VIII. ALEGRE ERA EL ÇID     E TODOS SUS VASSALLOS (v.2273)

            En el verso 2273 concluye lo que diríamos la acción de la Gesta o Primera Parte de Mio Cid ; le siguen otros cuatro, donde se hace una concisa invocación con la despedida del juglar.  Este verso señala el punto culminante de la carrera ininterrumpida de éxitos del Cid Campeador y los suyos.  Este verso del final exige contrastarse, para apreciar como es debido el mérito artístico de la obra, con el verso inicial:

                        De los sos ojos     tan fuerte mientre lorando (1).

            El verso final de la narración viene a ratificarnos que aquel verso inicial del prólogo debe ser tenido, al menos literariamente, como primer verso de Mio Cid ; debe dejarnos tranquilos de que no nos hemos perdido gran cosa con la desaparición de la hoja u hojas que parecen faltar en el manuscrito. 

            El comienzo de Mio Cid fue lloroso; el final, alegre; patrón literario de larga tradición, completo y perfecto en su unidad. Ese comienzo triste y final alegre de la obra en su totalidad se sustentaban y nutrían de episodios parciales, en los que comienzos dolorosos concluían a la satisfacción de todos:  el de Raquel y Vidas, el del Conde de Barcelona, los combates con los moros, y el asunto general de la ira y el amor de Alfonso. El autor de Mio Cid I tenía, no hay duda, una visión muy optimista del mundo de sus criaturas.  Optimistas eran los personajes, que pasan por alto la consideración o ponderación de los dolores y pesares de la vida, de las bajas y heridas que les infligía el combate, para deleitarse exclusivamente con moroso y perenne sabor en la valoración de las ganançias.

            La ganançia era el móvil, el objetivo real que dignificaba, daba carácter y vinculaba entre sí a las criaturas literarias del primer poeta español; fue esa ganancia la que hizo posible la alegría del final.

            La ganancia era el máximo valor existencial de Mio Cid I; en loor de Raquel y Vidas se dice que los encontró Martín Antolínez

                        en cuenta de sus averes,     de los que avien ganados (101);

bien entendidos en cuestiones del mercado (139), en todas sus empresas habían de lucrar:

                        «Nos huebas avemos     en todo de ganar algo (123),

sin excluir ésta, que estaban a punto de acordar con el Cid:

                        o que ganançia nos dara     por todo aqueste año?» (130).

            Raquel y Vidas veían bien que el Campeador hubiera tratado de enriquecerse en su cargo de recaudador de parias:

                        Bien lo sabemos     que el algo gaño,

                        quando a tierra de moros entro     que grant aver saco (124-125).

Los mercaderes de Burgos estarían equivocados con respecto a las ganancias que el Cid obtuvo en su cargo; sin embargo, no lo estaban en cuanto a la voluntad gananciosa del guerrero, quien saldría ganando en su trato con ellos, como se expresa en el recuento de Martín Antolínez:

                        vos .vi. çientos     e yo .xxx. he ganados (207).

            En Mio Cid no merecen elogio los que, como los moros, en vez de ganar, lo perdían todo.  La pérdida de sus haberes, y no un cargo de conciencia, era el gran temor de los burgaleses, y ello justificaba el cierre de sus puertas al necesitado:

                        Non vos osariemos abrir     nin coger por nada;

                        si non, perderiemos     los averes e las casas

                        e demas     los ojos de las caras (44-46).

¡Qué bien lo comprendió el Cid!  Él acababa de perder todo lo suyo.  Fue ese estado de pobreza el que le hizo llorar, y no el destierro de Castilla, que, como indicaba a Álvar Fáñez, le hizo esperar algún bien mayor:

                        «¡Albriçia, Albar Ffañez,     ca echados somos de tierra!» (14).

Al final del Cantar del Destierro, aunque siguiera fuera de Castilla, no habría más lágrimas ni pesares, por la ganançia maravillosa e grand :

                        Hido es el conde,     tornos el de Bivar;

                        juntos con sus mesnadas,     conpeçolas de legar

                        de la ganançia que an fecha     maravillosa e grand (1082-84).

Tan grande era, que no pudo disimularse la euforia al comienza del de las Bodas:

                        Aquis conpieça la gesta     de mio Çid el de Bivar.

                        Tan ricos son los sos     que non saben que se an (1085-86).

           

            Los suyos se le habían unido movidos, naturalmente, del deseo de ganancias.  Cuando el Cid no pudo dárselas, por su situación de penuria al comienzo del destierro, rogaba a Dios que le concediera poder remunerar a todos los que, renunciando a sus propiedades, le seguían:

                        «Yo ruego a Dios     e al Padre spirital,

                        vos, que por mi dexades     casas y heredades,

                        enantes que yo muera     algun bien vos pueda far,

                        lo que perdedes     doblado vos lo cobrar» (300-03).

La promesa parece estar inspirada en una de Cristo, pero sin el cariz sobrenatural:  «todo el que dejare hermanos o hermanas, o padre o madre, o hijos o heredades, por amor de mi nombre, recibirá el céntuplo y heredará la vida eterna» ( Mateo , 19, 29).  El Cid había de ver cumplidos sus deseos no muy tarde, cuando hizo ricos a altos y a humildes:

                        A cavalleros e a peones     fechos los ha ricos (848).

La dinámica de Mio Cid I se regenera constantemente en la ecuación obras-remuneración.  La guerra, tan abominable desde el mirador cristiano, humanitario, es justificada, en un principio, por la necesidad del pan

            «De Castiella la gentil     exidos somos aca;

                si con moros non lidiaremos     no nos daran del pan (672-73).

