EL REY BURGUES
Cuento alegre
¡Amigo! El cielo está opaco, el aire frío, el día triste. Un cuento
alegre... así como para distraer las brumosas y grises melancolías, helo
aquí:
Había en una ciudad inmensa y brillante un rey muy poderoso, que tenía
trajes caprichosos y ricos, esclavas desnudas, blancas y negras, caballos
de largas crines, armas flamantísimas, galgos rápidos, y monteros con
cuernos de bronce que llenaban el viento con sus fanfarrias. ¿Era un rey
poeta? No, amigo mío: era el Rey Burgués.
Era muy aficionado a las artes el soberano, y favorecía con gran
largueza a sus músicos, a sus hacedores de ditirambos, pintores,
escultores, boticarios, barberos y maestros de esgrima.
Cuando iba a la floresta, junto al corzo o jabalí herido y sangriento,
hacía improvisar a sus profesores de retórica canciones alusivas; los
criados llenaban las copas del vino de oro que hierve, y las mujeres
batían palmas con movimientos rítmicos y gallardos. Era un rey sol, en su
Babilonia llena de músicas, de carcajadas y de ruido de festín. Cuando se
hastiaba de la ciudad bullente, iba de caza atronando el bosque con sus
tropeles; y hacía salir de sus nidos a las aves asustadas, y el vocerío
repercutía en lo más escondido de las cavernas. Los perros de patas
elásticas iban rompiendo la maleza en la carrera, y los cazadores,
inclinados sobre el pescuezo de los caballos, hacían ondear los mantos
purpúreos y llevaban las caras encendidas y las cabelleras al viento.
El rey tenía un palacio soberbio donde había acumulado riquezas y
objetos de arte maravillosos. Llegaba a él por entre grupos de lilas y
extensos estanques, siendo saludado por los cisnes de cuellos blancos,
antes que por los lacayos estirados. Buen gusto. Subía por una escalera
llena de columnas de alabastro y de esmaragdita, que tenía a los lados
leones de mármol como los de los tronos salomónicos. Refinamiento. A más
de los cisnes, tenía una vasta pajarera, como amante de la armonía del
arrullo, del trino; y cerca de ella iba a ensanchar su espíritu, leyendo
novelas de M. Ohnet,{N-02} o bellos libros sobre cuestiones gramaticales, o
críticas hermosillescas.{N-a02} Eso sí: defensor acérrimo de la corrección
académica en letras, y del modo lamido en arte; alma sublime amante de la
lija y de la ortografía.
¡Japonerías! ¡Chinerías! Por moda y nada más. Bien podía darse el
placer de un salón digno del gusto de un Goncourt {N-03} y de los millones de un
Creso:{N-04} quimeras de bronce con las fauces abiertas y las colas enroscadas,
en grupos fantásticos y maravillosos; lacas de Kioto con incrustaciones de
hojas y ramas de una flora monstruosa, y animales de una fauna
desconocida; mariposas de raros abanicos junto a las paredes; peces y
gallos de colores; máscaras de gestos infernales y con ojos como sí fuesen
vivos; partesanas de hojas antiquísimas y empuñaduras con dragones
devorando flores de loto; y en conchas de huevo, túnicas de seda amarilla,
como tejidas con hilos de araña, sembradas de garzas rojas y de verdes
matas de arroz; y tibores, porcelanas de muchos siglos, de aquellas en que
hay guerreros tártaros con una piel que les cubre hasta los riñones, y que
llevan arcos estirados y manojos de flechas.
Por lo demás, había el salón griego, lleno de mármoles: diosas, musas,
ninfas y sátiros; el salón de los tiempos galantes, con cuadros del gran
Watteau y de Chardin;{N-05} dos, tres, cuatro, ¿cuántos salones?
Y Mecenas se paseaba por todos, con la cara inundada de cierta
majestad, el vientre feliz y la corona en la cabeza, como un rey de naipe.
Un día le llevaron una rara especie de hombre ante su trono, donde se
hallaba rodeado de cortesanos, de retóricos y de maestros de equitación y
de baile.
-¿Qué es eso?- preguntó.
-Señor, es un poeta.
El rey tenía cisnes en el estanque, canarios, gorriones, senzontles {N-06} en
la pajarera: un poeta era algo nuevo y extraño.
-Dejadle aquí.
Y el poeta:
-Señor, no he comido.
Y el rey:
-Habla y comerás.
Comenzó:
-Señor, ha tiempo que yo canto el verbo del porvenir. He tenido mis
alas al huracán; he nacido en el tiempo de la aurora; busco la raza
escogida que debe esperar con el himno en la boca y la lira en la mano la
salida del gran sol. He abandonado la inspiración de la ciudad malsana, la
alcoba llena de perfumes, la musa de carne que llena el alma de pequeñez y
el rostro de polvos de arroz. He roto el arpa adulona de las cuerdas
débiles; contra las copas de Bohemia y las jarras donde espumea el vino
que embriaga sin dar fortaleza; he arrojado el manto que me hacía parecer
histrión o mujer, y he vestido de modo salvaje y espléndido: mi harapo es
de púrpura. He ido a la selva, donde he quedado vigoroso y ahíto de leche
fecunda y licor de nueva vida; y en la ribera del mar áspero, sacudiendo
la cabeza bajo la fuerte y negra tempestad, como un ángel soberbio, o como
un semidiós olímpico, he ensayado el yamdo dando al olvido el madrigal.
He acariciado a la gran naturaleza, y he buscado al calor del ideal,
el verso que está en el astro en el fondo del cielo, y el que está en la
perla en lo profundo del océano. ¡He querido ser pujante! Porque viene el
tiempo de las grandes revoluciones, con un Mesías todo luz, todo agitación
y potencia, y es preciso recibir su espíritu con el poema que sea arco
triunfal, de estrofas de acero, de estrofas de oro, de estrofas de amor.
Señor, el arte no está en los fríos envoltorios de mármol, ni en los
cuadros lamidos, ni en el excelente señor Ohnet. ¡Señor! El arte no viste
pantalones, ni habla en burgués, ni pone los puntos en todas las íes. Él
es augusto, tiene mantos de oro o de llamas, o anda desnudo, y amasa la
greda con fiebre, y pinta con luz, y es opulento, y da golpes de ala como
las águilas, o zarpazos como los leones. Señor, entre un Apolo y un ganso,
preferid el Apolo, aunque el uno sea de tierra cocida y el otro de marfil.
¡Oh, la Poesía!
¡Y bien! Los ritmos se prostituyen, se cantan los lunares de las
mujeres, y se fabrican jarabes poéticos. Además, señor, el zapatero
critica mis endecasílabos, y el señor profesor de farmacia pone puntos y
comas a mi inspiración. Señor, ¡y vos lo autorizáis todo esto!... El
ideal, el ideal...
El rey interrumpió:
-Ya habéis oído. ¿Qué hacer?
Y un filósofo al uso:
-Si lo permitís, señor, puede ganarse la comida con una caja de
música; podemos colocarle en el jardín, cerca de los cisnes, para cuando
os paseéis.
-Sí- dijo el rey, y dirigiéndose al poeta: -Daréis vueltas a un
manubrio. Cerraréis la boca. Haréis sonar una caja de música que toca
valses, cuadrillas y galopas, como no prefiráis moriros de hambre. Pieza
de música por pedazo de pan. Nada de jerigonzas, ni de ideales. Id.
Y desde aquel día pudo verse a la orilla del estanque de los cisnes,
al poeta hambriento que daba vueltas al manubrio: tiririrín, tiririrín...
¡avergonzado a las miradas del gran sol! ¿Pasaba el rey por las cercanías?
¡Tiririrín, tiririrín!... ¿Había que llenar el estómago? ¡Tiririrín! Todo
entre la burla de los pájaros libres, que llegaban a beber rocío en las
lilas floridas; entre el zumbido de las abejas, que le picaban el rostro y
le llenaban los ojos de lágrimas; ¡tiririrín!... ¡lágrimas amargas que
rodaban por sus mejillas y que caían a la tierra negra!
Y llegó el invierno, y el pobre sintió frío en el cuerpo y en el alma.
Y su cerebro estaba como petrificado, y los grandes himnos estaban en el
olvido, y el poeta de la montaña coronada de águilas, no era sino un pobre
diablo daba vueltas al manubrio, tiririrín.
Y cuando cayó la nieve se olvidaron de él el rey y sus vasallos; a los
pájaros se les abrigó, y a él se le dejó al aire glacial que le mordía las
carnes y le azotaba el rostro, tiriririn!
Y una noche en que caía de lo alto la lluvia blanca de plumillas
cristalizadas, en el palacio había festín, y la luz de las arañas reía
alegre sobre los mármoles, sobre el oro y sobre las túnicas de los
mandarines de las viejas porcelanas. Y se aplaudían hasta la locura los
brindis del señor profesor de retórica, cuajados de dáctilos, de anapestos
y de piriquios, mientras en las copas cristalinas hervía el champaña con
su burbujeo luminoso y fugaz. ¡Noche de invierno, noche de fiesta! Y el
infeliz cubierto de nieve, cerca del estanque, daba vueltas al manubrio
para calentarse ¡tirirín, tirirín! Tembloroso y aterido, insultado por el
cierzo, bajo la blancura implacable y helada, en la noche sombría,
haciendo resonar entre los árboles sin hojas la música loca de las galopas
y cuadrillas; y se quedó muerto, tiririrín... pensando en que nacería el
sol del día venidero, y con él el ideal, tiririrín..., y en el que el arte
no vestiría pantalones sino manto de llamas, o de oro... Hasta que al día
siguiente, lo hallaron el rey y sus cortesanos al pobre diablo de poeta,
como gorrión que mata el hielo, con una sonrisa amarga en los labios, y
todavía con la mano en el manubrio.
¡Oh, mi amigo! el cielo está opaco, el aire frío, el día triste.
Flotan brumosas y grises melancolías...
¡Pero cuánto calienta el alma una frase, un apretón de manos a tiempo!
¡Hasta la vista!
@§ LA NINFA
Cuento parisiense
|
En el castillo que últimamente acaba de adquirir Lesbia, esta actriz
caprichosa y endiablada que tanto ha dado que decir al mundo por sus
extravagancias, nos hallábamos a la mesa hasta seis amigos. Presidía
nuestra Aspasia, quien a la sazón se entretenía en chupar como niña golosa
un terrón de azúcar húmedo, blanco entre las yemas sonrosadas. Era la hora
del chartreuse. Se veía en los cristales de la mesa como una
disolución de piedras preciosas, y la luz de los candelabros se
descomponía en las copas medio vacías, donde quedaba algo de la púrpura
del borgoña, del oro hirviente del champaña, de las líquidas esmeraldas de
la menta.
Se hablaba con el entusiasmo de artista de buena pasta, tras una buena
comida. Éramos todos artistas, quién más, quién menos, y aun había un
sabio obeso que ostentaba en la albura de una pechera inmaculada el gran
nudo de una corbata monstruosa.
Alguien dijo: -¡Ah, sí, Fremiet! -Y de Fremiet se pasó a sus animales,
a su cincel maestro, a dos perros de bronce que, cerca de nosotros, uno
buscaba la pista de la pieza, otro, como mirando al cazador, alzaba el
pescuezo y arbolaba la delgadez de su cola tiesa y erecta. ¿Quién habló de
Mirón? El sabio, que recitó en griego el epigrama de Anacreonte: Pastor,
lleva a pastar más lejos tu boyada no sea que creyendo que respira la vaca
de Mirón, la quieras llevar contigo.
Lesbia acabó de chupar su azúcar, y con una carcajada argentina:
-¡Bah! Para mí, los sátiros. Yo quisiera dar vida a mis bronces, y si
esto fuese posible, mi amante sería uno de esos velludos semidioses. Os
advierto que más que a los sátiros adoro a los centauros; y que me dejaría
robar por uno de esos monstruos robustos, sólo por oír las quejas del
engañado, que tocaría su flauta lleno de tristeza.
El sabio interrumpió:
-¡Bien! Los sátiros y los faunos, los hipocentauros y las sirenas han
existido, como las salamandras y el ave Fénix.
Todos reíamos; pero entre el coro de carcajadas, se oía irresistible,
encantadora, la de Lesbia, cuyo rostro encendido, de mujer hermosa, estaba
como resplandeciente de placer.
-Si- continuó el sabio -:¿con qué derecho negamos los modernos, hechos
que afirman los antiguos? El perro gigantesco que vio Alejandro, alto como
un hombre, es tan real, como la araña Kreken que vive en el fondo de los
mares. San Antonio Abad, de edad de noventa años, fue en busca del viejo
ermitaño Pablo que vivía en una cueva. Lesbia, no te rías. Iba el santo
por el yermo, apoyado en su báculo, sin saber dónde encontrar a quien
buscaba. A mucho andar, ¿sabéis quién le dio las señas del camino que
debía seguir? Un centauro, medio hombre y medio caballo - dice un autor; -
hablaba como enojado; huyó tan velozmente que presto le perdió de vista el
santo; así iba galopando el monstruo, cabellos al aire y vientre a tierra.
En ese mismo viaje San Antonio vio un sátiro, «hombrecillo de extraña
figura, estaba junto a un arroyuelo, tenía las narices corvas, frente
áspera y arrugada, y la última parte de su contrahecho cuerpo remataba con
pies de cabra». -Ni más ni menos- dijo Lesbia. -¡M. de Cocureau,
futuro miembro del Instituto!
Siguió el sabio:
-Afirma San Jerónimo que en tiempos de Constantino Magno se condujo a
Alejandría un sátiro vivo, siendo conservado su cuerpo cuando murió.
Además, vióle el emperador de Antioquía.
Lesbia había vuelto a llenar su copa de menta, y humedecía la lengua
en el licor verde como lo haría un animal felino.
-Dice Alberto Magno que en su tiempo cogieron a dos sátiros en los
montes de Sajonia. Enrico Zormano asegura que en tierras de Tartaria había
hombres con sólo un pie y sólo un brazo en el pecho. Vicencio vio en su
época un monstruo que trajeron al rey de Francia, tenía cabeza de perro;
(Lesbia reía) los muslos, brazos y manos tan sin vellos como los nuestros;
(Lesbia se agitaba como una chicuela a quien hiciesen cosquillas), comía
carne cocida y bebía vino con todas ganas.
-¡Colombine!- grito Lesbia. Y llegó Colombine, una falderilla que
parecía un copo de algodón. Tomóla su ama, y entre las explosiones de risa
de todos:
-¡Toma, el monstruo que tenía tu cara!
Y le dio un beso en la boca, mientras el animal se estremecía e
inflaba las naricitas como lleno de voluptuosidad.
-Y Filegón Traliano- concluyó el sabio elegantemente -afirma la
existencia de dos clases de hipocentauros: una de ellas como elefantes.
Además...
-Basta de sabiduría- dijo Lesbia. Y acabó de beber la menta.
Yo estaba feliz. No había desplegado mis labios -¡Oh!, exclamé para
mi, ¡las ninfas! Yo desearía contemplar esas desnudeces de los bosques y
de las fuentes, aunque, como Acteón, fuese despedazado por los perros.
Pero las ninfas no existen.
Concluyó aquel concierto alegre, con una gran fuga de risas y de
personas.
-¡Y qué!- me dijo Lesbia, quemándome con sus ojos de faunesa y con voz
callada como para que sólo yo la oyera. -¡Las ninfas existen, tú las
veras!
Eran un día primaveral. Yo vagaba por el parque del castillo, con el
aire de un soñador empedernido. Los gorriones chillaban sobre las lilas
nuevas y atacaban a los escarabajos que se defendían de los picotazos con
sus corazas de esmeralda, con sus petos de oro y acero. En las rosas el
carmín, el bermellón, la onda penetrante de perfumes dulces: más allá las
violetas, en grandes grupos, con su color apacible y su olor a virgen.
Después, los altos árboles, los ramajes tupidos llenos de mil abejas, las
estatuas en la penumbra, los discóbolos de bronce, los gladiadores
musculosos en sus soberbias posturas gímnicas, las glorietas perfumadas,
cubiertas de enredaderas, los pórticos, bellas imitaciones jónicas,
cariátides todas blancas y lascivas, y vigorosos telamones del orden
atlántico, con anchas espaldas y muslos gigantescos. Vagaba por el
laberinto de tales encantos cuando oí un ruido, allá en lo oscuro de la
arboleda, en el estanque donde hay cisnes blancos como cincelados en
alabastro y otros que tienen la mitad del cuello del color del ébano, como
una pierna alba con media negra.
Llegué más cerca. ¿Soñaba? ¡Oh, Numa! Yo sentí lo que tú, cuando viste
en su gruta por primera vez a Egeria.
Estaba en el centro del estanque, entre la inquietud de los cisnes
espantados, una ninfa, una verdadera ninfa, que hundía su carne de rosa en
el agua cristalina. La cadera a flor de espuma parecía a veces como dorada
por la luz opaca que alcanzaba a llegar por las brechas de las hojas.
¡Ah!, yo vi lirios, rosas, nieve, oro; vi un ideal con vida y forma y oí
entre el burbujeo sonoro de la linfa herida, como una risa burlesca y
armoniosa, que me encendía la sangre.
De pronto huyó la visión, surgió la ninfa del estanque, semejante a
Citerea en su onda, y recogiendo sus cabellos que goteaban brillantes,
corrió por los rosales tras las lilas y violetas, más allá de los tupidos
arbolares, hasta ocultarse a mi vista, hasta perderse, ¡ay!, por un
recodo; y quedé yo, poeta lírico, fauno burlado, viendo a las grandes aves
alabastrinas como mofándose de mí, tendiéndome sus largos cuellos en cuyo
extremo brillaba bruñida el ágata de sus picos.
Después, almorzábamos juntos aquellos amigos de la noche pasada, entre
todos, triunfante, con su pechera y su gran corbata oscura, el sabio
obeso, futuro miembro del Instituto.
Y de repente, mientras todos charlaban de la última obra de Fremiet,
en el salón, exclamó Lesbia con su alegre voz parisiense:
-¡Te!, como dice Tartarín: ¡el poeta ha visto ninfas!...
La contemplaron todos asombrados, y ella me miraba, me miraba como una
gata, y se reía, se reía como una chicuela a quien se le hiciesen
cosquillas.
@§ EL FARDO
|
Allá lejos, en la línea como trazada con un lápiz azul, que separa las
aguas y los cielos, se iba hundiendo el sol, con sus polvos de oro y sus
torbellinos de chispas purpuradas, como un gran disco de hierro candente.
Ya el muelle fiscal iba quedando en quietud; los guardas pasaban de un
punto a otro, las gorras metidas hasta las cejas dando aquí y allá sus
vistazos. Inmóvil el enorme brazo de los pescantes, los jornaleros se
encaminaban a las casas. El agua murmuraba debajo del muelle, y el húmedo
viento salado que sopla de mar afuera a la hora en que la noche sube,
mantenía las lanchas cercanas en un continuo cabeceo.
Todos los lancheros se habían ido ya; solamente el viejo tío Lucas,
que por la mañana se estropeara un pie al subir una barrica a un carretón,
y que, aunque cojín cojeando, había trabajado todo el día, estaba sentado
en una piedra, y, con la pipa en la boca, veía triste el mar.
-Eh, tío Lucas, ¿se descansa?
-Sí, pues, patroncito.
Y empezó la charla, esa charla agradable y suelta que me place
entabler con los bravos hombres toscos que viven la vida del trabajo
fortificante, la que da la buena salud y la fuerza del músculo, y se nutre
con el grano del poroto y la sangre hirviente de la viña.
Yo veía con cariño a aquel rudo viejo, y le oía con interés sus
relaciones, así, todas cortadas, todas como de hombre basto, pero de pecho
ingenuo. ¡Ah, conque fue militar! ¡Conque de mozo fue soldado de Bulnes!
¡Conque todavía tuvo resistencias para ir con su rifle hasta Miraflores! Y
es casad, y tuvo un hijo, y...
Y aquí el tío Lucas:
-Sí, patrón; !hace dos años que se me murió!
Aquellos ojos, chicos y relumbrantes bajo las cejas grises peludas, se
humedecieron entonces:
-¿Que cómo se me murió? En el oficio, por darnos de comer a todos; a
mi mujer, a los chiquitos y a mí, patrón, que entonces me hallaba enfermo.
