VIII. ALEGRE ERA EL ÇID E TODOS SUS VASSALLOS (v.2273)
En el verso 2273 concluye lo que diríamos la acción de la Gesta o Primera Parte de Mio Cid ; le siguen otros cuatro, donde se hace una concisa invocación con la despedida del juglar. Este verso señala el punto culminante de la carrera ininterrumpida de éxitos del Cid Campeador y los suyos. Este verso del final exige contrastarse, para apreciar como es debido el mérito artístico de la obra, con el verso inicial:
De los sos ojos tan fuerte mientre lorando (1).
El verso final de la narración viene a ratificarnos que aquel verso inicial del prólogo debe ser tenido, al menos literariamente, como primer verso de Mio Cid ; debe dejarnos tranquilos de que no nos hemos perdido gran cosa con la desaparición de la hoja u hojas que parecen faltar en el manuscrito. El comienzo de Mio Cid fue lloroso; el final, alegre; patrón literario de larga tradición, completo y perfecto en su unidad. Ese comienzo triste y final alegre de la obra en su totalidad se sustentaban y nutrían de episodios parciales, en los que comienzos dolorosos concluían a la satisfacción de todos: el de Raquel y Vidas, el del Conde de Barcelona, los combates con los moros, y el asunto general de la ira y el amor de Alfonso. El autor de Mio Cid I tenía, no hay duda, una visión muy optimista del mundo de sus criaturas. Optimistas eran los personajes, que pasan por alto la consideración o ponderación de los dolores y pesares de la vida, de las bajas y heridas que les infligía el combate, para deleitarse exclusivamente con moroso y perenne sabor en la valoración de las ganançias. La ganançia era el móvil, el objetivo real que dignificaba, daba carácter y vinculaba entre sí a las criaturas literarias del primer poeta español; fue esa ganancia la que hizo posible la alegría del final. La ganancia era el máximo valor existencial de Mio Cid I; en loor de Raquel y Vidas se dice que los encontró Martín Antolínez
en cuenta de sus averes, de los que avien ganados (101);
bien entendidos en cuestiones del mercado (139), en todas sus empresas habían de lucrar:
«Nos huebas avemos en todo de ganar algo (123),
sin excluir ésta, que estaban a punto de acordar con el Cid:
o que ganançia nos dara por todo aqueste año?» (130).
Raquel y Vidas veían bien que el Campeador hubiera tratado de enriquecerse en su cargo de recaudador de parias:
Bien lo sabemos que el algo gaño, quando a tierra de moros entro que grant aver saco (124-125). Los mercaderes de Burgos estarían equivocados con respecto a las ganancias que el Cid obtuvo en su cargo; sin embargo, no lo estaban en cuanto a la voluntad gananciosa del guerrero, quien saldría ganando en su trato con ellos, como se expresa en el recuento de Martín Antolínez:
vos .vi. çientos e yo .xxx. he ganados (207).
En Mio Cid no merecen elogio los que, como los moros, en vez de ganar, lo perdían todo. La pérdida de sus haberes, y no un cargo de conciencia, era el gran temor de los burgaleses, y ello justificaba el cierre de sus puertas al necesitado:
Non vos osariemos abrir nin coger por nada; si non, perderiemos los averes e las casas e demas los ojos de las caras (44-46).
¡Qué bien lo comprendió el Cid! Él acababa de perder todo lo suyo. Fue ese estado de pobreza el que le hizo llorar, y no el destierro de Castilla, que, como indicaba a Álvar Fáñez, le hizo esperar algún bien mayor:
«¡Albriçia, Albar Ffañez, ca echados somos de tierra!» (14).
Al final del Cantar del Destierro, aunque siguiera fuera de Castilla, no habría más lágrimas ni pesares, por la ganançia maravillosa e grand :
Hido es el conde, tornos el de Bivar; juntos con sus mesnadas, conpeçolas de legar de la ganançia que an fecha maravillosa e grand (1082-84).
Tan grande era, que no pudo disimularse la euforia al comienza del de las Bodas:
Aquis conpieça la gesta de mio Çid el de Bivar. Tan ricos son los sos que non saben que se an (1085-86).