Según el Cid se trataba de una guerra defensiva :

                        Por lanças e por espadas     avemos de guarir;

                        si non, en esta tierra angosta     non podriemos bivir» (834-35).1

Con anterioridad había hecho notar el Cid que, de vender a los moros o degollarlos, no ganarían tanto como si se apoderaban de sus posesiones, ocupaban sus viviendas y los ponían a su servicio:

                        Los moros e las moras     vender non los podremos,

                        que los descabeçemos     nada non ganaremos;

                        cojamos los de dentro,     ca el señorio tenemos,

                        posaremos en sus casas     e dellos nos serviremos» (619-22).

            El autor nos habla del guerrero y de sus ambiciones, sin tratar de sublimarlas o camuflarlas bajo eufemismos.  El autor no tenía miedo de herir la susceptibilidad de generaciones futuras, alejadas de sus circunstancias existenciales de reconquista, de expansionismo.  Otras generaciones de hombres habrían de resolver sus problemas de ambición imperial con medios tanto o más violentos que los del Cid, pero, con su maestría en eufemismos y abstracciones, se resistirían a declarar que en sus guerras buscaban ganancias:  a ciertas guerras las llamarían cruzadas; a ciertos genocidios, defensa de la democracia; a sus ministerios de agresión universal, defensa nacional.  Ahí tenemos al héroe de Mio Cid , quien llama al pan pan y al vino vino; a pesar de ello, muchos de los eufemistas han pretendido extraer de su pan la sustancia existencial, para disecarlo en honra.  La honra es un bien inconmensurable, y es evidente que el público del juglar se conmovía con bienes sustanciales, pues el poder dicta el deber.2

            Cuando el Cid y los suyos hubieron resuelto sus necesidades primarias de pan, hasta el punto de considerarse ricos (1086), seguirían guerreando para acrecentar sus riquezas, porque los bienes pertenecían al más fuerte:

                        Hiremos ver    aquela su almofalla;

                        commo omnes exidos     de tierra estraña

                        ¡ali pareçra     el que mereçe la soldada!» (1124-26).

            Por mucho que se quiera defender al cristianismo de aquellos hombres, nunca se hará su conducta compaginable con aquellas palabras del Maestro:  «Dixitque ad illos:  Videte, et cavete ab omni avaritia; quia non in abundantia cuiusquam vita eius est ex his quae possidet» ( Lucas , 12, 15); la sentencia es un poco enrevesada gramaticalmente, pero viene a decir algo así como: «Les dijo:  Mucho ojo y guardaos de toda avaricia, pues la vida de cualquiera no ha de consistir en la abundancia de las cosas que posee.»  El lema del Cid era:

                        agora avemos riquiza,     mas avremos adelant (1269).3

En su última escaramuza con los moros, formuló el Cid con claridad su concepto existencial de la ayuda divina:

                        ¡Hir los hemos fferir     en el nombre del Criador e del apostol Santi Yague;

                        mas vale que nos los vezcamos     que ellos cojan el pan!» (1690-91).

            Este lenguaje es admirable:  ¡con qué claridad exponían los héroes sus ideas en nuestra Edad Media!  Un héroe así no podía fracasar:  su ideal era realista, mensurable.  Rolando, por el contrario, por perseguir una ilusión, acabaría trágicamente.

            El Cid Campeador, en su galopante ascenso a la riqueza, no pudo detenerse a recoger las miserables arcas de arena; en cambio, una y otra vez envió a Minaya con presentes para el rey.  Aquellos dones estaban lejos de ser exponente de la bondad desinteresada del buen vasallo, para quien Castilla no era tanto la adorada patria, a la que soñaba retornar, como la tierra donde una vez fue dueño de muchas posesiones; de ellas se acordaba al enviar a Minaya, quien también perdió las suyas:

                        embiar vos quiero a Castiella     do avemos heredades (1271).

El Campeador no podía dar por perdidos sus antiguos bienes; por su parte, el rey Alfonso comprendió la intencionalidad del dadivoso Cid y accedería, a su hora, a devolver al Cid y a los suyos las posesiones confiscadas:

                        ¡Oid me, escuellas    e toda la mi cort!

                        Non quiero que nada pierda     el Campeador;

                        a todas las escuellas     que a el dizen señor

                        por que los deserede     todo gelo suelto yo;

                        sirvan le[s] sus her[e]dades     do fuere el Campeador (1360-64).

            Hemos de pensar que los regalos del Cid no llevaban por fin otro que el que cumplieron:  por un lado, la restitución de sus bienes; por otro, el casamiento ilustre de sus hijas.  ¿Quién mejor que el rey podía casar a sus hijas?  El Campeador había declarado, al punto de salir para el destierro, que sus casamientos eran la cosa que él más ambicionaba:

                        ¡Plega a Dios    e a Santa Maria

                        que aun con mis manos     case estas mis fijas (282-82 b ).

En Mio Cid I se cumplirían indefectiblemente todas las oraciones; se cumplió esta del Cid, y habría de cumplirse la de Jimena, al partir aquél para el destierro:

                        ¡quando oy nos partimos     en vida nos faz juntar!» (365).

            Mio Cid no es una epopeya tradicional; ¿por qué había de serlo?  No lo es aquella en la que las obligaciones de esposa y padre dan razón de ser a las campañas del guerrero.  Ninguno de los gozos del Campeador fue tan grande como el de saber que su mujer e hijas estaban cerca de Valencia:

                        alegre fue mio Çid    que nunqua mas nin tanto

                        ca de lo que mas amava     yal viene el mandado (1562-63).

Pero lo que haría completa aquella alegría del Campeador fue el poder obsequiar a sus seres más queridos con un tremendo tesoro:  Valencia. No la había ganado, como buen vasallo, para ponerla a los pies de Alfonso el castellano --gesto que hubiera convenido a la epopeya--, sino que, como buen marido y padre, la ganó para su mujer e hijas:

                        «Vos [doña Ximena]    querida mugier e ondrada,

                        e amas mis fijas     mi coraçon e mi alma,

                        entrad comigo     en Valençia la casa,

                        en esta heredad     que vos yo he ganada» (1604-07).4

Por fin se realizaba otra de las peticiones que el Cid había hecho en su oración al salir para el destierro:

                        e vos, mugier ondrada,     de mi seades servida!» (284).

