. Mas yo te demando, oh, Lenio, tú
que has dicho que el amor es causa de ruina de imperios, destruición de
ciudades, de muertes de amigos, de sacrílegos hechos, inventor de
traiciones, transgresor de leyes, digo que te demando que me digas: ¿Cuál
loable cosa hay hoy en el mundo, por buena que sea, que el uso de ella no
pueda en mal ser convertida? Condénese la filosofía, porque muchas veces
nuestros defectos descubre, y muchos filósofos han sido malos; abrásense
las obras de los heroicos poetas, porque con sus sátiras y versos los
vicios reprehenden y vituperan; vitupérese la medicina, los venenos
descubre; llámese inútil la elocuencia, porque algunas veces ha sido tan
arrogante que ha puesto en duda la verdad conocida; no se forjen armas,
porque los ladrones y los homicidas las usan; no se fabriquen casas,
porque puedan caer sobre sus habitadores; prohíbanse la variedad de los
manjares, porque suelen ser causa de enfermedad; ninguno procure tener
hilos, porque Edipo, instigado de cruelísima furia, mató a su padre, y
Oreste hirió el pecho de la madre propia; téngase por malo el fuego,
porque suele abrasar las casas y consumir las ciudades; desdéñese el
agua, porque con ella se anegó toda la tierra; condénense, en fin, los
elementos, porque pueden ser de algunos perversos perversamente usados. Y
de esta manera cualquier cosa buena puede ser en mala convertida, y
proceder de ella efectos malos, si en las manos de aquellos son puestas
que, como irracionales sin mediocridad, del apetito gobernar se dejan.
Aquella antigua Cartago, émula del imperio romano, la belicosa Numancia,
la adornada Corinto, la soberbia Tebas, la docta Atenas y la ciudad de
Dios, Jerusalén, que fueron vencidas y asoladas: digamos por eso que el
amor fue causa de su destruición y ruina. Así que debrían los que tienen
por costumbre de decir mal de amor decirlo de ellos mesmos, porque los
dones de amor, si con templanza se usan, son dignos de perpetua alabanza,
pues siempre los medios fueron alabados en todas las cosas, como
vituperados los extremos; que si abrazamos la virtud más de aquello que
basta, el sabio granjeará nombre de loco, y el justo, de inicuo. Del
antiguo Cremo trágico fue opinión que, como el vino mezclado con el agua
es bueno, así el amor templado es provechoso, lo que es al revés en el
inmoderado. La generación de los animales racionales y brutos sería ninguna
si el amor no procediese, y, faltando en la tierra, quedaría desierta y
vacua. Los antiguos creyeron que el amor era obra de los dioses, dada
para conservación y cura de los hombres. Pero viniendo a lo que tú,
Lenio, dijiste de los tristes y extraños efectos que el amor en los
enamorados pechos hace, tiniéndolos siempre en continas lágrimas,
profundos sospiros, desesperadas imaginaciones, sin concederles jamás una
hora de reposo, veamos, por ventura, ¿qué cosa puede desearse en esta
vida que el alcanzarla no cueste fatiga y trabajo? Y tanto cuanto más es
de valor la cosa, tanto más se ha de padecer y se padece por ella, porque
el deseo presupone falta de lo deseado, y hasta conseguirlo es forzosa la
inquietud del ánimo nuestro; pues si todos los deseos humanos se pueden
pagar y contentarse sin alcanzar de todo punto lo que desean, con que se
les dé parte de ello, y con todo eso se padece por conseguirla, ¿qué
mucho es que, por alcanzar aquello que no puede satisfacer ni contentar
al deseo sino con ello mesmo, se padezca, se llore, se tema y se espere?
El que desea señoríos, mandos, honras y riquezas, ya que ve que no puede
subir al último grado que quisiera, como llegue a ponerse en algún buen
punto, queda en parte satisfecho, porque la esperanza que le falta de no
poder subir a más hace parar donde puede y como mejor puede, todo lo cual
es contrario en el amor, porque el amor no tiene otra paga ni otra
satisfacción sino el mesmo amor, y él propio es su propia y verdadera
paga. Y por esta razón es imposible que el amante esté contento hasta que
a la clara conozca que verdaderamente es amado, certificándole de esto
las amorosas señales que ellos saben. Y así estiman en tanto un regalado
volver de ojos y una prenda, cualquiera que sea, de su amada, un no sé
qué de risa, de habla, de burlas, que ellos de veras toman como indicios
que les van asegurando la paga que desean; y así todas las veces que ven
señales en contrario de estas, esle fuerza al amante lamentarse y
afligirse, sin tener medio en sus dolores, pues no le puede tener en sus
contentos, cuando la favorable Fortuna y el blando amor se los concede. Y
como sea hazaña de tanta dificultad reducir una voluntad ajena a que sea
una propia con la mía y juntar dos diferentes almas en tan disoluble ñudo
y estrecheza que de las dos sean uno los pensamientos y una todas las
obras, no es mucho que, por conseguir tan alta empresa, se padezca más
que por otra cosa alguna, pues después de conseguida satisface y alegra
sobre todas las que en esta vida se desean. Y no todas veces son las
lágrimas con razón y causa derramadas, ni esparcidos los sospiros de los
enamorados, porque si todas sus lágrimas y sospiros se causaron de ver
que no se responde a su voluntad como se debe y con la paga que se
requiere habría de considerar primero adónde levantaron la fantasía; y si
la subieron más arriba de lo que su merecimiento alcanza, no es maravilla
que, cual nuevos Icaros, caigan abrasados en el río de las miserias, de
las cuales no tendrá la culpa amor, sino su locura. Con todo eso, yo no
niego, sino afirmo, que el deseo de alcanzar lo que se ama por fuerza ha
de causar pesadumbre, por la razón de la carestía que presupone, como ya
otras veces he dicho; pero también digo que el conseguirla sea de
grandísimo gusto y contento, como lo es al cansado, el reposo, y la
salud, al enfermo. Junto con esto confieso que si los amantes señalasen,
como en el uso antiguo, con piedras blancas y negras sus tristes o
dichosos días, sin duda alguna que serían más las infelices; más también
conozco que la calidad de sola una blanca piedra haría ventaja a la
cantidad de otras infinitas negras. Y por prueba de esta verdad, vemos
que los enamorados jamás de serlo se arrepienten; antes, si alguno les
prometiese librarles de la enfermedad amorosa, como a enemigo le
desecharían, porque aun el sufrirla les es suave. Y por esto, oh,
amadores, no os impida ningún temor para dejar de ofreceros y dedicaros a
amar lo que más os pareciere dificultoso, ni os quejéis ni arrepintáis si
a la grandeza vuestra las cosas bajas habéis levantado, que amor iguala
lo pequeño a lo sublime, y lo menos a lo más; y con justo acuerdo tiempla
las diversas condiciones de los amantes cuando con puro afecto la gracia
suya en sus corazones recibe. No cedáis a los peligros, porque la gloria
será tanta que quite el sentimiento de todo dolor. Y como a los antiguos
capitanes y emperadores, en premio de sus trabajos y fatigas les eran,
según la grandeza de sus victorias, aparejados triunfos, así a los
amantes les están guardados muchedumbre de placeres y contentos, y como a
aquellos, el glorioso recibimiento les hacía olvidar todos los incomodos
y disgustos pasados, así al amante de la amada amado. Los espantosos
sueños, el dormir no seguro, las veladas noches, los inquietos días, en
suma tranquilidad y alegría se convierten. De manera, Lenio, que si por
sus efectos tristes les condenas, por los gustosos y alegres les debes de
absolver; y, a la interpretación que diste de la figura de Cupido, estoy,
por decir que vas tan engañado en ella, como casi en las demás cosas que
contra el Amor has dicho. Porque píntanle niño, ciego, desnudo, con alas
y saetas; no quiere significar otra cosa sino que el amante ha de ser
niño en no tener condición doblada, sino pura y sencilla; ha de ser ciego
a todo cualquier otro objeto que se le ofreciere, sino es a aquel a quien
ya supo mirar y entregarse; ha de ser desnudo, porque no ha de tener cosa
que no sea de la que ama; ha de tener alas de ligereza, para estar pronto
a todo lo que por su arte se le quisiere mandar; píntanle con saetas,
porque la llaga del enamorado pecho ha de ser profunda y secreta y que
apenas se descubra sino a la mesma causa que ha de remediarla. Que el
amor hiera con dos saetas, las cuales obran en diferentes maneras, es
darnos a entender que en el perfecto amor no ha de haber medio de querer
y no querer en un mesmo punto, sino que el amantela de amar enteramente,
sin mezcla de alguna tibieza. En fin, oh, Lenio, este amor es el que, si
consumió a los troyanos, engrandeció a los griegos; si hizo cesar las
obras de Cartago, hizo crecer los edificios de Roma; si quitó el reino a
Tarquino, redujo a libertad la república. Y aunque pudiera traer aquí
muchos ejemplos en contrario de los que tú trujiste de los efectos buenos
que el amor hace, no me quiero ocupar en ellos, pues de sí son tan
notorios; sólo quiero rogarte te dispongas a creer lo que he mostrado, y
que tengas paciencia para oír una canción mía, que parece que en
competencia de la tuya se hizo. Y si por ella y por lo que te he dicho, no
quisieres reducirte a ser de la parte de amor y te pareciere que no
quedas satisfecho de las verdades que de él he declarado, si el tiempo de
agora lo concede (o en otro cualquiera que tú escogieres y señalares), te
prometo de satisfacer a todas las réplicas y argumentos que en contrario
de los míos decir quisieres; y, por agora, estáme atento y escucha:
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CANCION DE TIRSI
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Salga del limpio,
enamorado pecho
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la voz sonora, y en suave
acento
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cante de amor las altas
maravillas,
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de modo que contento y
satisfecho
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quede el más
libre y suelto pensamiento,
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sin que las sienta con no más
de oíllas.
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Tú, dulce amor, que puedes
referillas
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por mi lengua, si quieres,
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tal
gracia le concede,
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que con la palma quede
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de gusto y gloria por decir
quien eres,
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que, si me ayudas, como yo
confío,
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veráse
en presto vuelo...
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subir al cielo tu valor
y el mío.
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Es el amor
principio del bien nuestro,
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medio por do se alcanza y se
granjea
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el mas dichoso fin que se
pretende,
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de todas ciencias sin igual
maestro;
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fuego que, aunque de hielo un
pecho sea,
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en claras llamas de virtud le
enciende;
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poder que al flaco ayuda, al
fuerte ofende;
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raíz
de adonde nace
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la
venturosa planta
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que al cielo nos levanta
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con tal fruto que al alma
satisface
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de bondad, de valor, de
honesto celo,
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de
gusto sin segundo,
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que alegra al mundo y
enamora al Cielo.
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Cortesano, galán, sabio, discreto,
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callado,
liberal, manso, esforzado;
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de aguda vista, aunque de
ciegos ojos;
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guardador
verdadero del respeto,
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capitán que en la guerra do ha
triunfado
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sola la honra quiere por
despojos;
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flor que crece entre espinas y
entre abrojos,
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35
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que a vida y alma adorna;
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del
temor, enemigo;
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de
la esperanza, amigo;
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huésped que más alegra cuando
toma;
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instrumento de honrosos, ricos
bienes,
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40
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por quien se mira y medra
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la honrosa hiedra en
las honradas sienes.
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Instinto natural
que nos conmueve
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a levantar los pensamientos,
tanto
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que apenas llega allí la vista
humana;
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escala por do sube, el que se
atreve,
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a la dulce región del Cielo
santo;
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sierra en su cumbre deleitosa
y llana,
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facilidad que lo intricado
allana,
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norte por quien se guía
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en
este mar insano
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el
pensamiento sano,
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alivio de la triste fantasía,
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padrino que no quiere nuestra
afrenta;
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farol que no se encubre,
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mas nos descubre el
puerto en la tormenta.
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Pintor que en
nuestras ánimas retrata,
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con apacibles sombras y
colores,
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ora mortal, ora inmortal
belleza;
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sol que todo ñublado
desbarata;
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gusto a quien son sabrosos los
dolores;
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espejo en quien se ve
Naturaleza
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liberal, que en su punto la
franqueza
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pone
con justo medio;
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espíritu
de fuego
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que alumbra al que es mas
ciego,
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el odio y del temor solo
remedio;
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Argos que nunca puede estar
dormido
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por mas que a sus orejas
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lleguen consejas de
algún dios fingido.
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Ejército de armada infantería
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que atropella cien mil
dificultades,
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y siempre queda con victoria y
palma;
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morada adonde asiste el
alegría;
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rostro que nunca encubre las
verdades,
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mostrando claro lo que está en
el alma;
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mar donde la tormenta es dulce
calma
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con sólo que se espere
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tenerla
en tiempo alguno;
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refrigerio
oportuno
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que cura al desdeñado cuando
muere;
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en fin, amor es vida, es
gloria, es gusto,
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almo,
feliz sosiego.
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|
¡Seguilde luego, que el
seguirle es justo!
|
El fin del razonamiento y canción de Tirsi fue principio para confirmar
de nuevo en todos la opinión que de discreto tenía, si no fue en el
desamorado Lenio, a quien no pareció tan bien su respuesta que le
satisficiese al entendimiento y le mudase de su primer propósito. Viose
esto claro porque ya iba dando muestras de querer responder y replicar a
Tirsi, si las alabanzas que a los dos daban Darinto y su compañero, y
todos los pastores y pastoras presentes no lo estorbaran, porque tomando
la mano el amigo de Darinto dijo:
-En este punto acabo de conocer cómo la potencia y sabiduría de amor por
todas las partes de la tierra se extiende, y que donde más se afina y
apura es en los pastorales pechos, como nos lo ha mostrado lo que hemos
oído al desamorado Lenio y al discreto Tirsi, cuyas razones y argumentos
más parecen de ingenios entre libros y las aulas criados, que no de
aquellos que entre pajizas cabañas son crecidos. Pero no me maravillaría
yo tanto de esto si fuese de aquella opinión del que dijo que el saber de
nuestras almas era acordarse de lo que ya sabían, presuponiendo que todas
se crían enseñadas; mas cuando veo que debo seguir el otro mejor parecer
del que afirmó que nuestra alma era como una tabla rasa, la cual no tenía
ninguna cosa pintada no puedo dejar de admirarme de ver cómo haya sido
posible que en la compañía de las ovejas, en la soledad de lo campos, se
puedan aprender las ciencias que apenas saben disputarse en las nombradas
universidades, si ya no quiero persuadirme a lo que primero dije: que el
amor por todo se extiende y a todos se comunica, al caído levanta, al
simple avisa y al avisado perfecciona.
-Si conocieras, señor -respondió a esta sazón Elicio-, cómo la crianza
del nombrado Tirsi no ha sido entre los árboles y florestas, como tú
imaginas, sino en las reales cortes y conocidas escuelas, no te
maravillaras de lo que ha dicho, sino de lo que ha dejado de decir. Y
aunque el desamorado Lenio, por su humildad, ha confesado que la
rusticidad de su vida pocas prendas de ingenio puede prometer, con todo
eso, te aseguro que los más floridos años de su edad gastó, no en el
ejercicio de guardar las cabras en los montes, sino en las riberas del
claro Tormes, en loables estudios y discretas conversaciones. Así, que si
la plática que los dos han tenido de más que de pastores te parece,
contémplalos como fueron y no como agora son. Cuanto más, que hallarás
pastores en estas nuestras riberas que no te causarán menos admiración si
los oyes que los que ahora has oído, porque en ellas apacientan sus
ganados los famosos y conocidos Eranio, Siralvo, Filardo, Silvano,
Lisardo y los dos Matuntos, padre e hijo, uno en la lira y otro en la
poesía sobre todo extremo extremados. Y, para remate de todo, vuelve los
ojos y conoce al conocido Damón, que presente tienes, donde puede parar
tu deseo, si deseas conocer el extremo de discreción y sabiduría.
Responder quería el caballero a Elicio, cuando una de aquellas damas que
con él venían dijo a la otra:
-Paréceme, señora Nísida, que, pues el sol va ya declinando, que sería
bien que nos fuésemos, si habemos de llegar mañana adonde dicen que está
nuestro padre.
No hubo bien dicho esto la dama, cuando Darinto y su compañero la
miraron, mostrando que les había pesado de que hubiese llamado por su
nombre a la otra. Pero así como Elicio oyó el nombre de Nísida, le dio el
alma si era aquella Nísida de quien el ermitaño Silerio tantas cosas
había contado, y el mismo pensamiento les vino a Tirsi, Damón y a
Erastro; y, por certificarse Elicio de lo que sospechaba, dijo:
-Pocos días ha, señor Darinto, que yo y algunos de los que aquí estamos
oímos nombrar el nombre de Nísida, como aquella dama agora ha hecho, pero
de más lágrimas acompañado y con más sobresaltos referido.
-¿Por ventura -respondió Darinto- hay alguna pastora en vuestras riberas
que se llame Nísida?
-No -respondió Elicio-; pero esta que yo digo en ellas nasció, y en las
apartadas del famoso Sebeto fue criada.
-¿Qué es lo que dices, pastor? -replicó el otro caballero.
-Lo que oyes -respondió Elicio-, y lo que más oirás, si me aseguras una
sospecha que tengo.
-Dímela -dijo el caballero-, que podría ser se te satisficiese.
A esto replicó Elicio:
-¿A dicha, señor, tu propio nombre es Timbrio?
-No te puedo negar esa verdad -respondió el otro-, porque Timbrio me
llamo, el cual nombre quisiera encubrir hasta otra sazón más oportuna;
mas la voluntad que tengo de saber por qué sospechaste que así me
llamaba, me fuerza a que no te encubra nada de lo que de mí saber
quisieres.
-Según eso, tampoco me negarás -dijo Elicio- que esta dama que contigo
traes, se llame Nísida, y aun, por lo que yo puedo conjeturar, la otra se
llama Blanca y es su hermana.
-En todo has acertado -respondió Timbrio-; pero, pues yo no te he negado
nada de lo que me has preguntado, no me niegues tú la causa que te ha
movido a preguntármelo.
-Ella es tan buena, y será tan de tu gusto -replicó Elicio- cual lo verás
antes de muchas horas.
Todos los que no sabían lo que el ermitaño Silerio a Elicio, Tirsi, Damón
y Erastro había contado, estaban confusos oyendo lo que entre Timbrio y
Elicio pasaba, mas a este punto dijo Damón, volviéndose a Elicio:
-No entretengas, oh, Elicio, las buenas nuevas que puedes dar a Timbrio.
-Y aún yo -dijo Erastro- no me detendré un punto de ir a dárselas al
lastimado Silerio del hallazgo de Timbrio.
-¡Santos cielos! ¿Y que es lo que oigo -dijo Timbrio-, y que es lo que
dices, pastor? ¿Es por ventura ese Silerio que has nombrado el que es mi
verdadero amigo, el que es la mitad de mi alma, el que yo deseo ver más
que otra cosa que me pueda pedir el deseo? ¡Sácame de esta duda luego,
así crezcan y multipliquen tus rebaños de manera que te tengan envidia
todos los vecinos ganaderos!
-No te fatigues tanto, Timbrio -dijo Damón-, que el Silerio que Erastro
dice es el mesmo que tú dices y el que desea saber más de tu vida que
sostener y aumentar la suya propia, porque, después que te partiste de
Nápoles, según él nos ha contado, ha sentido tanto tu ausencia que la
pena de ella, con la que le causaban otras pérdidas que él nos contó, le
ha reducido a términos que en una pequeña ermita, que poco menos de una
legua está de aquí distante, pasa la más estrecha vida que imaginarse
puede, con determinación de esperar allí la muerte, pues de saber el
suceso de tu vida no podía ser satisfecho. Esto sabemos cierto Tirsi,
Elicio, Erastro y yo, porque él mesmo nos ha contado la amistad que
contigo tenía, con toda la historia de los casos a entrambos sucedidos,
hasta que la Fortuna por tan extraños accidentes os apartó para apartarle
a él a vivir en tan extraña soledad que te causará admiración cuando le
veas.
-Véale yo, y llegue luego el último remate de mis días -dijo Timbrio-; y
así os ruego, famosos pastores, por aquella cortesía que en vuestros
pechos mora, que satisfagáis este mío con decirme adónde está esa ermita
adonde Silerio vive.
-Adonde muere, podrás mejor decir -dijo Erastro,-, pero de aquí adelante
vivirá con las nuevas de tu venida. Y pues tanto su gusto y el tuyo
deseas, levántate y vamos, que, antes que el sol se ponga, te pondré con
Silerio; mas ha de ser con condición que en el camino nos cuentes todo lo
que te ha sucedido después que de Nápoles te partiste, que de todo lo
demás, hasta aquel punto, satisfechos están algunos de los presentes.
-Poca paga me pides -respondió Timbrio- para tan gran cosa como me
ofreces, porque, no digo yo contarte eso, pero todo aquello que de mí
saber quisieres.
Y más, volviéndose a las damas que con él venían, les dijo:
-Pues con tan buena ocasión, querida y señora Nísida, se ha rompido el
prosupuesto que traíamos de no decir nuestros propios nombre, con el
alegría que requiere la buena nueva que nos han dado, os ruego que no nos
detengamos, sino que luego vamos a ver a Silerio, a quien vos y yo
debemos las vidas y el contento que poseemos.
-Excusado es, señor Timbrio -respondió Nísida-, que vos me roguéis que
haga cosa que tanto deseo y que tan bien me está el hacerla. Vamos
enhorabuena, que ya cada momento que tardare de verle se me hará un
siglo.
Lo mesmo dijo la otra dama, que era su hermana Blanca, la mesma que
Silerio había dicho y la que más muestras dio de contento. Sólo Darinto,
con las nuevas de Silerio, se puso tal que los labios no movía; antes,
con un extraño silencio, se levantó y, mandando a un su criado que le
trujese el caballo en que allí había venido, sin despedirse de ninguno
subió en él y, volviendo las riendas, a paso tirado se desvió de todos.
Cuando esto vio Timbrio, subió en otro caballo y con mucha priesa siguió
a Darinto hasta que le alcanzó y, trabando por las riendas del caballo,
le hizo estar quedo, y allí estuvo con él hablando un buen rato, al cabo
del cual Timbrio se volvió adonde los pastores estaban, y Darinto siguió
su camino, enviando a disculparse con Timbrio del haberse partido sin
despedirse de ellos.
En este tiempo Galatea, Rosaura, Teolinda, Leonarda y Florisa a las
hermosas Nísida y Blanca se llegaron y la discreta Nísida en breves
razones les contó la amistad tan grande que entre Timbrio y Silerio
había, con mucha parte de los sucesos por ellos pasados, pero con la
vuelta de Timbrio todos quisieron ponerse en camino para la ermita de
Silerio, sino que a la mesma sazón llegó a la fuente una hermosa
pastorcilla de hasta edad de quince años, con su zurrón al hombro y
cayado en la mano, la cual, como vio tanta y tan agradable compañía, con
lágrimas en los ojos les dijo:
-Si por ventura hay entre vosotros, señores, quien de los extraños
efectos y casos de amor tenga alguna noticia, y las lágrimas y sospiros
amorosos le suelen enternecer el pecho, acuda quien esto siente a ver si
es posible remediar y detener las más amorosas lágrimas y profundos
sospiros que jamás de ojos y pechos enamorados salieron. Acudid, pues,
pastores, a lo que os digo; veréis cómo, con la experiencia de lo que os
muestro, hago verdaderas mis palabras.
Y, en diciendo esto, volvió las espaldas y todos cuantos allí estaban la
siguieron. Viendo, pues, la pastora que la seguían, con presuroso paso se
entró por entre unos árboles que a un lado de la fuente estaban, y no
hubo andado mucho cuando, volviéndose a los que tras ella iban, les dijo:
-Veis allí, señores, la causa de mis lágrimas, porque aquel pastor que
allí parece es un hermano mío, que por aquella pastora ante quien está
hincado de hinojos, sin duda alguna él dejará la vida en manos de su
crueldad.
Volvieron todos los ojos a la parte que la pastora señalaba y vieron que
al pie de un verde sauce estaba arrimada una pastora vestida como
cazadora ninfa, con una rica aljaba que del lado le pendía y un encorvado
arco en las manos, con sus hermosos y rubios cabellos cogidos con una
verde guirnalda. El pastor estaba ante ella de rodillas, con un cordel
echado a la garganta y un cuchillo desenvainado en la derecha mano, y con
la izquierda tenía asida a la pastora de un blanco cendal que encima de
los vestidos traía. Mostraba la pastora ceño en su rostro y estar
disgustada de que el pastor allí por fuerza la detuviese. Mas cuando ella
vio que la estaban mirando, con grande ahínco procuraba desasirse de la
mano del lastimado pastor, que con abundancia de lágrimas, tiernas y
amorosas palabras, la estaba rogando que siquiera le diese lugar para
poderle significar la pena que por ella padecía. Pero la pastora,
desdeñosa y airada, se apartó de él, a tiempo que ya todos los pastores
llegaban cerca, tanto que oyeron al enamorado mozo que en tal manera a la
pastora hablaba:
-¡Oh, ingrata y desconocida Gelasia, y con cuan justo título has
alcanzado el renombre de cruel que tienes! Vuelve, endurecida, los ojos a
mirar al que por mirarte está en el extremo de dolor que imaginarse
puede. ¿Por qué huyes de quien te sigue? ¿Por qué no admites a quien te
sirve? ¿Y por qué aborreces al que te adora? ¡Oh, sin razón, enemiga mía,
dura cual levantado risco, airada cual ofendida sierpe, sorda cual muda
selva, esquiva como rústica, rústica como fiera, fiera como tigre, tigre
que en mis entrañas se ceba! ¿Será posible que mis lágrimas no te
ablanden, que mis sospiros no te apiaden y que mis servicios no te
muevan? Sí que será posible, pues así lo quiere mi corta y desdichada suerte,
y aun será también posible que tú no quieras apretar este lazo que a la
garganta tengo, ni atravesar este cuchillo por medio de este corazón que
te adora. ¡Vuelve, pastora, vuelve, y acaba la tragedia de mi miserable
vida, pues con tanta facilidad puedes añudar este cordel a mi garganta o
ensangrentar este cuchillo en mi pecho!
Estas y otras semejantes razones decía el lastimado pastor, acompañadas
de tantos sollozos y lágrimas que movía a compasión a todos cuantos le
escuchaban. Pero no por esto la cruel y desamorada pastora dejaba de
seguir su camino sin querer aun volver los ojos a mirar al pastor que por
ella en tal estado quedaba, de que no poco se admiraron todos los que su
airado desdén conocieron; y fue de manera que hasta al desamorado Lenio
le pareció mal la crueldad de la pastora. Y así, él, con el anciano
Arsindo, se adelantaron a rogarla tuviese por bien de volver a escuchar
las quejas del enamorado mozo, aunque nunca tuviese intención de
remediarlas. Mas no fue posible mudarla de su propósito; antes les rogó
que no la tuviesen por descomedida en no hacer lo que le mandaban, porque
su intención era de ser enemiga mortal del amor y de todos los
enamorados, por muchas razones que a ello la movían; y una de ellas era
haberse desde su niñez dedicado a seguir el ejercicio de la casta Diana,
añadiendo a estas tantas causas para no hacer el ruego de los pastores,
que Arsindo tuvo por bien de dejarla y volverse, lo que no hizo el
desamorado Lenio, el cual, como vio que la pastora era tan enemiga del
amor como parecía y que tan de todo en todo con la condición desamorada
suya se conformaba, determinó de saber quién era y de seguir su compañía
por algunos días; y así le declaró cómo él era el mayor enemigo que el
amor y los enamorados tenían, rogándole que, pues tanto en las opiniones
se conformaban, tuviese por bien de no enfadarse con su compañía, que no
sería mas de lo que ella quisiese.
La pastora se holgó de saber la intención de Lenio, y le concedió que con
ella viniese hasta su aldea, que dos leguas de la de Lenio era. Con esto
se despidió Lenio de Arsindo, rogándole que le disculpase con todos sus
amigos y les dijese la causa que le había movido a irse con aquella
pastora; y, sin esperar mas, él y Gelasia alargaron el paso y en poco rato
desaparecieron. Cuando Arsindo volvió a decir lo que con la pastora había
pasado, halló que todos aquellos pastores habían llegado a consolar al
enamorado pastor, y que las dos de las tres rebozadas pastoras, la una
estaba desmayada en las faldas de la hermosa Galatea y la otra abrazada
con la bella Rosaura, que asimesmo el rostro cubierto tenía. La que con
Galatea estaba era Teolinda, y la otra, su hermana Leonarda, las cuales,
así como vieron al desesperado pastor que con Gelasia hallaron, un celoso
y enamorado desmayo les cubrió el corazón, porque Leonarda creyó que el
pastor era su querido Galercio, y Teolinda tuvo por verdad que era su
enamorado Artidoro; y como las dos le vieron tan rendido y perdido por la
cruel Gelasia, llególes tan al alma el sentimiento que, sin sentido
alguno, la una en las faldas de Galatea, la otra en los brazos de
Rosaura, desmayadas cayeron. Pero de allí a poco rato, volviendo en sí
Leonarda, a Rosaura dijo:
-¡Ay, señora mía, y cómo creo que todos los pasos de mi remedio me tiene
tomados la Fortuna, pues la voluntad de Galercio está tan ajena de ser
mía, como se puede ver por las palabras que aquel pastor ha dicho a la
desamorada Gelasia! Porque te hago saber, señora, que aquel es el que ha
robado mi libertad, y aun el que ha de dar fin a mis días.
Maravillada quedó Rosaura de lo que Leonarda decía, y más lo fue cuando,
habiendo también vuelto en sí Teolinda, ella y Galatea la llamaron, y
juntándose todas con Florisa y Leonarda, Teolinda dijo cómo aquel pastor
era el de su deseado Artidoro. Pero aun no le hubo bien nombrado cuando
su hermana le respondió que se engañaba, que no era sino Galercio, su
hermano.
-¡Ay, traidora Leonarda! -respondió Teolinda-. ¿Y no te basta haberme una
vez apartado de mi bien, sino agora que le hallo quieres decir que es
tuyo? Pues desengáñate, que en esto no te pienso ser hermana, sino
declarada enemiga.
-Sin duda que te engañas, hermana -respondió Leonarda-, y no me
maravillo, que en ese mesmo error cayeron todos los de nuestra aldea,
creyendo que este pastor era Artidoro, hasta que claramente vinieron a
entender que no era sino su hermano Galercio, que tanto se parece el uno
al otro como nosotras la una a la otra, y aún si puede haber mayor
semejanza, mayor semejanza tienen.
-No lo quiero creer -respondió Teolinda-, porque, aunque nosotras nos
parecemos tanto, no tan fácilmente se hallan estos milagros en
Naturaleza; y así te hago saber que, en tanto que la experiencia no me
haga más cierta de la verdad que tus palabras me hacen, yo no pienso
dejar de creer que aquel pastor que allí veo es Artidoro; y si alguna
cosa me lo pudiera poner en duda, es no pensar que de la condición y
firmeza que yo de Artidoro tengo conocida se puede esperar o temer que
tan presto haya hecho mudanza y me olvide.
-Sosegaos, pastoras -dijo entonces Rosaura-, que yo os sacaré presto de
la duda en que estáis.
Y, dejándolas a ellas, se fue adonde el pastor estaba dando a aquellos
pastores cuenta de la extraña condición de Gelasia y de las infinitas
sinrazones que con él usaba. A su lado tenía el pastor la hermosa
pastorcilla que decía que era su hermano, a la cual llamó Rosaura; y,
apartándose con ella a un cabo, la importunó y rogó le dijese cómo se
llamaba su hermano, y si tenía otro alguno que le pareciese, a lo cual la
pastora respondió que se llamaba Galercio y que tenía otro llamado
Artidoro, que le parecía tanto que apenas se diferenciaban si no era por
alguna señal de los vestidos o por el órgano de la voz, que en algo
difería. Preguntóle también qué se había hecho Artidoro. Respondióle la
pastora que andaba en unos montes algo de allí apartados, repastando
parte del ganado de Grisaldo con otro rebaño de cabras suyas, y que nunca
había querido entrar en el aldea ni tener conversación con hombre alguno
después que de las riberas de Henares había venido; y con estas le dijo
otras particularidades, tales que Rosaura quedó satisfecha de que aquel
pastor no era Artidoro, sino Galercio, como Leonarda había dicho y
aquella pastora decía, de la cual supo el nombre, que se llamaba Maurisa;
y, trayéndola consigo adonde Galatea y las otras pastoras estaban, otra
vez, en presencia de Teolinda y Leonarda, contó todo lo que de Artidoro y
Galercio sabía, con lo que quedó Teolinda sosegada y Leonarda descontenta,
viendo cuán descuidadas estaban las mientes de Galercio de pensar en
cosas suyas. En las pláticas que las pastoras tenían, acertó que Leonarda
llamó por su nombre a la encubierta Rosaura, y, oyéndolo Maurisa, dijo:
-Si yo no me engaño, señora, por vuestra causa ha sido aquí mi venida y
la de mi hermano.
-¿En qué manera? -dijo Rosaura.
-Yo os lo diré, si me dais licencia de que a solas os lo diga -respondió
la pastora.
-De buena gana -replicó Rosaura.
Y, apartándose con ella, la pastora le dijo:
-Sin duda alguna, hermosa señora, que a vos y a la pastora Galatea mi
hermano y yo con un recado de nuestro amo Grisaldo venimos.
-Así debe ser -respondió Rosaura.
Y, llamando a Galatea, entrambas escucharon lo que Maurisa de Grisaldo
decía, que fue a avisarles cómo de allí a dos días vendría con dos amigos
suyos a llevarla en casa de su tía, adonde en secreto celebrarían sus
bodas; y juntamente con esto dio de parte de Grisaldo a Galatea unas
ricas joyas de oro, como en agradecimiento de la voluntad que de hospedar
a Rosaura había mostrado. Rosaura y Galatea agradecieron a Maurisa el
buen aviso, y, en pago de él, la discreta Galatea quería partir con ella
el presente que Grisaldo le había enviado, pero nunca Maurisa quiso
recebirlo. Allí de nuevo se tomó a informar Galatea de la semejanza
extraña que entre Galercio y Artidoro había.
Todo el tiempo que Galatea y Rosaura gastaban en hablar a Maurisa le
entretenían Teolinda y Leonarda en mirar a Galercio, porque, cebados los
ojos de Teolinda en el rostro de Galercio, que tanto al de Artidoro
semejaba, no podían apartarlos de mirar; y como los de la enamorada
Leonarda sabían lo que miraban, también le era imposible a otra parte
volverlos. A esta sazón ya los pastores habían consolado a Galercio,
aunque, para el mal que él padecía, cualesquier consejos y consuelos
tenía por vanos y excusados, todo lo cual redundaba en daño de Leonarda.
Rosaura y Galatea, viendo que los pastores hacia ellas se venían,
despidieron a Maurisa diciéndole que dijese a Grisaldo cómo Rosaura
estaría en casa de Galatea. Maurisa se despidió de ellas, y, llamando a
su hermano en secreto, le contó lo que con Rosaura a Galatea pasado
había, y así con buen comedimiento se despidió de ellas y de los
pastores, y con su hermana dio la vuelta a su aldea. Pero las enamoradas
hermanas Teolinda y Leonarda, que vieron que en irse Galercio se les iba
la luz de sus ojos y la vida de su vida, entrambas a dos se llegaron a
Galatea y a Rosaura y les rogaron les diesen licencia para seguir a
Galercio, dando por excusa Teolinda que Galercio le diría adónde Artidoro
estaba, y Leonarda que podría ser que la voluntad de Galercio se trocase,
viendo a obligación en que la estaba. Las pastoras se la concedieron con la
condición que antes Galatea a Teolinda había pedido, que era que de todo
su bien o su mal la avisase. Tomóselo a prometer Teolinda de nuevo, y de
nuevo despidiéndose siguió el camino que Galercio y Maurisa llevaban. Lo
mesmo hicieron luego, aunque por diferente parte, Timbrio, Tirsi, Damón,
Orompo, Crisio, Marsilio y Orfenio, que a la ermita de Silerio con las
hermosas hermanas Nísida y Blanca se encaminaron, habiendo primero ellos
y ellas despedídose del venerable Aurelio y de Galatea, Rosaura y Florisa,
y asimesmo de Elicio y Erastro, que no quisieron dejar de volver con
Galatea, ofreciéndose Aurelio que, en llegando a su aldea, iría luego con
Elicio y Erastro a buscarlos a la ermita de Silerio y llevaría algo con
que satisfacer la incomodidad que para agasajar tales huéspedes Silerio
tendría.
Con este prosupuesto, unos por una y otros por otra parte se apartaron, y
echando al despedirse menos al anciano Arsindo, miraron por él y vieron
que, sin despedirse de ninguno, iba ya lejos por el mesmo camino que
Galercio y Maurisa y las rebozadas pastoras llevaban, de que se
maravillaron. Y viendo que ya el sol apresuraba su carrera para entrarse
por las puertas de occidente, no quisieron detenerse allí más, por llegar
al aldea antes que las sombras de la noche.
Viéndose, pues, Elicio y Erastro ante la señora de sus pensamientos, por
mostrar en algo lo que encubrir no podían y por aligerar el cansancio del
camino, y aun por cumplir el mandado de Florisa (que les mandó que, en
tanto que a la aldea llegaban, algo cantasen al son de la zampoña de
Florisa) de esta manera comenzó a cantar Elicio y a responderle Erastro:
|
|
|
|
ELICIO
|
|
El que quisiere ver
la hermosura
|
|
|
mayor que tuvo o tiene o terná
el suelo;
|
|
|
el fuego y el crisol donde se
apura
|
|
|
la blanca castidad, el limpio
celo;
|
|
|
todo lo que el valor sea y
cordura,
|
5
|
|
y cifrado en la tierra un nuevo
cielo,
|
|
|
juntas en uno alteza y cortesía,
|
|
|
venga a mirar a la pastora mía.
|
|
|
|
ERASTRO
|
|
Venga a mirar a la
pastora mía
|
|
|
quien quisiere contar de gente
en gente
|
10
|
|
que vio otro sol que daba luz al
día,
|
|
|
más claro que el que sale del
oriente.
|
|
|
Podrá decir cómo su fuego enfría
|
|
|
y abrasa al alma que tocar se
siente
|
|
|
del vivo rayo de sus ojos
bellos,
|
15
|
|
y que no hay más que ver después
de vellos.
|
|
|
|
ELICIO
|
|
Y que no hay más
que ver después de vellos,
|
|
|
sábenlo bien estos cansados
ojos,
|
|
|
ojos que, por mi mal, fueron tan
bellos,
|
|
|
ocasión principal de mis enojos.
|
20
|
|
Vilos y vi que se abrasaba en
ellos
|
|
|
mi alma, y que entregaba los
despojos
|
|
|
de todas sus potencias a su
llama,
|
|
|
que me abrasa y me hiela, arroja
y llama.
|
|
|
|
ERASTRO
|
|
Que me abrasa y
me hiela, arroja y llama
|
25
|
|
esta dulce enemiga de mi gloria,
|
|
|
de cuyo ilustre ser puede la
fama
|
|
|
hacer extraña y verdadera
historia.
|
|
|
Sólo sus ojos, do el amor
derrama
|
|
|
toda su gracia y fuerza más
notoria,
|
30
|
|
darán materia que levante al
cielo
|
|
|
la pluma del más bajo humilde
vuelo.
|
|
|
|
ELICIO
|
|
La pluma del más
bajo humilde vuelo,
|
|
|
si quiere levantarse hasta la
esfera,
|
|
|
cante la cortesía y justo celo
|
35
|
|
de esta fénix sin par, sola y
primera,
|
|
|
gloria de nuestra edad, honra
del suelo,
|
|
|
valor del claro Tajo y su
ribera,
|
|
|
cordura sin igual, rara belleza
|
|
|
donde más se extremó Naturaleza.
|
40
|
|
|
ERASTRO
|
|
Donde más se
extremó Naturaleza,
|
|
|
donde ha igualado al pensamiento
el arte,
|
|
|
donde juntó el valor y gentileza
|
|
|
que en diversos sujetos se
reparte;
|
|
|
y adonde la humildad con la
grandeza
|
45
|
|
ocupan solas una mesma parte,
|
|
|
y adonde tiene amor su albergue
y nido,
|
|
|
la bella ingrata mi enemiga ha
sido.
|
|
|
|
ELICIO
|
|
La bella ingrata
mi enemiga ha sido
|
|
|
quien quiso, pudo y supo en un
momento
|
50
|
|
tenerme de un sotil cabello
asido
|
|
|
el
libre, vagaroso pensamiento.
|
|
|
Y aunque al estrecho lazo estoy
rendido,
|
|
|
tal gusto y gloria en las
prisiones siento,
|
|
|
que extiendo el pie y el cuello
a las cadenas,
|
55
|
|
llamando dulces tan amargas
penas.
|
|
|
|
ERASTRO
|
|
Llamando dulces
tan amargas penas
|
|
|
paso la corta, fatigada vida,
|
|
|
del alma triste sustentada
apenas,
|
|
|
y aun apenas del cuerpo
sostenida.
|
60
|
|
Ofrecióle Fortuna a manos llenas
|
|
|
a mi breve esperanza fe
cumplida.
|
|
|
¿Qué gusto, pues, qué gloria o
bien se ofrece,
|
|
|
do mengua la esperanza y la fe
crece?
|
|
|
|
ELICIO
|
|
Do mengua la esperanza
y la fe crece
|
65
|
|
se descubre y parece el alto
intento
|
|
|
del
firme pensamiento enamorado,
|
|
|
que, sólo confiado en amor puro,
|
|
|
vive cierto y seguro de una paga
|
|
|
que al alma satisfaga
limpiamente.
|
70
|
|
|
ERASTRO
|
|
El mísero doliente
a quien sujeta
|
|
|
la enfermedad y aprieta, se contenta,
|
|
|
cuando más le atormenta el
dolor fiero,
|
|
|
con cualquiera ligero, breve
alivio;
|
|
|
mas, cuando ya más tibio el
daño toca,
|
75
|
|
a la salud invoca y busca
entera.
|
|
|
Así de esta manera el
tierno pecho
|
|
|
del amador, deshecho en
llanto triste,
|
|
|
dice que el bien consiste de
su pena
|
|
|
en que la luz serena de
los ojos,
|
80
|
|
a quien dio los despojos
de su vida,
|
|
|
le mire con fingida o
cierta muestra;
|
|
|
mas luego Amor le adiestra y
le desmanda,
|
|
|
y más cosas demanda que primero.
|
|
|
|
ELICIO
|
|
Ya traspone el
otero el sol hermoso,
|
85
|
|
Erastro, y a reposo nos convida
|
|
|
la noche denegrida que
se acerca.
|
|
|
|
ERASTRO
|
|
Y el aldea está cerca
y yo, cansado.
|
|
|
|
ELICIO
|
|
Pongamos, pues,
silencio al canto usado.
|
|
Quinto libro
Bien
tomaran por partido los que escuchando a Elicio y a Erastro iban que más el
camino se alargara, por gustar más del agradable canto de los enamorados
pastores. Pero el cerrar de la noche y el llegar a la aldea hizo que de él
cesasen y que Aurelio, Galatea, Rosaura y Florisa en su casa se recogiesen.