Los suyos se le habían unido movidos, naturalmente, del deseo de ganancias. Cuando el Cid no pudo dárselas, por su situación de penuria al comienzo del destierro, rogaba a Dios que le concediera poder remunerar a todos los que, renunciando a sus propiedades, le seguían:
«Yo ruego a Dios e al Padre spirital, vos, que por mi dexades casas y heredades, enantes que yo muera algun bien vos pueda far, lo que perdedes doblado vos lo cobrar» (300-03).
La promesa parece estar inspirada en una de Cristo, pero sin el cariz sobrenatural: «todo el que dejare hermanos o hermanas, o padre o madre, o hijos o heredades, por amor de mi nombre, recibirá el céntuplo y heredará la vida eterna» ( Mateo , 19, 29). El Cid había de ver cumplidos sus deseos no muy tarde, cuando hizo ricos a altos y a humildes:
A cavalleros e a peones fechos los ha ricos (848).
La dinámica de Mio Cid I se regenera constantemente en la ecuación obras-remuneración. La guerra, tan abominable desde el mirador cristiano, humanitario, es justificada, en un principio, por la necesidad del pan :
«De Castiella la gentil exidos somos aca; si con moros non lidiaremos no nos daran del pan (672-73).
Según el Cid se trataba de una guerra defensiva :
Por lanças e por espadas avemos de guarir; si non, en esta tierra angosta non podriemos bivir» (834-35).1
Con anterioridad había hecho notar el Cid que, de vender a los moros o degollarlos, no ganarían tanto como si se apoderaban de sus posesiones, ocupaban sus viviendas y los ponían a su servicio:
Los moros e las moras vender non los podremos, que los descabeçemos nada non ganaremos; cojamos los de dentro, ca el señorio tenemos, posaremos en sus casas e dellos nos serviremos» (619-22).
El autor nos habla del guerrero y de sus ambiciones, sin tratar de sublimarlas o camuflarlas bajo eufemismos. El autor no tenía miedo de herir la susceptibilidad de generaciones futuras, alejadas de sus circunstancias existenciales de reconquista, de expansionismo. Otras generaciones de hombres habrían de resolver sus problemas de ambición imperial con medios tanto o más violentos que los del Cid, pero, con su maestría en eufemismos y abstracciones, se resistirían a declarar que en sus guerras buscaban ganancias: a ciertas guerras las llamarían cruzadas; a ciertos genocidios, defensa de la democracia; a sus ministerios de agresión universal, defensa nacional. Ahí tenemos al héroe de Mio Cid , quien llama al pan pan y al vino vino; a pesar de ello, muchos de los eufemistas han pretendido extraer de su pan la sustancia existencial, para disecarlo en honra. La honra es un bien inconmensurable, y es evidente que el público del juglar se conmovía con bienes sustanciales, pues el poder dicta el deber.2 Cuando el Cid y los suyos hubieron resuelto sus necesidades primarias de pan, hasta el punto de considerarse ricos (1086), seguirían guerreando para acrecentar sus riquezas, porque los bienes pertenecían al más fuerte: Hiremos ver aquela su almofalla; commo omnes exidos de tierra estraña ¡ali pareçra el que mereçe la soldada!» (1124-26). Por mucho que se quiera defender al cristianismo de aquellos hombres, nunca se hará su conducta compaginable con aquellas palabras del Maestro: «Dixitque ad illos: Videte, et cavete ab omni avaritia; quia non in abundantia cuiusquam vita eius est ex his quae possidet» ( Lucas , 12, 15); la sentencia es un poco enrevesada gramaticalmente, pero viene a decir algo así como: «Les dijo: Mucho ojo y guardaos de toda avaricia, pues la vida de cualquiera no ha de consistir en la abundancia de las cosas que posee.» El lema del Cid era: agora avemos riquiza, mas avremos adelant (1269).3 En su última escaramuza con los moros, formuló el Cid con claridad su concepto existencial de la ayuda divina: ¡Hir los hemos fferir en el nombre del Criador e del apostol Santi Yague; mas vale que nos los vezcamos que ellos cojan el pan!» (1690-91). Este lenguaje es admirable: ¡con qué claridad exponían los héroes sus ideas en nuestra Edad Media! Un héroe así no podía fracasar: su ideal era