            En honor del tino artístico de Mio Cid I debe destacarse cómo el autor no se mostró nunca insensato con sus criaturas; por ejemplo, cuando el Cid se disponía al destierro, triste y arruinado, se limitó a pedir a Dios poder conseguir unos esposos para sus hijas y ser de utilidad a su esposa.  Hubiera resultado propio de ilusos y petulantes pedir a Dios en aquellas circunstancias que sus hijas casaran con nobles, o prometer a su esposa tesoros inauditos.  Sin embargo, más adelante, llevadas a cabo felizmente las primeras campañas bélicas, tan pronto como el Campeador pudo reunir unos regalos para el rey, encargó a Minaya que anunciara a su esposa e hijas que no tardarían en verse dueñas ricas :

                        si les yo visquier    seran dueñas ricas» (825).

Sería cierto; tan grandes debieron de ser las riquezas que Jimena, Elvira y Sol vieron en Valencia, que quedaron aturdidas:

                        «¿Ques esto, Çid?    ¡Si el Criador vos salve!» (1646).

La explicación del Cid fue muy sencilla; aquello significaba que habían terminado los pesares, pues éstos desaparecían donde reinaba una fortuna grande y maravillosa:

                        «¡Ya mugier ondrada    non ayades pesar!

                        Riqueza es que nos acreçe     maravillosa e grand (1647-48).

            Al pensar uno en el héroe convencional, suele figurárselo como un individuo extraordinario, quizá exaltado, que lleva a cabo hazañas inusitadas en servicio de una larga comunidad o patria.  Las hazañas de nuestro Cid, en cambio, parecían dirigidas a un fin menos ambicioso e idealizado, como el de resolver a él y los suyos unos problemas personales, y proporcionarles grandes haberes y mando, con la honra que éstos indefectiblemente proporcionaban.  Toda la honra y riqueza culminaría en unas bodas, acción que no precisamente es reconocida como de heroísmo.

            En Valencia, cuando el Campeador contemplaba con su mujer e hijas aquella Riqueza…maravillosa e grand , voló su pensamiento al asunto de las bodas.  Éstas parecían estar en las mentes de todo el mundo, pues los obsequios que al palacio llegaban eran regalos de ajuar:

                        ¡a poco que viniestes     presend vos quieren dar;

                        por casar son vuestras fijas:     aduzen vos axuvar!» (1649-50).

            Los bienes existenciales son de tremendo y esotérico valor en Mio Cid .  Tan dura debió de ser la vida en España, que ganársela y acumular algunos bienes constituyó el tema central de nuestra primera epopeya; en nuestra novela picaresca sería el hambre el tema más dominante.  Ante la magia de las ganancias se postraban en Mio Cid los personajes todos. La piadosa y reservada doña Jimena, al enterarse de que los Infantes de Carrión habían pedido la mano de sus hijas, dio gracias a Dios y se alegró, porque éstas vivirían en la abundancia por el resto de sus días:

                        «¡Grado al Criador    e a vos, Çid, barba velida!

                        Todo lo que vos feches     es de buena guisa;

                        ¡non seran menguadas     en todos vuestros dias!» (2192-94).

Por su parte, doña Elvira y doña Sol, aunque de corta edad, comprendían muy bien la axiología paterna.  Solamente hablaron una vez en Mio Cid I, y todo lo dijeron en un verso:

                        «Quando vos nos casaredes     bien seremos ricas» (2195).5

Estaban muy seguras de que los esposos, que su padre aceptara para ellas, tenían que ser muy ricos.

            En Mio Cid fluye una mística de las ganancias; cuando el Campeador perdonó al Conde de Barcelona, en rasgo de generosidad ofreció a éste y dos de sus hombres opípara comida, palafrenes bien arreados, buenas pellizas y mantos (1064-65); sin embargo, les inculcó con insistencia que no les devolvería nada en absoluto de lo ganado en la batalla:

                        a vos e a otros dos    dar vos he de mano;

                        mas quanto avedes perdido     e yo gane en canpo

                        sabet, non vos dare     a vos un dinero malo,

                        mas quanto avedes perdido     non vos lo dare

                        ca huebos melo he     e pora estos mios vassallos

                        que conmigo andan lazrados,     ¡e non vos lo dare! (1040-45).

                En fin, las expresiones de apego a las ganancias y riquezas podrían citarse ad nauseam .  La misma dignidad episcopal se medía realísticamente, de acuerdo a los ingresos, según se decía con motivo del nombramiento de don Jerónimo:

                        A este don Jeronimo    yal otorgan por obispo,

                        dieron le en Valençia     o bien puede estar rico (1303-04).

            ¿Y qué de los Infantes de Carrión?  Desde el primer momento aparecieron contagiados de una plutomanía, digna de la familia del Campeador; razones de provecho fueron las que los lleveron a acariciar la idea de casar con las hijas del Cid:

                        «Mucho creçen las nuevas     de mio Çid el Campeador;

                        bien casariemos con sus fijas     pora huebos de pro (1373-74).6

                A lo largo de Mio Cid I impera el concepto de adecuación riqueza-honra.  La honra disminuía o crecía en proporción con la pérdida y la adquisición de los bienes.  En la realidad--tan realista era Mio Cid -- este criterio medieval no ha sido superado con el paso de los siglos; aún se oye hoy día la expresión «pobre pero honrado», como si la honradez fuera una virtud excepcional en el necesitado.  Honra es un concepto abstracto, y es bien sabido que el autor de Mio Cid I no se sentía a gusto con las abstracciones de honra, amor, reconciliación, si no las hacía cuajar en realidades existenciales:  riqueza, dádivas, casamientos.7   El pro que los Infantes buscaban era las riquezas, o, como dirían en otra ocasión, la ondra :

                        demandemos sus fijas     pora con ellas casar;

                        creçremos en nuestra ondra     e iremos adelant» (1882-83).

