X. LOS NOMBRES RACHEL Y VIDAS Y LA TRADICION RETORICA


Desde la Eva de Adán hasta la Yerma de García Lorca la historia de la onomástica, la de la ficción y la de la calle, es la historia ininterrumpida de la creencia del hombre en la fuerza y la magia de la palabra. La palabra que, como la primera mujer de la historia del Génesis, del hombre se deriva y lo domina. La primera palabra de Adán fue su verbo encarnado: «Esta se llamará Varona, porque del varón ha sido tomada» (Gén. 1:23); y luego, tras la tentación y caída, su nuevo verbo volvería a tomar carne en la mujer: «Adán llamó Eva a su mujer, por ser madre de los vivientes» (Gén. 3:20).

Todo el Antiguo Testamento está traspasado de la magia del nombre, que suele condensar la esencia de la personalidad. ¿Y el Nuevo? Fijémonos en el comienzo de San Juan: «Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios... Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Juan 1:1 y 14). Cristo es la Palabra de Dios = la Palabra de Dios es Cristo. Y por si faltara algo para perpetuar la identificación palabra-naturaleza, el mismo Verbo, al poner la primera piedra de su Iglesia, lo hizo cambiándole el nombre a Simón: «Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú serás llamado Cefas, que quiere decir Pedro» (Juan 1:42). «Y yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia» (Mat. 16:18). Una Iglesia en la que todo se ha venido haciendo «En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo».

Bastaría con este telón de fondo religioso para explicarnos por qué los medievales, en particular, se nos muestran tan obsesionados con la fuerza del nombre. Pero el fondo religioso adquirirá mayor grandiosidad espacial y sugestiva al sumarle los elementos de la tradición pagana, la de griegos y romanos. Sus filósofos y retóricos afirmaban que se puede conocer la esencia por el nombre; sus filas iban acaudilladas por sabios tan ilustres como Platón, Aristóteles, Cicerón y Quintiliano “ {1}.

De esa savia bíblica y de esa savia pagana se nutría la sabiduría medieval, en cuyo prólogo y epílogo, respectivamente, nos encontramos con el Liber de nominibus hebraicis, de San Jerónimo, y Los nombres de Cristo de fray Luis de León; y entre ellos, y en el suelo ibérico, Las etimologías de San Isidro, «el libro básico de toda la Edad Media», como dice Curtius.

Enseñaba San Isidoro: «La fuerza de la palabra o el nombre radica en su interpretación... Pues cuando se averigua de dónde se deriva el nombre, entonces se comprende con más prontitud su fuerza ... Algunos nombres fueron dados a las cosas por nuestros antepasados de acuerdo con su naturaleza, otros, porque así les plujo». {2}

Como era de esperar no escapó la atención de los humanistas del siglo XII, con su entusiasmo por la retórica, el estudio de las etimologías. Marbod de Rennes (ca. 1035-1123) defendía el carácter epistemológico de las etimologías, como hicieron Hidelberto de Lavardin (ca. 1056-1135), Bernardo Silvestris (fI. ca. 150px), Acerbo Morena (ca. 1120-1167) y el famoso gramático de Chartes, Juan de Salisbury (1115?-1180). {3} Hacia finales del siglo Mattieu de Vendóme, en su Ars vesificatoria, hablaba de la etimología como argumentum sive locus a nomine, que se daba «cuando por la interpretación del nombre queremos probar alguna cosa buena o mala sobre la persona», ofreciéndonos lo que él llama familiare exemplum: « Caesar ab effectu nomen tenet, omia caedens / Nominis exponit significata manus». {4}

En ese ámbito europeo de enseñanzas retóricas he tratado de encontrarles justificación a los nombres de Rachel y Vidas, con el de Martín Antolínez. Hay nombres en el Cantar con perfecta justificación histórica, documentados entre personajes relacionados con el Cid o la Corte de Alfonso VI. Aunque el papel que se le asigna en la ficción no coincida exactamente con el que en la historia desempeñaron, el poeta se inspiró en los documentos. {5} Algunos hay obviamente falsificados en la ficción, como los de Elvira y Sol para las hijas del Cid (en la historia, Cristina y María), o Sancho para el abad de San Pedro (en la historia, San Sisebuto). Los hay que, como Rachel y Vidas —y Martín Antolínez— responden a otra categoría, pues no están documentados en los círculos del Campeador.