realista, mensurable. Rolando, por el contrario, por perseguir una ilusión, acabaría trágicamente. El Cid Campeador, en su galopante ascenso a la riqueza, no pudo detenerse a recoger las miserables arcas de arena; en cambio, una y otra vez envió a Minaya con presentes para el rey. Aquellos dones estaban lejos de ser exponente de la bondad desinteresada del buen vasallo, para quien Castilla no era tanto la adorada patria, a la que soñaba retornar, como la tierra donde una vez fue dueño de muchas posesiones; de ellas se acordaba al enviar a Minaya, quien también perdió las suyas: embiar vos quiero a Castiella do avemos heredades (1271). El Campeador no podía dar por perdidos sus antiguos bienes; por su parte, el rey Alfonso comprendió la intencionalidad del dadivoso Cid y accedería, a su hora, a devolver al Cid y a los suyos las posesiones confiscadas: ¡Oid me, escuellas e toda la mi cort! Non quiero que nada pierda el Campeador; a todas las escuellas que a el dizen señor por que los deserede todo gelo suelto yo; sirvan le[s] sus her[e]dades do fuere el Campeador (1360-64). Hemos de pensar que los regalos del Cid no llevaban por fin otro que el que cumplieron: por un lado, la restitución de sus bienes; por otro, el casamiento ilustre de sus hijas. ¿Quién mejor que el rey podía casar a sus hijas? El Campeador había declarado, al punto de salir para el destierro, que sus casamientos eran la cosa que él más ambicionaba: ¡Plega a Dios e a Santa Maria que aun con mis manos case estas mis fijas (282-82 b ). En Mio Cid I se cumplirían indefectiblemente todas las oraciones; se cumplió esta del Cid, y habría de cumplirse la de Jimena, al partir aquél para el destierro: ¡quando oy nos partimos en vida nos faz juntar!» (365). Mio Cid no es una epopeya tradicional; ¿por qué había de serlo? No lo es aquella en la que las obligaciones de esposa y padre dan razón de ser a las campañas del guerrero. Ninguno de los gozos del Campeador fue tan grande como el de saber que su mujer e hijas estaban cerca de Valencia: alegre fue mio Çid que nunqua mas nin tanto ca de lo que mas amava yal viene el mandado (1562-63). Pero lo que haría completa aquella alegría del Campeador fue el poder obsequiar a sus seres más queridos con un tremendo tesoro: Valencia. No la había ganado, como buen vasallo, para ponerla a los pies de Alfonso el castellano --gesto que hubiera convenido a la epopeya--, sino que, como buen marido y padre, la ganó para su mujer e hijas: «Vos [doña Ximena] querida mugier e ondrada, e amas mis fijas mi coraçon e mi alma, entrad comigo en Valençia la casa, en esta heredad que vos yo he ganada» (1604-07).4 Por fin se realizaba otra de las peticiones que el Cid había hecho en su oración al salir para el destierro: e vos, mugier ondrada, de mi seades servida!» (284). En honor del tino artístico de Mio Cid I debe destacarse cómo el autor no se mostró nunca insensato con sus criaturas; por ejemplo, cuando el Cid se disponía al destierro, triste y arruinado, se limitó a pedir a Dios poder conseguir unos esposos para sus hijas y ser de utilidad a su esposa. Hubiera resultado propio de ilusos y petulantes pedir a Dios en aquellas circunstancias que sus hijas casaran con nobles, o prometer a su esposa tesoros inauditos. Sin embargo, más adelante, llevadas a cabo felizmente las primeras campañas bélicas, tan pronto como el Campeador pudo reunir unos regalos para el rey, encargó a Minaya que anunciara a su esposa e hijas que no tardarían en verse dueñas ricas : si les yo visquier seran dueñas ricas» (825). Sería cierto; tan grandes debieron de ser las riquezas que Jimena, Elvira y Sol vieron en Valencia, que quedaron aturdidas: «¿Ques esto, Çid? ¡Si el Criador vos salve!» (1646). La explicación del Cid fue muy sencilla; aquello significaba que habían terminado los pesares, pues éstos desaparecían donde reinaba una fortuna grande y maravillosa: «¡Ya mugier ondrada non ayades pesar! Riqueza es que nos acreçe maravillosa e grand (1647-48). Al pensar uno en el héroe convencional, suele figurárselo