Y todo me lo refirió, al comenzar aquella noche, mientras las olas se
cubrían de brumas y la ciudad encendía sus luces; él en la piedra que le
servía de asiento, después de apagar su negra pipa y de colocársela en la
oreja y de estirar y cruzar sus piernas flacas y musculosas, cubiertas por
los sucios pantalones arremangados hasta el tobillo.
El muchacho era muy honrado y muy de trabajo. Se quiso ponerlo a la
escuela desde grandecito; pero los miserables no deben aprender a leer
cuando se llora de hambre en el cuartucho.
El tío Lucas era casado, tenía muchos hijos.
Su mujer llevaba la maldición del vientre de las pobres: la
fecundidad. Había, pues, mucha boca abierta que pedía pan, mucho chico
sucio que se revolcaba en la basura, mucho cuerpo magro que temblaba de
frío; era preciso ir a llevar que comer, a buscar harapos, y, para eso,
quedar sin alientos y trabajar como un buey. Cuando el hijo creció, ayudó
al padre. Un vecino, el herrero, quiso enseñarle su industria; pero como
entonces era tan débil, casi un armazón de huesos, y en el fuelle tenía
que echar el bofe, se puso enfermo, y volvió al conventillo. ¡Ah, estuvo
muy enfermo! Pero no murió. ¡No murió! Y eso que vivían en uno de esos
hacinamientos humanos, entre cuatro paredes destartaladas, viejas, feas,
en la callejuela inmunda de las mujeres perdidas, hedionda a todas horas,
alumbrada de noche por escasos faroles, y donde resuenan en perpetua
llamada a las zambras de echacorvería, las arpas y los acordeones, y el
ruido de los marineros que llegan al burdel, desesperados con la castidad
de las largas travesías, a emborracharse como cubas y a gritar y patalear
como condenados. ¡Sí!, entre la podredumbre, al estrépito de las fiestas
tunantescas, el chico vivió y pronto estuvo sano y en pie.
Luego, llegaron después sus quince años.
El tío Lucas había logrado, tras mil privaciones, comprar una canoa.
Se hizo pescador.
Al venir el alba, iba con su mocetón al agua, llevando los enseres de
la pesca. El uno remaba, el otro ponía en los anzuelos la carnada. Volvían
a la costa con buena esperanza de vender lo hallado, entre la brisa fría y
las opacidades de la neblina, cantando en baja voz alguna triste canción,
y enhiesto el remo triunfante que chorreaba espuma.
Si había buena venta, otra salida por la tarde.
Una de invierno había temporal. Padre e hijo, en la pequeña
embarcación, sufrían en el mar la locura de la ola y del viento. Difícil
era llegar a tierra. Pesca y todo se fue al agua, y pensó en librar el
pellejo. Luchaban como desesperados por ganar la playa. Cerca de ella
estaban; pero una racha maldita les empujó contra una roca, y la canoa se
hizo astillas. Ellos salieron sólo magullados, ¡gracias a Dios!, como
decia el tío Lucas al narrarlo. Después, ya son ambos lancheros.
¡Sí!, lancheros; sobre las grandes embarcaciones chatas y negras;
colgándose de la cadena que rechina pendiente como una sierpe de hierro
del macizo pescante que semeja una horea; remando de pie y a compás; yendo
con la lancha del muelle al vapor y del vapor al muelle; gritando:
¡hiiooeep!, cuando se empujaban los pesados bultos para engancharlos en la
uña potente que los levanta balanceándolos como un péndulo; ¡sí,
lancheros!, el viejo y el muchacho, el padre y el hijo; ambos a horcajadas
sobre un cajón, ambos forcejeando, ambos ganando su jornal, para ellos y
para sus queridas sanguijuelas del conventillo.
Íbanse todos los días al trabajo, vestidos de viejo, fajadas las
cinturas con sendas bandas coloradas, y haciendo sonar a una sus zapatos
groseros y pesados que se quitaban, al comenzar la tarea, tirándolos en un
rincón de la lancha. Empezaba el trajín, el cargar y el descargar. El
padre era cuidadoso: -¡Muchacho, que te rompes la cabeza! ¡Que te coge la
mano el chicote! ¡Que vas a perder una canilla! Y enseñaba, adiestraba,
dirigía al hijo, con su modo, con sus bruscas palabras de roto viejo y de
padre encariñado.
Hasta que un día el tío Lucas no pudo moverse de la cama, porque el
reumatismo le hinchaba las coyunturas y le taladraba los huesos.
¡Oh! Y había que comprar medicinas y alimentos; eso sí.
-Hijo, al trabajo, a buscar plata; hoy es sábado.
Y se fue el hijo, solo, casi corriendo, sin desayunarse, a la faena
diaria.
Era un bello día de luz clara, de sol de oro. En el muelle rodaban los
carros sobre sus rieles, crujían las poleas, chocaban las cadenas. Era la
gran confusión del trabajo que da vértigo, el son del hierro; tranqueteos
por doquiera; y el viento pasando por el bosque de árboles y jarcias de
los navíos en grupo.
Debajo de uno de los pescantes del muelle estaba el hijo del tío Lucas
con otros lancheros, descargando a toda prisa. Había que vaciar la lancha
repleta de fardos. De tiempo en tiempo bajaba la larga cadena que remata
en un garfío, sonando como una matraca al correr con la roldana; los mozos
amarraban los bultos con una cuerda doblada en dos, los enganchaban en el
garfio, y entonces éstos subían a la manera de un pez en un anzuelo, o del
plomo de una sonda, ya quietos, ya agitándose de un lado a otro, como un
badajo, en el vacío.
La carga estaba amontonada. La ola movía pausadamente de cuando en
cuando la embarcación colmada de fardos. Estos formaban una a modo de
pirámide en el centro. Había uno muy pesado, muy pesado. Era el más grande
de todos, ancho, gordo y oloroso a brea. Venía en el fondo de la lancha.
Un hombre de pie sobre él era pequeña figura para el grueso zócalo.
Era algo como todos los prosaísmos de la importación envueltos en lona
y fajados con correas de hierro. Sobre sus costados, en medio de líneas y
de triángulos negros, había letras que miraban como ojos. Letras "en
diamante", decía el tío Lucas. Sus cintas de hierro estaban apretadas con
clavos cabezudos y ásperos; y en las entrañas tendría el monstruo, cuando
menos, limones y percalas.
Sólo él faltaba.
-¡Se va el bruto!- dijo uno de los lancheros.
-¡El barrigón!- agregó otro.
Y el hijo del tío Lucas, que estaba ansioso de acabar pronto, se
alistaba para ir a cobrar y a desayunarse, anudándose un pañuelo de
cuadros al pescuezo.
Bajó la cadena danzando en el aire. Se amarró un gran lazo al fardo,
se probó si estaba bien seguro, y se gritó ¡Iza!, mientras la cadena
tiraba de la masa chirriando y levantándola en vilo.
Los lancheros, de pie, miraban subir el enorme peso, y se preparaban
para ir a tierra, cuando se vio una cosa horrible. El fardo, el grueso
fardo, se zafó del lazo como de un collar holgado saca un perro la cabeza;
y cayó sobre el hijo del tío Lucas, que entre el filo de la lancha y el
gran bulto, quedó con los riñones rotos, el espinazo desencajado y echando
sangre negra por la boca.
Aquel día, no hubo pan ni medicinas en casa del tío Lucas, sino el
muchacho destrozado al que se abrazaba llorando el reumático, entre la
gritería de la mujer y de los chicos, cuando llevaban el cadáver a Playa
Ancha.
Me despedí del viejo lanchero, y a pasos elásticos dejé el muelle,
tomando el camino de la casa, y haciendo filosofía con toda la cachaza de
un poeta, en tanto que una brisa glacial que venía de mar afuera
pellizcaba tenazmente las narices y las orejas.
@§ EL VELO DE LA REINA MAB
|
La reina Mab, en su carro hecho de una sola perla, tirado por cuatro
coleópteros de petos dorados y alas de pedrería, caminado sobre un rayo de
sol, se coló por la ventana de una buhardilla donde estaban cuatro hombres
flacos, barbudos e impertinentes, lamentándose como unos desdichados.
Por aquel tiempo, las hadas habían repartido sus dones a los mortales.
A unos habían dado las varitas misteriosas que llenan de oro las pesadas
cajas del comercio; a otros unas espigas maravillosas que al desgranarlas
colmaban las trojes de riqueza; a otros unos cristales que hacían ver en
el riñón de la madre tierra, oro y piedras preciosas; a quiénes cabelleras
espesas y músculos de Goliat, y mazas enormes para machacar el hierro
encendido; y a quienes talones fuertes y piernas ágiles para montar en las
rápidas caballerías que se beben el viento y que tienden las crines en la
carrera.
Los cuatro hombres se quejaban. Al uno le había tocado en suerte una
cantera, al otro el iris, al otro el ritmo, al otro el cielo azul.
La reina Mab oyó sus palabras. Decía el primero: -¡Y bien! ¡Heme aquí
en la gran lucha de mis sueños de mármol! Yo he arrancado el bloque y
tengo el cincel. Todos tenéis, unos el oro, otros la armonía, otros la
luz; yo pienso en la blanca y divina Venus que muestra su desnudez bajo el
plafón color del cielo. Yo quiero dar a la masa la línea y la hermosura
plástica; y que circule por las venas de la estatua una sangre incolora
como la de los dioses. Yo tengo el espíritu de Grecia en el cerebro, y amo
los desnudos en que le ninfa huye y el fauno tiende los brazos. ¡Oh,
Fidias! Tú eres para mí soberbio y augusto como un semidiós, en el recinto
de la eterna belleza, rey ante un ejército de hermosuras que a tus ojos
arrojan el magnífico Kiton, mostrando la esplendidez de la forma, en sus
cuerpos de rosa y de nieve. Tú golpeas, hieres y domas el mármol, y suena
el golpe armónico como un verso, y te adula la cigarra, amante del sol,
oculta entre los pámpanos de la viña virgen. Para ti son los Apolos rubios
y luminosos, las Minervas severas y soberanas. Tú, como un mago,
conviertes la roca en simulacro y el colmillo del elefante en copa del
festín. Y al ver tu grandeza siento el martirio de mi pequeñez. Porque
pasaron los tiempos gloriosos. Porque tiemblo ante las miradas de hoy.
Porque contemplo el ideal inmenso y las fuerzas exhaustas. Porque
contemplo a medida que cincelo el bosque me ataraza el desaliento.
Y decía el otro: -Lo que es hoy romperé mis pinceles. ¿Para qué quiero
el iris, y esta gran paleta del campo florido, si a la postre mi cuadro no
será admitido en el salón? ¿Qué abordaré? He recorrido todas las escuelas,
todas las inspiraciones artísticas. He pintado el torso de Diana y el
rostro de la Madona. He pedido a las campiñas sus colores, sus matices; he
adulado a la luz como a una amada, y la he abrazado como a una querida. He
sido adorador del desnudo, con sus magnificencias, con los tonos de sus
carnaciones y con sus fugaces medias tintas. He trazado en mis lienzos los
nimbos de los santos y las alas de los querubines. ¡Ah, pero siempre el
terrible desencanto! ¡El porvenir! ¡Vender una Cleopatra en dos pesetas
para poder almorzar!
¡Y yo, que podría en el estremecimiento de mi inspiración, trazar el
gran cuadro que tengo aquí adentro!
Y decía el otro: -Perdida mi alma en la gran ilusión de mi sinfonía,
temo las decepciones. Yo escucho todas las armonías, desde la lira de
Terpandro hasta las fantasías orquestales de Wagner. Mis ideales, brillan
en medio de mis audacias de inspirado. Yo tengo la percepción del filósofo
que oyó la música de los astros. Todos los ruidos pueden aprisionarse,
todos los ecos son susceptibles de combinaciones. Todo cabe en la línea de
mis escalas cromáticas.
La luz vibrante es himno, y la melodía de la selva halla un eco en mi
corazón. Desde el ruido de la tempestad hasta el canto del pájaro, todo se
confunde y enlaza en la infinita cadencia. Entretanto, no diviso sino la
muchedumbre que befa y la celda del manicomio.
Y el último: -Todos bebemos del agua clara de la fuente de Jonia. Pero
el ideal flota en el azul; y para que los espíritus gocen de su luz
suprema, es preciso que asciendan. Yo tengo el verso que es de miel y el
que es de oro, y el que es de hierro candente. Yo soy el ánfora del
celeste perfume: tengo el amor. Paloma, estrella, nido, lirio, vosotros
conocéis mi morada. Para los vuelos inconmensurables tengo alas águila que
parten a golpes mágicos el huracán. Y para hallar consonantes, los busco
en dos bocas que se juntan; y estalla el beso, y escribo la estrofa, y
entonces si veis mi alma, conoceréis a mi Musa. Amo las epopeyas, porque
de ellas brota el soplo heroico que agita las banderas que ondean sobre
las lanzas y los penachos que tiemblan sobre los cascos; los cantos
líricos, porque hablan de las diosas y de los amores; y las églogas,
porque son olorosas a verbena y a tomillo, y al sano aliento del buey
coronado de rosas. Yo escribiría algo inmortal; mas me abruma un porvenir
de miseria y de hambre...
Entonces la reina Mab, del fondo de su carro hecho de una sola perla,
tomó un velo azul, casi impalpable, como formado de suspiros, o de miradas
de ángeles rubios y pensativos. Y aquel velo era el velo de los sueños, de
los dulces sueños que hacen ver la vida de color de rosa. Y con él
envolvió a los cuatro hombres flacos, barbudos e impertinentes. Los cuales
cesaron de estar tristes porque penetró en su pecho la esperanza, y en su
cabeza el sol alegre, con el diablillo de la vanidad, que consuela en sus
profundas decepciones a los pobres artistas.
Y desde entonces, en las buhardillas de los brillantes infelices,
donde flota el sueño azul, se piensa en el porvenir como en la aurora, y
se oyen risas que quitan la tristeza, y se bailan extrañas farándulas
alrededor de un blanco Apolo, de un lindo paisaje, de un violín viejo, de
un amarillento manuscrito.
@§ LA CANCIÓN DEL ORO
|
Aquel día un harapiento, por las trazas un mendigo, tal vez un
peregrino, quizás un poeta, llegó, bajo la sombra de los altos álamos, a
la gran calle de los palacios, donde hay desafíos de soberbia entre el
ónix y el pórfido, el ágata y el mármol; en donde las altas columnas, los
hermosos frisos, las cúpulas doradas, reciben la caricia pálida del sol
moribundo.
Había tras los vidrios de las ventanas, en los vastos edificios de la
riqueza, rostros de mujeres gallardas y de niños encantadores. Tras las
rejas se adivinaban extensos jardines, grandes verdores salpicados de
rosas y ramas que se balanceaban acompasada y blandamente como bajo la ley
de un ritmo. Y allá en los grandes salones, debía de estar el tapiz
purpurado y lleno de oro, la blanca estatua, el bronce chino, el tibor
cubierto de campos azules y de arrozales tupidos, la gran cortina recogida
como una falda, ornada de flores opulentas, donde el ocre orintal hace
vibrar la luz en la seda que resplandece. Luego las lunas venecianas, los
palisandros y los cedros, los nácares y los ébanos, y el piano negro y
abierto, que ríe mostrando sus teclas como una linda dentadura; y las
arañas cristalinas, donde alzan las velas profusas la aristocracia de su
blanca cera. ¡Oh, y más allá! Más allá el cuadro valioso dorado por el
tiempo, el retrato que firma Durand o Bonnat, y las preciosas acuarelas en
que el tono rosado parece que emerge de un cielo puro y envuelve en una
onda dulce desde el lejano horizonte hasta la yerba trémula y humilde. Y
más allá...
( Muere la tarde.
Llega a las puertas del palacio un break flamante y charolado,
negro y rojo. Baja una pareja y entra con tal soberbia en la mansión, que
el mendigo piensa: decididamente, el aguilucho y su hembra van al nido. El
tronco, ruidoso y azogado, a un golpe de fusta arrastra el carruaje
haciendo relampaguear las piedras. Noche ).
Entonces, en aquel cerebro de loco, que ocultaba un sombrero raído,
brotó como el germen de una idea que pasó al pecho y fue opresión y llegó
a la boca hecho himno que le encendía la lengua y hacía entrechocar los
dientes. Fue la visión de todos los mendigos, de todos los desamparados,
de todos los miserables, de todos los suicidas, de todos los borrachos,
del harapo y de la llega, de todos los que viven, ¡Dios mío! En perpetua
noche, tanteando la sombra, cayendo al abismo, por no tener un mendrugo
para llenar el estómago. Y después la turba feliz, el lecho blando, la
trufa y el áureo vino que hierve, el raso y el moiré que con su roce ríen;
el novio rubio y la novia morena cubierta de predería y blonda; y el gran
reloj que la suerte tiene para medir la vida de los felices opulentos, que
en vez de granos de arena, deja caer escudos de oro.
Aquella especie de poeta sonrió; pero su faz tenía aire dantesco. Sacó
de su bolsillo un pan moreno, comió, y dio viento su himno. Nada más cruel
que aquel canto tras el mordisco.
¡Cantemos el oro!
Cantemos el oro, rey del mundo, que lleva dicha y luz por donde va,
como los fragmentos de un sol despedazado.
Cantemos el oro, que nace del vientre fecundo de la madre tierra;
inmenso tesoro, leche rubia de esa ubre gigantesca.
Cantemos el oro, río caudaloso, fuente de la vida, que hace jóvenes y
bellos a los que se bañan en sus corrientes maravillosas, y envejece a
aquellos que no gozan de sus raudales.
Cantemos el oro, porque de él se hacen las tiaras de los pontífices,
las coronas de los reyes y los cetros imperiales: y porque se derrama por
los mantos como un fuego sólido, e inunda las capas de los arzobispos, y
refulge en los altares y sostiene al Dios eterno en las custodias
radiantes.
Cantemos el oro, porque podemos ser unos perdidos, y él nos pone
mamparas para cubrir las locuras abyectas de la taberna, y las vergüenzas
de las alcobas adúlteras.
Cantemos el oro, porque al saltar de cuño lleva en su disco el perfil
soberbio de los césares; y va a repletar las cajas de sus vastos templos,
los bancos y mueve las máquinas y da la vida y hace engordar los tocinos
privilegiados.
Cantemos el oro, porque él da los palacios y los carruajes, los
vestidos a la moda, y los frescos senos de las mujeres garridas; y las
genuflexiones de espinazos aduladores y las muecas de los labios
eternamente sonrientes.
Cantemos el oro, padre del pan.
Cantemos el oro, porque es en las orejas de las lindas damas
sostenedor del rocío del diamante, al extremo de tan sonrosado y bello
caracol; porque en los pechos siente el latido de los corazones, y en las
manos a veces es símbolo de amor y de santa promesa.
Cantemos el oro, porque tapa las bocas que nos insultan; detiene las
manos que nos amenazan, y pone vendas a los pillos que nos sirven.
Cantemos el oro, porque su voz es música encantada; porque es heroico
y luce en las corazas de los héroes homéricos, y en las sandalias de las
diosas y en los coturnos trágicos y en las manzanas del jardín de las
Hespérides.
Cantemos el oro, porque de él son las cuerdas de las grandes liras, la
cabellera de la más tiernas amadas, los granos de la espiga y el peplo que
al levantarse viste la olímpica aurora.
Cantemos el oro, premio y gloria del trabajador y pasto del bandido.
Cantemos el oro, que cruza por el carnaval del mundo, disfrazado de
papel, de plata, de cobre y hasta de plomo.
Cantemos el oro, amarillo como la muerta.
Cantemos el oro, calificado de vil por los hambrientos; hermano del
carbón, oro negro que incuba el diamante; rey de la mina, donde el hombre
lucha y la roca se desgarra; poderoso en el poniente, donde se tiñe en
sangre; carne de ídolo; tela de que Fidias hace el traje de Minerva.
Cantemos el oro, en el arnés del cabello, en el carro de guerra, en el
puño de la espada, en el lauro que ciñe cabezas luminosas, en la copa del
festín dionisíaco, en el alfiler que hiere el seno de la esclava, en el
rayo del astro y en el champaña que burbujea, como una disolución de
topacios hirvientes.
Cantemos el oro, porque nos have gentiles, educados y pulcros.
Cantemos el oro, porque es la piedra de toque de toda amistad.
