CUESTIONES DE CRITICA LITERARIA

Entre los eruditos de todos los tiempos y de todos los lugares se destaca Ramón Menéndez Pidal, ilustre filólogo e historiador, que ha dominado casi por complete el campo de los estudios sobre el Cid Campeador, el de la historia y el del Cantar, que él quiere y trata de identificar. Su hegemonía ha ocupado todo lo que llevamos de nuestro siglo.

Sin querer ser injustos, podríamos decir que los estudios de Menéndez Pidal y de su numerosa escuela se distinguen por su prurito de investigación y ensalzamiento de los aspectos históricos, geográficos, filológicos, nacionalistas, políticos (democráticos, monárquicos), folklóricos, religiosos del CMC. La obra magna de Menéndez Pidal, Cantar de Mio Cid. Texto, gramática y vocabulario, publicada en tres volúmenes en Madrid, en los años 1908-11, carece de rival, es insuperable dentro de su enfoque. Es sorprendente y un fenómeno quizás único, que la crítica miocidiana haya permanecido completamente al margen de las corrientes tan diversas, tan impetuosas y abarcadoras de la critica literaria de nuestro siglo; de nadie, en el grado que de Menéndez Pidal, se ha creido que lo ha dicho todo en materias de poesía.

En una de sus últimas copilaciones recogió Menéndez Pidal una serie de estudios suyos publicados a lo large de ubérrimos años y la tituló En torno al poema del Cid (Barcelona, 1963). Con la expresión en-torno quedaba caracterizado estupendamente el campo de su labor, pues sus estudios, más que en las entrañas del protocantar castellano, se enfocaban sobre su ambiente histórico-geográfico, sobre el mundo de su en-torno. La obra crítica de la escuela pidaliana, la escuela neotradicionalista, ha sido de carácter externalista o, como a mí me gusta llamarla, estudios de exocrítica: preocupación erudita enfocada particularmente sobre el exoesqueleto de Mio Cid, sobre las disciplinas de soporte periférico: filología, historia (civil, social, política, económica, eclesiástica), geografía, folklore, jurisprudencia, numismática, literatura comparada, etc.

Los estudios de Ménéndez Pidal, reconózcase en honor de la verdad, han sido indispensables para una major intelección del CMC, gracias a ellos la esotérica obra se nos ha hecho exotérica. Pero Mio Cid no debe seguir para siempre bajo la hegemonía absoluta de la exocrítica, pues corre el riesgo de permanecer siendo poco más de un bello y todo lo precioso que se quiera florileglo de información lingüística, histórica, topográfica, folklórica de la vieja Castilla.

El exocrítico ha tendido a salirse del mundo de pordentro del CMC, como fábula epico-dramática, al de entorno, como si fuera un documento histórico. Se entretiene más el exocrítico con la investigación del escritor que la del escrito, con el marco cultural que con la urdimbre del interior, con las personas históricas que con los personajes del drama, con la materia ideológica que con las formas estilísticas. Como el exocrítico atribuye el más alto valor a la historia, no es de extrañar la conclusión de Menéndez Pidal, con propósito de elogio: «En suma... el Cantar tiene un carácter eminentemente histórico» (cf. bibli. 260. p. 23). Y, sin embargo, el CMC como documento histórico es sumamente sospechoso.

Al lado del sólido bloque de los críticos externalistas del CMC, con sus vastísimos conocimientos y su impresionante aparato de documentación, ha subsistido a través de los tiempos, como en simbiótica adherencia, un puñado de críticos de apetencias y gustos por el interior de la fábola miocidiana; gracias a ellos no se han olvidado del todo los valores literarios de Mio Cid. Son estos críticos los que se han encargado de desentrañar y airear los aciertos de creación poética, la estructura, el estilo, los temas, etc.

En estos últimos años, y a manera que se deja de sentir la influencia de Ramón Menéndez Pidal, no dejan de oírse voces de protesta entre los críticos de todas las naciones contra el prolongado estancamiento de los estudios miocidianos en la periferia histórico-cultural, con llamamientos a un estudio más interno, más literario, que responda mejor a las nuevas corrientes de la crítica del siglo xx, reaccionaria contra los gustos y procedimientos de los románticos y posrománticos.