Elicio y Erastro hicieron lo mesmo en las suyas, con intención de irse
luego adonde Tirsi y Damón y los demás pastores estaban, que así quedó
concertado entre ellos y el padre de Galatea. Sólo esperaban a que la
blanca luna desterrase la escuridad de la noche; y así como ella mostró su
hermoso rostro, ellos se fueron a buscar a Aurelio y todos juntos la vuelta
de la ermita se encaminaron, donde les sucedió lo que se verá en el
siguiente libro.
FIN DEL CUARTO LIBRO
Quinto libro de Galatea
Era
tanto el deseo que el enamorado Timbrio y las dos hermosas hermanas Nísida
y Blanca llevaban de llegar a la ermita de Silerio, que la ligereza de los
pasos, aunque era mucha, no era posible que a la de la voluntad llegase; y,
por conocer esto, no quisieron Tirsi y Damón importunar a Timbrio cumpliese
la palabra que había dado de contarles en el camino todo lo por él sucedido
después que se apartó de Silerio. Pero todavía, llevados del deseo que
tenían de saberlo, se lo iban ya a preguntar, si en aquel punto no hiriera
en los oídos de todos una voz de un pastor que, un poco apartado del
camino, entre unos verdes árboles cantando estaba, que luego, en el son no
muy concertado de la voz, y en lo que cantaba, fue de los más que allí
venían conocido, principalmente de su amigo Damón, porque era el pastor
Lauso el que, al son de un pequeño rabel, unos versos decía; y por ser el
pastor tan conocido y saber ya todos la mudanza que de su libre voluntad
había hecho, de común parecer recogieron el paso y se pararon a escuchar lo
que Lauso cantaba, que era esto:
|
|
|
LAUSO
|
|
¿Quién mi libre pensamiento
|
|
|
me le vino a sujetar?
|
|
|
¿Quién pudo en flaco cimiento
|
|
|
sin
ventura fabricar
|
|
|
tan altas torres de viento?
|
5
|
|
¿Quién
rindió mi libertad
|
|
|
estando
en seguridad
|
|
|
de
mi vida satisfecho?
|
|
|
¿Quién abrió y rompió mi pecho,
|
|
|
y
robó mi voluntad?
|
10
|
|
|
|
|
¿Dónde está la fantasía
|
|
|
de
mi esquiva condición?
|
|
|
¿Dó el alma que ya fue mía,
|
|
|
y
dónde mi corazón,
|
|
|
que no está donde solía?
|
15
|
|
Mas yo todo ¿dónde estoy,
|
|
|
dónde vengo o adónde voy?
|
|
|
A dicha, ¿sé yo de mí?
|
|
|
¿Soy, por ventura, el que fui
|
|
|
o nunca he sido el que soy?
|
20
|
|
|
|
|
Estrecha cuenta me pido,
|
|
|
sin
poder averigualla,
|
|
|
pues a tal punto he venido,
|
|
|
que, aquello que en mí se halla,
|
|
|
es sobra de lo que he sido.
|
25
|
|
No me entiendo de entenderme,
|
|
|
ni me valgo por valerme,
|
|
|
y, en tan ciega confusión,
|
|
|
cierta
está mi perdición,
|
|
|
y no pienso de perderme.
|
30
|
|
|
|
|
La fuerza de mi
cuidado,
|
|
|
y el amor que lo consiente
|
|
|
me tienen en tal estado,
|
|
|
que adoro el tiempo presente,
|
|
|
y lloro por el pasado.
|
35
|
|
Veome
en este, morir,
|
|
|
y en el pasado, vivir;
|
|
|
y en este, adoro mi muerte,
|
|
|
y en el pasado, la suerte,
|
|
|
que ya no puede venir.
|
40
|
|
|
|
|
En tan extraña agonía,
|
|
|
el
sentido tengo ciego,
|
|
|
pues viendo que amor porfía
|
|
|
y que estoy dentro del fuego,
|
|
|
aborrezco
el agua fría,
|
45
|
|
que si no es la de mis ojos,
|
|
|
(que el fuego aumenta, y
despojos)
|
|
|
en
esta amorosa fragua,
|
|
|
no quiero ni busco otro agua,
|
|
|
ni otro alivio a mis enojos.
|
50
|
|
|
|
|
Todo mi bien comenzara,
|
|
|
todo
mi mal feneciera,
|
|
|
si
mi ventura ordenara
|
|
|
que de ser mi fe sincera
|
|
|
Silena.
se asegurara.
|
55
|
|
Sospiros,
aseguralda;
|
|
|
ojos
míos, enteralda,
|
|
|
llorando
en esta verdad;
|
|
|
pluma,
lengua, voluntad,
|
|
|
en
tal razón confirmalda.
|
60
|
No pudo ni quiso el presuroso Timbrio aguardar a que más adelante el pastor
Lauso con su canto pasase, porque, rogando a los pastores que el camino de
la ermita le enseñasen, si ellos quedarse querían, hizo muestras de
adelantarse; y así todos le siguieron y pasaron tan cerca de donde el
enamorado Lauso estaba, que no pudo dejar de sentirlo y de salirles al
encuentro, como lo hizo; con cuya compañía todos se holgaron, especialmente
Damón, su verdadero amigo, con el cual se acompañó todo el camino que desde
allí a la ermita había, razonando en diversos y vanos acaecimientos que a
los dos habían sucedido después que dejaron de verse, que fue desde en
tiempo que el valeroso y nombrado pastor Astraliano había dejado los
cisalpinos pastos por ir a reducir aquellos que del famoso hermano y de la
verdadera religión se habían rebelado; y al cabo vinieron a reducir su
razonamiento a tratar de los amores de Lauso, preguntándole ahincadamente
Damón que le dijese quien era la pastora que con tanta facilidad la libre
voluntad le había rendido. Y cuando esto no pudo saber de Lauso, le rogó
que, a lo menos, le dijese en qué estado se hallaba, si era de temor o de
esperanza, si le fatigaba ingratitud o si le atormentaban celos. A todo lo
cual le satisfizo bien Lauso contándole algunas cosas que con su pastora le
habían sucedido; y, entre otras, le dijo cómo hallándose un día celoso y desfavorecido,
había llegado a términos de desesperarse o de dar alguna muestra que en
daño de su persona y en el del crédito y honra de su pastora redundase,
pero que todo se remedió con haberla él hablado, y haberle ella asegurado
ser falsa la sospecha que tenía, confirmando todo esto con darle un anillo
de su mano, que fue parte para volver a mejor discurso su entendimiento y
para solemnizar aquel favor con un soneto que, de algunos que le vieron,
fue por bueno estimado. Pidió entonces Damón a Lauso que le dijese, y así,
sin poder excusarse, le hubo de decir, que era este:
|
|
|
LAUSO
|
|
¡Rica y dichosa
prenda que adornaste
|
|
|
el precioso marfil, la nieve
pura!
|
|
|
¡Prenda que de la muerte y
sombra escura
|
|
|
a nueva luz y vida me tornaste!
|
|
|
|
|
|
El claro cielo de
tu bien trocaste
|
5
|
|
con el infierno de mi
desventura,
|
|
|
porque viviese en dulce paz
segura
|
|
|
a esperanza que en mí
resucitaste.
|
|
|
|
|
|
Sabes cuánto me
cuestas, dulce prenda:
|
|
|
el alma; y aún no quedo
satisfecho,
|
10
|
|
pues menos doy de aquello que
recibo.
|
|
|
|
|
|
Mas porque el mundo
tu valor entienda,
|
|
|
sé tú mi alma, enciérrate en mi
pecho:
|
|
|
verán cómo por ti sin alma vivo.
|
|
Dijo Lauso el soneto, y Damón le tomó a rogar que, si otra alguna cosa a su
pastora había escrito, se la dijese, pues sabía de cuánto gusto le eran a
él oír sus versos. A esto respondió Lauso:
-Eso será, Damón, por haberme sido tú maestro en ellos, y el deseo que
tienes de ver lo que en mí aprovechaste te hace desear oírlos; pero, sea lo
que fuere, que ninguna cosa de las que yo pudiere te ha de ser negada. Y
así te digo que, en estos mesmos días, cuando andaba celoso y mal seguro,
envié estos versos a mi pastora:
|
|
LAUSO A SILENA
|
|
|
|
En tan notoria simpleza,
|
|
nacida
de intento sano,
|
|
el amor rige la mano,
|
|
y la intención, tu belleza.
|
|
El amor y tu hermosura,
|
5
|
|
|
|
|
|
Silena,
en esta ocasión,
|
|
juzgarán
a discreción
|
|
lo que tendrás tú a locura.
|
|
|
|
El me fuerza y ella
mueve
|
|
a que te adore y escriba;
|
10
|
|
|
|
|
|
y como en los dos estriba
|
|
mi fe, la mano se atreve.
|
|
Y aunque en esta grave culpa
|
|
me
amenaza tu rigor,
|
|
mi fe, tu hermosura, amor,
|
15
|
|
|
|
|
|
darán
del yerro disculpa.
|
|
|
|
Pues con un arrimo
tal,
|
|
puesto que culpa me den,
|
|
bien podré decir el bien
|
|
que ha nacido de mi mal.
|
20
|
|
|
|
|
|
El cual bien, según yo siento,
|
|
no es otra cosa, Silena,
|
|
sino que tenga en la pena
|
|
un
extraño sufrimiento.
|
|
|
|
|
|
|
|
|
Y no lo encarezco
poco
|
25
|
|
|
|
|
|
este bien de ser sufrido,
|
|
que, si no lo hubiera sido,
|
|
ya el mal me tuviera loco.
|
|
Mas, mis sentidos de acuerdo
|
|
todos, han dado en decir
|
30
|
|
|
|
|
|
que, ya que haya de morir,
|
|
que muera sufrido y cuerdo.
|
|
|
|
Pero, bien considerado,
|
|
mal
podrá tener paciencia,
|
|
en
la amorosa dolencia
|
35
|
|
|
|
|
|
un
celoso y desamado.
|
|
Que, en el mal de mis enojos,
|
|
todo
mi bien desconcierta
|
|
tener
la esperanza muerta
|
|
y el enemigo, a los ojos.
|
40
|
|
|
|
|
|
|
|
Goces, pastora, mil años
|
|
el bien de tu pensamiento,
|
|
que yo no quiero contento
|
|
granjeado
con tus daños.
|
|
Sigue
tu gusto, señora,
|
45
|
|
|
|
|
|
pues te parece tan bueno,
|
|
que yo por el bien ajeno
|
|
no
pienso llorar agora.
|
|
|
|
Porque fuera liviandad
|
|
entregar mi alma al alma
|
50
|
|
|
|
|
|
que tiene por gloria y palma
|
|
el
no tener libertad.
|
|
Mas, ay, que Fortuna quiere,
|
|
y el amor que viene en ello,
|
|
que no pueda huir el cuello
|
55
|
|
|
|
|
|
el cuchillo que me hiere.
|
|
|
|
Conozco claro que voy
|
|
tras quien ha de condenarme,
|
|
y,
cuando pienso apartarme,
|
|
más quedo y más firme estoy.
|
60
|
|
|
|
|
|
¿Qué lazos, qué redes tienen,
|
|
Silena,
tus ojos bellos,
|
|
que cuanto más huigo de ellos,
|
|
más me enlazan y detienen?
|
|
|
|
|
|
|
|
|
¡Ay, ojos, de quien
recelo
|
65
|
|
|
|
|
|
que, si soy de vos mirado,
|
|
es por crecerme el cuidado
|
|
y por menguarme el consuelo!
|
|
Ser
vuestras vistas fingidas
|
|
conmigo
es pura verdad
|
70
|
|
|
|
|
|
pues
pagan mi voluntad
|
|
con
prendas aborrecidas.
|
|
|
|
¡Qué recelos, qué temores
|
|
persiguen
mi pensamiento,
|
|
y qué de contrarios siento
|
75
|
|
|
|
|
|
en
mis secretos amores!
|
|
Déjame,
aguda memoria;
|
|
olvídate,
no te acuerdes
|
|
del bien ajeno, pues pierdes
|
|
en ello tu propia gloria.
|
80
|
|
|
|
|
|
|
|
Con tantas firmas afirmas
|
|
el amor que está en tu pecho,
|
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Silena, que, a mi despecho,
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siempre
mis males confirmas.
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¡Oh,
pérfido amor cruel!
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85
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¿Cuál ley tuya me condena
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que dé yo el alma a Silena
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y que me niegue un papel?
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No más, Silena, que
toco
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en puntos de tal porfía,
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90
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que el menor de ellos podría
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dejarme sin vida o loco.
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No pase de aquí mi pluma,
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pues tú la haces sentir
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que
no puede reducir
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95
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tanto mal a breve suma.
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En lo que se detuvo Lauso en decir estos versos y en alabar a singular
hermosura, discreción, donaire, honestidad y valor de su pastora, a él y a
Damón se les aligeró la pesadumbre del camino y se les pasó el tiempo sin
ser sentido, hasta que llegaron junto de la ermita de Silerio, en la cual
no querían entrar Timbrio, Nísida y Blanca por no sobresaltarle con su no
pensada venida. Mas la suerte lo ordenó de otra manera, porque, habiéndose
adelantado Tirsi y Damón a ver lo que Silerio hacía, hallaron la ermita
abierta y sin ninguna persona dentro; y estando confusos, sin saber dónde
podría estar Silerio a tales horas, llegó a sus oídos el son de su arpa,
por do entendieron que él no debía estar lejos; y, saliendo a buscarle,
guiados por el sonido de la arpa, con el resplandor claro de la luna vieron
que estaba sentado en el tronco de un olivo, solo y sin otra compañía que
la de su arpa, la cual tan dulcemente tocaba, que, por gozar de tan suave
armonía, no quisieron los pastores llegar luego a hablarle, y más cuando
oyeron que con extremada voz estos versos comenzó a cantar:
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SILERIO
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Ligeras horas del
ligero tiempo,
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para mí perezosas y cansadas:
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si no estáis en mi daño
conjuradas,
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parézcaos ya que es de acabarme
tiempo.
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Si agora me
acabáis, haréislo a tiempo
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5
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que están mis desventuras más
colmadas;
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mirad que menguarán si sois
pesadas,
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que el mal se acaba si da tiempo
al tiempo.
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No os pido que
vengáis dulces, sabrosas,
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pues no hallaréis camino, senda
o paso
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10
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de reducirme al ser que ya he
perdido.
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¡Horas a cualquier
otro venturosas!
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¡Aquella dulce del mortal
traspaso,
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|
aquella de mi muerte sola os
pido!
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Después que los pastores escucharon lo que Silerio cantado había, sin que
él los viese, se volvieron a encontrar los demás que allí venían, con
intención que Timbrio hiciese lo que agora oiréis, que fue que, habiéndole
dicho de la manera que habían hallado a Silerio y en el lugar do quedaba,
le rogó Tirsi que, sin que ninguno de ellos se le diese a conocer, se
fuesen llegando poco a poco hacia él, ora les viese o no, porque, aunque la
noche hacía clara, no por eso sería alguno conocido, y que hiciese asimesmo
que Nísida o él cantasen; y todo esto hacía por entretener el gusto que de
su venida había de recibir Silerio. Contentóse Timbrio de ello y,
diciéndoselo a Nísida, vino en su mesmo parecer. Y así, cuando a Tirsi le
pareció que estaban ya tan cerca que de Silerio podían ser oídos, hizo a la
bella Nísida que comenzase, la cual, al son del rabel del celoso Orfenio,
de esta manera comenzó a cantar:
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NISIDA
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Aunque es el bien
que poseo
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tal que al alma satisface,
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|
le turba en parte y deshace
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otro bien que vi y no veo.
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Que Amor y Fortuna escasa,
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5
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|
enemigos
de mi vida,
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|
me dan el bien por medida,
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y el mal, sin término o tasa.
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|
|
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En el amoroso estado,
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|
|
aunque
sobre el merecer,
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10
|
|
tan sólo viene el placer
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cuanto
el mal, acompañado.
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Andan
los males unidos,
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sin
un momento apartarse;
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|
|
los
bienes, por acabarse,
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15
|
|
en
mil partes divididos.
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|
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Lo que cuesta, si
se alcanza,
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|
del
amor algún contento,
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|
declárelo
el sufrimiento,
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el amor y la esperanza.
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20
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Mil penas cuesta una gloria;
|
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un
contento, mil enojos:
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|
sábenlo
bien estos ojos
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|
y
mi cansada memoria.
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|
La cual se acuerda
contino
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25
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de
quien pudo mejoralla,
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|
y para hallarle no halla
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|
|
alguna
senda o camino.
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|
¡Ay, dulce amigo de aquel
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que te tuvo por tan suyo,
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30
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cuanto él se tuvo por tuyo
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y cuanto yo lo soy de él!
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|
|
|
Mejora con tu presencia
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|
nuestra
no pensada dicha,
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|
y no la vuelva en desdicha
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35
|
|
tu tan larga, esquiva ausencia.
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|
A duro mal me provoca
|
|
|
la memoria, que me acuerda
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|
|
que fuiste loco y yo cuerda,
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y eres cuerdo y yo estoy loca.
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40
|
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|
Aquel que, por
buena suerte,
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|
tú
mesmo quisiste darme,
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|
no ganó tanto en ganarme,
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|
|
cuanto ha perdido en perderte.
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|
Mitad de su alma fuiste,
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45
|
|
y medio por quien la mía
|
|
|
pudo
alcanzar la alegría
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|
|
que tu ausencia tiene triste.
|
|
Si la extremada gracia con que la hermosa Nísida cantaba causó admiración a
los que con ella iban, ¿qué causaría en el pecho de Silerio, que, sin
faltar punto, notó y escuchó todas las circunstancias de su canto? Y como
tenía tan en el alma la voz de Nísida, apenas llegó a sus oídos el acento
suyo, cuando él se comenzó a alborotar y a suspender y enajenar de sí
mesmo, elevado en lo que escuchaba; y aunque verdaderamente le pareció que
era la voz de Nísida aquella, tenía tan perdida la esperanza de verla (y más
en semejante lugar) que en ninguna manera podía asegurar su sospecha. De
esta suerte llegaron todos donde él estaba y, en saludándole, Tirsi le
dijo:
-Tan aficionados nos dejaste, amigo Silerio, de la condición y conversación
tuya, que, atraídos Damón y yo de la experiencia, y toda esta compañía de
la fama de ella, dejando el camino que llevábamos, te hemos venido a buscar
a tu ermita, donde, no hallándote, como no te hallamos, quedara sin
cumplirse nuestro deseo, si el son de tu arpa y el de tu estimado canto
aquí no nos hubiera encaminado.
-Harto mejor fuera, señores -respondió Silerio-, que no me hallárades, pues
en mí no hallaréis sino ocasiones que a tristeza os mueva, pues la que yo
padezco en el alma tiene cuidado el tiempo cada día renovarla, no sólo con
la memoria del bien pasado, sino con las sombras del presente, que al fin
lo serán, pues de mi ventura no se puede esperar otra cosa que bienes
fingidos y temores ciertos.
Lástima pusieron las razones de Silerio en todos los que le conocían,
principalmente en Timbrio, Nísida y Blanca, que tanto le amaban; y luego
quisieran dársele a conocer, si no fuera por no salir de lo que Tirsi les
había rogado, el cual hizo que todos sobre la verde hierba se sentasen, y
de manera que los rayos de la clara luna hiriesen de espaldas los rostros
de Nísida y Blanca, porque Silerio no los conociese. Estando, pues, de esta
suerte, y después que Damón a Silerio había dicho algunas palabras de
consuelo, porque el tiempo no se pasase todo en tratar en cosas de
tristeza, y por dar principio a que la de Silerio feneciese, le rogó que su
arpa tocase, al son de la cual el mesmo Damón cantó este soneto:
|
|
|
DAMON
|
|
Si el áspero furor
del mar airado
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|
|
por largo tiempo en su rigor
durase,
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mal e podría hallar quien
entregase
|
|
|
su flaca nave al piélago
alterado.
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|
|
|
No permanece
siempre en un estado
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5
|
|
el bien ni el mal, que el uno y
otro vase;
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|
|
porque si huyese el bien y el
mal quedase,
|
|
|
ya sería el mundo a confusión
tornado.
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|
|
|
La noche al día, y
el calor al frío,
|
|
|
la flor al fruto van en
seguimiento,
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10
|
|
formando de contrarios igual
tela.
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|
La sujeción se
cambia en señorío,
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|
|
en placer el pesar, la gloria en
viento,
|
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|
chè per tal variar natura è
bella.
|
|
Acabó Damón de cantar, y luego hizo de señas a
Timbrio que lo mesmo hiciese, el cual, al propio son de la arpa de Silerio,
dio principio a un soneto que en el tiempo del hervor de sus amores había
hecho, el cual de Silerio era tan sabido como del mesmo Timbrio:
|
|
|
TIMBRIO
|
|
Tan bien fundada
tengo la esperanza,
|
|
que, aunque más sople riguroso
viento,
|
|
no podrá desdecir de su
cimiento:
|
|
tal fe, tal suerte y tal valor
alcanza.
|
No pudo acabar Timbrio el comenzado soneto, porque el oír Silerio su voz y
el conocerle todo fue uno, y, sin ser parte a otra cosa, se levantó de do
sentado estaba y se fue a abrazar del cuello de Timbrio, con muestras de
tan extraño contento y sobresalto que, sin hablar palabra, se transpuso y
estuvo un rato sin acuerdo, con tanto dolor de los presentes, temerosos de
algún mal suceso, que ya condenaban por mala el astucia de Tirsi, pero
quien más extremos de dolor hacía era la hermosa Blanca, como aquella que
tiernamente le amaba. Acudió luego Nísida, y su hermana, a remediar el
desmayo de Silerio, el cual, a cabo de poco espacio, volvió en sí diciendo:
-¡Oh, poderoso Cielo! ¿Y es posible que el que tengo presente es mi
verdadero amigo Timbrio? ¿Es Timbrio el que oigo? ¿Es Timbrio el que veo?
Sí es, si no me burla mi ventura y mis ojos no me engañan.
-Ni tu ventura te burla, ni tus ojos te engañan, dulce amigo mío -respondió
Timbrio-, que yo soy el que sin ti no era, y el que no lo fuera jamás si el
Cielo no permitiera que te hallara. Cesen ya tus lágrimas, Silerio amigo,
si por mí las has derramado, pues ya me tienes presente, que yo atajaré las
mías, pues te tengo delante, llamándome el más dichoso de cuantos viven en
el mundo, pues mis desventuras y adversidades han traído tal descuento, que
goza mi alma de la posesión de Nísida, y mis ojos de tu presencia.
Por estas palabras de Timbrio entendió Silerio que la que cantado había y
la que allí estaba era Nísida, pero certificóse más en ello cuando ella
mesma le dijo:
-¿Qué es esto, Silerio mío? ¿Qué soledad y qué hábito es este, que tantas
muestras dan de tu descontento? ¿Qué falsas sospechas o que engaños te han
conducido a tal extremo, para que Timbrio y yo le tuviésemos de dolor toda
la vida, ausentes de ti, que nos la diste?
-Engaños fueron, hermosa Nisída -respondió Sileno-, mas, por haber traído
tales desengaños, serán celebrados de mi memoria el tiempo que ella me
durare.
Lo más de este tiempo tenía Blanca asida una mano de Silerio, mirándole
atentamente al rostro, derramando algunas lágrimas que de la alegría y
lástima de su corazón daban manifiesto indicio. Largo sería de contar las
palabras de amor y contento que entre Silerio, Timbrio, Nísida y Blanca
pasaron, que fueron tan tiernas y tales que todos los pastores que las
escuchaban tenían los ojos bañados en lágrimas de alegría. Contó luego
Silerio brevemente la ocasión que le había movido a retirarse en aquella
ermita, con pensamiento de acabar en ella la vida, pues de la de ellos no
había podido saber nueva alguna, y todo lo que dijo fue ocasión de avivar
más en el pecho de Timbrio el amor y amistad que a Silerio tenía, y en el
de Blanca, la lástima de su miseria. Y así como acabó de contar Silerio lo
que después que partió de Nápoles le había sucedido, rogó a Timbrio que lo
mesmo hiciese, porque en extremo lo deseaba, y que no se recelase de los
pastores que estaban presentes, que todos ellos, o los más, sabían ya su
mucha amistad y parte de sus sucesos. Holgóse Timbrio de hacer lo que
Silerio pedía, y más se holgaron los pastores, que asimesmo lo deseaban,
que ya porque Tirsi se lo había contado, todos sabían los amores de Timbrio
y Nísida, y todo aquello que el mesmo Tirsi de Silerio había oído.
Sentados, pues, todos, como ya he dicho, en la verde hierba, con
maravillosa atención estaban esperando lo que Timbrio diría, el cual dijo:
-Después que la Fortuna me fue tan favorable y tan adversa que me dejó
vencer a mi enemigo y me venció con el sobresalto de la falsa nueva de la
muerte de Nísida, con el dolor que pensar se puede, en aquel mesmo instante
me partí para Nápoles, y confirmándose allí el desdichado suceso de Nísida,
por no ver las casas de su padre, donde yo la había visto y porque las
calles, ventanas y otras partes donde yo la solía ver no me renovasen
continuamente la memoria de mi bien pasado, sin saber qué camino tomase y
sin tener algún discurso mi albedrío, salí de la ciudad, y a cabo de dos
días llegué a la fuerte Gaeta, donde hallé una nave que ya quería desplegar
las velas al viento para partirse a España. Embarquéme en ella no más de
por huir la odiosa tierra donde dejaba mi cielo; mas apenas los diligentes
marineros zarparon los ferros y descogieron las velas, y al mar algún tanto
se alargaron, cuando se levantó una no pensada y súbita borrasca, y una
ráfiga de viento imbistió las velas del navío con tanta furia que rompió el
árbol del trinquete, y la vela mesana abrió de arriba abajo. Acudieron
luego los prestos marineros al remedio, y, con dificultad grandísima,
amainaron todas las velas, porque la borrasca crecía y la mar comenzaba a
alterarse, y el cielo daba señales de durable y espantosa fortuna. No fue
volver al puerto posible, porque era maestral el viento que soplaba, y con
tan grande violencia, que fue forzoso poner la vela de trinquete al árbol
mayor y amollar, como dicen, en popa, dejándose llevar donde el viento
quisiese. Y así comenzó la nave, llevada de su furia, a correr por el
levantado mar con tanta ligereza que, en dos días que duró el maestral,
discurrimos por todas las islas de aquel derecho, sin poder en ninguna
tomar abrigo, pasando siempre a vista de ellas, sin que Estrómbalo nos
abrigase, ni Lipar nos acogiese, ni el Címbalo, Lampadosa ni Pantanalea
sirviesen para nuestro remedio; y pasamos tan cerca de Berbería, que los
recién derribados muros de la Goleta se descubrían y las antiguas ruinas de
Cartago se manifestaban. No fue pequeño el miedo de los que en la nave
iban, temiendo que, si el viento algo más reforzaba, era forzoso embestir
en la enemiga tierra, mas cuando de esto estaban más temerosos, la suerte,
que mejor nos la tenía guardada, o el Cielo, que escuchó los votos y
promesas que allí se hicieron, ordenó que el maestral se cambiase en un
mediodía tan reforzado, y que tocaba en la cuarta del jaloque, que en otros
dos días nos volvió al mesmo puerto de Gaeta, donde habíamos partido, con
tanto consuelo de todos que algunos se partieron a cumplir las romerías y
promesas que en el peligro pasado habían hecho.
Estuvo allí la nave otros cuatro días reparándose de algunas cosas que le
faltaban, al cabo de los cuales tomó a seguir su viaje con más sosegado mar
y próspero viento, llevando a vista la hermosa ribera de Génova, llena de
adornados jardines, blancas casas y relumbrantes chapiteles, que, heridos
de los rayos del sol, reverberan con tan encendidos rayos que apenas dejan
mirarse. Todas estas cosas que desde la nave se miraban pudieran causar
contento, como le causaban a todos los que en la nave iban, sino a mi, que
me era ocasión de más pesadumbre. Sólo el descanso que tenía era
entretenerme lamentando mis penas, cantándolas o, por mejor decir,
llorándolas al son de un laúd de uno de aquellos marineros. Y una noche me
acuerdo (y aun es bien que me acuerde, pues en ella comenzó a amanecer mi
día) que, estando sosegado el mar, quietos los vientos, las velas pegadas a
los árboles, y los marineros, sin cuidado alguno, por diferentes partes del
navío tendidos, y el timonero casi por la bonanza que había y por la que el
cielo le aseguraba, en medio de este silencio y en medio de mis
imaginaciones, como mis dolores no me dejaban entregar los ojos al sueño,
sentado en el castillo de popa, tomé el laúd y comencé a cantar unos versos
que habré de repetir agora, porque se advierta de qué extremo de tristeza y
cuán sin pensarlo me pasó la suerte al mayor de alegría que imaginar supiera.
Era, si no me acuerdo mal, lo que cantaba, esto:
|
|
|
TIMBRIO
|
|
Agora que calla el
viento
|
|
|
y el sesgo mar está en calma,
|
|
|
no se calle mi tormento:
|
|
|
salga con la voz el alma,
|
|
|
para
mayor sentimiento.
|
5
|
|
Que, para contar mis males,
|
|
|
mostrando en parte que son,
|
|
|
por fuerza han de dar señales
|
|
|
el alma y el corazón
|
|
|
de
vivas ansias mortales.
|
10
|
|
|
|
|
Llevóme el amor en
vuelo
|
|
|
por uno y otro dolor
|
|
|
hasta ponerme en el Cielo,
|
|
|
y agora muerte y Amor
|
|
|
me han derribado en el suelo.
|
15
|
|
Amor
y muerte ordenaron
|
|
|
una muerte y amor tal,
|
|
|
cual
en Nísida causaron,
|
|
|
y de mi bien y su mal
|
|
|
eterna
fama ganaron.
|
20
|
|
|
|
|
Con nueva voz y
terrible,
|
|
|
de hoy más, y en son espantoso,
|
|
|
hará
la fama creíble
|
|
|
que el Amor es poderoso
|
|
|
y la muerte es invencible.
|
25
|
|
De
su poder satisfecho
|
|
|
quedará el mundo, si advierte
|
|
|
qué hazaña los dos han hecho,
|
|
|
qué vida llenó la muerte,
|
|
|
qué tal tiene amor mi pecho.
|
30
|
|
|
|
|
Mas creo, pues no
he venido
|
|
|
a morir o estar más loco
|
|
|
con el daño que he sufrido,
|
|
|
o que muerte puede poco
|
|
|
o que no tengo sentido.
|
35
|
|
Que,
si sentido tuviera,
|
|
|
según
mis penas crecidas
|
|
|
me
persiguen dondequiera,
|
|
|
aunque
tuviera mil vidas,
|
|
|
cien mil veces muerto fuera.
|
40
|
|
|
|
|
Mi victoria tan subida,
|
|
|
fue
con muerte celebrada
|
|
|
de la más ilustre vida
|
|
|
que en la presente o pasada
|
|
|
edad fue ni es conocida.
|
45
|
|
De ella llevé por despojos
|
|
|
dolor
en el corazón,
|
|
|
mil lágrimas en los ojos,
|
|
|
en
el alma confusión
|
|
|
y en el firme pecho enojos.
|
50
|
|
|
|
|
¡Oh, fiera mano enemiga!
|
|
|
¡Cómo, si allí me acabaras,
|
|
|
te
tuviera por amiga,
|
|
|
pues,
con matarme, estorbaras
|
|
|
las ansias de mi fatiga!
|
55
|
|
¡Oh!
¡Cuán amargo descuento
|
|
|
trujo
la victoria mía,
|
|
|
pues
pagaré, según siento,
|
|
|
el gusto solo de un día
|
|
|
con mil siglos de tormento!
|
60
|
|
|
|
|
¡Tú, mar, que
escuchas mi llanto;
|
|
|
tú, Cielo, que le ordenaste;
|
|
|
amor, por quien lloro tanto;
|
|
|
muerte, que mi bien llevaste,
|
|
|
acabad
ya mi quebranto!
|
65
|
|
¡Tu, mar, mi cuerpo recibe;
|
|
|
tú, Cielo, acoge mi alma;
|
|
|
tú, Amor, con la fama escribe
|
|
|
qué muerte llevó la palma
|
|
|
de esta vida que no vive!
|
70
|
|
|
|
|
¡No os descuidéis
de ayudarme,
|
|
|
mar, Cielo, Amor y la muerte!
|
|
|
¡Acabad
ya de acabarme,
|
|
|
que será la mejor suerte
|
|
|
que yo espero y podréis darme!
|
75
|
|
Pues si no me anega el mar,
|
|
|
y no me recoge el Cielo,
|
|
|
y el amor ha de durar,
|
|
|
y de no morir recelo,
|
|
|
no sé en qué habré de parar.
|
80
|
Acuérdome que llegaba a estos últimos versos que he dicho cuando, sin poder
pasar adelante, interrompido de infinitos sospiros y sollozos que de mi
lastimado pecho despedía, aquejado de la memoria de mis desventuras, del
puro sentimiento de ellas, vine a perder el sentido, con un parasismo tal
que me tuvo un buen rato fuera de todo acuerdo, pero ya, después que el
amargo accidente hubo pasado, abrí mis cansados ojos, y halléme puesta la
cabeza en las faldas de una mujer vestida en hábito de peregrina y a mi
lado estaba otra con el mesmo traje adornada, la cual, estando de mis manos
asida, la una y la otra tiernamente lloraban. Cuando yo me vi de aquella
manera, quedé admirado y confuso; y estaba dudando si era sueño aquello que
veía porque nunca tales mujeres había visto jamás en la nave después que en
ella andaba, pero de esta confusión me sacó presto la hermosa Nísida, que
aquí está, que era la peregrina que allá estaba, diciéndome: « ¡Ay,
Timbrio, verdadero señor y amigo mío! ¿Qué falsas imaginaciones o qué
desdichados accidentes han sido parte para poneros donde agora estáis, y
para que yo y mi hermana tuviésemos tan poca cuenta con lo que a nuestras
honras debíamos, y que, sin mirar en inconviniente alguno, hayamos querido
dejar nuestros amados padres y nuestros usados trajes, con intención de
buscaros y desengañaros de tan incierta muerte mía que pudiera causar la
verdadera vuestra? » Cuando yo tales razones oí, de todo punto acabé de
creer que sonaba, y que era alguna visión aquella que delante los ojos
tenía, y que la continua imaginación, que de Nísida no se apartaba, era la
causa que allí a los ojos viva la representase. Mil preguntas les hice y a
todas ellas enteramente me satisficieron, primero que pudiese sosegar el
entendimiento y enterarme que ellas eran Nísida y Blanca. Mas cuando yo fui
conociendo la verdad, el gozo que sentí fue de manera que también me puso
en condición de perder la vida, como el dolor pasado había hecho. Allí supe
de Nísida cómo el engaño y descuido que tuviste, oh, Silerio, en hacer la
señal de la toca fue la causa para que, creyendo algún mal suceso mío, le
sucediese el parasismo y desmayo, tal que todos creyeron que era muerta,
como yo lo pensé, y tú, Silerio, lo creíste. Díjome también cómo, después
de vuelta en sí, supo la verdad de la victoria mía, junto con mi súbita y
arrebatada partida, y la ausencia tuya, cuyas nuevas la pusieron en extremo
de hacer verdaderas las de su muerte. Pero ya que al último término no la
llegaron, hicieron con ella y con su hermana, por industria de una ama suya
que con ellas venía, que, vistiéndose en hábitos de peregrinas,
desconocidamente se saliesen de con sus padres una noche que llegaban junto
a Gaeta, a la vuelta que a Nápoles se volvían; y fue a tiempo que la nave
donde yo estaba embarcado, después de reparada de la pasada tormenta,
estaba ya para partirse; y diciendo al capitán que querían pasar en España
para ir a Santiago de Galicia, se concertaron con él y se embarcaron, con
prosupuesto de venir a buscarme a Jerez, do pensaban hallarme o saber de mí
nueva alguna; y en todo el tiempo que en la nave estuvieron, que sería
cuatro días, no habían salido de un aposento que el capitán en la popa les
había dado, hasta que, oyéndome cantar los versos que os he dicho, y
conociéndome en la voz y en lo que en ellos decía, salieron al tiempo que
os he contado, donde, solemnizando con alegres lágrimas el contento de
habernos hallado, estábamos mirando los unos a los otros, sin saber con qué
palabras engrandecer nuestra nueva y no pensada alegría, la cual se
acrecentara más y llegara al término y punto que agora llega, si de ti,
amigo Silerio, allí supiéramos nueva alguna; pero como no hay placer que
venga tan entero que de todo en todo al corazón satisfaga, en el que
entonces teníamos, no sólo nos faltó tu presencia, pero aun las nuevas de
ella. La claridad de la noche, el fresco y agradable viento que en aquel
instante comenzó a herir las velas próspera y blandamente, el mar tranquilo
y desembarazado cielo, parece que todos juntos, y cada uno por si, ayudaban
a solemnizar la alegría de nuestros corazones.
Mas la Fortuna variable, de cuya condición no se puede prometer firmeza
alguna, envidiosa de nuestra ventura, quiso turbarla con la mayor
desventura que imaginarse pudiera, si el tiempo y los prósperos sucesos no
la hubieran reducido a mejor término. Sucedió, pues, que a la sazón que el
viento comenzaba a refrescar los solícitos marineros izaron más todas las
velas, y con general alegría de todos, seguro y próspero viaje se
aseguraban. Uno de ellos, que a una parte de la proa iba sentado,
descubrió, con la claridad de los bajos rayos de la luna, que cuatro
bajeles de remo, a larga y tirada boga, con gran celeridad y priesa hacia
la nave se encaminaban, y al momento conoció ser de contrarios, y con
grandes voces comenzó a gritar: « ¡Arma, arma, que bajeles turquescos se
descubren! » Esta voz y súbito alarido puso tanto sobresalto en todos los
de la nave que, sin saber darse maña en el cercano peligro, unos a otros se
miraban, mas el capitán de ella, que en semejantes ocasiones algunas veces
se había visto, viniéndose a la proa, procuró reconocer qué tamaño de
bajeles y cuántos eran, y descubrió dos más que el marinero, y conoció que
eran galeotas forzadas, de que no poco temor debió de recibir, pero,
disimulando lo mejor que pudo, mandó luego alistar la artillería y cargar
las velas todo lo más que se pudiese la vuelta de los contrarios bajeles,
por ver si podría entrarse entre ellos y jugar de todas bandas la
artillería. Acudieron luego todos a las armas, y, repartidos por sus postas
como mejor se pudo, la venida de los enemigos esperaban.