Cantemos el oro, purificado por el fuego, como el hombre por el
sufragio; mordido por la lima, como el hombre por la envidia; golpeado por
el martillo, como el hombre por la necesidad; realzado por el estuche de
seda, como el hombre por el palacio de mármol.
Cantemos el oro, esclavo, despreciado por Jerónimo, arrojado por
Antonio, vilipendiado por Macario, humillado por Hilarión, maldecido por
Pablo el Ermitaño, quien tenía por alcazár una cueva bronca y por amigos
las estrellas de la noche, los pájaros del alba y las fieras hirsutas y
salvajes del yermo.
Cantemos el oro, dios becerro, tuétano de roca, misterioso y callado
en su entraña, y bullicioso cuando brota a pleno sol y a toda vida,
sonante como un coro de tímpanos; feto de astros, residuo de luz,
encarnación de éter.
Cantemos el oro, hecho sol, enamorado de la noche, cuya camisa de
crespón riega de estrellas brillantes, después del último beso, como una
gran muchedumbre de libras esterlinas.
¡Eh, miserables, beodos, pobres de solemnidad, prostitutas, mendigos,
vagos, rateros, bandidos, pordioseros, peregrinos, y vosotros los
desterrados, y vosotros los holgazanes, y sobre todo, vosotros, oh poetas!
¡Unámonos a los felices, a los poderosos, a los banqueros, a los
semidioses de la tierra!
¡Cantemos el oro!
Y el eco se llevó aquel himno, mezcla de gemido, ditirambo y
carcajada; y como ya la noche oscura y fría había entrado, el eco resonaba
en las tinieblas.
Pasó una vieja y pidió limosna.
Y aquella especie de harapiento, por las trazas un mendigo, tal vez un
peregrino, quizás un poeta, le dio su último mendrugo de pan petrificado,
y se marchó por la terrible sombra, rezongando entre dientes.
@§ EL RUBÍ
|
-¡Ah, conque es cierto! ¡Conque ese sabio parisiense ha logrado sacar
del fondo de sus retortas, de sus matraces, la púrpura cristalina de que
están incrustados los muros de mi palacio! Y al decir esto el pequeño
gnomo iba y venía, de un lugar a otro, a cortos saltos, por la honda cueva
que le servía de morada; y hacía temblar su larga barba y el cascabel de
su gorro azul y puntiagudo.
En efecto, un amigo del centenario Chevreul - cuasi Althotas - el
químico Fremy, acababa de descubrir la manera de hacer rubíes y zafiros.
Agitado, conmovido, el gnomo - que era sabido y de genio harto vivaz -
seguía monologando.
-¡Ah, los sabios de la Edad Media! ¡Ah, Alberto el Grande, Averroes,
Raimundo Lulio! Vosotros no pudisteis ver brillar el gran sol de la piedra
filosofal, y he aquí que sin estudiar las fórmulas aristotélicas, sin
saber cábala y nigromancia, llega un hombre del siglo decimonono a formar
a la luz del día lo que nosotros fabricamos en nuestros subterráneos. Pues
el conjuro: fusión por veinte días de una mezcla de sílice y de aluminato
de plomo: coloración con bicromato de potasa, o con óxido de cobalto.
Palabras, en verdad, que parecen lengua diabólica.
Risa.
Luego se detuvo.
El cuerpo del delito estaba ahí, en el centro de la gruta, sobre una
gran roca de oro: un pequeño rubí, redondo, un tanto reluciente, como un
grano de granada al sol.
El gnomo tocó un cuerno, el que llevaba a su cintura, y el eco resonó
por las vastas concavidades. Al rato, un bullicio, un tropel, una
algazara. Todos los gnomos habían llegado.
Era la cueva ancha, y había en ella una claridad extraña y blanca. Era
la claridad de los carbunclos que en el techo de piedra centelleaban,
incrustados, hundidos, apiñados, en focos múltiples; una dulce luz lo
iluminaba todo.
A aquellos resplandores, podía verse la maravillosa mansión en todo su
esplendor. En los muros, sobre pedazos de plata y oro, entre venas de
lapislázuli, formaban caprichosos dibujos, como los arabescos de una
mezquita, gran muchedumbre de piedras preciosas. Los diamantes, blancos y
limpios como gotas de agua, emergían los iris de sus cristalizaciones;
cerca de calcedonias colgantes en estalactitas, las esmeraldas esparcían
sus resplandores verdes, y los zafiros, en amontonamientos raros, en
ramilletes que pendían del cuarzo, semejaban grandes flores azules y
temblorosas.
Los topacios dorados, las amatistas circundaban en franjas el recinto;
y en el pavimento, cuajado de ópalos, sobre la pulida crisofasía y el
ágata, brotaba de trecho en trecho un hilo de agua, que caía con una
dulzura musical, a gotas armónicas, como las de una flauta metálica
soplada muy levemente.
Puck se había entrometido en el asunto, el pícaro Puck. El había
llevado el cuerpo del delito, el rubí falsificado, el que estaba ahí,
sobre la roca de oro, como una profanación entre el centelleo de todo
aquel encanto.
Cuando los gnomos estuvieron juntos, unos con sus martillos y cortas
hachas en las manos, otros de gala, con caperuzas flamantes y encarnadas,
llenas de pedrerías, todos curiosos, Puck dijo así
-Me habeís pedido que os trajese una muestra de la nueva falsificación
humana, y he satisfecho esos deseos.
Los gnomos, sentados a la turca, se tiraban de los bigotes; daban las
gracias a Puck, con una pausada inclinación de cabeza; y los más cercanos
a él examinaban con gesto de asombro, las lindas alas, semejantes a las de
un hipsipilo.
Continuó:
-¡Oh, Tierra! ¡Oh, Mujer! Desde el tiempo en que veía a Titania, no he
sido sino un esclavo de la una, un adorador casi místico de la otra.
Y luego, como si hablase en el placer de un sueño:
-¡Esos rubíes! En la gran ciudad de París, volando invisibles, les vi
por todas partes. Brillaban en los collares de las cortesanas, en las
condecoraciones exóticas de los rastaquers, en los anillos de los
príncipes italianos y en los brazaletes de las primadonas.
Y con pícara sonrisa siempre.
-Yo me colé hasta cierto gabinete rosado muy en boga... Había una
hermosa mujer dormida. Del cuello le arranqué un medallón y del medallón
el rubí. Ahí lo tenéis.
Todos soltaron la carcajada. ¡Qué cascabeleo!
-¡Eh, amigo Puck!
Y dieron su opinión después, acerca de aquella piedra falsa, obra de
hombre o de sabio, que es peor.
-!Vidrio!
-!Maleficio!
-!Ponzoña y cábala!
-¡Química!
-¡Pretender imitar un fragmento de iris!
-¡El tesoro rubicundo de lo hondo del globo!
-¡Hecho de rayos del poniente solidificados!
El gnomo más viejo, andando con sus piernas torcidas, su gran barba
nevada, su aspecto de patriarca hecho pasa, su cara llena de arrugas:
-¡Señores- dijo, -que no sabéis lo que habláis!
Todos escucharon.
-Yo, yo que soy el más viejo de vosotros, puesto que apenas sirvo ya
para martillar las facetas de los diamantes; yo he visto formarse estos
hondos alcázares, que he cincelado los huesos de la tierra, que he amasado
el oro, que he dado un día un puñetazo a un muro de piedra, y caí a un
lago donde violé a una ninfa; yo, el viejo, os referiré de cómo se hizo el
rubí.
Oíd
Puck sonreía curioso. Todos los gnomos rodearon al anciano cuyas canas
palidecían a los resplandores de la pedrería, y cuyas manos extendían su
movible sombra en los muros, cubiertos de piedras preciosas, como un
lienzo lleno de miel donde se arrojase granos de arroz.
-Un día, nosotros, los escuadrones que tenemos a nuestro cargo las
minas de diamantes, tuvimos una huelga que conmovió toda la tierra y
salimos en fuga por los cráteres de los volcanes.
El mundo estaba alegre, todo era vigor y juventud; y las rosas, y las
hojas verdes y frescas, y los pájaros en cuyos buches entra el grano y
brota el gorjeo, y el campo todo, saludaban al sol y a la primavera
fragante.
Estaba el monte armónico y florido, lleno de trinos y de abejas; era
una grande y santa nupcia la que celebraba la luz; y en el árbol la savia
ardía profundamente, y en el animal todo era estremecimiento o balido o
cántico, y en el gnomo había risa y placer.
Yo había salido por un cráter apagado. Ante mis ojos había un campo
extenso. De un salto me puse sobre un gran árbol, una encina añeja. Luego,
bajé el tronco, y me hallé cerca de un arroyo, un río pequeño y claro
donde las aguas charlaban, diciéndose bromas cristalinas. Yo tenía sed.
Quise beber ahí... Ahora, oíd mejor.
Brazos, espaldas, senos desnudos, azucenas, rosas, panecillos de
marfil coronados de cerezas; ecos de risas áureas, festivas; y allá, entre
las espumas, entre las linfas rotas, bajo las verdes ramas...
-¿Ninfas?
-No, mujeres.
-Yo sabía cuál era mi gruta. Con dar una patada en el suelo, abría la
arena negra y llegaba a mi dominio. Vosotros, pobrecillos,gnomos jóvenes,
tenéis mucho que aprender.
Bajo los retoños de unos helechos nuevos me escurrí, sobre unas
piedras deslavadas por la corriente espumosa y parlante; y a ella, a la
hermosa, a la mujer, la agarré de la cintura, con este brazo antes tan
musculoso; gritó, golpeé el suelo; descendimos. Arriba quedó el asombro;
abajo el gnomo soberbio y vencedor.
Un día yo martillaba un trozo de diamante inmenso que brillaba como un
astro y que al golpe de mi maza se hacía pedazos.
El pavimento de mi taller se asemejaba a los restos de un sol hecho
trizas. La mujer amada descansaba a un lado, rosa de carne entre maceteros
de zafir, emperatriz del oro, en un lecho de cristal de roca, toda desnuda
y espléndida como una diosa.
Pero en el fondo de mis dominios, mi reina, mi querida, mi bella, me
engañaba. Cuando el hombre ama de veras, su pasión lo penetra todo y es
capaz de traspasar la tierra.
Ella amaba a un hombre, y desde su prisión le enviaba sus suspiros.
Éstos pasaban los poros de la corteza terrestre y llegaban a él; y él,
amándola también, besaba las rosas de cierto jardín; y ella, la enamorada,
tenía - yo lo notaba - convulsiones súbitas en que estiraba sus labios
rosados y frescos como pétalos de centifolia ¿Cómo ambos así se sentían?
Con ser quien soy, no lo sé.
Había acabado yo mi trabajo: un gran montón de diamantes hechos en un
día; la tierra abría sus grietas de granito como labios con sed, esperando
el brillante despedazamiento del rico cristal. Al fin de la faena,
cansado, di un martillazo que rompió una roca y me dormí.
Desperté al rato al oír algo como un gemido.
De su lecho, de su mansión más luminosa y rica que las de todas las
reinas de Oriente, había volado fugitiva, desesperada, la amada mía, la
mujer robada. ¡Ay!, y queriendo huir por el agujero abierto por mi maza de
granito, desnuda y bella, destrozó su cuerpo blanco y suave como de azahar
y mármol y rosa, en los filos de los diamantes rotos. Heridos sus
costados, chorreaba la sangre; los quejidos eran conmovedores hasta las
lágrimas. ¡Oh, dolor!
Yo desperté, la tomé en mis brazos, le di mis besos más ardientes; mas
la sangre corría inundando el recinto, y la gran masa diamantina se teñía
de grana.
Me pareció que sentía, al darle un beso, un perfume salido de aquella
boca encendida: el alma; el cuerpo quedó inerte.
Cuando el gran patriarca nuestro, el centenario semidiós de las
entrañas terrestres pasó por allí, encontró aquella muchedumbre de
diamantes rojos...
Pausa.
-¿Habéis comprendido?
Los gnomos muy graves se levantaron. Examinaron más de cerca la piedra
falsa, hechura del sabio.
-¡Mirad, no tiene facetas!
-¡Brilla pálidamente!
-¡Impostura!
-¡Es redonda como la coraza de un escarabajo!
Y en ronda, uno por aquí, otro por allá fueron a arrancar de los muros
pedazos de arabescos, rubíes grandes como una naranja, rojos y chispeantes
como un diamante hecho sangre, y decían:
-¡He aquí! ¡He aquí lo nuestro, oh madre Tierra!
Aquella era una orgía de brillo y de color.
Y lanzaban al aire las gigantescas piedras luminosas y reían.
De pronto con toda la dignidad de un gnomo:
-¡Y bien! ¡El desprecio!
Se comprendieron todos. Tomaron el rubí falso, lo despedazaron y
arrojaron los fragmentos - con desdén terrible - a un hoyo que abajo daba
a una antiquísima selva carbonizada.
Después sobre sus rubíes, sobre sus ópalos, entre aquellas paredes
resplandecientes, empezaron a bailar asidos de las manos una farándula
loca y sonora.
¡Y celebraban con risas el verse grandes en la sombra!
Ya Puck volaba afuera, en el abejeo del alba, recién nacida, camino de
una pradera en flor. Y murmuraba -¡siempre con una sonrisa sonrosada! -
Tierra... Mujer... ¡Por que tú, oh madre Tierra, eres grande, fecunda, de
seno inextinguible y sacro!; y de tu vientre moreno brota la savia de los
troncos robustos y el oro y el agua diamantina y la casta flor de lis. ¡Lo
puro, lo fuerte, lo infalsificable! ¡Y tú, Mujer, eres - espíritu y carne
- toda Amor!
@§ EL PALACIO DEL SOL
|
A vosotras, madres de las muchachas anémicas, va esta historia, la
historia de Berta, la niña de los ojos color de aceituna, fresca como una
rama de durazno en flor, luminosa como un alba, gentil como la princesa de
un cuento azul.
Ya veréis, sana y respetables señoras, que hay algo mejor que el
arsénico y el fierro, para encender la púrpura de las lindas mejillas
virginales; y que es preciso abrir la puerta de su jaula a vuestras
avecitas encantadoras, sobre todo, cuando llega el tiempo de la primavera
y hay ardor en las venas y en las savias, y mil átomos de sol abejean, en
los jardines, como un enjambre de oro sobre las rosas entreabiertas.
Cumplidos sus quince años, Berta empezó a entristecer, en tanto que
sus ojos llameantes se rodeaban de ojeras melancólicas.
-Berta, te he comprado dos muñecas...
-No las quiero, mamá...
-He hecho traer los Nocturnos...
-Me duelen los dedos, mamá...
-Entonces...
-Estoy triste, mamá...
-Pues que se llame al doctor...
Y llegaron las antiparras de aros de carey, los guantes negros, la
calva ilustre y el cruzado levitón.
Ello era natural. El desarrollo, la edad...síntomas claros, falta de
apetito, algo como una opresión en el pecho... Ya sabéis; dad a vuestra
niña glóbulos de arseniato de hierro, luego, duchas. ¡El tratamiento!...
Y empezó a curar su melancolía, con glóbulos y duchas al comenzar la
primavera, Berta, la niña de los ojos color de aceituna, que llegó a estar
fresca como una rama de durazno en flor, luminosa como un alba, gentil
como la princesa de un cuento azul.
A pesar de todo las ojeras persistieron, la tristeza continuó, y
Berta, pálida como un precioso marfil, llegó un día a las puertas de la
muerte. Todos lloraban por ella en el palacio, y la sana y sentimental
mamá hubo de pensar en las palmas blancas del ataúd de las doncellas.
Hasta que una mañana la lánguida anémica bajó al jardín, sola, y siempre
con su vaga atonía melancólica, a la hora en que el alba ríe. Suspirando
erraba sin rumbo, aquí, allá; y las flores estaban tristes de verla. Se
apoyó en el zócalo de un fauno soberbio y bizarro, cincelado por Plaza,
que húmedos de rocío sus cabellos de mármol bañaba en luz su torso
espléndido y desnudo. Vio un lirio que erguía al azul la pureza de su
cáliz blanco, y estiró la mano para cogerlo. No bien había... (Sí, un
cuento de hadas, señoras mías, pero que ya veréis sus aplicaciones en una
querida realidad), no bien había tocado el cáliz de la flor, cuando de él
surgió de súbito una hada, en su carro áureo y diminuto, vestida de hilos
brillantísimos e impalpables, son su aderezo de rocío, su diadema de
perlas y su varita de plata.
¿Creéis que Berta se amedrentó? Nada de eso. Batió palmas alegres, se
reanimó como por encanto, y dijo al hada: -¿Tú eres la que me quieres
tanto en sueños? -Sube, respondió el hada. Y como si Berta se hubiese
empequeñecido, de tal modo cupo en la concha del carro de oro, que hubiera
estado holgada sobre el ala corva de un cisne a flor de agua. Y las
flores, el fauno orgulloso, la luz del día, vieron cómo en el carro del
hada iba por el viento, plácida y sonriendo al sol, Berta, la niña de los
ojos color de aceituna, fresca como una rama de durazno en flor, luminosa
como un alba, gentil como la princesa de un cuento azul.
Cuando Berta, ya alto el divino cochero, subió a los salones, por las
gradas del jardín que imitaban esmaragdita, todos, la mamá, la prima, los
criados, pusieron la boca en forma de O. Venía ella saltando como un
pájaro, con el rostro lleno de vida y de púrpura, el seno hermoso y
henchido, recibiendo las caricias de un crencha castaña, libre y al
desgaire, los brazos desnudos hasta el codo, medio mostrando la malla de
sus casi imperceptibles venas azules, los labios entreabiertos por una
sonrisa, como para emitir una canción.
Todos exclamaron: -¡Aleluya! ¡Gloria! ¡Hosanna al rey de los
Esculapios! ¡Fama eterna a los glóbulos de ácido arsenioso y a las duchas
triunfales. Y mientras Berta corrió a su retrete a vestir sus más ricos
brocados, se enviaron presentes al viejo de las antiparras de aros de
carey, los guantes negros, la calva ilustre y del cruzado levitón. Y
ahora, oíd vosotras, madres de las muchachas anémicas, cómo hay algo mejor
que el arsénico y el fierro, para eso de encender la púrpura de las lindas
mejillas virginales. Y sabréis, ¿cómo no?, que no fueran los glóbulos, no;
no fueron las duchas, no; no fue el farmacéutico, quien devolvió salud y
vida a Berta, la niña de los ojos color de aceituna, alegre y fresca como
una rama de durazno en flor, luminosa como un alba, gentil como la
princesa de un cuento azul.
Así que Berta se vio en el carro del hada, le preguntó: -¿Y adónde me
llevas? -Al palacio del sol. Y desde luego sintió la niña que sus manos se
tornaban ardientes, y que su corazoncito le saltaba como henchido de
sangre impetuosa. -Oye- siguió el hada-, yo soy la buena hada de los
sueños de la niñas adolescentes; yo soy la que curo a las cloróticas con
sólo llevarlas en mi carro de oro al palacio del sol, adonde vas tú. Mira,
chiquita, cuida de no beber tanto el néctar de la danza, y de no
desvanecerte en las primeras rápidas alegrías. Ya llegamos. Pronto
volverás a tu morada. Un minuto en el palacio del sol deja en los cuerpos
y en las almas años de fuego, niña mía.
En verdad estaban en un lindo palacio encantado, donde parecía
sentirse el sol en el ambiente. ¡Oh, qué luz! ¡qué incendios! - Sintió
Berta que se le llenaban los pulmones de aire de campo y de mar, y las
venas de fuego; sintió en el cerebro esparcimiento de armonía, y cómo que
el alma se le ensanchaba, y como que se ponía más elástica y tersa su
delicada carne de mujer. Luego vio, vio sueños reales, y oyó, oyó músicas
embriagantes. En vastas galerías deslumbradoras, llenas de claridades y de
aromas, de sederías y de mármoles, vio un torbellino de parejas,
arrebatadas por las ondas invisibles y dominantes de un vals. Vio que
otras tantas anémicas como ella, llegaban pálidas y entristecidas,
respiraban aquel aire, y luego se arrojaban en brazos de jóvenes vigorosos
y esbeltos, cuyos bozos de oro y finos cabellos brillaban a la luz; y
danzaban, y danzaban, con ellos, en una ardiente estrechez, oyendo
requiebros misteriosos que iban al alma, respirando de tanto en tanto como
hálitos impregnados de vainilla, de haba de Tonka, de violeta, de canela,
hasta que con fiebre, jadeantes, rendidas, como palomas fatigadas de un
largo vuelo, caían sobre cojines de seda, los senos palpitantes, las
gargantas sonrosadas, y así soñando en cosas embriagadoras... -Y ella
también cayó al remolino, al maelstrón atrayente, y bailó, giró, pasó,
entre los espasmos de un placer agitado; y recordaba entonces que no debía
embriagarse tanto con el vino de la danza, aunque no cesaba de mirar al
hermoso compañero, con sus grandes ojos de mirada primaveral. Y él la
arrastraba por las vastas galerías, ciñendo su talle, y hablándole al
oído, en la lengua amorosa y rítmica de los vocablos apacibles, de las
frases irisadas, y olorosas, de los períodos cristalinos y orientales.
