José María Gabriel y Galán
POEMAS

 

EL AMA

I


Yo aprendí en el hogar en qué se funda
la dicha más perfecta,
y para hacerla mía
quise yo ser como mi padre era
y busqué una mujer como mi madre
entre las hijas de mi hidalga tierra.
Y fui como mi padre, y fue mi esposa
viviente imagen de la madre muerta.
¡Un milagro de Dios, que ver me hizo
otra mujer como la santa aquella!
Compartían mis únicos amores
la amante compañera,
la patria idolatrada,
la casa solariega,
con la heredada historia,
con la heredada hacienda.
¡Qué buena era la esposa
y qué feraz mi tierra!
¡Qué alegre era mi casa
y qué sana mi hacienda,
y con qué solidez estaba unida
la tradición de la honradez a ellas!
Una sencilla labradora, humilde,
hija de oscura castellana aldea;
una mujer trabajadora, honrada,
cristiana, amable, carñosa y seria,
trocó mi casa en adorable idilio
que no pudo soñar ningún poeta.
¡Oh, cómo se suaviza
el penoso tragín de las faenas
cuando hay amor en casa
y con él mucho pan se amasa en ella
para los pobres que a su sombra vivien,
para los pobres que por ella bregan!
¡Y cuánto lo agradecen, sin decirlo,
y cuánto por la casa se interesan,
y cómo ellos la cuidan,
y cómo Dios la aumenta!
Todo lo pudo la mujer cristiana,
logrólo todo la mujer discreta.
La vida en la alquería
giraba en torno de ella
pacífica y amable,
monótona y serena...
¡Y cómo la alegría y el trabajo
donde está la virtud se compenetran!
Lavando en el regato cristalino
cantaban las mozuelas,
y cantaba en los valles el vaquero,
y cantaban los mozos en las tierras,
y el aguador camino de la fuente,
y el cabrerillo en la pelada cuesta...
¡Y yo también cantaba,
que ella y el campo hiciéronme poeta!
Cantaba el equilibrio
de aquel alma serena
como los anchos cielos,
como los campos de mi amada tierra;
y cantaba también aquellos campos,
los de las pardas, onduladas cuestas,
los de los mares de enceradas mieses,
los de las mudas perspectivas serias,
los de las castas soledades hondas,
los de las grises lontananzas muertas...
El alma se empapaba
en la solemne clásica grandeza
que llenaba los ámbitos abiertos
del cielo y de la tierra.
¡Qué placido el ambiente,
qué tranquilo el paisaje, qué serena
la atmósfera azulada se extendía
por sobre el haz de la llanura inmensa!
La brisa de la tarde
meneaba, amorosa, la alameda,
los zarzales floridos del cercado,
los guindos de la vega,
las mieses de la hoja,
la copa verde de la encina vieja...
¡Monorrítmica música del llano,
qué grato tu sonar, qué dulce era!
La gaita del pastor en la colina
lloraba las tonadas de la tierra,
cargadas de dulzuras,
cargadas de monótonas tristezas,
y dentro del sentido
caían las cadencias
como doradas gotas
de dulce miel que del panal fluyeran.
La vida era solemne;
puro y sereno el pensamiento era;
sosegado el sentir, como las brisas;
mudo y fuerte el amor, mansas las penas,
austeros los placeres,
raigadas las creencias,
sabroso el pan, reparador el sueño,
fácil el bien y pura la conciencia.
¡Qué deseos el alma
tenía de ser buena
y cómo se llenaba de ternura
cuando Dios le decía que lo era!



II


Pero bien se conoce
que ya no vive ella;
el corazón, la vida de la casa
que alegraba el tragín de las tareas,
la mano bienhechora
que con las sales de enseñanzas buenas
amasó tanto pan para los pobres
que regaban, sudando, nuestra hacienda.
¡La vida en la alquería
se tiñó para siempre de tristeza!
Ya no alegran los mozos la besana
con las dulces tonadas de la tierra,
que al paso perezoso de las yuntas
ajustaban sus lánguidas cadencias.
Mudos de casa salen,
mudos pasan el día en sus faenas,
tristes y mudos vuelven
y sin decirse una palabra cenan;
que está el aire de casa
cargado de tristeza,
y palabras y ruidos importunan
la rumia sosegada de las penas.
Y rezamos reunidos el rosario
sin decirnos por quién..., pero es por ella,
que aunque ya no su voz a orar nos llama,
su recuerdo querido nos congrega,
y nos pone el rosario entre los dedos
y las santas plegarias en la lengua.
¡Qué días y qué noches!
¡Con cuánta lentitud las horas ruedan
por encima del alma que está sola
llorando en las tinieblas!
Las sales de mis lágrimas amargan
el pan que me alimenta;
me cansa el movimiento,
me pesan las faenas,
la casa me entristece
y he perdido el cariño de la hacienda.
¡Qué me importan los bienes
si he perdido mi dulce compañera!
¡Qué compasión me tiene mis criados
que ayer me vieron con el alma llena
de alegrías sin fin que rebosaban
y suyas también eran!
Hasta el hosco pastor de mis ganados,
que ha medido la hondura de mi pena,
si llego a su majada
baja los ojos y ni hablar quisiera;
y dice al despedirme: «Ánimo, amo;
"haiga" mucho valor y "haiga pacencia"...»
Y le tiembla la voz cuando lo dice
y se enjuga una lágrima sincera,
que en la manga de la áspera zamarra
temblando se le queda...
¡Me ahogan estas cosas,
me matan de dolor estas escenas!
¡Que me anime, pretende, y él no sabe
que de su choza en la techumbre negra
le he visto yo escondida
la dulce gaita aquélla
que cargaba el sentido de dulzura
y llenaba los aires de cadencias!...
¿Por qué ya no la toca?
¿Por qué los campos su tañer no alegra?
Y el atrevido vaquerillo sano,
que amaba a una mozuela
de aquellas que trajinan en la casa,
¿por qué no ha vuelto a verla?
¿Por qué no canta en los tranquilos valles?
¿Por qué no silba con la misma fuerza?
¿Por qué no quiere restallar la honda?
¿Por qué esta muda la habladorara legua
que al amo le contaba sus sentires
cuando el amo le daba su licencia?
«¡El ama era una santa!»...,
me dicen todos cuando me hablan de ella.
«¡Santa, santa!», me ha dicho
el viejo señor cura de la aldea,
aquel que le pedía
las limosnas secretas
que de tantos hogares ahuyentaban
las hambres y los fríos y las penas.
¡Por eso los mendigos
que llegan a mi puerta
llorando se descubren
y un padrenuestro por el «ama» rezan!
El velo del dolor me ha oscurecido
la luz de la belleza.
Ya no saben hundirse mis pulilas
en la visión serena
de los espacios hondos,
puros y azules, de extensión inmensa.
Ya no sé traducir la poesía,
ni del alma en la médula me entra
la inmensa melodía del silencio
que en la llanura quieta
parece que descansa,
parece que se acuesta.
Será puro el ambiente, como antes,
y la atmósfera azul será serena,
y la brisa amorosa
moverá con sus alas la alameda,
los zarzales floridos,
los guindos de la vega,
las mieses de la hoja,
la copa verde de la encina vieja...
Y mugirán los tristes becerrillos,
lamentando el destete, en la pradera,
y la de alegres recentales dulces
tropa gentil escalará la cuesta
balando plañideros
al pie de las dulcísimas ovejas;
y cantará en el monte la abubilla,
y en los aires la alondra mañanera
seguirá derritiédose en gorjeos,
musical filigrana de su lengua...
Y la vida solemne de los mundos
seguirá su carrera
monótona, inmutable,
magnífica, serena...
Mas ¿qué me importa todo,
si el vivir de los mundos no me alegra,
ni el ambiente me baña en bienestares,
ni las brisas a música me suenan,
ni el cantar de los pájaros del monte
estimula mi lengua,
ni me mueve a ambición la perspectiva
de la abundante próxima cosecha,
ni el vigor de mis bueyes me envanece,
ni el paso del caballo me recrea,
ni me embriaga el olor de las majadas,
ni con vértigos dulces me deleitan
el perfume del heno que madura
y el perfume del trigo que se encera?
Resbala sobre mí sin agitarme
la dulce poesía en que se impregnan
la llanura sin fin, toda quietudes,
y el magnífico cielo, todo estrellas,
y ya mover no pueden
mi alma de poeta,
ni las de mayo auroras nacarinas
con húmedos vapores en las vegas,
con cánticos de alondra y con efluvios
de rociadas frescas,
ni éstos de otoño atardeceres dulces
de manso resbalar, pura tristeza
de la luz que se muere
y el paisaje borroso que se queja...
ni las noches románticas de julio,
magníficas, espléndidas,
cargadas de silencios rumorosos
y de sanos perfumes de las eras;
noches para el amor, para la rumia
de las grandes ideas,
que a la cumbre al llegar de las alturas
se hermanan y se besan...
¡Cómo tendré yo el alma,
que resbala sobre ella
la dulce poesía de mis campos
como el agua resbala por la piedra!
Vuestra paz era imagen de mi vida,
¡oh campos de mi tierra!
Pero la vida se me puso triste
y su imagen de ahora ya no es esa:
en mi casa, es el frío de mi alcoba,
es el llanto vertido en sus tinieblas;
en el campo, es el árido camino
del barbecho sin fin que amarillea.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Pero yo ya sé hablar como mi madre
y digo como ella
cuando la vida se le puso triste:
«¡Dios lo ha querido así! ¡Bendito sea!»


 

LA PEDRADA

I


Cuando pasa el Nazareno
de la túnica morada,
con la frente ensangrentada,
la mirada del Dios bueno
y la soga al cuello echada,

el pecado me tortura,
las entrañas se me anegan
en torrentes de amargura,
y las lágrimas me ciegan,
y me hiere la ternura...