¡Quién podrá significaros, señores, la pena que yo a esta sazón tenía,
viendo con tanta celeridad turbado mi contento y tan cerca de poder
perderle, y más cuando vi que Nísida y Blanca se miraban, sin hablarse
palabra, confusas del estruendo y vocería que en la nave andaba y viéndome
a mí rogarles que en su aposento se encerrasen y rogasen a Dios que de las
enemigas manos nos librase! Paso y punto fue este que desmaya la
imaginación cuando de él se acuerda la memoria. Sus descubiertas lágrimas y
la fuerza que yo me hacía por no mostrar las mías me tenían de tal manera,
que casi me olvidaba de lo que debía hacer, o quién era y a lo que el
peligro obligaba. Mas, en fin, las hice retraer a su estancia casi
desmayadas, y, cerrándolas por defuera, acudí a ver lo que el capitán
ordenaba, el cual, con prudente solicitud, todas las cosas al caso
necesarias estaba proveyendo; y dando cargo a Darinto, que es aquel caballero
que hoy se partió de nosotros, de la guarda del castillo de proa, y
encomendándome a mí el de popa, él, con algunos marineros y pasajeros, por
todo el cuerpo de la nave a una y otra parte discurría. No tardaron mucho
en llegar los enemigos, y tardó harto menos en calmar el viento, que fue la
total causa de la perdición nuestra. No osaron los enemigos llegar a bordo,
porque, viendo que el viento calmaba, les pareció mejor aguardar el día
para embestimos. Hiciéronlo así, y, el día venido, aunque ya los habíamos
contado, acabamos de ver que eran quince bajeles gruesos los que cercados
nos tenían, y entonces se acabó de confirmar en nuestros pechos el temor de
perdernos. Con todo eso, no desmayando el valeroso capitán ni alguno de los
que con él estaban, esperó a ver lo que los contrarios harían, los cuales,
luego como vino la mañana, echaron de su capitana una barquilla al agua, y
con un renegado enviaron a decir a nuestro capitán que se rindiese, pues
veía ser imposible defenderse de tantos bajeles, y más que eran todos los
mejores de Argel, amenazándole de parte de Arnaut Mamí, su general, que, si
disparaba alguna pieza el navío, que le había de colgar de una entena en
cogiéndole, y añadiendo a estas, otras amenazas. El renegado le persuadía
que se rindiese, mas, no quiriéndolo hacer el capitán, respondió al
renegado que se alargase de la nave; si no, que le echaría a fondo con la
artillería. Oyó Arnaute esta respuesta y luego, cebando el navío por todas
partes, comenzó a jugar desde lejos el artillería con tanta priesa, furia y
estruendo que era maravilla. Nuestra nave comenzó a hacer lo mesmo, tan
venturosamente que a uno de los bajeles que por la popa la combatían echó a
fondo, porque le acertó con una bala junto a la cinta, de modo que, sin ser
socorrido, en breve espacio se le sorbió el mar. Viendo esto los turcos,
apresuraron el combate, y en cuatro horas nos embistieron cuatro veces, y
otras tantas se retiraron con mucho daño suyo y no con poco nuestro.
Mas por no iros cansando contándoos particularmente las cosas sucedidas en
este combate, sólo diré que, después de habernos combatido diez y seis
horas y después de haber muerto nuestro capitán y toda la más gente del
navío, a cabo de nueve asaltos que nos dieron, al último de ellos entraron furiosamente
en el navío. Tampoco, aunque quiera, no podré encarecer el dolor que a mi
alma llegó cuando vi que las amadas prendas mías, que ahora tengo delante,
habían de ser entonces entregadas, y venidas a poder de aquellos crueles
carniceros. Y así, llevado de la ira que este temor y consideración me
causaba, con pecho desarmado me arrojé por medio de las bárbaras espadas,
deseoso de morir al rigor de sus filos antes que ver a mis ojos lo que
esperaba. Pero sucedióme al revés mi pensamiento, porque abrazándose
conmigo tres membrudos turcos y yo forcejando con ellos, de tropel venimos
a dar todos en la puerta de la cámara donde Nísida y Blanca estaban, y con
el ímpetu del golpe se rompió y abrió la puerta, que hizo manifiesto el
tesoro que allí estaba encerrado, del cual codiciosos los enemigos, el uno
de ellos asió a Nísida y el otro a Blanca; y yo, que de los dos me vi
libre, al otro que me tenía hice dejar la vida a mis pies, y de los dos
pensaba hacer lo mesmo, si ellos, advertidos del peligro, no dejaran la
presa de las damas, y con dos grandes heridas no me derribaran en el suelo;
lo cual visto por Nísida, arrojándose sobre mi herido cuerpo, con
lamentables voces pedía a los dos turcos que la acabasen.
En este instante, atraído de las voces y lamento de Blanca y Nísida, acudió
a aquella estancia Arnaute, el general de los bajeles e, informándose de
los soldados de lo que pasaba, hizo llevar a Nísida y a Blanca a su galera,
y a ruegos de Nísida mandó también que a mí me llevasen, pues no estaba aún
muerto. De esta manera, sin tener yo sentido alguno, me llevaron a la
enemiga galera capitana, donde fui luego curado con alguna diligencia,
porque Nísida había dicho al capitán que yo era hombre principal y de gran
rescate, con intención que, cebados de la codicia y del dinero que de mí
podrían haber, con algo más recato mirasen por la salud mía. Sucedió, pues,
que estando curándome las heridas, con el dolor de ellas volví en mi
acuerdo y, volviendo los ojos a una parte y a otra, conocí que estaba en
poder de mis enemigos y en el bajel contrario, pero ninguna cosa me llegó
tan al alma como fue ver en la popa de la galera a Nísida y Blanca,
sentadas a los pies del perro general, derramando por sus ojos infinitas
lágrimas, indicios del interno dolor que padecían. No el temor de la
afrentosa muerte que esperaba cuando tú de ella, buen amigo Silerio, en
Cataluña, me libraste; no la falsa nueva de la muerte de Nísida, de mí por
verdadera creída; no el dolor de mis mortales heridas ni otra cualquiera
aflicción que imaginar pudiera me causó ni causará más sentimiento que el
que me vino de ver a Nísida y Blanca en poder de aquel bárbaro descreído,
donde a tan cercano y claro peligro estaban puestas sus honras. El dolor de
este sentimiento hizo tal operación en mi alma, que tomé de nuevo a perder
los sentidos y a quitar la esperanza de mi salud y vida al cirujano que me
curaba, de tal modo que creyendo que era muerto paró en medio de la cura,
certificando a todos que ya yo de esta vida había pasado. Oídas estas nuevas
por las dos desdichadas hermanas, digan ellas lo que sintieron, si se
atreven, que yo sólo sé decir que después supe que, levantándose las dos de
do estaban, tirando de sus rubios cabellos y arañando sus hermosos rostros,
sin que nadie pudiese detenerlas, vinieron adonde yo desmayado estaba, y
allí comenzaron a hacer tan lastimero llanto que a los mesmos pechos de los
crueles bárbaros enternecieron. Con las lágrimas de Nísida que en el rostro
me caían, o por las ya frías y enconadas heridas que gran dolor me
causaban, tomé a volver de nuevo en mi acuerdo para acordarme de mi nueva
desventura. Pasaré en silencio agora las lastimeras y amorosas palabras que
en aquel desdichado punto entre mí y Nísida pasaron, por no entristecer
tanto el alegre en que ahora nos hallamos, ni quiero decir por extenso los
trances que ella me contó que con el capitán había pasado, el cual, vencido
de su hermosura, mil promesas, mil regalos, mil amenazas le hizo porque
viniese a condescender con la desordenada voluntad suya; pero mostrándose
ella con él tan esquiva como honrada, y tan honrada como esquiva, pudo todo
aquel día y otra noche siguiente defenderse de las pesadas importunaciones
del corsario. Mas como la continua presencia de Nísida iba creciendo en él
por puntos el libidinoso deseo, sin duda alguna se pudiera temer, como yo
temía, que, dejando los ruegos y usando la fuerza, Nísida perdiera su honra
o la vida, que era lo más cierto que de su bondad se podía esperar.
Pero cansada ya la Fortuna de habernos puesto en el más bajo estado de
miseria, quiso darnos a entender ser verdad lo que de la instabilidad suya
se pregona, por un medio que nos puso en términos de rogar al Cielo que en
aquella desdichada suerte nos mantuviese, a trueco de no perder la vida
sobre las hinchadas ondas del mar airado, el cual, a cabo de dos días que
cautivos fuimos y a la sazón que llevábamos el derecho viaje de Berbería,
movido de un furioso jaloque, comenzó a hacer montañas de agua y a azotar
con tanta furia la corsaria armada, que, sin poder los cansados remeros
aprovecharse de los remos, afrenillaron y acudieron al usado remedio de la
vela del trinquete al árbol y a dejarse llevar por donde el viento y mar
quisiesen. Y de tal manera creció la tormenta que en menos de media hora
esparció y apartó a diferentes partes los bajeles, sin que ninguno pudiese
tener cuenta con seguir su capitán; antes, en poco rato divididos todos,
como he dicho, vino nuestro bajel a quedar solo y a ser el que más el
peligro amenazaba, porque comenzó a hacer tanta agua por las costuras que,
por mucho que por todas las cámaras de popa, proa y medianía le agotaban,
siempre en la sentina llegaba el agua a la rodilla; y añadióse a toda esta
desgracia sobrevenir la noche, que en semejantes casos, más que en otros
algunos, el medroso temor acrecienta; y vino con tanta escuridad y nueva
borrasca que de todo en todo todos desesperamos de remedio. No queráis más
saber, señores, sino que los mesmos turcos rogaban a los cristianos que
iban al remo cautivos que invocasen y llamasen a sus santos y a su Cristo
para que de tal desventura los librase, y no fueron tan en vano las
plegarias de los míseros cristianos que allí iban, que, movido el alto
Cielo de ellas, dejase sosegar el viento; antes le creció con tanto ímpetu
y furia que al amanecer del día, que sólo pudo conocerse por las horas del
reloj de arena, por quien se rigen, se halló el mal gobernado bajel en la
costa de Cataluña, tan cerca de tierra y tan sin poder apartarse de ella
que fue forzoso alzar un poco más la vela para que con más furia embistiese
en un ancha playa que delante se nos ofrecía, que el amor de la vida les
hizo parecer dulce a los turcos la esclavitud que esperaban.
Apenas hubo la galera embestido en tierra, cuando luego acudió a la playa
mucha gente armada, cuyo traje y lengua dio a entender ser catalanes y ser
de Cataluña aquella costa, y aun aquel mesmo lugar donde, a riesgo de la
tuya, amigo Silerio, la vida mía escapaste. ¡Quién pudiera exagerar agora
el gozo de los cristianos, que del insufrible y pesado yugo del amargo
cautiverio veían libres y desembarazados sus cuellos, y las plegarias y
ruegos que los turcos, poco antes libres y señores, hacían a sus mesmos
esclavos, rogándoles fuesen parte para que de los indignados cristianos mal
tratados no fuesen! Los cuales ya en la playa los esperaban con deseo de
vengarse de la ofensa que estos mesmos turcos les habían hecho saqueándoles
su lugar, como tú, Silerio, sabes. Y no les salió vano el temor que tenían
porque, en entrando los del pueblo en la galera, que encallada en la arena
estaba, hicieron tan cruel matanza en los cosarios que muy pocos quedaron
con la vida; y si no fuera que los cegó la codicia de robar la galera,
todos los turcos en aquel primero ímpetu fueran muertos. Finalmente, los
turcos que quedaron y cristianos cautivos que allí veníamos, todos fuimos
saqueados; y si los vestidos que yo traía no estuvieran sangrentados, creo
que aun no me los dejaran. Darinto, que también allí venía, acudió luego a
mirar por Nísida y Blanca y a procurar que me sacasen a tierra donde fuese
curado.
Cuando yo salí y reconocí el lugar donde estaba y consideré el peligro en
que en él me había visto, no dejó de darme alguna pesadumbre, causada de
temor no fuese conocido y castigado por lo que no debía; y así, rogué a
Darinto que, sin poner dilación alguna, procurase que a Barcelona nos
fuésemos, diciéndole la causa que me movía a ello; pero no fue posible
porque mis heridas me fatigaban de manera que me forzaron a que allí
algunos días estuviese, como estuve, sin ser de más de un cirujano
visitado. En este entretanto fue Darinto a Barcelona, donde, proveyéndose
de lo que menester habíamos, dio la vuelta y, hallándome mejor y con más
fuerza, luego nos pusimos en camino para la ciudad de Toledo, por saber de
los parientes de Nísida, que sí sabían de sus padres, a quien ya hemos
escrito todo el suceso de nuestras vidas, pidiéndoles perdón de nuestros
pasados yerros. Y todo el contento y color de estos buenos y malos sucesos
lo ha acrecentado o diminuido la ausencia tuya, Silerio. Mas pues el Cielo
agora con tantas ventajas ha dado remedio a nuestras calamidades, no resta
otra cosa sino que, dándole las debidas gracias por ello, tú, Silerio
amigo, deseches la tristeza pasada con la ocasión de la alegría presente y
procures darla a quien ha muchos días que por tu causa vive sin ella, como
lo sabrás cuando más a solas y contigo las comunique. Otras algunas cosas
me quedan por decir que me han sucedido en el discurso de esta mi
peregrinación, pero dejarlas he por agora por no dar con la prolijidad de
ellas disgusto a estos pastores, que han sido el instrumento de todo mi
placer y gusto. Este es, pues, Silerio amigo y amigos pastores, el suceso
de mi vida; ved si, por la que he pasado y por la que agora paso, me puedo
llamar el más lastimado y venturoso hombre que los que hoy viven.
Con estas últimas palabras dio fin a su cuento el alegre Timbrio, y todos
los que presentes estaban se alegraron del felice suceso que sus trabajos
habían tenido, pasando el contento de Silerio a todo lo que decir se puede,
el cual, tomando de nuevo a abrazar a Timbrio, forzado del deseo de saber
quién era la persona que por su causa sin contento vivía, pidiendo licencia
a los pastores, se apartó con Timbrio a una parte donde su o de él que la
hermosa Blanca, hermana de Nísida, era a que más que a sí le amaba desde el
mesmo día y punto que ella supo quién él era y el valor de su persona, y
que jamás, por no ir contra aquello que a su honestidad estaba obligada,
había querido descubrir este pensamiento sino a su hermana, por cuyo medio
esperaba tenerle honrado en el cumplimiento de sus deseos. Díjole asimismo
Timbrio cómo aquel caballero Darinto, que con él venía y de quien él había
hecho mención en la plática pasada, conociendo quién era Blanca y llevado
de su hermosura, se había enamorado de ella con tantas veras que la pidió
por esposa a su hermana Nísida, la cual le desengañó que Blanca no lo haría
en manera alguna, y que, agraviado de esto Darinto, creyendo que por el
poco valor suyo le desechaban; y por sacarle de esta sospecha, le hubo de
decir Nísida cómo Blanca tenía ocupados los pensamientos en Silerio, mas
que no por esto Darinto había desmayado ni dejado la empresa. Porque como
supo que de ti, Silerio, no se sabía nueva alguna, imaginó que los
servicios que él pensaba hacer a Blanca y el tiempo la apartarían de su
intención primera; y con este presupuesto jamás nos quiso dejar hasta que
ayer, oyendo a los pastores las ciertas nuevas de tu vida y conociendo el
contento que con ellas Blanca había recibido y considerando ser imposible
que, pareciendo Silerio, pudiese Darinto alcanzar lo que deseaba, sin
despedirse de ninguno, se había, con muestras de grandísimo dolor, apartado
de todos. Junto con esto, aconsejó Timbrio a su amigo fuese contento de que
Blanca le tuviese, escogiéndola y aceptándola por esposa, pues ya la
conocía y no ignoraba su valor y honestidad, encareciéndole el gusto y
placer que los dos tendrían viéndose con tales dos hermanas casados.
Silerio le respondió que le diese espacio para pensar en aquel hecho,
aunque él sabía que al cabo era imposible dejar de hacer lo que él le
mandase.
A esta sazón comenzaba ya la blanca aurora a dar señales de su nueva
venida, y las estrellas poco a poco iban escondiendo la claridad suya; y a
este mesmo punto llegó a los oídos de todos la voz del enamorado Lauso, el
cual, como su amigo Damón, había sabido que aquella noche la habían de
pasar en la ermita de Silerio, quiso venir a hallarse con él y con los
demás pastores; y como todo su gusto y pasatiempo era cantar al son de su
rabel los sucesos prósperos o adversos de sus amores, llevado de la
condición suya; y convidado de la soledad del camino y de la sabrosa
armonía de las aves, que ya comenzaban con su dulce y concertado canto a
saludar el venidero día, con baja voz, semejantes versos venía cantando:
|
|
|
LAUSO
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Alzo la vista a la
más noble parte
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|
que puede imaginar el
pensamiento,
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|
donde miro el valor, admiro el
arte
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|
|
que suspende el más alto
entendimiento.
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Mas, si queréis saber quién fue
la parte
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5
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|
que puso fiero yugo al cuello
exento,
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|
|
quién me entregó, quién lleva
mis despojos
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|
mis ojos son, Silena, y son tus
ojos.
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|
Tus ojos son, de
cuya luz serena
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|
|
me viene la que al Cielo me
encamina:
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10
|
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luz de cualquiera escuridad
ajena,
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|
segura muestra de la luz divina.
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|
|
Por ella el fuego, el yugo y la
cadena
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|
que me consume, carga y
desatina,
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|
es refrigerio, alivio, es
gloria, es palma
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15
|
|
al alma, y vida que te ha dado
el alma.
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|
¡Divinos ojos, bien
del alma mía,
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|
|
término y fin de todo mi deseo;
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|
ojos que serenáis el turbio día,
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|
ojos por quien yo veo si algo
veo
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20
|
|
En vuestra luz mi pena y mi
alegría
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|
|
ha puesto amor; en vos contemplo
y leo
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|
|
la dulce, amarga, verdadera
historia
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|
|
del cierto infierno, de mi
incierta gloria.
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|
|
|
|
|
En ciega escuridad
andaba cuando
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25
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|
vuestra luz me faltaba, oh
bellos ojos,
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|
|
acá y allá, sin ver el cielo,
errando
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|
|
entre agudas espinas y entre
abrojos;
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|
|
mas luego, en el momento que
tocando
|
|
|
fueron al alma mía los manojos
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30
|
|
de vuestros rayos claros, vi a
la clara
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|
|
la senda de mi bien abierta y
clara.
|
|
|
|
|
|
Vi que sois y
seréis, ojos serenos,
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|
|
quien me levanta y puede
levantarme
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a que entre el corto número de
buenos
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35
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|
venga como mejor a señalarme.
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|
|
Esto podréis hacer no siendo
ajenos
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|
|
y con pequeño acuerdo de
mirarme,
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|
|
que el gusto del más bien
enamorado
|
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|
consiste en el mirar y ser
mirado.
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40
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|
Si esto es verdad,
Silena, ¿quién ha sido,
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|
|
es ni será que, con firmeza
pura,
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|
|
cual yo te quiera ni te habrá
querido,
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|
|
por más que amor le ayude y la
ventura?
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|
|
La gloria de tu vista he
merecido
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45
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por mi inviolable fe, mas es
locura
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|
|
pensar que pueda merecerse
aquello
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|
|
que apenas puede contemplarse en
ello.
|
|
El canto y el camino acabó a un mesmo punto el enamorado Lauso, el cual, de
todos los que con Silerio estaban, fue amorosamente recibido, acrecentando
con su presencia el alegría que todos tenían por el buen suceso que los
trabajos de Silerio habían tenido. Y, estándoselos Damón contando, vieron
asomar por junto a la ermita al venerable Aurelio, que, con algunos de sus
pastores, traía algunos regalos con que regalar y satisfacer a los que allí
estaban, como lo había prometido el día antes que de ellos se partió.
Maravillados quedaron Tirsi y Damón de verle venir sin Elicio y Erastro, y
más lo fueron cuando vinieron a entender la causa del haberse quedado.
Llegó Aurelio y su llegada aumentara más el contento de todos, si no dijera
encaminando su razón a Timbrio:
-Si te precias, como es razón que te precies, valeroso Timbrio, de ser
verdadero amigo del que lo es tuyo, agora es tiempo de mostrarlo, acudiendo
a remediar a Darinto, que no lejos de aquí queda tan triste y apasionado, y
tan fuera de admitir consuelo alguno en el dolor que padece, que algunos
que yo le di no fueron parte para que él los tuviese por tales. Hallámosle
Elicio, Erastro y yo habrá dos horas en medio de aquel monte que a esta
mano derecha se descubre, el caballo arrendado a un pino, y él en el suelo,
boca abajo tendido, dando tiernos y dolorosos sospiros; y de cuando en
cuando decía algunas palabras que a maldecir su ventura se encaminaban, al
son lastimero de las cuales llegamos a él; y, con el rayo de la luna,
aunque con dificultad, fue de nosotros conocido e importunado que la causa
de su mal nos dijese; díjonosla, y por ella entendimos el poco remedio que
tenía. Con todo eso se han quedado con él Elicio y Erastro, y yo he venido
a darte las nuevas del término en que le tienen sus pensamientos; y pues a
ti te son tan manifiestos, procura remediarlos con obras o acude a
consolarlos con palabras.
-Palabras serán todas, buen Aurelio -respondió Timbrio-, las que yo en esto
gastaré, si ya él no quiere aprovecharse de la ocasión del desengaño y
disponer sus deseos a que el tiempo y la ausencia hagan en él sus
acostumbrados efectos. Mas porque no se piense que no correspondo a lo que
a su amistad estoy obligado, enséñame, Aurelio, a qué parte le dejaste, que
yo quiero ir luego a verle.
-Yo iré contigo -respondió Aurelio.
Y luego al momento se levantaron todos los pastores para acompañar a
Timbrio y saber la causa del mide Darinto, dejando a Silerio con Nísida y
Blanca con tanto contento de los tres que no se acertaban a hablar palabra.
En el camino que había desde allí adonde Aurelio a Darinto había dejado,
contó Timbrio a los que con él iban la ocasión de la pena de Darinto y el
poco remedio que de ella se podría esperar, pues la hermosa Blanca, por
quien él penaba, tenía los sus deseos en su buen amigo Silerio; diciéndoles
asimesmo que había de procurar con toda su industria y fuerzas que Silerio
viniese en lo que Blanca deseaba, suplicándoles que todos fuesen en ayudar
y favorecer su intención, porque, en dejando a Darinto, quería que todos a
Silerio rogasen diese el sí de recibir a Blanca por su legítima esposa. Los
pastores se ofrecieron de hacer lo que se les mandaba; y en estas pláticas
llegaron adonde creyó Aurelio que Elicio, Darinto y Erastro estarían, pero
no hallaron alguno, aunque rodearon y anduvieron gran parte de un pequeño
bosque que allí estaba, de que no poco pesar recibieron todos. Pero,
estando en esto, oyeron un tan doloroso sospiro que les puso en confusión y
deseo de saber quién le había dado, mas sacóles presto de esta duda otro
que oyeron no menos triste que el pasado; y, acudiendo todos a aquella
parte adonde el sospiro venía, vieron estar no lejos de ellos, al pie de un
crecido nogal, dos pastores, el uno sentado sobre la hierba verde, y el
otro tendido en el suelo y la cabeza puesta sobre las rodillas del otro.
Estaba el sentado con la cabeza inclinada, derramando lágrimas y mirando
atentamente al que en las rodillas tenía; y así por esto, como por estar el
otro con color perdida y rostro desmayado, no pudieron luego conocer quién
era; mas cuando más cerca llegaron, luego conocieron que los pastores eran
Elicio y Erastro: Elicio, el desmayado, y Erastro, el lloroso. Grande
admiración y tristeza causó en todos los que allí venían la triste
semblanza de los dos lastimados pastores, por ser tan amigos suyos y por
ignorar la causa que de tal modo los tenía; pero el que más se maravilló
fue Aurelio por ver que tan poco antes los había dejado en compañía de
Darinto con muestras de todo placer y contento, como si él no hubiera sido
la causa de toda su desdicha. Viendo, pues, Erastro que los pastores a él
se llegaban, estremeció a Elicio diciéndole:
-Vuelve en ti, lastimado pastor; levántate y busca lugar donde puedas a
solas llorar tu desventura, que yo pienso hacer lo mesmo hasta acabar la
vida.
Y diciendo esto, cogió con las dos manos la cabeza de Elicio y, quitándola
de sus rodillas, la puso en el suelo, sin que el pastor pudiese volver en
su acuerdo; y levantándose Erastro, volvía las espaldas para irse, si Tirsi
y Damón y los demás pastores no se lo impidieran. Llegó Damón a donde
Elicio estaba, y, tomándole entre los brazos, le hizo volver en sí. Abrió
Elicio los ojos, y porque conoció a todos los que allí estaban, tuvo cuenta
con que su lengua, movida y forzada del dolor, no dijese algo que la causa
de él manifestase. Y aunque esta le fue preguntada por todos los pastores,
jamás respondió sino que no sabía otra cosa de sí mismo sino que, estando
hablando con Erastro, le había tomado un recio desmayo. Lo propio decía Erastro;
y a esta causa los pastores dejaron de preguntarle más la causa de su
pasión, antes le rogaron que con ellos a la ermita de Silerio se volviese,
y que desde allí le llevarían a la aldea o a su cabaña; mas no fue posible
que con él esto se acabase, sino que le dejasen volver a la aldea. Viendo,
pues, que esta era su voluntad, no quisieron contradecírsela, antes se
ofrecieron de ir con él; pero de ninguno quiso compañía, ni la llevara si
la porfía de su amigo Damón no le venciera, y así se hubo de partir con él,
dejando concertado Damón con Tirsi que se viesen aquella noche en el aldea
o cabaña de Elicio, para dar orden de volverse a la suya. Aurelio y Timbrio
preguntaron a Erastro por Darinto, el cual les respondió que así como
Aurelio se había apartado de ellos le tomó el desmayo a Elicio y que,
entretanto que él le socorría, Darinto se había partido con toda priesa y
que nunca más le habían visto. Viendo, pues, Timbrio y los que con él
venían que a Darinto no hallaban, determinaron de volver a la ermita a
rogar a Silerio aceptase a la hermosa Blanca por su esposa, y con esta
intención se volvieron todos, excepto Erastro, que quiso seguir a su amigo
Elicio; y así, despidiéndose de ellos, acompañado de sólo su rabel, se
apartó por el mesmo camino que Elicio había ido, el cual, habiéndose un
rato apartado con su amigo Damón de la demás compañía, con lágrimas en los
ojos y con muestras de grandísima tristeza, así le comenzó a decir:
-Bien sé, discreto Damón, que tienes de los efectos de amor tanta experiencia
que no te maravillarás de los que agora pienso contarte, que son tales que,
a la cuenta de mi opinión, los estimo y tengo por de los más desastrados
que en el amor se hallan.
Damón, que no deseaba otra cosa que saber la causa del desmayo y tristeza
suya, le aseguró que ninguna cosa le sería a él nueva como tocase a los
males que el amor suele hacer. Y así Elicio, con este seguro (y con el
mayor que de su amistad tenía), prosiguió diciendo:
-Ya sabes, amigo Damón, cómo la buena suerte mía (que este nombre de buena
le daré siempre, aunque me cueste la vida el haberla tenido), digo, pues,
que la buena suerte mía quiso, como todo el cielo y todas estas riberas
saben, que yo amase, ¿qué digo amase?, que adorase a la sin par Galatea,
limpio y verdadero amor, cual a su merecimiento se debe. Juntamente te
confieso, amigo, que en todo el tiempo que ha que ella tiene noticia de mi
cabal deseo no ha correspondido a él con otras muestras que las generales
que suele y debe dar un casto y agradecido pecho; y así, ha algunos años
que, sustentada mi esperanza con una honesta correspondencia amorosa, he
vivido tan alegre y satisfecho de mis pensamientos, que me juzgaba por el
más dichoso pastor que jamás apacentó ganado, contentándome sólo de mirar a
Galatea y de ver que, si no me quería, no me aborrecía, y que otro ningún
pastor no se podría alabar que aun de ella fuese mirado; que no era poca
satisfacción de mi deseo tener puestos mis pensamientos en tan segura parte
que de otros algunos no me recelaba, confirmándome en esta verdad la
opinión que conmigo tiene el valor de Galatea, que es tal que no da lugar a
que se le atreva el mesmo atrevimiento. Contra este bien que tan a poca
costa el amor me daba, contra esta gloria tan sin ofensa de Galatea gozada,
contra este gusto tan justamente de mi deseo merecido, se ha dado hoy
irrevocable sentencia que el bien se acabe, que la gloria fenezca, que el
gusto se cambie y que, finalmente, se concluya la tragedia de mi dolorosa
vida. Porque sabrás, Damón, que esta mañana, viniendo con Aurelio, padre de
Galatea, a buscaros a la ermita de Silerio, en el camino me dijo cómo tenía
concertado de casar a Galatea con un pastor lusitano que en las riberas del
blando Lima gran número de ganado apacienta. Pidióme que le dijese qué me
parecía, porque, de la amistad que me tenía y de mi entendimiento, esperaba
ser bien aconsejado. Lo que yo le respondí fue que me parecía cosa recia
poder acabar con su voluntad privarse de la vista de tan hermosa hija
desterrándola a tan apartadas tierras; y que si lo hacía llevado y cebado
de las riquezas del extranjero pastor, que considerase que no carecía él
tanto de ellas que no tuviese para vivir en su lugar mejor que cuantos en
él de ricos presumían, y que ninguno de los mejores de cuantos habitan las
riberas del Tajo dejaría de tenerse por venturoso cuando alcanzase a
Galatea por esposa. No fueron mal admitidas mis razones del venerable
Aurelio, pero, en fin, se resolvió diciendo que el rabadán mayor de todos
los aperos se lo mandaba, y él era el que lo había concertado y tratado, y
que era imposible deshacerse. Preguntéle con qué semblante Galatea había
recibido las nuevas de su destierro; díjome que se había conformado con su
voluntad y que disponía la suya a hacer todo lo que él quisiese, como
obediente hija. Esto supe de Aurelio; y esta es, Damón, la causa de mi
desmayo, y la que será de mi muerte, pues de ver a Galatea en poder ajeno y
ajena de mi vista, no se puede esperar otra cosa que el fin de mis días.
Acabó su razón el enamorado Elicio, y comenzaron sus lágrimas, derramadas
en tanta abundancia, que, enternecido el pecho de su amigo Damón, no pudo
lejar de acompañarle en ellas; mas, a cabo de poco espacio, comenzó, con
las mejores razones que supo, a consolar a Elicio; pero todas sus palabras
en ser palabras paraban, sin que ninguno otro efecto hiciesen. Todavía
quedaron de acuerdo que Elicio a Galatea hablase, y supiese de ella si de
su voluntad consintía en el casamiento que su padre le trataba; y que,
cuando no fuese con el gusto suyo, se le ofreciese de librarla de aquella
fuerza, pues para ello no le faltaría ayuda. Parecióle bien a Elicio lo que
Damón decía, y determinó de ir a buscar a Galatea para declararle su
voluntad y saber la que ella en su pecho encerraba. Y así, trocando el
camino que de su cabaña llevaban, hacia el aldea se encaminaron; y llegando
a una encrucijada que junto a ella cuatro caminos dividía, por uno de ellos
vieron venir hasta ocho dispuestos pastores, todos con azagayas en las
manos, excepto uno de ellos, que a caballo venía sobre una hermosa yegua,
vestido con un gabán morado, y los demás a pie, y todos rebozados los
rostros con unos pañizuelos. Damón y Elicio se pararon hasta que los
pastores pasasen, los cuales, pasando junto a ellos, bajando las cabezas,
cortésmente les saludaron, sin que alguno alguna palabra hablase.
Maravillados quedaron los dos de ver la extrañeza de los ocho, y estuvieron
quedos por ver que camino seguían, pero luego vieron que el de la aldea
tomaban, aunque por otro diferente que por el que ellos iban. Dijo Damón a
Elicio que los siguiesen; mas no quiso, diciendo que, por aquel camino que
él quería seguir, junto a una fuente que no lejos de él estaba, solía estar
muchas veces Galatea con algunas pastoras del lugar, y que sería bien ver
si la dicha se la ofrecía tan buena que allí la hallasen. Contentóse Damón
de lo que Elicio quería, y así le dijo que guiase por do quisiese. Y
sucedióle la suerte como él mesmo se había imaginado, porque no anduvieron
mucho cuando llegó a sus oídos la zampoña de Florisa, acompañada de la voz
de la hermosa Galatea, que, como de los pastores fue oída, quedaron
enajenados de sí mesmos. Entonces acabó de conocer Damón cuánta verdad
decían todos los que las gracias de Galatea alababan, la cual estaba en
compañía de Rosaura y Florisa, y de la hermosa y recién casada Silveria,
con otras dos pastoras de la mesma aldea. Y puesto que Galatea vio venir a
los pastores, no por eso quiso dejar su comenzado canto, antes pareció dar
muestras de que recibía contento en que los pastores la escuchasen, los
cuales así lo hicieron con toda la atención posible; y lo que alcanzaron a
oír, de lo que la pastora cantaba, fue lo siguiente:
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GALATEA
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¿A quién volveré
los ojos
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en el mal que se apareja,
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si, cuanto mi bien se aleja,
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se acercan más mis enojos?
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¿A duro mal me condena
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5
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el dolor que me destierra,
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que, si me acaba en mi tierra,
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qué bien me hará en el ajena?
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¡Oh, justa, amarga obediencia,
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que, por cumplirte, he de dar
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10
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el sí que ha de confirmar
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de mi muerte la sentencia!
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Puesta estoy en tanta mengua,
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que por gran bien estimara
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que la vida me faltara
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15
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o, por lo menos, la lengua.
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Breves horas y cansadas
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fueron las de mi contento;
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eternas
las del tormento,
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más,
confusas y pesadas.
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20
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Gocé
de mi libertad
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en
mi temprana sazón;
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pero
ya la sujeción
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anda
tras mi voluntad.
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Ved si es el
combate fiero
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25
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que dan a mi fantasía,
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si al cabo de su porfía
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he de querer, y no quiero.
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¡Oh,
fastidioso gobierno,
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que a los respetos humanos
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tengo de cruzar las manos
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y abajar el cuello tierno!
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¿Que tengo que despedirme
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de ver el Tajo dorado?
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¿Que ha de quedar mi ganado,
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35
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y yo, triste, he de partirme?
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¿Que
estos árboles sombríos
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y estos anchos, verdes prados
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no serán ya más mirados
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de los tristes ojos míos?
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40
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Severo padre, ¿qué haces?
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Mira que es cosa sabida
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que a mi me quitas la vida
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con lo que a ti satisfaces.
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Si mis sospiros no valen
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45
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a
descubrirte mi mengua,
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lo que no puede mi lengua,
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mis ojos te lo señalen.
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Ya triste se me
figura
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el punto de mi partida,
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50
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la
dulce gloria perdida
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y
la amarga sepultura.
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El rostro que no se alegra
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del
no conocido esposo,
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el
camino trabajoso,
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55
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la
antigua, enfadosa suegra.
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Y otros mil inconvinientes,
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todos
para mí contrarios,
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los
gustos extraordinarios
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del esposo y sus parientes.
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60
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Mas
todos estos temores
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que me figura mi suerte,
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se acabarán con la muerte,
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que es el fin de los dolores.
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|
No cantó más Galatea, porque las lágrimas que derramaba le impidieron la
voz, y aun el contento a todos los que escuchado la habían, porque luego
supieron claramente lo que en confuso imaginaban del casamiento de Galatea
con el lusitano pastor, y cuán contra su voluntad se hacía; pero a quien
más sus lágrimas y sospiros lastimaron fue a Elicio, que diera él por
remediarlas su vida, si en ella consistiera el remedio de ellas. Pero
aprovechándose de su discreción, y disimulando el rostro el dolor que el
alma sentía, él y Damón se llegaron adonde las pastoras estaban, a las
cuales cortésmente saludaron, y con no menos cortesía fueron de ellas
recibidos. Preguntó luego Galatea a Damón por su padre, y respondióle que
en la ermita de Silerio quedaba, en compañía de Timbrio y Nísida y de todos
los otros pastores que a Timbrio acompañaron; y asimesmo le dio cuenta del
conocimiento de Silerio y Timbrio y de los amores de Darinto y Blanca, la
hermana de Nísida, con todas las particularidades que Timbrio había contado
de lo que en el discurso de sus amores le había sucedido, a lo cual Galatea
dijo:
-¡Dichoso Timbrio y dichosa Nísida, pues en tanta felicidad han parado los
desasosiegos hasta aquí padecidos, con la cual pondréis en olvido los
pasados desastres! Antes servirán ellos de acrecentar vuestra gloria, pues
se suele decir que la memoria de las pasadas calamidades aumenta el
contento en las alegrías presentes. Mas, ¡ay, del alma desdichada que se ve
puesta en términos de acordarse del bien perdido, y con temor del mal que
está por venir, sin que vea ni halle remedio ni medio alguno para estorbar
la desventura que le está amenazando, pues tanto más fatigan los dolores,
cuanto más se temen!
-Verdad dices, hermosa Galatea -dijo Damón-, que no hay duda sino que el
repentino y no esperado dolor que viene no fatiga tanto, aunque sobresalta,
como el que con largo discurso de tiempo amenaza y quita todos los caminos
de remediarse. Pero con todo eso, digo, Galatea, que no da el Cielo tan
apurados los males que quite de todo en todo el remedio de ellos,
principalmente cuando nos los deja ver primero, porque parece que entonces
quiere dar lugar al discurso de nuestra razón para que se ejercite y ocupe
en templar o desviar las venideras desdichas; y muchas veces se contenta de
fatigamos con sólo tener ocupados nuestros ánimos con algún espacioso
temor, sin que se venga a la ejecución del mal que se teme; y cuando a ella
se viniese, como no acabe la vida, ninguno, por ningún mal que padezca,
debe desesperar del remedio.
-No dudo yo de eso -replicó Galatea-, si fuesen tan ligeros los males que
se temen o se padecen, que dejasen libre y desembarazado el discurso de
nuestro entendimiento; pero bien sabes, Damón, que cuando el mal es tal que
se le puede dar este nombre, lo primero que hace es añublar nuestro sentido
y aniquilar las fuerzas de nuestro albedrío, descaeciendo nuestra virtud de
manera que apenas puede levantarse, aunque más la solicite la esperanza.
-No sé yo Galatea -respondió Damón-, cómo en tus verdes años puede caber
tanta experiencia de los males, si no es que quieres que entendamos que tu
mucha discreción se extiende a hablar por ciencia de las cosas; que, por
otra manera, ninguna noticia de ellas tienes.
-Pluguiera al Cielo, discreto Damón -replicó Galatea-, que no pudiera
contradecirte lo que dices, pues en ello granjeara dos cosas: quedar en la
buena opinión que de mí tienes, y no sentir la pena que me hace hablar con
tanta experiencia en ella.
Hasta este punto estuvo callando Elicio, pero, no pudiendo sufrir más ver a
Galatea dar muestras del amargo dolor que padecía, le dijo:
-Si imaginas, por ventura, sin par Galatea, que la desdicha que te amenaza
puede, por alguna ser remediada, por lo que debes a la voluntad que para
servirte de mí tienes conocida, te ruego me la declares; y, si esto no
quisieres, por cumplir con lo que a la paternal obediencia debes, dame, a
lo menos, licencia para que yo me oponga contra quien quisiere llevarnos de
estas riberas el tesoro de tu hermosura, que en ellas se ha criado. Y no
entiendas, pastora, que presumo yo tanto de mí mesmo que sólo me atreva a
cumplir con las obras lo que agora por palabras te ofrezco; que, puesto que
el amor que te tengo para mayor empresa me da aliento, desconfío de mi
ventura; y así la habré de poner en las manos de la razón y en las de todos
los pastores que por estas riberas del Tajo apacientan sus ganados, los
cuales no querrán consentir que se les arrebate y quite delante de sus ojos
el sol que los alumbra, y la discreción que los admira, y la belleza que
los incita y anima a mil honrosas competencias. Así que, hermosa Galatea,
en fe de la razón que he dicho y decía que tengo de adorarte, te hago este
ofrecimiento, el cual te ha de obligar a que tu voluntad me descubras, para
que yo no caiga en error de ir contra ella en cosa alguna. Pero,
considerando que la bondad y honestidad incomparable tuya te han de mover a
que correspondan antes al querer de tu padre que al tuyo, no quiero,
pastora, que me le declares, sino tomar a mi cargo hacer lo que me
pareciere, con presupuesto de mirar por tu honra con el cuidado que tú
mesma has mirado siempre por ella.
Iba Galatea a responder a Elicio y a agradecerle su buen deseo, mas
estorbólo la repentina llegada de los ocho rebozados pastores que Damón y
Elicio habían visto pasar poco antes hacia el aldea. Llegaron todos donde
las pastoras estaban, y, sin hablar palabra, los seis de ellos con
increíble celeridad arremetieron a abrazarse con Damón y con Elicio,
teniéndolos tan fuertemente apretados que en ninguna manera pudieron
desasirse. En este entretanto, los otros dos, que era el uno el que a
caballo venía, se fueron adonde Rosaura estaba dando gritos por la fuerza
que a Damón y a Elicio se les hacía, pero sin aprovecharle defensa alguna,
uno de los pastores la tomó en brazos y púsola sobre la yegua y en los del
que en ella venía, el cual, quitándose el rebozo, se volvió a los pastores
y pastoras diciendo:
-No os maravilléis, buenos amigos, de la sinrazón que al parecer aquí se os
ha hecho, porque la fuerza de amor y la ingratitud de esta dama han sido
causa de ella; ruégoos me perdonéis, pues no está más en mi mano; y, si por
estas partes llegare, como creo que presto llegará, el conocido Grisaldo,
diréisle cómo Artandro se lleva a Rosaura, porque no pudo sufrir ser
burlado de ella; y que si el amor y esta injuria le movieren a querer
vengarse, que ya sabe que Aragón es mi patria y el lugar donde vivo.