                El autor, al poner estas palabras en labios de los condes, expresaba dos propósitos: demostrar que los móviles de los de Carrión emparejaban bien con los del Cid, su esposa e hijas, e indicar que a esas alturas la familia del infanzón era lo suficientemente digna como para añadir pro y ondra a la de los orgullosos nobles.

            El autor era, como se ve, un fino artífice del elogio: los Infantes, nobles, engrandecen al Cid, infanzón, al considerarse honrados de ser sus yernos.  Todos los elementos de la narración tienden más o menos directamente a un fin primordial:  ensalzar al Cid Campeador.  Los Infantes no dejaban lugar a las dudas sobre la sinceridad de su homenaje al Cid, cuando se llegan a él en reconocimiento de su prestancia y se ofrecen a su servicio:

                        Essora sele omillan    los iffantes de Carrion:

                        «Omillamos nos, Çid:     ¡en buen ora nasquiestes vos!

                        En quanto podemos     andamos en vuestro pro» (2052-54).

            Sería insensatez por parte del lector que, adelantándose a los sucesos de la Segunda Parte de Mio Cid , tratase de ver todas las palabras de los Infantes traspasadas de ironía.  La injuria que se haría con ello al nervio de la Primera Parte sería irreparable.  La grandeza del Cid, su admirabilidad, depende precisamente de la sinceridad de los que le prestan tributo.  También el Cid era sincero; cuando adulaba a los Infantes, no hacía otra cosa que contribuir indirectamente a su propio engrandecimiento:  por ejemplo, cuando, reconocía que los de Carrión tenían tanto interés por emparentar con él, que les importaba poco no sólo que sus hijas fuesen aún jovencitas, sino incluso la posibilidad de poder casar con otras de mayor alcurnia:

                        «Non abria fijas de casar     --respuso el Campeador--

                        ca non han grant heda[n]d     e de dias pequeñas son.

                        De grandes nuevas son     los ifantes de Carrion,

                        perteneçen pora mis fijas     e aun pora mejores (2082-85).

En este estudio, claro, me refiero a los Infantes de Carrión como personajes de Mio Cid I; sus homónimos de Mio Cid II representarían caracteres muy diferentes, más bien opuestos.  Si hemos de creer al autor cuando nos aseguraba que el Cid y los suyos se encontraban alegres al final de la Gesta , tendremos que admitir que esa alegría dimanaba de los felices casamientos de Elvira y Sol con Fernando y Diego de Carrión.  Si de veras estaban alegres, era por no tener ni remota sospecha de la futura quiebra de aquella unión.

            Ha habida muchos tratadistas, no obstante, que han querido ver las expresiones referentes a los Infantes, en Mio Cid I, como traspasadas de ironía.  En cuanto a las declaraciones del Cid, se ha dicho que éste se mostró receloso sobre los Infantes ya desde un principio.8   Y todo porque la lectura del Cantar de la Afrenta ha obstaculizado el enjuiciamiento sensato de la Gesta , pues las declaraciones del Cid, evaluadas en el contexto de los contares del Destierro y las Bodas, revelan lo opuesto a desconfianza.

            Cuando Minaya dijo al Cid que el rey le pediría sus hijas para casar con los Infantes de Carrión, la reacción del padre fue idéntica a la del rey.  Se trataba del asunto más serio y transcendental de la obra, y el autor quiso someter a los dos grandes, rey y Campeador, a una larga hora de meditación:

                            Una grant ora     el rey pensso e comidio (1889).

                        Quando lo oyo     mio Çid el buen Campeador

                        una grant ora     pensso e comidio (1931-32).

                En su acción de gracias immediata, el antes desterrado y deshonrado ponderaría la altura a que había llegado por sus propios esfuerzos:  a la gran estima del monarca, quien, en prueba de amistad, le pedía sus hijas para la nobleza:

                        «¡Esto gradesco a Christus     el mio señor!

                        Echado fu de tierra     e tollida la onor,

                        con grand afan gane     lo que he yo;

                        a Dios lo gradesco     que del rey he su [amor]

                        e piden me mis fijas     pora los ifantes de Carrion (1933-37).

                Estas reflexiones del Cid era eco de previas reflexiones del propio rey, cuando éste reconocía que el Cid le había devuelto bien por mal:

                        «Hyo eche de tierra    al buen Campeador,

                        e faziendo yo ha el mal     y el a mi grand pro (1890-91).

El autor optimista nos retrataba el mundo armónico de su creación, a la vez que calaba en la realidad psicológica, humana, del rey Alfonso; éste, recordando el duro castigo que había impuesto al Cid, llegó a temerse que aquellos casamientos pudieran ser rechazados: 

                        del casamiento    non se sis abra sabor (1892).

Aceptar tales casamientos implicaba, quizá, el perdón por parte del Cid de los enemigos malos (9), de los malos mestureros (267) de la corte, que causaron su destierro; y el rey no sabía si el Cid estaría dispuesto a dar tan generoso perdón. Por otra parte, Alfonso no podía dar órdenes al que entonces era señor de Valencia.  Todo lo que él podía hacer, para complacer a los Infantes, era entrar en negociaciones--nuevo elemento de elogio al encumbrado Cid:

                        mas pues bos lo queredes     entremos en la razon» (1893).

                No era, pues, el carácter de los Infantes de Carrión, sino su propia conducta anterior lo que motivaba las reservas del rey.  El Cid, por su parte, mostraba su sabroso aturdimiento ante los cumplidos ruegos del monarca; como infanzón, nunca hubiera podido, con sus propias manos (282 b ), casar a sus hijas con nobles tan orgullosos, tan excelentes:

                        Ellos son mucho urgullosos     e an part en la cort (1938).