como un individuo extraordinario, quizá exaltado, que lleva a cabo hazañas inusitadas en servicio de una larga comunidad o patria. Las hazañas de nuestro Cid, en cambio, parecían dirigidas a un fin menos ambicioso e idealizado, como el de resolver a él y los suyos unos problemas personales, y proporcionarles grandes haberes y mando, con la honra que éstos indefectiblemente proporcionaban. Toda la honra y riqueza culminaría en unas bodas, acción que no precisamente es reconocida como de heroísmo. En Valencia, cuando el Campeador contemplaba con su mujer e hijas aquella Riqueza maravillosa e grand , voló su pensamiento al asunto de las bodas. Éstas parecían estar en las mentes de todo el mundo, pues los obsequios que al palacio llegaban eran regalos de ajuar: ¡a poco que viniestes presend vos quieren dar; por casar son vuestras fijas: aduzen vos axuvar!» (1649-50). Los bienes existenciales son de tremendo y esotérico valor en Mio Cid . Tan dura debió de ser la vida en España, que ganársela y acumular algunos bienes constituyó el tema central de nuestra primera epopeya; en nuestra novela picaresca sería el hambre el tema más dominante. Ante la magia de las ganancias se postraban en Mio Cid los personajes todos. La piadosa y reservada doña Jimena, al enterarse de que los Infantes de Carrión habían pedido la mano de sus hijas, dio gracias a Dios y se alegró, porque éstas vivirían en la abundancia por el resto de sus días: «¡Grado al Criador e a vos, Çid, barba velida! Todo lo que vos feches es de buena guisa; ¡non seran menguadas en todos vuestros dias!» (2192-94).
Por su parte, doña Elvira y doña Sol, aunque de corta edad, comprendían muy bien la axiología paterna. Solamente hablaron una vez en Mio Cid I, y todo lo dijeron en un verso: «Quando vos nos casaredes bien seremos ricas» (2195).5 Estaban muy seguras de que los esposos, que su padre aceptara para ellas, tenían que ser muy ricos. En Mio Cid fluye una mística de las ganancias; cuando el Campeador perdonó al Conde de Barcelona, en rasgo de generosidad ofreció a éste y dos de sus hombres opípara comida, palafrenes bien arreados, buenas pellizas y mantos (1064-65); sin embargo, les inculcó con insistencia que no les devolvería nada en absoluto de lo ganado en la batalla: a vos e a otros dos dar vos he de mano; mas quanto avedes perdido e yo gane en canpo sabet, non vos dare a vos un dinero malo, mas quanto avedes perdido non vos lo dare ca huebos melo he e pora estos mios vassallos que conmigo andan lazrados, ¡e non vos lo dare! (1040-45).
En fin, las expresiones de apego a las ganancias y riquezas podrían citarse ad nauseam . La misma dignidad episcopal se medía realísticamente, de acuerdo a los ingresos, según se decía con motivo del nombramiento de don Jerónimo: A este don Jeronimo yal otorgan por obispo, dieron le en Valençia o bien puede estar rico (1303-04).
¿Y qué de los Infantes de Carrión? Desde el primer momento aparecieron contagiados de una plutomanía, digna de la familia del Campeador; razones de provecho fueron las que los lleveron a acariciar la idea de casar con las hijas del Cid: «Mucho creçen las nuevas de mio Çid el Campeador; bien casariemos con sus fijas pora huebos de pro (1373-74).6
A lo largo de Mio Cid I impera el concepto de adecuación riqueza-honra. La honra disminuía o crecía en proporción con la pérdida y la adquisición de los bienes. En la realidad--tan realista era Mio Cid -- este criterio medieval no ha sido superado con el paso de los siglos; aún se oye hoy día la expresión «pobre pero honrado», como si la honradez fuera una virtud excepcional en el necesitado. Honra es un concepto abstracto, y es bien sabido que el autor de Mio Cid I no se sentía a gusto con las abstracciones de honra, amor, reconciliación, si no las hacía cuajar en realidades existenciales: riqueza, dádivas, casamientos.7 El pro que los Infantes buscaban era las riquezas, o, como dirían en otra ocasión, la ondra : demandemos sus fijas pora con ellas casar; creçremos en nuestra ondra e iremos adelant» (1882-83).