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Yo he nacido en esos llanos
de la estepa castellana,
donde había unos cristianos
que vivían como hermanos
en república cristiana.

Me enseñaron a rezar,
enseñáronme a sentir
y me enseñaron a amar;
y como amar es sufrir,
también aprendía a llorar.

Cuando esta fecha caía
sobre los pobres lugares,
la vida se entristecía,
cerrábanse los hogares
y el pobre templo se abría.

Y detrás del Nazareno
de la frente coronada,
por aquel de espigas lleno
campo dulce, campo ameno
de la aldea sosegada,

los clamores escuchando
de dolientes Misereres,
iban los hombres rezando,
sollozando las mujeres
y los niños observando...

¡Oh, qué dulce, qué sereno
caminaba el Nazareno
por el campo solitario,
de verdura menos lleno
que de abrojos el Calvario!

¡Cuán süave, cuán paciente
caminaba y cuán doliente
con la cruz al hombro echada,
el dolor sobre la frente
y el amor en la mirada!

Y los hombres, abstraídos,
en hileras extendidos,
iban todos emcapados,
con hachones encendidos
y semblantes apagados.

Y enlutadas, apiñadas,
doloridas, angustiadas,
enjugando en las mantillas
las pupilas empañadas
y las húmedas mejillas,

Viejecitas y doncellas,
de la imagen por las huellas
santo llanto iban vertiendo...
¡Como aquellas, como aquellas
que a Jesús iban siguiendo!

Y los niños, admirados,
silenciosos, apenados,
presintiendo vagamente
dramas hondos no alcanzados
por el vuelo de la mente,

caminábamos sombríos
junto al dulce Nazareno,
maldiciendo a los Judíos,
«que eran Judas y unos tíos
que mataron al Dios bueno».


II
¡Cuántas veces he llorado
recordando la grandeza
de aquel echo inusitado
que una sublime nobleza
inspiróle a un pecho honrado!

La procesión se movía
con honda calma doliente,
¡Qué triste el sol se ponía!
¡Cómo lloraba la gente!
¡Cómo Jesús se afligía...!

¡Qué voces tan plañideras
el Miserere cantaban!
¡Qué luces, que no alumbraban,
tras las verdes vidrïeras
de los faroles brillaban!

Y aquél sayón inhumano
que al dulce Jesús seguía
con el látigo en la mano,
¡qué feroz cara tenía!
¡qué corazón tan villano!

¡La escena a un tigre ablandara!
Iba a caer el Cordero,
y aquel negro monstruo fiero
iba a cruzarle la cara
con un látigo de acero...

Mas un travieso aldeano,
una precoz criatura
de corazón noble y sano
y alma tan grande y tan pura
como el cielo castellano,

rapazuelo generoso
que al mirarla, silencioso,
sintió la trágica escena,
que le dejó el alma llena
de hondo rencor doloroso,

se sublimó de repente,
se separó de la gente,
cogió un guijarro redondo,
miróle al sayón la frente
con ojos de odio muy hondo,

paróse ante la escultura,
apretó la dentadura,
aseguróse en los pies,
midió con tino la altura,
tendió el brazo de través,

zumbó el proyectil terrible,
sonó un golpe indefinible,
y del infame sayón
cayó botando la horrible
cabezota de cartón.

Los fieles, alborotados
por el terrible suceso,
cercaron al niño airados,
preguntándole admirados:
-¿Por qué, por qué has hecho eso?...

Y él contestaba, agresivo,
con voz de aquellas que llegan
de un alma justa a lo vivo:
-«¡Porque sí; porque le pegan
sin hacer ningún motivo!»



III


Hoy, que con los hombres voy,
viendo a Jesús padecer,
interrogándome estoy:
¿Somos los hombres de hoy
aquellos niños de ayer?




 

QUE TENDRA

¿Qué tendrá la hija
del sepulturero,
que con asco la miran los mozos,
que las mozas la miran con miedo?
Cuando llega el domingo a la plaza
y está el bailoteo
como el sol de alegre,
vivo como el fuego,
no parece sino qe una nube
se atraviesa delante del cielo;
no parece sino que se anuncia
que se acerca, que pasa un entierro...
Una ola de opacos rumores
sustituye el febril charloteo,
se cambian miradas
que expresan recelos,
el ritmo del baile
se torna más lento
y hasta los repiques
alegres y secos
de las castañuelas
callan un momento...
Un momento no más dura todo;
mas ¿qué será aquello
que hasta da falsas notas la gaita
por hacer un gesto
con sus gruesos labios
el tamborilero?
No hay memoria de amores manchados,
porque nunca, a pesar de ser bellos,
«buenos ojos tienes»
le ha dicho un mancebo.
Y ella sigue desdenes rumiando,
y ella sigue rumiando desprecios,
pero siempre acercándose a todos,
siempre sonriendo,
presentándose en fiestas y bailes
y estrenando más ricos pañuelos...
¿Qué tendrá la hija
del sepulturero?

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Me lo dijo un mozo:
«¿Ve usted esos pañuelos?
Pues se cuenta que son de otras mozas...
¡de otras mozas que están ya pudriendo!...»
Y es verdad que parece que güelen,
que güelen a muerto...

 

MI VAQUERILLO


He dormido esta noche en el monte
con el niño que cuida mis vacas.
En el valle tendió para ambos
el rapaz su raquítica manta
¡y se quiso quitar-¡pobrecito!-
su blusilla y hacerme almohada!
Una noche solemne de junio,
una noche de junio muy clara...
Los valles dormían,
los búhos cantaban,
sonaba un cencerro,
rumiaban las vacas...
y una luna de luz amorosa,
presidiendo la atmósfera diáfana,
inundaba los cielos tranquilos
de dulzuras sedantes y cálidas.
¡Qué noches, qué noches!
¡Qué horas, qué auras!
¡Para hacerse de acero los cuerpos!
¡Para hacerse de oro las almas!
Pero el niño ¡qué solo vivía!
¡Me daba una lástima
recordar que en los campos desiertos
tan solo pasaba
las noches de junio
rutilantes, medrosas, calladas,
y las húmedas noches de octubre,
cualdo el aire menea las ramas,
y las noches del turbio febrero,
tan negras, tan bravas,
con lobos y cárabos,
con vientos y aguas!...
¡Recordar que dormido pudieran
pisarlo las vacas,
morderle en los labios
horrendas tarántulas,
matarlo los lobos,
comerlo las águilas!...
¡Vaquerito mío!
¡Cuán amargo era el pan que te daba!
Yo tenía un hijito pequeño
-hijo de mi alma,
que jamás te dejé si tu madre
sobre ti no tendía sus alas!-
y si un hombre duro
le vendiera las cosas tan caras!...
Pero ¿qué van a hablar mis amores,
si el niñito que cuida mis vacas
también tiene padres
con tiernas entrañas?
He pasado con él esta noche,
y en las horas de más honda calma
me habló la conciencia
muy duras palabras...
Y le dije que sí, que era horrible...,
que llorándolo el alma ya estaba.
El niño dormía
cara al cielo con plácida calma;
la luz de la luna
puro beso de madre le daba,
y el beso del padre
se lo puso mi boca en su cara.
Y le dije con voz de cariño
cuando vi clarear la mañana:
-¡Despierta, mi mozo,
que ya viene el alba
y hay que hacer una lumbre muy grande
y un almuerzo muy rico... ¡Levanta!
Tú te quedas luego
guardando las vacas,
y a la noche te vas y las dejas...
¡San Antonio bendito las guarda!...
Y a tu madre a la noche le dices
que vaya a mi casa,
porque ya eres grande
y te quiero aumentar la soldada...


 

LAS REPÚBLICAS

I


He admirado el hormiguero
cuando henchían su granero
las innúmeras hormigas.
He observado su tarea
bajo el fuego que caldea
la estación de las espigas.

Esquivando cien alturas
y salvando cien honduras,
las conduce hasta las eras
un sendero largo y hondo
que labraron desde el fondo
de las lóbregas paneras.

Y en hileras numerosas
paralelas, tortuosas,
van y vienen las hormigas...
La vereda es dura y larga,
pesadísima la carga
y axfisiantes las fatigas;

mas la activa muchedumbre
sobre el hálito de lumbre
que la tierra reverbera,
senda arriba y senda abajo,
se embriaga en el trabajo
que le colma la panera.

Son comunes los quehaceres,
son iguales los deberes,
los derechos son iguales,
armoniosa la energía,
generosa la porfía,
los amores fraternales.

Si rendida alguna obrera
por avara no subiera
con la carga la alta loma,
la hermanita más cercana,
con amor de buena hermana,
la mitad del peso toma.

Nadie huelga ni vocea,
nadie injuria ni guerrea,
nadie manda ni obedece,
nadie asalta el gran tesoro,
nadie encienta el grano de oro
que al tesoro pertenece...

He observado el hervidero
del innúmero hormiguero
en sus horas de fatigas...
Si en los ocios invernales
sus costumbres son iguales
¡son muy sabias las hormigas!


II


He observado la colmena
al mediar una serena
tarde plácida de mayo.
La volante, la sonora
muchedumbre zumbadora
laboraba sin desmayo.

¡Qué magnífica opulencia
la de aquella florescencia
de los campos amarillos!
Madreselvas y rosales,
abavanzos y zarzales,
mejoranas y tomillos...

Todo vivo, todo hermoso,
todo ardiente y oloroso,
todo abierto y fecundado:
los perales del plantío,
los cantuesos del baldío,
las campánulas del prado...

Y en corolas hechiceras,
y en pletóricas anteras,
y en estilos diminutos,
y en finísimos estambres
van buscando los enjambres
las esencias de los frutos.

Y los finos aguijones
en robadas libaciones
van llevando a los talleres
lo mejor de la riqueza
que vertió Naturaleza
por los términos de Ceres.