Estaba Rosaura desmayada sobre el arzón de la silla, y los demás pastores
no querían dejar a Elicio ni a Damón hasta que Artandro mandó que los
dejasen, los cuales, viéndose libres, con valeroso ánimo sacaron sus
cuchillos y arremetieron contra los siete pastores, los cuales todos juntos
les pusieron las azagayas que traían a los pechos, diciéndoles que se
tuviesen, pues veían cuán poco podían ganar en la empresa que tomaban.
-Harto menos podrá ganar Artandro -les respondió Elicio- en haber cometido
tal traición.
-No la llames traición -respondió uno de los otros-, esta señora ha dado la
palabra de ser esposa de Artandro; y agora, por cumplir con la condición
mudable de mujer, la ha negado y entregádose a Grisaldo, que es agravio tan
manifiesto, y tal que, no pudo ser disimulado de nuestro amo Artandro. Por
eso, sosegaos, pastores, y tenednos en mejor opinión que hasta aquí, pues
el servir a nuestro amo en tan justa ocasión nos disculpa.
Y sin decir más, volvieron las espaldas, recelándose todavía de los malos
semblantes con que Elicio y Damón quedaron, los cuales estaban con tanto
enojo por no poder deshacer aquella fuerza y for hallarse inhabilitados de
vengarse de lo que a ellos se les hacía, que no sabían qué decirse ni qué
hacerse. Pero los extremos que Galatea y Florisa hacían por ver llevar de
aquella manera a Rosaura eran tales que movieron a Elicio a poner su vida
en manifiesto peligro de perderla, porque sacando su honda, y haciendo
Damón lo mesmo, a todo correr fue siguiendo a Artandro, y desde lejos, con
mucho ánimo y destreza, comenzaron a tirarles tantas piedras que les
hicieron detener y tomarse a poner en defensa. Pero, con todo esto, no
dejara de sucederles mal a los dos atrevidos pastores, si Artandro no
mandara a los suyos que se adelantaran y los dejaran, como lo hicieron,
hasta entrarse por un espeso montezuelo que a un lado del camino estaba, y
con la defensa de los árboles hacían poco efecto las hondas y piedras de
los enojados pastores. Y con todo esto los siguieran, si no vieran que
Galatea y Florisa y las otras dos pastoras a más andar hacia donde ellos
estaban se venían, y por esto se detuvieron, haciendo fuerza al enojo que
los incitaba y a la deseada venganza que pretendían, y, adelantándose a
recebir a Galatea, ella les dijo:
-Templad vuestra ira, gallardos pastores, pues a la ventaja de nuestros
enemigos no puede igualar vuestra diligencia, aunque ha sido tal cual nos
la ha mostrado el valor de vuestros ánimos.
-El ver el tuyo descontento, Galatea -dijo Elicio-, creí yo que diera tales
fuerzas al mío que no se alabaran aquellos descomedidos pastores de la que
nos han hecho, pero en mi ventura cabe no tenerla en cuanto deseo.
-El amoroso que Artandro tiene -dijo Galatea- fue el que le movió a tal
descomedimiento, y así conmigo en parte queda desculpado.
Y luego, punto por punto, les contó la historia de Rosaura, y cómo estaba
esperando a Grisaldo para recebirle por esposo, lo cual podría haber
llegado a noticia de Artandro y que la celosa rabia le hubiese movido a
hacer lo que habían visto.
-Si así pasa como dices, discreta Galatea -dijo Damón-, del descuido de
Grisaldo y atrevimiento de Artandro y mudable condición de Rosaura, temo
que han de nacer algunas pesadumbres y diferencias.
-Eso fuera -respondió Galatea- cuando Artandro residiera en Castilla, pero
si él se encierra en Aragón, que es su patria, quedarse ha Grisaldo con
sólo el deseo de vengarse.
-¿No hay quien le pueda avisar de este agravio? -dijo Elicio.
-Sí -respondió Florisa-, que yo seguro que, antes que la noche llegue, él
tenga de él noticia.
-Si eso así fuese -respondió Damón-, podría ser cobrar su prenda antes que
a Aragón llegasen, porque un pecho enamorado no suele ser perezoso.
-No creo yo que lo será el de Grisaldo -dijo Florisa-; y porque no le falte
tiempo y ocasión para mostrarlo, suplícote, Galatea, que al aldea nos
volvamos, porque yo quiero enviar a avisar a Grisaldo de su desdicha.
-Hágase como lo mandas, amiga -respondió Galatea-, que yo te daré un pastor
que lleve la nueva.
Y con esto se querían despedir de Damón y Elicio, si ellos no porfiaran a
querer ir con ellas; y ya que se encaminaban al aldea, a su mano derecha
sintieron la zampoña de Erastro, que luego de todos fue conocida, el cual
venía en siguimiento de su amigo Elicio. Paráronse a escucharle, y oyeron
que con muestras de tierno dolor esto venía cantando:
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|
ERASTRO
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Por ásperos caminos
voy siguiendo
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|
|
el fin dudoso de mi fantasía,
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siempre en cerrada noche, escura
y fría
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|
las fuerzas de la vida
consumiendo.
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|
Y, aunque morir me
veo, no pretendo
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5
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|
salir un paso de la estrecha
vía:
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que, en fe de la alta fe sin
igual mía,
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|
mayores
miedos contrastar entiendo.
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Mi fe es la luz que
me señala el puerto
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seguro a mi tormenta, y sola es
ella
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10
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quien promete buen fin a mi
viaje,
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por más que el
medio se me muestre incierto,
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|
por más que el claro rayo de mi
estrella
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|
me encubra amor, y el Cielo más
me ultraje.
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|
Con un profundo sospiro acabó el enamorado canto el lastimado pastor y,
creyendo que ninguno le oía, soltó la voz a semejantes razones:
-¡Amor, cuya poderosa fuerza, sin hacer ninguna a mi alma, fue parte para
que yo la tuviese de tener tan bien ocupados mis pensamientos! Ya que tanto
bien me heciste, no quieras mostrarme agora, haciéndome el mal en que me
amenazas, que es más mudable tu condición que la de la variable Fortuna.
Mira, señor, cuán obediente he estado a tus leyes, cuán pronto a seguir tus
mandamientos y cuán sujeta he tenido mi voluntad a la tuya. Págame esta
obediencia con hacer lo que a ti tanto importa que hagas: no permitas que
estas riberas nuestras queden desamparadas de aquella hermosura que la
ponía y la daba a sus frescas y menudas hierbas, a sus humildes plantas y
levantados árboles; no consientas, señor, que al claro Tajo se le quite la
prenda que le enriquece por quien él tiene más fama que no por las arenas
de oro que en su seno cría; no quites a los pastores de estos prados la luz
de sus ojos, la gloria de sus pensamientos y su honroso estímulo que a mil
honrosas y virtuosas empresas les incitaba. Considera bien que, si de esta
a la ajena tierra consientes que Galatea sea llevada, que te despojas del
dominio que en estas riberas tienes, pues por Galatea sola le usas; y si
ella falta, ten por averiguado que no serás en todos estos prados conocido,
que todos cuantos en ellos habitan te negarán la obediencia y no te
acudirán con el usado tributo; advierte que lo que te suplico es tan
conforme y llegado a razón, que irías de todo en todo fuera de ella, si no
me lo concedieses. Porque ¿qué ley ordena o qué razón consiente que la
hermosura que nosotros criamos, la discreción que en estas selvas y aldeas
nuestras tuvo principio, el donaire por particular don del Cielo a nuestra
patria concedido, agora que esperábamos coger el honesto fruto de tantos
bienes y riquezas, se haya de llevar a extraños reinos, a ser poseído y
tratado de ajenas y no conocidas manos? No, no quiera el Cielo piadoso
hacemos tan notable daño. ¡Oh, verdes prados, que con su vista os
alegrábades! ¡Oh, flores olorosas, que, de sus pies tocadas, de mayor
fragancia érades llenas! ¡Oh, plantas! ¡Oh, árboles de esta deleitosa
selva! ¡Haced todos, en la mejor forma que pudiéredes, aunque a vuestra
naturaleza no se conceda algún género de sentimiento que mueva al Cielo a
concederle lo que le suplico!
Decía esto derramando tantas lágrimas el enamorado pastor, que no pudo
Galatea disimular las suyas, ni menos ninguno de los que con ella iban,
haciendo todos un tan notable sentimiento, como si lloraran en las
obsequias de su muerte. Llegó a este punto a ellos Erastro, a quien
recibieron con agradable comedimiento, el cual, como vio a Galatea con
señales de haberle acompañado en las lágrimas, sin apartar los ojos de
ella, la estuvo atento mirando por un rato, al cabo del cual dijo:
-Agora acabo de conocer, Galatea, que ninguno de los humanos se escapa de
los golpes de la variable Fortuna, pues tú, de quien yo entendía que por
particular privilegio habías de estar exenta de ellos, veo que con mayor
ímpetu te acometen y fatigan; de donde averiguo que ha querido el Cielo con
un solo golpe lastimar a todos los que te conocen y a todos los que del
valor tuyo tienen alguna noticia, pero con todo eso tengo esperanza que no
se ha de extender tanto su rigor que lleve adelante la comenzada desgracia,
viniendo tan en perjuicio de tu contento.
-Antes por esa mesma razón -respondió Galatea- estoy yo menos segura de mi
desdicha, pues jamás la tuve en lo que desease; mas por que no está bien a
la honestidad de que me precio que tan clara descubra cuán por los cabellos
lleva tras sí la obediencia que a mis padres debo, ruégote, Erastro, que no
me des ocasión de renovar mi sentimiento, ni de ti ni de otro alguno se
trate cosa que antes de tiempo despierte en mí la memoria del disgusto que
temo. Y con esto, asimesmo, os ruego, pastores, me dejéis adelantar a la
aldea, porque siendo avisado Grisaldo le quede tiempo para satisfacerse del
agravio que Artandro le ha hecho.
Ignorante estaba Erastro del suceso de Artandro, pero la pastora Florisa,
en breves razones, se lo contó todo, de que se maravilló Erastro, estimando
que no debía de ser poco el valor de Artandro, pues a tan dificultosa
empresa se había puesto. Querían ya los pastores hacer lo que Galatea les
mandaba, si en aquella sazón no descubrieran toda la compañía de
caballeros, pastores y damas que la noche antes en la ermita de Silerio se
quedaron, los cuales, en señal de grandísimo contento, a la aldea se
venían, trayendo consigo a Silerio, con diferente traje y gusto que hasta
allí había tenido, porque ya había dejado el de ermitaño, mudándole en el
de alegre desposado, como ya lo era de la hermosa Blanca, con igual
contento y satisfacción de entrambos y de sus buenos amigos Timbrio y
Nísida, que se lo persuadieron, dando con aquel casamiento fin a todas sus
miserias y quietud y reposo a los pensamientos que por Nísida le fatigaban.
Y así, con el regocijo que tal suceso les causaba, venían todos dando
muestras de él con agradable música y discretas y amorosas canciones, de
las cuales cesaron cuando vieron a Galatea y a los demás que con ella
estaban, recibiéndose unos a otros con mucho placer y comedimiento, dándole
Galatea a Silerio el parabién de su suceso, y a la hermosa Blanca el de su
desposorio; y lo mesmo hicieron los pastores Damón, Elicio y Erastro, que
en extremo a Silerio estaban aficionados. Luego que cesaron entre ellos los
parabienes y cortesías, acordaron de proseguir su camino al aldea, y para
entretenerle rogó Tirsi a Timbrio que acabase el soneto que había comenzado
a decir cuando de Silerio fue conocido; y no excusándose Timbrio de
hacerlo, al son de la flauta del celoso Orfenio, con extremada y suave voz,
le cantó y acabó, que era este:
|
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TIMBRIO
|
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Tan bien fundada
tengo la esperanza,
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|
que, aunque más sople riguroso
viento,
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no podrá desdecir de su
cimiento:
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tal fe, tal fuerza y tal valor
alcanza.
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Tan lejos voy de
consentir mudanza
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5
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en mi firme, amoroso
pensamiento,
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cuan cerca de acabar en mi
tormento
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antes la vida que la confianza.
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Que si al contraste
del amor vacila
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el pecho enamorado, no merece
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10
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de mesmo amor la dulce paz
tranquila.
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Por esto el mío,
que su fe engrandece,
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rabie Caribdis o amenace Cila,
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al mar se arroja y al amor se
ofrece.
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Pareció bien el soneto de Timbrio a los pastores, y no menos la gracia con
que cantado le había, y fue de manera que le rogaron que otra alguna cosa
dijese; mas excusóse con decir a su amigo Silerio respondiese por él en
aquella causa, como lo había hecho siempre en otras mas peligrosas. No pudo
Silerio dejar de hacerlo que su amigo le mandaba, y así, con el gusto de
verse en tan felice estado, al son de la mesma flauta de Orfenio cantó lo
que se sigue:
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SILERIO
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Gracias al Cielo
doy, pues he escapado
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de los peligros de este mar
incierto,
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y al recogido, favorable puerto,
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tan sin saber por dónde, he ya
llegado.
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Recójanse las velas
del cuidado;
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5
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repárese el navío pobre,
abierto;
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cumpla los votos quien con
rostro muerto
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hizo promesa en el mar airado.
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Beso la tierra,
reverencio al Cielo,
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mi suerte abrazo mejorada y
buena,
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10
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llamo dichoso a mi fatal
destino,
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y a la nueva, sin
par, blanda cadena,
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con nuevo intento y amoroso
celo,
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el lastimado cuello alegre
inclino.
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Acabó Silerio y rogó a Nísida fuese servida de alegrar aquellos campos con
su canto, la cual, mirando a su querido Timbrio, con los ojos le pidió
licencia para cumplir lo que Silerio le pedía; y dándosela él asimesmo con
la vista, ella, sin mas esperar, con mucho donaire y gracia, cesando el son
de la flauta de Orfenio, al de la zampoña de Orompo cantó este soneto:
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NISIDA
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Voy contra la
opinión de aquel que jura
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que jamás del amor llegó el
contento
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a do llega el rigor de su
tormento,
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por más que al bien ayude la
ventura.
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Yo sé qué es bien,
yo sé qué es desventura,
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5
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y sé de sus efectos claro, y
siento
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que cuanto más destruye el
pensamiento
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el mal de amor, el bien más lo
asegura.
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No el verme en
brazos de la amarga muerte,
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por la mal referida, triste
nueva,
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10
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ni a los corsarios bárbaros
rendida,
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fue dura pena, fue
dolor tan fuerte,
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que agora no conozca y haga
prueba
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que es más el gusto de mi alegre
vida.
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Admiradas quedaron Galatea y Florisa de la extremada voz de la hermosa
Nísida, la cual, por parecerle que por entonces en cantar Timbrio y los de
su parte habían tomado la mano, no quiso que su hermana quedase sin
hacerlo; y así, sin importunarle mucho, con no menos gracia que Nísida,
haciendo señal a Orfenio que su flauta tocase, al son de ella cantó de esta
manera:
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BLANCA
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Cual si estuviera
en la arenosa Libia,
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o en la apartada Scitia, siempre
helada,
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tal vez de frío temor me vi
asaltada,
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y tal del fuego que jamás se
entibia.
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Mas la esperanza,
que el dolor alivia,
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5
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en uno y otro extremo,
disfrazada
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tuvo la vida en su poder
guardada,
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cuándo con fuerzas, cuándo flaca
y tibia.
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Pasó la furia del
invierno helado,
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y, aunque el fuego de amor quedó
en su punto,
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10
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llegó
la deseada primavera,
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donde, en un solo
venturoso punto,
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gozo del dulce fruto deseado,
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con largas pruebas de una fe
sincera.
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No menos contentó a los pastores la voz y lo que cantó Blanca, que todas
las demás que habían oído. Y ya que ellos querían lar muestras de que no
toda la habilidad se encerraba en los cortesanos caballeros, y para esto,
casi de un mesmo pensamiento movidos, Orompo, Crisio, Orfenio y Marsilio
comenzaban a templar sus instrumentos, les forzó a volver las cabezas un
ruido que a sus espaldas sintieron, el cual causaba un pastor que con furia
iba atravesando por las matas del verde bosque, el cual fue de todos
conocido, que era el enamorado Lauso, de que se maravilló Tirsi, porque la
noche antes se había despedido de él, diciendo que iba a un negocio que
importaba el acabarle, acabar su pesar y comenzar su gusto, y que, sin
decirle más, con otro pastor su amigo se había partido, y que no sabía qué
podía haberle sucedido agora que con tanta priesa caminaba. Lo que Tirsi
dijo movió a Damón a querer llamar a Lauso, y así le dio voces que viniese,
mas viendo que no las oía y que ya a más andar iba traspuniendo un
recuesto, con toda ligereza se adelantó y desde encima de otro collado le
tomó a llamar con mayores voces, las cuales oídas por Lauso, y conociendo
quién le llamaba, no pudo dejar de volver; y, en llegando a Damón, le
abrazó con señales de extraño contento, y tanto, que admiraron a Damón las
muestras que de estar alegre daba y así le dijo:
-¿Qué es esto, amigo Lauso? ¿Has, por ventura, alcanzado el fin de tus
deseos, o hante, desde ayer acá, correspondido a ellos de manera que halles
con facilidad lo que pretendes?
-Mucho mayor es el bien que traigo, Damón, verdadero amigo -respondió
Lauso-, pues la causa que a otros suele ser desesperación y muerte, a mí me
ha servido de esperanza y vida; y esta ha sido de un desdén y desengaño,
acompañado de un melindroso donaire que en mi pastora he visto, que me ha
restituido a mi ser primero. Ya, ya pastor, no siente mi trabajado cuello
el pesado yugo amoroso, ya se han deshecho en mi sentido las encumbradas
máquinas de pensamientos que desvanecido me traían; ya tornaré a la perdida
conversación de mis amigos; ya me parecerán lo que son las verdes hierbas y
olorosas flores de estos apacibles campos; ya tendrán treguas mis sospiros,
vado mis lágrimas y quietud mis desasosiegos, porque consideres, Damón, si
es causa esta bastante para mostrarme alegre y regocijado.
-Sí es, Lauso -respondió Damón-, pero temo que alegría tan repentinamente
nacida no ha de ser duradera; y tengo ya experiencia que todas las
libertades que de desdenes son engendradas se deshacen como el humo, y toma
luego la enamorada intención con mayor priesa a seguir sus intentos. Así que,
amigo Lauso, plega al Cielo que sea más firme tu contento de lo que yo
imagino, y goces largos tiempos la libertad que pregonas: que no sólo me
holgaría porque debo a nuestra amistad, sino que ver un no acostumbrado
milagro en los deseos amorosos.
-Comoquiera que sea, Damón -respondió Lauso-, yo me siento agora libre y
señor de mi voluntad; y porque se satisfaga la tuya de ser verdad lo que
digo, mira que quieres que haga en prueba de ello. ¿Quieres que me ausente?
¿Quieres que no visite más las cabañas donde imaginas que puede estar la
causa de mis pasadas penas y presentes alegrías? Cualquiera cosa haré por
satisfacerte.
-La importancia está en que tú, Lauso, estés satisfecho -respondió Damón-;
y veré yo que lo estás cuando de aquí a seis días te vea en ese mesmo
propósito. Y por ahora no quiero otra cosa de ti sino que dejes el camino
que llevabas y te vengas conmigo adonde todos aquellos pastores y damas nos
esperan, y que la alegría que traes la solemnices con entretenernos con tu
canto mientras que al aldea llegamos.
Fue contento Lauso de hacer lo que Damón le mandaba, y así volvió con él a
tiempo que Tirsi estaba haciendo señas a Damón que se volviese, y, en
llegando que él y Lauso llegaron, sin gastar palabras de comedimiento,
Lauso dijo:
-No vengo, señores, para menos que para fiestas y contentos; por eso, si le
recibiréis de escucharme; suene Marsilio su zampoña y aparejaos a oír lo
que jamás pensé que mi lengua tuviera ocasión de decirlo, ni aun mi
pensamiento para imaginarlo.
Todos los pastores respondieron a una que les sería de gran gusto el oírle;
y luego Marsilio, con el deseo que tenía de escucharle, tocó su zampoña, al
son de la cual Lauso comenzó a cantar de esta manera:
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|
LAUSO
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|
¡Con las rodillas
en el suelo hincadas,
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|
|
las manos en humilde modo
puestas
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y el corazón de un justo celo
lleno,
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|
te adoro, desdén santo, en quien
cifradas
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|
están las causas de las dulces
fiestas
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5
|
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que gozo en tiempo sosegado y
bueno.
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Tú del rigor del áspero veneno
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que el mal de amor encierra,
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fuiste la cierta y presta
medicina;
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tú,
mi total ruina
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10
|
|
volviste en bien, en sana paz mi
guerra,
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|
|
y así como a mi rico, almo
tesoro,
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|
|
no una vez sola, mas cien mil te
adoro!
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|
Por ti la luz de
mis cansados ojos,
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|
|
tanto tiempo turbada y aun
perdida,
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15
|
|
al ser primero ha vuelto que
tenía;
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|
por ti torno a gozar de los
despojos
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|
que de mi voluntad y de mi vida
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llevo de amor la antigua
tiranía.
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|
Por ti la noche de mi error en
día
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20
|
|
de
sereno discurso
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|
se ha vuelto; y la razón, que
antes estaba
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|
en
posesión de esclava,
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|
|
con sosegado y advertido curso,
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|
|
siendo agora señora, me conduce
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25
|
|
do el bien eterno más se muestra
y luce.
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|
|
|
|
Mostrásteme, desdén, cuán engañosas,
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|
|
cuán falsas y fingidas habían
sido
|
|
|
las señales de amor que me
mostraban,
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|
|
y que aquellas palabras
amorosas,
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30
|
|
que tanto regalaban el oído
|
|
|
y al alma de sí mesma
enajenaban,
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|
|
en falsedad y burla se forjaban,
|
|
|
y el regalado y tierno
|
|
|
mirar de aquellos ojos sólo era
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35
|
|
porque
mi primavera
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|
|
se convirtiese en desabrido
invierno,
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|
|
cuando llegase el claro
desengaño;
|
|
|
mas tú, dulce desdén, curaste el
daño.
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|
|
|
|
|
Desdén, que sueles
ser espuela aguda
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40
|
|
que hace caminar al pensamiento
|
|
|
tras la amorosa deseada empresa,
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|
|
en mí tu efecto y condición se
muda,
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|
|
que yo por ti me aparto del
intento
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|
|
tras quien coma con no vista
priesa,
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45
|
|
y aunque contino el fino amor no
cesa,
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|
|
mal
de mí satisfecho,
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|
|
tender de nuevo el lazo por
cogerme,
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|
|
y,
por más ofenderme,
|
|
|
encarar mil saetas a mi pecho,
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50
|
|
tú, desdén, solo, sólo tú bien
puedes
|
|
|
romper sus flechas y rasgar sus
redes.
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|
|
|
|
|
No era mi amor tan
flaco, aunque sencillo,
|
|
|
que pudiera un desdén echarle a
tierra;
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|
|
cien mil han sido menester
primero:
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55
|
|
que fue, cual suele, sin poder
sufrillo,
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|
|
venir al suelo el pino que le
atierra,
|
|
|
en virtud de otros golpes, el
postrero.
|
|
|
Grave desdén, de parecer severo,
|
|
|
en
desamor fundado
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60
|
|
y en poca estimación de ajena
suerte:
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|
dulce me ha sido el verte,
|
|
|
el oírte y tocarte, y que
gustado
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|
|
hayas sido del alma en coyuntura
|
|
|
que derribas y acabas mi locura.
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65
|
|
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|
|
Derribas mi locura
y das la mano
|
|
|
al ingenio, desdén, que se
levante
|
|
|
y sacuda de sí el pesado sueño,
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|
|
para que, con mejor intento
sano,
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|
|
nuevas grandezas, nuevos loores
cante
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70
|
|
de otro, si le halla, agradecido
dueño.
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|
|
Tú has quitado las fuerzas al
beleño
|
|
|
con que el amor ingrato
|
|
|
adormecía a mi virtud doliente;
|
|
|
y, con la tuya ardiente,
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75
|
|
soy reducido a nueva vida y
trato:
|
|
|
que ahora entiendo que yo soy
quien puedo
|
|
|
temer con tasa y esperar sin
miedo.
|
|
No cantó más Lauso, aunque bastó lo que cantado había para poner admiración
en los presentes, que como todos sabían que el día antes estaba tan
enamorado y tan contento de estarlo, maravillábales verle en tan pequeño espacio
de tiempo tan mudado y tan otro del que solía. Y considerando bien esto, su
amigo Tirsi le dijo:
-No sé si te dé el parabién, amigo Lauso, del bien en tan breves horas
alcanzado, porque temo que no debe de ser tan firme y seguro como tú imaginas;
pero todavía me huelgo de que goces, aunque sea pequeño espacio, del gusto
que acarrea al alma la libertad alcanzada, pues podría ser que, conociendo
agora en lo que se debe estimar, aunque tomases de nuevo a las rotas
cadenas y lazos, hicieses más fuerza para romperlos, atraído de la dulzura
y regalo que goza un libre entendimiento y una voluntad desapasionada.
-No tengas temor alguno, discreto Tirsi -respondió Lauso-, que ninguna otra
nueva asechanza sea bastante a que yo tome a poner los pies en el cepo
amoroso, ni me tengas por tan liviano y antojadizo que no me haya costado
ponerme en el estado en que estoy infinitas consideraciones, mil
averiguadas sospechas y mil cumplidas promesas hechas al Cielo porque a la
perdida luz me tomase; y pues en ella veo agora cuán poco antes veía, yo
procuraré conservarla en el mejor modo que pudiere.
-Ninguno otro será tan bueno -dijo Tirsi- como no volver a mirar lo que
atrás dejas, porque perderás, si vuelves, la libertad que tanto te ha
costado, y quedarás, cual quedó aquel incauto amante, con nuevas ocasiones
de perpetuo llanto; y ten por cierto, Lauso amigo, que no hay tan enamorado
pecho en el mundo a quien los desdenes y arrogancias excusadas no entibien
y aun le hagan retirar de sus mal colocados pensamientos. Y háceme creer
más esta verdad saber yo quién es Silena, aunque tu jamás no me lo has
dicho, saber asimesmo la mudable condición suya, sus acelerados ímpetus y
la llaneza (por no darle otro nombre) de sus deseos; cosas que, a no
templarlas y disfrazarlas con la sin igual hermosura de que el Cielo la ha
dotado, fuera por ellas de todo el mundo aborrecida.
-Verdad dices, Tirsi -respondió Lauso-, porque, sin duda alguna, la
singular belleza suya y las apariencias de la incomparable honestidad de
que se arrea son partes para que no sólo sea querida, sino adorada de todos
cuantos la miraren; y así, no debe maravillarse alguno que la libre
voluntad mía se haya rendido a tan fuertes y poderosos contrarios; sólo es
justo que se maraville de cómo me he podido escapar de ellos, que, puesto
que salgo de sus manos tan mal tratado, estragada la voluntad, turbado el
entendimiento, descaecida la memoria, todavía me parece que puedo triunfar
de la batalla.
No pasaron más adelante en su plática los dos pastores, porque a este punto
vieron que, por el mesmo camino que ellos iban, venía una hermosa pastora,
y poco desviado de ella un pastor, que luego fue conocido que era el
anciano Arsindo, y la pastora era la hermana de Galercio, Maurisa, la cual,
como fue conocida de Galatea y de Florisa, entendieron que con algún
recaudo de Grisaldo para Rosaura venía. Y adelantándose los dos a
recebirla, Maurisa llegó a abrazar a Galatea, y el anciano Arsindo saludó a
todos los pastores y abrazó a su amigo Lauso, el cual estaba con grande
deseo de saber lo que Arsindo había hecho después que le dijeron que en
seguimiento de Maurisa se había partido. Y viéndole agora volver con ella,
luego comenzó a perder con él y con todos el crédito que sus blancas canas
le habían adquirido; y aun le acabara de perder si los que allí venían no
supieran tan de experiencia adónde y a cuánto la fuerza del amor se
extendía, y así, en los mesmos que le culpaban halló la disculpa de su
yerro. Y parece que, adivinando Arsindo lo que los pastores de él
adivinaban, como en satisfacción y disculpa de su cuidado les dijo:
-Oíd, pastores, uno de los más extraños sucesos amorosos que por largos
años en estas nuestras riberas ni en las ajenas se habrá visto. Bien creo
que conocéis y conocemos todos al nombrado pastor Lenio, aquel cuya
desamorada condición le adquirió renombre de desamorado; aquel que no ha
muchos días que, por sólo decir mal de amor, osó tomar competencia con el
famoso Tirsi, que está presente; aquel, digo, que jamás supo mover la
lengua que para decir mal de amor no fuese; aquel que con tantas veras
reprehendía a los que de la amorosa dolencia veía lastimados. Este, pues,
tan declarado enemigo del amor, ha venido a término que tengo por cierto
que no tiene el Amor quien con más veras le siga, ni aun él tiene vasallo a
quien más persiga, porque le ha hecho enamorar de la desamorada Gelasia,
aquella cruel pastora que al hermano de esta -señalando a Maurisa-, que
tanto en la condición se le parece, tuvo el otro día, como vistes, con el
cordel a la garganta para fenecer a manos de su crueldad sus cortos y mal
logrados días. Digo, en fin, pastores, que Lenio el desamorado muere por la
endurecida Gelasia y por ella llena el aire de sospiros y la tierra, de
lágrimas. Y lo que hay más malo en esto es que me parece que el amor ha
querido vengarse del rebelde corazón de Lenio, rindiéndole a la más dura y
esquiva pastora que se ha visto; y conociéndolo él, procura agora en cuanto
dice y hace reconciliarse con el Amor, y, por los mesmos términos que antes
le vituperaba, ahora le ensalza y honra. Y, con todo esto, ni el Amor se
mueve a favorecerle ni Gelasia se inclina a remediarle, como lo he visto
por los ojos, pues no ha muchas horas que, viniendo yo en compañía de esta
pastora, le hallamos en la fuente de las Pizarras, tendido en el suelo,
cubierto el rostro de un sudor frío y anhelando el pecho con una extraña
priesa. Lleguéme a él y conocíle, y con el agua de la fuente le rocié el
rostro, con que cobró los perdidos espíritus, y, sentándome junto a él, le
pregunté la causa de su dolor, la cual él me dijo sin faltar punto,
contándomela con tan tierno sentimiento que le puso en esta pastora, en
quien creo que jamás cupo señal de compasión alguna. Encarecióme la
crueldad de Gelasia y el Amor que la tenía, y la sospecha que en él reinaba
de que el Amor le había traído a tal estado por vengarse en un solo punto
de las muchas ofensas que le había hecho. Consoléle yo lo mejor que supe,
y, dejándole libre del pasado parasismo, vengo acompañando a esta pastora y
a buscarte a ti, Lauso, para que, si fueres servido, volvamos a nuestras
cabañas, pues ha ya diez días que de ellas nos partimos y podrá ser que
nuestros ganados sientan el ausencia nuestra más que nosotros la suya.
-No sé si te responda, Arsindo -respondió Lauso-, que creo que más por
cumplimiento que por otra cosa me convidas a que a nuestras cabañas nos
volvamos, teniendo tanto que hacer en las ajenas, cuanto la ausencia que de
mi has hecho estos días lo ha mostrado. Pero, dejando lo más que en esto te
pudiera decir para mejor sazón y coyuntura, tómame a decir si es verdad lo
que de Lenio dices, porque, si así es, podré yo afirmar que ha hecho amor
en estos días de los mayores milagros que en todos los de su vida ha hecho,
como son rendir y avasallar el duro corazón de Lenio y poner en libertad el
tan sujeto mío.
-Mira lo que dices -dijo entonces Orompo- amigo Lauso, que, si el amor te
tenía sujeto, como hasta aquí has significado, ¿cómo el mesmo amor ahora te
ha puesto en la libertad que publicas?
-Si me quieres entender, Orompo -replicó Lauso-, verás que en nada me
contradigo, porque digo (o quiero decir) que el amor que reinaba y reina en
el pecho de aquella a quien yo tan en extremo quería, como se encamina a
diferente intento que el mío, puesto que todo es amor, el efecto que en mí
ha hecho es ponerme en libertad y a Lenio en servidumbre; y no me hagas,
Orompo, que cuente con estos otros milagros.
Y, diciendo esto, volvió los ojos a mirar al anciano Arsindo, y con ellos
dijo lo que con la lengua callaba, porque todos entendieron que el tercero
milagro que pudiera contar fuera ver enamoradas las canas de Arsindo de los
pocos y verdes años de Maurisa, la cual todo este tiempo estuvo hablando
aparte con Galatea y Florisa, diciéndoles cómo otro día sería Grisaldo en
el aldea en hábito de pastor y que allí pensaba desposarse con Rosaura en
secreto, porque en público no podía, a causa que los parientes de
Leopersia, con quien su padre tenía concertado de casarle, habían sabido
que Grisaldo quería faltar en la prometida palabra, y en ninguna manera
querían que tal agravio se les hiciese; pero que, con todo esto, estaba
Grisaldo determinado de corresponder antes a lo que a Rosaura debía que no
a la obligación en que a su padre estaba.
-Todo esto que os he dicho, pastoras -prosiguió Maurisa-, mi hermano
Galercio me dijo que os lo dijese, el cual a vosotras con este recaudo
venía; pero la cruel Gelasia, cuya hermosura lleva siempre tras sí el alma
de mi desdichado hermano, fue la causa que él no pudiese venir a deciros lo
que he dicho, pues, por seguir a ella, dejó de seguir el camino que traía,
fiándose de mí como de hermana. Ya habéis entendido, pastoras, a lo que
vengo; decidme do está Rosaura para decírselo o decídselo vosotras, porque
la angustia en que mi hermano queda puesto no consiente que un punto más
aquí me detenga.
En tanto que la pastora esto decía, estaba Galatea considerando la amarga
respuesta que pensaba darle y las tristes nuevas que habían de llegar a los
oídos del desdichado Grisaldo; pero, viendo que no excusaba de darlas y que
era peor detenerla, luego le contó que a Rosaura había sucedido, y cómo
Artandro la llevaba, de que quedó maravillada Maurisa; y al instante
quisiera dar la vuelta a avisar a Grisaldo si Galatea no la detuviera,
preguntándole qué se habían hecho las dos pastoras que con ella y con
Galercio se habían ido, a lo que respondió Maurisa:
-Cosas te pudiera contar de ellas, Galatea, que te pusieran en mayor
admiración que no es la en que a mí me ha puesto el suceso de Rosaura, pero
el tiempo no me da lugar a ello; sólo te digo que la que se llamaba
Leonarda se ha desposado con mi hermano Artidoro por el más sotil engaño
que jamás se ha visto, y Teolinda, la otra, está en término de acabar la
vida o de perder el juicio; y sólo la entretiene la vista de Galercio, que,
como se parece tanto a la de mi hermano Artidoro, no se aparta un punto de
su compañía, cosa que es a Galercio tan pesada y enojosa, cuanto cosa que
es dulce y agradable la compañía de la cruel Gelasia. El modo como esto
pasó te contaré más despacio, cuando otra vez nos veamos, porque no será
razón que por mi tardanza se impida el remedio que Grisaldo puede tener en
su desgracia, usando en remediarla la diligencia posible, porque, si no ha
más que esta mañana que Artandro robó a Rosaura, no se podrá haber alejado
tanto de estas riberas que quite la esperanza a Grisaldo de cobrarla; y más
si yo aguijo los pies como pienso.
Parecióle bien a Galatea lo que Maurisa decía, y así, no quiso más
detenerla; sólo le rogó que fuese servida de tornarla a ver lo más presto
que pudiese para contarle el suceso de Teolinda y lo que haría en el hecho
de Rosaura. La pastora se lo prometió, y, sin más detenerse, despidiéndose
de los que allí estaban, se volvió a su aldea, dejando a todos satisfechos
de su donaire y hermosura; pero quien mas sintió su partida fue el anciano
Arsindo, el cual, por no dar claras muestras de su deseo, se hubo de quedar
tan solo sin Maurisa, cuanto acompañado de sus pensamientos. Quedaron
también las pastoras suspensas de lo que de Teolinda habían oído, y en
extremo deseaban saber su suceso. Y estando en esto oyeron el claro son de
una bocina que a su diestra mano sonaba, y volviendo los ojos a aquella
parte vieron encima de un recuesto algo levantado dos ancianos pastores que
en medio tenían un antiguo sacerdote, que luego conocieron ser el anciano
Telesio. Y habiendo uno de los pastores tocado otra vez la bocina, todos
tres se bajaron del recuesto y se encaminaron hacia otro que allí junto
estaba, donde, subidos, de nuevo tomaron a tocarla, a cuyo son de
diferentes partes se comenzaron a mover muchos pastores para venir a ver lo
que Telesio quería, porque con aquella señal solía él convocar todos los
pastores de aquella ribera cuando quería hacerles algún provechoso
razonamiento o decirles la muerte de algún conocido pastor de aquellos
contornos o para traerles a la memoria el día de alguna solemne fiesta o el
de algunas tristes obsequias. Teniendo, pues, Aurelio, y casi los más
pastores que allí venían, conocida la costumbre y condición de Telesio,
todos se fueron acercando adonde él estaba, y cuando llegaron ya se habían
juntado; pero como Telesio vio venir tantas gentes y conoció cuán
principales todos eran, bajando de la cuesta, los fue a recebir con mucho
amor y cortesía, y con la mesma fue de todos recibido; y llegándose Aurelio
a Telesio le dijo:
-Cuéntanos, si fueres servido, honrado y venerable Telesio, que nueva causa
te mueve a querer juntar los pastores de estos prados. ¿Es, por ventura, de
alegres fiestas o de tristes y fúnebres sucesos? ¿O quiéresnos mostrar
alguna cosa perteneciente al mejoramiento de nuestras vidas? Dinos,
Telesio, lo que tu voluntad ordena, pues sabes que no saldrán las nuestras
de todo aquello que la tuya quisiere.
-Págueos el Cielo, pastores -respondió Telesio-, la sinceridad de vuestras
intenciones, pues tanto se conforman con la de aquel que sólo vuestro bien
y provecho pretende. Mas, por satisfacer al deseo que tenéis de saber lo
que quiero, quiéroos traer a la memoria la que debéis tener perpetuamente
del valor y fama del famoso y aventajado pastor Meliso, cuyas dolorosas
obsequias se renuevan y se irán renovando de año en año tal día como
mañana, en tanto que en nuestras riberas hubiere pastores y en nuestras
almas no faltare el conocimiento de lo que se debe a la bondad y valor de
Meliso. A lo menos, de mí os sé decir que, en tanto que la vida me durare,
no dejaré de acordaros a su tiempo la obligación en que os tiene puestos la
habilidad, cortesía y virtud del sin par Meliso; y así agora os la acuerdo
y os advierto que mañana es el día en que se ha de renovar el desdichado,
donde tanto bien perdimos, como fue perder la agradable presencia del
prudente pastor Meliso. Por lo que a la bondad suya debéis y por lo que a
la intención que tengo de serviros estáis obligados, os ruego, pastores,
que mañana, al romper del día, os halléis todos en el valle de los
Cipreses, donde está el sepulcro de las honradas cenizas de Meliso, para
que allí, con tristes cantos y piadosos sacrificios, procuremos alegerar la
pena, si alguna padece, a aquella venturosa alma que en tanta soledad nos
ha dejado.
Y diciendo esto, con el tierno sentimiento que la memoria de la muerte de
Meliso le causaba, sus venerables ojos se llenaron de lágrimas,
acompañándole en ellas casi los más de los circunstantes, los cuales, todos
de una mesma conformidad, se ofrecieron de acudir otro día adonde Telesio
les mandaba, y lo mesmo hicieron Timbrio y Silerio, Nísida y Blanca, por
parecerles que no sería bien dejar de hallarse en ocasión tan piadosa y en
junta de tan célebres pastores como allí imaginaron que se juntarían. Con
esto se despidieron de Telesio y tomaron a seguir el comenzado camino de la
aldea, mas no se habían apartado mucho de aquel lugar, cuando vieron venir
hacia ellos al desamorado Lenio, con semblante tan triste y pensativo que
puso admiración en todos; y tan transportado en sus imaginaciones venía, que
pasó lado con lado de los pastores sin que los viese, antes, torciendo el
camino a la izquierda mano, no hubo andado muchos pasos cuando se arrojó al
pie de un verde sauce y, dando un recio y profundo sospiro, levantó la mano
y puniéndola por el collar del pellico, tiró tan recio que le hizo pedazos
hasta abajo, y luego se quitó el zurrón del lado, y, sacando de él un
pulido rabel, con grande atención y sosiego se le puso a templar; y, a cabo
de poco espacio, con lastimada y concertada voz comenzó a cantar de manera
que forzó a todos los que habían visto a que se parasen a escucharle hasta
el de su canto, que fue este:
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LENIO
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Dulce Amor, ya me
arrepiento
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de
mis pasadas porfías;
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ya de hoy más confieso y siento
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que
fue sobre burlerías
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levantado
su cimiento.