El autor, al poner estas palabras en labios de los condes, expresaba dos propósitos: demostrar que los móviles de los de Carrión emparejaban bien con los del Cid, su esposa e hijas, e indicar que a esas alturas la familia del infanzón era lo suficientemente digna como para añadir pro y ondra a la de los orgullosos nobles. El autor era, como se ve, un fino artífice del elogio: los Infantes, nobles, engrandecen al Cid, infanzón, al considerarse honrados de ser sus yernos. Todos los elementos de la narración tienden más o menos directamente a un fin primordial: ensalzar al Cid Campeador. Los Infantes no dejaban lugar a las dudas sobre la sinceridad de su homenaje al Cid, cuando se llegan a él en reconocimiento de su prestancia y se ofrecen a su servicio: Essora sele omillan los iffantes de Carrion: «Omillamos nos, Çid: ¡en buen ora nasquiestes vos! En quanto podemos andamos en vuestro pro» (2052-54).
Sería insensatez por parte del lector que, adelantándose a los sucesos de la Segunda Parte de Mio Cid , tratase de ver todas las palabras de los Infantes traspasadas de ironía. La injuria que se haría con ello al nervio de la Primera Parte sería irreparable. La grandeza del Cid, su admirabilidad, depende precisamente de la sinceridad de los que le prestan tributo. También el Cid era sincero; cuando adulaba a los Infantes, no hacía otra cosa que contribuir indirectamente a su propio engrandecimiento: por ejemplo, cuando, reconocía que los de Carrión tenían tanto interés por emparentar con él, que les importaba poco no sólo que sus hijas fuesen aún jovencitas, sino incluso la posibilidad de poder casar con otras de mayor alcurnia: «Non abria fijas de casar --respuso el Campeador-- ca non han grant heda[n]d e de dias pequeñas son. De grandes nuevas son los ifantes de Carrion, perteneçen pora mis fijas e aun pora mejores (2082-85).
En este estudio, claro, me refiero a los Infantes de Carrión como personajes de Mio Cid I; sus homónimos de Mio Cid II representarían caracteres muy diferentes, más bien opuestos. Si hemos de creer al autor cuando nos aseguraba que el Cid y los suyos se encontraban alegres al final de la Gesta , tendremos que admitir que esa alegría dimanaba de los felices casamientos de Elvira y Sol con Fernando y Diego de Carrión. Si de veras estaban alegres, era por no tener ni remota sospecha de la futura quiebra de aquella unión. Ha habida muchos tratadistas, no obstante, que han querido ver las expresiones referentes a los Infantes, en Mio Cid I, como traspasadas de ironía. En cuanto a las declaraciones del Cid, se ha dicho que éste se mostró receloso sobre los Infantes ya desde un principio.8 Y todo porque la lectura del Cantar de la Afrenta ha obstaculizado el enjuiciamiento sensato de la Gesta , pues las declaraciones del Cid, evaluadas en el contexto de los contares del Destierro y las Bodas, revelan lo opuesto a desconfianza. Cuando Minaya dijo al Cid que el rey le pediría sus hijas para casar con los Infantes de Carrión, la reacción del padre fue idéntica a la del rey. Se trataba del asunto más serio y transcendental de la obra, y el autor quiso someter a los dos grandes, rey y Campeador, a una larga hora de meditación: Una grant ora el rey pensso e comidio (1889). Quando lo oyo mio Çid el buen Campeador una grant ora pensso e comidio (1931-32).
En su acción de gracias immediata, el antes desterrado y deshonrado ponderaría la altura a que había llegado por sus propios esfuerzos: a la gran estima del monarca, quien, en prueba de amistad, le pedía sus hijas para la nobleza: «¡Esto gradesco a Christus el mio señor! Echado fu de tierra e tollida la onor, con grand afan gane lo que he yo; a Dios lo gradesco que del rey he su [amor] e piden me mis fijas pora los ifantes de Carrion (1933-37).
Estas reflexiones del Cid era eco de previas reflexiones del propio rey, cuando éste reconocía que el Cid le había devuelto bien por mal: «Hyo eche de tierra al buen Campeador, e faziendo yo ha el mal y el a mi grand pro (1890-91).