Zumba el himno rumoroso
del trabajo fructuoso
con monótona dulzura:
las obreras impacientes
salen y entran diligentes
por la estrecha puerta oscura.

Las que dentro descargaron
las esencias que libaron,
palpitantes aparecen,
vuelo toman oscilante
y en la atmósfera radiante
volando desaparecen.

Las que tornan presurosas
con sus cargas deliciosas
de ambrosías y colores,
no parecen volanderas
juiciosísimas obreras,
sino aladas lindas flores.

No se estorban ni detienen
las que ricas de oro vienen,
las que en busca van de oro...
Unas liban y acarrean,
otras labran y moldean,
¡todas hinchen el tesoro!

Y hacinados en los cienos,
expulsados de los senos
del alcázar del trabajo,
los cadáveres viscosos
de los zánganos ociosos
se corrompen allá abajo...



III


Cosas buenas he aprendido
contemplando embebecido
resbalar por la hondanada
la sonora algarabía
de la alegre pastoría
que despunta la otoñada.

¡Qué bien suenan sobre fondo
de quietides dulce y hondo
el latir de roncos perros,
el vibrar de los silbidos,
el clamor de los balidos
y el rum rum de los cencerros!

Y cayendo sobre el coro
como lágrimas de oro
de la vida natural,
¡qué amorosas complacencias
desparraman las cadencias
de la gaita del zagal!

Blandamente resbalando
las ovejas van pasando;
paz y hierba van paciendo;
los bocados que una deja
son bocados de otra oveja
que a la hermana va siguiendo.

Los corderos baladores
van en grupos triscadores
asaltando los repechos,
coronando los cerrillos
y brincando los helechos.

Y el que topa con la ubre
o la lo lejos la descubre,
bala y corre hacia la oveja,
se arrodilla tembloroso,
llena el cuajo, trisca airoso
y espojándose se aleja.

En la honrada pastoría
cada amante madre cría
su corderuelo querido...
¡No hay cordero destetado
porque lo haya abandonado
la madre que lo ha parido!

Venerable pastor viejo
con zamarra de pellejo
de los muertos recentales
siempre atento vigilando
el rebaño va guiando
por los buenos pastizales.

Como abuelo que a su niño
lleva en brazos con cariño,
rebosante de placer,
el silvestre viejo austero
lleva al trémulo cordero
que ha acabado de nacer.

Los zagales silbadores,
los ingenuos tañedores
de la gaita cadenciosa,
viendo van las avanzadas
y alegrando con tonadas
la piära rumorosa.

Y librándola de robos
de raposas y de lobos,
van retándolos a muerte
dos mastines corpulentos
con ojos sanguinolentos,
paso grave y pecho fuerte.

El pastor es cuidadoso,
el otoño es amoroso,
son alegres los rapaces,
las ovejas obedientes,
los mastines muy valientes
y los campos muy feraces...

Han gozado mis pupilas
la visión de las tranquilas
ovejitas resbalando...
Paz y hierba van paciendo,
dulce vida van viviendo,
grata huella van dejando...

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Esta vida que vivimos
los que reyes nos decimos
de este mundo engañador,
no es la vida sabia y sana...
¡Ay! La república humana
me parece la peor!...



 

UN DON JUAN


Amo, de aquella cuestión
de ayer, pues ya me atreví,
-¡Gracias a Dios, cobardón!
¿Y qué te dijo?
que sí.


-¿Ves, Jenaro? Si te dejo
no llegas nunca a animarte
y te me mueres de viejo
con las ganas de casarte.

Me gusta la valentía.
Y la lengua, ¿se enredó?
-Pues, mire usted, yo creía
que iba a ser más; pero no.

Y eso que al dir a empezar,
por mucho que porfié,
pues no me pude acordar
del emprencipio de usté.

-¡Por vida de!... ¿Y qué jinojos
hiciste entonces, Jenaro?
-Pues, nada, cerrar los ojos
y dir p'adelante.
-¡Pues claro!

Cuando se ignora, se inventa.
-¡Pues ese fue el aquél mío!
Me tuve que echar la cuenta
que se echa el hombre perdío,

y como un eral cerril
arremetí con alientos,
porque ya, preso por mil...
pues preso por mil quinientos.

No es más que mientras se empieza.
Yo cuantis que me corté,
pues na más de mi cabeza
cuasi todo lo saqué.

-¡Bien hecho! ¿Y le gustaría
bastante más que lo mío?
-Yo le dije asín: «María:
dirás que a qué habré venío».

-¿Y qué te dijo?
Que hablara.
Ella abajó la cabeza
y se le puso la cara
lo mesmo que una cereza.

A mí también se me ardía,
la verdá se ha de decir;
pero le dije: «María:
¿sabrás que tengo un sentir?»

-¡Bien dicho! ¿Y no te comieron
porque hiciste esa pregunta?
-No, pero se me pusieron
todos los pelos de punta.

Yo cuasi que no veía,
la verdá se ha de decir;
pero le dije: «María:
sabrás que tengo un sentir.»

Cuasi que me han obligao
-le dije- a venir acá,
que yo bien retuso he estao
por mó de la cortedá;

pero el amo que sabía
mi sentir, pues ayer tarde
mesmamente, me decía:
«Jenaro, ¡no seas cobarde!

La moza es poco fiestera
y poco aparentadora,
y no es moza ventanera
y es árdiga y vividora.

Y luego, es bien parecía,
y es callaíta y prudente,
y es honesta y recogía
y viene de buena gente...

Anda con ella, comienza
mañana a la noche a dir,
que a cuenta de la vergüenza
te la dejas escurrir...»

Pues sobre aquello volviendo
del sentir que te decía,
sabrás que te estoy quisiendo
ya hace tres años, María.

Siempre he andao negativo
dejándolo pa dispués,
y na más es a motivo
de lo corto que uno es.

Y asín me estaba, me estaba,
aguantándome el sentir,
a ver si se me pasaba,
la verdá se ha de decir.

Y hate cuenta que cada año
pues más me reconcomía,
hasta que ya dije hogaño:
¡Habrá que estar con María!

Porque en habiendo un querer,
la verdá se ha de decir,
ni cuasi puedes comer
ni cuasi puedes dormir.

Y no es el decir que uno
esté encitando el pensar,
porque yo creo que nenguno
quedrá siempre asín estar.

Es na más que te aficionas
y que pierdes la chaveta
en cuantis que una persona
por los ojos se te meta.

Y que ya nadie te apea
ni te hace volver atrás
y llevas aquella idea
por andiquiera que vas.

Pues un querer derechero
como el corazón te ablande,
es igual que un abujero:
cuanti más le hurgas, más grande.

-¡Caramba! ¡Muy bien, Jenaro!
Y ella entonces te diría...
-A lo primero, pues claro,
dijo que ya se vería.

Pero dispués, ya ve usté,
la gente se va atreviendo.
Yo le dije: «Volveré»
Y ella me dijo: «Vay viniendo».

-Vamos, sí, que habrá casorio.
-De eso entá no hemos tratao.
Sólo el parlárselo..., ¡corio!,
¡más vergüenza me ha costao...!


 

ELEGÍA

I


No fue una reina
de las Españas,
fue la alegría
de una majada.
Trece años cumple
para la Pascua
la cabrerilla
de Casablanca.
Su pobre madre
sola la manda
todas las tardes
a la majada.
Lleva ropillas,
lleva viandas
y trae jugosa
leche de cabras.
Vuelve de noche,
porque es muy larga,
porque es muy dura
la caminada
para un asnillo
que apenas anda,
¡Qué miedo lleva!
Pero lo espanta
con el sonido
de sus tonadas.
Canta con miedo,
de miedo canta.
¡Son tan profundas
las hondonadas
y tan espesas
todas las matas!...
¡Son tan horribles
las noches malas,
cuando errabundas
aullando vagan
lobas paridas
por las cañadas
con unos ojos
como las brasas!...
¡Son tan medrosas
las noches claras,
cuando en los charcos
cantan las ranas,
cuando los buhos
ocultos graznan,
cuando hacen sombra
todas las matas
y se menean
todas las ramas!...
Los viejos hombres
de la majada
la quieren mucho
porque es tan guapa,
porque es tan buena,
porque es tan sabia.
Pero a un despierto
zagal de cabras,
que cumple trece
para la Pascua,
no sé con ella
lo que le pasa,
que algunas veces,
al contemplarla,
se pone trémula
su barba pálida
y entre sus párpados
tiemblan dos lágrimas...
Nadie ha sabido
que la regala
dijes y cruces
de Alcaravaca
de bien pulido
cuerno de cabra.
Cuando ella viene
con la vianda
¡le da más gusto!...
¡Le da más ansia,
le da más pena
cuando se marcha!...
¡Como que toda
la noche pasa
llorando quedo
sobre la manta
sin que lo sepan
en la majada!



II


¡Ay, pobre madre,
cómo gritaba,
despavorida,
desmelenada!
¡Ay, los cabreros
cómo lloraban,
apostrofando,
ciegos de rabia!
¡Cómo corrían
y golpeaban
con los cayados
peñas y matas!
¡Y eran muy pocas
todas las lágrimas
que de los ojos
se derrumbaran!
¡Y eran pequeñas
todas las ansias
y las torturas
de las entrañas!
¿Quién nunca ha visto
desdicha tanta?
¡La cabrerilla
de Casablanca
por fieros lobos
¡ay! devorada!
Sangre en las peñas,
sangre en las matas,
¡la virgencita,
desbaratada!
Todo en pedazos
sobre la grava:
los huesecitos
que blanqueaban,
la cabellera
presa en las matas,
rota en mechones
y ensangrentada...
Los zapatitos,
las pobres sayas
todas revueltas
y desgarradas!...
Loca la madre,
que miedo daba
de ver los rayos
de sus miradas,
de oir los timbres
de sus palabras,
y el cabrerillo
de la majada
mudo y atónito
temiendo estaba
con los ojazos
llenos de lágrimas,
despavorido
como zorzala
de un aguilucho
presa en las garras.
¿Cómo los árboles
no se desgajan?
¿Cómo las peñas
no se quebrantan,
y no se enturbian
las fuentes claras
y no ennegrecen
las nubes blancas?
Ya vienen hombres
con unas andas,
con unos paños,
con una sábana;
los despojitos
en ella guardan
y se los llevan
a Casablanca.
Y al cabrerillo
nadie lo llama,
pero él camina
tras de las andas
mirando a todos
con la mirada
de herido pájaro
que en torno vaga
de los verdugos
que le arrebatan
el dulce nido
donde habitaba.
¡Ay, virgencita
de Casablanca!
¡Ay, cabrerillo
de la majada!