Que Rachel y Vidas —y Martín Antolínez— no fueran nombres enteramente fantásticos, que fueran verosímiles, nadie lo duda. Ahora bien, en la época del poeta de Burgos, entre sus contemporáneos, abundaban otros muchos nombres; valdrá, pues, que el crítico literario se haga la pregunta: ¿Por qué Rachel y Vidas —y Martín Antolínez—? La respuesta habrá que buscarla en la interpretación de los nombres, en su fuerza como argumentum , en su magia, si se quiere. A un texto del siglo XII vamos a aplicarle, para su interpretación, los métodos interpretativos de la época. Y en ello nadie podrá acusar a nadie de prejuicios modernistas. {6}

Ya lo he dejado consignado: desde el punto de vista histórico Rachel y Vidas son retratos de una realidad documentable; el de Rachel con su tintineo extranjero y con su asociación al mercado y los marcos, nos trae ecos de la verdad histórica de un mercado dominado por francos. Como nombres de ficción, Rachel y Vidas —y Martín Antolínez— son alegoría: su misión es primariamente de carácter literario; su papel es el de integrar la acción de la comunidad miocidiana del Cantar; en ella nacieron, vivieron y obraron. Si el escolar del siglo XII estudiaba los nombres de los antepasados, viendo en ellos, a posteriori, un carácter fatídico, una razón de su destino histórico, ese mismo escolar, al momento de su propia creación literaria, a priori, concebiría a sus personajes y los bautizaría con el nombre que en sí encerrara la virtud y la fuerza predeterminativa de la misión que le iba a ser encomendada.

VIDAS

La significación etimológica de Vidas es obvia. En los numerosísimos nombres derivados de vita, veía Leclercq una alusión «a la nouvelle naissance et á I'adoption par le baptéme». {7} Para Cantera significaba: «que da vida, vital, que puede (pueda) vivir mucho tiempos». {8} Las interpretaciones de estos autores, hechas sin pretender elucidar retóricamente su función en el Cantar, lo logran sin hacer a los textos violencia de ninguna clase.

En los personajes que intervienen en el exordio del Cantar hay una manifiesta preocupación por la vida. El rey había amenazado con la pena capital a todo aquel que diese al Cid posada:

que perderie los haberes y más los ojos de la cara,
y aun demás los cuerpos y las almas (27-28).

Tal preocupación no estaba lejos del presentimiento de Martín Antolínez, en su primera declaración de vasallaje al Campeador:

Si convusco escapo sano o vivo (75).

Sobre todos los personajes, se muestra preocupado el Cid, cuando responde a su vasallo,

Si yo vivo, doblar vos he la soldada (80),

añadiendo en tono próximo a la desesperación, y poniendo a Dios y su corte celestial por testigo:

Véalo el Criador con todos los sus santos:
yo más no puedo y amidos lo fago (94-95).

Vidas fue quien, propiamente hablando, dio al Cid la vida; quien hizo posible un nuevo nacimiento, más glorioso, al héroe, el que en buen hora nasco. Vidas, así en plural, porque les dio la vida a muchos:

bien lo vedes que no trayo haber,
y huebos me serie para toda mi compaña (82-83).

Acógensele homes de todas partes menguados,
ha menester seiscientos marcos (134-35).

RACHEL

Los historiadores de la onomástica medieval nos han llamado la atención a lo poco abundantes que eran los nombres propios procedentes de la Biblia o del Santoral, con la excepción de Pedro, Juan, María y algún otro. Solían preferirse los nombres profanos, y nombres de origen bárbaro. Fue en la segunda mitad del siglo XII que la Iglesia expresó su interés porque los padres bautizaran a sus hijos con nombres de santos.

El poeta de Burgos, por aquel entonces, acudió a la Biblia por un nombre que en sí encerraba la virtud determinante de la misión de su personaje en la acción dramática del Cantar. Aquí hemos de admitir con Spitzer que Rachel evocaba la lengua hebrea; al ser un nombre poco común, evocaba forzosamente a la Raquel del Génesis, pero no porque la del Cantar fuera judía —grupo étnico extraño en toda la obra—, sino por exigencia intertextual; San Isidoro hubiera dicho que, conociendo que de la Raquel bíblica se derivaba la miocidiana, «se comprende con más prontitud su fuerza».

El poeta eligió a Rachel, no por su etimología, poco accesible al público, sino por una curiosa anécdota que la Raquel del Génesis protagonizó. Se cuenta allí (Gén. 31:34 ss.) que al salir ésta, con su esposo Jacob, de tierras de Labán, su padre, hurtó y se llevó consigo unos ídolos — terralim. El padre, al echarlos de menos, salió al encuentro de su hija: «Raquel había cogido los terralim y los había escondido en la albarda del camello, sentándose encima. Labán rebuscó por toda la tienda, pero no halló nada. Raquel le dijo: «No se irrite mi padre porque no pueda levantarme ante él, pues me hallo con lo que comúnmente tienen las mujeres». Así fue como, después de buscar y rebuscar Labán en toda la tienda, no pudo hallar los terralim .