El autor optimista nos retrataba el mundo armónico de su creación, a la vez que calaba en la realidad psicológica, humana, del rey Alfonso; éste, recordando el duro castigo que había impuesto al Cid, llegó a temerse que aquellos casamientos pudieran ser rechazados: del casamiento non se sis abra sabor (1892).
Aceptar tales casamientos implicaba, quizá, el perdón por parte del Cid de los enemigos malos (9), de los malos mestureros (267) de la corte, que causaron su destierro; y el rey no sabía si el Cid estaría dispuesto a dar tan generoso perdón. Por otra parte, Alfonso no podía dar órdenes al que entonces era señor de Valencia. Todo lo que él podía hacer, para complacer a los Infantes, era entrar en negociaciones--nuevo elemento de elogio al encumbrado Cid: mas pues bos lo queredes entremos en la razon» (1893).
No era, pues, el carácter de los Infantes de Carrión, sino su propia conducta anterior lo que motivaba las reservas del rey. El Cid, por su parte, mostraba su sabroso aturdimiento ante los cumplidos ruegos del monarca; como infanzón, nunca hubiera podido, con sus propias manos (282 b ), casar a sus hijas con nobles tan orgullosos, tan excelentes: Ellos son mucho urgullosos e an part en la cort (1938).
Al emparentar con ellos, la familia toda del Cid participaría de aquel orgullo, de los honores de la corte. En una sociedad de clases estratificadas, significaba un mérito enorme para infanzones el casar con infantes. Sin duda que los humildes oyentes del juglar, identificados a estas alturas con el Campeador y los suyos, se sentirían ellos mismos honrados con títulos de nobleza. Uno no podría menos de esperarse que el Cid hesitara un poco ante la contemplación de honores tan inusitados, tan extraordinarios. El gran estratega en asuntos bélicos se sintió inepto para los negocios de cortesanos; por ello se fiaría enteramente del rey, el que más sabía, ¡cómo no!, con la ayuda de Dios: deste casamiento non avria sabor; mas pues lo conseja el que mas vale que nos f[l]ablemos en ello, en la poridad seamos nos. Afe Dios del çiello: ¡que nos acuerde en lo mijor!» (1939-42). Dios, en Mio Cid I, atendió siempre bien a los oraciones de sus siervos; Dios dispuso que se casaran, Dios dispuso lo mijor . Como héroe de literatura ejemplar, el Cid se mostraría en todo momento dócil a su rey, en la desgracia y en su gloria; comentaba el narrador: Lo que el rey quisiere esso fera al Campeador (1958).
El autor de Mio Cid I hubo de salvar la dignidad de Raquel y Vidas, al fiarse a ciegas del buen Campeador; hubo de salvar la dignidad del Conde de Barcelona, cuya conversión a la amistad del Cid preludiaba la del rey; el autor habría asimismo de salvar la dignidad de los Infantes de Carrión, como constitutivo esencial de la apoteosis del héroe.9 El rey Alfonso terminó por declarar, personal y públicamente, en contraste con aquella carta con grand recabdo e fuerte mientre sellada (24), su perdón y amor hacia el Campeador: Aqui vos perdono e dovos mi amor (2034).
Los Condes de Carrión, de acuerdo con su rey, saludarían humildes al Cid y se ofrecerían a su servicio, en su primera entrevista: Essora sele omillan los iffantes de Carrion: «Omillamos nos, Çid; ¡en buen ora nasquiestes vos!10 En quanto podemos andamos en vuestro pro» (2052-54).
El Cid les correspondió con una fórmula convencional de cortesía: Respuso mio Çid: «¡Assi lo mande el Criador!» (2055).
Todas las oraciones, permítaseme reiterar, se cumplían en Mio Cid I. Pensar que el Cid, el rey, los Infantes y los otros personajes hablaban irónicamente con respecto a los casamientos es obviamente prepóstero. Hay una expresión, sin embargo, entre las del Campeador, que precisa explicación: deste casamiento non avria sabor (1939). Compárese la hipótesis del Cid, non avria sabor, con el aserto del rey, sabor han de casar (1902), con referencia a la resolución de los Infantes. Además, nótese que fue el rey el primero en plantear el problema del sabor : del casamiento non se sis abra sabor (1892),
que él mismo resolvió, al agrado de todos, invocando a Dios: ¡al Criador plega que ayades ende sabor! (2100).