III


Su padre silba,
su padre llama,
porque el muchacho
deja las cabras
junto a las siembras
abandonadas
y en los jarales
oculto pasa
tardes enteras,
largas mañanas...
¿Qué es lo que hace?
¿Por qué se guarda?
Pues es que a solas
las horas pasa,
pule que pule,
taja que taja,
llora que llora,
ciego de lágrimas...
que dos veneras
finas prepara
de bien pulido
cuerno de cabra,
porque una noche
quiere llevarlas
al camposanto
de Casablanca...



 

LOS PASTORES DE MI ABUELO

I


He dormido en la majada sobre un lecho de lentiscos
embriagado por el vaho de los húmedos apriscos
y arrullado por murmullos de mansísimo rumiar;
he comido pan sabroso con entrañas de carnero
que guisaron los pastores en blanquísimo caldero
suspendido de las llares sobre el fuego del hogar.

Y al arrullo soñoliento de monótonos hervores,
he charlado largamente con los rústicos pastores
y he buscado en sus sentires algo bello que decir...
¡Ya se han ido, ya se han ido! ¡Ya no encuentro en la comarca
los pastores de mi abuelo, que era un viejo patriarca
con pastores y vaqueros que rimaban el vivir!

Se acabaron para siempre los selváticos juglares
que alegraban las majadas con historias y cantares
y romances peregrinos de muchísimo sabor.
Para siempre se acabaron los ingenuos narradores
de las trágicas leyendas de fantásticos amores
y contiendas fabulosas de los hombres del honor.

¡Ya se han ido, ya se han ido! Los que habitan sus majadas
ya no riman, ya no cantan villancicos y tonadas
y fantásticas leyendas que encantaban mi niñez.
Han perdido los vigores y las vírgenes frescuras
de los cuerpos y las almas que bebieron aguas puras
de veneros naturales de exquisita limpidez.

¡Ya no riman, ya no cantan! Ya no piden al viajero
que les cuente la leyenda del gentil aventurero,
la princesa encarcelada y el enano encantador.
Ya no piden aquel cuento de la azada y el tesoro,
ni la historia fabulosa de la guerra con el moro,
ni el romance tierno y bello de la Virgen y el pastor.

¡He dormido en la majada! Blasfemaban los pastores
maldiciendo la fortuna de los amos y señores
que habitaban los palacios de la mágica ciudad;
y gruñían rencorosos como perros amarrados
venteando los placeres y blandiendo los cayados
que heredaron de otros hombres como cetros de la paz.



II


Yo quisiera que tornaran a mis chozas y casetas
las estirpes patriarcales de selváticos poetas,
tañedores montesinos de la gaita y el rabel,
que mis campos empapaban en la intensa melodía
de una música primera que en los senos se fundía
de silencios transparentes, más sabrosos que la miel.

Una música tan virgen como el aura de mis montes,
tan serena como el cielo de sus amplios horizontes,
tan ingenua como el alma del artista montaraz,
tan sonora como el viento de las tardes abrileñas,
tan süave como el paso de las aguas ribereñas,
tan tranquila como el curso de las horas de la paz.

Una música fundida con balidos de corderos,
con arrullos de palomas y mugidos de terneros,
con chasquidos de la honda del vaquero silbador,
con rodar de regatillos entre peñas y zarzales,
con zumbidos de cencerros y cantares de zagales,
¡de precoces zagalillos que barruntan ya el amor!

Una música que dice cómo suenan en los chozos
las sentencias de los viejos y las risas de los mozos,
y el silencio de las noches en la inmensa soledad,
y el hervir de los calderos en las lumbres pavorosas,
y el llover de los abismos en las noches tenebrosas,
y el ladrar de los mastines en la densa oscuridad.

Yo quisiera que la musa de la gente campesina
no durmiese en las entrañas de la vieja hueca encina
donde, herida por los tiempos, hosca y brava se encerró.
Yo quisiera que las puntas de sus alas vigorosas
nuevamente restallaran en las frentes tenebrosas
de esta raza cuya sangre la codicia envenenó.

Yo quisiera que encubriesen las zamarras de pellejo
pechos fuertes con ingenuos corazones de oro viejo
penetrados de la calma de la vida montaraz.
Yo quisiera que en el culto de los montes abrevados,
sacerdotes de los montes, ostentaran sus cayados
como símbolos de un culto, como cetros de la paz.

Yo quisiera que vagase por los rústicos asilos,
no la casta fabulosa de fantásticos Batilos
que jamás en las majadas de mis montes habitó,
sino aquella casta de hombres vigorosos y severos,
más leales que mastines, más sencillos que corderos,
más esquivos que lobatos, ¡más poetas, ¡ay!, que yo!

¡Más poetas! Los que miran silenciosos hacia Oriente
y saludan a la aurora con la estrofa balbuciente
que derraman, sin saberlo, de la gaita pastoril,
son los hijos naturales de la musa campesina
que les dicta mansamente la tonada matutina
con que sienten las auroras del sereno mes de abril.

¡Más poetas, más poetas! Los artistas inconscientes
que se sientan por las tardes en las peñas eminentes
y modulan, sin quererlo, melancólico cantar,
son las almas empapadas en la rica poesía
melancólica y süave que destila la agonía
dolorida y perezosa de la luz crepuscular.

¡Más poetas, más poetas! Los que riman sus sentires
cuando dentro de las almas cristalizan en decires
que en los senos de los campos se derraman sin querer,
son los hijos elegidos que desnudos amamanta
la pujanza brava musa que al oído sólo canta
las sinceras efusiones del dolor y del placer.

¡Más poetas! Los que viven la feliz monotonía
sin frenéticos espasmos de placer y de alegría
de los cuales las enfermas pobres almas van en pos,
han saltado, sin saberlo, sobre todas las alturas
y serenos van cantando por las plácidas llanuras
de la vida humilde y fuerte que cantando va hacia Dios.

¡Que reviva, que rebulla por mis chozos y casetas
la castiza vieja raza de selváticos poetas
que la vida buena vieron y rimaron el vivir!
¡Que repueblen las campiñas de la clásica comarca
los pastores y vaqueros de mi abuelo el patriarca
que con ellos tuvo un día la fortuna de morir!


 

LA FLOR DEL ESPINO

I


El padre es un tosco
labriego fornido,
áspero y velludo
gigante broncíneo.
¡La madre, una hembra
con hombrunos bríos,
desgarradas formas,
groseros aliños!
¡Y ved el misterio!...
La niña ha nacido
pequeñita y blanca
como flor de espino.
¡La teta es tan grande
como el angelito!
Parecen el bronce
y el mármol unidos.
Me da mucha pena
que aquel hociquillo
tan tierno, tan puro,
tan fresco, tan rico,
toque el pezón negro
del pechazo henchido.
Y ¡siento una lástima
y un miedo y un frío
cuando el gigantesco
labriego fornido
coge en sus manazas
aquel cuerpecito
blanco como el mármol,
tierno como un lirio!
Como es tan pequeño,
tan blando, tan fino,
temo que las zarpas
del león broncíneo
lo hieran, lo quiebren...
¡Me da miedo y frío!
Y luego, ¡qué ira
cuando le hace mimos
con aquellos dedos
callosos y heridos
y cuando le pone
con brutal cariño
los labiazos ásperos
sobre el hociquillo,
que parece un fresco
clavel con rocío!...



II


¡Eran aprensiones!
Después lo he sabido.
El pezón negruzco
del pechazo henchido
no mancha los labios
de los angelitos.
Es moreno y tosco,
¡pero está tan tibio!...
¡Tan tibia y tan pura
derrama en hilillos
la leche purísima
del pechazo henchido,
que ¡pobre de aquella
flor blanca de espino
sin ese venero
de vida tan rico!
¡Por eso aquel ángel
lo quiere tantísimo,
que cuando se aparta,
cansado y ahíto,
del pezón moreno
rebosante y tibio,
lo mira y sonríe,
le quiere hacer mimos,
lo dobla y lo estruja
con el hociquillo,
lo coge y lo suelta,
le da golpecitos,
y poquito a poco
se queda dormido
de hartura y de gusto
junto al calorcillo!...
Ni aquellas manazas
del padre sombrío
lastiman al ángel...
¡Ya lo he comprendido!
¿Qué es lo que no torna
süave el cariño?
Cogerá a su hija
como yo a mi hijo,
que dice su madre
cuando se lo quito
desnudo del halda
para hacerle mimos:
-¡Me da gusto verte
levantar al niño,
porque lo levantas
lo mismo, lo mismo
que los sacerdotes
el cuerpo de Cristo!



III


Eran aprensiones,
¡ya lo he comprendido!
Mas queda el enigma
recóndito, vivo...
El hombre es velloso,
grosero, cetrino;
la madre es hombruna
de ceños sombríos;
la débil niñita
¿por qué habrá nacido
blanca como el mármol,
tierna como el lirio?
Pues es un misterio
lo mismo, lo mismo,
que el que nos ofrece
la flor del espino...