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5
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Ya el rebelde cuello erguido
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humilde
pongo y rendido
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al yugo de tu obediencia;
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ya
conozco la potencia
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de
tu valor extendido.
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10
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Sé que puedes
cuanto quieres,
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y que quieres lo imposible;
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sé que muestras bien quién eres
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en
tu condición terrible,
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en tus penas y placeres.
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15
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Y sé, en fin, que yo soy quien
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tuvo siempre a mal tu bien,
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tu
engaño por desengaño,
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tus
certezas por engaño,
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por
caricias tu desdén.
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20
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Estas cosas bien sabidas,
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han
agora descubierto
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en
mis entrañas rendidas
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que tú solo eres el puerto
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do
descansan nuestras vidas.
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25
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Tú,
la implacable tormenta
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que al alma más atormenta,
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|
|
vuelves
en serena calma;
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tú eres gusto y luz del alma,
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y manjar que la sustenta.
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30
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Pues esto juzgo y
confieso,
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aunque tarde vengo en ello,
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tiempla tu rigor y exceso,
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Amor, y del flaco cuello
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aligera un poco el peso.
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35
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Al
ya rendido enemigo
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no se ha de dar el castigo
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como a aquel que se defiende;
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cuanto más que aquí se ofende
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quien ya quiere ser tu amigo.
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40
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Salgo de la pertinacia
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do me tuvo mi malicia,
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y el estar en tu desgracia,
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y apelo de tu justicia
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ante el rostro de tu gracia.
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45
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Que, si a mi poco
valor
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no le quilata en favor
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de
tu gracia conocida,
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presto
dejaré la vida
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en las manos del dolor.
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50
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Las de Gelasia me
han puesto
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en
tan extraña agonía,
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que, si más porfía en esto,
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|
mi dolor y su porfía
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sé que acabarán bien presto.
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55
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¡Oh,
dura Gelasia, esquiva,
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zahareña,
dura, altiva!
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¿Por qué gustas, di, pastora,
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que el corazón que te adora
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|
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en
tantos tormentos viva?
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60
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Sexto y último libro
Poco
fue lo que cantó Lenio, pero lo que lloró fue tanto que allí quedara
deshecho en lágrimas si los pastores no acudieran a consolarle. Mas como él
los vio venir y conoció entre ellos a Tirsi, sin más detenerse, se levantó
y se fue a arrojar a sus pies, abrazándole estrechamente las rodillas y,
sin dejar las lágrimas, le dijo:
-Ahora puedes, famoso pastor, tomar justa venganza del atrevimiento que
tuve de competir contigo, defendiendo la injusta causa que mi ignorancia me
proponía. Ahora digo que puedes levantar el brazo, y con algún agudo
cuchillo traspasar este corazón donde cupo tan notoria simpleza como era no
tener al Amor por universal señor del mundo. Pero de una cosa te quiero
advertir: que, si quieres tomar al justo la venganza de mi yerro, que me
dejes con la vida que sostengo, que es tal que no hay muerte que se le com
pare.
Había ya Tirsi levantado del suelo al lastimado Lenio, y, teniéndole
abrazado, con discretas y amorosas palabras procuraba consolarle
diciéndole:
-La mayor culpa que hay en las culpas, Lento amigo, es el estar pertinaces
en ellas, porque es de condición de demonios el nunca arrepentirse de los
yerros cometidos; y, asimesmo, una de las principales causas que mueve y
fuerza a perdonar las ofensas es ver el ofendido arrepentimiento en el que
ofende; y más cuando está el perdonar en manos de quien no hace nada en
hacerlo, pues su noble condición le tira y compele a que lo haga, quedando
más rico y satisfecho con el perdón que con la venganza, como se ve esto a
cada paso en los grandes señores y reyes, que más gloria granjean en
perdonar las injurias que en vengarlas. Y pues tú, Lenio, confiesas el
error en que has estado y conoces agora las poderosas fuerzas del Amor, y
entiendes de él que es señor universal de nuestros corazones, por este
nuevo conocimiento y por el arrepentimiento que tienes, puedes estar confiado
a vivir seguro que el generoso y blanco Amor te reducirá presto a sosegada
y amorosa vida; que si ahora te castiga con darte la penosa que tienes,
hácelo porque le conozcas y porque después tengas y estimes en más la
alegra duda piensa darte.
A estas razones añadieron otras muchas Elicio y los demás pastores que allí
estaban, con las cuales pareció que quedó Lenio algo más consolado, y luego
les contó cómo moría por la cruel pastora Gelasia, exagerándoles la esquiva
y desamorada condición suya y cuán libre y exenta estaba de pensar en
ningún efecto amoroso, encareciéndoles también el insufrible tormento que
por ella el gentil pastor Galercio padecía, de quien ella hacía tan poco
caso, que mil veces le había puesto en términos de desesperarse.
Mas después que por un rato en estas cosas hubieron razonado, tomaron a
seguir su camino, llevando consigo a Lenio y sin sucederles otra cosa,
llegaron al aldea, llevándose consigo Elicio a Tirsi, Damón, Erastro, Lauso
y Arsindo. Con Daranio se fueron Crisio, Orfenio, Marsilio y Orompo.
Florisa y las otras pastoras se fueron con Galatea y con su padre, Aurelio,
quedando primero concertado que otro día, al salir del alba, se juntasen
para ir al valle de los Cipreses, como Telesio les había mandado, para
celebrar las obsequias de Meliso, en las cuales, como ya está dicho,
quisieron hallarse Timbrio, Silerio, Nísida y Blanca, que con el venerable
Aurelio aquella noche se fueron.
FIN DEL LIBRO QUINTO
Sexto y último libro de Galatea
Apenas
habían los rayos del dorado Febo comenzado a dispuntar por la más baja
línea de nuestro horizonte, cuando el anciano y venerable Telesio hizo
llegar a los oídos de todos los que en el aldea estaban el lastimero son de
su bocina, señal que movió a los que le escucharon a dejar el reposo de los
pastorales lechos y acudir a lo que Telesio pedía. Pero los primeros que en
esto tomaron la mano fueron Elicio, Aurelio, Daranio y todos los pastores y
pastoras que con ellos estaban, no faltando las hermosas Nísida y Blanca los
venturosos Timbrio y Silerio, con otra cantidad de gallardos pastores y
bellas pastoras que a ellos se juntaron y al número de treinta llegarían,
entre los cuales iban la sin par Galatea, nuevo milagro de hermosura, y la
recién desposada Silveria, la cual llevaba consigo a la hermosa y zahareña
Belisa, por quien el pastor Marsilio tan amorosas y mortales angustias
padecía. Había venido Belisa a visitar a Silveria y darle el parabién del
nuevo recibido estado, y quiso asimesmo hallarse en tan célebres obsequias
como esperaba serían las que tantos y tan famosos pastores celebraban.
Salieron, pues, todos juntos de la aldea, fuera de la cual hallaron a
Telesio con otros muchos pastores que le acompañaban, todos vestidos y
adornados de manera que bien mostraban que para triste y lamentable negocio
habían sido juntados. Ordenó luego Telesio, porque con intenciones más
puras y pensamientos más reposados se hiciesen aquel día los solemnes
sacrificios, que todos los pastores fuesen juntos por su parte y desviados
de las pastoras, y que ellas lo mesmo hiciesen, de que los menos quedaron
contentos y los más, no muy satisfechos, especialmente el apasionado
Marsilio, que ya había visto a la desamorada Belisa, con cuya vista quedó
tan fuera de sí y tan suspenso, cual lo conocieron bien sus amigos Orompo,
Crisio y Orfenio, los cuales, viéndole tal, se llegaron a él, y Orompo le
dijo:
-Esfuerza, amigo Marsilio, esfuerza y no des ocasión con tu desmayo a que
se descubra el poco valor de tu pecho; ¿qué sabes si el Cielo, movido a
compasión de tu pena, ha traído a tal tiempo a estas riberas a la pastora
Belisa para que las remedie?
-Antes para más acabarme, a lo que yo creo -respondió Marsilio-, habrá ella
venido a este lugar, que de mi ventura esto y más se debe temer; pero yo
haré, Orompo, lo que mandas, si acaso puede conmigo en este duro trance más
la razón que mi sentimiento.
Y con esto volvió algo más en sí Marsilio, y luego los pastores por una
parte, y las pastoras por otra, como de Telesio estaba ordenado, se
comenzaron a encaminar al valle de los Cipreses, llevando todos un
maravilloso silencio, hasta que, admirado Timbrio de ver la frescura y
belleza del claro Tajo, por do caminaba, vuelto a Elicio, que al lado le
venía, le dijo:
-No poca maravilla me causa, Elicio, la incomparable belleza de esas
frescas riberas y no sin razón, porque quien ha visto, como yo, las
espaciosas del nombrado Betis y las que visten y adornan el famoso Ebro y
al conocido Pisuerga, y en las apartadas tierras ha paseado las del santo
Tíber y las amenas del Po, celebrado por la caída del atrevido mozo, sin
dejar de haber rodeado las frescuras del apacible Sebeto, grande ocasión
había de ser la que a maravilla me moviese a ver otras algunas.
-No vas tan fuera de camino en lo que dices, según yo creo, discreto
Timbrio -respondió Elicio-, que con los ojos no veas la razón que de
decirlo tienes; porque, sin duda, puedes creer que la amenidad y frescura
de las riberas de este río hacen notoria y conocida ventaja a todas las que
has nombrado, aunque entrase en ellas las del apartado Janto y del conocido
Anfriso y el enamorado Alfeo, porque tiene y ha hecho cierto la experiencia
que, casi por derecha línea, encima de la mayor parte de estas riberas, se
muestra un cielo luciente y claro, que, con un largo movimiento y con vivo
resplandor, parece que convida a regocijo y gusto al corazón que de él está
más ajeno. Y si ello es verdad que las estrellas y el sol se mantienen,
como algunos dicen, de las aguas de acá bajo, creo firmemente que las de
este río sean en gran parte ocasión de causar la belleza del cielo que le
cubre, o creeré que Dios, por la mesma razón que dicen que mora en los
cielos, en esta parte haga lo más de su habitación. La tierra que lo
abraza, vestida de mil verdes ornamentos, parece que hace fiesta y se
alegra de poseer en sí un don tan raro y agradable; y el dorado río, como
en cambio, en los abrazos de ella dulcemente entretejiéndose, forma como de
industria mil entradas y salidas, que a cualquiera que las mira llenan el
alma de placer maravilloso, de donde nace que, aunque los ojos tomen de
nuevo muchas veces a mirarle, no por eso dejan de hallar en él cosas que
les causen nuevo placer y nueva maravilla. Vuelve, pues, los ojos, valeroso
Timbrio, y mira cuánto adornan sus riberas las muchas aldeas y ricas
caserías que por ellas se ven fundadas. Aquí se ve en cualquiera sazón el
año andar la risueña Primavera con la hermosa Venus en hábito sucinto y
amoroso, y Céfiro, que la acompaña, con la madre Flora delante, esparciendo
a manos llenas varias y odoríferas flores. Y la industria de sus moradores
ha hecho tanto que la Naturaleza, encorporada con el Arte, es hecha
artífice y connatural del Arte, y de entrambas a dos se ha hecho una tercia
Naturaleza, a la cual no sabré dar nombre. De sus cultivados jardines, con
quien los huertos Hespérides y de Alcino pueden callar; de los espesos
bosques, de los pacíficos olivos, verdes laureles y acopados mirtos; de sus
abundosos pastos, alegres valles y vestidos collados, arroyos y fuentes que
en esta ribera se hallan, no se espere que yo diga más, sino que, si en
alguna parte de la tierra los Campos Elíseos tienen asiento, es, sin duda,
en ésta. ¿Qué diré de la industria de las altas ruedas, con cuyo continuo
movimiento sacan las aguas del profundo río y humedecen abundosamente las
eras que por largo espacio están apartadas? Añádese a todo esto criarse en
estas riberas las más hermosas y discretas pastoras que en la redondez del
suelo pueden hallarse, para cuyo testimonio, dejando aparte el que la
experiencia nos muestra y lo que tú, Timbrio, ha que estás en ellas y has
visto, bastará traer, por ejemplo, a aquella pastora que allí ves, ¡oh,
Timbrio!
Y, diciendo esto, señaló con el cayado a Galatea, y, sin decir más, dejó
admirado a Timbrio de ver la discreción y palabras con que había alabado
las riberas del Tajo y la hermosura de Galatea. Y respondiéndole que no se
le podía contradecir ninguna cosa de las dichas, en aquellas y en otras
entretenían la pesadumbre del camino, hasta que, llegados a vista del valle
de los Cipreses, vieron que de él salían casi otros tantos pastores y
pastoras como los que con ellos iban. Juntáronse todos y con sosegados
pasos comenzaron a entrar por el sagrado valle, cuyo sitio era tan extraño
y maravilloso, que, aun a los mesmos que muchas veces le habían visto,
causaba nueva admiración y gusto. Levántanse en una parte de la ribera del
famoso Tajo, en cuatro diferentes y contrapuestas partes, cuatro verdes y
apacibles collados, como por muros y defensores de un hermoso valle que en
medio contienen, cuya entrada en él por otros cuatro lugares es concedida,
los cuales mesmos collados estrechan el modo, que vienen a formar cuatro
largas y apacibles calles, a quien hacen pared de todos lados altos e
infinitos cipreses, puestos por tal orden y concierto que hasta las mesmas
ramas de los unos y de los otros parece que igualmente van creciendo, y que
ninguna se atreve a pasar ni salir un punto más de la otra. Cierran y
ocupan el espacio que entre ciprés y ciprés se hace mil olorosos rosales y
suaves jazmines, tan juntos y entretejidos como suelen estar en los
vallados de las guardadas viñas las espinosas zarzas y puntosas
cambroneras. De trecho en trecho de estas apacibles entradas se ven correr
por entre la verde y menuda hierba, claros y frescos arroyos de limpias y
sabrosas aguas, que en las faldas de los mesmos collados tienen su
nacimiento. Es el remate y fin de estas calles una ancha y redonda plaza
que los recuestos y los cipreses forman, en medio de la cual está puesta
una artificiosa fuente de blanco y precioso mármol fabricada, con tanta
industria y artificio hecha, que las vistosas del conocido Tíbuli y las
soberbias de la antigua Tinacria no le pueden ser comparadas. Con el agua
de esta maravillosa fuente se humedecen y sustentan las frescas hierbas de
la deleitosa plaza. Y lo que más hace a este agradable sitio digno de
estimación y reverencia es ser previlegiado de las golosas bocas de los
simples corderuelos y mansas ovejas, y de otra cualquier suerte de ganado:
que sólo sirve de guardador y tesorero de los honrados huesos de algunos
famosos pastores, que, por general decreto de todos los que quedan vivos en
el contorno de aquellas riberas, se determina y ordena ser digno y
merecedor de tener sepultura en este famoso valle. Por esto se veían entre
los muchos y diversos árboles que por las espaldas de los cipreses estaban,
en el lugar y distancia que había de ellos hasta las faldas de los
collados, algunas sepulturas, cuál de las cuál de mármol fabricadas, en
cuyas blancas piedras se leían los nombres de los que en ellas estaban
sepultados. Pero la que más sobre todas resplandecía, y la que más a los
ojos de todos se mostraba, era la del famoso pastor Meliso, la cual,
apartada de las otras, a un lado de la ancha plaza, de lisas y negras
pizarras y de blanco y bien labrado alabastro hecha parecía. Y, en el mesmo
punto que los ojos de Telesio la miraron, volviendo el rostro a toda
aquella agradable compañía, con sosegada voz y lamentables acentos les
dijo:
-Veis allí, gallardos pastores, discretas y hermosas pastoras; veis allí,
digo, la triste sepultura donde reposan los honrados huesos del nombrado
Meliso, honor y gloria de nuestras riberas. Comenzad, pues, a levantar al
Cielo los humildes corazones, y con puros afectos, abundantes lágrimas y
profundos sospiros, entonad los santos himnos y devotas oraciones, y
rogalde tenga por bien de acoger en su estrellado asiento la bendita alma
del cuerpo que allí yace.
Y, en diciendo esto, se llegó a un ciprés de aquellos y, cortando algunas
ramas, hizo de ellas una funesta guirnalda con que coronó sus blancas y
veneradas sienes, haciendo señal a los demás que lo mesmo hiciesen, de cuyo
ejemplo movidos todos, en un momento se coronaron de las tristes ramas; y,
guiados de Telesio, llegaron a la sepultura, donde lo primero que Telesio
hizo fue inclinar las rodillas y besar la dura piedra del sepulcro.
Hicieron todos lo mesmo, y algunos hubo que, tiernos con la memoria de Meliso,
dejaban regado con lágrimas el blanco mármol que besaban. Hecho esto, mandó
Telesio encender el sacro fuego, y en un momento alrededor de la sepultura
se hicieron muchas, aunque pequeñas, hogueras, en las cuales solas ramas de
ciprés se quemaban; y el venerable Telesio, con graves y sosegados pasos,
comenzó a rodear la pira y a echar en todos los ardientes fuegos alguna
cantidad de sacro y oloroso incienso, diciendo cada vez que lo esparcía
alguna breve y devota oración a rogar por el alma de Meliso encaminada, al
fin de la cual levantaba la tremante voz y todos los circunstantes, con
triste y piadoso acento, respondían: « Amén, amén », tres veces, a cuyo
lamentable sonido resonaban los cercanos collados y apartados valles. Y las
ramas de los altos cipreses y de los otros muchos árboles, de que el valle
estaba lleno, heridas de un manso céfiro que soplaba, hacían y formaban un
sordo y tristísimo susurro, casi como en señal de que por su parte ayudaban
a la tristeza del funesto sacrificio.
Tres veces rodeó Telesio la sepultura, y tres veces dijo las piadosas
plegarias, y otras nueve se escucharon los llorosos acentos del « amén »
que los pastores repetían. Acabada esta ceremonia, el anciano Telesio se
arrimó a un subido ciprés que a la cabecera de la sepultura de Meliso se
levantaba, y con volver el rostro a una y otra parte hizo que todos los
circunstantes estuviesen atentos a lo que decir quería; y luego, levantando
la voz todo lo que pudo conceder la antigÜedad de sus años, con maravillosa
elocuencia comenzó a alabar las virtudes de Meliso, la integridad de su
inculpable vida, la alteza de su ingenio, la entereza de su ánimo, la
graciosa gravedad de su plática y la excelencia de su poesía y, sobre todo,
la solicitud de su pecho en guardar y cumplir la santa religión que
profesado había, juntando a estas otras tantas y tales virtudes de Meliso,
que, aunque el pastor no fuera tan conocido de todos los que a Telesio
escuchaban, sólo por lo que él decía quedaran aficionados a amarle si fuera
vivo, y a reverenciarle después de muerto. Concluyó, pues, el viejo su
plática diciendo:
-Si a do llegaron, famosos pastores, las bondades de Meliso y adonde llega
el deseo que tengo de alabarlas, llegara la bajeza de mi corto
entendimiento, y las flacas y pocas fuerzas adquiridas de mis tantos y tan
cansados años no me acortaran la voz y el aliento, primero este sol que nos
alumbra le viérades bañar una y otra vez en el grande Océano, que yo cesara
de la comenzada plática; mas, pues esto en mi marchita edad no se permite,
suplid vosotros mi falta, y mostraos agradecidos a las frías cenizas de
Meliso, celebrándolas en la muerte como os obliga el amor que él os tuvo en
la vida. Y puesto que a todos en general nos toca y cabe parte de esta
obligación, a quien en particular más obliga es a los famosos Tirsi y
Damón, como a tan conocidos amigos y familiares suyos; y así les ruego cuan
encarecidamente puedo, correspondan a esta deuda supliendo y cantando
ellos, con más reposada y sonora voz, lo que yo he faltado llorando con la
trabajosa mía.
No dijo más Telesio, ni aun fuera menester decirlo para que los pastores se
moviesen a hacer lo que se les rogaba, porque luego, sin replicar cosa
alguna, Tirsi sacó su rabel e hizo señal a Damón que lo mesmo hiciese, a
quien acompañaron luego Elicio y Lauso y todos los pastores que allí
instrumentos tenían; y a poco espacio formaron una tan triste y agradable
música, que, aunque regalaba los oídos, movía los corazones a dar señales
de tristeza con lágrimas que los ojos derramaban. Juntábase a esto la dulce
armonía de los pintados y muchos pajarillos que por los aires cruzaban, y
algunos sollozos que las pastoras, ya tiernas y movidas con el razonamiento
de Telesio y con lo que los pastores hacían, de cuando en cuando de sus hermosos
pechos arrancaban; y era de suerte que, concordándose el son de la triste
música y el de la alegre armonía de los jilguerillos, calandrias y
ruiseñores, y el amargo de los profundos gemidos, formaba todo junto un tan
extraño y lastimoso concerto que no hay lengua que encarecerlo
pueda. De allí al poco espacio, cesando los demás instrumentos, solos los
cuatro de Tirsi, Damón, Elicio y de Lauso se escucharon, los cuales,
llegándose al sepulcro de Meliso, a los cuatro lados del sepulcro, señal
por donde todos los presentes entendieron que alguna cosa cantar querían, y
así lesrestaron un maravilloso y sosegado silencio; y luego el famoso
Tirsi, con levantada, triste y sonora voz, ayudándole Elicio, Damón y
Lauso, de esta manera comenzó a cantar:
|
TIRSI
|
|
Tal cual es la
ocasión de nuestro llanto,
|
|
no sólo nuestro, mas de todo
el suelo,
|
|
pastores, entonad el triste
canto.
|
|
DAMON
|
|
El aire rompan,
lleguen hasta el cielo
|
|
los
sospiros dolientes, fabricados
|
5
|
|
|
|
|
|
entre justa piedad y justo
duelo.
|
|
ELICIO
|
|
Serán de tierno
humor siempre bañados
|
|
mis ojos, mientras viva la
memoria,
|
|
Meliso, de tus hechos
celebrados.
|
|
LAUSO
|
|
Meliso, digno de
inmortal historia,
|
10
|
|
|
|
|
|
digno que goces en el Cielo
santo
|
|
de alegre vida y de perpetua
gloria.
|
|
TIRSI
|
|
Mientras que a
las grandezas me levanto
|
|
de cantar sus hazañas, como
pienso,
|
|
pastores, entonad el triste
canto.
|
15
|
|
|
|
|
|
DAMON
|
|
Como puedo, Meliso, recompenso
|
|
a tu amistad: con lágrimas
vertidas,
|
|
con ruegos píos y sagrado
incienso.
|
|
ELICIO
|
|
Tu muerte tiene
en llanto convertidas
|
|
nuestras
dulces, pasadas alegrías,
|
20
|
|
|
|
|
|
y a tierno sentimiento
reducidas.
|
|
LAUSO
|
|
Aquellos claros, venturosos días,
|
|
donde el mundo gozó de tu
presencia,
|
|
se han vuelto en noches
miserables, frías.
|
|
TIRSI
|
|
¡Oh, muerte, que
con presta violencia
|
25
|
|
|
|
|
|
tal vida en poca tierra
reduciste!
|
|
¿A quién no alcanzará tu
diligencia?
|
|
DAMON
|
|
Después, oh,
muerte, que aquel golpe diste
|
|
que echó por tierra nuestro
fuerte arrimo,
|
|
de hierba el prado ni de flor
se viste.
|
30
|
|
|
|
|
|
ELICIO
|
|
Con la memoria de
este mal reprimo
|
|
el bien, si alguno llega a mi
sentido,
|
|
y con nueva aspereza me
lastimo.
|
|
LAUSO
|
|
¿Cuándo suele
cobrarse el bien perdido?
|
|
¿Cuándo el mal sin buscarle no
se halla?
|
35
|
|
|
|
|
|
¿Cuándo hay quietud en el
mortal ruido?
|
|
TIRSI
|
|
¿Cuándo de la
mortal, fiera batalla
|
|
triunfó la vida, y cuándo,
contra el tiempo,
|
|
se opuso o fuerte arnés o dura
malla?
|
|
DAMON
|
|
Es nuestra vida
un sueño, un pasatiempo
|
40
|
|
|
|
|
|
un vano encanto, que
desaparece
|
|
cuando más firme pareció en su
tiempo.
|
|
ELICIO
|
|
Día que al medio
curso se escurece,
|
|
y le sucede noche tenebrosa,
|
|
envuelta en sombras que el
temor ofrece.
|
45
|
|
|
|
|
|
LAUSO
|
|
Mas tú, pastor
famoso, en venturosa
|
|
hora pasaste de este mar
insano
|
|
a la dulce región maravillosa,
|
|
TIRSI
|
|
después que en el
aprisco veneciano
|
|
las causas y demandas
decidiste
|
50
|
|
|
|
|
|
del gran pastor del ancho
suelo hispano;
|
|
DAMON
|
|
después también
que con valor sufriste
|
|
el trance de Fortuna
acelerado,
|
|
que a Italia hizo, y aun a
España, triste;
|
|
ELICIO
|
|
y después que, en
sosiego reposado
|
55
|
|
|
|
|
|
con las nueve doncellas
solamente
|
|
tanto
tiempo estuviste retirado,
|
|
LAUSO
|
|
sin que las
fieras armas del Oriente,
|
|
ni la francesa furia
inquietase
|
|
tu levantada y sosegada mente;
|
60
|
|
|
|
|
|
TIRSI
|
|
entonces
quiso el Cielo que llegase
|
|
la fría mano de la muerte
airada,
|
|
y en tu vida el bien nuestro
arrebatase.
|
|
DAMON
|
|
Quedó tu suerte
entonces mejorada,
|
|
quedó la nuestra a un triste,
amargo lloro
|
65
|
|
|
|
|
|
perpetua,
eternamente condenada.
|
|
ELICIO
|
|
Vióse el sacro,
virgíneo, hermoso coro
|
|
de aquellas moradoras de
Parnaso
|
|
romper llorando sus cabellos
de oro.
|
|
LAUSO
|
|
A lágrimas movió
el doliente caso
|
70
|
|
|
|
|
|
el gran competidor del niño
ciego,
|
|
que entonces de dar luz se
mostró escaso.
|
|
TIRSI
|
|
No
entre las armas y el ardiente fuego
|
|
los tristes teucros tanto se
afligieron
|
|
con el engaño del astuto
griego,
|
75
|
|
|
|
|
|
|
|
como lloraron, como repitieron
|
|
el nombre de Meliso los
pastores,
|
|
cuando informados de su muerte
fueron.
|
|
DAMON
|
|
No de olorosas,
variadas flores
|
|
adornaron sus frentes, ni
cantaron
|
80
|
|
|
|
|
|
con voz suave algún cantar de
amores.
|
|
|
|
De funesto ciprés
se coronaron,
|
|
y en triste, repetido, amargo
llanto
|
|
lamentables
canciones entonaron.
|
|
ELICIO
|
|
Y así, pues, hoy
el áspero quebranto
|
85
|
|
|
|
|
|
y la memoria amarga se
renueva,
|
|
pastores, entonad el triste
canto,
|
|
|
|
que el duro caso
que a doler nos lleva
|
|
que tal, que será pecho de
diamante
|
|
el que a llorar en él no se
conmueva.
|
90
|
|
|
|
|
|
LAUSO
|
|
El firme pecho,
el ánimo constante
|
|
que en las adversidades
siempre tuvo
|
|
este pastor por mil lenguas se
cante,
|
|
|
|
como el desdén
que de contino hubo
|
|
en el pecho de Filis indignado
|
95
|
|
|
|
|
|
cual firme roca contra el mar
estuvo.
|
|
TIRSI
|
|
Repítanse los
versos que ha cantado,
|
|
queden en la memoria de las
gentes
|
|
por muestras de su ingenio
levantado.
|
|
DAMON
|
|
Por tierras de
las nuestras diferentes
|
100
|
|
|
|
|
|
lleve su nombre la parlera
fama
|
|
con pasos prestos y alas
diligentes.
|
|
ELICIO
|
|
Y de su casta y
amorosa llama,
|
|
ejemplo tome el más lascivo
pecho
|
|
y el que en ardor menos cabal
se inflama.
|
105
|
|
|
|
|
|
LAUSO
|
|
¡Venturoso
Meliso, que, a despecho
|
|
de mil contrastes fieros de
Fortuna,
|
|
vives ahora alegre y
satisfecho!
|
|
TIRSI
|
|
Poco te cansa,
poco te importuna
|
|
esta mortal bajeza que
dejaste,
|
110
|
|
|
|
|
|
llena de más mudanzas que la
luna.
|
|
DAMON
|
|
Por firme alteza
la humildad trocaste,
|
|
por bien el mal, la muerte por
la vida:
|
|
tan seguro temiste y
esperaste.
|
|
ELICIO
|
|
De esta mortal,
al parecer, caída,
|
115
|
|
|
|
|
|
quien vive bien, al cabo se
levanta,
|
|
cual tú, Meliso, a la región
florida,
|
|
|
|
donde por más de
una inmortal garganta
|
|
se despide la voz, que gloria
suena,
|
|
gloria repite, dulce gloria
canta;
|
120
|
|
|
|
|
|
|
|
donde la hermosa,
clara faz serena
|
|
se ve, en cuya visión se goza
y mira
|
|
la suma gloria más perfecta y
buena.
|
|
|
|
Mi flaca voz a tu
alabanza aspira
|
|
y tanto cuanto más crece el
deseo,
|
125
|
|
|
|
|
|
tanto, Meliso, el miedo le
retira.
|
|
|
|
Que aquello que
contemplo agora, y veo
|
|
con
el entendimiento levantado,
|
|
del sacro tuyo, sobrehumano
arreo,
|
|
|
|
|
|
|
|
|
tiene mi entendimiento acobardado,
|
130
|
|
|
|
|
|
y solo paro en levantar las
cejas
|
|
y en recoger los labios de
admirado.
|
|
LAUSO
|
|
Con tu partida,
en triste llanto dejas
|
|
cuantos con tu presencia se
alegraban,
|
|
y el mal se acerca porque tú
te alejas.
|
135
|
|
|
|
|
|
TIRSI
|
|
En tu sabiduría
se enseñaban
|
|
los rústicos pastores, y, en
un punto,
|
|
con nuevo ingenio y discreción
quedaban.
|
|
|
|
Pero llegóse
aquel forzoso punto
|
|
donde tú te partiste y do
quedamos
|
140
|
|
|
|
|
|
con poco ingenio y corazón
difunto.
|
|
|
|
Esta amarga memoria celebramos
|
|
los que en la vida te quisimos
tanto,
|
|
cuanto ahora en la muerte te
lloramos.
|
|
|
|
|
|
|
|
|
Por esto, al son
de tan confuso llanto,
|
145
|
|
|
|
|
|
cobrando de contino nuevo
aliento,
|
|
pastores, entonad el triste
canto.
|
|
|
|
Lleguen do llega
el duro sentimiento
|
|
las lágrimas vertidas y
sospiros,
|
|
con quien se aumenta el
presuroso viento.
|
150
|
|
|
|
|
|
|
|
Poco os encargo,
poco sé pediros;
|
|
más habéis de sentir que
cuanto ahora
|
|
puede mi atada lengua
referiros.
|
|
|
|
Mas, pues Febo se
ausenta y descolora
|
|
la tierra, que se cubre en
negro manto,
|
155
|
|
|
|
|
|
hasta que venga la esperada
aurora,
|
|
pastores, cesad ya del triste
canto
|
Tirsi, que comenzado había la triste y dolorosa elegía, fue el que la
puso fin, sin que le pusiesen por un buen espacio a las lágrimas todos
los que el lamentable canto escuchado habían. Mas, a esta sazón, el
venerable Telesio les dijo: -Pues habemos
cumplido en parte, gallardos y comedidos pastores, con la obligación que
al venturoso Meliso tenemos, poned por agora silencio a vuestras tiernas
lágrimas y dad algún vado a vuestros dolientes sospiros, pues ni por
ellas ni ellos podemos cobrar la pérdida que lloramos; y puesto que el
humano sentimiento no pueda dejar de mostrarle en los adversos
acaecimientos, todavía es menester templar la demasía de sus accidentes
con la razón que al discreto acompaña; y, aunque las lágrimas y sospiros
sean señales del amor que se tiene al que se llora, más provecho
consiguen las almas por quien se derraman con los píos sacrificios y
devotas oraciones que por ellas se hacen, que si todo el mar Oceano por
los ojos de todo el mundo hecho lágrimas se destilase. Y por esta razón y
por la que tenemos de dar algún alivio a nuestros cansados cuerpos, será
bien que, dejando lo que nos resta de hacer para el venidero día, por
agora, visitéis vuestros zurrones, y cumpláis con lo que Naturaleza os
obliga.
Y en diciendo esto, dio orden como todas las pastoras estuviesen a una
parte del valle, junto a la sepultura de Meliso, dejando con ellas seis
de los más ancianos pastores que allí había, y los demás, poco desviados
de ellas, en otra parte se estuvieron; y luego, con lo que en los
zurrones traían, y con el agua de la clara fuente, satisficieron a la
común necesidad de la hambre, acabando a tiempo que ya la noche vestía de
una mesma color todas las cosas debajo de nuestro horizonte contenidas, y
la luciente luna mostraba su rostro hermoso y claro en toda la entereza
que tiene cuando más el rubio hermano sus rayos le comunica. Pero, de
allí a poco rato, levantándose un alterado viento, se comenzaron a ver
algunas negras nubes que algún tanto la luz de la casta diosa encubrían,
haciendo sombras en la tierra, señales por donde algunos pastores que
allí estaban, en la rústica astrología maestros, algún venidero turbión y
borrasca esperaban; mas todo paró en no más de quedar la noche parda y
serena, y en acomodarse ellos a descansar sobre la fresca hierba
entregando los ojos al dulce y reposado sueño, como lo hicieron todos, si
no algunos que repartieron como en centinelas la guarda de las pastoras,
y la de algunas antorchas que alrededor de la sepultura de Meliso ardiendo
quedaban. Pero ya que el sosegado silencio se extendió por todo aquel
sagrado valle, y ya que el perezoso Morfeo había con el bañado ramo
tocado las sienes y párpados de todos los presentes, a tiempo que a la
redonda de nuestro polo buena parte las errantes estrellas andado habían,
señalando los puntuales cursos de la noche, en aquel instante, de la
mesma sepultura de Meliso se levantó un grande y maravilloso fuego, tan
luciente y claro, que en un momento todo el escuro valle quedó con tanta
claridad como si el mesmo sol le alumbrara; por la cual improvisa
maravilla, los pastores que despiertos junto a la sepultura estaban,
cayeron atónitos en el suelo, deslumbrados y ciegos con la luz del
transparente fuego, el cual hizo contrario efecto en los demás que durmiendo
estaban, porque, heridos de sus rayos, huyó de ellos el pesado sueño, y,
aunque con dificultad alguna, abrieron los dormidos ojos, y, viendo la
extrañeza de la luz que se les mostraba, confusos y admirados quedaron; y
así, cual en pie, cual recostado, y cual sobre las rodillas puesto, cada
uno, con admiración y espanto, el claro fuego miraba. Todo lo cual visto
por Telesio, adornándose en un punto de las sacras vestiduras, acompañado
de Elicio, Tirsi, Damón, Lauso y de otros animosos pastores, poco a poco
se comenzó a llegar al fuego, con intención de, con algunos lícitos y
acomodados exorcismos, procurar deshacer o entender de dó procedía la
extraña visión que se les mostraba. Pero, ya que llegaban cerca de las
encendidas llamas, vieron que, dividiéndose en dos partes, en medio de
ellas parecía una tan hermosa y agraciada ninfa, que en mayor admiración
les puso que la vista del ardiente fuego. Mostraba estar vestida de una
rica y sotil tela de plata, recogida y retirada a la cintura, de modo que
la mitad de las piernas se descubrían, adornadas con unos coturnos, o
calzado justo, dorados, llenos de infinitos lazos de listones de
diferentes colores; sobre la tela de plata traía otra vestidura de verde
y delicado cendal, que, llevado a una y a otra parte por un ventecillo
que mansamente soplaba, extremadamente parecía; por las espaldas traía
esparcidos los más luengos y rubios cabellos que jamás ojos humanos
vieron, y sobre ellos, una guirnalda sólo de verde laurel compuesta; la
mano derecha ocupaba con un alto ramo de amarilla y vencedora palma, y la
izquierda con otro de verde y pacífica oliva, con los cuales ornamentos
tan hermosa y admirable se mostraba, que a todos los que la miraban tenía
colgados de su vista; de tal manera, que, desechando de sí el temor
primero, con seguros pasos alrededor del fuego se llegaron,
persuadiéndose que de tan hermosa visión ningún daño podía sucederles. Y
estando, como se ha dicho, todos transportados en mirarla, la bella ninfa
abrió los brazos a una y a otra parte, e hizo que las apartadas llamas
más se apartasen y dividiesen, para dar lugar a que mejor pudiese ser
mirada; y luego, levantando el sereno rostro, con gracia y gravedad
extraña, a semejantes razones dio principio:
-Por los efectos que mi improvisa vista ha causado en vuestros corazones,
discreta y agradable compañía, podéis considerar que no en virtud de
malignos espíritus ha sido formada esta figura mía que aquí se os
presenta, porque una de las razones por do se conoce ser una visión buena
o mala es por los efectos que hace en el ánimo de quien la mira; porque
la buena, aunque cause en él admiración y sobresalto, el tal sobresalto y
admiración viene mezclado con un gustoso alboroto, que a poco rato le
sosiega y satisface; al revés de lo que causa la visión perversa, la cual
sobresalta, descontenta, atemoriza y jamás asegura. Esta verdad os
aclarará la experiencia cuando me conozcáis y yo os diga quién soy y la
ocasión que me ha movido a venir de mis remotas moradas a visitaros. Y
porque no quiero teneros colgados del deseo que tenéis de saber quién yo
sea, sabed, discretos pastores y bellas pastoras, que yo soy una de las
nueve doncellas que en las altas sagradas cumbres de Parnaso tienen su
propia y conocida morada. Mi nombre es Calíope; mi oficio y condición es
favorecer y ayudar a los divinos espíritus, cuyo loable ejercicio es
ocuparse en la maravillosa y jamás como debe alabada ciencia de la
Poesía: yo soy la que hice cobrar eterna fama al antiguo ciego natural de
Esmirna, por él solamente famosa; la que hará vivir el mantuano Títiros
por todos los siglos venideros, hasta que el tiempo se acabe; y la que
hace que se tengan en cuenta, desde la pasada hasta la edad presente, los
escritos tan ásperos como discretos del antiquísimo Enio. En fin, soy
quien favoreció a Catulo, la que nombró a Horacio, eternizó a Propercio,
y soy la que con inmortal fama tiene conservada la memoria del conocido
Petrarca, y la que hizo bajar a los escuros infiernos y subir a los
claros cielos al famoso Dante; soy la que ayudó a tejer al divino Ariosto
la variada y hermosa tela que compuso; la que en esta patria vuestra tuvo
familiar amistad con el agudo Boscán y con el famoso Garcilaso, con el
docto y sabio Castillejo y el artificioso Torres Naharro, con cuyos
ingenios, y con los frutos de ellos, quedó vuestra patria enriquecida y
satisfecha; yo soy la que moví la pluma del celebrado Aldana, y la que no
dejó jamás el lado de don Fernando de Acuña, y la que me precio de la
estrecha amistad y conversación que siempre tuve con la bendita alma del
cuerpo que en esta sepultura yace, cuyas obsequias, por vosotros
celebradas, no sólo han alegrado su espíritu, que ya por la región eterna
se pasea, sino que a mí me han satisfecho de suerte que, forzada, he
venido a agradeceros tan loable y piadosa costumbre como es la que entre
vosotros se usa. Y así, os prometo, con las veras que de mi virtud pueden
esperarse, que, en pago del beneficio que a las cenizas de mi querido y
amado Meliso habéis hecho, de hacer siempre que en vuestras riberas jamás
falten pastores que en la alegre ciencia de la Poesía a todos los de las
otras riberas se aventajen; favoreceré asimesmo siempre vuestros consejos
y guiaré vuestros entendimientos, de manera que nunca déis torcido voto
cuando decretéis quién es merecedor de enterrarse en este sagrado valle:
porque no será bien que, de honra tan particular y señalada y que sólo es
merecida de los blancos y canoros cisnes, la vengan a gozar los negros y
roncos cuervos. Y así, me parece que será bien daros alguna noticia agora
de algunos señalados varones que en esta vuestra España viven, y al nos
en las apartadas Indias a ellas sujetas, los cuales, si todos o alguno de
ellos su buena ventura le trujere a acabar el curso de sus días en estas
riberas, sin duda alguna le podéis conceder sepultura en este famoso
sitio junto con esto, os quiero advertir que no entendáis que los
primeros que nombrare son dignos de más honra que los postreros, porque
en esto no pienso guardar orden alguna. Que, puesto que yo alcanzo la
diferencia que el uno al otro y los otros a los otros hacen, quiero dejar
esta declaración en duda, porque vuestros ingenios en entender la
diferencia de los suyos tengan en que ejercitarse, de los cuales darán
testimonio sus obras. Irélos nombrando como se me vinieren a la memoria,
sin que ninguno se atribuya a que ha sido favor que yo le he hecho en
haberme acordado de él primero que de otro, porque, como digo, a
vosotros, discretos pastores, dejo que después les déis el lugar que os
pareciere que de justicia se les debe. Y para que con menos pesadumbre y
trabajo a mi larga relación estéis atentos, haréla de suerte que sólo
sintáis disgusto por la brevedad de ella.