¿Cómo se explica el condicional en boca del Campeador? El Cid se mostraba sorprendido, confundido;11 por su parte --con sus manos (282 b )--, él no habría pensado nunca que un casamiento de ésos pudiera llevarse a cabo, a no ser con la intervención--las manos (2136, 2203)-- del rey: deste casamiento non avria sabor; mas pues lo conseja el que mas vale que nos (1939-40).
El Campeador volvería a emplear el condicional, Non abria fijas de casar (2082), por unas razones que concernían a la edad de sus hijas, no a los merecimientos de los Infantes; parece como si el padre pretendiera hacerse rogar del rey: «Non abria fijas de casar --respuso el Campeador-- ca non han grant heda[n]d e de dias pequeñas son (2082-83).
Para los Infantes de Carrión, seguía diciendo, tenía buenas noticias-- De grandes nuevas son-- ,ya que, sin duda alguna, merecían sus hijas los que bien podrían aspirar a otras de más alto linaje: De grandes nuevas son los ifantes de Carrion, perteneçen pora mis fijas e aun pora mejores (2084-85).12
En vistas de estos sentimientos se comprende que el Campeador accediera a poner a sus hijas en las manos del rey, con satisfacción plena: Hyo las engendre amas e criastes las vos; entre yo y ellas en vuestra merçed somos nos, afellas en vuestra mano don Elvira e doña Sol; dad las a qui quisieredes vos ca yo pagado so» (2086-89).
Al salir para el destierro, había soñado el Cid con poder casar a sus hijas con sus manos: ¡Plega a Dios e a Santa Maria que aun con mis manos case estas mis fijas (282-82 b );
la realidad iba a superar sus sueños; se encontraban en manos del rey: «¡Mucho vos lo gradesco commo a rey e a señor! Vos casades mis fijas ca non gelas do yo» (2109-10).
Expresamente el agradecimiento del cid se debía al don de tales yernos: «Gradescolo, rey, e prendo vuestro don (2125).
Me estoy permitiendo muchas reiteraciones de textos en este estudio; mi propósito es dilucidar el significado de triunfo total de las bodas en el complejo Mio Cid I; al mismo tiempo, quisiera contribuir a engrandecer el arte esmerado de la obra en su complicado montaje estructural, en sus correspondencias estilísticas y conceptuales, explicables solamente como obra de un entendido escritor, logicista minucioso. La dignidad del casamiento de las hijas del Cid con los Infantes de Carrión dependía de las manos que las daban; de no poder darlas el rey personalmente, el Cid le pide que delegue en alguien, que le representara como manero : Yo vos pido merçed a vos, rey natural: pues que casades mis fijas asi commo a vos plaz dad manero a qui las de quando vos las tomades; non gelas dare yo con mi mano nin dend non se alabaran.» (2131-34).
Naturalmente, los Infantes sentirían más orgullo en referir que habían sido casados por el manero del rey que por el padre de sus mujeres.13 Cuando el Cid regresó a Valencia, le faltó tiempo para dar a su esposa la noticia de aquellos yernos, que venían a honrar a la familia: «¡Grado al Criador, vengo, mugier ondrada! Hyernos vos adugo de que avremos ondrança (2187-88).14
Doña Jimena y sus hijas interpretaron estupendamente lo que quería decir aquello de ondrança ; para la madre quería decir «no carecer de nada»: «¡Grado al Criador e a vos, Çid, barba velida! Todo lo que vos feches es de buena guisa; ¡non seran menguadas en todos vuestros días!» (2192-94);
para las hijas significaba que serían ricas : «Quando vos nos casaredes bien seremos ricas» (2195).