Con esta anécdota pasaba Raquel a ser celebrada por su astucia en saber esconder lo robado, de manera que escapara a los ojos de su propio padre. Pues bien, leyendo el Cantar es difícil no sorprenderse de la obsesión de Martín Antolínez porque Rachel y Vidas no descubrieran las arcas —que contenían los supuestos hurtos del Cid— a nadie:

que no me descubrades ni a moros ni a cristianos (107);
que no lo sepan moros ni cristianos (145);

obsesión porque las guardaran bien guardadas, las tuvieran a salvo:

Prended las arcas y metedlas en vuestro salvo (119);
pedir vos ha poco por dexar su haber en salvo (133);
y bien se las guardarien fasta cabo del año (162);
llevadlas Rachel y Vidas, ponedlas en vuestro salvo (167).

Para tal misión nadie más apropiada que Rachel. Palabra de la Biblia. El tino del poeta de Burgos en la elección del nombre como argumentum fue verdaderamente impresionante.

MARTIN ANTOLINEZ
En desafío a la escuela historicista pidaliana, R. Hamilton y C. Smith han calificado a Martín Antolínez como «personaje ficticio», {9} A todos nos suena el apellido Antolínez muy castellano, muy propio de un burgalés cumplido (v. 65), un burgalés contado (v. 193), un burgalés de pro (v. 738), un burgalés leal v. 1459), un burgalés natural (v. 50px0), que todos estos epítetos se le atribuyen, y merecidamente. Y sin embargo, como nos hace observar Smith, Martín Antolínez fue nombre creado «ex nihilo, sin tener homónimo histórico con que justificarle». Queda, pues, la puerta abierta para que el crítico literario proceda a la justificación retórica, mediante la interpretación del nombre, muy a la medieval.

El nombre Martín, no infrecuente en el Burgos del siglo XII, era de ascendencia franca. San Martín de Tours (s. IV), dice el Padre Garcia Villoslada, era «llamado con razón Apóstol de las Galias, indudablemente uno de los santos más populares ya en su tiempo y luego en toda la Edad Media». Este santo era conocido especialmente por el hecho «que tanto exornó después la leyenda, de partir su capa con un pobre mendigo». {10}

Ahora bien, el Martín del Cantar es el único burgalés que, desafiando el edicto real, comparte con el necesitado Cid su pan y su vino:

Vedada le han la compra dentro en Burgos la casa
de todas cosas quantas son de vianda;
no le osarien vender al menos dinarada.
Martín Antolínez, el burgalés cumplido,
a mio Çid y a los suyos abástales de pan de vino;
no lo compra, ca él se lo habia consigo (62-67).

Y valga, dentro de ese complejo de evocaciones y sugerencias, la alusión a la capa del santo en boca de Rachel y Vidas, cuando, al darle los 30 marcos, le dicen a Martín Antolínez —que sólo había pedido calças— ,

de que fagades calças y rica piel y buen manto (195).

Otras asociaciones brinda el nombre de Martín. La iglesia dedicada a San Martín estaba cerca de la casa donde nació el Cid, quien en ella fue bautizado, de acuerdo con el testimonio de Oliver-Copons. {11} Lacarra, a su vez, señala que este santo era venerado en los barrios de francos en las ciudades de la ruta jacobea, {12} barrio, como hemos señalado más arriba, donde residían los mercaderes. ¿Quién mejor que un Martín para tratar con dos de ellos? {13}
En fin, tras vueltas y revueltas al complejo polígono literario del episodio de las arcas de arena, en ninguno de sus ángulos, bien en sus rincones o tras sus esquinas, hemos podido localizar al judío. El judaísmo en el Cantar no fue más que un espejismo de los prosificadores de las Crónicas: la secuela del antisemitismo es un sambenito de lo más prepóstero con el que han conducido a la horca, sin la debida evaluación de las pruebas, unos al poeta de Burgos, su héroe y público, otros a los judíos.

Hace algunos años oí contar en tierras de conquistadores una historieta relacionada con el descubrimiento de América. Decíase que al pisar tierra Colón y los suyos, los invitaron los indios a visitar sus campamentos. Cuál no seria la sorpresa de los andaluces y extremeños cuando, a la entrada, encontraron un puesto de baratijas, hojalatitas, espejitos, perfumes, alfombras y, de vendedor, un tipo con turbante que pregonaba en un lenguaje medio familiar y raro. Los marineros, muchos de ellos excombatientes de Granada, montaron en cólera y, sin más ni más, tiran a patadas las mesas, pisotean los perfumes, prenden fuego a las alfombras, aporrean al tendero y se disponen a ahorcarlo, ante los rostros boquiabiertos de los indios. La soga al cuello, se le acerca al pobre hombre el sacerdote entre los gritos de ¡Cobarde! ¡Perro! ¡Hijo de Mahoma! ¡Confiésate y salva tu alma! El reo entonces se dirige al confesor:

—Deus me vahla, meu padre, e ¿que tehno eu que veer com os mouros?