Al emparentar con ellos, la familia toda del Cid participaría de aquel orgullo, de los honores de la corte. En una sociedad de clases estratificadas, significaba un mérito enorme para infanzones el casar con infantes. Sin duda que los humildes oyentes del juglar, identificados a estas alturas con el Campeador y los suyos, se sentirían ellos mismos honrados con títulos de nobleza.

            Uno no podría menos de esperarse que el Cid hesitara un poco ante la contemplación de honores tan inusitados, tan extraordinarios. El gran estratega en asuntos bélicos se sintió inepto para los negocios de cortesanos; por ello se fiaría enteramente del rey, el que más sabía, ¡cómo no!, con la ayuda de Dios:

                        deste casamiento    non avria sabor;

                        mas pues lo conseja    el que mas vale que nos

                        f[l]ablemos en ello,     en la poridad seamos nos.

                        Afe Dios del çiello:     ¡que nos acuerde en lo mijor!» (1939-42).

Dios, en Mio Cid I, atendió siempre bien a los oraciones de sus siervos; Dios dispuso que se casaran, Dios dispuso lo mijor .  Como héroe de literatura ejemplar, el Cid se mostraría en todo momento dócil a su rey, en la desgracia y en su gloria; comentaba el narrador:

                        Lo que el rey quisiere     esso fera al Campeador (1958).

            El autor de Mio Cid I hubo de salvar la dignidad de Raquel y Vidas, al fiarse a ciegas del buen Campeador; hubo de salvar la dignidad del Conde de Barcelona, cuya conversión a la amistad del Cid preludiaba la del rey; el autor habría asimismo de salvar la dignidad de los Infantes de Carrión, como constitutivo esencial de la apoteosis del héroe.9  El rey Alfonso terminó por declarar, personal y públicamente, en contraste con aquella carta con grand recabdo     e fuerte mientre sellada (24), su perdón y amor hacia el Campeador:

                        Aqui vos perdono     e dovos mi amor (2034).

Los Condes de Carrión, de acuerdo con su rey, saludarían humildes al Cid y se ofrecerían a su servicio, en su primera entrevista:

                        Essora sele omillan    los iffantes de Carrion:

                        «Omillamos nos, Çid;     ¡en buen ora nasquiestes vos!10

                        En quanto podemos     andamos en vuestro pro» (2052-54).

El Cid les correspondió con una fórmula convencional de cortesía:

                        Respuso mio Çid:    «¡Assi lo mande el Criador!» (2055).

Todas las oraciones, permítaseme reiterar, se cumplían en Mio Cid I.  Pensar que el Cid, el rey, los Infantes y los otros personajes hablaban irónicamente con respecto a los casamientos es obviamente prepóstero.

            Hay una expresión, sin embargo, entre las del Campeador, que precisa explicación:  deste casamiento     non avria sabor (1939).  Compárese la hipótesis del Cid, non avria sabor, con el aserto del rey, sabor han de casar (1902), con referencia a la resolución de los Infantes. Además, nótese que fue el rey el primero en plantear el problema del sabor :

                        del casamiento    non se sis abra sabor (1892),

que él mismo resolvió, al agrado de todos, invocando a Dios:

                        ¡al Criador plega    que ayades ende sabor! (2100).

            ¿Cómo se explica el condicional en boca del Campeador? El Cid se mostraba sorprendido, confundido;11 por su parte --con sus manos (282 b )--, él no habría pensado nunca que un casamiento de ésos pudiera llevarse a cabo, a no ser con la intervención--las manos (2136, 2203)-- del rey: 

                        deste casamiento    non avria sabor;

                        mas pues lo conseja     el que mas vale que nos (1939-40).

                El Campeador volvería a emplear el condicional, Non abria fijas de casar (2082), por unas razones que concernían a la edad de sus hijas, no a los merecimientos de los Infantes; parece como si el padre pretendiera hacerse rogar del rey:

                        «Non abria fijas de casar      --respuso el Campeador--

                        ca non han grant heda[n]d     e de dias pequeñas son (2082-83).

Para los Infantes de Carrión, seguía diciendo, tenía buenas noticias-- De grandes nuevas son-- ,ya que, sin duda alguna, merecían sus hijas los que bien podrían aspirar a otras de más alto linaje:

                        De grandes nuevas son     los ifantes de Carrion,

                        perteneçen pora mis fijas     e aun pora mejores (2084-85).12

            En vistas de estos sentimientos se comprende que el Campeador accediera a poner a sus hijas en las manos del rey, con satisfacción plena:

                        Hyo las engendre amas     e criastes las vos;

                        entre yo y ellas     en vuestra merçed somos nos,

                        afellas en vuestra mano     don Elvira e doña Sol;

                        dad las a qui quisieredes vos     ca yo pagado so» (2086-89).

Al salir para el destierro, había soñado el Cid con poder casar a sus hijas con sus manos:

                        ¡Plega a Dios    e a Santa Maria

                        que aun con mis manos     case estas mis fijas (282-82 b );

la realidad iba a superar sus sueños; se encontraban en manos del rey:

                        «¡Mucho vos lo gradesco     commo a rey e a señor!

                        Vos casades mis fijas     ca non gelas do yo» (2109-10).

Expresamente el agradecimiento del cid se debía al don de tales yernos:

                        «Gradescolo, rey,    e prendo vuestro don (2125).

            Me estoy permitiendo muchas reiteraciones de textos en este estudio; mi propósito es dilucidar el significado de triunfo total de las bodas en el complejo Mio Cid I; al mismo tiempo, quisiera contribuir a engrandecer el arte esmerado de la obra en su complicado montaje estructural, en sus correspondencias estilísticas y conceptuales, explicables solamente como obra de un entendido escritor, logicista minucioso.  La dignidad del casamiento de las hijas del Cid con los Infantes de Carrión dependía de las manos que las daban; de no poder darlas el rey personalmente, el Cid le pide que delegue en alguien, que le representara como manero :

                        Yo vos pido merçed    a vos, rey natural:

                        pues que casades mis fijas     asi commo a vos plaz

                        dad manero a qui las de     quando vos las tomades;

                        non gelas dare yo con mi mano     nin dend non se alabaran.» (2131-34).