Y entonces ella sintió que su cuerpo y su alma se llenaban de sol, de
efluvios poderosos y de vida. ¡No, no esperéis más!
El hada la volvió al jardín de su palacio, al jardín donde cortaba
flores envueltas en una oleada de perfumes, que subía místicamente a las
ramas trémulas, para flotar como el alma errante de los cálices muertos.
Así fue Berta a vestir sus más ricos brocados, para honra de los
glóbulos y duchas triunfales, llevando rosas en las faldas y en las
mejillas!
¡Madres de las muchachas anémicas! Os felicito por la victoria de los
arseniatos e hipofosfitos del señor doctor. Pero, en verdad os digo: es
preciso, en provecho de las lindias mejillas virginales, abrir la puerta
de su jaula a vuestras avecitas encantadoras, sobre todo, en el tiempo de
la primavera, cuando hay ardor en las venas y en las savias, y mil átomos
de sol abejan en los jardines como un enjambre de oro sobre las rosas
entreabiertas. Para vuestras cloróticas, el sol en los cuerpos y en las
almas. Sí, al palacio del sol, de donde vuelven las niñas como Berta, la
de los ojos color de aceituna, frescas como una rama de durazno en flor;
luminosas como un alba, gentiles como la princesa de un cuento azul.
@§ EL PÁJARO AZUL
|
París es teatro divertido y terrible. Entre los concurrentes al café
Plombier, buenos y decididos muchachos - pintores, escultores, poetas -
sí, ¡todos buscando el viejo laurel verde! ninguno más querido que aquel
pobre Garcín, triste casi siempre, buen bebedor de ajenjo, soñador que
nunca se emborrachaba, y, como bohemio intachable, bravo improvisador.
En el cuartucho destartalado de nuestras alegres reuniones, guardaba
el yeso de las paredes, entre los esbozos y rasgos de futuros Clays,
versos, estrofas enteras escritas en la letra echada y gruesa de nuestro
amado pájaro azul.
El pájaro azul era el pobre Garcín. ¿No sabéis por qué se
llamada así? Nosotros le bautizamos con ese nombre.
Ello no fué un simple capricho. Aquel excelente muchacho tenía el vino
triste. Cuando le preguntábamos por qué cuando todos reíamos como
insensatos o como chicuelos, él arrugaba el ceño y miraba fijamente el
cielo raso, nos respondía sonriendo con cierta amargura...
-Camaradas: habéis de saber que tengo un pájaro azul en el cerebro,
por consiguiente...
Sucedía también que gustaba de ir a las campiñas nuevas, al entrar la
primavera. El aire del bosque hacía bien a sus pulmones, según nos decía
el poeta.
De sus excursiones solía traer ramos de violetas y gruesos
cuadernillos de madrigales, escritos al ruido de las hojas y bajo el ancho
cielo sin nubes. Las violetas eran para Nini, su vecina, una muchacha
fresca y rosada que tenía los ojos muy azules.
Los versos eran para nosotros. Nosotros los leíamos y los aplaudíamos.
Todos teníamos una alabanza para Garcín. Era un ingenuo que debía brillar.
El tiempo vendría. Oh, el pájaro azul volaría muy alto. ¡Bravo! ¡bien!
¡Eh, mozo,más ajenjo!
Principios de Garcín:
De las flores, las lindas campánulas.
Entre las piedras preciosas, el zafiro. De las inmensidades, el cielo
y el amor: es decir, las pupilas de Nini.
Y repetía el poeta: Creo que siempre es preferible la neurosis a la
imbecilidad.
A veces Garcín estaba más triste que de costumbre.
Andaba por los bulevares; veía pasar indiferente los lujosos
carruajes, los elegantes, las hermosas mujeres. Frente al escaparate de un
joyero sonreía; pero cuando pasaba cerca de un almacén de libros, se
llegaba a las vidrieras, husmeaba, y al ver las lujosas ediciones, se
declaraba decididamente envidioso, arrugaba la frente; para desahogarse
volvía el rostro hacia el cielo y suspiraba. Corría al café en busca de
nosotros, conmovido, exaltado, casi llorando, pedía un vaso de ajenjo y
nos decía:
-Sí, dentro de la jaula de mi cerebro está preso un pájaro azul que
quiere su libertad...
Hubo algunos que llegaron a creer en un descalabro de razón.
Un alienista a quien se le dio noticias de lo que pasaba, calificó el
caso como una monomanía especial. Sus estudios patológicos no dejaban
lugar a duda.
Decididamente, el desgraciado Garcín estaba loco.
Un día recibió de su padre, un viejo provinciano de Normandía,
comerciante en trapos, una carta que decía lo siguiente, poco más o menos:
«Sé tus locuras en París. Mientras permanezcas de ese modo, no tendrás
de mí un solo sou. Ven a llevar los libros de mi almacén, y cuando
hayas quemado, gandul, tus manuscritos de tonterías tendrás mi dinero.»
Esta carta se leyó en el Café Plombier.
-¿Y te irás?
-¿No te irás?
-¿Aceptas?
-¿Desdeñas?
¡Bravo Garcín! Rompió la carta y soltando el trapo a la vena,
improvisó unas cuantas estrofas, que acababan, si mal no recuerdo:
¡Sí, seré siempre un gandul, lo cual
aplaudo y celebro, mientras sea mi cerebro jaula del pájaro
azul!
Desde entonces Garcín cambió de carácter. Se volvió charlador, se dio
un baño de alegría, compró levita nueva, y comenzó un poema en tercetos
titulados, pues es claro: El pájaro azul.
Cada noche se leía en nuestra tertulia algo nuevo de la obra. Aquello
era excelente, sublime, disparatado.
Allí había un cielo muy hermoso, una campiña muy fresca, países
brotados como por la magia del pincel de Corot, rostros de niños asomados
entre flores; los ojos de Nini húmedos y grandes; y por añadidura, el buen
Dios que envía volando, volando, sobre todo aquello, un pájaro azul que
sin saber cómo ni cuando anida dentro del cerebro del poeta, en donde
queda aprisionado. Cuando el pájaro canta, se hacen versos alegres y
rosados. Cuando el pájaro quiere volar abre las alas y se da contra las
paredes del cráneo, se alzan los ojos al cielo, se arruga la frente y se
bebe ajenjo con poca agua, fumando además, por remate, un cigarrillo de
papel.
He ahí el poema.
Una noche llegó Garcín riendo mucho y, sin embargo, muy triste.
La bella vecina había sido conducida al cementerio.
-¡Una noticia! ¡una noticia! Canto último de mi poema. Nini ha muerto.
Viene la primavera y Nini se va. Ahorro de violetas para la campiña. Ahora
falta el epílogo del poema. Los editores no se dignan siquiera leer mis
versos. Vosotros muy pronto tendréis que dispersaros. Ley del tiempo. El
epílogo debe titularse así: De cómo el pájaro azul alza el vuelo al cielo
azul.
¡Plena primavera! Los árboles florecidos, las nubes rosadas en el alba
y pálidas por la tarde; el aire suave que mueve las hojas y hace aletear
las cintas de los sombreros de paja con especial ruido! Garcín no ha ido
al campo.
Hele ahí, viene con traje nuevo, a nuestro amado Café Plombier,
pálido, con una sonrisa triste.
-!Amigos míos, un abrazo! Abrazadme todos, así, fuerte; decidme adiós
con todo el corazón, con toda el alma... El pájaro azul vuela.
Y el pobre Garcín lloró, nos estrechó, nos apretó las manos con todas
sus fuerzas y se fue.
Todos dijimos: Garcín, el hijo pródigo, busca a su padre, el viejo
normando. Musas, adiós; adiós, gracias. ¡Nuestro poeta se decide a medir
trapos! ¡Eh! ¡Una copa por Garcín!
Pálidos, asustados, entristecidos, al día siguiente, todos los
parroquianos del Café Plombier que metíamos tanta bulla en aquel cuartucho
destartalado, nos hallábamos en la habitación de Garcín. El estaba en su
lecho, sobre las sábanas ensangrentadas, con el cráneo roto de un balazo.
Sobre la almohada había fragmentos de masa cerebral. ¡Qué horrible!
Cuando, repuestos de la primera impresión, pudimos llorar ante el
cadáver de nuestro amigo, encontramos que tenía consigo el famoso poema.
En la última página había escritas estas palabras: Hoy, en plena
primavera, dejó abierta la puerta de la jaula al pobre pájaro azul.
¡Ay, Garcín, cuántos llevan en el cerebro tu misma enfermedad!
@§ PALOMAS BLANCAS Y GARZAS MORENAS
|
-Mi prima Inés era rubia como una alemana. Fuimos criados juntos,
desde muy niños, en casa de la buena abuelita que nos amaba mucho y nos
hacía vernos como hermanos, vigilándonos cuidadosamente, viendo que no
riñésemos. ¡Adorable, la viejecita, con sus trajes a grandes flores, y sus
cabellos crespos y recogidos como una vieja marquesa de Boucher!
Inés era un poco mayor que yo. No obstante, yo aprendí a leer antes
que ella; y comprendía - lo recuerdo muy bien - lo que ella recitaba de
memoria, maquinalmente, en una pastorela, donde bailaba y cantaba delante
del niño Jesús, la hermosa María y el señor San José; todo con el gozo de
las sencillas personas mayores de la familia, que reían con risa de miel,
alabando el talento de la actrizuela.
Inés creía. Yo también; pero no tanto como ella. Yo debía entrar a un
colegio, en internado terrible y triste, a dedicarme a los áridos estudios
del bachillerato, a comer los platos clásicos de los estudiantes, a no ver
el mundo -¡mi mundo de mozo! - y mi casa, mi abuela, mi prima, mi gato, un
excelente romano que se restregaba cariñosamente en mis piernas y me
llenaba los trajes negros de pelos blancos.
Partí.
Allá en el colegio mi adolescencia se despertó por completo. Mi voz
tomó timbres aflautados y roncos; llegué al período ridículo del niño que
pasa a joven. Entonces, por un fenómeno especial, en vez de preocuparme de
mi profesor de matemáticas, que no logró nunca hacer que yo comprendiese
el binomio de Newton, pensé - todavía vaga y misteriosamente - en mi prima
Inés.
Luego tuve revelaciones profundas. Supe muchas cosas. Entre ellas, que
los besos eran un placer exquisito.
Tiempo.
Leí Pablo y Virginia. Llegó un fin de año escolar, y salí, en
vacaciones, rápido como una saeta, camino de mi casa. ¡Libertad!
-Mi prima- ¡pero, Dios santo, en tan poco tiempo!- se había hecho una
mujer completa. Yo delante de ella me hallaba como avergonzado, un tanto
serio. Cuando me dirigía la palabra, me ponía a sonreírle con una sonrisa
simple.
Ya tenía quince años y medio Inés. La cabellera, dorada y luminosa al
sol, era un tesoro. Blanca y levemente amapolada, su cara era una creación
murillesca, si veía de frente. A veces, contemplando su perfil, pensaba en
una soberbia medalla siracusana, en un rostro de princesa. El traje, corto
antes, había descendido. El seno, firme y esponjado, era un ensueño oculto
y supremo; la voz clara y vibrante, las pupilas azules, inefables; la boca
llena de fragancia de vida y de color de púrpura. ¡Sana y virginal
primavera!
La abuelita me recibió con los brazos abiertos. Inés se negó a
abrazarme, me tendió la mano. Después, no me atreví a invitarla a los
juegos de antes. Me sentía tímido. ¡Y qué! Ella debía sentir algo de lo
que yo. ¡Yo amaba a mi prima!
Inés los domingos iba con la abuela a misa, muy de mañana.
Mi dormitorio estaba vecino al de ellas. Cuando cantaban los
campanarios su sonora llamada matinal, ya estaba yo despierto.
Oía, oreja atenta, el ruido de las ropas. Por la puerta entreabierta
veía salir la pareja que hablaba en voz alta. Cerca de mí pasaba el frufrú
de las polleras antiguas de mi abuela, y del traje de Inés, coqueto,
ajustado, para mí siempre revelador.
¡Oh, Eros!
-Inés...
-¿...?
Y estábamos solos a la luz de una luna argentina, dulce, una bella
luna de aquellas del país de Nicaragua.
Le dije todo lo que sentía, suplicante, balbuciente, echando las
palabras, ya rápidas, ya contenidas, febril, temeroso. ¡Sí! Se lo dije
todo: las agitaciones sordas y extrañas que en mi experimentaba cerca de
ella; el amor, el ansia; los tristes insomnios del deseo; mis ideas fijas
en ella, allá en mis meditaciones del colegio; y repetía como una oración
sagrada la gran palabra: ¡el amor! Oh, ella debía recibir gozosa mi
adoración. Creceríamos más. Seríamos marido y mujer...
Esperé.
La pálida claridad celeste nos iluminaba. El ambiente nos llevaba
perfumes tibios que a mí se me imaginaban propicios para los fogosos
amores. ¡Cabellos áureos, ojos paradisíacos, labios encendidos y
entreabiertos!
De repente, y con un mohín:
-¡Ve! La tontería...
Y corrió, como una gata alegre adonde se hallaba la buena abuela,
rezando a la callada sus rosarios y responsorios.
Con risa descocada de educanda maliciosa, con aire de locuela:
-¡Eh, abuelita!- me dijo...
Ellas, pues, ya sabían que yo debía «decir».
Con su reír interrumpía el rezo de la anciana que se quedó pensativa
acariciando las cuentas de su camándula. Y yo que todo lo veía, a la
husma, de lejos, lloraba, sí, lloraba lágrimas amargas, ¡las primeras de
mis desengaños de hombre!
Los cambios fisiológicos que en mí se sucedían y las agitaciones de mi
espíritu me conmovían hondamente. ¡Dios mío! Soñador, un pequeño poeta
como me creía, al comenzarme el bozo, sentía llena de ilusiones la cabeza,
de versos los labios, y mi alma y mi cuerpo de púber tenían sed de amor.
¿Cuándo llegaría el momento soberano en que alumbraría una celeste mirada
el fondo de mi ser, y aquel en que se rasgaría el velo del enigma
atrayente?
Un día, a pleno sol, Inés estaba en el jardín, regando trigo, entre
los arbustos y las flores, a las que llamaba sus amigas: unas palomas
albas, arrulladoras, con sus buches níveos y amorosamente musicales.
Llevaba un traje - siempre que con ella he soñado la he visto con el mismo
- gris azulado, de anchas mangas, que dejaban ver casi por entero los
satinados brazos alabastrinos; los cabellos los tenía recogidos y húmedos
y el vello alborotado de su nuca blanca y rosa era para mí como luz
crespa. Las aves andaban a su alrededor currucuqueando, e imprimían en el
suelo oscuro la estrella acarminada de sus patas.
Hacía calor. Yo estaba oculto tras los ramajes de unos jazmineros. La
devoraba con los ojos. ¡Por fin se acercó por mi escondite, la prima
gentil! Me vio trémulo, enrojecida la faz, en mis ojos una llama viva y
rara, y acariciante, y se puso a reír cruelmente, terriblemente. ¡Y bien!
Oh, aquello no era posible. Me lancé con rapidez frente a ella. Audaz,
formidable debía de estar, cuando ella retrocedió como asustada, un paso.
-¡Te amo!
Entonces tornó a reír. Una paloma voló a uno de sus brazos. Ella la
mimó dándole granos de trigo entre las perlas de su boca fresca y sensual.
Me acerqué más. Mi rostro estaba junto al suyo. Los rendidos animales nos
rodeaban. Me turbaba el cerebro una onda invisible y fuerte y de aroma
femenil. Se me antojaba Inés una paloma hermosa y humana, blanca y
sublime: y al propio tiempo llena de fuego, de ardor. ¡Un tesoro de
dichas! No dije más. Le tomé la cabeza y le di un beso en una mejilla, un
beso rápido, quemante de pasión furiosa. Ella, un tanto enojada, salió en
fuga. Las palomas se asustaron y alzaron el vuelo, formando un opaco ruido
de alas sobre los arbustos temblorosos. Yo, abrumado, quedé inmóvil.
Al poco tiempo partía a otra ciudad. La paloma blanca y rubia no había
¡ay! mostrado a mis ojos el soñado paraíso del misterioso deleite.
¡Musa ardiente y sacra para mi alma, el día había de llegar! Elena la
graciosa, la alegre, ella fue el nuevo amor. ¡Bendita sea aquella boca,
que murmuró por primera vez cerca de mí las inefables palabras!
Era allá, en una ciudad que está a la orilla de un lago de mi tierra,
un lago encantador, lleno de islas floridas, con pájaros de colores.
Los dos solos estábamos cogidos de las manos, sentados en el viejo
muelle, debajo del cual el agua glauca y oscura chapoteaba musicalmente.
Había un crepúsculo acariciador, de aquellos que son la delicia de los
enamorados tropicales. En el cielo opalino se veía una diafanidad apacible
que disminuía hasta cambiarse en tonos de violeta oscuro, por la parte del
oriente, y aumentaba convirtiéndose en oro sonrosado en el horizonte
profundo, donde vibraban oblicuos, rojos y desfallecientes los últimos
rayos solares. Arrastrada por el deseo, me miraba la adorada mía y
nuestros ojos se decían cosas ardorosas y extrañas. En el fondo de
nuestras almas cantaban un unísono embriagador como dos invisibles y
divinas filomelas.
Yo extasiado veía a la mujer tierna y ardiente; con su cabellera
castaña que acariciaba con mis manos, su rostro color de canela y rosa, su
boca cleopatrina, su cuerpo gallardo y virginal; y oía su voz queda, muy
queda, que me decía frases cariñosas, tan bajo, como que sólo eran para
mí, temerosa quizás de que se las llevase el viento vespertino. Fija en
mí, me inundaban de felicidad sus ojos de Minerva, ojos verdes, ojos que
deben siempre gustar a los poetas. Luego, erraban nuestras miradas por el
lago, todavía lleno de vaga claridad. Cerca de la orilla, se detuvo un
gran grupo de garzas. Garzas blancas, garzas morenas de esas que cuando el
día calienta, llegan a las riberas a espantar a los cocodrilos, que con
las anchas mandíbulas abiertas beben sol sobre las rocas negras. ¡Bellas
garzas! Algunas ocultaban los largos cuellos en la onda o bajo el ala, y
semejaban manchas de flores vivas y sonrosadas, móviles y apacibles. A
veces una, sobre una pata, se alisaba con el pico las plumas, o permanecía
inmóvil, escultural o hieráticamente, o varias daban un corto vuelo,
formando en el fondo de la ribera llena de verde, o en el cielo,
caprichosos dibujos, como las bandadas de grullas de un parasol chino.
Me imaginaba junto a mi amada, que de aquel país de la altura me
traerían las garzas muchos versos desconocidos y soñadores. Las garzas
blancas las encontraba más puras y más voluptuosas, con la pureza de la
paloma y la voluptuosidad del cisne; garridas con sus cuellos reales,
parecidos a los de las damas inglesas que junto a los pajecillos rizados
se ven en aquel cuadro en que Shakespeare recita en la corte de Londres.
Sus alas, delicadas y albas, hacen pensar en desfallecientes sueños
nupciales; todas - bien dice un poeta - como cinceladas en jaspe.
¡Ah, pero las otras, tenían algo de más encantador para mí! Mi Elena
se me antojaba como semejante a ellas, con su color de canela y de rosa,
gallarda y gentil.
Ya el sol desaparecía, arrastrando toda su púrpura opulenta de rey
oriental. Yo había halagado a la amada tiernamente con mis juramentos y
frases melifluas y cálidas, y juntos seguíamos en un lánguido dúo de
pasión inmensa. Habíamos sido hasta ahí dos amantes soñadores, consagrados
místicamente uno a otro.