N O T A S












1. Curtius, European Literature and the Latin Middle Ages , especialmente pp. 43 Y 495. El autor le concede tanta importancia a la etimología entre los clásicos y medievales que titula el capítulo «Etymology as a category of thought», pp. 495-500.
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2. Curtius, o, c., pp. 43 y 496.97; en la p. 353n nos advierte Curtius que la etimologización de los nombres propios era una gran afición de los medievales, que Gracián llamaba «agudeza nominal».
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3. Curtius, o. c., pp. 498-99, y passim .
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4. Feral, Les arts poétiques du XIIe et du XIIIe siècles. p. 136. Valga la observación que la retórica de estos maestros nada tenía de francesa; no era francés lo que estaba en latín y no hacia más que recoger una tradición. La definición, por ejemplo, que hemos citado de Matthieu de Vendame no difiere mucho de la que había dado Casiodoro: «Etymologia est oratio brevis, per certas associationes ostendens ex quo nomine id quod quaeritur venerit nomen» (Potrologia Latina. LXX, 28 A, citado en Curtius. o. c. p. 496).
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5. Quiero expresar mi asentimiento con el profesor Russell, en que la historicidad parcial del Cantar podría ser debida a la investigación de documentos por parte del poeta ( «Some Problems of Diplomatic in the CMC and their Implications», p. 349).
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6. En el Codex Calixtinus. al que me he referido con frecuencia en este estudio, no faltan los ejemplos de etimologizaciones en las que poder justificar los prejuicios étnicos del autor. Su poca estima de los navarros, la justifica en su interpretación de Nauarrus que, dice, «Interpretatur non uerus: Id est quod non uera progenie aut legitima prosapia generatus” (fol. 168r; IV, VII; I, p. 359). Pardiac nos explica que los apellidos Roy, Rey, Leroy, tan comunes en Francia, se originaron entre los peregrinos que proclamaban «rey de la caravana» al primero en vislumbrar las torres del templo de Santiago (en Histoire de Saint-Jacques Majeur et du pélerinage de Compostelle [Bordeaux 1863), citado en González Sologaistua. «La Influencia económica de las peregrinaciones a Santiago de Compostela, » p. 76). El mejor ejemplo, para nuestro caso, de interpretación etimológica se encuentra en el mismo Cantar, cuando el poeta llama a Vermúdoz «Pero Mudo, varón que tanto callas» (v. 3302); logra la etimologización mediante la asociación de Vermúdoz a vir mutus, que luego traduce literalmente (sobre los efectos irónicos de tal interpretación, cf. Garci-Gómez, Mio Cid. Estudios de endocrítica, pp. 222-23).
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7. «Noms propres», col. 1513; también Morlet, Les noms de personne sur le territoire de l'Ancienne Gaule du VIe au XIIe siécle, II, p. 117.
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8. «Raquel e Vidas”, p. 108. No vendrá mal considerar que Vidas cumplía también con la función del encarecimiento de la amistad entre los personajes. El uso de vida como expresión de cariño data de muy antiguo en castellano. Nos dice Menéndez Pidal que «la rendida zalamería de los inferiores usaba entonces corrientemente frases de gran efusión, como 'mi vida', que hoy viven refugiadas tan sólo en la entrañable intimidad del lenguaje». Y en la nota nos informa: «El título mie vida, mi vida,
aplicado al señor, aparece en un documento del año 1099, en los Documentos lingüísticos, 147°, firma «Dominico de mi vida don Polo, preste» (en «Prólogo sobre el habla de la época», a Sánchez Albornoz, Una ciudad hispano-cristiana hace un milenio, pp. 9-10).
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9. Hamilton, «Epic Epithets in the Poema de Mio Cid», p. 166; también C. Smith, Estudios cidianos,
p. 47.
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10. Historia de la Iglesia Católica. I. Edad Antigua, p. 441.
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11. El castillo de Burgos, pp. 45 y 193.
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12. Las peregrinaciones a Santiago de Compostela, I, p. 489.
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13. Sobre la posible interpretación de Antolínez, creo que valdrá tener en cuenta la observación de C. Smith de que Antol puede proceder de Antón, con disimilación de la n en l. En ese caso Antolínez procede de un Antonines , nombre de una de las órdenes hospitalarias, fundada en 1095 (Coulton, Five Centuries of Religion, II, p. 273). Cf. también C. Smith sobre la cuestión aquí señalada y sobre San Antolín, patrono de Palencia, en Estudios cidianos, p. 48; sobre la orden hospitalaria, cf. V. Advielle, Histoire de l'ordre hospitalier de S. Antoine (Paris, 1883).
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