Naturalmente, los Infantes sentirían más orgullo en referir que habían sido casados por el manero del rey que por el padre de sus mujeres.13

            Cuando el Cid regresó a Valencia, le faltó tiempo para dar a su esposa la noticia de aquellos yernos, que venían a honrar a la familia:

                        «¡Grado al Criador,    vengo, mugier ondrada!

                        Hyernos vos adugo     de que avremos ondrança (2187-88).14

Doña Jimena y sus hijas interpretaron estupendamente lo que quería decir aquello de ondrança ; para la madre quería decir «no carecer de nada»:

                        «¡Grado al Criador    e a vos, Çid, barba velida!

                        Todo lo que vos feches     es de buena guisa;

                        ¡non seran menguadas     en todos vuestros días!» (2192-94);

para las hijas significaba que serían ricas :

                        «Quando vos nos casaredes     bien seremos ricas» (2195).

                Madre e hijas, pues, depositaban en el padre la confianza que éste había depositado en el rey, la que todos tenían en la benigna Providencia; aquella sociedad estaban bien jerarquizada.  Al padre le correspondió dar la plática prematrimonial.  Hacía notar a sus hijas que aquellos casamientos serían especialmente honrosos para todos, pues no era el padre quien las iba a casar (como les sucedía a otras jóvenes), sino el rey Alfonso, en cuyas manos se hallaban.  La idea de los casamientos --seguía explicándoles-- había arrancado del rey, quien tanto interés mostraba tener, que él, aunque hubiera tenido inconveniente (cosa que ni pensar), no se hubiese atrevido a manifestarlo:

                        A vos digo, mis fijas     don Elvira e doña Sol:

                        deste vu[e]stro casamiento     creçremos en onor,

                        mas bien sabet verdad     que non lo levante yo;

                        pedidas vos ha e rogadas     el mio señor Alfonsso

                        atan firme mientre     e de todo coraçon

                        que yo nulla cosa     nol sope dezir de no.

                        Metivos en sus manos     fijas, amas a dos;

                        bien melo creades     que el vos casa, ca non yo» (2197-204).

No cabe duda de que reinaba un ambiente de entusiasmo y alegría por parte de todos con respecto a las bodas.  Alegre había quedado el rey cuando vio a tantos de sus hombres dejar su séquito para asistir a las celebraciones de Valencia:

                        Esto plogo al rey    e a todos los solto;

                        la conpaña del Çid creçe     e la del rey mengo,

                        grandes son las yentes     que van con el Canpeador (2164-66).15

            En el camino a Valencia el Cid obsequió a sus futuros yernos con una guardia de honor compuesta de sus mejores hombres:

                        adeliñan pora Valençia     la que en buen punto gano,

                        e a don Fernando e a don Diego     aguardar los mando

                        a Pero Vermuez     e Muño Gustioz

                        --en casa de mio Çid     non a dos mejores--

                        que sopiessen sos mañas     de los ifantes de Carrion (2167-71).

Llegados a Valencia, el Cid ordenó que instalaran a los condes en una estancia especial --el reyal , no las posadas de los demás-- y que permanecieran con ellos:

                        «Dad les un reyal     (e) a los ifantes de Carrion;

                        vos con ellos sed     que assi vos lo mando yo (2178-79).

Los vasallos todos estaban muy contentos con la presencia de los Infantes:

                        Grant ondra les dan    a los ifantes de Carrion (2174).

Cómo no lo iban a estar, cuando los nobles eran dechados en la propiedad de su conducta; sabían cabalgar tan gallardamente, que al Campeador le daba gusto verlos:

                        Mio Çid de lo que veye     mucho era pagado,

                        los ifantes de Carrion     bien an cavalgado (2245-46).

                Los condes, no obstante, se ganaron la admiración de todos aquellos hombres belicosos e inquietos por un algo muy especial:  su andar quedo:

                        de pie e a sabor    ¡Dios, que quedos ent[r]aron! (2213)

Elogio curioso, sorprendente, interesante, que marcaba muy adecuadamente la solemnidad del momento. Indica, sobre todo, que el Cid y los suyos, tras las muchas campañas de guerra, sabían gozar de la abundancia, el lujo y la paz que eran inseparables de la nobleza.  La presencia, pues, de los nobles significaba la paz de Valencia. En la Vulgata aparece el término quietus en acepción de «tranquilo, comedido, sosegado», cuando del rey Nabucodonosor se decía que vivía tranquilo en su casa («quietus eram in domo», Daniel , 4, 1); san Pablo amonestaba a los de Tesalónica a procurar la quietud («Et operam detis ut quieti estis» 1 Tesalonicenses , 4, 11).

            Un aire de orgullo y corte reinaba en Valencia, la que en buen punto gano (2167) el Cid; a sus ganancias se les sumaba crecido onor (2198) en los casamientos de sus hijas con los Infantes de Carrión.16   Ellos representaban la paz y quietud, como corona de triunfo tras una vida combativa e insegura.  Las fuertes lágrimas cedieron el paso a una alegría universal:

                        alegre era el Çid    e todos sus vassallos (2273).



















































1. La frase quizá merezca cotejarse con la de Lamentaciones (5, 9): “Con peligro de la vida vamos buscando nuestro pan ante la espada en el desierto.”