 

POR QUÉ


Aquella flor anónima
de pétalos iguales
que sola está en el páramo
de grises pizarrales,
¿por qué ha nacido allí?
Y aquella moza rústica
que a ser esclava aspira
de aquel pastor selvático
que huraño y torvo mira,
¿por qué lo adora así?

¿Por qué mete el cernícalo
su nido en la hendidura
y el colorín minúsculo
lo guarda en la espesura
del viejo carrascal?
¿Por qué las oropéndolas
lo cuelgan del encino
y aquellos otros pájaros
sotiérranlo en el fino
tapiz del arenal?

¿Por qué a la loba escuálida
creó Naturaleza
vecina de la tórtola
que arrulla en la maleza
la calma del cubil?
¿Por qué son hermosísimos
los blancos recentales?
¿Por qué tan torvos y hórridos,
por qué tan desleales
la hiena y el reptil?

¿Por qué vivirá errático,
sin nido, el necio cuco?
¿Por qué será el polícromo
vistoso abejaruco
tan áspero cantor?
¿Por qué de dulce música
tesoro tal Dios guarda
para el pardillo mísero,
para la alondra parda
y el pardo ruiseñor?

¿Por qué destila bálsamos
el mísero cantueso
que vive en las estériles
calvicies de aquel teso
paupérrimo vivir?
¿Por qué las pomposísimas
peonías fastuosas
producen esas fétidas
grasientas grandes rosas
de enfático vestir?

¿Por qué vierten las víboras
ponzoñas dañadoras?
¿Por qué las beneméritas
abejas labradoras
producen rica miel?
¿Por qué si bajan límpidas
a un labio que sonría
las gratas puras lágrimas
que arrancan la alegría
también saben a hiel?

¿Por qué?... Curioso espíritu,
no quieras indagarlo,
ni en tristes secas fórmulas
pretendas encerrarlo
si no quieres llorar.
Misterios que sois únicos
divinos bebederos
de encantos sabrosísimos:
¡tocaros es perderos!
¡viviros es gozar!


 

TRADICIONAL


El huerto que heredé de mis mayores
no tiene bellas flores
de efímero vivir ni tenues frondas;
tiene hiedra sagrada
de hojas perennes y raíces hondas;
fresca niñez y ancianidad honrada.

Una bíblica higuera
lo llena todo con su copa oscura,
y una fuente con rica regadera,
que música me da, le da frescura.

Lo poco que en el mundo me ha quedado
lo tengo en este huerto,
siempre al estruendo mundanal cerrado,
siempre a la voz de mi sentir abierto.
En medio está enclavado
del árido desierto,
triste vivienda de la grey humana
que duda de la tierra prometida,
cada vez más lejana,
cada vez hacia Oriente más hundida...

Yo, cuando el sol del arenal me ciega
y en fuerza de mirar siento borrosa
la visión luminosa
donde parece que jamás se llega...
Cuando el sudor anega
mis doloridos empañados ojos,
cuando me hieren los aceros fríos
de punzantes abrojos,
cuando me azotan los hermanos míos
que me encuentro de frente en el desierto,
vertiendo sangre a ríos
y lágrimas a mares, torno al huerto.

Mi padre se sentaba en esta piedra,
que coronó de hiedra
la mano santa de mi santa madre...
Fue un altar al amor en roca dura
con dosel de verdura,
trono de patriarca con mi padre
y urna de santa con mi madre pura.

Ya está solo el edén. Todo es desierto.
Detrás de mis santísimos ancianos
saliendo han ido del sagrado huerto
mis amantes dulcísimos hermanos...
¡Los he visto morir, y yo no he muerto!

¡Jamás he comprendido
por qué Dios ha querido
que el vástago más ruin y débil sea
el último habitante de este nido.
Querrá Dios encerrarme
tal vez para ganarme,
porque en estas sagradas espesuras,
donde pasos al cielo son los días,
yo no puedo sentir cosas impuras,
yo no puedo soñar cosas impías.

He nacido en amenas,
castizas y santísimas comarcas
y corre por mis venas
sangre de venerables patriarcas
que me legaron enseñanzas buenas,
huerto, escudo, solar y oro en sus arcas.
Mas, en mi estéril soledad hundido,
Amor me ha visitado. Amor me ha herido,
y hervor de sangre que mi cuerpo inunda
dice que no he nacido
para morir estéril junto al nido
de una raza fecunda.

Dondequiera que estés, mujer hermosa,
predestinada esposa,
que merezcas posar aquí tu planta,
que merezcas sentarte en esta piedra
que coronó de hiedra
la mano de una santa,
ven al huerto querido,
y a la sombra de Dios, Padre del mundo,
pondremos cama nueva al viejo nido
que mi sangre y mi Dios quieren fecundo.

El cielo todavía
no ha otorgado a mis ojos el consuelo
de deber tu hermosura, ¡oh virgen mía!;
pero te adoro en el azul del cielo,
y en el tranquilo resbalar del día,
y en el silencio de la noche oscura,
y en la quietud del huerto sosegado,
y en el recuerdo de la gente pura
que me lo hizo sagrado.

Te adoro en la memoria
de aquella santa de sencilla historia
que la tierra del huerto que he heredado
santificó con su adorable planta
y el dulce ambiente nos dejó inundado
de perfumes de santa.

Ven, casta virgen, al reclamo amigo
de un alma de hombre que te espera ansiosa
porque presiente que vendrán contigo
el pudor de la virgen candorosa,
la gravedad de la mujer cristiana,
el casto amor de la leal esposa
y el pecho maternal que juntos mana
leche y amor para la prole sana
que a Dios le place alegre y numerosa.

¡Dios que lo escuchas!, acelera el día,
porque es tu sol incubador y hermoso,
y la noche es estéril y sombría,
la vida breve, el corazón fogoso,
sensible el alma mía,
soberano el Amor fructuoso
y Tú eres Padre del inmenso mundo
e hijo yo soy del mundo vigoroso
que te plugo crear grande y fecundo.

Alegra mi desierto
con ruido de vivir cuyo concierto
pueda sonarte a coro de angelillos...
Ya ves que entre las hiedras encubierto
hay un nido minúsculo en mi huerto
con siete pajarillos...

 

DOS PAISAJES

I


Dos paisajes: el uno soñado
y el otro vivido.
¡Cuán amarga, sin sueños, me fuera
la vida que vivo!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Era un trozo de tierra jurdana
sin una alquería;
era un trozo de mundo sin ruido,
de mundo sin vida.

Era un campo tan solo, tan solo
como un cementerio,
donde más hondamente se sienten
los hondos silencios.

Madroñeras, lentiscos y jaras
helechos y piedras,
madreselvas, zarzales y brezos,
retamas escuetas...

¡La maraña revuelta y estéril
que viste los campos
cuando no los fecundan y riegan
sudores humanos!

No tenían trigales las lomas,
ni huertos las vegas,
ni sotillos las frescas umbrías,
ni árboles la sierra...

No tenían las rudas labores
cantores humanos,
ni el sabroso caer de las tardes
cantores alados.

No tenían ni puente el riachuelo,
ni torre la aldea,
ni alegría de vida sus grises
hórridas viviendas.

A sus puertas holgaban desnudos
niñitos hambrientos,
devorando sopores de muerte
de alma y del cuerpo.

Y unas ruines mujeres traían
de pueblos lejanos
miserables mendrugos mohosos
envueltos en trapos...

Y unos hombres huraños y entecos
la tierra arañaban
como ruines raposos sin presa
que el páramo escarban.

Y una sorda quietud imponente,
grabándolo todo,
sobre el muerto vivir descargaba
su losa de plomo...



II


Era un trozo de tierra jurdana
con una alquería:
era un trozo de mundo vibrante,
de ruidos de vida.

Era un campo de flores y frutos,
con hombres y pájaros,
con caricias de sol y aguas puras,
de limpios regatos.

Olivares azules que escalan
alegres laderas;
huertecillos con frutos de oro
que engríen las vegas.

Recortados, pequeños trigales;
minúsculos prados
alamedas pomposas y viñas,
sotos de castaños...

Y la sierra gentil, más arriba,
perdiendo asperezas...
¡sonriendo a medida que sube
la vida por ella!

Colmenares que zumban y labran,
palomares blancos,
majadillas que alegran las cuestas
sonoros rebaños...

Carboneras humosas que fingen
pequeños volcanes;
leñadores que cortan y cantan,
que llevan y traen...

¡La visión de los campos incultos
que ricos se tornan
si los baña del sol del trabajo
la luz creadora!

Y tenía ya puente el riachuelo,
y torre la aldea,
y alegría de vida sus blancas
y sanas viviendas.

Y del útil saber en un templo
limpio y diminuto,
y en el templo más grande y más sabio
del campo fecundo,

bando alegre de niños que un hombre
discreto guiaba,
la salud y la vida bebían
del cuerpo y del alma.

Y unas madres con leche en sus pechos,
y luz en la mente,
y en las caras morenas, dulzuras
y risas alegres,

amasaban el pan de los suyos,
rezaban, bullían,
gobernaban la casa cantando,
¡cantando la vida!

Y unos hombres briosos y cultos
labraban los campos
con la sana alegría que infunden
la paz y el trabajo.

Y flotaba en los aires el ritmo
gigante y oscuro
con que alienta la tierra fecunda
preñada de frutos.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

¡Dos paisajes! El uno soñado
y el otro vivido.
Del vivir al soñar, ¿hay distancia?
¡Pues amor cegará tal abismo!

 

CASTELLANA


¿Por qué estás triste, mujer?
¿Pues no te sé yo querer
con un amor singular
de aquellos que hacen llorar
de doloroso placer?

Crees que mi amor es menor
porque tan hondo se encierra,
y es que ignoras que el amor
de los hijos de esta tierra
no sabe ser hablador.

¿No está tu gozo cumplido
viendo desde esta colina
un pueblo a tus pies tendido,
un sol que ante ti declina
y un hombre a tu amor rendido?