Madre e hijas, pues, depositaban en el padre la confianza que éste había depositado en el rey, la que todos tenían en la benigna Providencia; aquella sociedad estaban bien jerarquizada. Al padre le correspondió dar la plática prematrimonial. Hacía notar a sus hijas que aquellos casamientos serían especialmente honrosos para todos, pues no era el padre quien las iba a casar (como les sucedía a otras jóvenes), sino el rey Alfonso, en cuyas manos se hallaban. La idea de los casamientos --seguía explicándoles-- había arrancado del rey, quien tanto interés mostraba tener, que él, aunque hubiera tenido inconveniente (cosa que ni pensar), no se hubiese atrevido a manifestarlo: A vos digo, mis fijas don Elvira e doña Sol: deste vu[e]stro casamiento creçremos en onor, mas bien sabet verdad que non lo levante yo; pedidas vos ha e rogadas el mio señor Alfonsso atan firme mientre e de todo coraçon que yo nulla cosa nol sope dezir de no. Metivos en sus manos fijas, amas a dos; bien melo creades que el vos casa, ca non yo» (2197-204).
No cabe duda de que reinaba un ambiente de entusiasmo y alegría por parte de todos con respecto a las bodas. Alegre había quedado el rey cuando vio a tantos de sus hombres dejar su séquito para asistir a las celebraciones de Valencia: Esto plogo al rey e a todos los solto; la conpaña del Çid creçe e la del rey mengo, grandes son las yentes que van con el Canpeador (2164-66).15
En el camino a Valencia el Cid obsequió a sus futuros yernos con una guardia de honor compuesta de sus mejores hombres: adeliñan pora Valençia la que en buen punto gano, e a don Fernando e a don Diego aguardar los mando a Pero Vermuez e Muño Gustioz --en casa de mio Çid non a dos mejores-- que sopiessen sos mañas de los ifantes de Carrion (2167-71).
Llegados a Valencia, el Cid ordenó que instalaran a los condes en una estancia especial --el reyal , no las posadas de los demás-- y que permanecieran con ellos: «Dad les un reyal (e) a los ifantes de Carrion; vos con ellos sed que assi vos lo mando yo (2178-79).
Los vasallos todos estaban muy contentos con la presencia de los Infantes: Grant ondra les dan a los ifantes de Carrion (2174).
Cómo no lo iban a estar, cuando los nobles eran dechados en la propiedad de su conducta; sabían cabalgar tan gallardamente, que al Campeador le daba gusto verlos: Mio Çid de lo que veye mucho era pagado, los ifantes de Carrion bien an cavalgado (2245-46).
Los condes, no obstante, se ganaron la admiración de todos aquellos hombres belicosos e inquietos por un algo muy especial: su andar quedo: de pie e a sabor ¡Dios, que quedos ent[r]aron! (2213)
Elogio curioso, sorprendente, interesante, que marcaba muy adecuadamente la solemnidad del momento. Indica, sobre todo, que el Cid y los suyos, tras las muchas campañas de guerra, sabían gozar de la abundancia, el lujo y la paz que eran inseparables de la nobleza. La presencia, pues, de los nobles significaba la paz de Valencia. En la Vulgata aparece el término quietus en acepción de «tranquilo, comedido, sosegado», cuando del rey Nabucodonosor se decía que vivía tranquilo en su casa («quietus eram in domo», Daniel , 4, 1); san Pablo amonestaba a los de Tesalónica a procurar la quietud («Et operam detis ut quieti estis» 1 Tesalonicenses , 4, 11). Un aire de orgullo y corte reinaba en Valencia, la que en buen punto gano (2167) el Cid; a sus ganancias se les sumaba crecido onor (2198) en los casamientos de sus hijas con los Infantes de Carrión.16 Ellos representaban la paz y quietud, como corona de triunfo tras una vida combativa e insegura. Las fuertes lágrimas cedieron el paso a una alegría universal: alegre era el Çid e todos sus vassallos (2273).
VUELTA AL TEXTO 5. En vista de lo que dicen las hijas del Campeador, los críticos hacen mal en reprochar a los Infantes que procedieran solo por el interés; Milá veía mal que “los infantes codiciasen las riquezas más bien que las hijas del Cid” (De la poesia heroico-popular castellana, Barcelona, 1959, p. 242). Dámaso Alonso veía en la “codicia” de los Infantes su fondo de enemistad: “los infantes, en el fondo enemigos del Cid, piden las manos de sus hijas no por amor a ellas, o por veneración hacia el guerrero, sino solo por codicia” (op. cit., p. 85).
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