De pronto, y como atraídos por una fuerza secreta, en un momento
inexplicable, nos besamos en la boca, todos trémulos, con un beso para mí
sacratísimo y supremo: el primer beso recibido de labios de mujer. ¡Oh,
Salomón, bíblico y real poeta! Tú lo dijiste como nadie: «Mel et lac
sub lingua tua».
Aquel día no soñamos más.
¡Ah, mi adorable, mi bella, mi querida garza morena! Tú tienes en los
recuerdos profundos que en mi alma forman lo más alto y sublime, una luz
inmortal.
¡Porque tú me revelaste el secreto de las delicias divinas, en el
inefable primer instante del amor!
EN CHILE: ALBUM PORTEÑO
@§ EN BUSCA DE CUADROS
|
Sin pinceles, sin paleta, sin papel, sin lápiz, Ricardo, poeta lírico
incorregible, huyendo de las agitaciones y turbulencias, de las máquinas y
de los fardos, del ruido monótono de los tranvías y del chocar de las
herraduras de los caballos con su repiqueteo de caracoles sobre las
piedras; de las carreras de los corredores frente a la Bolsa; del tropel
de los comerciantes; del grito de los vendedores de diarios; del incesante
bullicio e inacabable hervor de este puerto; en busca de impresiones y de
cuadros, subió al cerro Alegre que, gallardo como una gran roca florecida,
luce sus flancos verdes, sus montículos coronados de casas risueñas
escalonadas en la altura, rodeadas de jardines, con ondeantes cortinas de
enredaderas, jaulas de pájaros, jarras de flores, rejas vistosas y niños
rubios de caras angélicas.
Abajo estaban las techumbres del Valparaíso que hace transacciones,
que anda a pie como una ráfaga, que puebla los almacenes e invade los
bancos, que viste por la mañana terno crema o plomizo, a cuadros, con
sombrero de paño, y por la noche bulle en la calle del Cabo con lustroso
sombrero de copa, abrigo al brazo y guantes amarillos, viendo a la luz que
brota de las vidrieras, los lindos rostros de las mujeres que pasan.
Más allá, el mar, acerado, brumoso, los barcos en grupos, el horizonte
azul y lejano. Arriba, entre opacidades, el sol. Donde estaba el soñador
empedernido, casi en lo más alto del cerro, apenas si se sentían los
estremecimientos de abajo. Erraba él a lo largo del Camino de Cintura e
iba pensando en idilios, con toda la augusta desfachatez de un poeta que
fuera millonario.
Había allí aire fresco para sus pulmones, cosas sobre cumbres, como
nidos al viento, donde bien podía darse el gusto de colocar parejas
enamoradas; y tenía, además, el inmenso espacio azul, del cual - él lo
sabía perfectamente - los que hacen los salmos y los himnos pueden
disponer como les venga en antojo.
De pronto escuchó: - ¡Mary! ¡Mary! Y él, que andaba a caza de
impresiones y en busca de cuadros, volvió la vista.
EN CHILE: ALBUM SANTIAGUES
@§ ACUARELA
|
Había cerca un bello jardín, con más rosas que azaleas y más violetas
que rosas. Un bello y pequeño jardín, con jarrones, pero sin estatuas; con
una pila blanca, pero sin surtidores, cerca de una casita como hecha para
un cuento dulce y feliz.
En la pila, un cisne chapuzaba revolviendo el agua, sacudiendo las
alas de un blancor de nieve, enarcando el cuello en la forma del brazo de
una lira o del asa de un ánfora, y moviendo el pico húmedo y con tal
lustre como si fuese labrado en un ágata de color de rosa.
En la puerta de la casa, como extraída de una novela de Dickens,
estaba una de esas viejas inglesas, únicas, solas, clásicas, con la cofia
encintada, los anteojos sobre la nariz, el cuerpo encorvado, las mejillas
arrugadas, mas con color de manzana madura y salud rica. Sobre la saya
obscura, el delantal.
Llamaba:
-¡Mary!
El poeta vió llegar una joven de un rincón del jardín, hermosa,
triunfal, sonriente; y no quiso tener tiempo sino para meditar en que son
adorables los cabellos dorados, cuando flotan sobre las nucas marmóreas, y
en que hay rostros que valen bien por un alba.
Luego, todo era delicioso. Aquellos quince años entre las rosas
-quince años, sí, los estaban pregonando unas pupilas serenas de niña, un
seno apenas erguido, una frescura primaveral, y una falda hasta el tobillo
que dejaba ver el comienzo turbador de una media de color de carne;-
aquellos rosales temblorosos que hacían ondular sus arcos verdes, aquellos
durazneros con sus ramilletes alegres donde se detenían al paso las
mariposas errantes llenas de polvo de oro, y las libélulas de alas
cristalinas e irisadas; aquel cisne en la ancha taza, esponjando el
alabastro de sus plumas, y zambulléndose entre espumajeos y burbujas, con
voluptuosidad, en la transparencia del agua; la casita limpia, pintada,
apacible, de donde emergía como una onda de felicidad; y en la puerta la
anciana, un invierno, en medio de toda aquella vida, cerca de Mary, una
virginidad en flor.
Ricardo, poeta lírico que andaba a caza de cuadros, estaba allí, con
la satisfacción de un goloso que paladea cosas exquisitas.
Y la anciana y la joven:
-¿Qué traes?
-Flores.
Mostraba Mary su falda llena como de iris hechos trizas, que revolvía
con una de sus manos gráciles de ninfa, mientras, sonriendo su linda boca
purpurada, sus ojos abiertos en redondo dejaban ver un color de
lapislázuli y una humedad radiosa.
El poeta siguió adelante.
EN CHILE: ALBUM PORTEÑO
@§ PAISAJE
|
A poco andar se detuvo.
El sol había roto el velo opaco de las nubes y bañaba de claridad
áurea y perlada un recodo de camino. Allí unos cuantos sauces inclinaban
sus cabelleras hasta rozar el césped. En el fondo se divisaban altos
barrancos y en ellos tierra negra, tierra roja, pedruscos brillantes como
vidrios. Bajo los sauces agobiados ramoneaban sacudiendo sus testas
filosóficas - ¡oh, gran maestro Hugo! - unos asnos; y, cerca de ellos, un
buey gordo, con sus grandes ojos melancólicos y pensativos donde ruedan
miradas y ternuras de éxtasis supremos y desconocidos, mascaba despacioso
y con cierta pereza la pastura. Sobre todo, flotaba un vaho cálido, y el
grato olor campestre de las yerbas pisadas. Veíase en lo profundo un trozo
de azul. Un huaso robusto, uno de esos fuertes campesinos, toscos hércules
que detienen un toro, apareció de pronto en lo más alto de los barrancos.
Tenía tras de sí el vasto cielo. Las piernas, todas músculos, las llevaba
desnudas. En uno de sus brazos traía una cuerda gruesa y arrollada. Sobre
su cabeza, como un gorro de nutria, sus cabellos enmarañados, tupidos,
salvajes.
Llegosé al buey en seguida y le echó el lazo a los cuernos. Cerca de
él, un perro con la lengua afuera, acezando, movía el rabo y daba brincos.
-¡Bien!- dijo Ricardo.
Y pasó...
EN CHILE: ALBUM PORTEÑO
@§ AGUAFUERTE
|
¿Pero para dónde diablos iba?
Y se entró en una casa cercana de donde salía un ruido metálico y
acompasado.
En un recinto estrecho, entre paredes llenas de hollín, negras, muy
negras, trabajaban unos hombres en la forja. Uno movía el fuelle que
resoplaba, haciendo crepitar el carbón, lanzando torbellinos de chispas y
llamas como lenguas pálidas, áureas, azulejas, replandecientes. Al brillo
del fuego en que se enrojecían largas barras de hierro, se miraban los
rostros de los obreros con un reflejo trémulo. Tres yunques ensamblados en
toscas armazones resistían el batir de los machos que aplastaban el metal
candente, haciendo saltar una lluvia enrojecida. Los forjadores vestían
camisas de lana de cuellos abiertos, y largos delantales de cuero.
Alcanzábaseles a ver el pescuezo gordo y el principio del pecho velludo; y
salían de las mangas holgadas los brazos gigantescos, donde, como en los
de Amico, parecían los músculos redondas piedras de las que deslavan y
pulen los torrentes. En aquella negrura de caverna, al resplandor de las
llamaradas, tenían tallas de cíclopes. A un lado, una vantanilla dejaba
pasar apenas un haz de rayo de sol. A la entrada de la forja, como en un
marco oscuro, una muchacha blanca comía uvas. Y sobre aquel fondo de
hollín y de carbón, sus hombros delicados y tersos que estaban desnudos,
hacían resaltar su bello color de lis, con un casi imperceptible tono
dorado.
Ricardo pensaba:
-Decididamente, una excursión feliz al pais del arte...
EN CHILE: ALBUM PORTEÑO
@§ LA VIRGEN DE LA PALOMA
|
Anduvo, anduvo.
Volvía ya a su morada. Dirigíase al ascensor cuando oyó una risa
infantil, armónica, y él, poeta incorregible, buscó los labios de donde
brotaba aquella risa.
Bajo un cortinaje de madreselvas, entre plantas olorosas y maceteros
floridos, estaba una mujer pálida, augusta, madre, con un niño tierno y
risueño. Sosteníale en uno de sus brazos, el otro lo tenía en alto, y en
la mano una paloma, una de esas palomas albísimas que arrullan a sus
pichones de alas tornasoladas, inflando el buche como un seno de virgen, y
abriendo el pico de donde brota la dulce música de su caricia.
La madre mostraba al niño la paloma, y el niño, en su afán de cogerla,
abría los ojos, estiraba los bracitos, reía gozoso; y su rostro al sol
tenía como un nimbo; y la madre, con la tierna beatitud de sus miradas,
con su esbeltez solemne y gentil, con la aurora en las pupilas y la
bendición y el beso en los labios, era como una azucena sagrada, como una
María llena de gracia, irridiando la luz de un candor inefable. El niño
Jesús, real como un dios infante, precioso como un querubín paradiasíaco,
queria asir aquella paloma blanca, bajo la cúpula inmensa del cielo azul.
Ricardo descendió, y tomó el camino de su casa.
EN CHILE: ALBUM PORTEÑO
@§ LA CABEZA
|
Por la noche, sonando aún en sus oídos la música del Odeón, y los
parlamentos de Astol; de vuelta de las calles donde escuchara el ruido de
los coches y la triste melopea de los tortilleros, aquel soñador se
encontraba en su mesa de trabajo, donde las cuartillas inmaculadas estaban
esperando las silvas y los sonetos de costumbre, a las mujeres de los ojos
ardientes.
¡Uf!...
¡Qué silvas! ¡Qué sonetos! La cabeza del poeta lírico era una orgía de
colores y de sonidos. Resonaban en las concavidades de aquel cerebro
martilleos de cíclopes, himnos al son de tímpanos sonoros, fanfarrias
bárbaras, risas cristalinas, gorjeos de pájaros, batir de alas y estallar
de besos, todo como en ritmos locos y revueltos. Y los colores agrupados,
estaban como pétalos de capullos distintos, confundidos en una bandeja, o
como la endiablada mezcla de tintas que llena la paleta de un pintor...
Además...
EN CHILE: ALBUM SANTIAGUES
@§ I ACUARELA
|
Primavera. Ya las azucenas floridas y llenas de miel han abierto sus
cálices pálidos bajo el oro del sol. Ya los gorriones tornasolados, esos
amantes acariciadores, adulan a las rosas frescas, esas opulentas y
purpuradas emperatrices; ya el jazmín, flor sencilla, tachona los tupidos
ramajes, como una blanca estrella sobre un cielo verde. Ya las damas
elegantes visten sus trajes claros, dando al olvido las pieles y los
abrigos invernales. Y mientras el sol se pone sonrosando las nieves con
una claridad suave, junto a los árboles de la Alameda, que lucen sus
cumbres resplandecientes en un polvo de luz, su esbeltez solemne y sus
hojas nuevas, bulle un enjambre humano, a ruido de música, de cuchicheos
vagos y de palabras fugaces.
He aquí el cuadro. En primer término está la negrura de los coches que
esplende y quiebra los últimos reflejos solares; los caballos orgullosos
con el brillo de sus arneses, y con sus cuellos estirados e inmóviles de
brutos heráldicos; los cocheros taciturnos, en su quietud de indiferentes
luciendo sobre las largas libreas los botones metálicos flamantes; y en el
fondo de los carruajes, reclinadas como odaliscas, erguidas como reinas,
las mujeres rubias de los ojos soñadores, las que tienen cabelleras negras
y rostros pálidos, las rosadas adolescentes que ríen con alegría de pájaro
primaveral, bellezas lánguidas, hermosuras audaces, castos lirios albos y
tentaciones ardientes.
En esa portezuela está un rostro apareciendo de modo que semeja el de
un querubín; por aquélla ha salido una mano enguantada que se dijera de
niño, y es de morena tal que llama los corazones; más allá se alcanza a
ver un pie de Cenicienta con zapatito obscuro y media lila, y acullá,
gentil con sus gestos de diosa, bella con su color de marfil amapolado, su
cuello real y la corona de su cabellera, está la Venus de Milo, no manca
sino con dos brazos, gruesos como los muslos de un querubín de Murillo,
vestida a la última moda de París, con ricas telas de Prá.
Más allá, está el oleaja de los que van y vienen; parejas de
enamorados, hermanos y hermanas, grupos de caballeritos irreprochables;
todo en la confusión de los rostros, de las miradas, de los colorines, de
los vestidos, de las capotas; resaltando a veces en el fondo negro y
aceitoso de los elegantes sombreros de copa, una cara blanca de mujer, un
sombrero de paja adornado de colibríes de cintas o de plumas, o el inflado
globo rojo, de goma, que pendiente de un hilo lleva un niño risueño, de
medias azules, zapatos charolados y holgado cuello a la marinera.
En el fondo, los palacios elevan al azul la soberbia de sus fachadas,
en las que los álamos erguidos rayan columnas hojosas entre el abejeo
trémulo y desfalleciente de la tarde fugitiva.
EN CHILE: ALBUM SANTIAGUES
@§ UN RETRATO DE WATTEAU
|
Estáis en los misterios de un tocador. Estáis viendo ese brazo de
ninfa, esas manos diminutas que empolvan el haz de rizos rubios de la
cabellera espléndida. La araña de luces opacas derrama la languidez de su
girándula por todo el recinto. Y he aquí que al volverse ese rostro,
soñamos en los buenos tiempos pasados. Una marquesa, contemporánea de
madame de Maintenón, solitaria en su gabinete, da las últimas manos a su
tocado.
Todo está correcto; los cabellos que tienen todo el Oriente en sus
hebras, empolvados y crespos; el cuello del corpiño, ancho y en forma de
corazón, hasta dejar ver el principio del seno firme y pulido; las mangas
abiertas que muestran blancuras incitantes; el talle ceñido, que se
balancea, y el rico faldellín de largos vuelos, y el pie pequeño en el
zapato de tacones rojos.
Mirad las pupilas azules y húmedas, la boca de dibujo maravilloso, con
una sonrisa enigmática de esfinge, quizá en recuerdo del amor galante, del
madrigal recitando junto al tapiz de figuras pastoriles o mitológicas, o
del beso a furtivas, tras la estatua de algún silvano, en la penumbra.
Vese la dama de pies a cabeza, entre dos grandes espejos; calcula el
efecto de la mirada, del andar, de la sonrisa, del vello casi impalpable
que agitará el viento de la danza en su nuca fragante y sonrosada. Y
piensa, y suspira; y flota aquel suspiro en ese aire impregnado de aroma
femenino que hay en un tocador de mujer.
Entretanto, la contempla con sus ojos de mármol una Diana que se alza
irresistible y desnuda sobre su plinto; y le ríe con audacia un sátiro de
bronce que sostiene entre los pámpanos de su cabeza un candelabro; y en el
asa de un jarrón de Rouen lleno de agua perfumada, le tiende los brazos y
los pechos una sirena con la cola corva y brillante de escamas argentinas,
mientras en el plafón, en forma de óvalo, va por el fondo inmenso y
azulado sobre el lomo de un toro robusto y divino, la bella Europa, entre
delfines áureos y tritones corpulentos que sobre el vasto ruido de las
ondas, hacen vibrar el ronco estrépito de sus resonantes caracoles.
La hermosa está satisfecha; ya pone perlas en la garganta y calza las
manos en seda; ya, rápida se dirige a la puerta donde el carruaje espera y
el tronco piafa. Y hela ahí, vanidosa y gentíl, a esa aristocrática
santiaguesa que se dirige a un baile de fantasía de manera que el gran
Watteau le dedicaría sus pinceles.
EN CHILE: ALBUM SANTIAGUES
@§ III NATURALEZA MUERTA
|
He visto ayer por una ventana un tiesto lleno de lilas y de rosas
pálidas, sobre un trípode. Por fondo tenía uno de esos cortinajes
amarillos y opulentos, que hacen pensar en los mantos de los príncipes
orientales. Las lilas recién cortadas resaltaban con su lindo color
apacible, junto a los pétalos esponjados de las rosas té.
Junto al tiesto, en una copa de laca ornada con ibis de oro
incrustado, incitaban a la gula manzanas frescas, medio coloradas, con la
pelusilla de la fruta nueva y la sabrosa carne hinchada que toca el deseo;
peras doradas y apetitosas, que daban indicios de ser todas jugo, y como
esperando el cuchillo de plata que debía rebanar la pulpa almibarada; y un
ramillete de uvas negras, hasta con el polvillo ceniciento de los racimos
acabados de arrancar de la viña.
Acerquéme, vilo de cerca todo. Las lilas y las rosas eran de cera, las
manzanas y las peras de mármol pintado, y las uvas de cristal.
¡Naturaleza muerta!
EN CHILE: ALBUM SANTIAGUES
@§ AL CARBON
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Vibraba el órgano con sus voces trémulas, vibraba acompañando la
antífona, llenando la nave con su armonía gloriosa. Los cirios ardían
goteando sus lágrimas de cera entre la nube de incienso que inundaba los
ámbitos del templo con su aroma sagrado; y allá en el altar el sacerdote,
todo resplandeciente de oro, alzaba la custodia cubierta de pedrería,
bendiciendo a la muchedumbre, arrodillada.
De pronto, volví la vista cerca de mí, al lado de un ángulo de sombra.
Había una mujer que oraba. Vestida de negro, envuelta en un manto, su
rostro se destacaba severo, sublime, teniendo por fondo la vaga oscuridad
de un confesionario. Era una bella faz de ángel, con la plegaria en los
ojos y en los labios. Había en su frente una palidez de flor de lis, y en
la negrura de su manto resaltaban juntas, pequeñas, las manos blancas y
adorables. Las luces se iban extinguiendo, y a cada momento aumentaba lo
obscuro del fondo, y entonces como por un ofuscamiento, me parecía ver
aquella faz iluminarse con una luz blanca y misteriosa, como la que debe
de hacer en la región de los coros prosternados y de los querubines
ardientes; luz, alba, polvo de nieve, claridad celeste, onda santa que
baña los ramos de lirio de los bienaventurados.
Y aquel pálido rostro de virgen, envuelta ella en el manto y en la
noche, en aquel rincón de sombra, habría sido un tema admirable para un
estudio al carbón.
EN CHILE: ALBUM SANTIAGUES
@§ PAISAJE
|
Hay allá, en las orillas de la laguna de la Quinta, un sauce
melancólico que moja de continuo su cabellera verde, en el agua que
refleja el cielo y los ramajes, como si tuviese en su fondo un país
encantado.
Al viejo sauce llegan en parejas los pájaros y los amantes. Allí es
donde escuché una tarde, cuando del sol quedaba apenas en el cielo un
tinte violeta que se esfumaba por ondas y sobre el gran Andes nevado, un
decreciente color de rosa, que era como una tímida caricia de la luz
enamorada, un rumor de besos cerca del tronco agobiado y un aleteo en la
cumbre.
Estaban los dos, la amada y el amado, en un banco rústico, bajo el
todo del sauce. Al frente se extendía la laguna tranquila, con su puente
enarcado y los árboles temblorosos de la ribera; y más allá se alzaba
entre el verdor de las hojas la fachada del palacio de la Exposición, con
sus cóndores de bronce en actitud de valor.