¿Te place la patria mía?
No en sus hondas soledades
busques con vana porfía
la estrepitosa alegría
de las doradas ciudades.

El campo que está a tus pies
siempre es tan mudo, tan serio,
tan grave, como hoy lo ves.
No es mi patria un cementerio,
pero un templo sí lo es.

Busca en ella soledades,
serenas melancolías,
profundas tranquilidades,
perennes monotonías
y castizas realidades.

Si tú gozarlas supieras,
ahora mismo depusieras
tu adusto ceño sombrío.
¿Qué de mi patria quisieras
para alegrarte, bien mío?

¿Quieres que vaya a buscar
cuarzos blancos al repecho,
colorines al linar,
nidos de alondra al barbecho
y endrinas al espinar?

Para que tú te regales,
no dejaré una con vida
veloz liebre en los eriales,
ni esquiva perdiz hundida
del cerro en los matorrales,

ni conejillo bravío
dormido bajo el carrasco,
ni mirlo a orillas del río,
ni sisón en el peñasco,
ni alondras en el baldío.

¿Quieres que hiera en su vuelo
a ese milano que el cielo
raya con círculos anchos,
y de sus garras los ganchos
venga a clavar en el suelo,

y, atrás, la cabeza echada,
las plumas te enseñe y rice
de la pechuga alterada,
y ante tus pies agonice
con la pupila espantada?

Si buscas flores sencillas,
hay en el valle violetas,
y gamarzas amarillas,
y estrelladas tijeretas,
y olorosas campanillas.

Si quieres, rosa temprana,
ver los sudores y afanes
que cuesta el pan de mañana,
ven y verás mis gañanes
trajinando en la besana.

O vamos a mis sembrados
y allí verás emulados
de tus labios los carmines,
que parecen amasados
con pétalos de alvergines.

Verás mecerse, aireadas,
del mar de la mies las olas,
aquí y allá salpicadas
de encendidas amapolas
y de jaritas moradas.

Y mientras gozas del vago
rumor de aquel ancho lago
de móviles verdes tules,
yo una corona te hago
de clavelillos azules;

y con ella, nueva Ceres,
reina serás, si tú quieres,
de mis campos y labores,
que reina de mis amores
ya hace tiempo que lo eres.

¿Sientes ganas de llorar?
También las sé yo sufrir
cuando me pongo a pensar
que Dios te puede llevar
y hacerme sin ti vivir.

Más... ¡vamos al prado un rato,
que en él hay sombra de encinas,
murmullos de viento grato
y agua fresca de regato
rebosante de pamplinas!

¿Quieres que de esa ladera
te baje un haz de tomillo,
o que salte a esa pradera
y te traiga un manojillo
de oliente hierba triguera?

¿Lloras? Pues si es de ternura,
deja ese llanto correr,
que es un riego de dulzura,
hijo de la fresca hondura
del manantial del placer.

Mas si lloras desconsuelos
y torturas de los celos,
¡vive Dios, que lloras mal!
Testigos me son los cielos
de que mi amor es leal.

Y si piensas que es menor
porque tan hondo se encierra,
recuerda que el hondo amor
de los hijos de esta tierra
no sabe ser hablador.

Alégrate, pues, mujer,
porque te sé yo querer
con querer tan singular,
que a veces me hace llorar
de doloroso placer...

 

INVITACIÓN


Te invito desde el destierro.
Sin despecho, sin rencores.
En este risueño encierro,
hospital de mis dolores,
estoy cantando el entierro
de nuestros muertos amores.

¡Prevista estaba la suerte!
Inquietos y casquivanos,
y puestos entre tus manos,
murieron de mala muerte,
que no hay cosa menos fuerte
que unos amores livianos.

El tuyo liviano era,
y el que te di no me extraña
que víctima suya fuera.
¡Ya no eres tú la primera
pobre mujer que me engaña
de esa sencilla manera!

Y en este juego de amor
sé que quieres demostrar
que no fui yo el burlador...
Tranquila puedes estar,
que yo mismo haré constar
que es muy tuyo el tal honor.

Y dígote sin recelo
que tu engaño hízome daño,
porque yo no soy de hielo;
mas no te parezca extraño
que ahora bendiga ese engaño
que le abre a mi amor el cielo.

Pondrélo en lugar seguro,
pues, tras fracaso tan duro,
no a más mujeres confío
un amor como este mío,
que, por no ser todo impuro,
te ha parecido muy frío.

De una aspiración bendita
te he querido hablar mil veces:
mas sospecho, mujercita,
que esta idea que me agita
no cabe en las estrecheces
de tu linda cabecita.

Haciendo estoy penitencia,
y quiera Dios perdonarme
amores tan desdichados:
quiero limpiar mi conciencia
para ante Dios presentarme
sin esos ruines pecados.

Y limpio de vaho impuro
de aquel amor tentador,
tan torpe como inseguro,
después que me sienta puro,
pondré en Dios todo mi amor,
que en Dios estará seguro.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Antes que en ese camino,
por donde corres sin tino,
des con un mal caballero
que juegue con tu imprudencia,
te invito a hacer penitencia
y a cambiar de derrotero.

Qué, ¿te ríes? ¡Cuántas veces
he temido, mujercita,
que esta sana aspiración
no cabe en las estrecheces
de esa linda cabecita
y ese enfermo corazón!...


 

A UN RICO

(Soneto)

¿Quién te ha dado tu hacienda o tu dinero?
O son fruto del trabajo honrado,
o el haber que tu padre te ha legado,
o el botín de un ladrón o un usurero.

Si el dinero que das al pordiosero
te lo dio tu sudor, te has sublimado;
si es herencia, ¡cuán bien lo has empleado!;
si es un robo, ¿qué das, mal caballero?

Yo he visto a un lobo que, de carne ahíto,
dejó comer los restos de un cabrito
a un perro ruin que presenció su robo.

Deja, ¡oh rico!, comer lo que te sobre,
porque algo más que un perro será un pobre,
y tú no querrás ser menos que un lobo.


 

LA JURDANA

I


Era un día crudo y turbio de febrero
que las sierras azotaba
con el látigo iracundo
de los vientos y las aguas...
Unos vientos que pasaban restallando
las silbantes finas alas...
Unos turbios, desatados aguaceros,
cuyas gotas aceradas
descendían de los cielos como flechas
y corrían por la tierra como lágrimas.
Como bajan de las sierras tenebrosas
las famélicas hambrientas alimañas,
por la cuesta del serrucho va bajando
la paupérrima jurdana...
Lleva el frío de las fiebres en los huesos,
lleva el frío de las penas en el alma,
lleva el pecho hacia la tierra,
lleva el hijo a las espaldas...
Viene sola, como flaca loba joven
por el látigo del hambre flagelada,
con la fiebre de sus hambres en los ojos,
con la angustia de sus hambres en la entraña.
Es la imagen del serrucho solitario
de misérrimos lentiscos y pizarras;
es el símbolo del barro empedernido
de los álveos de las fuentes agotadas...
Ni sus venas tienen fuego,
ni su carne tiene savia,
ni sus pechos tienen leche,
ni sus ojos tienen lágrimas...
Ha dejado la morada nauseabunda
donde encueva sus tristezas y sus sarnas,
donde roe los mendrugos indigestos,
de dureza despiadada,
cuando torna de la vida vagabunda
con el hijo y los mendrugos a la espalda,
y ahora viene, y ahora viene de sus sierras
a pedirnos a las gentes sin entrañas
el mendrugo que arrojamos a la calle
si a la puerta no lo pide la jurdana.



II


¡Pobre niño! ¡Pobre niño!
Tú no ríes, tú no juegas, tú no hablas,
porque nunca tu hociquillo codicioso
nutridora leche mama
de la teta flaca y fría,
álveo enjuto de la fuente ya agotada.
Te verías, si te vieras, el más pobre
de los seres de la tierra solitaria.
No envidiaras solamente al pajarillo
que en el nido duerme inerte con la carga
de alimentos regalados
que calientan sus entrañas,
envidiaras del famélico lobezno
los festines que la loba le depara,
si en la noche tormentosa con fortuna
da el asalto a los rediles de las cabras...
Estos días que en la sierra se embravecen,
por la sierra nadie vaga...
Toda cría se repliega en las honduras
de cubiles o cabañas,
de calientes blandos nidos
o de enjutas oquedades subterráneas.
Tú solito, que eres hijo de un humano
maridaje del instinto y la desgracia,
vas a espaldas de tu madre recibiendo
las crüeles restallantes bofetadas
de las alas de los ábregos revueltos
que chorrean gotas de agua.
Tú solito vas errante
con el sello de tus hambres en la cara,
con tus fríos en los tuétanos del cuerpo,
con tus nieblas en la mente aletargada
que reposa en los abismos
de una negra noche larga,
sin anuncios de alboradas en los ojos,
orientales horizontes de las almas



III


Por la cuesta del serrucho pizarroso
va bajando la paupérrima jurdana
con miserias en el alma y en el cuerpo,
con el hijo medio imbécil a la espalda...
Yo les pido dos limosnas para ellos
a los hijos de mi patria:
¡Pan de trigo para el hambre de sus cuerpos!
¡Pan de ideas para el hambre de sus almas!

 

La Galana



I
¡Pobrecita madre!
¡Se murió solita!
Cuando vino el cabrero a la choza
con la cabra «Galana» parida
y el trémulo chivo
sin lamer ni atetar todavía,
vio a la madre muerta
y a la niña viva.
Sobre un borriquillo,
sobre una angarilla
de las del aprisco,
se llevaron la muerta querida
y él se quedó solo,
solo con la niña...
La envolvió torpemente en pañales
de dura sedija,
y amoroso la puso a la teta
de la cabra «Galana» parida...
-¡«Galana», «Galana»!
¡Tate bien quietita!...
¡Tate asín, que pueda
mamar la mi niña!»
Y la cabra balaba celosa,
por la fiebre materna encendida,
y poquito a poquito, la teta
fue chupando la débil niñita...
¡Pobre cabritillo!
¡Corta fue tu vida!