¿Quién ha dicho que los nuevos métodos no son valederos en el campo medieval?

En esta edición del Cantar de Mio Cid, como he hecho en mi libro Mio Cid. Estudios de endocrítica (Barcelona, 1975), quisiera contribuir a escudriñar y exponer el mundo, no del en-torno, sino del por-dentro, de lo que es esencialmente una fábula épico-dramática, una obra que pertenece a la literatura, al arte. Llamo a esta tarea de endocrítica: examen del endoesqueleto de Mio Cid, la estructuración interna de sus partes, su funcionamiento orgánico, concebida como un sistema nervioso; la obra es el cerebro impreso de su autor. La tarea del endocrítico es el análisis de la constitución interna de la obra, dentro de su ambiente cultural, con miras a esclarecer la organización artística de sus componentes; cómo los diversos incidentes están arreglados en torno a un tema central coherente. Sostiene la endocrítica que los diversos episodios de la obra son como piezas de un engranaje en acción; prohíbe rotundamente que el CMC se visite o use como si fuera un almacén de repuestos. En suma, para la endocrítica, el CMC tiene un carácter eminentemente literario.

Se distingue el CMC, entre otros cantares congéneres de la época, por mencionar lugares en su gran mayoría existentes (a veces su ubicación no es exacta) y por dar a los personajes nombres en su gran mayoría existentes en los documentos de la época (hay excepciones contradictorias como los nombres de las hijas del Cid, el abad de Cardeña, los Infuntes de Navarra y Aragón y otros enteramente ficticios). Sin embargo, de los episodios que sostienen la narración, apenas pasan de dos los de solidez histórica: el destierro del Cid (históricamente fue desterrado dos veces) y la toma de Valencia. La gran mayoría de los acontecimientos narrados, los más importantes en cuanto a la estructura, el tema y el estilo, son de pura invención literaria, de ficción poética (como el empeño de las arcas, la versión que se da de la prisión del Conde de Barcelona, los sucesos de Zaragoza, Murviedro y Valencia; las bodas de las hijas del Cid con los Infantes de Carrión; más casi la totalidad de la Razón.

Como conclusión sobre el tema tan debatido de la historicidad, dígase que el puede considerarse como el cantar de gesta medieval más verdadero en la topografía, más lleno de nombres históricos, más enfocado hacia un suceso histórico como uno de los asuntos centrales. Sólo en ese limitado sentido puede hablarse de que el CMC sobresale por su historicidad: historicidad muy parcial, muy relativa.

Esta edición y los estudios de endocrítica pueden decepcionar al lector que guste de enorgullecerse de los héroes patrios: los grandes soldados, los indomables guerreros, patrióticos, cristianos, los exterminadores de enemigos. En cambio, puede que iluminen a los que prefieren entusiasmarse al contacto con los buenos, buenísimos escritores castellanos, los que con el supieron instruir, deleitar y amonestar a su público con tan extraordinario arte en los albores mismos de las literaturas románicas. Dichoso el Cid, no porque conquistara Valencia a los moros (de hecho Valencia se perdió aun en vida de su esposa), sino porque encontró insignes cantores que le inmortalizaron como hombre ejemplar en un momento imperecedero. Del momento nos preciaremos siempre.

Todo arte se vale de una técnica y la técnica del arte medieval es la del ejemplo que algunos definían en el medievo como «dicho o hecho de alguna persona histórica digno de imitación». Mediante el ejemplo, el escritor disolvía lo regional y anecdótico-histórico, para convertirlo en universal y emotivo-poético. La conducta del Cid Campeador, gracias al arte del ejemplo en el CMC se hacía prototipo de conducta humana; su emotividad toca a todo atento lector que vicariamente se integra en la comunidad miocidiana.

El ejemplo literario es algo muy superior al relato de un suceso histórico: éste tiende a ser vehículo de información, aquél va revestido de poderes ilusorios que actúan como factores del sentimiento, impresionan, emocionan y mueven. Acerquémonos a los individuos de la sociedad miocidiana, no como personas de una sociedad histórica sino como personajes de un drama, liberados ya de los vínculos de limitación local y temporal, revestidos de atemporalidad y universalidad, con función de personificar vicariamente al oyente o lector de muchas épocas y de diversas culturas.