La dama era hermosa, él un gentil muchacho, que le acariciaba con los
dedos y los labios los cabellos rubios y las manos gráciles de ninfa.
Y sobre las dos almas ardientes y sobre los dos cuerpos juntos,
cuchicheaban en lengua rítmica y alada las dos aves. Y arriba el cielo con
su inmensidad y con su fiesta de nubes, plumas de oro, alas de fuego,
vellones de púrpura, fondos azules, flordelisados de ópalo, derramaba la
magnificencia de su pompa, la soberbia de su grandeza augusta.
Bajo las aguas se agitaban, como en un remolino de sangre viva, los
peces veloces de aletas doradas.
Al resplandor crepuscular, todo el paisaje se veía como envuelto en
una polvareda de sol tamizado, y eran el alma del cuadro aquellos dos
amantes, él moreno, gallardo, vigoroso, con una barba fina y sedosa, de
esas que gustan tocar las mujeres; ella rubia - ¡un verso de Goethe! -
vestida con un traje gris lustroso, y en el pecho una rosa fresca, como su
boca roja que pedía el beso.
EN CHILE: ALBUM SANTIAGUES
@§ EL IDEAL
|
Y luego, una torre de marfil, una flor mística, una estrella a quien
enamorar...Pasó, la vi como quien viera un alba, huyente, rápida,
implacable.
Era una estatua antigua como un alma que se asomaba a los ojos, ojos
angelicales, todos ternura, todos cielo azul, todos enigma.
Sintió que la besaba con mis miradas y me castigó con la majestad de
su belleza, y me vio como una reina y como una paloma. Pero pasó
arrebatadora, triunfante, como una visión que deslumbra. Y yo, el pobre
pintor de la Naturaleza y de Psyquis, hacedor de ritmos y de castillos
aéreos, vi el vestido luminoso de la hada, la estrella de su diadema y
pensé en la promesa ansiada del amor hermoso. Mas de aquel rayo supremo y
fatal sólo quedó en el fondo de mi cerebro un rostro de mujer, un sueño
azul.
@§ PRIMAVERAL
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Mes de rosas. Van mis rimas En ronda,
a la vasta selva, A recoger miel y aromas En las flores
entreabiertas. Amada, ven. El gran bosque Es nuestro templo, allí
ondea Y flota un santo perfume De amor. El pájaro vuela De un
árbol a otro y saluda Tu frente rosada y bella Como a un alba; y
las encinas Robustas, altas, soberbias, Cuando tú pasas agitan
Sus hojas verdes y trémulas, Y enarcan sus ramas como Para que
pase una reina. ¡Oh, amada mía! Es el dulce Tiempo de la
primavera.
Mira en tus ojos, los míos, Da al
viento la cabellera, Y que bañe el sol ese oro De luz salvaje y
espléndida. Dame que aprieten mis manos Las tuyas de rosa y seda,
Y ríe, y muestren tus labios Su púrpura húmeda y fresca. Yo
voy a decirte rimas, Tú vas a escuchar risueña; Si acaso algún
ruiseñor Viniese a posarse cerca, Y a contar alguna historia
De ninfas, rosas o estrellas, Tú no oirás notas ni trinos,
Sino, enamorada y regia, Escucharás mis canciones Fija en mis
labios que tiemblan. ¡Oh, amada mía! Es el dulce Tiempo de la
primavera.
Allá hay una clara fuente Que brota de
una caverna, Donde se bañan desnudas Las blancas ninfas que
juegan. Ríen al son de la espuma, Hienden la linfa serena,
Entre polvo cristalino Esponjan sus cabelleras, Y saben himnos
de amores En hermosa lengua griega, Que en glorioso tiempo antiguo
Pan inventó en las florestas. Amada, pondré en mis rimas La
palabra más soberbia De las frases, de los versos, De los himnos
de esa lengua; Y te diré esa palabra Empapada en miel hiblea...
¡Oh, amada mía! en el dulce Tiempo de la primavera.
Van en sus grupos vibrantes Revolando
las abejas Como un áureo torbellino Que la blanca luz alegra;
Y sobre el agua sonora Pasan radiantes, ligeras, Con sus alas
cristalinas Las irisadas libélulas. Oye: canta la cigarra
Porque ama al sol, que en la selva Su polvo de oro tamiza
Entre las hojas espesas. Su aliento nos da en un soplo Fecundo
la madre tierra, Con el alma de los cálices Y el aroma de las
yerbas.
¿Ves aquel nido? Hay un ave. Son dos:
el macho y la hembra. Ella tiene el buche blanco, Él tiene las
plumas negras. En la garganta el gorjeo, Las alas blandas y
trémulas; Y los picos que se chocan Como labios que se besan.
El nido es cántico. El ave Incuba el trino, ¡oh, poetas! De la
lira universal, El ave pulsa una cuerda. Bendito el calor sagrado
Que hizo reventar las yemas, ¡Oh, amada mía, en el dulce
Tiempo de la primavera!
Mi dulce musa Delicia Me trajo una
ánfora griega Cincelada en alabastro, De vino de Naxos llena;
Y una hermosa copa de oro, La base henchida de perlas, Para
que bebiese el vino Que es propicio a los poetas. En la ánfora
está Diana, Real, orgullosa y esbelta, Con su desnudez divina
Y en su actitud cinegética. Y en la copa luminosa Está Venus
Citerea Tendida cerca de Adonis Que sus caricias desdeña. No
quiero el vino de Naxos Ni el ánfora de esas bellas, Ni la copa
donde Cipria Al gallardo Adonis ruega. Quiero beber el amor
Sólo en tu boca bermeja. ¡Oh, amada mía!, en el dulce Tiempo
de la primavera!
@§ ESTIVAL
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La tigre de Bengala, Con su lustrosa
piel manchada a trechos, Está alegre y gentil, está de gala. Salta
de los repechos De un ribazo, al tupido Carrizal de un bambú;
luego, a la roca Que se yergue a la entrada de su gruta. Allí
lanza un rugido, Se agita como loca Y eriza de placer su piel
hirsuta.
La fiera virgen ama. Es el mes del
ardor. Parece el suelo Rescoldo; y en el cielo El sol, inmensa
llama. Por el ramaje obscuro Salta huyendo el canguro. El boa
se infla, duerme, se calienta A la tórrida lumbre; El pájaro se
sienta A reposar sobre la verde cumbre.
Siéntense vahos de horno; Y la selva
africana En alas del bochorno, Lanza, bajo el sereno Cielo, un
soplo de sí. La tigre ufana Respira a pulmón lleno, Y al verse
hermosa, altiva, soberana, Le late el corazón, se le hincha el seno.
Comtempla su gran zarpa, en ella la uña
De marfil; luego toca El filo de una roca, Y prueba y lo
rasguña. Mírase luego el flanco Que azota con el rabo puntiagudo
De color negro y blanco, Y móvil y felpudo; Luego el vientre.
En seguida exige vasallaje, Después husmea, busca, va. La fiera
Abre las anchas fauces, altanera Como reina que Exhala algo a
manera De un suspiro salvaje. Un rugido callado Escuchó. Con
presteza Volvió la vista de uno y otro lado. Y chispeó su ojo
verde y dilatado, Cuando miró de un tigre la cabeza Surgir sobre
la cima de un collado. El tigre se acercaba.
Era muy bello.
Gigantesca la talla, el pelo fino,
Apretado el ijar, robusto el cuello, Era un Don Juan felino En
el bosque. Anda a trancos Callados; ve a la tigre inquieta, sola,
Y le muestra los blancos Dientes, y luego arbola Con donaire
la cola. Al caminar se vía Su cuerpo ondear, con garbo y bizarría.
Se miraban los músculos hinchados Debajo de la piel. Y se diría
Ser aquella alimaña Un rudo gladiador de la montaña. Los pelos
erizados Del labio relamía. Cuando andaba Con su peso chafaba
La yerba verde y muelle; Y el ruido de su aliento semejaba El
resollar de un fuelle. Él es, él es el rey. Creto de oro No, sino
la ancha garra Que se hinca recia en el testuz del toro Y las
carnes desgarra. La negra águila enorme, de pupilas De fuego y
corvo pico relumbrante, Tiene a Aquilón; las hondas y tranquilas
Aguas el gran caimán; el elefante La cañada y la estepa; La
víbora los juncos por do trepa; Y su caliente nido Del árbol
suspendido, El ave dulce y tierna Que ama la primer luz.
El, la caverna.
No envidia al león la crin, ni al potro
rudo El casco, ni al membrudo Hipopótamo el lomo corpulento
Quien bajo los ramajes del copudo Baobab, ruge el viento.
Así va el orgulloso, llega, halaga; Corresponde la tigre que le
espera, Y con caricias las caricias paga En su salvaje ardor, la
carnicera.
Después el misterioso Tacto, las impulsivas Fuerzas, que
arrastran con poder pasmoso; Y, ¡oh, gran Pan! el idilio monstruoso
Bajo las vastas selvas primitivas. No el de las musas de las
blandas horas, Suaves, expresivas, En las rientes auroras Y
las azules noches pensativas; Sino el que todo enciende, anima,
exalta, Polen, savia, calor, nervio, corteza, Y en torrente de
vida brota y salta Del seno de la gran naturaleza.
El príncipe de Gales, va de caza Por bosques y por cerros,
Con su gran servidumbre y con sus perros De la más fina raza.
Acallando el trople de los vasallos, Deteniendo traíllas y
caballos, Con la mirada inquieta, Contempla a los dos tigres, de
la gruta A la entrada. Requiere la escopeta, Y avanza, y no se
inmuta.
Las fieras se acarician. No han oído Tropel de cazadores. A
esos terribles seres, Embriagados de amores, Con cadenas de flores
Se les hubiera uncido A la nevada concha de Citeres O al carro
de Cupido.
El príncipe atrevido, Adelanta, se acerca, ya se para; Ya
apunta y cierra un ojo; ya dispara; Ya del arma el estruendo Por
el espeso bosque ha resonado. El tigre sale huyendo, Y la hembra
queda, el vientre desgarrado.
¡Oh, va a morir!... Pero antes, débil, yerta, Chorreando sangre
por la herida abierta, Con ojos doloridos, Miró a aquel cazador;
lanzó un gemido, Como un ¡ay! de mujer ... y cayó muerta.
Aquel macho que huyó, bravo y zahareño A los rayos ardientes
Del sol, en su cubil después dormía. Entonces tuvo un sueño:
Que enterraba las garras y los dientes En vientres sonrosados
Y pechos de mujer; y que engullía Por postres delicados De
comidas y cenas, Como tigre goloso entre golosos, Unas cuantas
docenas De niños tiernos, rubios y sabrosos.
@§ AUTUMNAL
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En las pálidas tardes Yerran nubes
tranquilas En el azul; en las ardientes manos Se posan las cabezas
pensativas. ¡Ah, los suspiros! ¡Ah, los dulces sueños! ¡Ah, las
tristezas íntimas! ¡Ah, el polvo de oro que en el aire flota, Tras
cuyas ondas trémulas se miran Los ojos tiernos y húmedos, Las
bocas inundadas de sonrisas, Las crespas cabelleras Y los dedos de
rosa que acarician!
En las pálidas tardes Me cuenta un hada amiga Las historias
secretas Llenas de poesía: Lo que cantan los pájaros, Lo que
llevan las brisas, Lo que vaga en las tinieblas, Lo que sueñan las
niñas.
Una vez sentí el ansia De una sed infinita. Dije al hada
amorosa: - Quiero en el alma mía, Tener la inspiración honda,
profunda, Inmensa; luz, calor, aroma, vida. Ella me dijo: - ¡Ven!,
con el acento Con que hablaría un arpa. En él había Un divino
idioma de esperanza. ¡Oh sed del ideal! Sobre la cima De un
monte, a media noche, Me mostró las estrellas encendidas. Era un
jardín de oro Con pétalos de llamas que titilan. Exclamé: -
¡Más!....
La aurora
Vino después. La aurora sonreía, Con
la luz en la frente, Como la joven tímida Que abre la reja y la
sorprenden luego Ciertas curiosas, mágicas pupilas. Y dije:
-¡Más!... Sonriendo La celeste hada amiga Prorrumpió: - ¡Y
bien!... ¡Las flores!
Y las flores
Estaban frescas, lindas, Empapadas de
olor: la rosa virgen, La blanca margarita, La azucena gentil y las
volúbiles Que cuelgan de la rama estremecida. Y dije:
-¡Más!...
El viento
Arrastraba rumores, ecos, risas,
Murmullos misteriosos, aleteos, Música nunca oídas. El hada
entonces me llevó hasta el velo Que nos cubre las ansias infinitas,
La inspiración profunda Y el alma de las liras. Y la rasgó. ¡Y
allí todo era aurora! En el fondo se veía Un bello rostro de
mujer.
! Oh, nunca,
Piérides, diréis las sacras dichas Que
en el alma sintiera! Con su vaga sonrisa: -¿Más?... dijo el hada.
Y yo tenía entonces Clavadas las pupilas En el azul; y en mis
ardientes manos Se posó mi cabeza pensativa...
@§ INVERNAL
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Noche. Este viento vagabundo lleva Las
alas entumidas Y heladas. El gran Andes Yergue al inmenso azul su
blanca cima. La nieve cae en copos, Sus rosas transparentes
cristaliza, En la ciudad, los delicados hombros Y gargantas se
abrigan; Ruedan y van los coches, Suenan alegres pianos, el gas
brilla; Y, si no hay un fogón que le caliente, El que es pobre
tirita.
Yo estoy con mis radiantes ilusiones Y mis nostalgias íntimas,
Junto a la chimenea Bien harta de tizones que crepitan. Y me
pongo a pensar:
!Oh, si estuviese
Ella, la de mis ansias infinitas, La
de mis sueños locos, Y mis azules noches pensativas! ¡Cómo!
Mirad:
De la apacible estancia
En la extensión tranquila, Vertería la
lámpara reflejos De luces opalinas. Dentro, el amor que abrasa;
Fuera, la noche fría, El golpe de la lluvia en los cristales,
Y el vendedor que grita Su monótona y triste melopea A las
glaciales brisas; Dentro, la ronda de mis mil delirios Las
canciones de notas cristalinas, Unas manos que toquen mis cabellos,
Un aliento que roce mis mejillas, Un perfume de amor, mil
conmociones, Mil ardientes caricias, Ella y yo: los dos juntos,
los dos solos; La amada y el amado, ¡oh Poesía!, Los besos de sus
labios, La música triunfante de mis rimas, Y en la negra y cercana
chimenea El tuero brillador que estalla en chispas.
¡Oh, bien haya el brasero Lleno de pedrería! Topacios y
carbunclos, Rubíes y amatistas En la ancha copa etrusca
Repleta de ceniza. Los lechos abrigados, Las almohadas
mullidas, Las pieles de Astrakán, los besos cálidos Que dan las
bocas húmedas y tibias. ¡Oh, viejo invierno, salve! Puesto que
traes con las nieves frígidas El amor embriagante Y el vino del
placer en tu mochila.
Sí, estaría a mi lado, Dándome sus sonrisas, Ella, la que
hace falta a mis estrofas, Esa que mi cerebro se imagina; La que,
si estoy en sueños, Se acerca y me visita; Ella que, hermosa,
tiene Una carne ideal, grandes pupilas, Algo del mármol, blanca
luz de estrella; Nerviosa, sensitiva, Muestra el cuello gentil y
delicado De las Hebes antiguas; Bellos gestos de diosa, Tersos
brazos de ninfa, Lustrosa cabellera En la nuca crespada y
recogida, Y ojeras que denuncian Ansias profundas y pasiones
vivas. ¡Ah, por verla encarnada, Por gozar sus caricias, Por
sentir en mis labios Los besos de su amor, diera la vida!
Entretanto, hace frío. Yo contemplo las llamas que se agitan,
Cantando alegres con sus lenguas de oro, Móviles, caprichosas e
intranquilas, En la negra y cercana chimenea Do el tuero brillador
estalla en chispas.
Luego pienso en el coro De las alegres liras, En la copa
labrada el vino negro, La copa hirviente cuyos bordes brillan Con
iris temblorosos y cambiantes Como un collar de prismas; El vino
negro que la sangre enciende Y pone el corazón con alegría, Y hace
escribir a los poetas locos Sonetos áureos y flamantes silvas. El
Invierno es beodo. Cuando soplan sus brisas, Brotan las viejas
cubas La sangre de las viñas. Sí, yo pintara su cabeza cana
Con corona de pámpanos guarnida. El Invierno es galeoto,
Porque en las noches frías Paolo besa a Francesca En la boca
encendida, Mientras su sangre como fuego corre Y el corazón
ardiendo le palpita. ¡Oh, crudo Invierno, salve! Puesto que traes
con las nieves frígidas El amor embriagante Y el vino del placer
en tu mochila.
Ardor adolescente, Miradas y caricias: ¡Cómo estaría
trémula en mis brazos La dulce amada mía, Dándome con sus ojos luz
sagrada, Con su aroma de flor, savia divina! En la alcoba la
lámpara Derramando sus luces opalinas; Oyéndose tan sólo
Suspiros, ecos, risas; El ruido de los besos, La música
triunfante de mis rimas Y en la negra y cercana chimenea El tuero
brillador que estalla en chispas. Dentro, el amor que abrasa;
Fuera, la noche fría.
@§ PENSAMIENTO DE OTOÑO
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Huye el año a su término Como arroyo
que pasa, Llevando del poniente Luz fugitiva y pálida. Y así
como el del pájaro Que triste tiende el ala, El vuelo del recuerdo
Que al espacio se lanza Languidece en lo inmenso Del azul por
do vaga. Huye el año a su término Como arroyo que pasa.
Un algo de alma aún yerra Por los cálices muertos De las tardes
volúbiles Y los rosales trémulos. Y, de luces lejanas Al hondo
firmamento, En alas del perfume Aún se remonta un sueño. Un
algo de alma aún yerra Por los cálices muertos.
Canción de despedida Fingen las fuentes túrbidas. Si te
place, amor mío, Volvamos a la ruta Que allá en la primavera
Ambos, las manos juntas, Seguimos, embriagados De amor y de
ternura, Por los gratos senderos Do sus ramas columpian
Olientes avenidas Que las flores perfuman. Canción de
despedida Fingen las fuentes turbias.
Un cántico de amores Brota mi pecho ardiente Que eterno
abril fecundo De juventud florece. ¡Qué mueran, en buen hora,
Los bellos días! Llegue Otra vez el invierno; Renazca áspero y
fuerte. Del viento entre el quejido, Cual mágico himno alegre,
Un cántico de amores Brota mi pecho ardiente.
Un cántico de amores A tu sacra beldad, ¡Mujer, eterno
estío, Primavera inmortal! Hermana del ígneo astro Que por la
inmensidad En toda estación vierte Fecundo, sin cesar, De su
luz esplendente El dorado raudal. Un cántico de amores A tu
sacra beldad, ¡Mujer, eterno estío Primavera inmortal!
@§ ANAGKE
|
Y dijo la paloma: Yo soy feliz. Bajo
el inmenso cielo, En el árbol en flor, junto a la poma Llena de
miel, junto al retoño suave Y húmedo por las gotas de rocío, Tengo
mi hogar. Y vuelo Con mis anhelos de ave, Del amado árbol mío
Hasta el bosque lejano, Cuando, al himno jocundo Del despertar
de Oriente, Sale el alba desnuda y muestra al mundo El pudor de la
luz sobre su frente. Mi ala es blanca y sedosa; La luz la dora y
baña Y céfiro la peina. Son mis pies como pétalos de rosa. Yo
soy la dulca reina Que arrulla a su palomo en la montaña. En el
fondo del bosque pintoresco Está el alerce en que formé mi nido; Y
tengo allí, bajo el follaje fresco Un polluelo sin par, recién nacido.
Soy la promesa alada, El juramento vivo; Soy quien lleva el
recuerdo de la amada Para el enamorado pensativo; Yo soy la
mensajera De los tristes y ardientes soñadores, Que va a
revolotear diciendo amores Junto a una perfumada cabellera. Soy el
lirio del viento. Bajo el azul del hondo firmamento Muestro de mi
tesoro bello y rico Las preseas y galas; El arrullo en el pico,
La caricia en las alas. Yo despierto a los pájaros parleros Y
entonan sus melódicos cantares; Me poso en los floridos limoneros
Y derramo una lluvia de azahares. Yo soy toda inocente, toda pura.