II


Solita en el chozo
se queda la niña
mientras lleva el pastor las ovejas
a pacer por aquellas umbrías.
Cerca del chocillo
pace la cabrita,
nerviosa, impaciente,
con susto, con prisa,
y si el viento le hiere el oído
con rumores de llanto de niña,
corre al chozo balando amorosa,
se encarama en la pobre tarima,
se espatarra temblando de amores,
se derringa balando caricias
y le mete a la niña en la boca
la tetaza henchida
que derrama en ella
dulce leche tibia...
¡Qué lechera y qué amante la cabra!
¡Qué robusta y qué santa la niña!



III


¿Serían los lobos?
¿Algún hombre perverso sería?
Una tarde la cabra «Galana»,
la amante nodriza,
se arrastraba a la puerta del chozo
mortalmente herida.
Allá adentro sonaron sollozos,
sollozos de niña,
y un horrible temblor convulsivo
agitó a la expirante cabrita,
que luchó por alzarse del suelo
con esfuerzo de angustia infinita.
Y en un último intento supremo
de sublime materna energía,
que arrancó dolorosos acentos
de la cencerrilla,
y en un largo balido amoroso...
¡se le fue la vida!...



IV


Ni leche de ovejas
ni dulces papillas,
ni mimos, ni besos...
¡Se murió la niña!
¡Esta vez quedó el crimen impune!
¡Esta vez no brilló la justicia!


 

INMACULADA

I


Dime coplas, musa mía.
¿Me las niegas por vulgares?
¿Me reprendes la osadía
de que en coplas populares
quiera cantar a María?

¿Murmuras avergonzada
porque en la ruda tonada
de esta mortal criatura
no cabe la gran figura
de María Inmaculada?

¡Bien lo sé yo, musa mía!
El gran himno de María
no lo rima ni lo canta
miel de humana poesía
ni voz de humana garganta.

Ni tú, porque eres tan ruda
que vives con la desnuda
Naturaleza en amores,
amante, extática y muda
de encinas, piedras y flores,

ni esotra sutil y grave
musa de rica realeza
que dicen que tanto sabe,
daréis jamás con la clave
del himno de la pureza.

Ese gran himno bendito
ya está en los cielos escrito
por Dios con cifras de estrellas...
¿Qué no sabrán decir ellas,
letras de un libro infinito?

Pero escucha, musa mía:
la música reverente
del poema de María
es la total armonía
del Universo viviente,

y todo lo que es cantar,
y todo lo que es bullir,
entero se le ha de dar,
porque cantar es amar,
porque agitarse es sentir.

Y yo, corazón de arcilla,
que adoro tanta grandeza,
le debo mi tonadilla...
Negársela por sencilla
fuera negar mi pobreza.



II


Yo he cantado cosas puras:
radiosas noches serenas,
empapadas de dulzuras.
de castos silencios llenas
y henchidas de hondas ternuras.

Hele rimado cantares
al candor de las palomas
de mis blancos palomares
y a la miel de los aromas
de mis ricos tomillares.

He cantado la blancura
de la azucena sencilla,
la purísima tersura
de la nieve de la altura,
que es la nieve sin mancilla.

He cantado la pureza
de las fuentes naturales,
la gentil delicadeza
que en los blancos recentales
expresó Naturaleza:

la sonrisa matutina
de los días abrileños,
la disuelta purpurina
con que tiñen la colina
los crepúsculos risueños;

los arrullos guturales
y los ósculos caídos
en las caras celestiales
de los niñitos dormidos
en los brazos maternales...

Cosas puras he cantado,
cosas puras he sentido,
y con ellas embriagado,
como un niño me he dormido,
como un ángel he soñado...

Mas ni en mis noches divinas
con estrellas diamantinas,
ni en mis caseras palomas,
ni en la miel de los aromas
de mis natales colinas,

ni en las puras azucenas,
ni en las fuentes de la umbría,
ni en las auroras serenas,
ni en las dulces tardes llenas
de profunda melodía,

ni en los besos ideales,
ni en las mieles musicales
de las madres cuando cantan,
ni en las risas celestiales
de los niños que amamantan,

encontró la musa mía
pobre símbolo siquiera
que con miel de poesía
interpretarme pudiera
la pureza de María...



III


¿Qué nombre darte, hechicero?
Nada me dice el grosero
decir del humano idioma,
ni cuando dice paloma
ni cuando dice lucero.

¿Cómo bosquejar tu alteza
con pobre imagen oscura
que ofrezca Naturaleza,
si no hizo Dios criatura
gemela tuya en pureza?

Fuente de aguas celestiales,
crisol de amores humanos
que tus ojos virginales
depuran de los livianos
sedimentos mundanales;

sol del más dichoso día,
vaso de Dios, puro y fiel;
¡por Ti pasó Dios, María!
¡Cuán pura el Señor te haría
para hacerte digna de Él!

Manantial de los consuelos,
plenitud de los anhelos,
luz que toda luz encierra,
embeleso de los cielos,
alegría de la tierra...

¿Qué más decirse podría
en tu alabanza y loor,
después de decir que un día
fuiste sin mancha, ¡oh María!,
la Madre del Redentor?

Corazón que ante tu planta
no adore grandeza tanta,
¡muerto o podrido ha de estar!
Garganta que no te canta,
¡muda debiera quedar!



IV


Musa mía campesina,
que vives enamorada
de la fuente y de la encina,
de la luz de la alborada,
de la paz de la colina,

del vivir de mis pastores,
del vibrar de sus sentires,
del pudor de sus amores,
del vigor de sus decires
y el callar de sus dolores...

¿No me has dicho, musa mía,
que te placen cosas bellas?
¡Pues viértete en armonía,
que es centro de todas ellas
la belleza de María!

¿No me dices, cuando cantas
el candor y la humildad,
que te placen cosas santas?
Pues María es, entre tantas,
la más grande santidad.

¿No tienes para la alteza
de cosas puras tonada?
¡Pues la esencia, la riqueza,
el sol de toda pureza
es María Inmaculada!

¡Rima y canta musa adusta!
¡Canta el misterio insondable
cuya grandeza te asusta!...
¡La divina Madre Augusta
con los pobres es amable!

Yo la he visto sonriente
escuchando el balbuciente
decir de rudos cantares
que ante míseros altares
le rimaba ruda gente...

Gente de sano vivir
que al sentirla Inmaculada,
le cantaba su sentir.
¡El del alma enamorada
es el más bello decir!

¡Madre mía! ¡Madre mía!
¡Que beba mi poesía
pureza de tu pureza!
¡Que aprenda a tomar belleza
de tu belleza María!

¡Que suba tu amor ardiente
del corazón del creyente
a la mente del poeta,
y oirás el himno ferviente
que el gran misterio interpreta!

¡Que el mundo pura te adore!
¡Que te cante y que te implore!
¡Que tú le mires amante
cuando rece, cuando llore,
cuando bregue, cuando cante!

Y que a una voz concertada
diga ante tanta grandeza
la Humanidad prosternada:
¡Gloria a Dios en la pureza
de María Inmaculada!

 

MI MONTARAZA



I
No hay bajo el cielo divino
del campo salamanquino,
moza como Ana María,
ni más alegre alquería
que Carrascal del Camino.

En Carrascal nació ella,
y si antes no fuese bella
su natal tierra bendita,
fuéralo porque la habita
la rosa de monte aquella.

No nace en tierra cristiana
flor silvestre más lozana
ni hormiga más vividora,
ni moza más castellana,
ni mujer más labradora.

Hermosa sin los amaños
de enfermizas vanidades,
tiene unos ojos castaños
con un mirar sin engaños
que infunde tranquilidades.

Sencilla para pensar,
prudente para sentir,
recatada para amar,
discreta para callar,
y honesta para decir;

robusta como una encina
casera cual golondrina
que en casa canta la paz,
algo arisca y montesina
como paloma torcaz;

agria como una manzana,
roja como una cereza,
fresca como una fontana,
vierte efluvios de alma sana
y olor de Naturaleza.

¿Qué extraño que los favores
implore yo del Destino,
si estoy enfermo de amores
por la reina de las flores
de Carrascal del Camino?



II


¿Me quieres, Ana María?
Yo me he soñado que sí;
mas dudo que guarde impía
la ingrata fortuna mía
tesoro tal para mí;

pues de esos montes no lejos,
hay otros montes ceñudos
con montaraces ya viejos
que tienen hijos talludos
atentos a sus consejos.

Y sé que a esas alquerías
van también ricos señores
a celebrar cacerías,
a dirigir sus labores
y a ver sus ganaderías;

y a mí me causa terror
que en ese rincón de paz
den contigo, rica flor,
el hijo de un montaraz
o el hijo de un gran señor.

Felicidad que soñé,
esposa que presentí,
mujer que luego busqué
y ángel que al cabo encontré
deben de ser para mí.

Dile al hijo del señor
de la vecina alquería
que dice tu servidor
que no nació Ana María
para caprichos de amor;

que en las ciudades doradas
encontrará lindas flores
más suyas por delicadas...
¡Estas rosas coloradas
no son para los señores!

Pero si en ello porfía,
por ladrón de mi destino...,
¡lo mato si pisa un día
la raya de la alquería
de Carrascal del Camino!

Y el hijo del montaraz
de Castropardo el mayor,
el que oye mucho mejor
la voz de un viejo sagaz
que el grito de un noble amor,

si busca montaracías
que den en prados y montes
excusas y regalías,
llenos están de alquerías
esos anchos horizontes;

pues solo el amante fino
que ante el encanto se rinde
de tu mirar peregrino
merece pisar la linde
de Carrascal del Camino.