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2. C. Smith y J. Morris comentaban sobre la preferencia del juglar por objctivaciones concretas a las abstracciones como, por ejemplo, el amor; decían así: “When the minstrel makes the Cid remind the Infantes that en braços tenedes mis fijas  tan blancas commo el sol! (2333) he is using the braços in their dual symbolic value of protection and loving embrace to express the notion of ‘marriage’, to reduce a difficult abstract notion to exact, concrete and fully visualizable terms, to increase the emotional power of his discourse” (On ‘physical phrases’ in Old Spanish epic and other texts, “Proceedings of the Leeds Philosophical and Literary Society” (Literary and Historical Section), 12, 1967, p. 134). También muy acertadamente decía L. Spitzer sobre la “rica ganançia” Que era “la manifestación exterior de esa honra que le va creciendo al Cid a lo largo del poema. No olvidemos que riqueza y honor no son para la Edad Media bienes inconmensurables: no hay honor solo como consecuencia de la virtud” (Sobre el carácter…, p. 110). Es decir, el Cid no hubiera podido ganar honra si previamente no ganaba el pan; ahora bien, Ganado el pan, crecía su honra; no era así como lo entendía E. de Chasca, a mi parecer, cuando trastoca el énfasis: “El Cid tiene que ganarse el pan, locución que en su sentido poético equivale a ganar honra”(El arte juglaresco…, p. 105).

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3. Según Rodríquez Puértolas, “La consecución de riquezas, de poder temporal, parece ser, pues, el fundamental móvil del Campeador y sus seguidores, según el Poema” (op. cit., p. 174). Rubio García dice en su extenso estudio sobre las ganançias en Mio Cid: “las expediciones, batallas y razias del Cid responden fundamentalmente a un instinto primario de supervivencia”.  “Pero contamos otra motivación poderosísima: el afán de enriquecerse. Las mesnadas del Cid se nutrirán de gentes pobres y necesitadas, “mal calçados” los llamará despectivamente Ramón Berenguer, quines al servir al Cid y depredar a los moros esperan obtener unos bienes, con los que mejorar su mísera vida y su misma condición social.” “Por ello un vocablo que aparece con considerable frecuencia es “ganancia”, y lo mismo en sentido concreto que en abstracto. Junto a él debemos agrupar “aver” o “averes” o“riquezas”, que en parte son sinónimos de “ganancia” y en parte también efecto y consecuencia de tales ganancias” (op. cit., p. 58).

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4. Si, como se dijo más arriba, las promesas del Cid a sus seguidores parecían hechas según las de Jesucristo, el texto de la jubilosa acogida en Valencia se asemeja a otras palabras del Señor, también en el mismo evangelio: “Venid, benditos de mi padre, a poseer el reino que os tengo preparado” (Mateo, 25, 34).

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  En vista de lo que dicen las hijas del Campeador, los críticos hacen mal en reprochar a los Infantes que procedieran solo por el interés; Milá veía mal que “los infantes codiciasen las riquezas más bien que las hijas del Cid” (De la poesia heroico-popular castellana, Barcelona, 1959, p. 242). Dámaso Alonso veía en la “codicia” de los Infantes su fondo de enemistad: “los infantes, en el fondo enemigos del Cid, piden las manos de sus hijas no por amor a ellas, o por veneración hacia el guerrero, sino solo por codicia” (op. cit., p. 85).

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5. En vista de lo que dicen las hijas del Campeador, los críticos hacen mal en reprochar a los Infantes que procedieran solo por el interés; Milá veía mal que “los infantes codiciasen las riquezas más bien que las hijas del Cid” (De la poesia heroico-popular castellana, Barcelona, 1959, p. 242). Dámaso Alonso veía en la “codicia” de los Infantes su fondo de enemistad: “los infantes, en el fondo enemigos del Cid, piden las manos de sus hijas no por amor a ellas, o por veneración hacia el guerrero, sino solo por codicia” (op. cit., p. 85).

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6. E. de Chasca, qua también echaba en cara a los Infantes que “ambicionaban el casamiento exclusivamente por codicia”, les reprocha también el que se comportaran “desde el principio con un culpable sigilo: no lo dizen a nadi; e fincó esta razón (1.377)” (op. cit., p. 99). En fin, en este estudio expongo mi punto de vista sobre las dificultades que envolvía tal casamiento; ese sigilo de los de Carrión está muy tono con las consultas y deliberaciones de larga duración —una grant ora (1889, 1932)— del rey, primero, y, después, del Cid. Compárese, más en concreto, con la actitud del Cid al enterarse del proyecto por boca de Minaya y Pero Bermúdez: f(l)ablemos en ello,  en la poridad seamos nos (1941).

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7. No solamente se media con dinero la ganancia, sino también el daño; así pues, el Cid al encomendar el cuidado de su mujer e hijas al monasterio no se sentía preocupado por lo que hoy diríamos molestias; esto es lo que dijo: Non quiero fazer en el monesterio  un dinero de daño (252).

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Así lo creía Thomas Hart, que ha dedicado a los Infantes un estudio monográfico: “The Cid himself distrusts the Infantes from the very beginning” (The Infantes de Carrión, “Bulletin of Hispanic Studies”, 32, 1956, p. 18).

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9. J. Horrent ha hablado con bastante sensatez con respecto a la exaltación individual del Cid, que sobrepasa con mucho, aunque no excluya del todo, el espíritu religioso: “La idea maestra de Mio Cid menos es la de la nacionalidad española o castellana, de la cruzada cristiana, que la de la personalidad extraordinaria del Campeador. Si las hazañas de Rodrigo sirvieron históricamente a causa de la nación y de la religión, poco le interesan al poeta vistas bajo este aspecto militante. Para él, antes do todo, son formidables hechos individuales. Si el Cid defiende una causa, es la suya: lucha para compeler al rey a fuerza de gloria, potencia y fidelidad personal a que le otorgue un justo y merecido perdón, para mejorar su posición social, logrando para él y los suyos el más alto nivel posible” (op. cit., p. 356).