Mediante el ejemplo literario se logra que la persona excepcional histórica, la de carne y hueso que inspiró al escritor épico, se despegue de su pasado concreto lo bastante como para actualizarse en testimonio continuo. Esa actualización se produce mediante los móviles de la contemplación. El autor escribe de manera que se le facilite a su público la contemplación de los personajes en acción; a ese fin se encamina su arte.

En la contemplación, el sujeto suspende un tanto sus potencies discursivas, puramente racionales, para avivar la imaginación; el sujeto participa de la vivencia de los personajes y, ora simpatizante, ora antipatizante, no escapa a convivir su destino, sus penas, sus glorias y su felicidad final; con los personajes se alegraría o irritaría, lloraría o sonreiría. El valor, pues, de la obra literaria ha de juzgarse en la medida que logre tales efectos y no hay duda que el raro inventor del llenar de realidades la imaginación contemplativa de su público.

El arte del CMC es de veras realista en la línea de lo literario, entendido como arte de hacer ver, de hacer una escena contemplable, experimentable. ¿Qué importa que lo relatado haya o no sucedido con tal que suceda en la imaginación del lector? A veces, como en elepisodio del león, se hace realidad contemplable lo que no es verosimilmente atestiguable. El realismo del CMC consiste en que el autor más que describir o contar, muestra.

Ya el primer editor del CMC, Tomas Antonio Sánchez, supo hacer las siguientes observaciones: «nos presentan las costumbres de aquellos tiempos y las maneras de explicarse aquellos infanzones de luenga y vellida barba, que no parece sino que los estamos viendo y escuchando» (cf. bibli. 358, p. 229). A esa operación del lector de ver, a ese tipo de realismo llamaron los latinos evidentia (de videre).

El CMC se abre con una visión; se induce al publico a mirar y ver a través de los ojos llorosos del protagonista. ¿Qué se ve? Ausencias de cosas enumeradas minuciosamente: sin... sin... sin... sin... sin... El narrador no describe o cuenta, muestra el vacio, la nada. Realismo del raro inventor castellano que concibe la obra -¿la vida?- como una ficción que debe expresarse en realidades visibles y vivibles, como videncia y vivencia. Escuchemos también, a este propósito, a Don Quijote y cómo hablaba de su experiencia en la cueva de Montesinos: «la más sabrosa y agradable vida y vista que ningún humano ha visto y pasado».

Realismo literario no es historicidad o exactitud geográfica. Sin embargo, en virtud de facilitar la contemplación, el autor procura usar nombres de la tradición local y lugares familiares y asi lograr la identificación del publico con el personaje. Qué ilusión y deleite contemplar aquellos hechos extraordinarios que habían (debían haber) sucedido en su tierra, entre sus paisanos. El ejemplo se tornaba más cercano, más imitable.

El critico literario no aprecia el CMC por su información como documento, sino por su interpretación de la conducta humana. Sería ocioso preguntarse si Raquel y Vidas fueron judíos (contraproducente esforzarse por demostrarlo), si el Cid Campeador fue un hombre supersticioso; si consta que Pero Bermúdez fuera tartamudo; si de veras se guardaban leones en el palacio de Valencia; si Elvira y Sol pudieron ser nombres dobles de Cristina y Maria; si las hijas del Cid casaron con los Infantes de Carrión o con los de Navarra y Aragón, o si con los unos y los otros; etc. Preguntas de este tipo extraen el órgano de su cuerpo e impiden el recto funcionamiento del uno en el otro; endocríticamente hablando, son tan superficiales y dañinas como la de discutir si tendría nueve años o más bien diecinueve la niña aquella que en Burgos se plantó delante del Cid a amonestarle sobre su conducta.