Calló diciendo esto la bella ninfa, y luego tomó una arpa que junto a sí
tenía, que hasta entonces de ninguno había sido vista; y, en comenzándola
a tocar, parece que comenzó a esclarecerse el cielo, y que la luna, con
nuevo y no usado resplandor, alumbraba la tierra; los árboles, a despecho
de un blando céfiro que soplaba, tuvieron quedas las ramas; y los ojos de
todos los que allí estaban no se atrevían a abajar los párpados, porque,
aquel breve punto que se tardaban en alzarlos, no se privasen de la
gloria que en mirar la hermosura de la ninfa gozaban; y aun quisieran
todos que todos sus cinco sentidos se convirtieran en el del oír
solamente: con tal extrañeza, con tal dulzura, con tanta suavidad tocaba
el arpa la bella musa, la cual, después de haber tañido un poco, con la
más sonora voz que imaginarse puede, en semejantes versos dio principio:
CANTO
DE CALIOPE
|
|
Al dulce son de
mi templada lira
|
1
|
|
|
|
|
prestad, pastores, el oído
atento:
|
|
oiréis cómo en mi voz y en
él respira
|
|
de mis hermanas el sagrado
aliento.
|
|
Veréis como os suspende, y
os admira
|
|
y colma vuestras almas de
contento,
|
|
cuando os dé relación, aquí
en el suelo,
|
|
de los ingenios que ya son
del Cielo.
|
|
|
|
Pienso cantar
de aquellos solamente
|
2
|
|
|
|
|
|
a quien la Parca el hilo aún
no ha cortado,
|
|
de aquellos que son dignos
justamente
|
|
de en tal lugar tenerle
señalado,
|
|
donde, a pesar del tiempo
diligente,
|
|
por el laudable oficio
acostumbrado
|
|
vuestro, vivan mil siglos
sus renombres,
|
|
sus claras obras, sus
famosos nombres.
|
|
|
|
Y el que con
justo título merece
|
3
|
|
|
|
|
|
gozar de alta y honrosa
preeminencia,
|
|
un don Alonso es, en quien
florece
|
|
del sacro Apolo la divina
ciencia;
|
|
y en quien con alta lumbre
resplandece
|
|
de Marte el brío y sin igual
potencia,
|
|
de Leiva tiene el
sobrenombre ilustre
|
|
que a Italia ha dado, y aun
a España, lustre.
|
|
|
|
Otro del mesmo
nombre, que de Arauco
|
4
|
|
|
|
|
|
cantó las guerras y el valor
de España
|
|
el cual los reinos donde
habita Glauco
|
|
pasó y sintió la embravecida
saña;
|
|
no fue su voz, no fue su
acento rauco,
|
|
que uno y otro fue de gracia
extraña,
|
|
y tal, que Ercillla, en este
hermoso asiento,
|
|
merece eterno y sacro
monumento.
|
|
|
|
Del famoso don
Juan de Silva os digo
|
5
|
|
|
|
|
|
que toda gloria y todo honor
merece,
|
|
así por serle Febo tan
amigo,
|
|
como por el valor que en él
florece.
|
|
Serán de esto sus obras buen
testigo,
|
|
en las cuales su ingenio
resplandece
|
|
con claridad que al
ignorante alumbra
|
|
y al sabio agudo a veces le
deslumbra.
|
|
|
|
Crezca el
número rico de esta cuenta
|
6
|
|
|
|
|
|
aquel con quien la tiene tal
el Cielo,
|
|
que con febeo aliento le
sustenta,
|
|
y con valor de Marte, acá en
el suelo.
|
|
A Homero iguala si a
escrebir intenta,
|
|
y a tanto llega de su pluma
el vuelo,
|
|
cuanto es verdad que a todos
es notorio
|
|
el alto ingenio de don Diego
Osorio.
|
|
|
|
Por cuantas
vías la parlera fama
|
7
|
|
|
|
|
|
puede loar un caballero
ilustre,
|
|
por tantas su valor claro
derrama,
|
|
dando sus hechos a su nombre
lustre.
|
|
Su vivo ingenio, su virtud
inflama
|
|
más de una lengua a que, de
lustre en lustre
|
|
sin que cursos de tiempos
las espanten,
|
|
de don Francisco de Mendoza
canten.
|
|
|
|
¡Feliz don
Diego de Sarmiento, ilustre,
|
8
|
|
|
|
|
|
y
Carvajal famoso producido
|
|
de nuestro coro y e
Hipocrene ilustre,
|
|
mozo en la edad, anciano en
el sentido!
|
|
De siglo en siglo irá, de
lustre en lustre,
|
|
a pesar de las aguas del
olvido
|
|
tu nombre con tus obras
excelentes,
|
|
de lengua en lengua y de
gente en gentes.
|
|
|
|
Quiéroos
mostrar por cosa soberana,
|
9
|
|
|
|
|
|
en tierna edad, maduro
entendimiento,
|
|
destreza
y gallardía sobrehumana,
|
|
cortesía,
valor, comedimiento;
|
|
y quien puede mostrar en la
toscana
|
|
como en su propia lengua
aquel talento
|
|
que mostró el que cantó la
casa de Este:
|
|
un don Gutierre Carvajal es
este.
|
|
|
|
Tú, don Luis de
Vargas, en quien veo
|
10
|
|
|
|
|
|
maduro ingenio en verdes,
pocos días,
|
|
procura de alcanzar aquel
trofeo
|
|
que te prometen las hermanas
mías;
|
|
mas tan cerca estás de él,
que, a lo que creo,
|
|
ya triunfas, pues procuras
por mil vías
|
|
virtuosas y sabias que tu
fama
|
|
resplandezca con viva y
clara llama.
|
|
|
|
Del claro Tajo
la ribera hermosa
|
11
|
|
|
|
|
|
adornan
mil espíritus divinos,
|
|
que hacen nuestra edad más
venturosa
|
|
que aquella de los griegos y
latinos.
|
|
De ellos pienso decir sola
una cosa:
|
|
que son de vuestro valle y
honra dignos
|
|
tanto cuanto sus obras nos
lo muestran,
|
|
que al camino del Cielo nos
adiestran.
|
|
|
|
Dos famosos doctores, presidentes
|
12
|
|
|
|
|
|
en las ciencias de Apolo, se
me ofrecen
|
|
que no más que en la edad
son diferentes,
|
|
y en el trato e ingenio se
parecen.
|
|
Admíranlos
ausentes y presentes,
|
|
y entre unos y otros tanto
resplandecen
|
|
con su saber altísimo y
profundo,
|
|
que presto han de admirar a
todo el mundo.
|
|
|
|
Y el nombre que
me viene más a mano
|
13
|
|
|
|
|
|
de estos dos que a loar aquí
me atrevo
|
|
es del doctor famoso
Campuzano,
|
|
a quien podéis llamar
segundo Febo.
|
|
El alto ingenio suyo, el
sobrehumano
|
|
discurso nos descubre un
mundo nuevo,
|
|
de tan mejores Indias y
excelencias,
|
|
cuánto mejor que el oro son
las ciencias.
|
|
|
|
Es el doctor
Suárez, que de Sosa
|
14
|
|
|
|
|
|
el sobrenombre tiene, que se
sigue,
|
|
que de una y otra lengua
artificiosa
|
|
lo más cendrado y lo mejor
consigue.
|
|
Cualquiera que en la fuente
milagrosa,
|
|
cual él la mitigó, la sed
mitigue,
|
|
no tendrá que envidiar al
docto griego,
|
|
ni a aquel que nos cantó el
troyano fuego.
|
|
|
|
Del doctor Vaca
si decir pudiera
|
15
|
|
|
|
|
|
lo que yo siento de él, sin
duda creo
|
|
que cuantos aquí estáis os
suspendiera:
|
|
tal es su ciencia, su virtud
y arreo.
|
|
Yo he sido en ensalzarle la
primera
|
|
del sacro coro, y soy la que
deseo
|
|
eternizar su nombre en
cuanto al suelo
|
|
diere su luz el gran señor
de Delo.
|
|
|
|
Si la fama os
trujere a los oídos,
|
16
|
|
|
|
|
|
de algún famoso ingenio
maravillas,
|
|
conceptos bien dispuestos y
subidos,
|
|
y ciencias que os asombren
en oíllas,
|
|
cosas que paran sólo en los
sentidos
|
|
y la lengua no puede
referillas,
|
|
el dar salida a todo dubio y
traza,
|
|
sabed que es el licenciado
Daza.
|
|
|
|
Del maestro
Garay las dulces obras
|
17
|
|
|
|
|
|
me incitan sobre todos a
alabarle;
|
|
tú, Fama, que al ligero
tiempo sobras,
|
|
ten por heroica empresa el
celebrarle.
|
|
Verás cómo en él más fama
cobras,
|
|
Fama, que está la tuya en
ensalzarle,
|
|
que hablando de esta fama,
en verdadera
|
|
has de trocar la fama de
parlera.
|
|
|
|
Aquel ingenio
que al mayor humano
|
18
|
|
|
|
|
|
se deja atrás, y aspira al
que es divino,
|
|
y, dejando a una parte el
castellano,
|
|
sigue el heroico verso del
latino;
|
|
el nuevo Homero, el nuevo
mantuano,
|
|
es el maestro Córdoba, que
es digno
|
|
de celebrarse en la dichosa
España,
|
|
y en cuanto el sol alumbra y
el mar baña.
|
|
|
|
De ti, el
doctor Francisco Díaz, puedo
|
19
|
|
|
|
|
|
asegurar a estos mis
pastores
|
|
que, con seguro corazón y
ledo,
|
|
pueden aventajarse en tus
loores.
|
|
Y si en ellos yo agora corta
quedo,
|
|
debiéndose a tu ingenio los
mayores,
|
|
es porque el tiempo es
breve, y no me atrevo
|
|
a poderte pagar lo que te
debo.
|
|
|
|
Luján, que con
la toga merecida
|
20
|
|
|
|
|
|
honras el propio y el ajeno
suelo,
|
|
y con tu dulce musa conocida
|
|
subes tu fama hasta el más
alto cielo,
|
|
yo te daré después de muerto
vida,
|
|
haciendo que, en ligero y
presto vuelo,
|
|
la fama de tu ingenio único,
solo,
|
|
vaya del nuestro hasta el
contrario polo.
|
|
|
|
El alto ingenio
y su valor declara
|
21
|
|
|
|
|
|
un licenciado tan amigo
vuestro
|
|
cuanto ya sabéis que es Juan
de Vergara,
|
|
honra del siglo venturoso
nuestro.
|
|
Por la senda que él sigue,
abierta y clara,
|
|
yo mesma el paso y el
ingenio adiestro,
|
|
y, adonde él llega, de
llegar me pago,
|
|
y en su ingenio y virtud me
satisfago.
|
|
|
|
Otros os quiero
nombrar, porque se estime
|
22
|
|
|
|
|
|
y tenga en precio mi
atrevido canto,
|
|
el cual hará que ahora más
le anime,
|
|
y llegue allí donde el deseo
levanto.
|
|
Y es este que me fuerza y
que me oprime
|
|
a decir sólo de él y cantar
cuanto
|
|
canto de los ingenios más
cabales:
|
|
el licenciado Alonso de
Morales.
|
|
|
|
Por la difícil
cumbre va subiendo
|
23
|
|
|
|
|
|
al templo de la Fama, y se
adelanta,
|
|
un generoso mozo, el cual,
rompiendo
|
|
por la dificultad que más
espanta,
|
|
tan presto ha de llegar
allá, que entiendo
|
|
que en profecía ya la fama
canta
|
|
del lauro que le tiene
aparejado
|
|
al
licenciado Hernando Maldonado.
|
|
|
|
La sabia
frente, de laurel honroso
|
24
|
|
|
|
|
|
adornada veréis, de aquel
que ha sido
|
|
en todas ciencias y artes
tan famoso,
|
|
que es ya por todo el orbe
conocido.
|
|
Edad
dorada, siglo venturoso,
|
|
que gozar de tal hombre has
merecido:
|
|
¿cuál siglo, cuál edad ahora
te llega,
|
|
si en ti está Marco Antonio
de la Vega?
|
|
|
|
Un Diego se me
viene a la memoria
|
25
|
|
|
|
|
|
que de Mendoza es cierto que
se llama,
|
|
digno que sólo de él se
hiciera historia
|
|
tal, que llegara allí donde
su fama.
|
|
Su ciencia y su virtud, que
es tan notoria,
|
|
que ya por todo el orbe se
derrama,
|
|
admira los ausentes y
presentes
|
|
de las remotas y cercanas
gentes.
|
|
|
|
Un conocido el
alto Febo tiene,
|
26
|
|
|
|
|
|
¿qué digo un conocido?, un
verdadero
|
|
amigo, con quien sólo se
entretiene,
|
|
que es de toda ciencia
tesorero.
|
|
Y es este que de industria
se detiene
|
|
a no comunicar su bien
entero,
|
|
Diego Durán, en quien
contino dura
|
|
y durará el valor, ser y
cordura.
|
|
|
|
¿Quién pensáis
que es aquel que en voz sonora
|
27
|
|
|
|
|
|
sus
ansias canta regaladamente,
|
|
aquel en cuyo pecho Febo
mora,
|
|
el docto Orfeo y Arión
prudente?
|
|
Aquel que, de los reinos del
aurora
|
|
hasta los apartados de
occidente,
|
|
es conocido, amado y
estimado
|
|
por el famoso López
Maldonado.
|
|
|
|
¿Quién pudiera
loaros, mis pastores,
|
28
|
|
|
|
|
|
un pastor vuestro amado y
conocido,
|
|
pastor mejor de cuantos son
mejores,
|
|
que de Fílida tiene el
apellido?
|
|
La habilidad, la ciencia,
los primores,
|
|
el raro ingenio y el valor
subido
|
|
de Luis de Montalvo le
aseguran
|
|
gloria y honor mientras los
cielos duran.
|
|
|
|
El sacro Ibero,
de dorado acanto,
|
29
|
|
|
|
|
|
de siempre verde hiedra y
blanca oliva
|
|
su frente adorne, y en
alegre canto
|
|
su gloria y fama para
siempre viva,
|
|
pues su antiguo valor
ensalza tanto,
|
|
que al fértil Nilo de su
nombre priva,
|
|
de Pedro de Liñán la sotil
pluma,
|
|
de todo el bien de Apolo
cifra y suma.
|
|
|
|
De Alonso de
Valdés me está incitando
|
30
|
|
|
|
|
|
el raro y alto ingenio a que
de él cante,
|
|
y que os vaya, pastores,
declarando
|
|
que a los más raros pasa, y
va adelante.
|
|
Halo mostrado ya, y lo va
mostrando
|
|
en el fácil estilo y
elegante
|
|
con que descubre el
lastimado pecho
|
|
y alaba el mal que el fiero
amor le ha hecho.
|
|
|
|
Admíreos un
ingenio en quien se encierra
|
31
|
|
|
|
|
|
todo cuanto pedir puede el
deseo,
|
|
ingenio que, aunque vive acá
en la tierra,
|
|
de alto Cielo es su caudal y
arreo.
|
|
Ora trate de paz, ora de
guerra,
|
|
todo cuanto yo miro, escucho
y leo
|
|
del celebrado Pedro de
Padilla,
|
|
me causa nuevo gusto y
maravilla.
|
|
|
|
Tú, famoso
Gaspar Alfonso, ordenas,
|
32
|
|
|
|
|
|
según aspiras a inmortal
subida,
|
|
que yo no pueda celebrarte
apenas,
|
|
si te he de dar loor a tu
medida.
|
|
Las
plantas fertilísimas, amenas,
|
|
que nuestro celebrado monte
anida,
|
|
todas
ofrecen ricas aureolas
|
|
para ceñir y honrar tus
sienes solas.
|
|
|
|
De Cristóbal de
Mesa os digo cierto
|
33
|
|
|
|
|
|
que puede honrar vuestro
sagrado valle;
|
|
no sólo en vida, mas después
de muerto
|
|
podéis con justo título
alaballe.
|
|
De sus heroicos versos el
concierto,
|
|
su grave y alto estilo,
pueden dalle
|
|
alto y honroso nombre,
aunque callara
|
|
la fama de él, y yo no me
acordara.
|
|
|
|
Pues sabéis
cuánto adorna y enriquece
|
34
|
|
|
|
|
|
vuestras riberas Pedro de
Ribera;
|
|
dalde el honor, pastores,
que merece,
|
|
que yo seré en honrarle la
primera.
|
|
Su dulce musa, su virtud,
ofrece
|
|
un sujeto cabal donde
pudiera
|
|
la fama, y cien mil famas,
ocuparse,
|
|
y en solos sus loores
extremarse.
|
|
|
|
Tú, que de Luso
el sin igual tesoro
|
35
|
|
|
|
|
|
trujiste en nueva forma a la
ribera
|
|
del fértil río a quien el
lecho de oro
|
|
tan famoso le hace adonde
quiera:
|
|
con el debido aplauso y el
decoro
|
|
debido a ti, Benito de
Caldera,
|
|
y a tu ingenio sin par,
prometo honrarte,
|
|
y de lauro y de hiedra
coronarte.
|
|
|
|
De aquel que la
cristiana poesía
|
36
|
|
|
|
|
|
tan en su punto ha puesto en
tanta gloria,
|
|
haga la Fama y la memoria
mía
|
|
famosa para siempre su
memoria.
|
|
De donde nace a donde muere
el día,
|
|
la ciencia sea y la bondad
notoria
|
|
del gran Francisco de
Guzmán, que el arte
|
|
de Febo sabe, así como el de
Marte.
|
|
|
|
Del capitán
Salcedo está bien claro
|
37
|
|
|
|
|
|
que llega su divino
entendimiento
|
|
al punto más subido, agudo y
raro
|
|
que puede imaginar el
pensamiento.
|
|
Si le comparo, a él mesmo le
comparo,
|
|
que no hay comparación que
llegue a cuento
|
|
de tamaño valor, que la
medida
|
|
ha de mostrar ser falta o
ser torcida.
|
|
|
|
Por la
curiosidad y entendimiento
|
38
|
|
|
|
|
|
de Tomás de Gracián, dadme
licencia
|
|
que yo le escoja en este
valle asiento
|
|
igual a su virtud, valor y
ciencia;
|
|
el cual, si llega a su
merecimiento,
|
|
será de tanto grado y
preeminencia,
|
|
que, a lo que creo, pocos se
le igualen:
|
|
tanto su ingenio y sus
virtudes valen.
|
|
|
|
Agora, hermanas
bellas, de improviso
|
39
|
|
|
|
|
|
Bautista de Vivar quiere
alabaros
|
|
con tanta discreción, gala y
aviso,
|
|
que podáis, siendo musas,
admiraros.
|
|
No cantará desdenes de
Narciso,
|
|
que a Eco solitaria cuestan
caros,
|
|
sino cuidados suyos, que han
nacido
|
|
entre alegre esperanza y
triste olvido.
|
|
|
|
Un nuevo
espanto, un nuevo asombro y miedo
|
40
|
|
|
|
|
|
me acude y sobresalta en
este punto,
|
|
sólo por ver que quiero y
que no puedo
|
|
subir de honor al más subido
punto
|
|
al grave Baltasar, que de
Toledo
|
|
el sobrenombre tiene, aunque
barrunto
|
|
que de su docta pluma el
alto vuelo
|
|
le ha de subir hasta el
impíreo Cielo.
|
|
|
|
Muestra en un
ingenio la experiencia
|
41
|
|
|
|
|
|
que en años verdes y en edad
temprana
|
|
hace su habitación así la
ciencia,
|
|
como en la edad madura,
antigua y cana.
|
|
No entraré con alguno en
competencia
|
|
que contradiga una verdad
tan llana,
|
|
y más si acaso a sus oídos
llega
|
|
que lo digo por vos, Lope de
Vega.
|
|
|
|
De pacífica oliva coronado,
|
42
|
|
|
|
|
|
ante mi entendimiento se
presenta
|
|
agora el sacro Betis,
indignado,
|
|
y de mi inadvertencia se
lamenta.
|
|
Pide que, en el discurso
comenzado,
|
|
de los raros ingenios os dé
cuenta
|
|
que en sus riberas moran, y
yo ahora
|
|
harélo con la voz muy más
sonora.
|
|
|
|
Mas ¿qué haré,
que en los primeros pasos
|
43
|
|
|
|
|
|
que doy descubro mil
extrañas cosas,
|
|
otros mil nuevos Pindos y
Parnasos,
|
|
otros coros de hermanas más
hermosas,
|
|
con que mis altos bríos
quedan lasos,
|
|
y más cuando, por causas
milagrosas,
|
|
oigo cualquier sonido servir
de Eco,
|
|
cuando se nombra el nombre
de Pacheco?
|
|
|
|
Pacheco es este
con quien tiene Febo
|
44
|
|
|
|
|
|
y las hermanas, tan
discretas, mías
|
|
nueva amistad, discreto
trato y nuevo
|
|
desde sus tiernos y pequeños
días.
|
|
Yo desde entonces hasta
agora llevo
|
|
por tan extrañas, desusadas
vías
|
|
su ingenio y sus escritos,
que han llegado
|
|
al título de honor más
encumbrado.
|
|
|
|
En punto estoy
donde, por más que diga
|
45
|
|
|
|
|
en alabanza del divino
Herrera,
|
|
|
será de poco fruto mi
fatiga,
|
|
aunque le suba hasta la
cuarta esfera.
|
|
Mas, si soy sospechosa por
amiga,
|
|
sus obras y su fama
verdadera
|
|
dirán que en ciencias es
Hernando solo
|
|
del Gange al Nilo, y de uno
al otro polo.
|
|
|
|
De otro
Fernando quiero daros cuenta,
|
46
|
|
|
|
|
|
que de Cangas se nombra, en
quien se admira
|
|
el suelo, y por quien vive y
se sustenta
|
|
la ciencia en quien al sacro
lauro aspira.
|
|
Si al alto Cielo algún
ingenio intenta
|
|
de levantar y de poner la
mira,
|
|
póngala en este sólo, y dará
al punto
|
|
en el más ingenioso y alto
punto.
|
|
|
|
De don
Cristóbal, cuyo sobrenombre
|
47
|
|
|
|
|
|
es de Villarroel, tened
creído
|
|
que bien merece que jamás su
nombre
|
|
toque las aguas negras del
olvido.
|
|
Su ingenio admire, su valor
asombre,
|
|
y el ingenio y valor sea
conocido
|
|
por el mayor extremo que
descubre
|
|
en cuanto mira el sol o el
suelo encubre.
|
|
|
|
Los ríos de
elocuencia que del pecho
|
48
|
|
|
|
|
|
del grave, antiguo Cicerón
manaron;
|
|
los que al pueblo de Atenas
satisfecho
|
|
tuvieron y a Demóstenes
honraron;
|
|
los ingenios que el tiempo
ha ya deshecho
|
|
que tanto en los pasados se
estimaron,
|
|
humíllense a la ciencia alta
y divina
|
|
del maestro Francisco de
Medina.
|
|
|
|
Puedes, famoso Betis, dignamente,
|
49
|
|
|
|
|
|
al Mincio, al Amo, al Tibre
aventajarte,
|
|
y alzar contento la sagrada
frente
|
|
y en nuevos anchos senos
dilatarte,
|
|
pues quiso el cielo, que en
tu bien consiente,
|
|
tal gloria, tal honor, tal
fama darte,
|
|
cual te la adquiere a tus
riberas bellas
|
|
Baltasar del Alcázar, que
está en ellas.
|
|
|
|
Otro veréis en
quien veréis cifrada
|
50
|
|
|
|
|
|
del sacro Apolo la más rara
ciencia,
|
|
que, en otros mil sujetos
derramada,
|
|
hace en todos de sí grave
aparencia.
|
|
Mas, en este sujeto
mejorada,
|
|
asiste en tantos grados de
excelencia,
|
|
que bien puede Mosquera, el
licenciado,
|
|
ser como el mesmo Apolo
celebrado.
|
|
|
|
No se desdeña
aquel varón prudente,
|
51
|
|
|
|
|
|
que de ciencias adorna y
enriquece
|
|
su limpio pecho, de mirar la
fuente
|
|
que en nuestro monte en
sabias aguas crece;
|
|
antes, en la sin par, clara
corriente
|
|
tanto la sed mitiga, que
florece
|
|
por ello el claro nombre acá
en la tierra
|
|
el gran doctor Domingo de
Becerra.
|
|
|
|
Del famoso
Espinel cosas diría
|
52
|
|
|
|
|
|
que exceden al humano
entendimiento,
|
|
de aquellas ciencias que en
su pecho cría
|
|
el divino, de Febo, sacro
aliento;
|
|
más pues no puede de la
lengua mía
|
|
decir lo menos de lo más que
siento,
|
|
no diga mas sino que al
Cielo aspira,
|
|
ora tome la pluma, ora la
lira.
|
|
|
|
Si queréis ver
en una igual balanza
|
53
|
|
|
|
|
|
al rubio Febo y colorado
Marte,
|
|
procurad de mirar al gran
Carranza,
|
|
de quien el uno y otro no se
parte.
|
|
En él veréis arrugas pluma y
lanza,
|
|
con tanta discreción,
destreza y arte,
|
|
que la destreza, en partes
dividida,
|
|
la tiene a ciencia y arte
reducida.
|
|
|
|
De Lázaro Luis
Iranzo, lira
|
54
|
|
|
|
|
|
templada había de ser más
que la mía,
|
|
a cuyo son cantase el bien
que inspira
|
|
en él el Cielo y el valor
que cría.
|
|
Por las sendas de Marte y
Febo aspira
|
|
a subir do la humana
fantasía
|
|
apenas llega, y él, sin duda
alguna,
|
|
llegará contra el hado y la
Fortuna.
|
|
|
|
Baltasar de
Escobar, que agora adorna
|
55
|
|
|
|
|
|
del Tíber las riberas tan
famosas,
|
|
y con su larga ausencia
desadorna
|
|
las del sagrado Betis,
espaciosas;
|
|
fértil ingenio, si por dicha
torna
|
|
al patrio, amado suelo, a
sus honrosas
|
|
y juveniles sienes les
ofrezco
|
|
el lauro y el honor que yo
merezco.
|
|
|
|
¿Qué título,
qué honor, qué palma o lauro
|
56
|
|
|
|
|
|
sele debe a Juan Sanz, que
de Zumeta
|
|
se nombra, si del indo al
rojo mauro
|
|
cual su musa no hay otra tan
perfeta?
|
|
Su fama aquí de nuevo le
restauro
|
|
con deciros, pastores, cuán
acepta
|
|
será de Apolo cualquier
honra y lustre
|
|
que a Zumeta hagáis que más
le lustre.
|
|
|
|
Dad a Juan de
las Cuevas el debido
|
57
|
|
|
|
|
|
lugar, cuando se ofrezca en
este asiento,
|
|
pastores, pues lo tiene
merecido
|
|
su dulce musa y raro
entendimiento.
|
|
Sé que sus obras del eterno
olvido,
|
|
a despecho y pesar del
violento
|
|
curso del tiempo, librarán
su nombre,
|
|
quedando con un claro alto
renombre.
|
|
|
|
Pastores, si le
viéredes, honraldo
|
58
|
|
|
|
|
|
al famoso varón que os diré
ahora,
|
|
y en graves, dulces versos
celebraldo,
|
|
como a quien tanto en ellos
se mejora.
|
|
El sobrenombre tiene de
Vivaldo;
|
|
de Adam el nombre, el cual
ilustra y dora
|
|
con su florido ingenio y
excelente
|
|
la venturosa nuestra edad
presente.
|
|
|
|
Cual suele
estar de variadas flores
|
59
|
|
|
|
|
|
adorno y rico el más florido
mayo,
|
|
tal de mil vanas ciencias y
primores
|
|
está el ingenio de don Juan
Aguayo.
|
|
Y, aunque más me detenga en
sus loores,
|
|
sólo sabré deciros que me
ensayo
|
|
ahora, y que otra vez os
diré cosas
|
|
tales que las tengáis por
milagrosas.
|
|
|
|
De Juan
Gutiérrez Rufo el claro nombre
|
60
|
|
|
|
|
|
quiero que viva en la
inmortal memoria,
|
|
y que al sabio y al simple
admire, asombre
|
|
la heroica, que compuso,
ilustre historia.
|
|
Déle el sagrado Betis el
renombre
|
|
que su estilo merece; denle
gloria
|
|
los que pueden y saben; déle
el Cielo
|
|
igual la fama a su
encumbrado vuelo.
|
|
|
|
En don Luis de
Góngora os ofrezco
|
61
|
|
|
|
|
|
un vivo, raro ingenio sin
segundo;
|
|
con sus obras me alegro y
enriquezco
|
|
no sólo yo, mas todo el
ancho mundo.
|
|
Y si, por lo que os quiero,
algo merezco,
|
|
hace que su saber alto y
profundo
|
|
en vuestras alabanzas
siempre viva,
|
|
contra el ligero tiempo y
muerte esquiva.
|
|
|
|
Ciña el verde
laurel, la verde hiedra
|
62
|
|
|
|
|
|
y aun la robusta encina,
aquella frente
|
|
de
Gonzalo Cervantes Saavedra,
|
|
pues la deben ceñir tan
justamente.
|
|
Por él la ciencia más de
Apolo medra;
|
|
en él Marte nos muestra el
brío ardiente
|
|
de su furor, con tal razón
medido,
|
|
que por él es amado y es
temido.
|
|
|
|
Tú, que de
Celidón, con dulce plectro,
|
63
|
|
|
|
|
|
heciste resonar el nombre y
fama,
|
|
cuyo admirable y bien limado
metro
|
|
a lauro y triunfo te convida
y llama,
|
|
recibe el mando, la corona y
cetro,
|
|
Gonzalo Gómez, de esta que
te ama,
|
|
en señal que merece tu
persona
|
|
el justo señorío de
Helicona.
|
|
|
|
Tú, Dauro, de
oro conocido río,
|
64
|
|
|
|
|
|
cual bien agora puedes
señalarte,
|
|
y con nueva corriente y
nuevo brío
|
|
al
apartado Hidaspe aventajarte,
|
|
pues Gonzalo Mateo de Berrío
|
|
tanto procura con su ingenio
honrarte,
|
|
que ya tu nombre la parlera
fama,
|
|
por él, por todo el mundo le
derrama.
|
|
|
|
Tejed de verde
lauro una corona,
|
65
|
|
|
|
|
|
pastores, para honrar la
digna frente
|
|
el
licenciado Soto Barahona,
|
|
varón insigne, sabio y
elocuente.
|
|
En él el licor santo de
Helicona,
|
|
si se perdiera en la sagrada
fuente,
|
|
se pudiera hallar, oh,
extraño caso,
|
|
como en las altas cumbres de
Parnaso.
|
|
|
|
De la región
antártica podría
|
66
|
|
|
|
|
|
eternizar
ingenios soberanos,
|
|
que si riquezas hoy sustenta
y cría,
|
|
también
entendimientos sobrehumanos.
|
|
Mostrarlo puedo en muchos
este día,
|
|
y en dos os quiero dar
llenas las manos:
|
|
uno, de Nueva España y nuevo
Apolo;
|
|
del Perú el otro: un sol
único y solo.
|
|
|
|
Francisco, el
uno, de Terrazas, tiene
|
67
|
|
|
|
|
|
el nombre acá y allá tan
conocido,
|
|
cuya vena caudal nueva
Hipocrene,
|
|
ha dado al patrio, venturoso
nido.
|
|
La mesma gloria al otro
igual le viene,
|
|
pues su divino ingenio ha
producido
|
|
en
Arequipa eterna primavera,
|
|
que este es Diego Martínez
de Ribera.
|
|
|
|
Aquí debajo de
felice estrella,
|
68
|
|
|
|
|
|
un resplandor salió tan
señalado,
|
|
que de su lumbre la menor
centella
|
|
nombre de oriente al
occidente ha dado.
|
|
Cuando esta luz nació, nació
con ella
|
|
todo el valor; nació Alonso
Picado;
|
|
nació mi hermano y el de
Palas junto,
|
|
que ambas vimos en él vivo
trasunto.
|
|
|
|
Pues si he de
dar la gloria a ti debida,
|
69
|
|
|
|
|
|
gran Alonso de Estrada, hoy
eres digno
|
|
que no se cante así tan de
corrida
|
|
tu ser y entendimiento
peregrino.
|
|
Contigo está la tierra
enriquecida
|
|
que al Betis mil tesoros da
contino,
|
|
y aun no da el cambio igual:
que no hay tal paga
|
|
que a tan dichosa deuda
satisfaga.
|
|
|
|
Por prenda rara
de esta tierra ilustre,
|
70
|
|
|
|
|
|
claro don Juan, te nos ha
dado el Cielo,
|
|
de Avalos gloria y de Ribera
lustre,
|
|
honra del propio y del ajeno
suelo.
|
|
Dichosa España, do por más
de un lustre
|
|
muestra serán tus obras y
modelo
|
|
de cuanto puede dar
Naturaleza
|
|
de ingenio claro y singular
nobleza.
|
|
|
|
El que en la
dulce patria está contento,
|
71
|
|
|
|
|
|
las puras aguas de Limar
gozando,
|
|
la famosa ribera, el fresco
viento
|
|
con sus divinos versos
alegrando,
|
|
venga, y veréis por suma de
este cuento,
|
|
su heroico brío y discreción
mirando,
|
|
que es Sancho de Ribera en
toda parte
|
|
Febo primero y sin segundo
Marte.
|
|
|
|
Este mesmo
famoso, insigne valle
|
72
|
|
|
|
|
|
un tiempo al Betis usurpar
solía
|
|
un nuevo Homero, a quien
podemos dalle
|
|
la corona de ingenio y
gallardía.
|
|
Las gracias le cortaron a su
talle,
|
|
y el Cielo en todas lo mejor
le envía:
|
|
este ya en vuestro Tajo
conocido,
|
|
Pedro de Montesdoca es su
apellido.
|
|
|
|
En todo cuanto
pedirá el deseo,
|
73
|
|
|
|
|
|
un Diego ilustre de Aguilar
admira,
|
|
un águila real que en vuelo
veo
|
|
alzarse a do llegar ninguno
aspira.
|
|
Su pluma entre cien mil gana
trofeo,
|
|
que, ante ella, la más alta
se retira;
|
|
su estilo y su valor tan
celebrado
|
|
Guánuco lo dirá, pues lo ha
gozado.
|
|
|
|
Un Gonzalo
Fernández se me ofrece,
|
74
|
|
|
|
|
|
gran capitán del escuadrón
de Apolo,
|
|
que hoy de Sotomayor
ensoberbece
|
|
el nombre, con su nombre
heroico y solo.
|
|
En verso admira, y en saber
florece
|
|
en cuanto mira el uno y otro
polo;
|
|
y, si en la pluma en tanto
grado agrada,
|
|
no menos es famoso por la
espada.
|
|
|
|
De un Enrique
Garcés, que al piruano
|
75
|
|
|
|
|
|
reino enriquece, pues con
dulce rima,
|
|
con sutil, ingeniosa y fácil
mano,
|
|
a la más ardua empresa en él
dio cima,
|
|
pues en dulce español al
gran toscano
|
|
nuevo lenguaje ha dado y
nueva estima,
|
|
¿quien será tal que la mayor
le quite,
|
|
aunque el mesmo Petrarca
resucite?
|
|
|
|
Un Rodrigo
Fernández de Pineda,
|
76
|
|
|
|
|
|
cuya vena inmortal, cuya
excelente
|
|
y rara habilidad gran parte
hereda
|
|
del licor sacro de la equina
fuente,
|
|
pues cuanto quiere dél no se
le veda,
|
|
pues de tal gloria goza en
occidente,
|
|
tenga también aquí tan larga
parte,
|
|
cual la merecen hoy su
ingenio y arte.
|
|
|
|
Y tú, que al
patrio Betis has tenido
|
77
|
|
|
|
|
|
lleno de envidia y, con
razón, quejoso
|
|
de que otro cielo y otra
tierra han sido
|
|
testigos de tu canto
numeroso,
|
|
alégrate, que el nombre
esclarecido
|
|
tuyo, Juan de Mestanza,
generoso,
|
|
sin segundo será por todo el
suelo,
|
|
mientras diere su luz el
cuarto cielo.
|
|
|
|
Toda la
suavidad, que en dulce vena
|
78
|
|
|
|
|
|
se puede ver, veréis en uno
solo,
|
|
que al son sabroso de su
musa enfrena
|
|
la furia al mar, el curso al
dios Eolo.
|
|
El nombre de este es
Baltasar de Orena,
|
|
cuya fama del uno al otro
polo
|
|
corre ligera, y del oriente
a ocaso,
|
|
por honra verdadera de
Parnaso.
|
|
|
|
Pues de una
fértil y preciosa planta,
|
79
|
|
|
|
|
|
de allá traspuesta en el
mayor collado
|
|
que en toda la Tesalia se
levanta,
|
|
planta que ya dichoso fruto
ha dado,
|
|
callaré yo lo que la Fama
canta
|
|
del ilustre don Pedro de
Alvarado,
|
|
ilustre, pero ya no menos
claro,
|
|
por su divino ingenio, al
mundo raro.
|
|
|
|
Tú, que con
nueva musa extraordinaria,
|
80
|
|
|
|
|
|
Cairasco, cantas del amor el
ánimo
|
|
y aquella condición del
vulgo varia
|
|
donde se opone al fuerte el
pusilánimo;
|
|
si a este sitio, de la Gran
Canaria
|
|
vinieres, con ardor vivo y
magnánimo
|
|
mis pastores ofrecen a tus
méritos
|
|
mil lauros, mil loores
beneméritos.
|
|
|
|
¿Quién es, oh,
anciano Tormes, el que niega
|
81
|
|
|
|
|
|
que no puedes al Nilo
aventajarte,
|
|
si puede sólo el licenciado
Vega
|
|
más que Títiro al Mincio
celebrarte?
|
|
Bien sé, Damián, que vuestro
ingenio llega
|
|
do alcanza de este honor la
mayor parte,
|
|
pues sé, por muchos años de
experiencia,
|
|
vuestra tan sin igual virtud
y ciencia.
|
|
|
|
Aunque el
ingenio y la elegancia vuestra,
|
82
|
|
|
|
|
|
Francisco Sánchez, se me
concediera,
|
|
por torpe me juzgara y poco
diestra,
|
|
si a querer alabaros me
pusiera.
|
|
Lengua del Cielo, única y
maestra,
|
|
tiene de ser la que por la
carrera
|
|
de vuestras alabanzas se
dilate,
|
|
que hacerlo humana lengua es
disparate.
|
|
|
|
Las raras
cosas, y en estilo nuevas,
|
83
|
|
|
|
|
|
que un espíritu muestran
levantado,
|
|
en cien mil ingeniosas,
arduas pruebas,
|
|
por sabio conocido y
estimado,
|
|
hacen que don Francisco de
las Cuevas
|
|
por mí sea dignamente
celebrado,
|
|
en tanto que la fama
pregonera
|
|
no detuviere su veloz
carrera.
|
|
|
|
Quisiera
rematar mi dulce canto
|
84
|
|
|
|
|
|
en tal sazón, pastores, con
loaros
|
|
un ingenio que al mundo pone
espanto
|
|
y que pudiera en éxtasis
robaros.
|
|
En él cifro y recojo todo
cuanto
|
|
he mostrado hasta aquí y he
de mostraros:
|
|
Fray Luis de León es el que
digo,
|
|
a quien yo reverencio, adoro
y sigo.
|
|
|
|
¿Qué modos, qué
caminos o qué vías
|
85
|
|
|
|
|
|
de alabar buscaré para que
el nombre
|
|
viva mil siglos de aquel
gran Matías
|
|
que de Zúñiga tiene el
sobrenombre?
|
|
A él se den las alabanzas
mías,
|
|
que, aunque yo soy divina y
él es hombre,
|
|
por ser su ingenio, como lo
es, divino,
|
|
de mayor honra y alabanza es
digno.
|
|
|
|
Volved el presuroso pensamiento
|
86
|
|
|
|
|
|
a las riberas del Pisuerga
bellas:
|
|
veréis que aumentan este
rico cuento
|
|
claros ingenios con quien se
honran ellas.
|
|
Ellas no sólo, sino el
firmamento,
|
|
do lucen las claríficas
estrellas,
|
|
honrarse puede bien cuando
consigo
|
|
tenga allá los varones que
aquí digo.