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10. R. L. Hathaway, sin aducir razón alguna interna o externa al texto, cree que en buen ora nasquiestes vos, con que los Infantes saludaron al Cid, prenunciaba el próximo relato de deshonor —”another tale of dishonor” — (The art of the epic epithets in the “Cantar de Mio Cid”, “Hispanic Review”, 42, 1974, p. 314; o sea, que todas las expresiones de cortesía de los Infantes han de interpretarse irónicamente, aunque en la Gesta no exista motivo para tal interpretación. En la misma línea, J. R. Chatham creía que el beso—que en otros es señal de respeto y reverencia— de los Infantes consigue una escena irónica —”ironic scene”— en vv. 2092 y 2235 (Gestures, facial expressions, and signals in the “Poema del Cid”, “Revista de Estudios Hispánicos”, 6, 1972, p. 461).

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11. El auditorio al que se destinaba inmediatamente Mio Cid, como el pueblo de nuestros días, no tendría dificultad en sintonizar psicológicamente con el Campeador; la hesitación del Cid es comprensible, por ejemplo a la luz del Refranero, con su prudencia, producto de la experiencia: “Casar y compadrar, cada cual con su igual”; “Casa con tu igual, y no dirán de ti mal”; “Si quieres bien casar, casa con tu igual”; es decir, la actitud del padre es una actitud convencional, una vez que el hecho de que los Infantes, como varones, casaran con las hijas del infanzón, de clase más baja, se salía de las normas generales, como nos dejó dicho Menéndez Pidal: “Era lo más frecuente en los matrimonios que la mujer fuese de clase social más noble que el marido (el caso de Jimena)” (La España…, p. 601). 

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12. De Chasca, al hablar de las “salvedades” que el Cid hacía al rey con respecto a los casamientos, nos presentaba a un Cid que sabía ya todo lo que iría a pasar, no dentro de la Gesta, sino en el Cantar de la Afrenta: “infantes hipócritas, codiciosos, derrochadores; estos traidores que tramaron la muerte de Abengalbón; estos cobardes que huyeron del león y del enemigo; estos pájaros de mal agüero que nunca abrieron el pico sino para dar a conocer sus móviles viciosos; estos monstruos, que azotaron a sus tiernas esposas, y las patearon hiriéndolas con sus espuelas, dejándolas medio muertas a merced de las bestias fieras e las aves del mont” (op. cit., pp. 143 y 144); o sea, lo malo de los Infantes hay que buscarlo en Mio Cid II, pues en la Primera Parte fueron unos ángeles.

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13. El autor de Mio Cid II explicó que si el casamiento de los Infantes de Carrión con las hijas del Cid tenía alto valor era precisamente por la intervención real: alto fue el casamien[t]o  ca lo quisiestes vos (2940).

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14. Hay ciertas generalizaciones en Menéndez Pidal que no se justifican; y no comprendo por qué se inclina a hacer creer que tenía más mérito en aquellos viejos castellanos un espíritu democrático que uno monárquico, y precisamente él, que tanto protestó contra los anacronismos. Dice entre otras cosas: “El Poema, lleno del espíritu democrático castellano, es abiertamente hostil a esa nobleza linajuda, y nos la presenta afeminada y cobarde, viviendo de la intriga palaciega” (En torno…, p. 54). De ser aplicable, lo es sólo a Mio Cid II; el Conde de Barcelona no tenía nada de afeminado. El crítico parece, en otra ocasión, dejar al autor por mentiroso: “El Campeador no quiere emparentar con la alta nobleza. Cuando sabe que el rey desea honrarle mediante el casamiento con los Infantes de Carrión, él siente repugnancia, fundada únicamente en la vanidad de los novios cortesanos: ellos son mucho orgullosos e an part en la cort, / d’este casamiento non habría sabor, 1938; y cuando el rey le ruega, todavía busca excusa, alegando que sus hijas son aún muy niñas, no casaderas, 2082; si accede, es por obedecer al rey, pero no quiere hacer la entrega ritual de sus hijas a los infantes por mano propia, sino por mano del rey y de Álvar Fáñez” (pp. 212-213). No se olvide que en Mio CidII, a pesar de la brevedad en la alusión a las segundas nupcias, se diría de modo semejante: Vos las casastes antes, ca yo non; / afe mis fijas  en vuestras manos son (3406-07). Pero es más: incluso negó Menéndez Pidal que las segundas nupcias aportaran honra al Cid: “No le puede honrar el emparentar con reyes; los que se honran son los reyes (verso 3725)” (p. 213). En cuanto a la interpretación de este verso, me parece más acertada la que ofrece Ubieto: “el Poema no se escribe para glorificar a los reyes descendientes del Campeador, sino todo lo contrario, para ensalzar al conquistador de Valencia, cuyos descendientes ocuparon los tronos de España” (Observaciones…, pp. 147-148). El corolario de Menéndez Pidal, más que colmar la idea del espíritu democrático, tendía a coronar al generalísimo.

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15. E. De Chasca, que opina que el Cid echaba al rey la “culpa” de los casamientos, comentaba sobre este pasaje: “¿Cómo llega el monarca a encontrarse, inadvertidamente, en situación inferior a la de su vasallo, situación expresada gráficamente por el verso la conpaña del Çid creçe, e la del rey mengó? (2.165)” (op. cit., p. 75). El profesor De Chasca ha descoyuntado, obviamente, el texto; ¿no ha leído Esto plogo al rey  e a todos los solto? Los dos versos siguientes eran una perífrasis para indicar que fueron muchos los que quisieron ir a las bodas, tantos como para notarse en el gran cambio que se efectuó en el grueso de las filas del uno y otro lado.

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16. Dámaso Alonso ha dado una sustanciosa pincelada, a la que me suscribo: los Infantes “están tratados por el poeta con el mismo cariño (en cuanto criaturas de arte), con la misma mesura, lentitud y apurada matización, casi, que el máximo héroe de la epopeya” (op. cit., p. 93). El garbo en el andar (de pie e a sabor, 2213) es un recurso poético del elogio, que trae ecos de la Eneida, 1, 405: “vera incessu patuit dea”.

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