El CMC no es una galería de retratos, es una comunidad atareada en las relaciones de sus miembros. La actitud de cada personaje ha de analizarse bajo el criterio de la integridad de la obra total sin interés por sacrificar a ninguno de ellos en aras de prejuicios periféricos (por ejemplo, en aras del antisemitismo sacrifican unos al Cid, otros a Raquel y Vidas; en aras de un democratismo anacrónico sacrifican algunos comentaristas al rey y a otros miembros de la nobleza).

En la comunidad miocidiana hay «buenos» y «malos». Se distingue en este aspecto el CMC por no darse en él excesos de parcialidad, con lo que el autor consigue dar a la narracíon épico-dramática un alto grado de racionalidad y equilibrio. No sólo la conducta de los «buenos» refleja una personalidad cabal, sensata; la de los «malos» es también digna de hombres, y si no es justificable desde el punto de vista moral, ni imitable, resulta, sí, convincente, explicable desde su propio punto de vista personal. El antagonista no es presentado como mamarracho o fantoche extravagante, sino como digno contrincante, fuerte adversario.

Con todas estas cualidades literarias consiguó hacer el autor del CMC una epopeya y un drama existenciales, de testimonio, si se quiere. Uno llega a explicarse, sin salirse del texto, el porqué de la ira del rey, de la arena de las arcas, de la ciega confianza de Raquel y Vidas, de la agresividad del Conde de Barcelona, del interés de los Infantes de Carrión por las hijas del Cid, del amor final del rey. Es más, incluso la traición de los Infantes en Corpes no carecía de motivos serios, pues, habiendo llegado a Valencia en busca de la prometida riqueza y felicidad, se encuentran acosados por fieras y por moros y, lo que era peor, por las burlas de los duros guerreros que no paraban ni de noche ni de día. Tantas burlas empujaron a los Infantes a la neurastenia --aun lo dicho por bien lo tomaban a mal--, que degeneraría en esquizofrenia con efectos de doble personalidad: amorosos y sádicos, miedosos y fanfarrones, urbanos y traidores, débiles y belicosos, autosuficientes y sobornadores, etc. Y a pesar de todo, en virtud del logrado arte épico-dramático, no se haría imposible comprender el proceso de empeoramiento psicológico de los Infantes que se veían expuestos, como en un callejón sin salida, al abuso de la fuerza de los rudos vasallos del Cid.

La motivación que, buena o perversa, empuja a obrar a cada personaje, produce la justificación literaria, la que enlaza entre sí los variados episodios, las diversas acciones parciales confiriéndoles orientación y sentido temático dinámico y unívoco.

Suele decirse de la narrativa medieval que se caracteriza por una elemental estructuración de elementos que no va mucho más allá de la yuxtaposición de episodios, sucesos, incidentes; a éstos se les da una unificación artificial mediante su atribución, a menudo poco convincente, a una misma persona; así, Berceo acumulaba en un mismo santo multitud de milagros; el Arcipreste de Hita se retrataba como protagonista de las aventuras más heterogéneas; don Juan Manuel ponía en boca de un mismo narrador cuentos muy diversos; incluso a la muy posterior novela picaresca se le ha achacado cierto descuido en la trabazón bien motivada de las aventuras del protagonista. Hasta el punto que podría afirmarse que la transposición de los milagros, cuentos y muchas de las aventuras de estas obras no habría destruido su valor literario; su valor total es la suma de los valores parciales, los valores de cada episodio individual que estaba elaborado con carácter monolítico.

En el CMC, en cambio, coda episodio e incidente está elaborado como sección estructural de una gran pirámide; no es posible, pues, trastocar uno solo de ellos sin causar irreparable injuria a su dinámica de movimiento convergente.

También es rara y estimable cualidad en el arte del CMC, el aprovechamiento del episodio para revelar e iluminar el carácter de los personajes, sobre todo en la Razón; por ejemplo, en los episodios del león y el combate con Búcar el fin primordial es la presentación de los diversos caracteres, enfrentándolos unos con otros; otro tanto podría decirse de las cortes de Toledo.