Yo me esponjo en las ansias del deseo, Y me estremezco en la
íntima ternura De un roce, de un rumor, de un aleteo.
¡Oh inmenso azul! Yo te amo. Porque a Flora Das la lluvia y el
sol siempre encendido; Porque siendo el palacio de la aurora,
También eres el techo de mi nido. ¡Oh inmenso azul! Yo adoro
Tus celajes risueños, Y esa niebla sutil de polvo de oro Donde
van los perfumes y los sueños.
Amo los velos, tenues, vagarosos, De las flotantes brumas,
Donde tiendo a los aires cariñosos El sedeño abanico de mis
plumas. ¡Soy feliz! Porque es mía la floresta Donde el misterio de
los nidos se halla; Porque el alba es mi fiesta Y el amor mi
ejercicio y mi batalla. Feliz, porque de dulces ansias llena
Calentar mis polluelos es mi orgullo; Porque en las selvas
vírgenes resuena La música celeste de mi arrullo; Porque no hay
una rosa que no me ame, Ni pájaro gentil que no me escuche, Ni
garrido cantor que no me llame. ¿Sí? dijo entonces un gavilán infame,
Y con furor se la metió en el buche. Entonces el buen Dios, allá
en su trono ( Mientras Satán, para distraer su encono Aplaudía a
aquel pájaro zahareño ) Se puso a meditar.
Arrugó el ceño,
Y pensó, al recordar sus vastos planes,
Y recorrer sus puntos y sus comas, Que cuando creó palomas No
debía haber creado gavilanes.
1. Anagke fue publicado por primera vez en La Epoca de
Santiago de Chile el 11 de Febrero de 1887.
2. En la primera edición de
@§ EL SÁTIRO SORDO Cuento griego
|
Habitaba cerca del Olimpo un sátiro, y era el viejo rey de su selva.
Los dioses le habían dicho: Goza, el bosque es tuyo; sé un feliz bribón,
persigue ninfas y suena tu flauta. El sátiro se divertía.
Un día que el padre Apolo estaba tañendo la divina lira, el sátiro
salió de sus dominios y fue osado a subir el sacro monte y sorprender al
dios crinado. Éste le castigó, tornándole sordo como una roca. En balde de
las espesuras de la selva llena de pájaros, se derramaban los trinos y
emergían los arrullos. El sátiro no oía nada. Filomela llegaba a cantarle,
sobre su cabeza enmarañada y coronada de pámpanos, canciones que hacían
detenerse los arroyos y enrojecerse las rosas pálidas. Él permanecía
impasible, o lanzaba sus carcajadas salvajes, y saltaba lascivo y alegre
cuando percibía por el ramaje lleno de brechas alguna cadera blanca y
rotunda que acariciaba el sol con su luz rubia. Todos los animales le
rodeaban como a un amo a quien se obedece.
A su vista, para distraerle, danzaban coros de bacantes encendidas en
su fiebre loca, y acompañaban la armonía, cerca de él, faunos
adolescentes, como hermosos efebos, que le acariciaban reverentemente con
su sonrisa; y aunque no escuchaba ninguna voz, ni el ruido de los
crótolos, gozaba de distintas maneras. Así pasaba la vida este rey
barbudo, que tenía patas de cabra.
Era sátiro caprichoso.
Tenía dos consejeros áulicos: una alondra y un asno. La primera perdió
su prestigio cuando el sátiro se volvió sordo. Antes, si cansado de su
lascivia soplaba su flauta dulcemente, la alondra le acompañaba. Después
en su gran bosque, donde no oía ni la voz del olímpico trueno, el paciente
animal, de las largas orejas, le servía para cabalgar, en tanto que la
alomdra, en los apogeos del alba, se le iba de las manos, cantando camino
de los cielos.
La selva era enorme. De ella tocaba a la alondra la cumbre; al asno,
el pasto. La alondra era saludada por los primeros rayos de la aurora;
bebía rocío en los retoños, despertaba al roble diciéndole: «Viejo roble,
despiértate». Se deleitaba con un beso del Sol: era amada por el lucero de
la mañana. Y el hondo azul, tan grande, sabía que ella, tan chica, existía
bajo su inmensidad. El asno (aunque entonces no había conversado con Kant)
era experto en filosofía, según el decir común. El sátiro, que le veía
ramonear en la pastura, moviendo las orejas con aire grave, tenía alta
idea de tal pensador. En aquellos días el asno no tenía como hoy tan larga
fama. Moviendo sus mandíbulas, no se habría imaginado que escribiesen en
su loa Daniel Heinsins, en latín; Passerat, Buffon y el gran Hugo, en
francés; Posada y Valderrama, en español.
Él, pacienzudo, si le picaban las moscas, las espantaba con el rabo,
daba coces de cuando en cuando y lanzaba bajo la bóveda del bosque el
acorde estraño de su garganta. Y era mimado allí. Al dormir su siesta
sobre la tierra negra y amable, le daban su olor las hierbas y las flores.
Y los grandes árboles inclinaban sus follajes para hacerle sombra.
Por aquellos días, Orfeo, poeta, espantado de la miseria de los
hombres, pensó huir a los bosques, donde los troncos y las piedras le
comprenderían y escucharían con éxtasis, y donde él podría temblar de
armonía y fuego de amor y de vida al sonar de su instrumento.
Cuando Orfeo tañía su lira había sonrisa en el rostro apolíneo.
Deméter sentía gozo. Las palmeras derramaban su polen, las semillas
reventaban, los leones movían blandamente su crin. Una vez voló un clavel
de su tallo hecho mariposa roja, y una estrella descendió fascinada y se
tornó flor de lis.
¿Qué selva mejor que la del sátiro, a quien él encantaría, donde sería
tenido como un semidiós; selva toda alegría y danza, belleza y lujuria;
donde ninfas y bacantes eran siempre acariciadas y siempre vírgenes; donde
había uvas y rosas y ruido de sistros, y donde el rey caprípedo bailaba
delante de sus faunos beodos y haciendo gestos como Sileno?
Fué con su corona de laurel, su lira, su frente de poeta, orgulloso,
erguido y radiante.
Llegó hasta donde estaba el sátiro velludo y montaraz, y para pedirle
hospitalidad, cantó. Cantó del gran Jove, de Eros y de Afrodita, de los
centauros gallardos y de las bacantes ardientes: cantó la copa de
Dionisio, y el tirso que hiere el aire alegre, y a Pan Emperador de las
montañas, Soberano de bosques, dios-sátiro que también sabía cantar. Cantó
de las intimidades del aire y de la tierra, gran madre. Así explicó la
melodía de un arpa eólica, el susurro de una arboleda, el ruido ronco de
un caracol y las notas armónicas que brotan de una siringa. Cantó del
verso que baja del cielo y place a los dioses, del que acompaña el
bárbitos en la oda y el tiempo en el peán. Cantó los senos de nieve tibia
y las copas del oro larado, y el buche del pájaro y la gloria del sol.
Y desde el principio del cántico brilló la luz con más fulgores. Los
enormes troncos se conmovieron, y hubo rosas que se deshojaron y lirios
que se inclinaron lánguidamente como en un dulce desmayo. Porque Orfeo
hacía gemir los leones y llorar los guijarros con la música de su lira
rítmica. Las bacantes más furiosas habían callado y le oían como en un
sueño. Una náyade virgen a quien nunca ni una sola mirada del sátiro había
profanado, se acercó tímida al cantor y le dijo: «Yo te amo». Filomela
había volado a posarse en la lira como la paloma anacreóntica. No hubo más
eco que la voz de Orfeo. Naturaleza sentía el himno. Venus, que pasaba por
las cercanías, preguntó de lejos con su divina voz: «¿Está aquí, acaso,
Apolo?»
Y en toda aquella inmensidad de maravillosa armonía, el único que no
oía nada era el sátiro sordo.
Cuando el poeta concluyó, dijo a éste: -¿Os place mi canto? Si es así,
me quedaré con vos en la selva.
El sátiro dirigió una mirada a sus dos consejeros. Era preciso que
ellos resolviesen lo que no podía comprender él. Aquella mirada pedía una
opinión.
-Señor- dijo la alondra, esforzándose en producir la voz más fuerte de
su buche -,quédese quien así ha cantado con nosotros. He aquí que su lira
es bella y potente. Te ha ofrecido la grandeza y la luz rara que hoy has
visto en tu selva. Te ha dado su armonía. Señor, yo sé de estas cosas.
Cuando viene el alba desnuda y se despierta el mundo, yo me remonto a los
profundos cielos y vierto desde la altura las perlas invisibles de mis
trinos, y entre las claridades matutinas mi melodía inunda el aire, y es
el regocijo del espacio. Pues yo te digo que Orfeo ha cantado bien, y es
un elegido de los dioses. Su música embriagó el bosque entero. Las águilas
se han acercado a revolar sobre nuestras cabezas, los arbustos floridos
han agitado suavemente sus incensarios misteriosos, las abejas han dejado
sus celdillas para venir a escuchar. En cuanto a mí, ¡oh señor!, si yo
estuviese en lugar tuyo, le daría mi guirnalda de pámpanos y mi tirso.
Existen dos potencias: la real y la ideal. Lo que Hércules haría con sus
muñecas, Orfeo lo hace con su inspiración. El dios robusto despedazaría de
un puñetazo al mismo Athos. Orfeo les amansaría, con la eficacia de su voz
triunfante, a Nemea su león y a Erimanto su jabalí. De los hombres, unos
han nacido para forjar metales, otros para arrancar del suelo fértil las
espigas del trigal, otros para combatir en las sangrientas guerras y otros
para enseñar, glorificar y cantar. Si soy tu copero y te doy vino, goza tu
paladar; si te ofrezco un himno, goza tu alma.
Mientras cantaba la alondra, Orfeo le acompañaba con su instrumento, y
un vasto y dominante soplo lírico se escapaba del bosque verde y fragante.
El sátiro sordo comenzaba a impacientarse. ¿Quién era aquel extraño
visitante? ¿Por qué ante él había cesado la danza loca y voluptuosa? ¿Qué
decían sus dos consejeros?
¡Ah! ¡La alondra había cantado; pero el sátiro no oía! Por fin,
dirigió su vista al asno.
¿Faltaba su opinión? Pues bien; ante la selva enorme y sonora, bajo el
azul sagrado, el asno movió la cabeza de un lado a otro, grave, terco,
silencioso, como el sabio que medita.
Entonces, con su pie hendido, hirió el sátiro el suelo, arrugó su
frente con enojo, y, sin darse cuenta de nada, exclamó, señalando a Orfeo
la salida de la selva:
-¡No!...
Al vecino Olimpo llegó el eco, y resonó allá, donde los dioses estaban
de broma, un coro de carcajadas formidables que después se llamaron
homéricas.
Orfeo salió triste de la selva del sátiro sordo y casi dispuesto a
ahorcarse del primer laurel que hallase en su camino.
No se ahorcó, pero se casó con Eurídice.
@§ LA MUERTE DE LA EMPREATRIZ DE LA CHINA
|
Delicada y fina como una joya humana, vivía aquella muchachita de
carne rosada, en la pequeña casa que tenía un saloncito con los tapices de
color azul desfalleciente. Era su estuche.
¿Quién era el dueño de aquel delicioso pájaro alegre, de ojos negros y
boca roja? ¿Para quién cantaba su canción divina, cuando la señorita
Primavera mostraba en el triunfo del sol su bello rostro riente, y abría
las flores del campo, y alborotaba la nidada? Suzette se llamaba la
avecita que había puesto en jaula de seda, peluches y encajes, un soñador
artista cazador, que la había cazado una mañana de mayo en que había mucha
luz en el aire y muchas rosas abiertas.
Recaredo -capricho paternal, él no tenía la culpa de llamarse
Recaredo- se había casado hacía año y medio -¿Me amas? -Te amo. ¿Y tú?
-Con toda el alma.
Hermoso el día dorado, después de lo del cura. Habían ido luego al
campo nuevo, a gozar libres del gozo del amor. Murmuraban allá en sus
ventanas de hojas verdes, las campanillas y las violetas silvestres que
olían cerca del riachuelo, cuando pasaban los dos amantes el brazo de él
en la cintura de ella, el brazo de ella en la cintura de él, los rojos
labios en flor dejando escapar los besos. Después, fue la vuelta a la gran
ciudad, al nido lleno de perfume, de juventud y de calor dichoso.
¿Dije ya que Recaredo era escultor? Pues si no lo he dicho, sabedlo.
Era escultor. En la pequeña casa tenía su taller, con profusión de
mármoles, yesos, bronces y terracotas. A veces, los que pasaban oían a
través de las rejas y persianas una voz que cantaba y un martilleo
vibrante y metálico. Suzette, Recaredo, la boca que emergía el cántico, y
el polpe del cincel.
Luego el incesante idilio nupcial. En puntillas, llegar donde él
trabajaba, e inundándole de cabellos la nuca, besarle rápidamente. Quieto,
quietecito, llegar donde ella duerme en su chaise longue, los
piececitos calzados y con medias negras, uno sobre otro, el libro abierto
sobre el regazo, medio dormida; y allí el beso es en los labios, beso que
sorbe el aliento y hace que se abran los ojos inefablemente luminosos. Y a
todo esto, las carcajadas del mirlo, un mirlo enjaulado que cuando Suzette
toca de Chopin, se pone triste y no canta. !Las carcajadas del mirlo! No
era poca cosa. -¿Me quieres? -¿No lo sabes? -¿Me amas? -¡Te adoro! Ya
estaba el animalucho echando toda la risa del pico. Se le sacaba de la
jaula, revolaba por el saloncito azulado, se detenía en la cabeza de un
Apolo de yeso, o en la frámea de un viejo germano de bronce oscuro.
Tiiiiiirit... rrrrrrich... fiii... ¡Vaya que a veces era malcriado e
insolente en su algarabía! Pero era lindo sobre la mano de Suzette, que le
mimaba, le apretaba el pico entre sus dientes hasta hacerlo desesperar, y
le decía a veces con una voz severa que temblaba de terneza: !Señor mirlo,
es usted un picarón!
Cuando los dos amados estaban juntos, se arreglaban uno al otro el
cabello. «Canta», decía él. Y ella cantaba lentamente; y aunque no eran
sino pobres muchachos enamorados, se veían hermosos, gloriosos y reales;
él la miraba como a una Elsa, y ella le miraba como a un Lohengrin. Porque
el Amor, ¡oh jóvenes llenos de sangre y de sueños!, pone un azul de
cristal ante los ojos y da infinitas alegrías.
¡Cómo se amaban! Él la comtemplaba sobre las estrellas de Dios; su
amor recorría toda la escala de la pasión, y era ya contenido, ya
tempestuoso en su querer, a veces casi místico. En ocasiones dijérase
aquel artista un teósofo que veía en la amada mujer algo supremo y
extrahumano como la Ayesha de Ridder Hagard; la aspiraba como una flor, le
sonreía como a un astro y se sentía soberbiamente vencedor al estrechar
contra su pecho aquella adorable cabeza, que cuando estaba pensativa y
quieta era comparable al perfil hierático de la medalla de un emperatriz
bizantina.
Recaredo amaba su arte. Tenía la pasión de la forma; hacía brotar del
mármol gallardas diosas desnudas de ojos blancos, serenos y sin pupilas;
su taller estaba poblado de un pueblo de estatuas silenciosas, animales de
metal, gárgolas terroríficas, grifos de largas colas vegetales, creaciones
góticas quizá inspiradas por el ocultismo. ¡Y, sobre todo, la gran
afición! Japonerías y chinerías. Recaredo era en esto un original. No sé
qué habría dado por hablar chino o japonés. Conocía los mejores álbumes;
había leído buenos exotistas, adoraba a Loti y a Judith Gautier, y hacía
sacrificios por adquirir trabajos legítimos, de Yokohama, de Nagasaki, de
Kioto o de Nankín o Pekín: los cuchillos, las pipas, las máscaras feas y
misteriosas como las caras de los sueños hípnicos, los mandarinitos enanos
con panzas de curbitáceos y ojos circunflejos, los monstruos de grandes
bocas de batracio, abiertas y dentadas, y diminutos soldados de Tartaria,
con faces foscas.
-¡Oh -le decía Suzette-, aborrezco tu casa de brujo, ese terrible
taller, arca extraña que te roba a mis caricias!
Él sonreía, dejaba su lugar de labor, su templo de raras chucherías y
corría al pequeño salón azul, a ver y mimar su gracioso dije vivo, y oír
cantar y reír al loco mirlo jovial.
Aquella mañana cuando entró, vió que estaba su dulce Suzette,
soñolienta y tendida, cerca de un tazón de rosas que contenía un trípode.
¿Era la Bella durmiente del bosque? Medio dormida, el delicado cuerpo
modelado bajo una bata blanca, la cabellera castaña apelotonada sobre uno
de los hombres, toda ella exhalando un suave olor femenino, era como una
deliciosa figura de los amables cuentos que empiezan: «Éste era un rey...»
La despertó:
-¡Suzette; mi bella!
Traía la cara alegre; le brillaban los ojos negros bajo su fez rojo de
labor; llevaba una carta en la mano.
-Carta de Robert, Suzette. ¡El bribonazo está en China! «Hong Kong, 18
de enero...»-. Suzette, un tanto amodorrada, se había sentado y le había
quitado el papel. ¡Conque aquel andariego había llegado tan lejos! «Hong
Kong, 18 de enero...» Era gracioso. ¡Un excelente muchacho el tal Robert,
con la manía de viajar! Llegaría al fin del mundo. ¡Robert, un grande
amigo! Se veían como de la familia. Había partido hacía dos años para San
Francisco de California. ¡Habríase visto loco igual!
Comenzó a leer.
»Mi buen Recaredo:
»Vine y vi. No he vencido aún.
»En San Francisco supe vuestro matrimonio y me alegré. Di un salto
y caí en la China. He venido como agente de una casa californiana,
importadora de sedas, lacas, marfiles y demás chinerías. Junto con esta
carta debes recibir un regalo mío que, dada tu afición por las cosas de
este país amarillo, te llegará de perlas. Ponme a los pies de Suzette, y
conserva el absequio en memoria de tu
Robert»
Ni más, ni menos. Ambos soltaron la carcajada. El mirlo, a su vez,
hizo estallar la jaula en una explosión de gritos musicales.
La caja había llegado, una caja de regular tamaño, llena de marchamos,
de números y de letras negras que decían y daban a entender que el
contenido era muy frágil. Cuando la caja se abrió, apareció el misterio.
Era un fino busto de porcelana, un admirable busto de mujer sonriente,
pálido y encantador. En la base tenía tres inscripciones, una en
caracteres chinescos, otra en inglés y otra en francés. La emperatriz
de la China. ¡La emperatriz de la China! ¿Qué manos de artista
asiático habían modelado aquellas formas atrayentes de misterio? Era una
cabellera recogida y apretada, una faz enigmática, ojos bajos y extraños,
de princesa celeste, sonrisa de esfinge, cuello erguido sobre los hombros
columbinos, cubiertos por una honda de seda bordada de dragones, todo
dando magia a la porcelana blanca, con tonos de cera, inmaculada y
cándida. ¡La emperatiz de la China! Suzette pasaba sus dedos de rosa sobre
los ojos de aquella graciosa soberana, un tanto inclinados, con sus curvos
epicantus bajo los puros y nobles arcos de las cejas. Estaba contenta. Y
Recaredo sentía orgullo de poseer su porcelana. Le haría un gabinete
especial, para que viviese y reinase sola, como en el Louvre la Venus de
Milo, triunfadora, cobijada imperialmente por el plafón de su recinto
sagrado.
Así lo hizo. En un extremo del taller fromó un gabinete minúsculo, con
biombos cubiertos de arrozales y de grullas. Predominaba la nota amarilla.
Toda la gama, oro, fuego, ocre de Oriente, hoja de otoño, hasta el pálido
que agoniza fundido en la blancura. En el centro, sobre un pedestal dorado
y negro, se alzaba riendo la exótica imperial. Alrededor de ella había
colocado Recaredo todas sus japonerías y curiosidades chinas. Las cubría
un gran quitasol nipón, pintado de camelias y de anchas rosas sangrientas.