¿Me quieres, Ana María?
¿Me esperarás en la raya
de tu divina alquería,
cuando a la casa yo vaya
que pretendo llamar mía?

¡Qué buen esposo me hicieras!
¡Qué hogar tan feliz tuvieras,
si de ese monte feraz
tú la montaraza fueras
y fuera yo el montaraz!

Sé por guardas y pastores
que riges ya a maravilla
la casa de tus mayores,
donde, por buena y sencilla,
te adoran tus servidores;

y yo me tengo jurado
ser un amo tan honrado
y un montaraz tan cabal
como el mejor que ha pisado
los montes de Carrascal.

¿No sabes, Ana María
que yo he tenido parientes
en una montaracía
y sé lo que son sirvientes
y sé lo que es la alquería?

Hogaño he mercado en Alba
una yegua de Peñalba
de rutilante mirar,
tres años, negra, cuatralba,
rica sangre y buen andar;

un precioso bruto fiero
con nobleza de cordero,
blondas crines y ancha nalga,
músculos curvos de acero
y enjutos remos de galga.

Y en este animal brioso,
que nunca al trajín se rinde
de su marchar vigoroso,
vigilaré cuidadoso
tus montes de linde a linde;

y ni en los montes vecinos
han de quedar clandestinos
y atrevidillos pastores,
ni furtivos cazadores,
ni leñadores dañinos.

Y corrigiendo criados,
y amparando desgraciados,
será nuestra casa un día
vivienda de hombres honrados,
colonia de la alegría.

¿Quién más dichoso ha de ser
que el hombre que va a tener
bellos campos que cuidar,
sabroso pan que comer
y esposa a quien adorar?

Deudos que enfermo me halláis,
amigos que me estimáis,
hombres que me conocéis,
todos los que me queréis,
todos los que me envidiáis,

¡pedid en justa porfía
que me conceda el Destino
la mano de Ana María
y aquella montaracía
de Carrascal del Camino!

 

>A CÁNDIDA



I
¿Quieres, Cándida saber
cuál es la niña mejor?
Pues medita con amor
lo que ahora vas a leer.

La que es dócil y obediente,
la que reza con fe ciega,
con abandono inocente.
la que canta, la que juega.

La que de necias se aparta,
la que aprende con anhelo
cómo se borda un pañuelo,
cómo se escribe una carta.

La que no sabe bailar
y sí rezar el rosario
y lleva un escapulario
al cuello, en vez de un collar.

La que desprecia o ignora
los desvaríos mundanos;
la que quiere a sus hermanos;
y a su madrecita adora.

La que llena de candor
canta y ríe con nobleza;
trabaja, obedece y reza...
¡esa es la niña mejor!



II


¿Quieres saber, Candidita,
tú, que aspirarás al cielo,
cuál es perfecto modelo
de cristiana jovencita?

La que a Dios se va acercando,
la que, al dejar de ser niña,
con su casa se encariña
y la calle va olvidando.

La que borda escapularios
en lugar de escarapelas;
la que lee pocas novelas
y muchos devocionarios.

La que es sencilla y es buena
y sabe que no es desdoro,
después de bordar en oro
ponerse a guisar la cena.

La que es pura y recogida,
la que estima su decoro
como un preciado tesoro
que vale más que su vida.

Esa humilde jovencita,
noble imagen del pudor,
es el modelo mejor
que has de imitar, Candidita.



III


¿Y quieres, por fin, saber
cuál es el tipo acabado,
el modelo y el dechado
de la perfecta mujer?

La que sabe conservar
su honor puro y recogido:
la que es honor del marido
y alegría del hogar.

La noble mujer cristiana
de alma fuerte y generosa,
a quien da su fe piadosa
fortaleza soberana.

La de sus hijos fiel prenda
y amorosa educadora;
la sabia administradora
de su casa y de su hacienda.

La que delante marchando,
lleva la cruz más pesada
y camina resignada
dando ejemplo y valor dando.

La que sabe padecer,
la que a todos sabe amar
y sabe a todos llevar
por la senda del deber.

La que el hogar santifica,
la que a Dios en él invoca,
la que todo cuanto toca
lo ennoblece y dignifica.

La que mártir sabe ser
y fe a todos sabe dar,
y los enseña a rezar
y los enseña a crecer.

La que de esa fe a la luz
y al impulso de su ejemplo
erige en su casa un templo
al trabajo y la virtud...

La que eso de Dios consiga
es la perfecta mujer,
¡y así tienes tú que ser
para que Dios te bendiga!



 

A S M EL REY


Señor: No soy un juglar;
soy un sincero cantor
del castellano solar.
Canto el alma popular;
no tengo nombre, señor.

Por eso, porque un oscuro,
porque un sincero es quien canta
y no un cortesano impuro,
oiréis el de mi garganta
canto llano, pobre y duro.

Más placerá a vuestro oído
el débil trinar sentido
del pájaro del erial
que el resonante graznido
del hueco pavo real.

Señor: si en ese sagrado
solar de español sentir
han ante vos ocultado
con luz de vivir dorado
sombras de negro vivir,

mintió la vieja embustera
que llaman cortesanía...
¡Mejor a su rey sirviera
si, en bien de la Patria mía,
verdad a su rey dijera!

No sé con reyes hablar;
mas, bien podréis perdonar
que yo platique con vos
tal como en son de rezar
platico de esto con Dios.

Estáme la fe enseñando
y estáme el amor diciendo
que todo se toma blando
a nuestro Dios invocando
y a nuestro rey requiriendo.

Que Dios corona a los reyes
para que a mundos mejores
lleven innúmeras greyes,
mejor que atadas con leyes,
sueltas en cursos de amores.

Señor: en tierras hermanas
de estas tierras castellanas,
no viven vida de humanos
nuestros míseros hermanos
de las montañas jurdanas.

Señor: no oigáis las canciones
de las doradas sirenas,
que solo cantan ficciones...
¡Los más grandes corazones
son los que arrostran más penas!

Dolor de cuantos los vieren,
mentís de los que mintieren,
aquí los parias están...
De hambre del alma se mueren,
se mueren de hambre de pan.

Hasta este monte eminente
donde rimo mis cantares
sube famélica gente
que mis modestos manjares
devora violentamente...

Tanta pena he contemplado
que unas veces he llorado
con llanto de compasión,
y otras mi voz han velado
gemidos de indignación.

Porque infama la negrura
de la siniestra figura
de hombres que hundidos están
en un sopor de incultura
con fiebre de hambre de pan.

Limosna de un rey cristiano
es manantial soberano
de grande consolación...
Mas nunca llega la mano
donde llega el corazón.

La Patria es madre amorosa
que hace milagros de amores...
¡Tienda una mano piadosa
que disipe los horrores
de esta visión afrentosa!

Señor: no soy un juglar.
Yo nunca rimo un cantar
si no me lo pide amor.
La Patria me hizo vibrar...
¡Patria sois también, señor!

 

CUENTAS DEL TÍO MARIANO


Araba el tío Mariano
la húmeda tierra gredosa,
y entre la bruma lluviosa
del horizonte lejano,

con cierta noble ansiedad
que a la amargura se junta,
miraba, al volver la yunta,
las torres de la ciudad.

Allí los amos estaban
de aquel pedazo de llano,
ya convertido en pantano
por lluvias que no amainaban.

Y no pensaba el rentero
que el amo estaba al abrigo
del bofetón del hostigo
y el frío del aguacero.

Aspiraciones más parcas
tentaban al viejo charro
mientras hundía en el barro
sus bien calzadas abarcas.

Era un día de febrero
revuelto, lluvioso y frío;
cada camino era un río
y un charco cada sendero.

Bajaban por las quebradas
turbios regatos zumbando,
que iban el hoyo inundando
de hoscas aguas coloradas.

Y era el barbecho un fangal,
y el prado un estanque era,
y una charca la ribera,
los valles un chapatal.

Arrebataba el solano
las gotas del aguacero,
que eran las puntas de acero
de su látigo inhumano.

Iracundos los zagales
bregaban con los corderos
y los cabritos zagueros
hundidos en los fangales.

Y el pobre tío Mariano,
con la anguarina calada,
bajo un brazo la aguijada
y en la mancera una mano,

arando estaba en tal día
por no perder una huebra,
donde diz que el viento quiebra
cosa que él solo diría,

pues en aquella desnuda
tierra llana sin abrigo
le flagelaba el hostigo
la cara con saña cruda.

Y así malamente araba
y echaba el hombre sus cuentas,
las cuentas de aquellas rentas
que por las tierras pagaba.

Bien echadas las tenía,
pero con mal resultado,
y así, terco y porfiado,
las iba haciendo aquel día;

«Las rastras ya no las miento;
hogaño, si pinta el año,
no será ningún extraño
que me arrimase a las ciento.

Se ha derramao en sazón;
la desará fue mu guapa,
y si sigue asín, no escapa
de haber buena granición.»

(Este cálculo lo hacía
con las leves omisiones
de langosta, inundaciones,
de pedriscos y sequía...)

«¡Ahora, tanto pa calzar,
tanto en vestir y en comer...
(Y no hablaba de beber,
porque era hablar... de la mar.)

«Tanto pa contribuciones,
tanto pa renta y simiente...»
Y así fue del remanente
practicando sustracciones.

Y de las ciento supuestas
sustrajo el tío Mariano
tantas fanegas de grano,
que al pasar de ciento éstas,

puso cara de ansiedad,
dijo con pena, mirando
y el cuerpo zarandeando,
las torres de la ciudad:

«Si hogaño fuese allá un día
y el amo bajar quisiera
seis fanegas..., ¡cualisquiera,
cualisquiera me tosía!...»

¡Señor del tío Mariano!:
si acude a ti, sé piadoso,
que harás un hogar dichoso
con seis fanegas de grano.