Se destacan los personajes del CMC por su humanidad, por su apego a la tierra, por conducirse por valores existenciales de comprensión universal. También en este aspecto se puede hablar del realismo del alma de los personajes. Arriesgan éstos poco por un ideal, por el amor a otros hombres o el amor a Dios. Piensan en sí mismos y en los suyos, con valores materialistas en el mejor sentido de la palabra, valores fisicos, tangibles: la ganancia. Era ésta el móvil que dignificaba, daba jerarquía y vinculaba a las criaturas de aquella comunidad. La ganancia fue, en la Gesta, la que hizo posible aquella alegría final. La honra era un valor muy sutil e inconmensurable, por lo que el autor se la explicaba a su público en proporciones de bienes sustanciales; el poder dicta el deber. Aun hoy día se oye decir «pobre pero honrado», como si la honradez en el pobre fuese un mirlo blanco. El autor del CMC no se engañaba ni quería engañar al justificar las acciones de sus héroes por la necesidad de ganarse el pan, primero, de enriquecerse más y más a continuación.

Precisamente par ser un hombre materialista, por no ser un fanático perseguidor de un ilusivo ideal, convence el Cid, como personaje central, en su equilibrio entre los impulsos extremos. Mio Cid es un guerrero a la vez bravo y manso; su bravura salva a su mansedumbre de caer en la pusilanimidad; su mansedumbre salva a su bravura de la crueldad.

La contemplación del héroe del CMC no produce deleite, placer estético, no porque fuera persona histórica, porque de hecho viviera, porque lo narrado de él así sucediera, sino porque así soñamos todos que debieron ser los héroes, porque así querernos que sean: modelos de conducta humana, hombres que logran concordar las tendencias que nos empujan hacia la extremosidad. Piénsese en Eneas, un héroe pagano, que fue cantado como piadoso varón de armas; y en grado eminentísimo sobresale Jesucristo, a quien literariamente se le llama León de Judá y Cordero de Dios. Fue Cristo quien amonestó a los suyos a ser a un mismo tiempo «prudentes como serpientes y sencillos como palomas» (Mateo, 10, 16).

El Cid del Cantar es un hombre que busca el equilibrio en la beligerancia y la religiosidad, con mucho de embaucador y leal, de avaro y desprendido, de vengativo y justo, de ducho en las armas y de perito en el discurso y las leyes. Como tal, es un personaje que no pertenece en propiedad a la historia civil, militar o política de Castilla, sino a la tradición literaria pagana, cristiana, universal, de la que hereda los rasgos más sobresalientes de su personalidad a un tiempo violenta y magnánima.

El CMC, como literatura ejemplar en una época de expansionismo de Castilla, tiene mucho de epopeya de testimonio, sobre todo la Gesta, en la que se cantan no ya las glorias de un pasado remoto como origen de la contemporánea grandeza, sino hechos, acciones, conductas de vivo interés y vigencia en la época del autor. Mediante la armonización en el héroe de cualidades por lo común irreconciliables, el mensaje testimonial se extendía hasta tocar y afectar a todos los miembros de la comunidad castellana: al rey, que había de cuidar de los suyos, que había de velar por la justicia; a los vasallos, que habían de someterse incondicionalmente al monarca; al soldado, que no se olvidara de rezar, que no descuidara a su familia, que se compadeciera de los vencidos y débiles; a los clérigos y los padres de familia, que no temieran abrazar las armas; a los cortesanos y nobles, que no abusaran de su influencia y poder, que no ultrajaran a las hijas de los rangos inferiores; a todos, que las obras buenas pagaban y que las malas no quedaban sin el merecido castigo.

AUTOR Y FECHA DE LA COMPOSICIÓN.

El CMC es anónimo; la fecha de su composición sigue siendo objeto de hipótesis distanciadas.

¿Quién fue el autor (autores)? Flaubert dijo en una ocasión: «Madame Bovary c’est moi». A Miguel Angel Asturias le llamaban muchos El señor Presidente. Y es que el autor es su obra; el criador se identifica con su criatura. De ahí que la historia de las letras no necesite, de rigor, índice de autores: «por sus frutos los conoceréis».