Era cosa de risa, cuando el artista soñador, después de dejar la pipa y
los pinceles, llegaba frente a la emperatriz, con las manos cruzadas sobre
el pecho, a hacer zalemas. Una, dos, diez, veinte veces la visitaba. Era
una pasión. En un plato de laca yokohamesa le ponía flores frescas todos
los días.
Tenía, en momentos, verdaderos arrobos delante del busto asiático que
le conmovía en su deleitable e inmóvil majestad. Estudiaba sus menores
detalles, el caracol de la oreja, el arco del labio, la nariz pulida, el
epicantus del párpado. ¡Un ídolo, la famosa emperatriz! Suzette le llamaba
de lejos: -¡Recaredo!
-¡Voy! -y seguía en la contemplación de su obra de arte. Hasta que
Suzette llegaba a llevárselo a rastras y a besos.
Un día, las flores del plato de laca desaparecieron como por encanto.
-¿Quién ha quitado las flores? -gritó el artista desde el taller.
-Yo -dijo una voz vibradora.
Era Suzette, que entreabría una cortina, toda sonrosada y haciendo
relampaguear sus ojos negros.
Allá en lo hondo de su cerebro se decía el señor Recaredo, artista
escultor: -¿Qué tendrá mi mujercita? No comía casi. Aquellos buenos libros
desflorados por su espátula de marfil estaban en el pequeño estante negro,
con sus hojas cerradas sufriendo la nostalgia de las blandas manos de rosa
y del tibio regazo perfumado. El señor Recaredo la veía teriste. ¿Qué
tendrá mi mujercita? En la mesa no quería comer. Estaba seria. ¡Qué sería!
La mirada a veces con el rabo del ojo y el marido veía aquellas pupilas
oscuras, húmedas, como si quisieran llorar. Y ella al responder, hablaba
como los niños a quienes se ha negado un dulce. ¿Qué tendrá mi mujercita?
¡Nada! Aquel «nada» lo decía ella con voz de queja, y entre sílaba y
sílaba había lágrimas.
¡Oh, señor Recaredo! Lo que tiene vuestra mujercita es que sois un
hombre abominable. ¿No habéis notado que desde que esa buena de la
emperatriz de la China ha llegado a vuestra casa, el saloncito azul se ha
entristecido, y el mirlo no canta ni ríe con su risa perlada? Suzette
despierta a Chopin, y lentamente hace brotar la melodía enferma y
melancólica del negro piano sonoro. ¡Tiene celos, señor Recaredo! Tiene el
mal de los celos, ahogador y quemante, como una serpiente encendida que
aprieta el alma ¡Celos!
Quizá él lo comprendía, porque una tarde dijo a la muchachita de su
corazón estas palabras, frente a frente, a través del mundo de una taza de
café:
-Eres demasiado injusta. ¿Acaso no te amo con toda mi alma? ¿Acaso no
sabes leer en mis ojos lo que hay dentro de mi corazón?
Suzette rompió a llorar. ¡Que la amaba! No, ya no la amaba. Habían
huido las buenas y radiantes horas, y los besos que chasqueaban también
eran idos, como pájaros en fuga. Ya no la quería. Y a ella, a la que él
veía su religión, su delicia, su sueño, su rey, a ella, a Suzette, la
había dejado por la otra.
¡La otra! Recaredo dio un salto. Estaba engañada. ¿Lo diría por la
rubia Eulogia, a quien en un tiempo había dirigido madrigales?
Ella movió la cabeza: -No. ¿Por la ricachona Gabriela, de largos
cabellos negros, blanca como un alabastro y cuyo busto había hecho? ¿O por
aquella Luisa, la danzarina, que tenía una cintura de avispa, un seno de
buena nodriza y unos ojos incendiarios? ¿O por la viudita Andrea, que al
reír sacaba la punta de la lengua, roja y felina, entre sus dientes
brillantes y marfilados?
No, no era ninguna de ésas. Recaredo se quedó con asombro. -Mira,
chiquilla, dime la verdad. ¿Quién es alla? Sabes cuánto te adoro, mi Elsa,
mi Julieta, amor mío.
Temblaba tanta verdad de amor en aquellas palabras entrecortadas y
trémulas, que Suzette, con los ojos enrojecidos, secos ya de lágrimas, se
levantó irguiendo su linda cabeza heráldica.
-¿Me amas?
-¡Bien lo sabes!
-Deja, pues, que me vengue de mi rival. Ella o yo, escoge. Si es
cierto que me adoras, ¿querrás permitir que la aparte para siempre de tu
camino, que quede yo sola, confiada en tu pasión?
-Sea- dijo Recaredo.
Y viendo irse a su avecita celosa y terca, prosiguió sorbiendo el café
tan negro como la tinta.
No había tomado tres sorbos cuando oyó un gran ruido de fracaso en el
recinto de su taller.
Fue: ¿Qué miraron sus ojos? El busto había desaparecido del pedestal
de negro y oro, y entre minúsculos mandarines caídos y descolgados
abanicos, se veían por el suelo pedazos de porcelana que crujían bajo los
pequeños zapatos de Suzette, quien toda encendida y con el cabello suelto,
aguardando los besos, decía entre carcajadas argentinas al marido
asustado:
-Estoy vengada. ¡Ha muerto ya para tí la emperatriz de la China!
Y cuando comenzó la ardiente reconciliación de los labios, en el
saloncito azul, todo lleno de regocijo, el mirlo, en su jaula, se moría de
risa.
@§ A UNA ESTRELLA
|
¡Princesa del divino imperio azul, quién besará tus labios luminosos!
¡Yo soy el enamorado extático que soñando mi sueño de amor, estoy de
rodillas, con los ojos fijos en tu inefable claridad, estrella mía, que
estás tan lejos! ¡Oh, cómo ardo en celos, cómo tiembla mi alma cuando
pienso que tú, cándida hija de la aurora, puedes fijar tus miradas en el
hermoso Príncipe Sol que viene de Oriente, gallardo y bello en su carro de
oro, celeste flechero triunfador, de coraza adamantina, que trae a la
espalda el carcaj brillante lleno de flechas de fuego! Pero no, tú me has
sonreído bajo tu palio, y tu sonrisa era dulce como la esperanza. ¡Cuántas
veces mi espíritu quiso volar hacia ti y quedó desalentado! ¡Está tan
lejano tu alcázar! He cantado en mis sonetos y en mis madrigales tu
místico florecimiento, tus cabellos de luz, tu alba vestidura. Te he visto
como una pálida Beatriz del firmamento, lírica y amorosa en tu sublime
resplandor. ¡Princesa del divino imperio azul, quién besará tus labios
luminosos!
Recuerdo aquella negra noche, ¡oh, genio Desaliento! en que
visitaste mi cuarto de trabajo para darme tortura, para dejarme casi
desolado el pobre jardín de mi ilusión, donde me segaste tantos frescos
ideales en flor.
Tu voz me sonó a hierro y te escuché temblando, porque tu palabra era
cortante y fría y caía como un hacha. Me hablaste del camino de la Gloria,
donde hay que andar descalzo sobre cambroneras y abrojos; y desnudo, bajo
una eterna granizada; y a oscuras, cerca de hondos abismos, llenos de
sombra como la muerte. Me hablaste del vergel Amor, donde es casi
imposible cortar una rosa sin morir, porque es rara la flor en que no
anida un áspid. Y me dijiste de la terrible y muda esfinge de bronce que
está a la entrada de la tumba. Y yo estaba espantado, porque la gloria me
había traído, con su hermosa palma en la mano, y el amor me llenaba con su
embriaguez, y la vida era para mí encantadora y alegre como la ven las
flores y los pájaros. Y ya presa de mi desesperanza, esclavo tuyo, oscuro
genio Desaliento, huí de mi triste lugar de labor -donde entre una corte
de bardos antiguos y de poetas modernos resplandecía el dios Hugo, en la
edición de Hetzel- y busqué el aire libre bajo el cielo de la noche.
¡Entonces fue, adorable y blanca princesa, cuando tuviste compasión de
aquel pobre poeta, y le miraste con tu mirada inefable y le sonreíste, y
de tu sonrisa emergía el divino verso de la esperanza, ¡Estrella mía, que
estás tan lejos, quién besará tus labios luminosos!
Quería contarte un poema sideral que tú pudieras oír, quería ser tu
amante ruiseñor, y darte mi apasionado ritornelo, mi etérea y rubia
soñadora. Y así desde la tierra donde caminamos sobre el limo, enviarte mi
ofrenda de armonía a tu región en que deslumbra la apoteosis y reina sin
cesar el prodigio.
Tu diadema asombra a los astros y tu luz hace cantar a los poetas,
perla en el océano infinito, flor de lis del oriflama inmenso del gran
Dios.
Te he visto una noche aparecer en el horizonte sobre el mar, y el
gigantesco viejo, ebrio de sal, te saludó con las salvas de sus olas
sonantes y roncas. Tú caminabas con un manto tenue y dorado; tus reflejos
alegraban las vastas aguas palpitantes.
Otra vez en una selva oscura, donde poblaban el aire los grillos
monótonos, con las notas chillonas de sus nocturnos y rudos violines. A
través de un ramaje te comtemplé en tu deleitable serenidad, y vi sobre
los árboles negros trémulos hilos de luz, como si hubiesen caído de las
alturas hebras de tu cabellera. ¡Princesa del divino imperio azul, quién
besara tus labios luminosos!
Te canta y vuela a ti la alondra matinal en el alba de la
primavera, en que el viento lleva vibraciones de liras eólicas, y el eco
de los tímpanos de plata que suenan los silfos. Desde tu región derramas
las perlas armónicas y cristalinas de su buche, que caen y se juntan a la
universal y grandiosa sinfonía que llena la despierta tierra.
¡Y en esa hora pienso en ti, porque es la hora de supremas citas en el
profundo cielo y de ocultos y ardorosos oarystis en los tibios parajes del
bosque donde florece el cítiso que alegra la égloga! ¡Estrella mía, que
estás tan lejos, quién besara tus labios luminosos!
@§ A UN POETA
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Nada más triste que un titán que llora,
Hombre-montaña encadenado a un lirio, Que gime fuerte, que pujante
implora: Víctima propia en su fatal martirio.
Hércules loco que a los pies de Onfalia La clava deja y el luchar
rehusa, Héroe que calza femenil sandalia, Vate que olvida a la
vibrante musa.
¡Quién desquijara los robustos leones, Hilando esclavo con la
débil rueca; Sin labor, sin empuje, sin acciones; Puños de fierro
y áspera muñeca!
No es tal poeta para hollar alfombras Por donde triunfan
femeniles danzas: Que vibre rayos para herir las sombras, Que
escriba versos que parezcan lanzas.
Relampagueando la soberbia estrofa, Su surco deje de
esplendente lumbre, Y el pantano de escándalo y de mofa Que no lo
vea el águila en su cumbre.
Bravo soldado con su casco de oro Lance el dardo que quema y
que desgarra, Que embiste rudo como embiste el toro, Que clave
firme, como el león, la garra.
Cante valiente y al cantar trabaje; Que ofrezca robles si se
juzga monte; Que su idea, en el mal rompa y desgaje Como en la
selva virgen el bisonte.
Que lo que diga la inspirada boca Suene en el pueblo con
palabra extraña; Ruido de oleaje al azotar la roca, Voz de caverna
y soplo de montaña.
Deje Sansón de Dalila el regazo: Dalila engaña y corta los
cabellos. No pierda el fuerte el rayo de su brazo Por ser esclavo
de unos ojos bellos.
@§ CAUPOLICAN
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Es algo formidable que vio la vieja raza;
Robusto tronco de árbol al hombro de un campeón Salvaje y
aguerrido, cuya formida maza Blandiera el brazo de Hércules, o el
brazo de Sansón.
Por casco sus cabellos, su pecho por coraza, Pudiera tal guerrero,
de Arauco en la región, Lancero de los bosques, Nemrod que todo caza,
Desjarretar un toro, o estrangular un léon.
Anduvo, anduvo, anduvo. Le vio la luz del día, Le vio la tarde
pálida, le vio la noche fría, Y siempre el tronco de árbol a cuestas
del titán.
«¡El Toqui, el Toqui!», clama la conmovida casta. Anduvo,
anduvo, anduvo. La aurora dijo: «Basta», E irguióse la alta frente del
gran Caupolicán.
@§ VENUS
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En la tranquila noche, mis nostalgias
amargas sufría. En busca de quietud bajé al fresco y callado jardín.
En el obscuro cielo Venus bella temblando lucía, Como incrustado
en ébano un dorado y divino jazmín.
A mi alma enamorada, una reina oriental parecía, Que esperaba a su
amante, bajo el techo de su camarín, O que, llevada en hombros, la
profunda extensión recorría, Triunfante y luminosa, recostada sobre un
palanquín.
«¡Oh, reina rubia!, - díjele -, mi alma quiere dejar su crisálida
Y volar hacia ti, y tus labios de fuego besar; Y flotar en el
nimbo que derrama en tu frente luz pálida,
Y en siderales éxtasis no dejarte un momento de amar.» El aire
de la noche refrescaba la atmósfera cálida. Venus, desde el abismo, me
miraba con triste mirar.
@§ DE INVIERNO
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En invernales horas, mirad a Carolina.
Medio apelotonada, descansa en el sillón, Envuelta con su abrigo
de marta cibelina Y no lejos del fuego que brilla en el salón.
El fino angora blanco junto a ella se reclina, Rozando con su
hocico la falda de Alençón, No lejos de las jarras de porcelana china
Que medio oculta un biombo de seda del Japón.
Con sus sutiles filtros la invade un dulce sueño; Entro, sin
hacer ruido; dejo mi abrigo gris; Voy a besar su rostro, rosado y
halagüeño
Como una rosa roja que fuera flor de lis. Abre los ojos,
mírame, con su mirar risueño, Y en tanto cae la nieve del cielo de
París.
@§ LECONTE DE LISLE
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De las eternas musas el reino soberano
Recorres, bajo un soplo de vasta inspiración, Como un rajá
soberbio en su elefante indiano Por sus dominios pasa de rudo viento
al son.
Tú tienes en tu canto como ecos de Oceano; Se ven en tu poesía la
selva y el león; Salvaje luz irradia la lira que en tu mano
Derrama su sonora, robusta vibración.
Tú el faquir conoces secretos y avatares; A tu alma dio el
Oriente misterios seculares, Visiones legendarias y espíritu oriental.
Tu verso está nutrido con savia de la tierra; Fulgor de
Ramayanas tu viva estrofa encierra, Y cantas en la lengua del bosque
colosal.
@§ CATULLE MENDǓ
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Puede ajustarse al pecho coraza férrea y
dura; Puede regir la lanza, la rienda del corcel; Sus músculos de
atleta soportan la armadura... Pero él busca en las bocas rosadas
leche y miel.
Artista, hijo de Capua, que adora la hermosura, La carne femenina
prefiere su pincel, Y en el recinto oculto de tibia alcoba oscura,
Agrega mirto y rosas a su triunfal laurel.
Canta de los oarystis el delicioso instante, Los besos y el delirio
de la mujer amante; Y en sus palabras tiene perfume, alma, color.
Su ave es la venusina, la tímida paloma. Vencido hubiera en Grecia,
vencido hubiera en Roma. En todos los combates del arte o del amor.
@§ WALT WHITMAN
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En su país de hierro vive el gran viejo,
Bello como un patriarca, sereno y santo. Tiene en la arruga
olímpica de su entrecejo Algo que impera y vence con noble encanto.
Su alma del infinito parece espejo; Son sus cansados hombros dignos
del manto; Y con arpa labrada de un roble añejo, Como un profeta
nuevo canta su canto.
Sacerdote que alienta soplo divino, Anuncia, en el futuro, tiempo
mejor. Dice al águila: «¡Vuela!»; «¡Boga!», al marino,
Y «¡Trabaja!», al robusto trabajador. ¡Así va ese poeta por su
camino, Con su soberbio rostro de emperador!
@§ J J PALMA
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Ya de un corintio templo cincela una
metopa, Ya de un morisco alcázar el capitel sutil; Ya, como
Benvenuto, del oro de una copa Forma un joyel artístico, prodigio del
buril.
Pinta las dulces Gracias, o la desnuda Europa, En el pulido borde
de un vaso de marfil, O a Diana, diosa virgen de desceñida ropa,
Con aire cinegético, o en grupo pastoril.
La musa que al poeta sus cánticos inspira No lleva la vibrante
trompeta de metal, Ni es la bacante loca que canta y que delira,
En el amor fogosa, y en el placer triunfal: Ella al cantor ofrece
la septicorde lira, O, rítmica y sonora, la flauta de cristal.
@§ PARODI
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Dio luz a sus estrofas el cielo azul de
Italia, Le atrajo con su inmenso fulgor el gran París; Ciñeron su
cabeza los lauros de la Galia Y fueron sus hermanos los hijos de San
Luis.
Las máscaras le dieron las Gracias de Tesalia; Cantó el valor, un
astro; y la virtud, un lis. Y luego dio a los vientos su rítmica
faunalia, Y el cielo, antes rosado, tornose cielo gris.
Los gritos de su carne son gritos de bacante, Las voces de su
alma dan vida a la ilusión; A la esperanza muerta, levántala radiante,
De su péctide helénica al desusado son; Y en medio de la
Francia, magnífico y vibrante, Su espíritu está lleno de aurora y de
visión.
@§ SALVADOR DIAZ MIRON
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Tu cuarteto es cuadriga de águilas bravas
Que aman las tempestades, los oceanos; Las pesadas tizonas, las
férreas clavas, Son las armas forjadas para tus manos.
Tu idea tiene cráteres y vierte lavas; Del arte recorriendo montes
y llanos, Van tus rudas estrofas jamás esclavas, Como un tropel de
búfalos americanos.
Lo que suena en tu lira lejos resuena, Como cuando habla el bóreas,
o cuando truena. ¡Hijo del Nuevo Mundo!, la Humanidad
Oiga, sobre la frente de las naciones, La hímnica pompa lírica de
tus canciones Que saludan triunfantes la Libertad.
«@§ A MADEMOISELLE »
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J'aime la belle fleur d'or pour tes
cheveux, mon trésor, et un lys pour ton corset. Veux-tu d'autre
fleur alors? Mes lèvres pour ton baiser.
«@§ PENSÉE»
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Les yeux à l'horizon sublime de
l'Histoire, j'étais sous un grand souffle peuplé d'illusion. Et
j'ai vu, frémisant, ta palme d'or ô Gloire, et j'ai écouté, ô Fâme, la
voix de ton clairon!
«@§ CHANSON CRÉPUSCULAIRE»
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Le bois vierge éveille, de sa langue
sonore chante, tout frémissant, la chanson de l'Aurore. Vibrent
les jeunes arbres, éclate la lumière qui décore le front de l'aube
printanière. Dans une gloire d'or, semblable a un empereur le
grand soleil caresse et l'oiseau et la fleur. O sêve! O volupté! Je
vois un noir taureau manger de la pâture au bord d'un frais ruisseau,
tandis que sur des feuilles où la lumière tombe, à plein air,
amoureuse, roucoule une colombe. Là-bas, je vois la mer grisâtre et
l'horizon doré par le matin: et là-bas, le vallon: partout, la
joie de vie comme un souffle mystique; partout, l'ivresse ardente,
l'haleine du tropique. On dirait une fête suprème, un plaisir pur,
sous le regard profond de l'éternel azur.
L'aube émaille des perles son beau péplum de rose dans les vagues
d'opale qui font l'apothéose. On voit la plaine verte dans una rêverie
comme le champ de riz d'une chinoiserie. C'est l'heure de l'Orient
et du doux crépuscule, l'heure du papillon et de la libellule, et
du nid qui gazouille, et des petits enfants. Les prés ont des sourires
et des cris triomphants. On voit, sur les collines pittoresques,
sauvages, comme des cygnes blancs, les humides nuages, Partout la
vie, partout la joie, partout l'amour. Seulement dans mon coeur est
triste ce beau jour.
Hélas, ma bien aimée! L'implacable destin a empoisonné ma coupe, a
empoisonné mon vin. Je ne vois pas tes yeux, adorable trésor; je
ne voix pas ta bouche charmante, à la voix d'or, ta chevelure blonde,
ton profil séraphique, et ton corps délicat de canéphore antique.
Loin de toi, je suis triste, et je suis solitaire; je chante ma
plaintive chanson crépusculaire. Champ fleuri! Mon printemps est plein
de ma souffrance. Maintenant, je vois l'aube! L'aube, c'es
l'espérance...
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