|
|
|
|
Vos, Damasio de
Frías, podéis solo
|
87
|
|
|
|
|
|
loaros a vos mismo, pues no
puede
|
|
hacer, aunque os alabe el
mesmo Apolo,
|
|
que en tan justo loor corto
no quede.
|
|
Vos sois el cierto y el
seguro polo
|
|
por quien se guía aquel que
le sucede
|
|
en el mar de las ciencias
buen pasaje,
|
|
propicio viento y puerto en
su viaje.
|
|
|
|
Andrés Sanz de
Portillo, tú, me envía
|
88
|
|
|
|
|
|
aquel aliento con que Febo
mueve
|
|
tu sabia pluma y alta
fantasía,
|
|
porque te dé el loor que se
te debe.
|
|
Que no podrá la ruda lengua
mía,
|
|
por más caminos que aquí
tiente y pruebe,
|
|
hallar alguno así cual le
deseo
|
|
para loar lo que en ti
siento y veo.
|
|
|
|
Felicísimo
ingenio, que te encumbras
|
89
|
|
|
|
|
|
sobre el que más Apolo ha
levantado,
|
|
y con tus claros rayos nos
alumbras
|
|
y sacas del camino más
errado;
|
|
y aunque ahora con ella me
deslumbras,
|
|
y tienes a mi ingenio
alborotado,
|
|
yo te doy sobre muchos palma
y gloria,
|
|
pues a mí me la has dado,
doctor Soria.
|
|
|
|
Si vuestras
obras son tan estimadas,
|
90
|
|
|
|
|
|
famoso Cantoral, en toda
parte,
|
|
serán
mis alabanzas excusadas,
|
|
si en nuevo modo no os
alabo, y arte.
|
|
Con las palabras más
calificadas,
|
|
con cuanto ingenio el Cielo
en mí reparte,
|
|
os admiro y alabo aquí
callando,
|
|
y llego do llegar no puedo
hablando.
|
|
|
|
Tú, Jerónimo
Vaca y de Quiñones,
|
91
|
|
|
|
|
|
si tanto me he tardado en
celebrarte,
|
|
mi pasado descuido es bien
perdones,
|
|
con la enmienda que ofrezco
de mi parte.
|
|
De hoy más en claras voces y
pregones,
|
|
en la cubierta y descubierta
parte
|
|
del ancho mundo, haré con
clara llama
|
|
lucir tu nombre y extender
tu fama.
|
|
|
|
Tu verde y rico
margen, no de nebro,
|
92
|
|
|
|
|
|
ni de ciprés funesto
enriquecido,
|
|
claro, abundoso y conocido
Ebro,
|
|
sino de lauro y mirto
florecido,
|
|
ahora como puedo le celebro,
|
|
celebrando aquel bien que
han concedido
|
|
el Cielo a tus riberas, pues
en ellas
|
|
moran ingenios claros más
que estrellas.
|
|
|
|
Serán testigos
de esto dos hermanos,
|
93
|
|
|
|
|
|
dos luceros, dos soles de
poesía,
|
|
a quien el Cielo con
abiertas manos
|
|
dio cuanto ingenio y arte
dar podía.
|
|
Edad
temprana, pensamientos canos,
|
|
maduro
trato, humilde fantasía,
|
|
labran eterna y digna
laureola
|
|
a Lupercio Leonardo de
Argensola.
|
|
|
|
Con santa
envidia y competencia santa
|
94
|
|
|
|
|
|
parece que el menor hermano
aspira
|
|
a igualar al mayor, pues se
adelanta
|
|
y sube do no llega humana
mira.
|
|
Por esto escribe y mil
sucesos canta
|
|
con tan suave y acordada
lira,
|
|
que este Bartolomé menor
merece
|
|
lo que al mayor, Lupercio,
se le ofrece.
|
|
|
|
Si el buen
principio y medio da esperanza
|
95
|
|
|
|
|
|
que el fin ha de ser raro y
excelente,
|
|
en cualquier caso ya mi
ingenio alcanza
|
|
que el tuyo has de
encumbrar, Cosme Pariente.
|
|
Y así puedes con cierta
confianza
|
|
prometer a tu sabia, honrosa
frente
|
|
la corona que tiene merecida
|
|
tu claro ingenio, tu
inculpable vida.
|
|
|
|
En soledad, del
Cielo acompañado,
|
96
|
|
|
|
|
|
vives, oh, gran Morillo, y
allí muestras
|
|
que nunca dejan tu cristiano
lado
|
|
otras musas más santas y más
diestras.
|
|
De mis hermanas fuiste
alimentado,
|
|
y ahora, en pago de ello,
nos adiestras,
|
|
y enseñas a cantar divinas
cosas,
|
|
gratas al Cielo, al suelo
provechosas.
|
|
|
|
Turia, tú que
otra vez con voz sonora
|
97
|
|
|
|
|
|
cantaste de tus hijos la
excelencia,
|
|
si gustas de escuchar la mía
ahora,
|
|
formada no en envidia o
competencia,
|
|
oirás cuánto tu fama se
mejora
|
|
con los que yo diré, cuya
presencia,
|
|
valor, virtud, ingenio, te
enriquecen
|
|
y sobre el Indo y Gange te
engrandecen.
|
|
|
|
¡Oh, tú, don
Juan Coloma, en cuyo seno
|
98
|
|
|
|
|
|
tanta gracia del Cielo se ha
encerrado,
|
|
que a la envidia pusiste en
duro freno
|
|
y en la fama mil lenguas has
criado,
|
|
con que del gentil Tajo al
fértil Reno
|
|
tu nombre y tu valor va
levantado!
|
|
Tú, Conde de Elda, en todo
tan dichoso,
|
|
haces el Turia más que el Po
famoso.
|
|
|
|
Aquel en cuyo
pecho abunda y llueve
|
99
|
|
|
|
|
|
siempre una fuente que es
por él divina,
|
|
y a quien el coro de sus
lumbres, nueve,
|
|
como a señor con gran razón
se inclina,
|
|
a quien único nombre se le
debe
|
|
de la etiope hasta la gente
austrina,
|
|
don Luis Garcerán es sin
segundo,
|
|
maestre de Montesa y bien
del mundo.
|
|
|
|
Merece bien en
este insigne valle,
|
100
|
|
|
|
|
|
lugar
ilustre, asiento conocido,
|
|
aquel a quien la fama quiere
darle
|
|
el nombre que su genio ha
merecido.
|
|
Tenga cuidado el Cielo de
loalle,
|
|
pues es del Cielo su valor
crecido:
|
|
el Cielo alabe lo que yo no
puedo
|
|
del sabio don Alonso
Rebolledo.
|
|
|
|
Alzas, doctor
Falcón, tan alto el vuelo
|
101
|
|
|
|
|
|
que el águila caudal atrás
te dejas,
|
|
pues te remontas con tu
ingenio al Cielo
|
|
y de este valle mísero te
alejas.
|
|
Por esto temo y con razón
recelo
|
|
que, aunque te alabe,
formarás mil quejas
|
|
de mí, porque en tu loa
noche y día
|
|
no se ocupan la voz y lengua
mía.
|
|
|
|
Si tuviera,
cual tiene la Fortuna,
|
102
|
|
|
|
|
|
la dulce poesía vana rueda,
|
|
ligera y mas movible que la
luna,
|
|
que ni estuvo ni está ni
estará queda,
|
|
en ella, sin hacer mudanza
alguna,
|
|
pusiera sólo a Micer
Artïeda,
|
|
y el más alto lugar siempre
ocupara,
|
|
por ciencias, por ingenio y
virtud rara.
|
|
|
|
Todas cuantas
bien dadas alabanzas
|
103
|
|
|
|
|
|
diste a raros ingenios, oh,
Gil Polo
|
|
tú las mereces solo y las
alcanzas,
|
|
tú las alcanzas y mereces
solo.
|
|
Ten ciertas y seguras
esperanzas
|
|
que en este valle un nuevo
mauseolo
|
|
te harán estos pastores, do
guardadas
|
|
tus cenizas serán y
celebradas.
|
|
Cristóbal de Virués,
pues se adelanta
|
104
|
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tu ciencia y tu valor tan a
tus años,
|
|
tu mesmo aquel ingenio y
virtud canta,
|
|
con que huyes del mundo los
engaños.
|
|
Tierna, dichosa y bien
nacida planta,
|
|
yo haré que en propios remos
y en extraños
|
|
el fruto de tu ingenio
levantado
|
|
se conozca, se admire y sea
estimado.
|
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|
|
Si conforme al
ingenio que nos muestra
|
105
|
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|
Silvestre de Espinosa, así
se hubiera
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de loar, otra voz más viva y
diestra,
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|
más tiempo y más caudal
menester fuera.
|
|
Mas pues la mía a su
intención adiestra,
|
|
yo le daré por paga
verdadera,
|
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con el bien que del dios de
Delo tiene,
|
|
el mayor de las aguas de
Hipocrene.
|
|
|
|
Entre estos,
como Apolo, venir veo,
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106
|
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hermoseando al mundo con su
vista,
|
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al discreto galán García
Romeo
|
|
dignísimo de estar en esta
lista.
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Si la hija del húmido Peneo
|
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de quien ha sido Ovidio
coronista,
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en campos de Tesalia le
hallara,
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en él y no en laurel se
transformara.
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Rompe el
silencio y santo encerramiento,
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107
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traspasa el aire, al Cielo
se levanta
|
|
de fray Pedro de Huete aquel
acento
|
|
de su divina musa, heroica y
santa.
|
|
Del alto suyo raro
entendimiento
|
|
cantó la fama, ha de cantar
y canta,
|
|
llevando, para dar al mundo
espanto,
|
|
sus obras por testigos de su
canto.
|
|
|
|
Tiempo es ya de
llegar al fin postrero,
|
108
|
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|
dando principio a la mayor
hazaña
|
|
que jamás emprendí, la cual
espero
|
|
que ha de mover al blando
Apolo a saña,
|
|
pues, con ingenio rústico y
grosero,
|
|
a dos soles que alumbran
vuestra España
|
|
(no sólo a España, mas al
mundo todo)
|
|
pienso loar, aunque me falte
el modo.
|
|
|
|
De Febo la
sagrada, honrosa ciencia,
|
109
|
|
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|
la
cortesana discreción madura,
|
|
los bien gastados años, la
experiencia,
|
|
que mil sanos consejos
asegura;
|
|
la agudeza de ingenio, el
advertencia
|
|
en apuntar y en descubrir la
escura
|
|
dificultad y duda que se
ofrece,
|
|
en estos soles dos sólo
florece.
|
|
|
|
En ellos un
epílogo, pastores,
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110
|
|
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|
|
del largo canto mío ahora
hago,
|
|
y a ellos enderezo los
loores
|
|
cuantos habéis oído, y no
los pago:
|
|
que todos los ingenios son
deudores
|
|
a estos de quien yo me
satisfago;
|
|
satisfácese de ellos todo el
suelo,
|
|
y aun los admira, porque son
del Cielo.
|
|
|
|
Estos quiero
que den fin a mi canto,
|
111
|
|
|
|
|
|
y a una nueva admiración
comienzo;
|
|
y si pensáis que en esto me
adelanto,
|
|
cuando os diga quién son,
veréis que os venzo.
|
|
Por ellos hasta el Cielo me
levanto,
|
|
y sin ellos me corro y me
avergÜenzo:
|
|
Tal es Laínez, tal es
Figueroa,
|
|
dignos de eterna y de
incesable loa.
|
No había aún bien
acabado la hermosa ninfa los últimos acentos de su sabroso canto, cuando,
tomándose a juntar las llamas, que divididas estaban, la cerraron en
medio, y luego poco a poco consumiéndose, en breve espacio desapareció el
ardiente fuego y la discreta musa delante de los ojos de todos, a tiempo
que ya la clara aurora comenzaba a descubrir sus frescas y rosadas
mejillas por el espacioso cielo, dando alegres muestras del venidero día.
Y luego el venerable Telesio, puniéndose encima de la sepultura de Meliso
y, rodeado de toda la agradable compañía que allí estaba prestándole
todos una agradable atención y extraño silencio, de esta manera comenzó a
decirles:
-Lo que esta pasada
noche en este mesmo lugar y por vuestros mesmos ojos habéis visto,
discretos y gallardos pastores y hermosas pastoras, os habrá dado a
entender cuán acepta es al Cielo la loable costumbre que tenemos de hacer
estos anales sacrificios y honrosas obsequias por las felices almas de
los cuerpos que por decreto vuestro en este famoso valle tener sepultura
merecieron. Dígoos esto, amigos míos, porque de aquí adelante con más
fervor y diligencia acudáis a poner en efecto tan santa y famosa obra, pues
ya veis de cuán raros y altos espíritus nos ha dado noticia la bella
Calíope, que todos son dignos, no sólo de las vuestras, pero de todas
posibles alabanzas. Y no penséis que es pequeño el gusto que he recibido
en saber por tan verdadera relación cuán grande es el número de los
divinos ingenios que en nuestra España hoy viven, porque siempre ha
estado y está en opinión de todas las naciones extranjeras que no son
muchos, sino pocos, los espíritus que en la ciencia de la poesía en ella
muestran que le tienen levantado, siendo tan al revés como se parece,
pues cada uno de los que la ninfa ha nombrado al más agudo extranjero se
aventaja; y darían claras muestras de ello, si en esta nuestra España se
estimase en tanto la poesía como en otras provincias se estima. Y así,
por esta causa, los insignes y claros ingenios que en ella se aventajan,
con la poca estimación que de ellos los príncipes y el vulgo hacen, con
solos sus entendimientos comunican sus altos y extraños conceptos sin
osar publicarlos al mundo. Y tengo para mí que el Cielo debe de ordenarlo
de esta manera, porque no merece el mundo ni el mal considerado siglo
nuestro gozar de manjares al alma tan gustosos. Mas porque me parece,
pastores, que el poco sueño de esta pasada noche y las largas ceremonias
nuestras os tendrán algún tanto fatigados y deseosos de reposo, será bien
que, haciendo lo poco que nos falta para cumplir nuestro intento, cada
uno se vuelva a su cabaña o al aldea llevando en la memoria lo que la
musa nos deja encomendado.
Y, en diciento esto, se
abajó de la sepultura y, tornándose a coronar de nuevas y funestas ramas,
tomó a rodear la pira tres veces, siguiéndole todos y acompañándole en
algunas devotas oraciones que decía. Esto acabado, teniéndole todos en
medio, volvió el grave rostro a una y otra parte, y, bajando la cabeza y
mostrando agradecido semblante y amorosos ojos, se despidió de toda la
compañía, la cual, yéndose quien por una y quién por otra parte de las
cuatro salidas que aquel sitio tenla, en poco espacio se deshizo y
dividió toda, quedando solos los del aldea de Aurelio, y con ellos
Timbrio, Silerio, Nísida y Blanca, con los famosos pastores Elicio,
Tirsi, Damón, Lauso, Erastro, Daranio, Arsindo y los cuatro lastimados,
Orompo, Marsilio, Crisio y Orfenio, con las pastoras Galatea, Florisa,
Silveria y su amiga Belisa, por quien Marsilio moría. Juntos, pues, todos
estos, el venerable Aurelio les dijo que sería en partirse luego de aquel
lugar para llegar a tiempo de pasar la siesta en el arroyo de las Palmas,
pues tan acomodado sitio era para ello. A todos pareció bien lo que
Aurelio decía, y luego con reposados pasos hacia donde él dijo se
encaminaron.
Mas como la hermosa
vista de la pastora Belisa no dejase reposar los espíritus de Marsilio,
quisiera él, si pudiera y le fuera lícito, llegarse a ella y decirle la
sinrazón que con él usaba, mas, por no perder el decoro que a la
honestidad de Belisa se debía, estábase el triste más mudo de lo que
había menester su deseo. Los mesmos efectos y accidentes hacía amor en
las almas de los enamorados Elicio y Erastro, que cada cual por sí
quisiera decir a Galatea lo que ya ella bien sabía. A esta sazón dijo
Aurelio:
-No me parece bien,
pastores, que os mostréis tan avaros que no queráis corresponder y pagar
lo que debéis a las calandrias y ruiseñoles y a los otros pintados
pajarillos que por entre estos árboles con su no aprendida y maravillosa
armonía os van entretiniendo y regocijando; tocad vuestros instrumentos y
levantad vuestras sonoras voces y mostraldes que el arte y destreza
vuestra en la música a la natural suya se aventaja; y con tal
entretenimiento sentiremos menos la pesadumbre del camino y los rayos del
sol, que ya parece que van amenazando el rigor con que esta siesta han de
herir la tierra.
Poco fue menester para
ser Aurelio obedecido, porque luego Erastro tocó su zampoña, y Arsindo su
rabel, al son de los cuales instrumentos, dando todos la mano a Elicio,
él comenzó a cantar de esta manera:
|
|
ELICIO
|
|
Por lo imposible peleo,
|
|
|
y,
si quiero retirarme,
|
|
|
ni paso ni senda veo:
|
|
|
que, hasta vencer o
acabarme,
|
|
|
tras sí me lleva el deseo.
|
5
|
|
Y aunque sé que aquí es
forzoso
|
|
|
antes
morir que vencer,
|
|
|
cuando
estoy más peligroso,
|
|
|
entonces
vengo a tener
|
|
|
mayor fe en lo más dudoso.
|
10
|
|
|
|
|
El Cielo que me
condena
|
|
|
a no esperar buena andanza
|
|
|
me da siempre a mano llena,
|
|
|
sin las sombras de
esperanza,
|
|
|
mil
certidumbres de pena.
|
15
|
|
Mas
mi echo valeroso,
|
|
|
que se abrasa y se resuelve
|
|
|
en
vivo fuego amoroso,
|
|
|
en
contracambio le vuelve
|
|
|
mayor fe en lo más dudoso.
|
20
|
|
|
|
|
Inconstancia,
firme duda,
|
|
|
falsa
fe, cierto temor,
|
|
|
voluntad
de amor desnuda,
|
|
|
nunca
turban el amor
|
|
|
que de firme no se muda.
|
25
|
|
Vuele
el tiempo presuroso,
|
|
|
suceda
ausencia o desdén,
|
|
|
crezca el mal, mengÜe el
reposo,
|
|
|
que yo tendré por mi bien
|
|
|
mayor fe en lo más dudoso.
|
30
|
|
|
|
|
¿No
es conocida locura
|
|
|
y
notable desvarío
|
|
|
querer yo lo que ventura
|
|
|
me niega, y el hado mío
|
|
|
y la suerte; no asegura?
|
35
|
|
De
todo estoy temeroso;
|
|
|
no hay gusto que me
entretenga,
|
|
|
y, en trance tan peligroso,
|
|
|
me hace el amor que tenga
|
|
|
mayor fe en lo más dudoso.
|
40
|
|
|
|
|
Alcanzo
de mi dolor
|
|
|
que está en tal término
puesto,
|
|
|
que llega donde el amor,
|
|
|
y el imaginar en esto,
|
|
|
tiempla en parte su rigor.
|
45
|
|
De
pobre y menesteroso,
|
|
|
doy
a la imaginación
|
|
|
alivio
tan congojoso
|
|
|
porque
tenga el corazón
|
|
|
mayor fe en lo más dudoso.
|
50
|
|
|
|
|
Y más agora,
que vienen
|
|
|
de golpe todos los males;
|
|
|
y, para que más me penen,
|
|
|
aunque
todos son mortales,
|
|
|
en la vida me entretienen.
|
55
|
|
Mas, en fin, si un fin
hermoso
|
|
|
nuestra vida en honra sube,
|
|
|
el mío me hará famoso,
|
|
|
porque en muerte y vida tuve
|
|
|
mayor fe en lo más dudoso.
|
60
|
|
|
Parecióle a Marsilio que lo que Elicio había cantado tan a su propósito
hacía, que quiso seguirle en el mesmo concepto; y así, sin esperar que
otro le tomase la mano, al son de los mesmos instrumentos, de esta manera
comenzó a cantar:
|
|
MARSILIO
|
|
¡Cuán fácil
cosa es llevarse
|
|
|
el
viento las esperanzas
|
|
|
que
pudieron fabricarse
|
|
|
de
las vanas confianzas
|
|
|
que
suelen imaginarse!
|
5
|
|
Todo
concluye y fenece:
|
|
|
las
esperanzas de amor,
|
|
|
los medios que el tiempo
ofrece;
|
|
|
mas en el buen amador
|
|
|
sola la fe permanece.
|
10
|
|
|
|
|
Ella en mí tal
fuerza alcanza
|
|
|
que, a pesar de aquel
desdén,
|
|
|
lleno
de desconfianza,
|
|
|
siempre me asegura un bien
|
|
|
que
sustenta la esperanza.
|
15
|
|
Y aunque el amor desfallece
|
|
|
en el blanco, airado pecho
|
|
|
que tanto mis males crece,
|
|
|
en el mío, a su despecho,
|
|
|
sola la fe permanece.
|
20
|
|
|
|
|
Sabes,
Amor, tú, que cobras
|
|
|
tributo de mi fe cierta,
|
|
|
y tanto en cobrarle sobras,
|
|
|
que mi fe nunca fue muerta,
|
|
|
pues se aviva con mis obras.
|
25
|
|
Y sabes bien que descrece
|
|
|
toda mi gloria y contento
|
|
|
cuanto más tu furia crece,
|
|
|
y que en mi alma de asiento
|
|
|
sola la fe permanece.
|
30
|
|
|
|
|
Pero
si es cosa notoria,
|
|
|
y no hay poner duda en ella,
|
|
|
que la fe no entra en la
gloria,
|
|
|
yo, que no estaré sin ella,
|
|
|
¿qué triunfo espero o
victoria?
|
35
|
|
Mi
sentido desvanece
|
|
|
con el mal que se figura;
|
|
|
todo
el bien desaparece;
|
|
|
y,
entre tanta desventura,
|
|
|
sola la fe permanece.
|
40
|
|
|
|
Con un profundo sospiro dio fin a su canto el
lastimado Marsilio; y luego Erastro, dando su zampoña, sin más detenerse,
de esta manera comenzó a cantar:
|
|
ERASTRO
|
|
En el mal que me
lastima
|
|
|
y en el bien de mi dolor,
|
|
|
es mi fe de tanta estima
|
|
|
que ni huye del temor,
|
|
|
ni a la esperanza se arrima.
|
5
|
|
No la turba o desconcierta
|
|
|
ver que está mi pena cierta
|
|
|
en
su difícil subida,
|
|
|
ni que consumen la vida
|
|
|
fe
viva, esperanza muerta.
|
10
|
|
|
|
|
Milagro
es este en mi mal;
|
|
|
mas eslo porque mi bien,
|
|
|
si viene, venga a ser tal,
|
|
|
que, entre mil bienes, le den
|
|
|
la
palma por principal.
|
15
|
|
La Fama, con lengua experta,
|
|
|
dé al mundo noticia cierta
|
|
|
que el firme amor se mantiene
|
|
|
en mi pecho, a donde tiene
|
|
|
fe viva, esperanza muerta.
|
20
|
|
|
|
|
Vuestro desdén riguroso
|
|
|
y
mi humilde merecer
|
|
|
me
tienen tan temeroso
|
|
|
que, ya que os supe querer,
|
|
|
ni puedo hablaros ni oso.
|
25
|
|
Veo
de contino abierta
|
|
|
a mi desdicha la puerta,
|
|
|
y que acabo poco a poco,
|
|
|
porque con vos valen poco
|
|
|
fe viva, esperanza muerta.
|
30
|
|
|
|
|
No llega a mi
fantasía
|
|
|
un
tan loco desvaneo,
|
|
|
como es pensar que podría
|
|
|
el menor bien que deseo
|
|
|
alcanzar por la fe mía.
|
35
|
|
Podéis,
pastora, estar cierta
|
|
|
que el alma rendida acierta
|
|
|
a
amaros cual merecéis,
|
|
|
pues siempre en ella hallaréis
|
|
|
fe viva, esperanza muerta.
|
40
|
Calló Erastro, y luego el ausente Crisio, al son
de los mesmos instrumentos, de esta suerte comenzó a cantar:
|
|
CRISIO
|
|
Si a las veces
desespera
|
|
|
del bien la firme afición,
|
|
|
quien desmaya en la carrera
|
|
|
de
la amorosa pasión,
|
|
|
¿qué fruto o qué premio
espera?
|
5
|
|
Yo no sé quién se asegura
|
|
|
gloria,
gustos y ventura
|
|
|
por
un ímpetu amoroso,
|
|
|
si en él y en el más dichoso
|
|
|
no es fe la fe que no dura.
|
10
|
|
|
|
|
En mil
trances ya sabidos
|
|
|
se han visto, y en los de
amores,
|
|
|
los
soberbios y atrevidos,
|
|
|
al
principio vencedores,
|
|
|
y a la fin quedar vencidos.
|
15
|
|
Sabe el que tiene cordura
|
|
|
que en la firmeza se apura
|
|
|
el triunfo de la batalla,
|
|
|
y sabe que, aunque se halla,
|
|
|
no es fe la fe que no dura.
|
20
|
|
|
|
|
En el que
quisiese amar
|
|
|
no más por su contento,
|
|
|
es
imposible dudar
|
|
|
en
su vano pensamiento
|
|
|
la fe que se ha de guardar.
|
25
|
|
Si en la mayor desventura
|
|
|
mi fe tan firme y segura
|
|
|
como en el bien no estuviera,
|
|
|
yo mismo de ella dijera:
|
|
|
no es fe la fe que no dura,
|
30
|
|
|
|
|
El ímpetu y ligereza
|
|
|
de un nuevo amador insano,
|
|
|
los llantos y la tristeza
|
|
|
son nubes que en el verano
|
|
|
se
deshacen con presteza.
|
35
|
|
No es amor el que le apura,
|
|
|
sino
apetito y locura,
|
|
|
pues cuando quiere, no quiere;
|
|
|
no es amante el que no muere,
|
|
|
no es fe la fe que no dura.
|
40
|
A todos pareció bien la orden que los pastores en
sus canciones guardaban, y con deseo atendían a que Tirsi o Damón
comenzasen; mas presto se le cumplió Damón, pues, en acabando Crisio, al
son de su mesmo rabel, cantó de esta manera:
|
|
DAMON
|
|
Amarili, ingrata y bella,
|
|
|
¿quién
os podrá enternecer,
|
|
|
si os vienen a endurecer
|
|
|
las ansias de mi querella
|
|
|
y la fe de mi querer?
|
5
|
|
Bien
sabéis, pastora, vos
|
|
|
que, en el amor que mantengo,
|
|
|
a tan alto extremo vengo
|
|
|
que, después de la de Dios,
|
|
|
sola es fe la fe que os tengo.
|
10
|
|
|
|
|
Y puesto que subo
tanto
|
|
|
en
amar cosa mortal,
|
|
|
tal bien encierra mi mal
|
|
|
que al alma por él levanto
|
|
|
a
su patria natural.
|
15
|
|
Por esto conozco y sé
|
|
|
que tal es mi amor, tan luengo
|
|
|
como muero y me entretengo,
|
|
|
y que, si en amor hay fe,
|
|
|
sola es fe la fe que os tengo.
|
20
|
|
|
|
|
Los muchos años gastados
|
|
|
en
amorosos servicios,
|
|
|
del
alma los sacrificios,
|
|
|
de mi fe y de mis cuidados
|
|
|
dan
manifiestos indicios.
|
25
|
|
Por esto no os pediré
|
|
|
remedio al mal que sostengo;
|
|
|
y si, a pedírosle vengo,
|
|
|
es,
Amarili, porque
|
|
|
sola es fe la fe que os tengo.
|
30
|
|
|
|
|
En el mar de mi
tormenta
|
|
|
jamás
he visto bonanza,
|
|
|
y
aquella alegre esperanza
|
|
|
con quien la fe se sustenta
|
|
|
de la mía no se alcanza.
|
35
|
|
Del Amor y de Fortuna
|
|
|
me quejo; mas no me vengo,
|
|
|
pues por ellas a tal vengo,
|
|
|
que,
sin esperanza alguna,
|
|
|
sola es fe la fe que os tengo.
|
40
|
El canto de Damón acabó de confirmar en Timbrio y
en Silerio la buena opinión que del raro ingenio de los pastores que allí
estaban habían concebido; y más, cuando, a persuasión de Tirsi y de Elicio,
el ya libre y desdeñoso Lauso, al son de la flauta de Arsindo, soltó la voz
en semejantes versos:
|
|
LAUSO
|
|
Rompió el desdén
tus cadenas,
|
|
|
falso Amor, y a mi memoria
|
|
|
él mesmo ha vuelto la gloria
|
|
|
de la ausencia de tus penas.
|
|
|
Llame mi fe quien quisiere
|
5
|
|
antojadiza
y no firme,
|
|
|
y en su opinión me confirme
|
|
|
como
más le pareciere.
|
|
|
|
|
|
Diga que presto olvidé,
|
|
|
y que de un sotil cabello,
|
10
|
|
que un soplo pudo rompello,
|
|
|
colgada
estaba mi fe.
|
|
|
Digan
que fueron fingidos
|
|
|
mis llantos y mis sospiros,
|
|
|
y que del amor los tiros
|
15
|
|
no
pasaron mis vestidos.
|
|
|
|
|
|
Que no el ser
llamado vano
|
|
|
y
mudable me atormenta,
|
|
|
a trueco de ver exenta
|
|
|
mi cerviz del yugo insano.
|
20
|
|
Sé yo bien quién es Silena
|
|
|
y
su condición extraña,
|
|
|
y que asegura y engaña
|
|
|
su
apacible faz serena.
|
|
|
|
|
|
A su extraña gravedad
|
25
|
|
y a sus bajos, bellos ojos,
|
|
|
no es mucho dar los despojos
|
|
|
de
cualquiera voluntad.
|
|
|
Esto en la vista primera;
|
|
|
mas,
después de conocida,
|
30
|
|
por no verla, dar la vida
|
|
|
y más, si más se pudiera.
|
|
|
|
|
|
Silena del Cielo
y mía
|
|
|
muchas
veces la llamaba,
|
|
|
porque
tan hermosa estaba,
|
35
|
|
que
del Cielo parecía;
|
|
|
mas
ahora, sin recelo,
|
|
|
mejor
la podré llamar
|
|
|
serena
falsa del mar,
|
|
|
que no Silena del Cielo.
|
40
|
|
|
|
|
Con los ojos, con
la pluma,
|
|
|
con las veras y los juegos,
|
|
|
de amantes vanos y ciegos
|
|
|
prende
innumerable suma.
|
|
|
Siempre es primero el
postrero,
|
45
|
|
mas
el más enamorado
|
|
|
al cabo es tan mal tratado,
|
|
|
cuanto
querido el primero.
|
|
|
|
|
|
¡Oh, cuánto más
se estimara
|
|
|
de
Silena la hermosura,
|
50
|
|
si el proceder y cordura
|
|
|
a
su belleza igualara!
|
|
|
No
le falta discreción,
|
|
|
mas
empléala tan mal
|
|
|
que le sirve de dogal
|
55
|
|
que
ahoga su presunción.
|
|
|
|
|
|
Y no hablo de
corrido,
|
|
|
pues
sería apasionado,
|
|
|
pero
hablo de engañado
|
|
|
y
sin razón ofendido.
|
60
|
|
Ni me ciega la pasión,
|
|
|
ni el deseo de su mengua,
|
|
|
que siempre siguió mi lengua
|
|
|
los
términos de razón.
|
|
|
|
|
|
Sus muchos antojos vanos,
|
65
|
|
su
mudable pensamiento,
|
|
|
le
vuelven cada momento
|
|
|
los
amigos en contrarios.
|
|
|
Y pues hay por tantos modos
|
|
|
enemigos
de Silena,
|
70
|
|
o ella no es toda buena,
|
|
|
o son ellos malos todos.
|
|
Acabó Lauso su canto, y, aunque él creyó que ninguno le entendía, por
ignorar el disfrazado nombre de Silena, más de tres de los que allí iban la
conocieron y aun se maravillaron que la modestia de Lauso a ofender a
alguno se extendiese, principalmente a la disfrazada pastora, de quien tan
enamorado le habían visto. Pero en la opinión de Damón, su amigo, quedó
bien disculpado, porque conocía el término de Silena y sabía el que con
Lauso había usado, y de lo que no dijo se maravillaba. Acabó, como se ha
dicho, Lauso, y como Galatea estaba informada del extremo de la voz de
Nísida, quiso, por obligarla, cantar ella primero; y por esto, antes que
otro pastor comenzase, haciendo señal a Arsindo que en tañer su flauta
procediese, al son de ella con su extremada voz cantó de esta manera:
|
|
GALATEA
|
|
Tanto cuanto el
amor convida y llama
|
|
|
al alma con sus gustos de
aparencia
|
|
|
tanto más huye su mortal
dolencia
|
|
|
quien sabe el nombre que le da
la fama.
|
|
|
|
|
|
Y el pecho puesto
a su amorosa llama,
|
5
|
|
armado de una honesta
resistencia,
|
|
|
poco puede empecerle su
inclemencia,
|
|
|
poco su fuego y su rigor le
inflama.
|
|
|
|
|
|
Segura está quien
nunca fue querida,
|
|
|
ni supo querer bien, de
aquella lengua
|
10
|
|
que en su deshonra se adelgaza
y lima;
|
|
|
|
|
|
mas si el querer
y el no querer da mengua,
|
|
|
¿en qué ejercicios pasará la
vida
|
|
|
la que más que al vivir la
honra estima?
|
|
Bien se echó de ver en el canto de Galatea que respondía al malicioso de
Lauso y que no estaba mal con las voluntades libres, sino con las lenguas
maliciosas y los ánimos dañados, que, en no alcanzando lo que quieren,
convierten el amor que un tiempo mostraron, en un odio malicioso y
detestable como ella en Lauso imaginaba; pero quizá saliera de este engaño
si la buena condición de Lauso conociera y la mala de Silena no ignorara.
Luego que Galatea acabó de cantar, con corteses palabras rogó a Nísida que
lo mesmo hiciese; la cual, como era tan comedida como hermosa, sin hacerse
de rogar, al son de la zampoña de Florisa, cantó de esta suerte:
|
|
NISIDA
|
|
Bien puse yo
valor a la defensa
|
|
|
del duro encuentro y amoroso
asalto;
|
|
|
bien levanté mi presunción en
alto
|
|
|
contra el rigor de la notoria
ofensa.
|
|
|
|
|
|
Mas fue tan
reforzada y tan intensa
|
5
|
|
la batería, y mi poder, tan
falto
|
|
|
que, sin cogerme Amor de
sobresalto,
|
|
|
me dio a entende su potestad
inmensa.
|
|
|
|
|
|
Valor, honestidad, recogimiento,
|
|
|
recato,
ocupación, esquivo pecho,
|
10
|
|
Amor con poco premio lo
conquista.
|
|
|
|
|
|
Así que, para
huir el vencimiento,
|
|
|
consejos jamás fueron de
provecho:
|
|
|
de esta verdad testigo soy de
vista.
|
|
Cuando Nísida acabó de cantar y acabó de admirar a Galatea y a los que
escuchado la habían, estaban ya bien cerca del lugar adonde tenían
determinado de pasar la siesta, pero en aquel poco espacio le tuvo Belisa
para cumplir lo que Silveria le rogó, que fue que algo cantase; la cual,
acompañándola el son de la flauta de Arsindo, cantó lo que se sigue:
|
|
BELISA
|
|
Libre voluntad exenta,
|
|
|
atended
a la razón
|
|
|
que
nuestro crédito aumenta;
|
|
|
dejad
la vana afición,
|
|
|
engendradora
de afrenta.
|
5
|
|
Que, cuando el alma se encarga
|
|
|
de
alguna amorosa carga,
|
|
|
a su gusto es cualquier cosa,
|
|
|
compusición
venenosa
|
|
|
con jugo de adelfa amarga.
|
10
|
|
|
|
|
Por la mayor cantidad
|
|
|
de
la riqueza subida
|
|
|
en valor y en calidad,
|
|
|
no es bien dada ni vendida
|
|
|
la
preciosa libertad.
|
15
|
|
¿Pues, quién se pondrá a
perdella
|
|
|
por
una simple querella
|
|
|
de
un amador porfiado,
|
|
|
si cuanto bien hay criado
|
|
|
no se compara con ella?
|
20
|
|
|
|
|
Si es insufrible dolor
|
|
|
tener
en prisión esquiva
|
|
|
el cuerpo libre de amor,
|
|
|
tener
el alma cautiva
|
|
|
¿no
será pena mayor?
|
25
|
|
Sí será, y aun de tal suerte,
|
|
|
que remedio a mal tan fuerte
|
|
|
no se halla en la paciencia,
|
|
|
en años, valor o ciencia,
|
|
|
porque sólo está en la muerte.
|
30
|
|
|
|
|
Vaya, pues, mi
sano intento
|
|
|
lejos
de este desvarío;
|
|
|
huiga
tan falso contento;
|
|
|
rija
mi libre albedrío
|
|
|
a su modo el pensamiento.
|
35
|
|
Mi
tierna cerviz exenta
|
|
|
no
permita ni consienta
|
|
|
sobre sí el yugo amoroso,
|
|
|
por quien se turba el reposo
|
|
|
y la libertad se ausenta.
|
40
|
|
|
|
Al alma
del lastimado Marsilio llegaron los libres versos de la pastora, por la
poca esperanza que sus palabras prometían de ser mejoradas sus obras, pero,
como era tan firme la fe con que la amaba, no pudieron las notorias
muestras de libertad que había oído hacer que él no quedase tan sin ella como
hasta entonces estaba. Acabóse en esto el camino de llegar al arroyo de las
Palmas, y, aunque no llevaran intención de pasar allí la siesta, en
llegando a él y en viendo la comodidad del hermoso sitio, él mismo a no
pasar adelante les forzara. Llegados, pues, a él, luego el venerable
Aurelio ordenó que todos se sentasen junto al claro y espejado arroyo, que
por entre la menuda hierba corría, cuyo nacimiento era al pie de una
altísima y antigua palma, que, por no haber en todas las riberas de Tajo
sino aquella y otra que junto a ella estaba, aquel lugar y arroyo el de las
Palmas era llamado; y, después de sentados, con más voluntad y llaneza que
de costosos manjares, de los pastores de Aurelio fueron servidos,
satisfaciendo la sed con las claras y frescas aguas que el limpio arroyo
les ofrecía. Y, en acabando la breve y sabrosa comida, algunos de los
pastores se dividieron y apartaron a buscar algún apartado y sombrío lugar
donde restaurar pudiesen las no dormidas horas de la pasada noche; y sólo
se quedaron solos los de la compaña y aldea de Aurelio, con Timbrio,
Sileno, Nísida y Blanca, Tirsi y Damón, a quien les pareció ser mejor
gustar de la buena conversación que allí se esperaba, que de cualquier otro
gusto que el sueño ofrecerles podía. Adivinada, pues, y casi conocida esta
su intención de Aurelio, les dijo:
-Bien será, señores, que los que aquí estamos, ya que entregarnos al dulce
sueño no habemos querido, que este tiempo que le hurtamos no dejemos de
aprovecharle en cosa que más de nuestro gusto sea; y la que a mí me parece
que no podrá dejar de dámosle, es que cada cual, como mejor supiere,
muestre aquí la agudeza de su ingenio proponiendo alguna pregunta o enigma,
a quien esté obligado a responder el compañero que a su lado estuviere;
pues con este ejercicio se granjearán dos cosas: la una, pasar con menos
enfado las horas que aquí estuviéremos; la otra, no cansar tanto nuestros
oídos con oír siempre lamentaciones de amor y endechas enamoradas.
Conformáronse todos luego con la voluntad de Aurelio y, sin mudarse del
lugar do estaban, el primero que comenzó a preguntar fue el mesmo Aurelio
diciendo de esta manera:
|
|
AURELIO
|
|
¿Cuál es aquel poderoso
|
|
|
que desde oriente a occidente,
|
|
|
es
conocido y famoso?
|
|
|
A veces, fuerte y valiente;
|
|
|
otras,
flaco y temeroso;
|
5
|
|
quita y pone la salud,
|
|
|
muestra y cubre la virtud
|
|
|
en muchos más de una vez,
|
|
|
es más fuerte en la vejez
|
|
|
que en la alegre joventud.
|
10
|
|
|
|
|
Múdase en quien
no se muda
|
|
|
por
extraña preeminencia;
|
|
|
hace temblar al que suda,
|
|
|
y a la más rara elocuencia
|
|
|
suele tomar torpe y muda.
|
15
|
|
Con
diferentes medidas
|
|
|
anchas,
cortas y extendidas,
|
|
|
mide su ser y su nombre,
|
|
|
y
suele tomar renombre
|
|
|
de
mil tierras conocidas.
|
20
|
|
|
|
|
Sin armas vence
al armado,
|
|
|
y es forzoso que le venza,
|
|
|
y, aquel que más le ha
tratado,
|
|
|
mostrando
tener vergÜenza,
|
|
|
es
el más desvergonzado.
|
25
|
|
Y es cosa de maravilla
|
|
|
que, en el campo y en la
villa,
|
|
|
a capitán de tal prueba
|
|
|
cualquier hombre se le atreva,
|
|
|
aunque pierda en la rencilla.
|
30
|
Tocó la
respuesta de esta pregunta al anciano Arsindo, que junto a Aurelio estaba;
y, habiendo un poco considerado lo que significar podía, al fin le dijo:
-Paréceme, Aurelio, que la edad nuestra nos fuerza a andar más enamorados
de lo que significa tu pregunta que no de la más gallarda pastora que se
nos pueda ofrecer, porque, si no me engaño, el poderoso y conocido que
dices es el vino, y en él cuadran todos los atributos que le has dado.