Son muchos los esfuerzos que gastan los eruditos por encontrarle autor con nombre propio al CMC. Que se llamara Pero Abbat o Domingo Gundisalvo, que fuera dominico o cisterciense, jurisconsulto, clérigo o juglar; que viviera en Medinaceli, en San Esteban o en Cardeña; cuestiones curiosas, cuya dilucidación poco valor añadiría o sustraería a la obra de arte. La Iliada no se inmortalizó porque su autor fuera ciego; la robustez de las Filípicas nada tiene que ver con el tartajeo de Demóstenes; Don Quijote no es grandiosa novela porque su autor fuese manco. Cualquiera que fuera el nombre o la patria o la profesión o la idiosincrasia del autor del CMC, su característica sobresaliente ya la conocemos bien: el autor del Cantar de Mio Cid.

Claro, los historiadores --los exocríticos que gustan de salir del escrito al escritor-- se han preocupado muchísimo, comprensiblemente, por identificar al autor, pues saben que la autoridad informativa del relato depende en gran manera de la autoridad de las fuentes. Menéndez Pidal, en sus últimos años, defendió la dualidad de poetas como una «idea —dice— que se fue imponiendo lentamente en contra de mis primeras opiniones» (cf. bibli. 252, p. l09). Sus opiniones se basaban en el texto mismo, que al hablar de asuntos relativos a San Esteban o a Medinaceli, parece reclamar autores familiarizados con uno u otro luger. Para los efectos, en su edición crítica, que ha dominado las lecturas de las aulas y otras ediciones populares, Ramón Menéndez Pidal se constituyó en el tercer autor del Poema de Mio Cid, al interpolar más de 40 versos, más de 20 hemistiquios, sin contar los numerosos vocablos individuales que cambió y los versos que traspuso.

Obra anónima no es obra de nadie, ni de todo el que quiera cooperar.

La otra gran incógnita que rodea al CMC, es la de la fecha exacta de su composición, pues las hasta ahora asignadas por los eruditos más responsables se distancian en sus extremos en un siglo, desde 1140 hasta 1245; son numerosos los partidarios de fecha intermedia, comienzos del siglo XIII. Entre los eruditos se puede notar que los más denodados defensores de la historicidad tienden a dar una fecha más temprana; de esa manera, la conjeturada proximidad a los sucesos relatados se empleaba para argüir en pro de la verdad del relato, en confirmación del carácter informativo, fidedigno, del CMC, o sea, «su carácter eminentemente histórico».

Compréndase que un adelanto o retraso de medio siglo en la composición de la obra no mermaría su valor literario ni con ello perderían prestigio las letras castellanas, aunque por lo pronto perdieran en antigüedad; pero tampoco hemos de limitar el valor del CMC a la apreciación del anticuario.

Se desprende del examen del CMC que debió existir cierta distancia entre la composición de la Primera Parte y de la Segunda, que parece una «continuación tardía», y por su unicidad de estilo y de visión del mundo, de diverso autor. Por mi parte, creo que el CMC fue compuesto cuando ya las acciones y costumbres de los personajes podían producir el deleite de lo arcaico. El autor arcaizó de intento y se pudo sentir libre para, sobre una topografía muy familiar y con nombres muy comunes, crear personajes, inventar sucesos, retocar, contrahacer y contradecir la historia. El fenómeno literario del CMC ha de ser juzgado dentro del relato folklórico, del cuento del abuelo que deleita con historietas fingidas del pasado que se atribuye a sí mismo o a personas del lugar, y las sitúa sobre la topografía de todos conocida.

Al pensar sobre la fecha téngase en cuenta que el autor, que respeta muchísimos nombres, dio a las hijas del Cid los ficticios de Elvira y Sol (los históricos fueron Cristina y María), para darlas en bodas ficticias a los Infantes de Carrión; para someterlas más tarde a reprobable escarnio; para casarlas en ficticias segundas nupcias con Ojarra e Iñigo Ximénez, nombres ficticios de los Infantes de Navarra y Aragón. Póngase, pues, la fecha de la composición lo suficientemente alejada de los hechos como para poder producir el deleite de la leyenda, sin que el recuerdo fresco de los nombres y sucesos verdaderos pudiera interferir en el libre funcionamiento de la fantasía y en la recreación de realidades ilusorias, más verdaderas, más íntimas que la historia.