-Verdad dices, Arsindo -respondió Aurelio-, y estoy para decir que me pesa
de haber propuesto pregunta que con tanta facilidad haya sido declarada;
mas di tú la tuya, que al lado tienes quien te la sabrá desatar, por más
añudada que venga.
-Que me place -dijo Arsindo.
Luego
propuso la siguiente:
|
|
ARSINDO
|
|
¿Quién es quien
pierde el color
|
|
|
donde
se suele avivar,
|
|
|
y luego toma a cobrar
|
|
|
otro más vivo y mejor?
|
|
|
Es pardo en su nacimiento,
|
5
|
|
y
después negro atezado,
|
|
|
y al cabo, tan colorado,
|
|
|
que su vista da contento.
|
|
|
|
|
|
No guarda fueros
ni leyes,
|
|
|
tiene amistad con las llamas,
|
10
|
|
visita a tiempo las camas
|
|
|
de señores y de reyes.
|
|
|
Muerto,
se llama varón,
|
|
|
y vivo, hembra se nombra;
|
|
|
tiene el aspecto de sombra;
|
15
|
|
de fuego la condición.
|
|
Era
Damón el que al lado de Arsindo estaba, el cual, apenas había acabado
Arsindo su pregunta, cuando le dijo:
-Paréceme, Arsindo, que no es tan escura tu demanda como lo que significa,
porque, si mal no estoy en ella, el carbón es por quien dices que muerto se
llama varón, y encendido y vivo brasa, que es nombre de hembra, y todas las
demás partes le convienen en todo como esta; y si quedas con la mesma pena
que Aurelio, por la facilidad con que tu pregunta ha sido entendida, yo os
quiero tener compañía en ella, pues Tirsi, a quien toca responderme, nos
hará iguales.
Y luego dijo la suya:
|
|
DAMON
|
|
¿Cuál es la dama
polida,
|
|
|
aseada
y bien compuesta,
|
|
|
temerosa
y atrevida,
|
|
|
vergonzosa
y deshonesta,
|
|
|
y
gustosa y desabrida?
|
5
|
|
Si son muchas, porque asombre,
|
|
|
mudan de mujer el nombre
|
|
|
en varón; y es cierta ley
|
|
|
que va con ellas el rey
|
|
|
y las lleva cualquier hombre.
|
10
|
-Bien
es, amigo Damón -dijo luego Tirsi-, que salga verdadera tu porfía, y que
quedes con a pena de Aurelio y Arsindo, si alguna tienen, por que te hago
saber que sé que lo que encubre tu pregunta es la carta y el pliego de
cartas.
Concedió Damón lo que Tirsi dijo, y luego Tirsi propuso de esta manera:
|
|
TIRSI
|
|
¿Quién es la que
es toda ojos
|
|
|
de la cabeza a los pies,
|
|
|
y a veces, sin su interés,
|
|
|
causa
amorosos enojos?
|
|
|
|
|
|
También suele aplacar riñas,
|
5
|
|
y no le va ni le viene.
|
|
|
Y, aunque tantos ojos tiene,
|
|
|
se
descubren pocas niñas.
|
|
|
|
|
|
Tiene nombre de
un dolor
|
|
|
que se tiene por mortal,
|
10
|
|
hace bien y hace mal,
|
|
|
enciende y tiempla el amor.
|
|
En
confusión puso a Elicio la pregunta de Tirsi, porque a él tocaba responder
a ella, y casi estuvo por darse, como dicen, por vencido; pero, a cabo de
poco, vino a decir que era la celosía; y, concediéndolo Tirsi, luego Elicio
preguntó lo siguiente:
|
|
ELICIO
|
|
Es muy escura y
es clara;
|
|
|
tiene
mil contrariedades,
|
|
|
encúbrenos
las verdades,
|
|
|
y al cabo nos las declara.
|
|
|
Nace a veces de donaire;
|
5
|
|
otras,
de altas fantasías,
|
|
|
y
suele engendrar porfías,
|
|
|
aunque trate cosas de aire.
|
|
|
|
|
|
Sabe su nombre cualquiera,
|
|
|
hasta
los niños pequeños;
|
10
|
|
son muchas y tienen dueños
|
|
|
de
diferente manera.
|
|
|
No hay vieja que no se abrace
|
|
|
con una de estas señoras;
|
|
|
son de gusto algunas horas:
|
15
|
|
cuál
cansa, cuál satisface.
|
|
|
|
|
|
Sabios hay que se
desvelan
|
|
|
por
sacarles los sentidos,
|
|
|
y
algunos quedan corridos
|
|
|
cuanto más sobre ello velan.
|
20
|
|
Cuál es nescia, cuál curiosa,
|
|
|
cuál
fácil, cuál intricada,
|
|
|
pero sea o no sea nada,
|
|
|
decidme qué es cosa y cosa.
|
|
No
podía Timbrio atinar con lo que significaba la pregunta de Elicio y casi
comenzó a correrse de ver que más que otro alguno se tardaba en la
respuesta, mas ni aun por eso venía en el sentido de ella; y tanto se
detuvo, que Galatea, que estaba después de Nísida, dijo:
-Si vale a romper la orden que está dada, y puede responder el que primero
supiere, yo por mí digo que sé lo que significa la propuesta enigma, y
estoy por declararla, si el señor Timbrio me da licencia.
-Por cierto, hermosa Galatea -respondió Timbrio-, que conozco yo que, así
como a mí me falta, os sobra a vos ingenio para aclarar mayores
dificultades; pero, con todo eso, quiero que tengáis paciencia hasta que
Elicio la tome a decir; y, si de esta vez no la acertare, confirmarse ha
con más veras la opinión que de mi ingenio y del vuestro tengo.
Tomó Elicio a decir su pregunta, y luego Timbrio declaró lo que era,
diciendo:
-Con lo mesmo que yo pensé que tu demanda, Elicio, se escurecía, con eso
mesmo me parece que se declara, pues el último verso dice que te digan qué
es cosa y cosa; y así yo te respondo a lo que me dices, y digo que tu
pregunta es el qué es cosa y cosa. Y no te maravilles haberme tardado en la
respuesta, porque más me maravillara yo de mi ingenio si más presto
respondiera, el cual mostrará quién es en el poco artificio de mi pregunta,
que es esta:
|
|
TIMBRIO
|
|
¿Quién es el que,
a su pesar,
|
|
|
mete sus pies por los ojos,
|
|
|
y,
sin causarles enojos,
|
|
|
les
hace luego cantar?
|
|
|
El sacarlos es de gusto,
|
5
|
|
aunque, a veces, quien los
saca,
|
|
|
no sólo su mal no aplaca,
|
|
|
mas cobra mayor disgusto.
|
|
A
Nísida tocaba responder a la pregunta de Timbrio; mas no fue posible que la
adevinasen ella ni Galatea, que se le seguían; y viendo Orompo que las
pastoras se fatigaban en pensar lo que significaba, les dijo:
-No os canséis, señoras, ni fatiguéis vuestros entendimientos en la
declaración de esta enigma, porque podría ser que ninguna de vosotras en
toda su vida hubiese visto la figura que la pregunta encubre; y así no es
mucho que no deis en ella. Que si de otra suerte fuera, bien seguros
estábamos de vuestros entendimientos, que, en menos espacio, otras más
dificultosas hubiérades declarado; y por esto, con vuestra licencia, quiero
yo responder a Timbrio y decirle que su demanda significa un hombre con
grillos pues cuando saca los pies de aquellos ojos que él dice, o es para
ser libre, o para llevarle al suplicio: porque veáis, pastoras, si tenía yo
razón de imaginar que quizá ninguna de vosotras había visto en toda su vida
cárceles ni prisiones.
-Yo por mí sé decir -dijo Galatea- que jamás he visto aprisionado alguno.
Lo mesmo dijeron Nísida y Blanca; y luego Nísida propuso su pregunta en
esta forma:
|
|
NISIDA
|
|
Muerde el fuego,
y el bocado
|
|
|
es daño y bien del mordido;
|
|
|
no pierde sangre el herido,
|
|
|
aunque
se ve acuchillado
|
|
|
Mas, si es profunda la herida,
|
5
|
|
y de mano que no acierte,
|
|
|
causa al herido la muerte,
|
|
|
y en tal muerte está su vida.
|
|
Poco se
tardó Galatea en responder a Nísida, porque luego le dijo:
-Bien sé que no me engaño, hermosa Nísida, si digo que a ninguna cosa se
puede mejor atribuir tu enigma que a las tijeras de despabilar y a la vela
o cirio que despabilan; y si esto es verdad, como lo es, y quedas
satisfecha de mi respuesta, escucha ahora la mía, que no con menos facilidad
espero que será declarada de tu hermana, que yo he hecho la tuya.
Y luego la dijo, que fue esta:
|
|
GALATEA
|
|
Tres hijos que de
una madre
|
|
|
nacieron
con ser perfecto,
|
|
|
y de un hermano era nieto
|
|
|
el uno, y el otro padre.
|
|
|
Y estos tres tan sin clemencia
|
5
|
|
a
su madre maltrataban,
|
|
|
que mil puñadas la daban,
|
|
|
mostrando en ello su ciencia.
|
|
Considerando estaba Blanca lo que podía significar la enigma de Galatea,
cuando vieron atravesar corriendo, por junto al lugar donde estaban, dos
gallardos pastores, mostrando en la furia con que corrían que alguna cosa
de importancia les forzaba a mover los pasos con tanta ligereza; y luego, en
el mismo instante, oyeron unas dolorosas voces, como de personas que
socorro pedían. Y con este sobresalto, se levantaron todos y siguieron el
tino donde las voces sonaban y a pocos pasos salieron de aquel deleitoso
sitio y dieron sobre la ribera del fresco Tajo que por allí cerca
mansamente corría; y apenas vieron el río, cuando se les ofreció a la vista
la más extraña cosa que imaginar pudieran, porque vieron dos pastoras, al
parecer, de gentil donaire, que tenían a un pastor asido de las faldas del
pellico con toda la fuerza a ellas posible porque el triste no se ahogase,
porque tenía ya el medio cuerpo en el río y la cabeza debajo del agua,
forcejando con los pies por desasirse de las pastoras que su desesperado
intento estorbaban, las cuales ya casi querían soltarle, no pudiendo vencer
al tesón de su porfía con las débiles fuerzas suyas. Mas en esto llegaron
los dos pastores que corriendo habían venido, y, asiendo al desesperado, le
sacaron del agua a tiempo que ya todos los demás llegaban, espantándose del
extraño espectáculo, y más lo fueron cuando conocieron que el pastor que
quería ahogarse era Galercio, el hermano de Artidoro, y las pastoras eran
Maurisa, su hermana, y la hermosa Teolinda, las cuales, como vieron a
Galatea y a Florisa, con lágrimas en los ojos, corrió Teolinda a abrazar a
Galatea, diciendo:
-¡Ay, Galatea, dulce amiga y señora mía, cómo ha cumplido esta desdichada
la palabra que te dio de volver a verte y a decirte las nuevas de su
contento!
-De que le tengas, Teolinda -respondió Galatea-, holgaré yo tanto cuanto te
lo asegura la voluntad que de mí para servirte tienes conocida; mas
paréceme que no acreditan tus ojos tus palabras, ni aun ellas me satisfacen
de modo que imagine buen suceso de tus deseos.
En tanto que Galatea
con Teolinda esto pasaba, Elicio y Arsindo, con los otros pastores, habían
desnudado a Galercio; y, al desceñirle el pellico, que, con todo el
vestido, mojado estaba, se le cayó un papel del seno, el cual alzó Tirsi, y
abriéndole, vio que eran versos, y por no poderlos leer, por estar mojados,
encima de una alta rama le puso al rayo del sol para que se enjugase.
Pusieron a Galercio un gabán de Arsindo, y el desdichado mozo estaba como
atónito y embelesado, sin hablar palabra alguna, aunque Elicio le preguntaba
qué era la causa que a tan extraño término le había conducido, mas por él
respondió su hermana Maurisa, diciendo:
-Alzad los ojos, pastores, y veréis quién es la ocasión que al desgraciado
de mi hermano en tan extraños y desesperados puntos ha puesto.
Por lo que Maurisa dijo, alzaron los pastores los ojos y vieron encima de
una pendiente roca que sobre el río caía una gallarda y dispuesta pastora,
sentada sobre la mesma peña, mirando con risueño semblante todo lo que los
pastores hacían, la cual fue luego de todos conocida por la cruel Gelasia.
-Aquella desamorada, aquella desconocida -siguió Maurisa- es, señores, la
enemiga mortal de este desventurado hermano mío, el cual, como ya todas
estas riberas saben, y vosotros no ignoráis, la ama, la quiere y la adora;
y, en cambio de los continuos servicios que siempre le ha hecho y de las
lágrimas que por ella ha derramado, esta mañana, con el mas esquivo y
desamorado desdén que jamás en la crueldad pudiera hallarse, le mandó que
de su presencia se partiese, y que ahora ni nunca jamás a ella tomase. Y
quiso tan de veras mi hermano obedecerla, que procuraba quitarse la vida
por excusar la ocasión de nunca traspasar su mandamiento; y si, por dicha,
estos pastores tan presto no llegaran, llegado fuera ya el fin de mi
alegría y el de los días de mi lastimado hermano.
En admiración puso lo que Maurisa dijo a todos los que la escucharon; y más
admirados quedaron cuando vieron que la cruel Gelasia, sin moverse del
lugar donde estaba y sin hacer cuenta de toda aquella compañía que los ojos
en ella tenía puestos, con un extraño donaire y desdeñoso brío, sacó un
pequeño rabel de su zurrón y, parándosele a templar muy despacio, a cabo de
poco rato, con voz en extremo buena, comenzó a cantar de esta manera:
|
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GELASIA
|
|
¿Quién dejará,
del verde prado umbroso
|
|
|
las frescas hierbas y las
frescas fuentes?
|
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|
¿Quién de seguir con pasos
diligentes
|
|
|
la suelta liebre o jabalí
cerdoso?
|
|
|
|
|
|
¿Quién, con el
son amigo y sonoroso,
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5
|
|
no detendrá las aves
inocentes?
|
|
|
¿Quién, en las horas de la
siesta ardientes,
|
|
|
no buscará en las selvas el
reposo,
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|
|
por seguir los
incendios, los temores,
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|
los celos, iras, rabias,
muertes, penas
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10
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del falso amor, que tanto
aflige al mundo?
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|
|
Del campo son y
han sido mis amores;
|
|
|
rosas son y jazmines mis
cadenas;
|
|
|
libre nací, y en libertad me
fundo.
|
|
Cantando estaba Gelasia, y, en el movimiento y ademán de su rostro, la
desamorada condición suya descubría. Mas apenas hubo llegado al último
verso de su canto, cuando se levantó con una extraña ligereza; y, como si
de alguna cosa espantable huyera, así comenzó a correr por la peña abajo,
dejando a los pastores admirados de su condición y confusos de su corrida.
Mas luego vieron qué era la causa de ella con ver al enamorado Lenio, que,
con tirante paso, por la mesma peña subía, con intención de llegar adonde
Gelasia estaba; pero no quiso ella aguardarle por no faltar de corresponder
en un solo punto a la crueldad de su propósito. Llegó el cansado Lenio a lo
alto de la peña, cuando ya Gelasia estaba al pie de ella; y viendo que no
detenía el paso, sino que con mas presteza por la espaciosa campaña le
tendía, con fatigado aliento y laso espíritu se sentó en el mesmo lugar
donde Gelasia había estado, y allí comenzó con desesperadas razones a
maldecir su ventura y la hora en que alzó la vista a mirar a la cruel
pastora Gelasia. Y en aquel mesmo instante, como arrepentido de lo que
decía, tomaba a bendecir sus ojos y a tener por dichosa y buena la ocasión
que en tales términos le tenía; y luego, incitado y movido de un furioso
accidente, arrojó lejos de sí el cayado, y, desnudándose el pellico, le
entregó a las aguas del claro Tajo, que junto al pie de la peña corría. Lo
cual visto por los pastores que mirándole estaban, sin duda creyeron que la
fuerza de la enamorada pasión le sacaba de juicio; y así Elicio y Erastro
comenzaron a subir la peña para estorbarle que no hiciese algún otro
desatino que le costase más caro; y, puesto que Lenio los vio subir, no
hizo otro movimiento alguno, sino fue sacar de su zurrón su rabel, y con un
nuevo y extraño reposo se tomó a asentar y, vuelto el rostro hacia donde su
pastora huía, con voz suave y de lágrimas acompañada, comenzó a cantar de
esta suerte:
|
|
LENIO
|
|
¿Quién te impele,
cruel? ¿Quién te desvía?
|
|
|
¿Quién te retira del amado
intento?
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¿Quién en tus pies veloces
alas cría,
|
|
|
con que corres ligera más que
el viento?
|
|
|
¿Por qué tienes en poco la fe
mía,
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5
|
|
y desprecias el alto
pensamiento?
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|
|
¿Por qué huyes de mí? ¿Por qué me dejas?
|
|
|
¡Oh, más dura que mármol a mis
quejas!
|
|
|
|
|
|
¿Soy, por
ventura, de tan bajo estado
|
|
|
que no merezca ver tus ojos
bellos?
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10
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|
¿Soy pobre? ¿Soy avaro? ¿Hasme
hallado
|
|
|
en falsedad desde que supe
vellos?
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|
|
La condición primera no he
mudado.
|
|
|
¿No pende del menor de tus
cabellos
|
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|
mi alma? Pues ¿por qué de mí
te alejas?
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15
|
|
¡Oh, más dura que mármol a mis
quejas!
|
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|
|
Tome
escarmiento tu altivez sobrada
|
|
|
de ver mi libre voluntad
rendida;
|
|
|
mira mi antigua presunción
trocada
|
|
|
y en amoroso intento
convertida.
|
20
|
|
Mira que contra Amor no puede
nada
|
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|
la más exenta, descuidada
vida.
|
|
|
Detén el paso ya. ¿Por qué le
aquejas?
|
|
|
¡Oh, más dura que mármol a mis
quejas!
|
|
|
|
|
|
Vime cual tú te
ves, y ahora veo
|
25
|
|
que como fui jamás espero
verme:
|
|
|
tal me tiene la fuerza del
deseo;
|
|
|
tal quiero, que se extrema en
no quererme.
|
|
|
Tú has ganado la palma, tú el
trofeo
|
|
|
de que Amor pueda en su
prisión tenerme;
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30
|
|
tú me rendiste, y tú ¿de mí te
quejas?
|
|
|
¡Oh, más dura que mármol a mis
quejas!
|
|
En tanto que el lastimado pastor sus dolorosas
quejas entonaba, estaban los demás pastores reprehendiendo a Galercio su
mal propósito, afeándole el dañado intento que había mostrado. Mas el
desesperado mozo a ninguna cosa respondía, de que no poco Maurisa se
fatigaba, creyendo que, en dejándole solo, había de poner en ejecución su
mal pensamiento. En este medio, Galatea y Florisa, apartándose con
Teolinda, le preguntaron qué era la causa de su tornada y si, por ventura,
había sabido ya de su Artidoro; a lo cual ella respondió llorando: -No sé
qué os diga, amigas y señoras mías, sino que el Cielo quiso que yo hallase
a Artidoro para que enteramente le perdiese, porque habréis de saber que
aquella mal considerada y traidora hermana mía, que fue el principio de mi
desventura, aquella mesma ha sido la ocasión del fin y remate de mi
contento, porque sabiendo ella, así como llegamos con Galercio y Maurisa a
su aldea, que Artidoro estaba en una montaña no lejos de allí con su
ganado, sin decirle nada se partió a buscarle; hallóle, y fingiendo ser yo
(que para sólo este daño ordenó el Cielo que nos pareciésemos), con poca
dificultad le dio a entender que la pastora que en nuestra aldea le había
desdeñado era una su hermana que en extremo le parecía; en fin, le contó por
los pasos que yo por él he dado, y los extremos de dolor que he padecido; y
como las entrañas del pastor estaban tan tiernas y enamoradas, con harto
menos que la traidora le dijera, fuera de él creída, como la creyó, tan en
mi perjuicio que, sin aguardar que la Fortuna mezclase en su gusto algún
nuevo impedimento, luego en el mesmo instante dio la mano a Leonarda de ser
su legítimo esposo creyendo que se la daba a Teolinda. Veis aquí, pastoras,
en qué ha parado el fruto de mis lágrimas y sospiros; veis aquí ya
arrancada de raíz toda mi esperanza; y, lo que mas siento, es que haya sido
por la mano que a sustentarla estaba más obligada. Leonarda goza de
Artidoro por el medio del falso engaño que os te contado y, puesto que ya
él lo sabe, aunque debe de haber sentido la burla, hala disimulado, como
discreto.
Llegaron luego al aldea las nuevas de su casamiento, y con ellas las del
fin de mi alegría; súpose también el artificio de mi hermana, la cual dio
por disculpa ver que Galercio, a quien tanto ella amaba, por la pastora
Gelasia se perdía, y que así le pareció más fácil reducir a su voluntad la
enamorada de Artidoro, que no la desesperada de Galercio; y que, pues los
dos eran uno solo en cuanto a la apariencia y gentileza, que ella se tenía
por dichosa y bien afortunada con la compañía de Artidoro. Con esto se
disculpa, como he dicho, la enemiga de mi gloria. Y así yo, por no verla
gozar de la que de derecho se me debía, dejé el aldea y la presencia de
Artidoro y, acompañada de las más tristes imaginaciones que imaginarse
pueden, venía a daros las nuevas de mi desdicha en compañía de Maurisa, que
asimesmo viene con intención de contaros lo que Grisaldo ha hecho después
que supo el hurto de Rosaura. Y esta mañana, al salir del sol, topamos con
Galercio, el cual con tiernas y enamoradas razones estaba persuadiendo a
Gelasia que bien le quisiese; mas ella, con el más extraño desdén y
esquiveza que decirse puede, le mandó que se le quitase delante y que no
fuese osado de jamás hallarla; y el desdichado pastor, apretado de tan
recio mandamiento y de tan extraña crueldad, quiso cumplirle, haciendo lo
que habéis visto. Todo esto es lo que por mí ha pasado, amigas mías,
después que de vuestra presencia me partí. Ved ahora si tengo más que
llorar que antes; y si se ha aumentado la ocasión para que vosotras os
ocupéis en consolarme, si acaso mi mal recibiese consuelo.
No dijo más Teolinda, porque la infinidad de lágrimas que le vinieron a los
ojos y los sospiros que del alma arrancaba, impidieron el oficio a la
lengua; y aunque las de Galatea y Florisa quisieron mostrarse expertas y
elocuentes en consolarla, fue de poco efecto su trabajo. Y, en el tiempo
que entre las pastoras estas razones pasaban, se acabó de enjugar el papel
que Tirsi a Galercio del seno sacado había, y, deseoso de leerle, lo tomó,
y vio que de esta manera decía:
|
|
GALERCIO
A GELASIA
|
|
¡Angel de humana figura,
|
|
|
furia con rostro de dama,
|
|
|
fría
y encendida llama
|
|
|
donde mi alma se apura!
|
|
|
Escucha
las sinrazones,
|
5
|
|
de
tu desamor causadas,
|
|
|
de
mi alma trasladadas
|
|
|
en
estos tristes renglones.
|
|
|
|
|
|
No escribo por ablandarte,
|
|
|
pues con tu dureza extraña
|
10
|
|
no valen ruegos ni maña,
|
|
|
ni
servicios tienen parte.
|
|
|
Escríbote
porque veas
|
|
|
la sinrazón que me haces,
|
|
|
y cuál mal que satisfaces
|
15
|
|
al valor de que te arreas.
|
|
|
|
|
|
Que alabes la libertad
|
|
|
es muy justo, y razón tienes;
|
|
|
mas mira que la mantienes
|
|
|
sólo
con la crueldad.
|
20
|
|
Y no es justo lo que ordenas:
|
|
|
querer
sin ser ofendida,
|
|
|
sustentar
tu libre vida
|
|
|
con
tantas muertes ajenas.
|
|
|
|
|
|
No imagines que
es deshonra
|
25
|
|
que te quieran todos bien,
|
|
|
ni que está en usar desdén
|
|
|
depositada
tu honra.
|
|
|
Antes,
templando el rigor
|
|
|
de los agravios que haces,
|
30
|
|
con
poco amor satisfaces
|
|
|
y
cobras nombre mejor.
|
|
|
|
|
|
Tu crueldad me da
a entender
|
|
|
que las sierras te
engendraron,
|
|
|
o que los montes formaron
|
35
|
|
tu
duro, indomable ser;
|
|
|
que en ellos es tu recreo,
|
|
|
y en los páramos y valles,
|
|
|
do no es posible que halles
|
|
|
quien te enamore el deseo.
|
40
|
|
|
|
|
En un fresca espesura
|
|
|
una vez te vi sentada,
|
|
|
y dije: « Estatua es formada
|
|
|
aquella
de piedra dura. »
|
|
|
Y aunque el moverte después
|
45
|
|
contradijo
a mi opinión:
|
|
|
« En fin, en la condición
|
|
|
-dije-, más que estatua es. »
|
|
|
|
|
|
Y ¡ojalá que
estatua fueras
|
|
|
de piedra, que yo esperara
|
50
|
|
que el Cielo por mí cambiara
|
|
|
tu ser, y en mujer volvieras!
|
|
|
Que
Pigmaleón no fue
|
|
|
tanto a la suya rendido,
|
|
|
como yo te soy y he sido,
|
55
|
|
pastora,
y siempre seré.
|
|
|
|
|
|
Con razón, y de
derecho,
|
|
|
del mal y bien me das pago:
|
|
|
pena por el mal que hago,
|
|
|
gloria por el bien que he
hecho.
|
60
|
|
En el modo que me tratas
|
|
|
tal
verdad es conocida:
|
|
|
con la vista me das vida,
|
|
|
con la condición me matas.
|
|
|
|
|
|
De ese pecho que
se atreve
|
65
|
|
a esquivar de Amor los tiros,
|
|
|
el fuego de mis sospiros
|
|
|
deshaga un poco la nieve.
|
|
|
Concédase
al llanto mío,
|
|
|
y al nunca admitir descanso,
|
70
|
|
que vuelva agradable y manso
|
|
|
un solo punto tu brío.
|
|
|
|
|
|
Bien sé que
habrás de decir
|
|
|
que me alargo, y yo lo creo;
|
|
|
pero acorta tú el deseo,
|
75
|
|
y acortaré yo el pedir.
|
|
|
Mas, según lo que me das
|
|
|
en
cuantas demandas toco,
|
|
|
a ti te importa muy poco
|
|
|
que pida menos o más.
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80
|
|
|
|
|
Si de tu extraña
dureza
|
|
|
pudiera
reprehenderte,
|
|
|
y
aquella señal ponerte
|
|
|
que
muestra nuestra flaqueza,
|
|
|
dijera,
viendo tu ser,
|
85
|
|
y no así como se enseña:
|
|
|
«
Acuérdate que eres peña,
|
|
|
y en peña te has de volver ».
|
|
|
|
|
|
Mas seas peña o
acero,
|
|
|
duro
mármol o diamante,
|
90
|
|
de un acero soy amante,
|
|
|
a una peña adoro y quiero.
|
|
|
Si
eres ángel disfrazado,
|
|
|
o furia, que todo es cierto,
|
|
|
por tal ángel vivo muerto,
|
95
|
|
y por tal furia, penado.
|
|
Mejor
le parecieron a Tirsi los versos de Galercio que la condición de Gelasia;
y, quiriéndoselos mostrar a Elicio, viole tan mudado de color y de
semblante que una imagen de muerto parecía. Llegóse a él, y cuando le quiso
preguntar si algún dolor le fatigaba, no fue menester esperar su respuesta
para entender la causa de su pena, porque luego oyó publicar entre todos
los que allí estaban cómo los dos pastores que a Galercio socorrieron, eran
amigos del pastor lusitano con quien el venerable Aurelio tenía concertado
de casar a Galatea, los cuales venían a decirle cómo de allí a tres días el
venturoso pastor vendría a su aldea a concluir el felicísimo desposorio. Y
luego vio Tirsi que estas nuevas más nuevos y extraños accidentes de los
causados habían de causar en el alma de Elicio, pero, con todo esto, se llegó
a él y le dijo:
-Ahora es menester, buen amigo que te sepas valer de la discreción que
tienes, pues en el peligro mayor se muestran los corazones valerosos; y
asegúrote que no se quien a mí me asegura que ha de tener mejor fin este
negocio de lo que tú piensas. Disimula y calla, que, si la voluntad de
Galatea no gusta de corresponder de todo en todo a la de su padre, tú
satisfarás la tuya aprovechándote de las nuestras, y aun de todo el favor
que te puedan ofrecer cuantos pastores hay en las riberas de este río y en
las del manso Henares, el cual favor yo te ofrezco, que bien imagino que el
deseo que todos han conocido que yo tengo de servirles, les obligará a
hacer que no salga en vano lo que aquí te prometo.
Suspenso quedó Elicio viendo el gallardo y verdadero ofrecimiento de Tirsi,
y no supo ni pudo responderle más que abrazarle estrechamente y decirle:
-El Cielo te pague, discreto Tirsi, el consuelo que me has dado, con el
cual (y con la voluntad de Galatea, que, a lo que creo, no discrepará de la
nuestra), sin duda, entiendo que tan notorio agravio como el que se hace a
todas estas riberas en desterrar de ellas la rara hermosura de Galatea, no
pase adelante.
Y tomándole a abrazar, tomó a su rostro la color perdida, pero no tomó al
de Galatea, a quien fue oír la embajada de los pastores como si oyera la
sentencia de su muerte. Todo lo notaba Elicio, y no lo podía disimular
Erastro, ni menos la discreta Florisa, ni aun fue gustosa la nueva a
ninguno de cuantos allí estaban. A esta sazón ya el sol declinaba su
acostumbrada carrera; y así, por esto como por ver que el enamorado Lenio
había seguido a Gelasia, y que allí no quedaba otra cosa que hacer,
trayendo a Galercio y a Maurisa consigo, toda aquella compañía movió los
pasos hacia el aldea, y, al llegar junto a ella, Elicio y Erastro se
quedaron en sus cabañas, y con ellos Tirsi, Damón, Orompo, Crisio,
Marsilio, Arsindo y Orfenio se quedaron, con otros algunos pastores; y de
todos ellos, con corteses palabras y ofrecimientos, se despidieron los
venturosos Timbrio, Sileno, Nísida y Blanca, diciéndoles que otro día se
pensaban partir a la ciudad de Toledo, donde había de ser el fin de su
viaje, y, abrazando a todos los que con Elicio quedaban, se fueron con
Aurelio, con el cual iban Florisa, Teolinda y Maurisa y la triste Galatea,
tan congojada y pensativa, que, con toda su discreción, no podía dejar de
dar muestras de extraño descontento; con Daranio se fueron su esposa
Silveria y la hermosa Belisa. Cerró en esto la noche, y parecióle a Elicio
que con ella se le cerraban todos los caminos de su gusto; y si no fuera
por agasajar con buen semblante a los huéspedes que tenía aquella noche en
su cabaña, él la pasara tan mala que desesperara de ver el día. La mesma
pena pasaba el mísero Erastro, aunque con más alivio, porque, sin tener
respeto a nadie, con altas voces y lastimeras palabras maldecía su ventura
y la acelerada determinación de Aurelio.
Estando en esto, ya que los pastores habían satisfecho a la hambre con
algunos rústicos manjares, y algunos de ellos entregádose en los brazos del
reposado sueño, llegó a la cabaña de Elicio la hermosa Maurisa, y, hallando
a Elicio a la puerta de su cabaña, le apartó y le dio un papel diciéndole
que era de Galatea y que le leyese luego, que, pues ella a tal hora le
traía, entendiese que era de importancia lo que en él debía de venir.
Admirado el pastor de la venida e Maurisa, y más de ver en sus manos papel
de su pastora, no pudo sosegar un punto hasta leerle; y, entrándose en su
cabaña, a la luz de una raja de teoso pino, le leyó, y vio que así decía:
|
GALATEA
A ELICIO
|
|
En la apresurada
determinación de mi padre está la que yo he tomado de escrebirte, y en la
fuerza que me hace la que a mí mesma me he hecho hasta llegar a este
punto. Bien sabes en el que estoy, y sé yo bien que quisiera verme en
otro mejor para pagarte algo de lo mucho que conozco que te debo; mas si
el Cielo quiere que yo quede con esta deuda, quéjate de él, y no de la voluntad
mía. La de mi padre quisiera mudar, si fuera posible, pero veo que no lo
es, y así, no lo intento. Si algún remedio por allá imaginas, como en él
no intervengan ruegos, ponle en efecto con el miramiento que a tu crédito
debes y a mi honra estás obligado. El que me dan por esposo y el que me
ha de dar sepultura viene pasado mañana; poco tiempo te queda para
aconsejarte, aunque a mí me quedará harto para arrepentirme. No digo más
sino que Maurisa es fiel y yo, desdichada.
|
En extraña confusión pusieron a Elicio las razones
de la carta de Galatea, pareciéndole cosa nueva así el escribirle, pues
hasta entonces jamás lo había hecho, como el mandarle buscar remedio a la
sinrazón que se le hacía; mas, pasando por todas estas cosas, sólo paró en
imaginar como cumpliría lo que le era mandado, aunque en ello aventurase
mil vidas, si tantas tuviera. Y no ofreciéndosele otro algún remedio sino
el que de sus amigos esperaba, confiado en ellos, se atrevió a responder a
Galatea con una carta que dio a Maurisa, la cual de esta manera decía:
|
ELICIO
A GALATEA
|
|
Si las fuerzas de
mi poder llegaran al deseo que tengo de serviros, hermosa Galatea, ni la
que vuestro padre os hace ni las mayores del mundo, fueran parte para
ofenderos; pero, comoquiera que ello sea, vos veréis ahora, si la
sinrazón pasa adelante, cómo yo no me quedo atrás en hacer vuestro
mandamiento por la vía mejor que el caso pidiere. Asegúreos esto la fe
que de mí tenéis conocida y haced buen rostro a la fortuna presente,
confiada en la bonanza venidera: que el Cielo, que os ha movido a
acordaros de mí y a escribirme, me dará valor para mostrar que en algo
merezco la merced que me habéis hecho: que, como sea obedeceros, ni
recelo ni temor serán parte para que yo no ponga en efecto lo que a vuestro
gusto conviene y al mío tanto importa. No más, pues lo más que en esto ha
de haber, sabréis de Maurisa, a quien yo he dado cuenta de ello; y si
vuestro parecer con el mío no se conforma, sea yo avisado, porque el
tiempo no se pase, y con el la sazón de nuestra ventura, la cual os dé el
Cielo como puede, y como vuestro valor merece.
|
Dada esta carta a Maurisa, como está dicho, le
dijo asimesmo cómo él pensaba juntar todos los más pastores que pudiese, y
que todos juntos irían a hablar al padre de Galatea pidiéndole por merced
señalada fuese servido de no desterrar de aquellos prados la sin par
hermosura suya; y cuando esto no bastase, pensaba poner tales
inconvinientes y miedos al lusitano pastor, que él mesmo dijese no ser
contento de lo concertado; y cuando los ruegos y astucias no fuesen de
provecho alguno, determinaba usar la fuerza, y con ella ponerla en su
libertad; y esto con el miramiento de su crédito, que se podía esperar de
quien tanto la amaba. Con esta resolución se fue Maurisa, y esta mesma
tomaron luego los pastores que con Elicio estaban, a quien él dio cuenta de
sus pensamientos y pidió favor y consejo en tan arduo caso. Luego Tirsi y
Damón se ofrecieron de ser aquellos que al padre de Galatea hablarían.
Lauso, Arsindo y Erastro, con los cuatro amigos Orompo, Marsilio, Crisio y
Orfenio, prometieron de buscar y juntar para el día siguiente sus amigos y
poner en obra con ellos cualquiera cosa que por Elicio les fuese
mandada.
En tratar lo que más caso convenía y en tomar este apuntamiento se pasó lo
más de aquella noche, y, la mañana venida, todos los pastores se partieron
a cumplir lo que prometido habían, si no fueron Tirsi y Damón, que con
Elicio se quedaron. Y aquel mesmo día tomó a venir Maurisa a decir a Elicio
cómo Galatea estaba determinada de seguir en todo su parecer. Despidióla
Elicio con nuevas promesas y confianza, y con alegre semblante y extraño
alborozo estaba esperando el siguiente día por ver la buena o mala salida
que la Fortuna daba a su hecho. Llegó en esto la noche, y, recogiéndose con
Damón y Tirsi a su cabaña, casi todo el tiempo de ella pasaron en tantear y
advertir las dificultades que en aquel negocio podían suceder, si acaso no
movían a Aurelio las razones que Tirsi pensaba decirle. Mas Elicio, por dar
lugar a los pastores que reposasen, se salió de su cabaña y se subió en una
verde cuesta que frontera de ella se levantaba; y allí, con el aparejo de
la soledad, revolvía en su memoria todo lo que por Galatea había padecido y
lo que temía padecer, si el Cielo a sus intentos no favorecía; y sin salir
de esta imaginación, al son de un blando céfiro que mansamente soplaba, con
voz suave y baja, comenzó a cantar de esta manera:
|
|
ELICIO
|
|
Si de este
herviente mar y golfo insano,
|
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donde tanto amenaza la
tormenta,
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libro la vida de tan dura
afrenta
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y toco el suelo venturoso y
sano,
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al aire alzadas
una y otra mano,
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5
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con alma humilde y voluntad
contenta,
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haré que Amor conozca, el
Cielo sienta
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que bien les agradezco
soberano.
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Llamaré venturosos mis sospiros,
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mis lágrimas tendré por
agradables,
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10
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por refrigerio el fuego en que
me quemo.
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Diré que son de
amor los recios tiros,
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dulces al alma, al cuerpo
saludables,
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y que en su bien no hay medio,
sino extremo.
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Cuando Elicio acabó su canto, comenzaba a descubrirse por las orientales
puertas la fresca aurora, con sus hermosas y variadas mejillas, alegrando
el suelo, aljofarando las hierbas y pintando los prados, cuya deseada
venida comenzaron luego a saludar las parleras aves con mil suertes de
concertadas cantilenas. Levantóse en esto Elicio, y tendió los ojos por la
espaciosa campaña; descubrió no lejos dos escuadras de pastores, los
cuales, según le pareció, hacia su cabaña se encaminaban, como era la
verdad, porque luego conoció que eran sus amigos Arsindo y Lauso, con otros
que consigo traían, y los otros, Orompo, Marsilio, Crisio y Orfenio, con
todos los más amigos que juntar pudieron. Conocidos, pues, de Elicio, bajó
de la cuesta para ir a recebirlos, y, cuando ellos llegaron junto de la
cabaña, ya estaban fuera de ella Tirsi y Damón, que a buscar a Elicio iban.
Llegaron en esto todos los pastores, y con alegre semblante unos a otros se
recibieron. Y luego Lauso, volviéndose a Elicio, le dijo:
-En la compañía que traemos puedes ver, amigo Elicio, si comenzamos a dar
muestras de querer cumplir la palabra que te dimos; todos los que aquí vees
vienen con deseo de servirte, aunque en ello aventuren las vidas. Lo que
falta es que tú no la hagas en lo que más conviniere.
Elicio, con las mejores razones que supo, agradeció a Lauso y a los demás
la merced que le hacían, y luego les contó todo lo que con Tirsi y Damón
estaba concertado de hacerse para salir bien con aquella empresa.
Parecióles bien a los pastores lo que Elicio decía; y así, sin más
detenerse, hacia el aldea se encaminaron, yendo delante Tirsi y Damón,
siguiéndoles todos los demás, que hasta veinte pastores serían, los más
gallardos y bien dispuestos que en todas las riberas del Tajo hallarse
pudieran; y todos llevaban intención de que, si las razones de Tirsi no
movían a que Aurelio la hiciese en lo que le pedían, de usar en su lugar la
fuerza y no consentir que Galatea al forastero pastor se entregase, de que
iba tan contento Erastro, como si el buen suceso de aquella demanda en sólo
su contento de redundar hubiera; porque, a trueco de no ver a Galatea
ausente y descontenta, tenía por bien empleado que Elicio la alcanzase,
como lo imaginaba, pues tanto Galatea le había de quedar obligada.
El fin de este amoroso cuento e historia, con los sucesos de Galercio,
Lenio y Gelasia, Arsindo y Maurisa, Grisaldo, Artandro y Rosaura, Marsillo
y Belisa, con otras cosas sucedidas a los pastores hasta aquí nombrados, en
la segunda parte de esta historia se prometen, la cual, si con apacibles voluntades
esta primera viere recibida, tendrá atrevimiento de salir con brevedad a
ser vista y juzgada de los ojos y entendimiento de las gentes.
FIN
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